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La idea de que la construcción debe ser la base de la arquitectura no es

reciente. Ya, Viollet-le-Duc, concretizando sus opiniones sobre la


arquitectura a principios de los años 1860 en sus «Entretienss sur
l´Architecture» reclamaba la expresión honrada y adecuada de los materiales
que se derivaban de los métodos de la época. La estética no era, para él, como
para la mayoría de sus contemporáneos una moda pasajera; constituía más
bien el resultado de una estructura bien estudiada. “Toda forma -decía- que
no se adecue a la estructura, debe ser repudiada”.
En medio de la confusión que producen los efectos de la moda, hizo falta
mucha valentía y desinterés por permanecer fiel a esta línea de conducta que
no varia a voluntad de las fluctuaciones del momento.
Mies Van der Rohe jamás cesó de repetir que no le interesaba inventar
formas arbitrarias y que rehusaba pedir prestados elementos de otras
épocas o crear formas modernas que no estuvieran motivadas por la
construcción misma, la única que puede garantizar el espíritu de la época.
Opinaba que el arquitecto debe investigar los efectos vinculados a la
estructura.

Desde sus comienzos Mies van der


Rohe matizó los volúmenes distinguiendo claramente los elementos
portantes de los paramentos. El Pabellón de la Exposición de
Barcelona (1929), con sus tabiques libremente dispuestos, es una obra
magistral que inaugura un nuevo género: los materiales, los ensamblajes y el
espacio, perfectamente ajustados, proporcionan una armonía de singular
atractivo. Incluso el espectador menos experto se deja seducir por la limpieza
de las superficies que constituyen su arquitectura. Casi podría afirmarse que
gracias a esta precisión y regularidad en las que descubrimos las enseñanzas
de la arquitectura rigurosa del pasado, por ejemplo, el orden dórico, el
público se siente participe de las autenticas satisfacciones que
proporciona el arte. El refinamiento en la combinación de soportes y
forjados en la Nueva Galería Nacional de Berlín (1963-1968) enlaza, a pesar
de los elementos diferentes, con la gran tradición de épocas pasadas.
Mies van der Rohe pensaba que la arquitectura no está sujeta al día que
pasa ni a la eternidad, sino que se halla anclada en su tiempo. Solamente
pueda ser auténtica expresando su época. Le arquitectura da un sentido a los
acontecimientos históricos; es su símbolo y su realización. En sus
construcciones intenta expresar las tendencias de nuestro tiempo: las
condiciones de la economía moderna, los descubrimientos de las ciencias
naturales y de la técnica, la aglomeración de masas humanas.
Los rascacielos levantados sobre una estructura rodeada de un muro-cortina
alcanzan una perfección que está patente hasta en los mínimos detalles. El
mayor grado de maestría se manifiesta en la construcción de las grandes
naves sin pilares en las que la planta esta libre de cualquier ensambladura,
solución grandiosa y sutil a la vez que hace pensar en la perfección clásica.

La visión de Mies van der Rohe es


el orden y la sinceridad, el rigor y la belleza, la armonía que Tomás de
Aquino definió como “adaequatio rei et intallectus”. Y precisamente esa
lealtad, donde cada detalle testifica las intenciones de Mies van der Rohe, es
lo que molesta a quienes temen la verdad. Es cierto que es difícil comprender,
a primera vista, todo el esfuerzo y la abnegación que ha costado llegar a esas
soluciones cristalinas. Mies van der Rohe habrá tenido, al menos, el mérito
de haber recurrido a las aspiraciones más elevadas, más serenas, para realizar
una obra arquitectónica que permanece como ejemplar. De este modo, él
reveló la propia esencia de los problemas de la arquitectura y desembarazó
el camino que conduce hacia nuevas realizaciones.
Desde el comienzo de su actividad en Alemania, Mies van der Rohe se
opuso a imitar los estilos del pasado buscando técnicas que tradujeran
claramente las propiedades de los materiales empleados. Repudió todo
adorno en favor de la expresión rigurosa de la construcción. Muchos
proyectos quedaron por realizar, eran utopías demasiado audaces para la
época. Pero se trataba de una arquitectura generadora de ideas. Estas
cualidades, propias de los materiales, Mies van dar Rohe las demuestra ya
en sus croquis al carbón y en sus maquetas. En los rascacielos el vidrio no
se mira como un simple paramento inerte, sino como un elemento rico en
reflejos y sombras por la intercepción de la luz sobre superficies
alabeadas. En las casas construidas en ladrillo las paredes acusan el
carácter del ladrillo hasta en los últimos detalles. Hay que señalar que ya en
esta época, el arquitecto, que sabia vencer las dificultades que implican los
materiales, supo disponer los volúmenes y utilizar las paredes portantes con
una autoridad extraordinaria. En el proyecto de un edificio de oficinas en
hormigón armado, la construcción en voladizo en la que los volúmenes
fueron determinados de una manera absolutamente nueva por la elevación
de los forjados que se convierten en antepechos, se mostró como una gran
solución. Todo consiste siempre en una nueva acentuación del sistema
constructivo más que en una búsqueda de formas originales.

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