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EL TERROR:
La gran conmoción de fines de los años veinte fue seguida por un breve período de estabilización. Pero a
mediados de la década de 1930 se desencadenó el terror. Desde la llegada de Hitler al gobierno de Alemania,
Stalin percibió que la URSS corría peligro de ser atacada. Hasta entonces, todas las guerras habían sdo
acompañadas por insurrecciones y revoluciones: tanto la guerra con Japón, que dio paso a la revolución de
1905, como la Primera Guerra Mundial, que desembocó en la caída del zar en febrero de 1917. Ante una po-
sibilidad de un ataque del exterior, en Stalin se afianzó la idea de que era necesaria una cohesión sin fisuras
de las fuerzas internas, especialmente en el seno de partido. Además, la cúpula política desconfiaba de aque-
llos oficiales o altos funcionarios que, por obra de sus saberes técnicos, habían alcanzado, al calor de los
cambios revolucionarios, la cima de la pirámide social. El terror combinó los juicios (que eliminaron a la vieja
guardia bolchevique que había cuestionado a Stalin y al alto mando del Ejército Rojo) con campañas masivas
destinadas a purificar el partido a través de las denuncias de “los de abajo” sobre la conducta de quienes de-
tentaban posiciones de poder.
En diciembre de 1934 fue asesinado Sergey Kírov, secretario del partido en Leningrado. El crimen, según
los estalinistas, confirmaba la existencia de una conspiración contra el estado soviético. Para algunos analis-
tas, Stalin fraguó el atentado para contar con un hecho capaz de detonar la represión masiva.
En enero de 1935 Kamenev y Zinoviev fueron acusados de “complicidad moral” con dicho asesinato. Des-
pués del juicio, en el que fueron condenados a largos años de prisión, el Politburó alertó a las organizaciones
del partido sobre el peligro de los opositores encubiertos y ordenó el “debate” en las bases para detectarlos.
La delación se puso en marcha en el seno del partido. En agosto de 1936 Zinoviev, Kamenev y otros dirigen-
tes de la vieja guardia bolchevique fueron juzgados por traición. Todos los acusados, excepto Smirnov, que
se retractó, confesaron haber organizado un centro terrorista y planeado asesinar a los miembros del Politbu-
ró siguiendo las órdenes de Trotsky. Fueron condenados a muerte, y a lo largo de ese año 160 personas fue-
ron detenidas y ejecutadas en relación con este juicio. En enero de 1937, el comisario adjunto de la industria
pesada Georgi Piatakov y 16 dirigentes más fueron acusados de sabotaje y espionaje industrial; según los
fiscales, habían sido alentados por Trotsky y el gobierno alemán. Todos confesaron los crímenes que se les
imputaron. Unos meses después llegó el turno del Ejército Rojo. Héroes de la guerra civil, como Mijaíl Tuja-
chevski, fueron acusados de espiar para Alemania. Por primera vez la represión recayó sobre quienes nunca
habían sido opositores abiertos a Stalin. Después de las confesiones arrancadas a fuerza de torturas, los
acusados fueron fusilados. Cerca del 8% del cuerpo de oficiales fue destituido por motivos políticos.
En la segunda mitad de 1937, mientras los juicio continuaban, se desencadenó una ola de terror a escala
nacional: la mayoría de los ministros, los primeros secretarios regionales del partido y millares de funcionarios
fueron señalados como traidores y, en consecuencia, detenidos. La mayoría fue ejecutada entre 1937 y 1940.
Alimentada por los miedos y las especulaciones de casi todos, las purgas y contrapurgas se sucedieron en
todo el país. En esta vorágine, las detenciones, los traslados al gulag y las ejecuciones desbordaron los lími-
tes del partido. En 1937 volvieron a actuar las troikas, tribunales de tres personas creados durante la guerra
civil para procesar a los enemigos en forma sumaria sin recurrir a los procedimientos judiciales. También ac-
tuaron durante la colectivización forzosa, sancionando a quienes la resistía. En 1937-1938 se erigieron como
los principales agentes de terror. Todos eran enemigos potenciales o reales, pero resultaba imposible decir
quién era exactamente el enemigo.
El terror fue resultado de decisiones (principalmente de Stalin) y de un movimiento que, una vez desatado,
incluyó entre sus víctimas a quienes creían controlarlo. Por ejemplo, en 1937 fue ejecutado Génrij Yagoda,
jefe del Comisariado Popular para Asuntos Internos (NKDV), acusado de estar al servicio del imperialismo. Su
sucesor, Nicolás Yezhov, también fue juzgado a puerta cerrada en febrero de 1940 como culpable del espio-
naje a favor de Polonia y el Reino Unido. El último crimen de esta oleada de terror fue el asesinato de Trotsky,
asilado en México. El 20 de agosto de 1940, el comunista español Ramón Mercader ejecutó la orden de Mos-
cú y con una pica dio el golpe mortal en la cabeza al creador del Ejército Rojo.
EL ESPACIO COMUNISTA
Poco después de la Segunda Guerra, el mundo comunista se amplió mediante la inclusión de los países de
Europa del Este en el bloque soviético y el triunfo de Mao en China. Desde mediados de los años ´50, sucesi-
vas crisis afectaron las relaciones entre la URSS y sus satélites europeos, y a partir de la década de 1960
Mao cuestionó la primacía de Moscú sobre el campo comunista. La marcha de los países socialistas tuvo un
fuerte impacto sobre el marxismo, pero lo más decisivo fue que quebró la esperanza en torno a la factibilidad
del socialismo como alternativa superadora de capitalismo.
LA DESESTALINIZACIÓN
Tras la muerte de Stalin, sus poderes pasaron a un grupo de dirigentes, que aprobaron una serie de medi-
das. Los decretos de amnistía para los presos políticos, el reconocimiento de la inexistencia de la conjura de
los médicos y la revisión de los planes económicos con el fin de asignar mayores recursos a la mejora de las
condiciones de vida de la población. En sintonía con este giro interno, hubo señales en favor de encarar ne-
gociaciones con los países del bloque capitalista para resolver el tema de la división de Alemania y solucionar
las diferencias con Tito. Los hombres que habían colaborado estrechamente con la política estalinista preten-
dieron actuar como un cuerpo de colegiados, tomando distancia de su pasado, pero competían por el control
del poder.
Hasta que Kruschev impuso su conducción en 9158, las pugnas entre camarillas determinaros sucesivos
recambios en el clima del poder. En ese marco, hubo un cambio fundamental: la pérdida del cargo dejó de
estar acompañada por la eliminación física del desplazado, excepto en el caso de Beria, jefe máximo de los
servicios de seguridad, que fue detenido y fusilado en 1953.
Los dos principales temas del debate explícito entre los sucesores de Stalin fueron el rumbo de la política
exterior y las prioridades de los planes económicos. Había además otra controversia encubierta en torno a los
alcances del desmantelamiento de la máquina del terror. Kruschev asumió la posición más radicalizada. Su
embate contra el estalinismo fue en gran medida una herramienta para ganar terreno sobre sus rivales, y en
su avance hacia la toma del poder profundizó la desestalinización hasta el punto de denunciar públicamente
los crímenes de Stalin.
E XX Congreso del partido, celebrado a fines de febrero de 1956, Kruschev pronunció el discurso “secreto”
que descorrió el velo sobre el Gulag y la “depuración” del partido en los años treinta, al mismo tiempo que
atacó el culto a la personalidad de Stalin. No todo fue dicho, ni mucho menos se intentó ofrecer razones sobre
lo ocurrido, ya que el discurso sólo se limitó a reconocer un responsable: el jefe máximo ausente. Con sus
revelaciones, Kruschev pretendía ganar el apoyo de la base partidaria y fortalecerse frente a sus competido-
res que retenían espacios de poder en la cúpula del partido y el gobierno. pero discurso fue también la expre-
sión de un militante comunista convencido de que era posible renovar el régimen y recuperar los ideales del
Octubre Rojo.
El informe secreto de 1956 se difundió rápidamente y agrietó las convicciones de los comunistas. Una parte
importante de los militantes de los partidos comunistas occidentales abandonaron sus filas. A pesar de su
carácter limitado, la revisión provocó las certidumbres y fue el primer paso hacia la apertura de un profundo
debate. Muchos intelectuales comunistas no pudieron dejar de preguntarse qué había ocurrido “realmente”
para que el estalinismo hubiera sido posible, y a partir de este interrogante no solo se puso en cuestión la
naturaleza del régimen soviético sino también la idea de la revolución como partera de un nuevo mundo, y la
del marxismo como teoría que indicaba el camino a seguir.
El nuevo rumbo adoptado por los desestalinizadores entrelazaba los cambios internos con el destino de la
Guerra Fría: la Unión Soviética no podía seguir destinando recursos al aparato militar y descuidando las con-
diciones de vida de la población. Aunque no logró cambios significativos en la comunicación con Washington,
Kruschev anunció su voluntad de dialogar y sostuvo que la superioridad del socialismo quedaría confirmada a
través de su exitosa competencia económica con el capitalismo, de modo tal que, implícitamente, la vía revo-
lucionaria dejaba de ser el único cambio válido para llegar al comunismo. Este giro no fue meramente discur-
sivo: se correspondía con el interés por reducir la tensión entre los dos bloques y habilitaba a los partidos co-
munistas occidentales a forjar alianzas con otras fuerzas políticas. En consonancia con este nuevo clima, en
1956 se aprobó la disolución del Kominform creado en 1947 en los inicios de la Guerra Fría. Mao rechazó de
plano las críticas de Kruschev a Stalin. Su reprobación de los revisionistas (descalificó abiertamente los mo-
vimientos de 1956 en Polonia y Hungría) estaba vinculada a las fuertes divergencias que lo enfrentaban con
la corriente de su partido.
En el plano político, Kruschev no pretendió reemplazar a los cuadros estalinistas sino reeducarlos y conte-
ner los excesos de un régimen fundado en la autoridad de una sola persona. En el orden industrial recortó los
poderes de la burocracia central y favoreció a los gobiernos provinciales. En materia agrícola propuso con-
quistar las tierras vírgenes de Asia Central y Siberia, una experiencia inicialmente exitosa que acabó en fra-
caso al provocar la erosión de los suelos. En 1964, mientras Kruschev disfrutaba de sus vacaciones, el Presi-
dium (ex Politburó) decidió reemplazarlo por Leonid Brézhnev en el cargo de primer secretario del partido y
por Alexander Kosyguin en el de Presidente del Consejo de Ministros.
Para sus camaradas, Kruschev había cometido errores graves e la dirección de la política económica y ha-
bía sido demasiado impulsivo e incontrolable. Al destituirlo, se hicieron una promesa que no cumplirían: nunca
unir en una misma persona los cargos de secretario general y primer ministro. Kruschev no fue perseguido,
pero sí obligado a un relativo aislamiento “por motivos de salud” y, aunque vivió observado, escribió sus me-
morias, que llegaron a occidente y fueron publicadas en 1970.
EL REVISIONISMO Y LAS GRIETAS DEL CAMPO COMUNISTA:
El término “revisionismo” fue acuñado por quienes rechazaban la desestalinización y pretendían descalificar
este giro asociándolo con el que había dado la socialdemocracia europea a fines del siglo XIX. Si los revisio-
nistas de ayer habían traicionado a la clase obrera al aceptar el reformismo y apoyar la Primera Guerra Mun-
dial, los promotores de la desestalinización se apartaban del campo revolucionario cuando criticaban abierta-
mente la obra de Stalin porque ponían en tela de juicio los resultados de lo actuado por la cúpula bolchevique
y, de ese modo, debilitaban el campo revolucionario. Para muchos antirrevisionistas, este giro implicaba un
cuestionamiento de su propia carrera política y el poder alcanzado.
El rumbo asumido por la dirección colegiada soviética en 1953 desestabilizó a los gobiernos de los países
satélites al deslegitimar a quienes habían actuado como “pequeño Stalin”. El nuevo escenario fue aún más
complejo debido a las marchas y contramarchas de la dirigencia moscovita, derivadas en gran medida de la
competencia entre las diferentes fracciones, esta rivalidad en el centro, que se prolongó hasta el afianzamien-
to de Kruschev, abría el juego a la reaparición de las divergencias en el seno de los partidos comunistas eu-
ropeos recientemente homogeneizados a través de las purgas.
Debido que la recepción de los cambios promovidos por el centro fue desigual entre los comunistas euro-
peos, los países del bloque soviético siguieron diferentes trayectorias políticas. En Rumania y Albania, el re-
chazo al nuevo rumbo se combinó con la ausencia de presiones sociales y la cohesión de la cúpula partidaria.
En ambos países la desestalinización alentó la desatelización respecto de Moscú, proceso favorecido por la
oposición de Mao a las críticas al régimen. Albania se colocó bajo la protección de China y reivindicó abierta-
mente la figura de Stalin. Más cauta, Rumania no cuestionó públicamente el giro de Kruschev pero se opuso
exitosamente a los planes de integración económica impulsados desde Moscú, que le asignaban el papel de
proveedor de materias primas al mercado común soviético. El rechazo a la desestalinización se conjugó con
la preservación del statu quo en el orden interno y con el cuestionamiento a la posición periférica ocupada por
Rumania bajo el estalinismo.
El revisionismo, con diferente grado de consistencia según los países, fue principalmente un movimiento in-
telectual cuya base de acción se concentró en las revistas culturales o especializadas, los establecimientos
de enseñanza superior (incluidos los del partido) y las asociaciones culturales y científicas. En el seno de los
partidos gobernantes, los revisionistas suponían que su presión conduciría a iniciativas liberalizadoras por
parte de la dirección. Pero el deshielo no solo resquebrajó la cohesión de los comunistas, también posibilitó
que otros sectores de la sociedad se expresaran públicamente. Ambos procesos entrelazados alcanzaron un
punto más alto en Polonia y Hungría, donde en octubre de 1956 hubo movilizaciones y se concentró un re-
chazo más radicalizado al orden existente.
Las dos protestas se resolvieron de diferente manera, aunque inicialmente Moscú empleó el mismo recur-
so: el ingreso al gobierno de comunistas desplazados durante las purgas estalinistas. El regreso de Gomulka
al gobierno polaco calmó los ánimos gracias a las expectativas generadas por la rehabilitación de un ex disi-
dente. En Budapest, la reincorporación de Imre Nagy no tuvo el mismo impacto porque la resistencia de los
conservadores fue más fuerte la amenaza de las tropas soviéticas exacerbó las movilizaciones y profundizó
los reclamos. Ante la posibilidad de que Hungría se retirara del Pacto de Varsovia, el movimiento húngaro fue
silenciado mediante el ingreso de los tanques soviéticos.