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Los utopistas sabían que a través de su obra, reflejo e inspiración de los distintos
cambios que estaban sucediendo, podían contribuir a transformar y mejorar las cosas y
las costumbres de nuestro mundo.
Así como Campanella concibe en su Ciudad del Sol un método didáctico para que sus
alumnos aprendiesen paseando por las murallas que rodeaban la ciudad, ya que en
ellas debían estar escritos y dibujados todos los saberes, así también conozco
profesores y tuve el gusto de ser alumno de algunos de ellos, quienes realizan viajes –
para aprender – de las vivencias, de los tópicos que en turno se estudiaban,
preparándonos con ideales que algunos si logramos tener, claro, ideales palpables,
aquellos que se pueden lograr. De igual manera, como docentes tenemos en nuestras
manos la obligación de despertar el interés en nuestros alumnos para fijarse metas, y
guiarlos en lo posible para que ellos puedan alcanzarlos.
Los valores que la educación moral debe fomentar más profusamente son la igualdad,
la solidaridad y el respeto. El compromiso de la igualdad propicia una participación
significativa, comprometida y activa, mismas que redundan en el bien común; la
solidaridad no es algo que deba imponerse sino que ha de surgir de forma natural como
consecuencia del proceso educativo. Respetar a los otros como iguales supone
comprometerse con su bienestar. Los demás valores también son de suma importancia,
sin embargo los utópicos serán valores que deriven de los mencionados anteriormente.
Los utopistas hicieron algo que sin duda contribuyó a la optimización de los sistemas de
gobierno: soñar un mundo mejor en el que las formas de vida se habían de transformar
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positivamente en beneficio del conjunto de la sociedad, desapareciendo las injusticias
sociales.
Las propuestas y el reto que nos plantea la literatura utópica de los siglos XVI y XVII,
continúa siendo un irrenunciable punto de referencia para todos nosotros ya que ellos
soñaron, en medio de las dificultades del momento, un mundo presidido por la justicia,
la solidaridad y el respeto mutuo.
El tránsito del siglo XVI al XVII se caracteriza por una crisis generalizada de los
modelos culturales a mantener y a transmitir y, por tanto, de aquello que deba constituir
el objetivo de la formación humana: la problematización de los valores europeos frente
a los descubrimientos americanos, el choque entre humanismo y reforma, la verdad de
la razón o de la escritura, las nuevas pautas culturales y religiosas y la proliferación de
un pensamiento libertino y escéptico muestran la desorientación en que vive el hombre
europeo de la época.
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Dado que el desarrollo íntegro de nuestra naturaleza no depende para nada de la
voluntad, la educación del entendimiento es ipso facto educación moral: conocer las
ideas claras y distintas permite formular juicios verdaderos, quien juzga bien elige bien,
y quien elige bien escoge siempre el bien superior.
Por otro lado, no es la razón quien proporciona el conocimiento del bien e inspira la
voluntad firme de realizarlo, sino el sentimiento, la conciencia, la voz del alma humana,
la que nos conduce a amar lo bueno y a aborrecer lo malo. Pero la conciencia no está
reñida con la razón ya que ambas se complementan en el orden moral: la conciencia
como impulso hacia el bien es innata pero para que se desencadene es necesario
poseer la idea del bien que es lo que da la razón de modo que, en la dinámica de todo
acto moral, concurren tres factores: la conciencia para amar lo bueno, la razón para
conocerlo y la libertad para elegirlo.