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LU/DNI: 34540295
Introducción
Al igual que la de la conciencia, la esencia del cine es la duración. Este hecho no ha sido
siempre lo suficientemente notado, sobre todo por la naturaleza eminentemente narrativa de
un tipo particular de cine, sin dudas, el más conocido (el denominado “cine clásico”, cuya
estructura narrativa es también la del actual cine comercial). Mucho menos hoy, con el
crecimiento avasallante del cine industrial, suele ser notada la sugerente semejanza,
mencionada antes, entre cine y conciencia. Que el cine y la conciencia encuentren en el
tiempo su esencia común, indica en realidad una relación fundamental entre cine y
pensamiento, mucho más profunda que una mera coincidencia.
En las páginas subsiguientes nos ocuparemos de dicha relación fundamental.
Apoyándonos en las elaboraciones teóricas de Gilles Deleuze sobre este tópico, nos
veremos obligados, inmediatamente, a revisar nuestras nociones de sentido común, tanto de
pensamiento como de imagen, así como la relación de estos dos fenómenos mencionados
con el mundo. Más tarde, nos ocuparemos también de la sustancia común que atraviesa
estos tres fenómenos (pensamiento, imagen y mundo), es decir, del tiempo. En el curso de
nuestra reflexión, para abordar estas cuestiones de forma concreta, nos valeremos de la obra
de dos grandes cineastas: el norteamericano Orson Welles y el ruso Andrei Tarkovsky.
Propondremos un análisis original de sus imágenes.
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Los grandes cineastas son considerados por Deleuze pensadores, no por transmitir a través
de sus películas algún juicio sobre la realidad, sino porque sus propias películas serían
pensantes por sí mismas. Es por ello que la reflexión filosófica de Deleuze sobre el cine no
procura aportar desde afuera un suplemento intelectual a un corpus clásico de películas ya
conocidas, para lograr extraer de ellas un juicio sobre el mundo o para revelar el significado
filosófico de tal o cual película; sino que procura, por el contrario, hallar en las películas
mismas (en las imágenes) una forma de pensamiento específicamente cinematográfica,
irreductible a un juicio (forma lingüística del pensamiento) tanto como a una relación
contrastiva con el mundo (pensamiento como representación). Podríamos decir que lo
original de Deleuze consiste en afirmar que el cine no piensa (como si pensar se tratase de
una potestad suya, que el cine pudiera ejercer o no sin detrimento de su esencia), sino que
—como dijimos antes— él es, esencialmente, pensamiento.1 Pero nos atrevemos a afirmar
que el cine ni siquiera sería un caso más de pensamiento, y esto tiene que ver con la
concepción particular que tiene Deleuze de lo que pueda entenderse por pensar, con su
propia búsqueda filosófica, que mediante la recuperación del monismo de Spinoza y la
postulación de un “plano de inmanencia”, tuvo por objetivo principal la concreción de un
pensamiento no representativo y no humano, de un pensamiento eminentemente libre y
creativo.2 En el contexto de esta búsqueda, el cine sería, por el contrario, un caso
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El cine puede, también, ser entretenimiento, incluso ser mero entretenimiento; esto es, en vez de un arte o
una forma de pensamiento, ser ante todo una industria o un negocio. Cualquiera sabe esto, y sobre todo
Deleuze. Por ello, cuando decimos que el pensamiento forma parte de la esencia del cine, debemos entender
que “esencia” no refiere aquí a la nota común que presentan todos los miembros de un conjunto, sino a la
posibilidad más propia (el Ideal) de ese conjunto, que sólo algunos de sus miembros logran alcanzar.
No obstante, aunque lo que le concierne a Deleuze es la relación entre un cine y un pensamiento
esenciales, no por ello el cine industrial o defectivo deja de ser una forma de pensamiento. Por el contrario, lo
es también, aunque en su caso, se trata de una forma defectiva de pensamiento (Cfr. en Deleuze, G.; La
imagen-tiempo, Cap 7; la apropiación del cine en tanto que aparato ideológico para la manipulación de las
masas, tanto por el fascismo como por parte de Hollywood). Es por ello que también argumentamos que el
pensamiento tampoco es una potestad accidental que el cine pudiera omitir.
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Me atrevería a decir, también, un pensamiento no discursivo, con lo cual no querría decir un pensamiento
inefable o no verbal. Esto es crucial para todos los filósofos del siglo XX: contra Kant, la búsqueda de un
pensamiento no condicionado por las categorías del lenguaje (recordemos que para Kant, todo ente pensable
ha de estar previamente sintetizado por las categorías del entendimiento —derivadas de las formas del juicio
— y, en consecuencia, todo pensamiento ha de ser potencialmente remitible a un yo); contra Hegel, la
búsqueda de un pensamiento discursivo que no disuelva toda singularidad en la universalidad racional del
concepto, esto es, la búsqueda de un pensamiento no “árkhico” (arkhé, “principio” en griego); contra ambos y
en sintonía más o menos consciente con Nietzsche, la búsqueda de un pensamiento más allá del yo o del
sujeto. Estas búsquedas, ya sea como objetivos principales de su filosofar o como consecuencias colaterales
de otras, podemos encontrarlas en filósofos tan dispares como Husserl, Heidegger, Derrida, Foucault y el
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privilegiado de pensamiento, uno arquetípico. De allí que el interés de Deleuze por el cine
no sea casual: su concepción del pensamiento lo remite al cine de manera ineludible.
¿Pero cuál es la naturaleza de este pensamiento creativo que Deleuze cree hallar en el
cine, de un pensamiento que se encontraría adherido a la imagen en lugar de ser una
interpretación verbal enunciada por encima de ella? Para comprenderlo, debemos
remitirnos a los fundamentos metafísicos de la teoría cinematográfica del filósofo francés.
Desde Descartes, se impuso en el pensamiento de occidente una concepción dualista de
la metafísica: vivimos en un mundo de acontecimientos físicos, que la mente humana
representaría a través de imágenes. A fines del siglo XIX, este dualismo entre un mundo
físico y un mundo psicológico trajo a la Psicología problemas insalvables. Fue entonces que
el filósofo Henri Bergson propuso su singular solución a este problema: las imágenes,
según él, no son fenómenos inherentes a una conciencia, sino propiedades objetivas de las
cosas, tanto como podría considerarse parte de la cosa su materia. El papel preponderante
de la luz en la por aquel entonces reciente teoría de la relatividad, hizo a esta tesis mucho
menos absurda que lo que el sentido común podría imaginar. Vivimos en un mundo de
imágenes en constante movimiento, dice Bergson. De allí que el cine (la imagen-
movimiento automática) no pueda ser nunca una representación de la realidad, pues él
pertenece al mismo plano que ella: el cine sólo agrega imágenes a un mundo de imágenes.
Sin embargo, las imágenes que agrega el cine son imágenes nuevas. Pues en este mundo
de imágenes en movimiento, propagándose y reflejándose unas en otras, hay entre ellas
unas muy particulares, que constituyen verdaderos centros de opacidad, pues por ellas las
otras imágenes no se propagan de manera inmediata. Como un vidrio polarizado, en uno de
sus lados dejan ver las imágenes que el otro lado recibe, mientras que el lado que recibe las
imágenes no muestra nada. Estamos hablando de la vida: en ella, la interacción universal de
las imágenes se interrumpe, la recepción de los estímulos y la ejecución de las respuestas se
organiza en espacios diferenciados, y entre uno y otra se abre un tiempo, una demora en la
relación estimulo-respuesta. Y esto es lo que es el humano: un centro de indeterminación en
medio de un mar de imágenes que se reflejan unas a otras. Esta indeterminación es lo que le
da al humano su apertura, su libertad. Pero también, la misma opacidad que le permite
mismo Deleuze.
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sustraerse del magma determinante de las imágenes, le impide ver dicho magma en toda su
plenitud. Vemos sólo lo que nos interesa, las imágenes que recibimos están filtradas por
esquemas sensoriomotores que obedecen a nuestra vida práctica. Para Deleuze y Bergson,
toda innovación y creación en el orden del pensamiento y de las artes, es subsidiaria de ese
magma vivo de imágenes que anida en el fondo de nuestra experiencia cotidiana,
aprisionado bajo esquemas sensoriomotores rutinarios. El destino del cine es coaccionar
dichos esquemas3, y por eso tiene un lugar privilegiado entre las formas del pensamiento
creador.
¿Qué ocurre en aquellas películas que consuman esta esencia cinematográfica, que
encarnan este pensamiento de imágenes nuevas e inhumanas? En ellas se abandona la
matriz del esquema sensoriomotor y de la imagen-acción y aparecen entonces imágenes
ópticas y sonoras puras, lo real en su revés insoportable. Como la experiencia
heideggereana del ser, la imagen pura surge allí donde los personajes no tienen nada que
hacer con el medio, donde la impotencia del hombre revela la potencia del ente, su
presencia contingente e irremediable, y al mismo tiempo surge la angustia. Este puro
espectáculo insoportable es el tiempo, la duración desnuda. El cine moderno, mediante el
hundimiento del esquema sensoriomotor, nos revela la materia del mundo y del cine: nos da
una imagen directa del tiempo, la imagen-tiempo. Pura duración donde el movimiento
pierde su centro humano y práctico, no obstante, la imagen-tiempo puede adoptar diferentes
formas, diferentes tipos positivos.
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Hemos visto hasta aquí: la relación del cine con el pensamiento, la forma particular en
que debemos entender “pensamiento” para que éste pueda considerarse adherido a la
imagen y la especie particular de imágenes (la imagen-tiempo) que consuma mejor esta
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El llamado cine “clásico”, sin embargo, se apoya en estos esquemas sensoriomotores de nuestra percepción
natural: las imágenes son referidas a centros de acción y, en consecuencia, no son puras imágenes sino
imágenes de percepciones, afectos, pulsiones, recuerdos, sueños o acciones de personajes. No obstante la
configuración semiótica de las imágenes en estas subcategorías de signos, todos ellos subsidiarios del
esquema sensoriomotor de la percepción natural, el cine clásico no puede dejar de manifestar movimientos
aberrantes, movimientos que horadan cualquier esquema sensoriomotor: ralentis, acelerados, falsos raccords,
sobreimpresiones, objetivos que se desplazan en el espacio y sin embargo se ven siempre a la misma
distancia. Aunque esté allí instalada en el medio de una acción, la cámara no representa nunca a un testigo
humano. Ella es un ojo de otra naturaleza: puede producir imágenes imposibles para nuestra percepción
natural y, según Deleuze, hacerlo es su esencia y su potencia.
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profundidad de campo, las idas y vueltas del plano a través del cuadro, implican una
internalización del pensamiento en la imagen-movimiento? El concepto matemático del
teorema es un recurso adecuado para graficar esta internalización. Un teorema es un
enunciado interno a un sistema axiomático determinado, deducible sin necesidad de otra
cosa más que de los axiomas y otros teoremas del sistema. El teorema no es más que una
explicitación del sentido de los axiomas, algo ya presupuesto y contenido en la constitución
misma del sistema. La analogía con el cine se establece porque, gracias a la profundidad de
campo, la imagen movimiento no hace más que moverse dentro de sí misma para generar
nuevas imágenes: en esto consiste la idea de un despliegue teoremático de la imagen. ¿Pero
por qué esta analogía sencilla entre los movimientos de una cámara y un concepto
matemático implica una transformación de la imagen en una imagen-pensamiento? Para
explicarlo, usaremos otra analogía, diferente de la de Deleuze, y mostraremos en qué
medida la profundidad de campo y el montaje con sobreimpresión implican esta
internalización del pensamiento en la imagen.
La analogía que vamos a utilizar es la de una hipotética voluntad infinita. Esta voluntad
no tendría obstáculos y pondría de inmediato en el mundo el objeto de sus deseos. Al igual
que una voluntad infinita, la cámara de Welles ve lo que quiere ver y al instante de que lo
quiere ver. Las sobreimpresiones que usa, lejos de explotar las armónicas comunes entre
dos imágenes para lograr un efecto metafórico o para suavizar el corte entre una escena y la
otra, lo que hacen más bien es explotar estas armónicas para borrar el montaje mismo y
realizar así un cambio del cuadro, pero como si se tratase, no de un pasaje, no de un cambio
de escena, sino de un desplazamiento en el interior de un único y mismo cuadro. La imagen
de Welles no se define en base a la disyuntiva “plano o montaje”, pues la elección de este
director es harto más compleja. Utilizando el montaje pero disimulado y reintegrado a la
imagen-movimiento, lo que consigue Welles es una síntesis entre montaje e imagen-
movimiento que hace del montaje una dimensión más de la profundidad de campo, de la
imagen-movimiento. Esta síntesis entre plano y montaje en la profundidad de campo es lo
que le da a la imagen su carácter pensante, le da la continuidad que hace aparecer el devenir
de la imagen como el movimiento espiritual de una voluntad infinita.
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visión sin trabas, con una voluntad tan inmensa que es capaz de deformar el espacio físico y
traspasar la materia (como en la escena en que, yendo a la entrevista de la segunda esposa
de Kane, la cámara se mete por el techo, espía por una claraboya primero y luego...
¡traspasa el vidrio! e ingresa al bar). Pero a pesar de esta diferencia, ambas analogías, tanto
la matemática como la volitiva, realizan en otro punto una misma caracterización: en el
cine de Welles, el decurso de la imagen es el despliegue inmanente a un pensamiento
continuo, las imágenes se suceden como la explicitación o el ahondamiento de un
pensamiento, explicitación de la imagen misma que tiene al pensamiento internalizado.
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pared a oscuras, fijando allí su posición; la imagen negra empieza a iluminarse poco a poco
y desde el fondo emerge una foto de un bebé de juguete que estaba colgada en la pared.
Analicémoslo en detalle: que la imagen cambie sin movimiento de cámara ocurre en
cualquier toma realizada con cámara fija en la que los elementos del cuadro se muevan
delante de la cámara. Pero en las escenas que describimos los elementos del cuadro apenas
se mueven, están tan fijos como la cámara. Tampoco cambia la iluminación objetiva (como
cuando se obstruye, apaga o cambia la fuente de luz y cambia la iluminación entera de un
conjunto), sino que cambia sólo en regiones señaladas. Verdaderamente, estas imágenes se
ven como si el cuadro se coloreara espontáneamente en regiones aisladas. No cambia ni la
posición de los elementos del cuadro, ni la iluminación de conjunto, ni la posición de la
cámara y, sin embargo, la imagen cambia. Lo que cambia es el cuadro, como si bullera
desde el fondo y sus borbotones al emerger modificaran la superficie del plano. Es como si
la imagen se fundiera o ardiera en su fondo, hasta deshacer la superficie del plano, y el
plano sólo pudiera quedarse inmóvil, aturdido, frente a esta hipnótica incineración del
cuadro. Éxtasis místico, fijación mórbida, aturdimiento mental. El objeto (el cuadro, el
fondo de la imagen) adquiere una intensidad desmesurada y colma al sujeto (el plano, la
superficie de la imagen) hasta anularlo. Pero la cámara no sólo está cautiva cuando está
fijada a un plano. En Nostalgia, aún cuando se mueve, la cámara parece seguir estando
encadenada, esta vez a los personajes. En varias escenas, la cámara realiza un movimiento
horizontal, abandonando a un personaje en su punto de partida y, sin corte, reencontrándolo
en otro punto imposible del cuadro. Aún cuando lo recorre, el plano no circula libremente
por el cuadro: como si se tratara de apariciones, el cuadro le impone insidiosamente los
elementos de su gusto una y otra vez.
En Solaris, la cámara conserva todavía algo de su voluntad, su movimiento moroso
parece todavía el de una mirada atenta. Sin embargo, ya hay algunas imágenes de
fijaciones: el movimiento de las algas bajo el agua, los planos fijos del océano de Solaris
(cuadro autocambiante y aplanante por antonomasia). El plano también queda atrapado y
encadenado en la escena de la autopista: se ve obligado a circular sin tregua como un
automóvil por los puentes y túneles, sin rumbo ni objeto. Pero, aunque no de manera directa
en la imagen, la apertura extática a lo otro y la determinación de la superficie por el fondo
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están, en realidad, presentes en toda esta película: el fondo son el océano de Solaris y el
pasado del protagonista; la superficie, los “visitantes” de la estación que el pasado y el
océano engendran en el presente; la apertura extática a lo otro, el amor del protagonista por
aquella mujer que es su esposa y no es su esposa, que es una mera aparición pero también
es humana; el borramiento de la subjetividad y la desaparición en lo otro, la deserción final
del protagonista y su unión con el océano de Solaris. Vemos cómo de manera indirecta,
aparecen ya en Solaris todos los componentes de la imagen extática de Nostalgia.
Resumiendo, así podemos definir lo característico de la imagen cinematográfica de
Tarkovsky: el fondo cobra potencia, condiciona la superficie o directamente la rompe
quedando como único polo de una imagen aplanada. Sin embargo, no se trata de la
representación objetiva de un hecho. Se trata más bien de la contemplación extática de una
exterioridad absoluta. Por eso decimos de esta imagen que es espiritual, esta imagen
contiene pensamiento.
Conclusión
A partir de películas de Orson Welles y Andrei Tarkovsky, hemos distinguido dos tipos
de imágenes pensantes. Si nos entregásemos a la afición nominativa de Gilles Deleuze,
podríamos llamar a uno de ellos “imagen-voluntad” y al otro “imagen-éxtasis”. Nos hemos
servido, para esta diferenciación, de la contraposición de dos componentes internos de la
imagen cinematográfica: el plano y el cuadro. Sin embargo, si ignoráramos esta
composición dual de la imagen y nos atuviéramos a considerar la imagen como una unidad
indivisa, el análisis podría haber sido otro. Las diferencias entre las imágenes de Welles y
Tarkovski se borrarían, y nos quedaríamos con un único tipo de imagen común a ambos
cineastas, esto es, la imagen-tiempo. En efecto, Deleuze ya decía de Welles que había sido
el primer cineasta en crear una imagen directa del tiempo. Gracias a la profundidad de
campo había logrado figurar el movimiento en el espacio como movimiento en el tiempo,
movimiento desde el presente hacia el pasado y sus capas. Tarkovsky, por su parte, ha
descrito su método compositivo de manera un tanto diferente a la descripción de sus
imágenes dada por nosotros. Lo que nosotros consideramos una coacción del cuadro sobre
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el plano, para Tarkovsky es en realidad la presión del tiempo sobre la imagen toda, dictando
el ritmo de la película, constituyendo su materia y su forma:
“Así, en el cine, el tiempo se convierte en el fundamento de todos los fundamentos. Lo mismo
que el tono en la música, el color en la pintura o los caracteres en el drama. // No es el ritmo una
sucesión métrica de las partes de una película. El ritmo queda más bien constituido por la
presión temporal dentro de los planos. Yo estoy profundamente convencido de que el ritmo es el
elemento decisivo —el que otorga la forma— en el cine.”6
Si en el cine de Welles la profundidad de campo servía para hundirnos en el pasado de un
presente fantasmático, en el cine de Tarkovsky la pasividad del plano sirve para revelarnos
el presente, el fugaz, huidizo e inasible presente, capturado en su vida palpitante y en su
concreto transcurrir. Nos revela el presente pasando, no el presente estático y digital de la
representación lineal del tiempo, de la cadena de presentes, del espacio-tiempo
infinitamente divisible de la carrera de Aquiles y la tortuga. Se trata del presente vivo, no
del analítico, del presente que ya es en sí un poco de futuro y un poco de pasado.
Revelarnos el presente puro: este es el valor temporal del cine de Tarskovsky.
De esta manera, vemos cómo en función de que se privilegie el polo subjetivo o el polo
objetivo de la imagen, ésta nos ofrece valores temporales diferentes, el pasado o el presente
respectivamente. Estas imágenes constituyen instancias de pensamiento, no porque ellas se
funden en una teoría metafísica del tiempo, ni siquiera porque la den a pensar, sino porque
dan a experimentar las verdades en que cualquier teoría metafísica del tiempo debería
fundarse. No es en tanto que pensamiento reflexivo, sino en tanto que pensamiento de
primer orden, pensamiento experimentante, que el cine tiene una dimensión espiritual. El
elemento nuevo que el cine aporta al pensamiento es una experiencia directa del tiempo sin
referencia a movimiento o acción alguna. Es de esta manera particular que cine, mundo,
tiempo y pensamiento se enhebran mutuamente en una relación reveladora.
Bibliografía:
6
Tarkovsky, Andrei; Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine;
Ediciones Rialp, Madrid, 2002, p. 145.
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El pensamiento en la imagen Franco Bordino
Deleuze, Gilles; Cine I. Bergson y las imágenes.; Cactus, Buenos Aires, 2009.
— Cine II. Los signos del movimiento y el tiempo.; Cactus, Buenos Aires, 2011.
— La imagen-movimiento: estudios sobre cine I; Paidós, Buenos Aires, 2013.
— La imagen-tiempo: estudios sobre cine II; Paidós, Buenos Aires 2009.
Marrati, Paola; Gilles Deleuze: cine y filosofía; Nueva Visión, Buenos Aires, 2006.
Tarkovsky, Andrei; Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la
poética del cine; Ediciones Rialp, Madrid, 2002.
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