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El pensamiento en la imagen

Ensayo sobre cine y filosofía

Monografía correspondiente al seminario:

La imagen-tiempo según Deleuze

Profesor: Edgardo Gutiérrez

Estudiante: Franco Bordino

LU/DNI: 34540295

1er cuatrimestre 2012


El pensamiento en la imagen Franco Bordino

Introducción

Al igual que la de la conciencia, la esencia del cine es la duración. Este hecho no ha sido
siempre lo suficientemente notado, sobre todo por la naturaleza eminentemente narrativa de
un tipo particular de cine, sin dudas, el más conocido (el denominado “cine clásico”, cuya
estructura narrativa es también la del actual cine comercial). Mucho menos hoy, con el
crecimiento avasallante del cine industrial, suele ser notada la sugerente semejanza,
mencionada antes, entre cine y conciencia. Que el cine y la conciencia encuentren en el
tiempo su esencia común, indica en realidad una relación fundamental entre cine y
pensamiento, mucho más profunda que una mera coincidencia.
En las páginas subsiguientes nos ocuparemos de dicha relación fundamental.
Apoyándonos en las elaboraciones teóricas de Gilles Deleuze sobre este tópico, nos
veremos obligados, inmediatamente, a revisar nuestras nociones de sentido común, tanto de
pensamiento como de imagen, así como la relación de estos dos fenómenos mencionados
con el mundo. Más tarde, nos ocuparemos también de la sustancia común que atraviesa
estos tres fenómenos (pensamiento, imagen y mundo), es decir, del tiempo. En el curso de
nuestra reflexión, para abordar estas cuestiones de forma concreta, nos valeremos de la obra
de dos grandes cineastas: el norteamericano Orson Welles y el ruso Andrei Tarkovsky.
Propondremos un análisis original de sus imágenes.

El cine y el pensamiento, el cine y el mundo, el cine y el tiempo

En dos tomos titulados La imagen-movimiento y La imagen-tiempo, publicados entre


1983 y 1985, el filósofo francés Gilles Deleuze nos propone una soberbia teoría del cine, en
la que, además de una taxonomía original de las imágenes cinematográficas (quizás el
aspecto más técnico y específicamente cinematográfico de su teoría), nos ofrece una
singularísima reflexión sobre la relación fundamental entre el cine y el pensamiento.
Singular, aquí y para nosotros, quiere decir asombrosa: según Gilles Deleuze, el cine sería
esencialmente pensamiento; y los grandes cineastas, a su manera, pensadores. Estas
afirmaciones pueden parecer ordinarias, pero debemos captar con cuidado su originalidad.

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Los grandes cineastas son considerados por Deleuze pensadores, no por transmitir a través
de sus películas algún juicio sobre la realidad, sino porque sus propias películas serían
pensantes por sí mismas. Es por ello que la reflexión filosófica de Deleuze sobre el cine no
procura aportar desde afuera un suplemento intelectual a un corpus clásico de películas ya
conocidas, para lograr extraer de ellas un juicio sobre el mundo o para revelar el significado
filosófico de tal o cual película; sino que procura, por el contrario, hallar en las películas
mismas (en las imágenes) una forma de pensamiento específicamente cinematográfica,
irreductible a un juicio (forma lingüística del pensamiento) tanto como a una relación
contrastiva con el mundo (pensamiento como representación). Podríamos decir que lo
original de Deleuze consiste en afirmar que el cine no piensa (como si pensar se tratase de
una potestad suya, que el cine pudiera ejercer o no sin detrimento de su esencia), sino que
—como dijimos antes— él es, esencialmente, pensamiento.1 Pero nos atrevemos a afirmar
que el cine ni siquiera sería un caso más de pensamiento, y esto tiene que ver con la
concepción particular que tiene Deleuze de lo que pueda entenderse por pensar, con su
propia búsqueda filosófica, que mediante la recuperación del monismo de Spinoza y la
postulación de un “plano de inmanencia”, tuvo por objetivo principal la concreción de un
pensamiento no representativo y no humano, de un pensamiento eminentemente libre y
creativo.2 En el contexto de esta búsqueda, el cine sería, por el contrario, un caso
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El cine puede, también, ser entretenimiento, incluso ser mero entretenimiento; esto es, en vez de un arte o
una forma de pensamiento, ser ante todo una industria o un negocio. Cualquiera sabe esto, y sobre todo
Deleuze. Por ello, cuando decimos que el pensamiento forma parte de la esencia del cine, debemos entender
que “esencia” no refiere aquí a la nota común que presentan todos los miembros de un conjunto, sino a la
posibilidad más propia (el Ideal) de ese conjunto, que sólo algunos de sus miembros logran alcanzar.
No obstante, aunque lo que le concierne a Deleuze es la relación entre un cine y un pensamiento
esenciales, no por ello el cine industrial o defectivo deja de ser una forma de pensamiento. Por el contrario, lo
es también, aunque en su caso, se trata de una forma defectiva de pensamiento (Cfr. en Deleuze, G.; La
imagen-tiempo, Cap 7; la apropiación del cine en tanto que aparato ideológico para la manipulación de las
masas, tanto por el fascismo como por parte de Hollywood). Es por ello que también argumentamos que el
pensamiento tampoco es una potestad accidental que el cine pudiera omitir.
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Me atrevería a decir, también, un pensamiento no discursivo, con lo cual no querría decir un pensamiento
inefable o no verbal. Esto es crucial para todos los filósofos del siglo XX: contra Kant, la búsqueda de un
pensamiento no condicionado por las categorías del lenguaje (recordemos que para Kant, todo ente pensable
ha de estar previamente sintetizado por las categorías del entendimiento —derivadas de las formas del juicio
— y, en consecuencia, todo pensamiento ha de ser potencialmente remitible a un yo); contra Hegel, la
búsqueda de un pensamiento discursivo que no disuelva toda singularidad en la universalidad racional del
concepto, esto es, la búsqueda de un pensamiento no “árkhico” (arkhé, “principio” en griego); contra ambos y
en sintonía más o menos consciente con Nietzsche, la búsqueda de un pensamiento más allá del yo o del
sujeto. Estas búsquedas, ya sea como objetivos principales de su filosofar o como consecuencias colaterales
de otras, podemos encontrarlas en filósofos tan dispares como Husserl, Heidegger, Derrida, Foucault y el

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privilegiado de pensamiento, uno arquetípico. De allí que el interés de Deleuze por el cine
no sea casual: su concepción del pensamiento lo remite al cine de manera ineludible.
¿Pero cuál es la naturaleza de este pensamiento creativo que Deleuze cree hallar en el
cine, de un pensamiento que se encontraría adherido a la imagen en lugar de ser una
interpretación verbal enunciada por encima de ella? Para comprenderlo, debemos
remitirnos a los fundamentos metafísicos de la teoría cinematográfica del filósofo francés.
Desde Descartes, se impuso en el pensamiento de occidente una concepción dualista de
la metafísica: vivimos en un mundo de acontecimientos físicos, que la mente humana
representaría a través de imágenes. A fines del siglo XIX, este dualismo entre un mundo
físico y un mundo psicológico trajo a la Psicología problemas insalvables. Fue entonces que
el filósofo Henri Bergson propuso su singular solución a este problema: las imágenes,
según él, no son fenómenos inherentes a una conciencia, sino propiedades objetivas de las
cosas, tanto como podría considerarse parte de la cosa su materia. El papel preponderante
de la luz en la por aquel entonces reciente teoría de la relatividad, hizo a esta tesis mucho
menos absurda que lo que el sentido común podría imaginar. Vivimos en un mundo de
imágenes en constante movimiento, dice Bergson. De allí que el cine (la imagen-
movimiento automática) no pueda ser nunca una representación de la realidad, pues él
pertenece al mismo plano que ella: el cine sólo agrega imágenes a un mundo de imágenes.
Sin embargo, las imágenes que agrega el cine son imágenes nuevas. Pues en este mundo
de imágenes en movimiento, propagándose y reflejándose unas en otras, hay entre ellas
unas muy particulares, que constituyen verdaderos centros de opacidad, pues por ellas las
otras imágenes no se propagan de manera inmediata. Como un vidrio polarizado, en uno de
sus lados dejan ver las imágenes que el otro lado recibe, mientras que el lado que recibe las
imágenes no muestra nada. Estamos hablando de la vida: en ella, la interacción universal de
las imágenes se interrumpe, la recepción de los estímulos y la ejecución de las respuestas se
organiza en espacios diferenciados, y entre uno y otra se abre un tiempo, una demora en la
relación estimulo-respuesta. Y esto es lo que es el humano: un centro de indeterminación en
medio de un mar de imágenes que se reflejan unas a otras. Esta indeterminación es lo que le
da al humano su apertura, su libertad. Pero también, la misma opacidad que le permite

mismo Deleuze.

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sustraerse del magma determinante de las imágenes, le impide ver dicho magma en toda su
plenitud. Vemos sólo lo que nos interesa, las imágenes que recibimos están filtradas por
esquemas sensoriomotores que obedecen a nuestra vida práctica. Para Deleuze y Bergson,
toda innovación y creación en el orden del pensamiento y de las artes, es subsidiaria de ese
magma vivo de imágenes que anida en el fondo de nuestra experiencia cotidiana,
aprisionado bajo esquemas sensoriomotores rutinarios. El destino del cine es coaccionar
dichos esquemas3, y por eso tiene un lugar privilegiado entre las formas del pensamiento
creador.
¿Qué ocurre en aquellas películas que consuman esta esencia cinematográfica, que
encarnan este pensamiento de imágenes nuevas e inhumanas? En ellas se abandona la
matriz del esquema sensoriomotor y de la imagen-acción y aparecen entonces imágenes
ópticas y sonoras puras, lo real en su revés insoportable. Como la experiencia
heideggereana del ser, la imagen pura surge allí donde los personajes no tienen nada que
hacer con el medio, donde la impotencia del hombre revela la potencia del ente, su
presencia contingente e irremediable, y al mismo tiempo surge la angustia. Este puro
espectáculo insoportable es el tiempo, la duración desnuda. El cine moderno, mediante el
hundimiento del esquema sensoriomotor, nos revela la materia del mundo y del cine: nos da
una imagen directa del tiempo, la imagen-tiempo. Pura duración donde el movimiento
pierde su centro humano y práctico, no obstante, la imagen-tiempo puede adoptar diferentes
formas, diferentes tipos positivos.
***
Hemos visto hasta aquí: la relación del cine con el pensamiento, la forma particular en
que debemos entender “pensamiento” para que éste pueda considerarse adherido a la
imagen y la especie particular de imágenes (la imagen-tiempo) que consuma mejor esta

3
El llamado cine “clásico”, sin embargo, se apoya en estos esquemas sensoriomotores de nuestra percepción
natural: las imágenes son referidas a centros de acción y, en consecuencia, no son puras imágenes sino
imágenes de percepciones, afectos, pulsiones, recuerdos, sueños o acciones de personajes. No obstante la
configuración semiótica de las imágenes en estas subcategorías de signos, todos ellos subsidiarios del
esquema sensoriomotor de la percepción natural, el cine clásico no puede dejar de manifestar movimientos
aberrantes, movimientos que horadan cualquier esquema sensoriomotor: ralentis, acelerados, falsos raccords,
sobreimpresiones, objetivos que se desplazan en el espacio y sin embargo se ven siempre a la misma
distancia. Aunque esté allí instalada en el medio de una acción, la cámara no representa nunca a un testigo
humano. Ella es un ojo de otra naturaleza: puede producir imágenes imposibles para nuestra percepción
natural y, según Deleuze, hacerlo es su esencia y su potencia.

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noción de pensamiento. A continuación, analizaremos estas temáticas a través de imágenes


concretas.

Orson Welles y el cine “teoremático”


En el capítulo 7 de Imagen-tiempo, Deleuze postula que la ruptura entre el cine moderno
y el cine clásico (o, al menos, uno de los aspectos de esta ruptura) consiste básicamente en
el pasaje de un cine monológico y retórico (que procede por metáforas y metonimias) a un
cine teoremático. La característica definitoria de este nuevo cine teoremático consiste en la
inmanencia del pensamiento a la imagen, que, o bien puede tomar la forma de un cine que
despliega la imagen-movimiento hacia el interior del plano, como el despliegue de una
posibilidad interna deducida de la imagen misma (profundidad de campo en Welles), o bien
la forma de un cine de estados psicológicos que se derivan necesariamente unos de otros en
el marco de un problema que les subtiende un afuera y le da vida a la deducción
teoremática (el cine de Pasolini). Aquí vamos a tratar la primera forma del llamado cine
teoremático, vamos a analizar exclusivamente el cine de Orson Welles.
En el cine clásico, el recurso común para componer la materia signaléctica de la imagen
era la metáfora. Esta figura retórica se lograba en la imagen con la violencia de un montaje
que contraponía “partes”, y el pensamiento era el efecto patético logrado a través de este
montaje, la asociación mental que tenía que advenir del espectador a las imágenes para
recomponer la brecha (la brecha generada por el montaje) mediante el sentido metafórico
asignado a la secuencia. Lo distintivo del cine teoremático, por el contrario, es que el
pensamiento ya no sería en él un excedente o una trascendencia que surgiera como efecto
de la contraposición de dos imágenes, esto es, la asociación de éstas en el pensamiento del
espectador. En el cine teoremático el pensamiento pasa por la imagen, es inmanente a ella,
y es lo que la hace mover: el pensamiento no explica un montaje (no interpreta o asocia
mediante un sentido metafórico la sucesión de dos imágenes) ni es un efecto colateral suyo.
En este nuevo cine el pensamiento es el principio del montaje.
Según Deleuze, en el caso del cine de Welles, la internalización del pensamiento en la
imagen es lograda mediante el empleo de la profundidad de campo. ¿Pero en qué sentido la

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profundidad de campo, las idas y vueltas del plano a través del cuadro, implican una
internalización del pensamiento en la imagen-movimiento? El concepto matemático del
teorema es un recurso adecuado para graficar esta internalización. Un teorema es un
enunciado interno a un sistema axiomático determinado, deducible sin necesidad de otra
cosa más que de los axiomas y otros teoremas del sistema. El teorema no es más que una
explicitación del sentido de los axiomas, algo ya presupuesto y contenido en la constitución
misma del sistema. La analogía con el cine se establece porque, gracias a la profundidad de
campo, la imagen movimiento no hace más que moverse dentro de sí misma para generar
nuevas imágenes: en esto consiste la idea de un despliegue teoremático de la imagen. ¿Pero
por qué esta analogía sencilla entre los movimientos de una cámara y un concepto
matemático implica una transformación de la imagen en una imagen-pensamiento? Para
explicarlo, usaremos otra analogía, diferente de la de Deleuze, y mostraremos en qué
medida la profundidad de campo y el montaje con sobreimpresión implican esta
internalización del pensamiento en la imagen.
La analogía que vamos a utilizar es la de una hipotética voluntad infinita. Esta voluntad
no tendría obstáculos y pondría de inmediato en el mundo el objeto de sus deseos. Al igual
que una voluntad infinita, la cámara de Welles ve lo que quiere ver y al instante de que lo
quiere ver. Las sobreimpresiones que usa, lejos de explotar las armónicas comunes entre
dos imágenes para lograr un efecto metafórico o para suavizar el corte entre una escena y la
otra, lo que hacen más bien es explotar estas armónicas para borrar el montaje mismo y
realizar así un cambio del cuadro, pero como si se tratase, no de un pasaje, no de un cambio
de escena, sino de un desplazamiento en el interior de un único y mismo cuadro. La imagen
de Welles no se define en base a la disyuntiva “plano o montaje”, pues la elección de este
director es harto más compleja. Utilizando el montaje pero disimulado y reintegrado a la
imagen-movimiento, lo que consigue Welles es una síntesis entre montaje e imagen-
movimiento que hace del montaje una dimensión más de la profundidad de campo, de la
imagen-movimiento. Esta síntesis entre plano y montaje en la profundidad de campo es lo
que le da a la imagen su carácter pensante, le da la continuidad que hace aparecer el devenir
de la imagen como el movimiento espiritual de una voluntad infinita.

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Tomemos, para ejemplificar esta caracterización, la primer escena de El Ciudadano: la


lúgubre presentación de la mansión de C. F. Kane. En esta secuencia se muestran más o
menos seis tomas diferentes de la mansión, mostrando diferentes perspectivas de ella. En
todas, puede verse siempre, en el mismo cuadrante de la pantalla (arriba a la izquierda) la
ventana de la habitación, con la luz encendida, donde Kane fallecerá más tarde. Las
perspectivas que se muestran de la mansión, sobreimpresas unas en otras, son
incomposibles entre sí, físicamente imposibles: es imposible que la misma ventana se vea
desde todos los costados de la edificación. La secuencia transcurre como si la omnipotente
voluntad del plano, con una mano invisible, sostuviera la torre donde está la ventana
iluminada y la dejara fija y, con otra mano invisible, girara el resto de la mansión. Después,
cuando la toma se acerca a la ventana de la habitación donde está Kane, podemos ver que la
cámara ni ingresa por la ventana ni se cambia de cuadro en un corte brusco hecho por
montaje. El ingreso a la habitación se lleva a cabo como un simple cambio de la
iluminación, el interior de la habitación se corporiza delante de la cámara, sencillamente el
exterior se transforma en el interior. Ni hay un ingreso físico ni una elisión de ese ingreso
mediante montaje, hay un ingreso en el pensamiento. En la medida en que el movimiento
de la imagen, en esta secuencia, como resultado de la sobreimpresión, no es un movimiento
físicamente posible, lo que se ve no es un simple plano-secuencia, el movimiento de una
cámara en el espacio físico, sino un movimiento espiritual. Este movimiento espiritual no
se trata de una especificación ordinaria de la imagen-movimiento en imagen-percepción, es
decir, de una imagen subjetiva o de una cámara que se pone en primera persona. Si los
movimientos que efectúa la imagen son imposibles de meter en el espacio físico (las
perspectivas son incomposibles) también resultan imposibles de realizar para un percipiente
humano. En todo caso, si esta imagen nueva que logra Welles mediante la síntesis entre
montaje y plano es algún tipo de imagen-percepción, se trata del tipo de percepción que
cabría conjeturar en Dios: la “percepción” de Dios (entre comillas, porque Dios no tiene
cuerpo y no percibe) sería la realización instantánea de lo que se representa, el
cumplimiento fulgurante del pensamiento en la creación; si Dios quiere ver algo, lo ve: no
hace falta que gire la cabeza, el ser se transforma y le pone delante de la cara lo que Él
quiera ver. Se asemeja a una hipotética percepción divina, visión sin pasividad,

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espontaneidad pura, porque lo que mueve a la imagen-movimiento de Welles, lo que dirige


su movimiento, es una voluntad infinita, sin límites, que en el mismo acto de desear pone
en el mundo el objeto que desea, o sea, el cuadro.
En la escena inicial de Sed de Mal, un largo plano secuencia en el que la cámara va
desde la instalación de una bomba hasta la explosión del auto, recorriendo casi unos 400
metros, en esta escena, la cámara no sigue a los personajes: ella va delante y son los
personajes y el automóvil los que tienen que seguir a la cámara. Hasta el desplazamiento de
los personajes es nervioso, caminan como si se rezagaran y tuvieran que apresurarse para
alcanzar a la cámara. Aún cuando esto pueda ser un error de rodaje (la cámara iba más
rápido de lo que tenía que ir y por eso los actores tenían que apurarse) el efecto visual es el
mismo: la profundidad de campo se usa para escribir el cuadro. En esta escena es la
imagen-movimiento la que constituye el cuadro, la que delinea según su voluntad el
comportamiento de los elementos del cuadro que se conforman a ella, convirtiendo sus
movimientos en una auténtica coreografía, cuyo único parámetro es la distancia de cada
uno con respecto a la cámara. Es en tomas como esta donde la imagen de Welles se vuelve
pensante y adquiere una voluntad propia, una voluntad apoteótica y no una voluntad
humana, estructurada esta última por intereses sensomotores y limitada por obstáculos.
Así de soberbia es la cámara de Orson Welles. Su imagen-movimiento es una imagen
actuante, volitiva, con el espíritu y el pensamiento internalizados independientemente de las
relaciones asociativas entre imágenes que le pueda prestar un espectador adjudicándoselas
desde afuera. En el cine de Welles, el cuadro no es un mero interior del plano, en él es el
plano el que constituye el cuadro, el cuadro es el efecto de la imagen-movimiento: la
imagen-movimiento se vuelve un ser pensante y volitivo que se engendra a sí mismo, una
voluntad divina. Lo que se ve no es el resumen de un hecho (en base a un esquema
sensomotor) que la cámara presencia, como en el cine clásico, sino el efecto de un
movimiento que la cámara realiza, se ve el movimiento de un pensamiento y no un
movimiento físico: la imagen no es la percepción de un hecho sino su visión en el
pensamiento o su pensamiento visual, en términos kantianos, una imposible combinación
de intuición sensible y espontaneidad. Más que a la necesidad de la deducción matemática,
el decurso de la imagen en las películas de Welles se asemeja al pavoneo caprichoso de una

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visión sin trabas, con una voluntad tan inmensa que es capaz de deformar el espacio físico y
traspasar la materia (como en la escena en que, yendo a la entrevista de la segunda esposa
de Kane, la cámara se mete por el techo, espía por una claraboya primero y luego...
¡traspasa el vidrio! e ingresa al bar). Pero a pesar de esta diferencia, ambas analogías, tanto
la matemática como la volitiva, realizan en otro punto una misma caracterización: en el
cine de Welles, el decurso de la imagen es el despliegue inmanente a un pensamiento
continuo, las imágenes se suceden como la explicitación o el ahondamiento de un
pensamiento, explicitación de la imagen misma que tiene al pensamiento internalizado.

Andrei Tarkovsky y el tiempo esculpido

Acabamos de analizar el caso de una espiritualización de la imagen a través de una


libertad infinita del plano. Analizaremos ahora el caso inverso: la espiritualización de la
imagen a través de un plano volitivamente disminuido. Se trata del cine de Andrei
Tarkovsky. En él, la cámara ha enfermado, oscilando los rasgos ambiguos de su enfermedad
entre la debilidad física de un sonámbulo que es conducido a gusto de la voluntad de otro y
la efervescencia libidinal de un obsesivo que persigue infatigablemente su objeto. Sea su
mal una entropía o un gasto de energía desmesurado, el resultado es el mismo: la cámara de
Tarkovsky es cautiva, está presa de su objeto. Y el objeto al que la cámara apunta y que lo
aprisiona es el cuadro. A la inversa que en el cine de Orson Welles, vemos en el cine de
Tarkovsky una predominancia del cuadro sobre el plano, al punto que el plano, la imagen-
movimiento, pareciera ser engendrada por el cuadro.
A primera vista, la descripción que postulamos podría parecer la traducción
cinematográfica de la concepción realista del conocimiento: la imagen en el ojo es un
efecto de la realidad avistada, el reflejo mental de un estímulo externo. Tanto el plano como
el ojo humano serían recipientes pasivos de una determinación exterior. Vemos la realidad.
Vemos los hechos. El plano mostraría tan sólo lo que se puso previamente en el cuadro. Sin
embargo, las imágenes de Tarkovsky no son mostrajes asépticos y realistas de hechos o
escenas. Ellas nos muestran, antes que hechos, al espíritu mismo: captan, no el contenido,
sino el llenarse con él de la conciencia, el dinamismo mismo de la afectividad; o, en otras

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palabras, la existencia en su extrema indefensión ante la potencia de lo otro. El plano se


vuelve pasividad extrema, esa extrema pasividad anterior a todo conocimiento y a toda
relación pragmática con los entes.4 La pasividad del cine de Tarkovsky y su “verdad de la
vida”5, son al realismo lo que sería el misticismo al conocimiento fáctico. En el
conocimiento fáctico, la pasividad es en realidad mímesis activa de la naturaleza para lograr
su dominio (Bacon). En el misticismo, la pasividad es abandono incondicional a la
exterioridad absoluta, incluso el borramiento de sí mismo en favor de esa exterioridad. A
esto último se asemeja más bien la imagen de Tarkovsky. Y, como en el misticismo la
extrema pasividad del sujeto implica la extrema potencia del Otro, como la alma/amante es
poseída por el Dios/Amado en San Juan de la Cruz, en el cine de Tarkovsky, el plano es
violado por el cuadro, poseído completamente por él en su éxtasis inmóvil. Al punto que,
por momentos, la dualidad plano/cuadro se borra y, como se funde en éxtasis el
contemplador con lo contemplado, sólo sobrevive el cuadro como dimensión única de una
imagen pictórica y aplanada.
La película de Tarkovsky en que la predominancia del cuadro sobre el plano resulta más
obvia es sin lugar a dudas Nostalgia. Gracias a efectos en la iluminación, los planos varían
sin necesidad de que la cámara haga ningún movimiento. Esto ocurre, por ejemplo, en la
escena en que, luego de abrirse la puerta de la habitación del hotel, detrás de la puerta,
aparece Eugenia y, quieta ella tanto como la cámara, su rostro comienza a encenderse bajo
una luz en crescendo. O la escena en que el protagonista se sienta en la cama de la misma
habitación, la luz azul de la ventana lo alcanza, pero, de repente, su silueta empieza a
llenarse de tinieblas hasta convertirse en una nítida figura negra, para volver a rellenarse
más tarde de luz. En la casa de Doménico, el loco, la cámara detiene su devaneo en una
4
Situación semejante es la de Heidegger con el realismo. Aunque la apertura al ser que reclama en el hombre
tiene las notas de la pasividad (escuchar al ser, dejar ser al ser), se trata de una apertura previa a la
determinación del conocimiento como representación adecuada de lo ente y a toda disputa gnoseológica entre
realismo e idealismo. La apertura del Dasein es incluso previa a la determinación de la relación entre hombre
y ser como conocimiento. Al igual que en Tarkovski, en cuyo cine lo que muestra el plano es más bien una
potencia del cuadro que una conquista propia, para Heidegger, el acceso del hombre al ser es más bien un
desocultamiento o destinación que el ser mismo opera antes que una conquista del hombre.
5
“La belleza radica en la verdad de la vida, cuando ésta es recogida de nuevo por el artista y configurada con
sinceridad plena.” Tarkovsky, Andrei; Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética
del cine; Ediciones Rialp, Madrid, 2002, p. 128. Como puede notarse por la conjunción de los términos
“verdad”, “vida” y “sinceridad”, aunque la concepción de la imagen de Tarkovsky remite a la verdad, no
remite a una fría y aséptica verdad objetiva, sino a la verdad de la existencia que atestigua lo vivido.

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pared a oscuras, fijando allí su posición; la imagen negra empieza a iluminarse poco a poco
y desde el fondo emerge una foto de un bebé de juguete que estaba colgada en la pared.
Analicémoslo en detalle: que la imagen cambie sin movimiento de cámara ocurre en
cualquier toma realizada con cámara fija en la que los elementos del cuadro se muevan
delante de la cámara. Pero en las escenas que describimos los elementos del cuadro apenas
se mueven, están tan fijos como la cámara. Tampoco cambia la iluminación objetiva (como
cuando se obstruye, apaga o cambia la fuente de luz y cambia la iluminación entera de un
conjunto), sino que cambia sólo en regiones señaladas. Verdaderamente, estas imágenes se
ven como si el cuadro se coloreara espontáneamente en regiones aisladas. No cambia ni la
posición de los elementos del cuadro, ni la iluminación de conjunto, ni la posición de la
cámara y, sin embargo, la imagen cambia. Lo que cambia es el cuadro, como si bullera
desde el fondo y sus borbotones al emerger modificaran la superficie del plano. Es como si
la imagen se fundiera o ardiera en su fondo, hasta deshacer la superficie del plano, y el
plano sólo pudiera quedarse inmóvil, aturdido, frente a esta hipnótica incineración del
cuadro. Éxtasis místico, fijación mórbida, aturdimiento mental. El objeto (el cuadro, el
fondo de la imagen) adquiere una intensidad desmesurada y colma al sujeto (el plano, la
superficie de la imagen) hasta anularlo. Pero la cámara no sólo está cautiva cuando está
fijada a un plano. En Nostalgia, aún cuando se mueve, la cámara parece seguir estando
encadenada, esta vez a los personajes. En varias escenas, la cámara realiza un movimiento
horizontal, abandonando a un personaje en su punto de partida y, sin corte, reencontrándolo
en otro punto imposible del cuadro. Aún cuando lo recorre, el plano no circula libremente
por el cuadro: como si se tratara de apariciones, el cuadro le impone insidiosamente los
elementos de su gusto una y otra vez.
En Solaris, la cámara conserva todavía algo de su voluntad, su movimiento moroso
parece todavía el de una mirada atenta. Sin embargo, ya hay algunas imágenes de
fijaciones: el movimiento de las algas bajo el agua, los planos fijos del océano de Solaris
(cuadro autocambiante y aplanante por antonomasia). El plano también queda atrapado y
encadenado en la escena de la autopista: se ve obligado a circular sin tregua como un
automóvil por los puentes y túneles, sin rumbo ni objeto. Pero, aunque no de manera directa
en la imagen, la apertura extática a lo otro y la determinación de la superficie por el fondo

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están, en realidad, presentes en toda esta película: el fondo son el océano de Solaris y el
pasado del protagonista; la superficie, los “visitantes” de la estación que el pasado y el
océano engendran en el presente; la apertura extática a lo otro, el amor del protagonista por
aquella mujer que es su esposa y no es su esposa, que es una mera aparición pero también
es humana; el borramiento de la subjetividad y la desaparición en lo otro, la deserción final
del protagonista y su unión con el océano de Solaris. Vemos cómo de manera indirecta,
aparecen ya en Solaris todos los componentes de la imagen extática de Nostalgia.
Resumiendo, así podemos definir lo característico de la imagen cinematográfica de
Tarkovsky: el fondo cobra potencia, condiciona la superficie o directamente la rompe
quedando como único polo de una imagen aplanada. Sin embargo, no se trata de la
representación objetiva de un hecho. Se trata más bien de la contemplación extática de una
exterioridad absoluta. Por eso decimos de esta imagen que es espiritual, esta imagen
contiene pensamiento.

Conclusión

A partir de películas de Orson Welles y Andrei Tarkovsky, hemos distinguido dos tipos
de imágenes pensantes. Si nos entregásemos a la afición nominativa de Gilles Deleuze,
podríamos llamar a uno de ellos “imagen-voluntad” y al otro “imagen-éxtasis”. Nos hemos
servido, para esta diferenciación, de la contraposición de dos componentes internos de la
imagen cinematográfica: el plano y el cuadro. Sin embargo, si ignoráramos esta
composición dual de la imagen y nos atuviéramos a considerar la imagen como una unidad
indivisa, el análisis podría haber sido otro. Las diferencias entre las imágenes de Welles y
Tarkovski se borrarían, y nos quedaríamos con un único tipo de imagen común a ambos
cineastas, esto es, la imagen-tiempo. En efecto, Deleuze ya decía de Welles que había sido
el primer cineasta en crear una imagen directa del tiempo. Gracias a la profundidad de
campo había logrado figurar el movimiento en el espacio como movimiento en el tiempo,
movimiento desde el presente hacia el pasado y sus capas. Tarkovsky, por su parte, ha
descrito su método compositivo de manera un tanto diferente a la descripción de sus
imágenes dada por nosotros. Lo que nosotros consideramos una coacción del cuadro sobre

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el plano, para Tarkovsky es en realidad la presión del tiempo sobre la imagen toda, dictando
el ritmo de la película, constituyendo su materia y su forma:
“Así, en el cine, el tiempo se convierte en el fundamento de todos los fundamentos. Lo mismo
que el tono en la música, el color en la pintura o los caracteres en el drama. // No es el ritmo una
sucesión métrica de las partes de una película. El ritmo queda más bien constituido por la
presión temporal dentro de los planos. Yo estoy profundamente convencido de que el ritmo es el
elemento decisivo —el que otorga la forma— en el cine.”6
Si en el cine de Welles la profundidad de campo servía para hundirnos en el pasado de un
presente fantasmático, en el cine de Tarkovsky la pasividad del plano sirve para revelarnos
el presente, el fugaz, huidizo e inasible presente, capturado en su vida palpitante y en su
concreto transcurrir. Nos revela el presente pasando, no el presente estático y digital de la
representación lineal del tiempo, de la cadena de presentes, del espacio-tiempo
infinitamente divisible de la carrera de Aquiles y la tortuga. Se trata del presente vivo, no
del analítico, del presente que ya es en sí un poco de futuro y un poco de pasado.
Revelarnos el presente puro: este es el valor temporal del cine de Tarskovsky.
De esta manera, vemos cómo en función de que se privilegie el polo subjetivo o el polo
objetivo de la imagen, ésta nos ofrece valores temporales diferentes, el pasado o el presente
respectivamente. Estas imágenes constituyen instancias de pensamiento, no porque ellas se
funden en una teoría metafísica del tiempo, ni siquiera porque la den a pensar, sino porque
dan a experimentar las verdades en que cualquier teoría metafísica del tiempo debería
fundarse. No es en tanto que pensamiento reflexivo, sino en tanto que pensamiento de
primer orden, pensamiento experimentante, que el cine tiene una dimensión espiritual. El
elemento nuevo que el cine aporta al pensamiento es una experiencia directa del tiempo sin
referencia a movimiento o acción alguna. Es de esta manera particular que cine, mundo,
tiempo y pensamiento se enhebran mutuamente en una relación reveladora.

Bibliografía:

6
Tarkovsky, Andrei; Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine;
Ediciones Rialp, Madrid, 2002, p. 145.

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Mail: francobordino@hotmail.com
El pensamiento en la imagen Franco Bordino

Deleuze, Gilles; Cine I. Bergson y las imágenes.; Cactus, Buenos Aires, 2009.
— Cine II. Los signos del movimiento y el tiempo.; Cactus, Buenos Aires, 2011.
— La imagen-movimiento: estudios sobre cine I; Paidós, Buenos Aires, 2013.
— La imagen-tiempo: estudios sobre cine II; Paidós, Buenos Aires 2009.
Marrati, Paola; Gilles Deleuze: cine y filosofía; Nueva Visión, Buenos Aires, 2006.
Tarkovsky, Andrei; Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la
poética del cine; Ediciones Rialp, Madrid, 2002.

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Mail: francobordino@hotmail.com

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