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CELEBRANDO MENTIRAS

En medio de las celebraciones oficiales de la historia nacional, no sé todavía muy bien qué se
celebró como Bicentenario de Independencia. La verdadera historia de Colombia no ha sido jamás
contada. Nos han llenado la cabeza de fábulas, verdades a medias, justificaciones y, literalmente,
‘sentimientos patrioteros y veintijulieros’. Es curioso que, pese a múltiples evidencias de todo tipo
que aclaran que el 20 de julio de 1810 en Santafé no se declaró ninguna independencia de España
–por el contrario, se juró lealtad al rey Fernando VII-, los gobiernos colombianos persistan en
celebrar esa fecha como ‘el Día de la Independencia de Colombia’.

Desde mediados del Siglo XV hasta mediados del Siglo XIX, América se convirtió en un continente
saqueado, arrasado y arrastrado por intereses políticos y económicos, tanto por el lado de los
pertenecientes a la corona española, como de los ‘criollos’ que primero se afincaron por acá. Una
alianza. Un nudo entrelazado y formado por la codicia, la explotación de los nativos y su
aniquilamiento, el comercio infame de esclavos sacados a mansalva de su continente para reforzar
la mano de obra durante la colonización y sembrarlos en las tierras más inhóspitas y calientes para
poder cultivar arroz, caña, plátano y algodón.

Las atrocidades de los años de la esclavitud nunca han salido a flote como fueron. Porque no
solamente fueron los responsables de este genocidio masivo de africanos (dicen los estudiosos
que por cada africano que llegó vivo a América murieron dos durante las travesías), como del
exterminio de los indígenas, quienes tomaron ese nombre por la creencia de que Colón y todos
sus hombres habían llegado a las Indias. Fuimos todos los descendientes de la península los que
también, durante siglos, apoyamos el tráfico, la venta, la compra y el sometimiento de millones de
hombres y mujeres que oficialmente no tenían derechos humanos, ni su alma era reconocida por
la Iglesia Católica, participe activa de estas masacres en ‘nombre de Dios’.

Cartagena, ahora la bonita, el ‘corralito de piedra’ y plata convertido en Patrimonio de la


Humanidad fue el único puerto autorizado para recibir cientos de miles de hombres y mujeres
provenientes de diferentes partes de África. Desde allí eran repartidos en grupos y marcados en
hierro candente a Perú, Ecuador, Chile, Venezuela y las regiones más cálidas de Colombia, léase
Chocó, Valle, Cauca, Bolívar, Córdoba y Antioquia. El mismo Bolívar les prometió a los esclavos la
‘libertad de vientre’ si se enrolaban en esa guerra civil de criollos contra ibéricos que se llamó
‘Guerra de Independencia’ para después incumplirles y dejarlos en la esclavitud.

No fue sino hasta mediados, muy entrados los años, del Siglo XIX que se oficializó la libertad de los
negros africanos. Sostienen los estudiosos que el comercio de esclavos fue muchísimo más
lucrativo que el comercio de oro y piedras preciosas. Todos participamos. Criollos y chapetones. Ni
Colombia ni España han saldado jamás esta deuda. Jamás se ha reparado el daño que se cometió.
Jamás hemos rendido cuenta por estos genocidios, crímenes de lesa humanidad, tanto de
indígenas como de nativos de África. No fue ésta una época sabia y penetrada por la
transparencia. La invadieron, al contrario, la torpeza, el delirio, el equívoco

Lastimosamente, gracias al continuismo y la inoperancia de los mismos gobiernos que elegimos,


persistimos en la misma situación. No ha cambiado nada. Los gobiernos del Siglo XXI deberían
acordar acciones concretas para estos millones de seres que ahora son colombianos y que siguen
sin ninguna oportunidad sobre la tierra.

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