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Cuentos
GOCE
Cuentos
Compilado y corregido por
EDITORIAL DUNKEN
Buenos Aires
2016
Contenido y corrección a cargo de los autores
Ilustrado por:
Flaco, alto, joven pero no tanto. Jeans gastados y sobretodo gris. Lo veo
por segunda vez en la medianoche de la calle Corrientes. Podría imaginar
una historia de bohemio sin suerte mirando de reojo su cara extremadamente
pálida y sus ojeras oscuras. Podría pensar que es músico, o pintor quizás... Un
artista desafortunado que se niega a transar con el mercado.
Pero en ese caso, debería tener el fuego del orgullo en la mirada. Y no
es éste su caso. Yo vi sus ojos. Sin querer. Sin buscarlo, nos miramos. Fue un
accidente que viera la tristeza y el desamparo de esos ojos. Por eso miré hacia
el piso y vi otra cosa. La bolsa con la frazada que llevaba en la mano, sus pies
moviéndose lentamente por la vereda de un Banco, esperanza de un probable
descanso en un lugar protegido y tibio. Si otro sin techo no llega primero. Tal
vez por eso disimula y no se aleja demasiado de la puerta. Tiene vergüenza.
Disimula.
LA CAÍDA
SIN AVISO
EL JUEGO
CAVILO
JUNCAL
juerte que me cerró los ojos. Despacio los abrí cubriéndome con la mano y
jué ahí cuando lo vi. Lo tenía justito enfrente mío y lo pior... ¡Me llamaba el
desgraciado! Con señas, así... ¡Y se reía bien juerte! Saqué el facón que llevaba
a la cintura y lo enfrenté. Lo miré a los ojos, vomitaban fuego...
El viejo me miró fijo. Su muda mirada despedazaba la mía.
–...Tenía las pupilas coloradas pero no me achiqué. ¡No señor! Le mostré
el acero haciendo cruces mientras rezaba un Avemaría y le pedía a mi mama
protección. Y jué que salió corriendo dentre la jarilla. ¡Créanme! Yo estaba
dispuesto a atravesarlo con el cuchillo.
–De madera tiene que ser, don Félix, el acero no le hace nada a mandinga...
–¡Siete puñaladas y queda finadito! Desde que merodea estos pagos ni una
raíz está viva y el cielo petrificado no deja caer ni una garúa pa´refrescarnos.
Pero les juro que si vuelvo a ver esos ojos, le clavo el puñal entre medio...
Me miró desorbitado. Todos me miraron. Estaba cansado.
–¿Y le vio la marca, don Félix? Dicen que mandinga tiene el 66 en su
cabeza desde que Nuestro Señor lo echó de su presencia.
El viejo se quedó pensativo. La noche se espesaba y el disco de plata era
testigo. Mis ojos ardían. Pedí permiso y me tiré en el catre para dormir. El olor
a ruda llena el cuarto. La luna nueva se esmera en acompañarme filtrándose
entre las paredes de caña. Proyecta sombras. Siento que abraza mi idiotez y
me susurra que regrese. Será cuando amanezca. Ahora cierro mi grabación.
Han dejado de murmurar y rezan
Sus siluetas agitadas danzan el ritual del ébano. Huelo azufre espeso,
concentrado...¡Barbarie! Los escucho cerca...
–¡Don Félix! ¿Usted por ac...
MONEDAS
EL CUERPO DE MAMÁ
Mis saludos, hermanita. Tantos años sin hablar. No te juzgo, pues absorbe
tu estadía en capital. Mas, que aquello no te aleje del contacto epistolar. Es
mamá la que me ocupa y me empuja a suplicar: por favor, venite pronto; nos
compele consensuar qué destino le daremos sin que sepan los demás. Es que
pesa a estas alturas su cadáver trasladar de la cama al sanitario, al estudio o al
zaguán. Hace tiempo no debiera más que inmóvil solo estar. Pero es terca, ca-
prichosa y rehusase a aceptar la mortaja acostumbrada, o en su caja descansar.
Se levanta por las noches, deambulando sin cesar. Arrastrándose, lo sé, por los
rastros que, al pasar, deja en pisos que sorpresa matinal han de ostentar. Queda
todo salpicado por fluidos que serán... ¿qué se yo?... las purulentas secreciones
de esperar borbotar en la carroña de algún fétido animal. Los hedores distin-
tivos del necroso trasmutar.
Imperioso es que pensemos la manera de evitar que se acerquen los veci-
nos empezándola a olfatear, que la escuchen a altas horas, o la vean, y además,
que se espanten y condenen nuestra enseña familiar a las rejas, al destierro, a
la hoguera o algo más.
Que se quede recostada, eso pido, nada más. Es tan simple. Y tornaría lle-
vadero el custodiar de las puertas y ventanas en su claustro sepulcral. Aunque a
veces me da tregua y solo muerta finge estar; tiesa, fría y recostada; pero aquello
es actoral; sé que escucha y sabe todo dentro y fuera de este hogar. Cada tanto la
sorprendo dirigiéndome el mirar demencial y furibundo que se habría de esperar
en letales acreedores de una deuda señorial. ¿Cómo hace para verme con los ojos
que ya están desinflados, putrefactos y chorreando su cuajar?
No te bajes de la cama –le repito sin parar, pero nunca me hace caso;
siempre debo levantar su pesado cuerpo amorfo cuando empiézale a alum-
brar el fulgor del sol naciente en rincones al azar. Otras veces sobresalto
descubriéndola posar toda erguida, cual estatua, paradita en el umbral, como
próxima a escaparse; o peor, ir a pasear. Te confieso, me confunde el doctor
tras visitar y decirme antes de irse: “Está sana tu mamá”. Me confunde porque
nunca incurrió en confeccionar, para ella, por difunta, ningún acta. No, jamás.
Solo llega, la saluda, la revisa (así, sin más) me reitera lo de siempre y ni atisba
a horrorizar. ¿Ese hombre estará loco? Ya no sé lo que pensar. Tengo miedo a
trastocarme. Te lo ruego, vení ya. Ayudame, dame ideas, que es preciso cul-
minar este karma de ir a cuestas con el cuerpo de mamá.
21
ELLA
LA HERENCIA DE MIQUEL
dén en aquel momento se hubiera quedado a oscuras y la única luz que Miquel
vio fue la del farol de la vieja “Baldwin” que en ese instante, bramando, entre
bocanadas de humo, entraba en la estación.
26
LA BODA
EL BELLO CÉSAR
Caminó esa noche, como loco, sin dar vuelta la mirada; buscando un lugar
donde calentar sus miserias. Una copa de ginebra, un abrazo tierno.
En julio, Buenos Aires es frío y solitario; los bares están cerrados, el rocío
tritura los huesos y deja desnudos a los que no tienen techo.
En su cabeza bailoteaban caras, horas, ojos, manos. Era un abismo de
pensamientos, haciendo equilibrio para no caer y chocar con la realidad de la
vergüenza, o de la cordura. Se sentía solo. Estaba solo.
Siguió el rumbo que sus pies mandaban y se encontró frente al Parque Le-
zama. Respiró el aire encantado de árboles y hubo un relámpago de felicidad
en sus ojitos celestes, cada vez más chiquitos y arrugados. Su imaginación le
jugaba a las escondidas.
A lo lejos, distinguió una luz, casi abrazadora que lo invitaba a penetrarla.
Obedeció a su instinto, a su curiosidad, rasgo típicamente humano. Se
internó en el rayo, con miedo. Le temblaban las piernas.
Adentro, había un pasillo, muchas puertas, muchos muebles.
–¡Esos muebles los conozco! –pensó César– ¡Son los de mi casa, mis
juguetes, mis cuadros!
Estaba enojado. Quiso, por un segundo, reclamarle a alguien semejante
invasión a sus recuerdos. Pero se quedó, saboreando sus encantos y soñó:
Los primeros ensayos, sus primeros libros, sus obras de teatro que habían
sido censuradas y aclamadas entre sus camaradas escritores. Recordó sus
presentaciones en sótanos, clubes de barrio, patios de escuela. Los aplausos,
los ojos de admiración de Blanquita, su amada. Sus amigos, sus padres. Todos
aparecían ante él a medida que los evocaba.
Su garganta se cerró, en un grito desgarrador. Y una sensación de hielo
le recorrió la espalda.
Miró hacia atrás y vio una sombra que avanzaba, como un animal se-
diento de sangre. Tenía el olor de sus miedos más íntimos, fracasos, sudores,
agonías. Lo envolvía y abrazaba asfixiándolo.
Tan rápido como había aparecido se esfumó, en la oscuridad de esa habi-
tación hedionda.
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LIRÓN GANDULFO
COLUMPIOS
En algún lugar un niño se despierta pero como todas las mañanas se que-
da en su cama, es su costumbre esperar fingiendo hasta que su madre vaya a
despertarlo y, aun sabiendo de la treta de su hijo, le cante, haga cosquillas o le
de besos con todo el amor de una madre, para luego ayudarle a cambiarse el
pijama y desayunar juntos. Una casi tradición que alegra el comienzo del día
a madre e hijo. Pero este día es muy diferente, el niño espera, se impacienta,
ya le parece incómoda la cama. No se oye un solo ruido en la casa. Aun en
pijama decide ir a buscar a su madre y finalmente la encuentra en la cocina.
¿Mama? ¿Por qué no fuiste a despertarme? Su madre no responde.¿Ha-
rás el desayuno? El niño es ignorado.
El niño no presta mucha atención a su madre, se dirige al living para ver
televisión y se sumerge en sus divertidos e inocentes dibujos animados. Pero
el niño tiene hambre y pasado un tiempo vuelve a la cocina.
Mama tengo hambre
...
Mama decí algo
...
¡Mama deja de jugar y atendeme!
...
Bueno si no me haces el desayuno me lo haré yo solo.
Más allá de la determinación, lo que lo mueve es su frustración y enojo,
no entiende por qué actúa así su madre. Sabe que estuvo triste desde que su
padre se fue pero nunca faltaba mañana en que no se cumpliera su ritual.
El niño trata de agarrar un tazón de plástico en el que habitualmente come
cereal. El niño no es muy alto y la mesada es larga pero logra tomar uno de
vidrio que está más cerca. La caja de cereales siempre la guardaban en las
alacenas de abajo, debido a la costumbre del niño por comerlo siempre a des-
horas. Saca la caja de allí y el yogurt de la heladera. Trata de poner el cereal
justo en su tazón pero las manos torpes y tiernas, como las de cualquier niño,
no realizan bien la maniobra y cae cereal de sobra por toda la mesa. La madre
ni se inmuta. Intenta servir el yogurt pero sus brazos débiles no soportan el
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sachet,este cae sobre el tazón el cual resbala hacia el piso y estalla en peda-
zos. El niño se asusta,piensa que su madre lo regaña pero no es así, ella solo
lo observa perdidamente. A pesar de esto el niño quiere enmendar su error,
comienza a levantar los pedazos de vidrio pero uno le lastima un dedo y este
comienza a sangrar. El niño empieza a llorar, está asustado,no deja de brotar
sangre de su dedo.
¡Mama!, grita entre llantos ¡Mama me duele! No hay respuesta.
El niño se dirige hacia su madre y, aun llorando y además furioso, trata de
empujar a su madre mientras le dice: “Mamá deja de jugar a los columpios”.
Pero el cuerpo inerte de la mujer, colgado del techo con una cuerda, solo se
tambalea.
34
SERIAL
LA REVELACIÓN
CALLE LAPRIDA
FUSIÓN
SIMBIOSIS
na irregularidad imprevista lastima sus pies descalzos. También hay libros; sí,
a su izquierda yace una inmensa biblioteca en donde las novelas son infinitas.
Los títulos comienzan a distraerla: muchos de ellos son sus preferidos,
muchos de ellos ya no se editan. Ya no corre, se limita a caminar mientras
agarra al azar algunos tomos que desea devorar. Oye un aliento desconocido
a sus espaldas: pagará muy cara su imprudencia.
Dobla hacia la derecha y se enfrenta con un abismo. Observa hacia ambos
laterales en busca de una alternativa, pero sólo tiene dos opciones: saltar o
dejarse atrapar.
Alza el rostro. Lejos, divisa una pared blanca con un extraño graffiti
negro, pero una superficie turbia se interpone imposibilitando la visión. Se
inclina con sutileza. Ese algo que la perseguía la alcanza y, al mismo tiempo,
es atraída hacia aquella blancuzca superficie que no logra ver con claridad.
La fibra deja escapar un sonido chirriante al acariciar la pizarra. El círculo
deforme se llena de arabescos, desplazando flechas y conceptos. La mano de la
novelista deja caer la fibra y casi sonríe. Su respiración se ha agitado; el dolor
de cabeza desapareció.
Se inclina sobre su ilustración: es un cerebro. Lo contempla de arriba
abajo, de un lado a otro. Divisa la pequeña lombriz que ha estado buscando.
Es una mujer diminuta que yace sentada sobre el hemisferio izquierdo. Usan-
do ambas manos, se abraza las piernas con fuerza mientras alza el rostro y
contempla los ojos de la gigante de carne y hueso que la observa. En su mi-
croscópica mirada hay contradicción, dolor, incomprensión. Aunque, ahora
que puede pensar con claridad, no le resulta tan descabellada la idea de que
su persistente protagonista haya logrado trascender los límites de su mente y
apoderarse, también, de su cuerpo.
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TIEMPO DE COSECHA
Hasta donde alcanzaba la vista, el mar dorado se mecía con la suave brisa.
Las espigas inclinaban pesadamente sus cabezas. Era tiempo de cosecha.
Sentado bajo el alero, el viejo dejaba vagar sus ojos sin posarlos en ningu-
na parte. A la distancia se levantaba la polvareda causada por el automóvil que
se alejaba. El viejo tosió, se atragantó con el sollozo que pugnaba por escapar
de su garganta. No iba a llorar, no era cosa de hombres.
Hacía pocos minutos, había perdido la última esperanza. Las frases del
abogado le sonaron como clavos en el patíbulo, fueron su condena a muerte.
Ya no tenía nada. La compañera de su vida se había ido con Dios hacía mu-
chos años, entonces sí lloró, mucho. Ahora pensaba que era mejor así, ella no
hubiese soportado la tristeza, le faltaba coraje.
El sol se ponía lentamente, como si no quisiera dejarlo solo. Para él la
soledad era la única compañía, estaba acostumbrado. La mujer muerta, los
hijos ausentes; hasta el perro chúcaro, que había encontrado en el monte se
fue detrás de una hembra.
Poco a poco, los dedos oscuros de la noche se apoderaron del paisaje, la
brisa se transformó en viento fresco, pero él seguía ahí, mirando sin ver. A su
mente acudían una y otra vez las palabras del abogado: "Son muchas deudas,
don Hilario, y no hay manera de que usted las pague. La hipoteca será ejecu-
tada, habrá un remate para que los acreedores cobren su parte".
Remate, esa sola palabra bastaba para congelarle el corazón, era el nudo
corredizo que le ajustaba el lazo alrededor del cuello. Otro sería el dueño del
campo, otro montaría su zaino y ordeñaría la única vaca que le quedaba. ¿Y
sus recuerdos? ¿A dónde irían a parar las pinturas de ella, los cuadernos de sus
hijos, las fotos amarillas? ¿Quién usaría el poncho que su madre le tejió, allá
en su juventud?, el que ya descolorido y apolillado, aún le daba abrigo en las
noches frías. ¿Dejarían la casa en pie? Suponía que no, seguramente la iban a
echar abajo para construir otra, más moderna.
Suspiró. Sintió un fuerte dolor en el pecho, se le nubló la vista, con voz
enronquecida alcanzó a pronunciar el nombre querido. Cayó de costado, la silla
se tumbó bajo el peso de su cuerpo inerte.
En el campo, las mieses estaban maduras. Nadie las segaría.
46
LA INVASORA
Dormir, nada más placentero que dormir y más aún si es en tu cama. Con
tus sabanas de costumbre, esa almohada adaptada al molde de tu cabeza, tu
olor corporal esparcido por todo el espacio. Oh si, dormir es maravilloso, es
allí donde tu mente y cuerpo procesan todo el material del día anterior, imá-
genes, ideas y alimento, nuevas células son renovadas. Pero, ¿hasta qué punto
deja de ser placentero?, ¿y si algo perturbador irrumpe en las cuatro paredes
de tu habitación dejando de ser una caja de música arrulladora y pasa a ser
una caja de Pandora?
Notar que una invasora amenaza con destruir con la arquitectura de Mor-
feo en el que ya llegas a ser incluso una Rock Star famosa o cualquier cosa que
se te antoje. Allí estaba ella, imponente mirándome con sus quien sabe cuántos
ojos, oscura, sombría, llenando de terror cada espacio de mi habitación, ese
sonido que emitía su cuando se desplazaba de un lugar a otro era tan aterrador
que inundó mi cabeza. Su cuerpo gigante se movía por todas partes adue-
ñándose de mi paz y tranquilidad y alimentándose de mi mayor temor. Corrí
rápidamente a encender la luz con la vaga esperanza de que solo sería el pro-
ducto de una inesperada vigilia, un espejismo, resultado de mi somnolencia.
Su presencia se hizo aún más aterradora cuando mis miopes ojos descubrieron
como se vislumbraba en la luz aquella figura que estremeció todo mi cuerpo
y que me ahogo en gritos desesperados. Al percatarse de que la había descu-
bierto se llenó de frenesí y se tornó aún más violenta, se abalanzaba sobre mí
incesantemente. Sentía su contacto y era como 40 cuchillos atravesándome los
huesos, quemaba, derretía mi piel. Me sentí desvanecer, pero al ver a Nené (mi
oso de peluche) solo y desamparado, sin la que lo ha abrazado noche a noche
durante unos largos años, me arme de valor, tome la sabana cual guerrero de
Esparta blande su espada y emprende el rescate. Arremetí contra la funesta
invasora, me defendí hasta que mis brazos parecían violentas aspas de una
batidora, sentía como la adrenalina invadía cada extremidad. Al fin entendía
lo que sintió Juana de Arco al defender a sus seguidores, lo defendí como lo
haría una madre herida. Entre contorsiones y veloces zancadas logre llegar a la
cama, tomar por una oreja a Nené y volver al frente de batalla. Fue una lucha
sangrienta, cuerpo a cuerpo, había una gran desventaja entre ella y yo, pues
ella sin miedo atacaba una y otra vez, en cambio mi terror se acrecentaba cada
vez más como la temida visita de Freddy Krueger a la media noche.
47
CUCHILLO
VIDA DE MUÑECA
INSTANTES
NO TENGO CAMBIO
Cierto día, que ojalá no hubiera existido jamás, tomó fuerzas y se decidió
a seguirlo. Puso en la puerta del negocio el cartelito de “Vuelvo enseguida” y
se aprestó a averiguar para sacarse las innumerables preguntas sin responder,
que a diario la martirizaban. “¿Cuál será su nombre?”, pensaba, mientras cami-
naba sin perderlo de vista y seguía pensando, “¿por qué viene hacia mí todos
los días?”. De improviso él se detuvo y miró a ambos lados como buscando a
alguien; “¡Oh Dios, es casado!”, se inmutó. Pero ese pensamiento quedó des-
cartado porque él, su ángel, se dirigió hacia el local de revistas, no a comprar
como ella supuso, sino que entró al mismo y se sentó a atender.
“¿Cómo es posible que él también trabaje aquí y yo nunca antes lo haya
descubierto?”, se reprochó a sí misma. Cuando se disponía a enfrentarse e
iniciar el tan esperado diálogo, se le adelantó una mujer.
–¡Hola, Darío! –Supo así su nombre–. ¿Tenés cambio? –preguntaba la voz
femenina. Nazarena siente que su corazón está a punto de estallar, como si una
fuerza invisible le oprimiera el pecho. No puede creer lo que sus ojos ven, el
destino de sus monedas no es el que esperaba. Sintió una bronca inexplicable
pero se contuvo y dio un paso atrás, luego otro... y se marchó corriendo.
A la mañana siguiente le pareció que tuvo un mal sueño, hasta que lo
recordó todo. Ya de vuelta a su trabajo se apareció él, simpático como siempre
y antes de que él pudiera decir nada, Nazarena se le antepuso.
–No tengo cambio... Darío–le dijo. Con un nudo en la garganta vio como
se le borraba esa hermosa sonrisa y se fue sin siquiera preguntarle como sabía
su nombre, tal vez pensando a quien embaucar para conseguir sus codiciadas
monedas para aquella mujer, que a su vez... lo debe estar embaucando a él.
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Sábado por la tarde. Los últimos rayos de sol se cuelan por el ventanal
de mi dormitorio, mientras oigo el alborozado canto de los pájaros. Suena el
teléfono. Imagino que sos vos. Ya casi nadie utiliza las líneas fijas. No me
equivoco. Escucho tu voz profunda y solemne. Intercambiamos un cordial
saludo. Me informás que en un rato pasarás por casa a buscar el resto de tu
ropa. Me preguntás si podremos tomar un café.
–Imposible –contestó–. Estoy preparándome para la fiesta de fin de año
en la casa de Andre.
Parece no importarte. Parece no importarme. Como si los veinticuatro
años que vivimos juntos se hubiesen esfumado, sin dejar mella alguna en nues-
tras vidas. Cortamos. Continúo maquillándome. Escojo, cuidadosamente, el
color de labial que mejor combina con mi atuendo. Al girar el rostro, no puedo
evitar pensar lo hermosa que es la primavera en sus últimos días. Todo luce
lozano y a la vez cautivante. El follaje de los árboles muestra tonalidades acei-
tunadas, verdemar, esmeralda. Es maravilloso observar el cambio por el que
atraviesan las plantas. Como, de acuerdo al momento, van transformándose.
Es inevitable que me abstraiga del panorama y comience a enfocarme en
nuestra relación, en la manera en que fue mutando. ¡Cuánto tiempo juntos!
¡Cuántas vivencias compartidas! Existe una innegable afinidad entre noso-
tros. Amor indiscutido por la literatura...¡Si habremos leído tardes enteras sin
intercambiar palabra, pero sabiendo que el otro estaba en la misma frecuencia!
Charlas eternas sobre política. Horas hablando de nuestros planes para un
futuro que fue, poco a poco, trocándose en presente.
Súbitamente, sin pedir permiso, mis pensamientos se dirigen al instante
en el que me comunicaste que te irías de casa. ¿Qué podía decirte? La deci-
sión ya había sido tomada. Racional como soy, me auto convencí de que era lo
mejor; si verdaderamente lo preferías, no tenía sentido tratar de persuadirte.
Y me propuse estar bien. No era ni la primera, ni la última mujer en esa situa-
ción. Creí haberlo logrado. Bastante bien me manejé en este par de meses. No
sentí angustia alguna. ¿Puede ser factible? Me aseguran que no. Pero yo seguí
con mi vida. Como lo hacen las plantas en cada estación, me fui adaptando;
acomodando, diría.
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VIDA DE TANGO
HAMBRE
Era muy temprano. El aroma a pan recién horneado se metió por mi nariz
y aunque me pesaba el cuerpo,mi alma quiso salir a buscarlo y vagó por las
calles del barrio suspendida a centímetros del suelo hasta dar con la panadería.
Pidió medio kilo pero le dieron uno;sólo un pan gigante en una enorme bolsa
de papel madera. Desnuda,se fue pellizcando pedazos pequeños del crujiente
pan. De pronto,el sabor a goma espuma de mi almohada la devolvió a mi
cuerpo.
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y fascinación los restos de un suicida que se quitó la vida. Eran muy pocos
los que pasaban junto a la escena ignorándola, pero el que lo hacía, ignoraba
absolutamente todo, ensimismado en sus asuntos. Y el mundo seguía girando
como si nada hubiese pasado.
En los noticieros y diarios locales a la mañana siguiente se obtuvo el parte
del director del hospital psiquiátrico donde un hombre se habría quitado la
vida. En el mismo el médico psiquiatra informaba a los periodistas y la prensa
en general:
–¿La familia ya identificó el cuerpo, doctor?
–No, el paciente no tenía ningún paciente declarado vivo. Llego hace ya
más de diez años del brazo de unos tíos y nunca más se los vio. La plata la
depositan mediante un giro bancario.
–Doctor, se estima que el paciente fue mal medicado por lo que en un
arranque de locura saltó del techo, ¿Qué puede decirnos sobre esto?
–Eso es completamente falso, es una especulación.
–¿Por qué cree que se hace esto?
– Esto se debe a que necesitan una noticia que venda más. No hubo nada
malo con la medicación habitual del paciente, no le pasaba nada por la cabeza
cuando saltó, solamente fue un hecho desafortunado que lamentamos mucho.
El bullicio de los periodistas rondando como hienas acechando al director
se extendía como ruido a lo lejos; más cerca, allí donde había estado el cuerpo
y donde la mancha de sangre en la tierra bajo las baldosas seguía latente, sin
la menor intención de marcharse, se erguía una delgada línea rojiblanca con
la leyenda “NO PASAR”.
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LA VENGANZA DE KAFKA
Para decir adiós me queda poco tiempo. Para despojarme de tantas per-
sonas, como si cada una fuera un pétalo que se hunde en mis dedos, hasta
hacerse carne y formar parte de mi cuerpo tan hundido de penas.
A dónde se fueron esos momentos de correr junto a mis hijos, de sentir el
viento deformando mi rostro. De mirar por el balcón aún sumiso, y alcanzar
el éxtasis mirando las montañas, aquellos picos altos, exagerados. Mirando
como los pétalos abandonaban tan de prisa al geranio, sin temor alguno de
desnudarlo a la vista de todos.
A dónde se fue el correr del tiempo, aquel reloj que nos apuraba, que di-
bujaba nuestras vidas con trazos inconfundibles, que las pintaba con el mismo
terror que sentimos cuando nos vemos reflejados en un espejo y las exhibía
frente a nuestros ojos que preferirían ver hacia otro lado.
A dónde se fue el aire puro que solía respirar cada mañana. En qué lugar
se esconden esos suicidas con poca gracia, reprobando los labios jamás oídos.
A dónde se fue aquél ciego que me repetía: “Es mejor quemarse, que apagarse
lentamente”.
Y ahora, mordiendo el llanto que traspasa mi boca áspera y arrugada,
miro caer una nueva hoja del geranio. Esperando que el viento me haga volar,
como a todos los objetos del balcón.
67
RESIGNACIONES
SOMOS
“Soy eso lindo de lo que te vas a acordar cuando seas grande”. Escuchó
dentro de sí como un susurro. Su voz golpeaba fuerte y se trenzaba con el
viento. Miró a su alrededor en vano, no había nada, ni oscuridad. El día era
inconfundiblemente claro. El césped verde se colaba entre sus dedos, y debajo
la tierra húmeda en un milagro de verano. La perfección del día velada por
su ausencia. La vida marchaba en una exquisita ironía. Se tendió con la cara
al cielo, y fijó su vista en el sol. Como si eso fuese normal y posible. De sus
ojos brotaron mares y no tardó en enceguecerse, sumido en una luz vesicante.
Vomitó alaridos mientras enterraba sus dedos en la tierra. Y tentó a Dios. Ce-
rró los ojos por completo, y volvió a oír la brisa. “Deberías de consolarte ya”.
No supo tampoco de dónde provino eso. Si de su ángel o sus demonios. Ante
el ardor en su rostro, su cuerpo volteó por instinto y algo de tierra le llegó a
los pulmones. Humedeció un poco más el suelo y se contestó a sí, que jamás
habría de hacerlo. “Así nunca habrás de recordarme...”. Cerró los ojos en paz
y esbozó una sonrisa. Supo entonces, que pronto, habrían de recordarles a
ambos...
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MARCIALMENTE
Por el Este entra un viento que seca los ojos; del otro lado, las piernas de
Marcial se mueven sobre dos pies rígidos que abrazan el cemento a cada paso.
El carro que arrastra tiene dos ruedas y un enrejado que de improvisto habrá
armado, siglos atrás, algún inexperto artesano de pelo largo y uñas roídas por
el acero; rostro amable, quizás, dedos de guitarra. Marcial sabe dos canciones
de tres acordes cada una, y las repite cada vez que el vino le afloja la lengua,
picaneando el llanto de su audiencia, siempre, sin excepción. Lloran a moco
tendido, con los ojos bien llenos de agua, como la mamá de Marcial el día
que se lo llevaron entre cadenas y gorilas vestidos de azul. Le habían puesto
una capucha color café, su color favorito, y le agarraban los brazos como para
desarmarlo y, con la cabeza entre los hombros, lo tiraron en la parte de atrás
del patrullero que gritaba furioso en la orilla de la vereda.
–Paredes de terciopelo azul –le dijo Marcial al suboficial Ibañez.
–Este negro tomó algo Sargento –le dijo Ibañez a su inmediato superior.
El superior se quedó callado, masticando una respuesta que no llegó hasta
que entraron en la taquería, donde por fin remató con un “Y bueh... así son
todas estas lacras”.
Sangre. El día despierta envuelto en sudor escarlata y derrite las nubes. El
sol seca la sangre de los enemigos entre las finas hebras de pasto algodonado;
por el aire cabalga un fétido grito de muerte, palabra de muerte, murmullo de
muerte. Los perros y las negras ya se acercan a desgarrar la carne infecta de
los enemigos, de sangre seca, y fría. Victoria.
El acero subió derecho por la costilla siniestra, estallando en serpentinas
plásmicas que danzaron sobre el cielo mañanero. El Zurdo todavía sostenía la
faca virgen cuando le entró el último aire al cuerpo; sobre la sangre mojada se
deformaba la mirada niña de Marcial. “No le iba a durar mucho la paciencia al
Marcial”, “pobrecito”, decían cuando veían salir al nene de la cueva del Zurdo,
con los pies rígidos que abrazaban el cemento a cada paso. Con los pies rígidos
y asqueadas las piernas de dedos demonios, y las manos, y los ojos bien abier-
tos que vieron lo que ningún otro par de ojos abiertos de niño debiera haber
visto jamás. Sólo el río plateado sabía lamer sus heridas, chuparse el asco de
su piel derrotada; todas las tardes, volviendo de lo del zurdo, se sentaba frente
al agua cuasi-pútrida del Plata, para ver pasar los veleros que nada sabían
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del asco, de las manos, de la sangre que exclamaba libertad, bajo la costilla
izquierda del hombre-oscuridad, esa tarde lenta de verano.
El llanto de las niñas que lava la sangre, sangre seca y eterna sobre el
pasto de terciopelo. Los caballos acaban de morir sus muertes de caballo. Los
hombre mueren sus cuerpos, y sus niños mueren, simplemente. La carroña
asciende al paraíso en boca de buitres, y volverá a la tierra en forma de lluvia
rococó petróleo, para saciar la sed de las fauces abiertas y secas de los ciegos
de verdad. Victoria.
Los rayos cansados del sol se aburren en la oscuridad de la casa de Mar-
cial. Ahora el hombre camina sambeando los pasos, haciéndolos casi copla,
detrás de un carro viejo más viejo que el tiempo que le duró la pena. Los alien-
ta aún más cuando la sombra de un viejo paraíso le enrama la cara, tirando del
carro, por la vereda. Se detiene y respira; se seca la frente llorona que le hace
picar los ojos más que el sol. Se detiene y mira pasar las sombras, que se caen
sobre la vereda, como una cebra de sombras, sobre la sangre seca.
Sobre el pantano bermellón del campo de batalla flotan ejércitos de pe-
queñas moscas, sedientas, ansiosas de un poco de muerte para continuar su li-
naje. Carruaje de paredes de terciopelo azul y fofos almohadones de pluma; el
chauffeur espanta lo que puede con sus manos, y desde la cabina se escuchan
las toses de los niños fastidiados de tanto viaje y tantas moscas. Ya no soportan
las piedras y el fango; los negros, las perras, custodian jadeantes el carruaje de
paredes azules y niños dorados. Los muertos marchan como sombras sobre la
sangre tibia; el pasto aterciopela la sangre casi seca de los hombres, mientras
la tarde muere sobre el campo.
73
SALTO
Cuando hubo llegado la noche, bajo el claro de luna, corrí con fuerza
abnegada hasta el puente.
Todo era silencio.
Cuantas veces quise retroceder el tiempo, y aun así el alma mía soportaba
endeble la carga de los días.
Cuantas veces había castigado mis noches eternas con el peso de la culpa.
No bastaba el profundo pesar de mi conciencia, también debía soportar la
condena ajena, clavada como un cuchillo, sobre el pecho.
Tanta gente vaga por el mundo destrozando horizontes... ¡pero no! pare-
ciera esta noche que la humanidad se ha ensañado conmigo.
Ahora... Todo es silencio.
Los sauces chillan a orillas del río. Se tuercen las hojas sobre el agua
oscura.
Ahora no hay nadie que vea mi amarga desdicha.
Que gran paz se siente. Qué dulce es el desapego...
El viento sopla denso sobre el rostro, y tomo un último respiro... y salto.
74
NICASIO
JOHN
pejando frenos y corazas... actuó como esponja de baño, dejando mis piernas
tersas y suaves. Quedé muda ante semejante visión.¿Realidad? ¿Locura?
¿Sueño? ¡Extásis!
Experimenté tener perlas desparramadas por todo mi cuerpo. Un toque ar-
monioso y de glamour, en un ambiente a media luz, estimulando mis sentidos.
Me amó como un quemador de incienso, portador de aceites y esencias más
refinado; transformando mi ritual en una atmósfera distinta, donde el juego de
los sentidos y la armonía cobraron vida a él, a mí.
Espero todos los días este ritual. Espero todos los días su amor. Espero
el despertar de mis sueños más profundos...Te espero....Amor....te sueño con
aroma a perlas del más exquisito jabón...
81
LA BODA
“Para siempre”, le había dicho él bajo la luna, aquella noche en que sus
almas y sus cuerpos se entrelazaron por primera vez, sellando los cimientos
de un amor puro, sincero y eterno.
“Para siempre”, pensó ella mientras diseñaba su vestido de bodas soñado,
imaginando lo radiante que se vería usándolo en la noche más perfecta y an-
helada de su vida; bailando el vals de la mano de su amado.
“Para siempre”, rezaba el final de cada carta, de cada llamado, de cada
promesa de amor que se hacían proyectando un futuro juntos.
“Para siempre”, ella le decía a él en sus peores miserias, acompañándolo
incondicionalmente; porque él era su compañero de vida, y estaría con él hasta
las últimas circunstancias.
“En el lugar de siempre”, decía ese mensaje que accidentalmente leyó. E
instintivamente imaginó el lugar. Tomó el primer taxi que encontró al salir
de la casa, en la avenida, y de lejos lo divisó. Sigilosamente, siguió sus pasos
y lo vio a él, bajando de su automóvil en compañía de otra dama de vestido
rojo. Y allí se encontraba ella, con lágrimas bañando su rostro, con el corazón
destrozado y el brillo apagado en su mirada.
Caminó hacia ellos, y casi no reparó en la cara de incredulidad de su amor
al verla allí. Llevó la mano al bolsillo de su tapado y tomó su revólver. Sin titu-
bear, gatilló. Él cayó al piso, temblando, con la rodilla sangrándole. La mujer
que lo acompañaba corrió gritando despavorida, pidiendo auxilio.
Ella se acercó hasta pararse a su lado. Lo miró fría y despectivamente. Él
preguntó, agitado, sin entender: “¿por qué lo hiciste?”, ella sonrió de costado
con una mueca, sin mover ningún otro músculo de su ahora gélido y sombrío
rostro, y con desdén le dijo "porque tu amor es mío por siempre". Hizo estallar
sus sesos de un segundo disparo, certero y letal.
Se quedó en seco, parada inmóvil, contemplando el cadáver de su prome-
tido, con la mirada perdida. Recordó entonces el dulce tacto y sabor de sus la-
bios, la caricia de cada mañana, las risas juntos, los proyectos. Y una ahogada
congoja brotó desde sus entrañas. Ya nada tenía sentido ahora. Rompió en un
llanto amargo y desconsolado. Se dejó caer de rodillas y se acostó al lado del
cuerpo inerte, que ya comenzaba a enfriarse. Acarició el rostro de compañero
84
y notó el caudal sanguíneo que emergía del ahora abierto cráneo, donde había
un hueco, producto de su balazo.
Parecía no escuchar los alaridos de la amante, los cuchicheos de los cu-
riosos ni la sirena de la policía que cada vez sonaba más fuerte. Ese momento
era eterno, y era suyo. No permitiría que nadie lo estropeara. Eran ellos ante
la eternidad.
Besó apasionadamente en los labios al difunto, sin importarle el nausea-
bundo olor que desprendía. Se incorporó hasta quedar sentada, con un brazo
sujetado a su amado, y con el otro; su arma. La llevó a su sien y dijo "ya nada,
ni la muerte, podrá separarnos", y disparó.
La pólvora fue el arroz, las balas; sus alianzas. Un ramo de flores de se-
sos, y las sangres de ambos se fundieron en inmenso charco, que más que su
lecho de muerte, fue su altar de bodas.
Ya estaban unidos por siempre...
85
EL CAZADOR
Llevo casi un año así. Once meses con esta opresión en el pecho. Sé que
él me sigue a todas partes, siento su presencia aún en la más profunda soledad.
Sé que me acecha y que me resta poco tiempo... Extraño los días de libertad,
esa que no apreciamos hasta que la perdemos y ahora que la he extraviado
saboreo cada veta del recuerdo.
Llegó un día sin previo aviso, y con elocuentes palabras me fue capturan-
do en sus redes. Para cuando pude darme cuenta de la trampa, ya era tarde,
tenía los ponzoñosos colmillos de la bestia sobre mí. Desde entonces ya nada
es lo mismo, ni lo será. Me han dicho que no pierda la esperanza, que es sólo
un mal momento, una experiencia... Algo de lo cual saldré más fuerte, y toda
la sarta de frases prefabricadas que anárquicamente lanzamos cuando no sa-
bemos que hacer o decir. Aunque consiguiera sobrevivir, lo cual dudo, nunca
recuperaría la calma. Vigilaría mi retaguardia, esperaría ver su amenazante
figura a la vuelta de cada esquina, acechándome, amenazándome. ¿Qué hacer
cuándo todo se ha hecho? ¿Qué decir cuándo todo se ha dicho? Sólo me que-
da una opción, un único haz de luz. Él debe morir. No me importa sufrir los
tormentos de la prisión, o las afiladas navajas de mi conciencia. Lo único que
me importa es que esto termine, y al final del camino es él o yo. Las autori-
dades no pueden atraparlo, hasta la vida de mis seres queridos está en peligro.
Debo admitir con pesar, que su integridad ha sufrido varias veces desde que
él llegó a mí existencia, sin mencionar todo lo que han padecido desde que lo
dejé... mejor dicho, desde que intento dejarlo, ya que, como mencioné antes...
su presencia me persigue.
Milena Achával tomó su campera favorita de cuero, su bolso negro y salió
con paso firme. Había superado todas las barreras del miedo y ya nada podía
perturbarla. En el bolsillo interno cargaba una cuchilla, la cual sostenía con
tanta fuerza que le cortaba la circulación. Llegó a un callejón oscuro donde él
la esperaba, ni siquiera la luna la acompañaba quién se ocultó tras los nuba-
rrones grises.
–Esto se termina hoy –dijo ella con toda la seguridad que pudo.
–No seas tonta, no podés hacer nada al respecto, vamos a estar juntos por
siempre. ¿Por qué luchás contra la corriente? No vas a ganar.
86
SECUESTRADA
Este tipo está completamente loco. ¡Es un enfermo! Estoy atrapada, junto
a otras, muchas otras en esta horrible cueva.
No sé cuántos días pasaron, no tengo noción del tiempo en esta especie de
caja oscura y húmeda, sin ventilación. Tengo que encontrar la forma de salir.
Seguramente entre todas podríamos lograrlo.
–¡Estás loca! ¿Cómo podríamos escapar de aquí? No hay forma. No somos
lo suficientemente fuertes. Y no vendrán a rescatarnos. Nadie sospecha que
él nos tiene atrapadas.
–A mí, no me esperan afuera, así que prefiero quedarme.
–Seguro que a nosotras preferirían no vernos nunca, recibiríamos odio y
malos tratos.
–Yo estoy muy enferma, hace mucho que estoy, el moho me está matando,
no voy a durar demasiado, es más, mejor si no me encuentran.
Tienen razón, pero mi caso es distinto, estoy segura de que Yousef espera
con ansia mi llegada.
¡Pobre Yousef! ¡Qué solo y triste debe sentirse! Claro que, en realidad, se
llama José y como su negocio es “El Palacio de Yousef”, naturalmente todos
lo llaman así. Pensar que viajó por una semana a comprar las mercaderías que
le hacían falta y quedó atrapado en la guerra que estalló al día siguiente de su
arribo. Sin poder comunicarse directamente, no hay electricidad ni internet
allá, logró hacerle llegar una carta a María recién un mes más tarde. Está ocul-
to en las montañas, en una cueva, lejos de todo, junto a dos de sus proveedores
conocidos. Algunos niños pueden, a veces, transportar alguna carta hasta una
estafeta postal.
¡María se puso tan feliz al saberlo con vida! Estaba segura de que no le
había pasado nada, a pesar de lo que le decían todos. Ella hubiera ido a reunir-
se con él, pero es peligroso. Es gente muy fanática, no les tiembla el pulso para
asesinar a quién consideren su enemigo o enemigo de “la causa”.
Juan apenas tiene tres años, la noticia del nuevo embarazo llegó justo
antes de que Yousef se fuera pero María decidió esperar su regreso para
anunciárselo. Por eso tengo que salir, ella me encargó esta importante noticia.
Y me dejó en el transporte que debía llevarme a tomar el avión. Podía sentir
88
PUNTO ROJO
Cada uno de ellos ignoraba la existencia del otro cuando el festejo de fin
de año los convocó.
El jardín de la casa de Bea estaba repleto de pequeños grupos de personas
conversando. La noche, abierta y fresca, llegaba como un bálsamo luego de un
día ardiente y pegajoso. El mate con facturas dio paso a la picada con cerveza
y las distintas conversaciones continuaron confluyendo de un tópico a otro sin
aminorar la marcha.
Ella jamás se hubiera acercado, ni él siquiera la habría notado. Parecían
personas de mundos diferentes. Él, algo mayor que ella. Su cabello era escaso
y finito, ya anunciaba una calvicie certera.
Espalda con espalda, sólo unos centímetros de distancia los separaban,
cuando el destino, cruel y burlón, los invito a darse vuelta al mismo tiempo. Se
miraron y se sonrieron nerviosamente. Una primera y tempestuosa confusión
recorrió su cuerpo y la dejó muda. No sentía calor ni frío y perdió sentido del
tiempo y el espacio. Lo observó nuevamente y al fin lo tuvo claro. Otro cuer-
po, otra cáscara, misma alma.
Su corazón destellante parecía explotar cuando él, finalmente, dijo "hola".
A ella le hubiera gustado poseer la osadía suficiente para decirle, ahí
mismo, que lo había estado buscando. Que no sabía que existía, pero que, sin
dudas, lo había estado buscando. Que él era su eterno compañero y que habían
compartido el amor y la cama en otras vidas lejanas. Le hubiera gustado pre-
guntarle, si él también podía ver el punto rojo en su frente. Le hubiera gustado
decirle, que la abrazara tan fuerte hasta cortarle la respiración y que no la
vuelva a soltar jamás. Le hubiera gustado, pero dijo "hola".
90
3.000 CARACTERES
llegue al límite de 3.000 caracteres, cuestión que nos obliga a estirar todavía
bastante el desenlace, y quitarle a éste la espontaneidad y sorpresa deseadas.
Un final más inesperado, sin dudas, es la destrucción en este punto de la pieza,
lo que generará sin dudas una situación que merece ser contada, en una nueva
pieza que, a fin de cuentas, será un cuento... aunque no lo parezca.
92
del tiempo, siguen teniendo ese dejo de nostalgia que nos hacen sentir un poco
más vivos, o tal vez, más alejados de la muerte.
¡Oh, Constanza! Muñequita de porcelana frágil. Ya sé que el estruendo
terroso y tus hilos de oro retumban en mis ojeras. No hay a dónde refugiarse
de la angustiante lluvia salada. Aléjate de mis sueños, muñequita de porcelana.
Adormece cada palabra amarilla y todas las lágrimas del viento etéreo.
¡No! No me mires más con esos ojos sabor menta y esa lengua amarga.
Tu beso fue tan fuerte que mi sonrisa todavía se estremece sobre del mar... Y
junto con tus manitas de algodón, pequeña muñequita, arquea tu espaldita y
luce tu rosada faldita de tul.
Mi pecho se vuelve un oscuro carrusel y mi tráquea se llena de sal y are-
na. La retórica melodía de un cañón estalla en mi cabeza. Tres tazas llenas de
lluvia ácida adornan el mantel de hojas secas, y un aguacero interno, comienza
en el primer esbozo de mis treinta y siete estaciones.
94
DECISIONES
Me tengo que ir, razones hay millones, ninguna tan buena para moles-
tarse. El tren llega en media hora, la nieve cae sobre el andén, cubriendo las
hojas que el otoño despidió. Trato de convencerme: cuando tome el tren todo
será mejor, este me llevara al destino indicado, que no sé cuál es pero será el
correcto. Llevo en mi bolso muy poca ropa, mis vestidos preferidos, un par de
libros, esos que leí diez veces y que leeré diez veces más, llevarme los libros
nuevos no tiene sentido porque aún no sé si me gustan o no. Estos sé que no
me fallaran.
Ya no tengo esperanzas pero sigo mirando cada tanto para saber si decide
venir a buscarme o a despedirme, quién sabe. Escucho pasos y temo darme
vuelta, que este sea el fin que tanto añoro. Cuando finalmente lo hago me
encuentro con una señora mayor, con un ridículo sombrero lleno de plumas
verdes, que me mira algo enfadada. Hago un movimiento con la cabeza, lo
que creo que es una señal universal de saludo, ella no responde, suspira y
muy oronda camina hacia los bancos del andén. La nieve comienza a caer en
pequeños copos que apenas siento pero son un alivio para mi rostro afiebrado.
Otros pasos se acercan, una familia por lo visto, dos niñas de no más de
cinco años se adelantan y corren a mí alrededor, gritan felices por la nieve.
Decido alejarme unos pasos del barullo y vuelvo a mirar el sendero, donde el
lecho de hojas rojizas se está tornando blanco. Un hombre camina, lleva un
piloto negro y un maletín, a lo lejos me parece que es él, observo expectan-
te, busco un parecido en la forma de caminar aunque ya sé que no es, ya no
vendrá. El hombre se acerca a mí y sonríe, me pregunta sobre el tren, a qué
hora pasa. Lo observo con detenimiento, es bellísimo, con unos labios redon-
deados, la piel blanca, pero sus cejas desentonan, son muy gruesas y oscuras.
Le respondo y me alejo, harta de esperar en el andén y algo asustada de que el
hombre quiera continuar con la charla banal.
Camino ida y vuelta por el sendero, sin importarme la mirada ansiosa del
hombre, la curiosidad con la que me miran las criaturas o el gesto de disgusto
y superioridad de la anciana que lleva en la cabeza por adorno un loro. Desisto,
me paro en seco y empiezo a llorar. Los copos de nieve son más grandes aho-
ra, no me importa, tengo una especie de rabieta donde me tiro al suelo, siento
las hojas mojadas bajo mis rodillas pero no me importa. Me tapo la cara, la
95
oscuridad que crean mis manos apretadas contra mis ojos me tranquiliza. No
quiero tomarme el tren. No quiero ir. Estoy paralizada.
Alguien se acerca, el hombre del andén probablemente, se arrodilla junto
a mí y trata de separar mis manos de mis ojos, no quiero ver, al final después
de mucho esfuerzo y palabras susurradas lo logra, yo sigo sin abrir los ojos,
no quiero ver el mundo que me rodea por un par de minutos, me he aprendido
este camino de memoria. Me sorprende que unos labios cálidos me besen, las
mejillas, los ojos y finalmente.... Abro los ojos alterada porque ese desconocido
haya despertado cosas en mí que hace tiempo no sentía. Me asombra ver que
no es el hombre del andén.
No me tengo que ir, volvemos a casa en silencio, sin decir nada, como dos
extraños que comparten un gran secreto.
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MUROS GRISES
Miraba por la ventana. Afuera, el mundo, ¡se veía tan genial! Y él, hacía
tanto tiempo que estaba encerrado que ya no recordaba cuánto.
En un principio pensó que sería por un tiempo; pero a medida que las
horas se transformaron en días y estos en semanas, en meses, en años... hasta
que perdió la cuenta.
Él sabía que su sentencia había quedado firme ya muchos años atrás. Era
irreversible
Ahora la única distracción la encontraba mirando por la ventana. Cada tanto
creía ver tras los vidrios de otras ventanas, a otros niños; pero pronto desapare-
cían o eran cruelmente arrastrados hacia el interior. Solía ver a muchos que es-
taban libres, pero sabía que pronto serían encarcelados (lo notaba en sus rostros).
Solo de vez en cuando, encontraba alguno que, a pesar de todo, había logrado
estar libre, pero no eran bien mirados y siempre con gestos de reprobación.
Los alimentos eran escasos; no al principio, pero poco a poco las raciones
comenzaron a disminuir. Ahora, lo que comía sólo le alcanzaba para subsistir.
La debilidad avanzaba cada día. Resignado, sabía que pronto desaparecería.
La celda quedaría vacía y nunca más sería ocupada.
Miraba por la ventana; hoy, la plaza se veía diferente a través de ella. Es-
taba débil. Todo era más opaco, más gris. Miró hacia adentro y comprobó que
los muros, que desde un principio habían estado degradando los colores poco
a poco, ahora estaban totalmente oscuros. No negros, sólo oscuros.
En la plaza todo era silencio, las hamacas inmóviles, colgaban muertas
de sus cadenas; el tobogán, solo caía y la calesita yacía escondida dentro de
su mortaja de lona.
Por fin se desplomó. El suelo no era ni mejor ni peor lugar; sólo era el
último lugar. Las ventanas se clausuraron y la celda se cerró para siempre.
El Hombre que cruzaba la plaza, hoy la notó distinta. El dolor en el pecho
no fue físico, pero lo obligó a sentarse en el banco más cercano. Sus ojos se
nublaron de tristeza. Y la angustia devoró su pecho. La plaza, su plaza, ya no
lo era. La había perdido para siempre.
Lentamente se levantó y comenzó a caminar. Supo que, dentro de él,
alguien había muerto.
97
EL COLUMPIO - 1837
Candil corre alborotado. Viene de regreso del encargo que le han en-
comendado y tiene prisa, sabe que notarán su ausencia. No puede tardarse
pero todos en Buenos Aires se dirigen a la plaza Victoria. Él arde en deseos
de ir. Una a una ve pasar a las personas entre "cuchicheos" y voces. Algunos
salen de atrás de las tapias del convento de la Compañía de Jesús. El negrito
sabe que no debe ir pero la curiosidad lo espolea sin piedad. Sus ojos brillan
y se muerde los labios carnosos. Es apenas un mozuelo, ¡nunca ha visto una
ejecución!... Sus talones dudan al dirigirse a la casa y explotan como luces de
artificio al doblar prestos sobre el empedrado que lo encamina a la plazoleta.
La gente se va apiñando. De lejos parecen un colmenar en plena ebullición.
Los soldados están en sus puestos, justo frente al Cabildo. Algunos rezagados
se apuran en llegar, nadie quiere perderse detalle; a Quiroga también le hu-
biera gustado estar allí, piensa Candil. Algunos lo pintaban como un gaucho
malo que se pasó la vida cobrando una deuda de sangre a otros caudillos. Para
Candil era un héroe. Su padre también lo creía a pesar de ser Facundo Qui-
roga hombre de Rosas. El Tigre de los llanos bregaba para que se concretara
la firma de la Constitución nacional. Barranca Yaco ya lo había despedido.
Lejos estaban las victorias sobre Lamadrid en las batallas de El Corneta, Tala
y Ciudadela y los reveses que le propinaran las fuerzas del general Paz en La
Tablada y Oncativo. Lejos cuando, al regresar de su misión pacificadora en el
norte, al pasar por Córdoba, recibiera el aviso de que los Reynafé–que domi-
naban en esa provincia– se proponían asesinarlo. El calor de Octubre le hace
entreabrir el cuello de la chaqueta ¡o será, tal vez, la emoción? Candil percibe
un leve temblor en sus manos pequeñas y morenas.
¡Él lo sabía! En la provincia de Córdoba dominaban los hermanos Rey-
nafé. Así como el Gobernador de Tucumán, Heredia, dominaba en su provin-
cia, después de haber vencido al de Salta, Latorre, y después, también, de que
éste fuera asesinado. Pero lo de Barranca Yaco había sido lo peor. Buenos
Aires había sufrido gran impresión por este hecho. Entonces ¿por orden de
quién Santos Pérez había asesinado a Quiroga? Algunos vecinos afirmaban
que había sido por orden de Rosas, quien abrigaba el propósito de eliminar de
la escena política a su caudillo rival; otros hacían recaer las responsabilidades
de este hecho en el Gobernador de Santa Fe, Estanislao López, en los Reynafé
98
EL JUEGO
veces sin sentido. ¡Qué felicidad!; me paro y veo a mis compañeros riéndose
de tal manera que algunos se toman el estómago por no reventar, ¡qué felici-
dad! Quisiera que siempre fuera así... ahí calló Fernandita otra vez después de
haberse llevado otra silla por delante, es que es muy difícil esquivarlas, están
por todos lados y nosotros déle caminar y caminar bien cerca de las sillas, y
encima casi a oscuras y con esta música fuertísima. Suena un silbatazo enor-
me, la música al instante se corta bruscamente; todos se empujan, todos corren
y gritan, todos buscan una silla libre donde sentarse, todos menos yo, porque
estoy tratando de encontrarte entre tanto alboroto para poder sentarme junto
a vos, porque esta vez sí me voy a animar a decirte que estoy enamorado (que
siempre estuve enamorado) y a pedirte que seas mi novia, pero te veo allá, en
la otra punta, entre el montón de chicos, y ya estas sentada, y junto a vos está
Diego... ¡desgraciado, desgraciado maldito!, yo siempre dije que a él también
le gustaba Suyai. Ahora bajo la cabeza y trato de sentarme en cualquier silla,
pero perdí mucho tiempo renegando del maldito de Diego; trato, trato pero no
encuentro ninguna vacía, ya todos parecen sentados. Me tropiezo con algo y
caigo al piso, me levanto enseguida como haciéndome el tonto. Ahora las lu-
ces se encienden repentinamente. Suyai me mira y se ríe cómplice, los demás
chicos también; soy el único parado. Otra vez perdí en el juego de la silla.
101
EL DESERTOR
AULLIDOS
GROTESCO URBANO
PERFECCIÓN
REFLEJO
LA CALMA
GRANDES DIFERENCIAS
BIENVENIDOS A BOLIVIA
Bienvenidos a Bolivia dice la policía con sus escopetas fálicas y sus son-
risas esteparias, mientras los chiquitos corretean por el lago con sus barcos de
botella y el sol que les golpea los gorritos. El cuchillo envainado farguyá en el
cinturón y las cholas reman, hacen la colada y contradicen historia, cargan en
la espalda la explotación proletaria con sus paquetes grandes y pesados como
los años y las arrugas. Trabajando desahuciados y desalmados, escépticos
ante la efusión inequívoca del tercer o cuarto mundo. Ese trabajo que como la
venganza no acepta reverencias y soslaya lo pusilánime de la vida. Los más
ridículos ríen y fotografían creyendo indeleblemente en sus ingenios urbanos,
sin trazas bohemias, que les atisban que no tienen los ojos para lo que no im-
porta sino para lo que no necesitan, retratando impoluto el dialectico anárquico
del patriarcado.
Porque todos necesitamos ser Bolivia un ratito y usar alpaca entre los dedos.
Gaucho viejo en épocas de vacas flacas, no carga más que la cartera y
el cuchillo que lo palpa incansable como le enseñó el patriarca, y también le
enseñó a ser alguien a que le paguen por explotarle. El dios traicionado por
el comarca disfrazado de profeta carga más de dos mil años de promesas va-
cías rellenas de vertientes Europeas. Allá donde el pueblo delata esclavitud y
juega como peón en el tablero de los injustos. Y los dedos ya acariciaban el
mango y con los ojos succionaba la espalda, la del cobarde, la del impune, la
del explotador. Los gauchos viejos no dudan desenfundan y clavan y vuelven
a clavar con ese celebre clamor de venganza que a veces da la razón. Suspira
algo escupiendo y vuelve a repetir impoluto “Toma, hijo puta” mientras en-
vaina junto a la noche y a los colectivos de La paz que no frenan su andar por
que la gente muere en Bolivia y en cualquier lugar.
111
Cumplidas las doce corrió. Harta de una fiesta insulsa y aburrida, decidió
que jamás volvería a aceptar la ayuda de aquella hada cursi. En plena carrera,
escaleras abajo, tropezó y uno de sus tacos altos se partió. Maldijo el calzado,
mientras añoraba el batón y las chancletas. Alcanzó el umbral de su casa, se
desvistió y ocupó el pequeño catre en la seguridad de no volver a ver ese noble
imbécil y altanero.
Sin embargo, no contaba con la perseverancia de un hada testaruda y
engreída.
Con sus parientes de regreso, y sumida en la tierna rutina de los quehace-
res domésticos, oyó el sonido producido por el vehículo real, detenerse frente
a la puerta de la casa. Pretendió huir, pero la resignación ante los caprichos del
hada pudo más. Todo estaba escrito. Sólo se dedicó a aguardar el turno de su
cita con el cristal, escondida detrás de la puerta de la cocina.
112
allí escribí estas líneas con la aprobación general, no por ellas sino por el mero
hecho de haberlas escrito. Alguna vez serían leídas entre sueños, como todas
las de ese cielo, por aquellos privilegiados que se deleitan con los susurros del
viento o con el fragor de las olas.
En otro cielo hallé, sin buscarlo, el de los hombres culposos. Estos lucían
felices sosteniendo animadas conversaciones que giraban en torno de lo que
cada uno no haría si volviera a la vida. De entre sus habitantes apareció de
pronto Dalí antes de emprender vuelo hacia el cielo de los pájaros cantores. Po-
sado sosegadamente en mi hombro como quien habla en mi misma lengua me
decía que las aves, cualquiera fuera su plumaje, cualquiera fuera su canto, ha-
bían nacido para ser libres, pero que me daba su perdón por haberlo enjaulado.
116
REPLICANTES
***
LA LOCURA EN EL AIRE
Santa Eulalia del Río Seco, comenzó siendo un caserío con ínfulas de
pueblo. Emplazado en un estrecho valle, flanqueado por altas montañas junto
a un río rocoso de aguas limpias. Un caserío que con el correr del tiempo llegó
a ser definitivamente un pueblo.
Cuando una epidemia se llevó a una buena parte de la población, habien-
do quedado pocos y débiles como para subir las escarpadas laderas hasta el
antiguo cementerio, decidieron enterrar a sus muertos en un predio que se en-
contraba en la otra orilla del río, al que se accedía a través de un viejo puente
de piedra que se jactaba de ser romano.
El pueblo se recuperó y creció, y como resultado de una ecuación inevi-
table, a la que se le sumaron los habitantes de los pueblos vecinos, que encon-
traron más cómodo el valle de Santa Eulalia para dejar a sus muertos, que la
cima lejana de un monte, el cementerio también creció.
Nadie sabe a ciencia cierta con quién o cómo se originó la tradición de los
monumentos fúnebres, que se volvieron cada vez más pretenciosos.
Las cruces se convirtieron en estatuas de ángeles dolientes que dieron
paso a grandes piezas escultóricas, las lápidas a bóvedas y éstas a mausoleos.
Y así el pueblo se hizo famoso por su espectacular cementerio. Llegó el mo-
mento en que los humildes campesinos trabajaban sin descanso para así aho-
rrar el dinero suficiente que les permitiera yacer en su eterno sueño al modo
de los reyes, dejando la vida en ello.
Reconocidos artistas atraídos por esta costumbre arribaron al poblado,
compitiendo entre ellos por esculpir y erigir los mejores y más regios monu-
mentos.
Esto llamó la atención de los señores de la comarca, quienes se vieron
obligados a hacer valer su estatus por sobre el de los campesinos, así que ellos
también decidieron levantar allí sus últimas moradas, utilizando los servicios
de grandes arquitectos y escultores.
El cementerio creció en la orilla oriental del Río Seco, obligando al pueblo
a arrinconarse cada vez más, contra la pared de la montaña en la orilla opues-
ta, como si quisiera huir de la sombra que proyectaban las imágenes cada vez
más gigantescas.
123
LAS DESGRACIAS.
No hay más que discutir. Las desgracias te las tiran por debajo de la puer-
ta. Es así como comienza. Entra como un coche de carreras dando trompos
hasta perder la velocidad y quedar varado. Los asistentes corren hacían al auto
y ahí nace el horror y se toman las cabezas y maldicen a toda la familia. Que
quién duerme con aire acondicionado, que en el invierno tu calefactor estaba al
máximo todas las noches, es ella la que tiene el noviecito en Uruguay, báñate
con ducha papá! Son alguna de las tantas frases que suelen escucharse después
de la aparición de la desgracia, si es que viene una. Porque desde hace un
tiempo se empeñan en mandártelas todas juntas y nunca fallan en su misión,
todas pasan el límite de la puerta.
Será por eso que alguna vez mi vieja les armó una barricada en la hendija
que quedaba entre la puerta y el piso. Cada vez que entren acomoden el “cho-
rizo”. Se excusaba que era para que no entraran ratas, lo cierto es que jamás
había visto una en casa. Pero acomodar lo que mi vieja llamó “chorizo” era
una ley para habitantes y visitantes.
Ellos se las ingeniaban, hablo de los que se encargan de repartir desgra-
cias, en hacerlas llegar. Así nació el buzón. Esa pequeña casita cuadrada re-
cibidora de tragedias y rara vez de cartas de amor. Más tarde mi madre se en-
cargó de soldar la puertita del buzón y creímos que todo se había solucionado.
Con a los años nos dimos cuenta de que no fue una buena solución, cuan-
do mi vieja baldeaba la vereda y el tipo que traía las desgracias la encontró
afuera –cabe aclarar que mi madre intento escapar sin suerte– y le entregó un
sobre sellado. Al abrirlo sobre la mesa con la familia reunida leyó que debido
a reiteradas ausencias de pagos de desgracias, el Estado nos demandaba por
una cifra de varios ceros. Los de la desgracia siempre se salen con la suya, nos
dijo mi madre antes de acomodarse en el banco de la plaza. Es que acá nunca
apagan las luces, protesté.
127
YO LA VI
COLORES
Algo que no puede explicar la lleva a desear esas zapatillas rojas. Acaban
de bajar del auto en el Club de Caza, Pesca y Balneario. Mientras la familia se
desparrama armando líneas de pejerrey, compitiendo por el lanzamiento más
certero, juntando leñitas para el asado, ella sale despacio a recorrer la costa
del Salado. Como una niña, va llenando los bolsillos con piedritas, caracoles
y boyas extraviadas.
Las ve. Son rojas. Impecables. Como sin usar. Buena marca. No las ne-
cesita .Las quiere. Todos en la familia van a reírse de ella, a protestar por ese
acto caprichoso, absolutamente innecesario. Vuelve junto al grupo. Comparte
un par de mates. De nuevo a caminar. Las ve. Limpias, completamente secas
entre el pasto húmedo.
La llaman para fotografiar el primer pique de pejerrey. Agarra la mochila.
Se sienta justo al lado de las zapatillas. Saca el cuaderno y empieza a escribir
una historia que habla de una mujer que se antojó de un par de zapatillas rojas
perdidas –¿olvidadas? ¿abandonadas?– en la costa del río,y que finalmente
pertenecían a una joven secuestrada . Deja a un lado el cuaderno. Las observa
con detenimiento: número treinta y ocho –el suyo– marca de las más conoci-
das. Plantillas perfectamente limpias pero de otra marca, también cara. Mira
como culpable para todos lados. Las mete en una bolsa plástica en el fondo de
la mochila. Las tapa con un chaleco. Termina de escribir la historia. Suspira
con alivio. Ahora puede disfrutar del asado.
De regreso en la ciudad se entera de que una mujer joven ha desaparecido de
su domicilio. Entre los detalles de la descripción completa escucha atónita: calzaba
zapatillas rojas de lona número treinta y ocho. Hacen aclaración hasta de la marca.
Suspiro aliviada como cada vez que completo el trabajo de parto de un
nuevo cuento. Este me recuerda a los de la Buena Pipa o del Gallo Pelado que
contaba mi abuela y que volvían una y otra vez al mismo punto. Obsesivos.
También pienso en las mamushkas rusas, una dentro de la otra casi como una
infinita pesadilla.
Cierro el cuaderno. Lo meto en la mochila junto con la bolsa que contiene
las zapatillas rojas de lona con plantilla de otra marca. Tapo todo con el cha-
leco y me dispongo a gozar del asado junto al río.
Me prometo no prender el televisor ni la radio esta noche.
130
GORRIONES
EL ABRAZO
UN MENSAJE EN EL CUERPO
ria, en los arcos de las puertas cancel. Me busca y no sabe que estoy aquí: que
en este sitio lo espero sin fortuna.
Hoy descubrí que su voz está cerca y me nombra. Advertí que a través de
otro hombre –tal vez un sacerdote pagano–, revelará mi secreto. Hará que la
fascinación que yo le provoco, se extienda a otras personas y el hecho tal vez
resulte extraño.
Lo anhelo. No tengo otra explicación para que esta espera se transforme
en esta angustia. Él también lo vive del mismo modo, estoy seguro. Se emo-
ciona. Cierra los ojos y se conmueve ante la excelencia de la obra terminada.
Imagina el título que servirá como encabezado a la revelación de mi mensaje:
me nombra...
Y entonces se lo cuenta a un amigo, con ese aire de certeza que abriga su
rostro y hoy, después de mucho tiempo, he logrado contemplar.
–Se llamará “La escritura del dios” –dice Borges y luego sonríe como
ausente, mientras se levanta del sillón en el jardín. Adolfito le ayuda a incor-
porarse y responde:
–Sí, Georgie, es un cuento hermoso...
135
EL OTRO NEGRO
Se acarició el pubis. Lo hizo una y otra vez. Se frotó con ambas manos.
Estaba excitada y parecía no importarle que yo lo percibiera a través de un olor
rancio cada vez más intenso. No mostraba ningún pudor. Estábamos los tres
en el cuarto. Ana entreabría los ojos como si quisiera participar del encuentro,
pero no tenía fuerzas.
Silencio.
LA HISTORIA INVERTIDA
Prólogo. .......................................................................................................... 7
Noemí Rosa Alderete - Postal de Buenos Aires ........................................... 9
Silvia Alejandra Almada - la caída ........................................................... 10
Anna Laura Andersen Simmersholm - Sin aviso ......................................... 11
E. Josefina Antoni - El juego ...................................................................... 13
Viviana Autran - Cavilo ............................................................................. 15
Viviana Baldo - Juncal ................................................................................ 17
Christian Bau - Monedas ............................................................................ 19
Pablo Bentancur - El cuerpo de mamá ...................................................... 20
Agostina Bertozzi - Ella ............................................................................. 21
Javier Andrés Bolívar Sicard - Historia cruda ...Mente cálida ................. 23
Marcos Bongiovanni - La herencia de Miquel ........................................... 24
Víctor Bosio - La boda ................................................................................ 26
Cecilia Bourel - El bello César .................................................................. 28
Julio Alberto Busaniche - Lirón Gandulfo ................................................ 30
Julio Ruben Alejandro Chaile - Columpios ............................................... 32
Bautista Cherro - Serial ............................................................................. 34
Ignacio Ciucio - Utopía de dos locos ........................................................... 35
Juan Ángel Dall Occhio - La Revelación .................................................. 37
Alicia de Gregorio - Cambiar una lamparita ............................................ 39
Leandro Diene - Calle Laprida .................................................................... 41
Eliana Digiovani - Fusión ............................................................................ 42
Valentina Dorzi - Simbiosis ....................................................................... 43
Norma Duarte - Tiempo de cosecha ........................................................... 45
Milagros Duran - La invasora ................................................................... 46
Sergio Gabriel Eissa - Cuchillo .................................................................. 48
Andrea Eixarch - Vida de muñeca ............................................................. 49
María Victoria Escoz - Instantes................................................................ 51
Fabiana Faisal - La tumba de mármol blanco bajo el quebracho colorado .. 53
Stella Maris Farfán - no tengo cambio ..................................................... 55
Alejandro Alberto Fiorenza - Una vez más .............................................. 57
Sandra Clementina Gaíta - El otro lado del placard ................................ 59
Julio R afael García Ríos - Vida de Tango ................................................. 61
Liliana Margarita Gimenez - Hambre ....................................................... 62
Diego Nicolás Gonzalez - Una delgada línea ............................................ 63
Paola Andrea Gonzalez - La venganza de Kafka ...................................... 65
Lucas Nicolás Hardt - Para decir adiós .................................................... 66
María Noelia Ibáñez - Resignaciones ........................................................ 67
Pablo Manuel Iglesias - Un atrapador de aguas vivas .............................. 68
Denise Nieves Koziura Trofa - Somos ........................................................ 70
David Leonhardt - Marcialmente ............................................................... 71
Verónica Leyes Castro - Salto .................................................................... 73
Sandokan López - Nicasio ........................................................................... 74
Emmanuel Lorenzo - Al niño entre las gárgolas ........................................ 75
Cirilo Guillermo Lucero - Mi perro tenía vocación de piloto ................... 76
Leandro Luna - John ................................................................................... 78
Marcela Mannino - El Jabón más exquisito .............................................. 79
Ivo Marinich - Nubes cubriendo el sol ....................................................... 81
Ticiana Maselli - La boda ........................................................................... 83
Cecilia Mauro - El cazador ........................................................................ 85
Mirta Mineo - Secuestrada ......................................................................... 87
María Eugenia Miqueo - Punto rojo ........................................................... 89
Guillermo Montezanti - 3.000 caracteres ................................................. 90
Alejandro Mora - Treinta y siete estaciones .............................................. 92
Denise Aldana Morzilli - Decisiones ........................................................ 94
Jorge Alberto Naselli - Muros grises ........................................................ 96
Susana Beatriz Palacios - El columpio - 1837 ............................................ 97
Nazareno Palacios Cano - El juego ............................................................ 99
Hebe Ana Pandolfi - El Desertor ............................................................... 101
Natalia Patti - Aullidos .............................................................................. 103
K arina Piriz - Grotesco urbano ................................................................ 104
Tomás Ponce de León - Perfección ............................................................ 105
Julián Prieto - Reflejo ............................................................................... 106
Nora Ripsky - La calma ............................................................................ 108
Claudia Inés Rodriguez - Grandes diferencias ........................................ 109
German Rodriguez - Bienvenidos a Bolivia ............................................... 110
Martin Ariel Rodríguez - La cita con el cristal ....................................... 111
Alejandro Rostagno - Ni el cuerpo nos pertenece .................................... 112
Juan Ruiz Rico - El cielo de los pájaros cantores ...................................... 114
Gaspar Russo - Replicantes ........................................................................ 116
Mauricio Salinas - La locura en el aire ..................................................... 118
Marco Santarcángelo Zazzetta - El aliento del río ............................... 120
Silvina Santulario - El cementerio de Santa Eulalia del Río Seco ......... 122
Hilda Augusta Schiavoni - Los pantalones largos ................................... 124
Sebastián Schleig - Las desgracias. ......................................................... 126
María Laura Soteras - Yo la vi ................................................................ 127
Adriana Silvia Vaninetti - Colores .......................................................... 129
Virginia Vázquez - Gorriones ................................................................... 130
Mirta Ventura - El abrazo ........................................................................ 131
Federico Vilar - Un mensaje en el cuerpo ................................................. 133
Claudio Vita - El otro negro ...................................................................... 135
Roberto Vola-Luhrs - Cama compartida. De espaldas... no se puede abrazar .137
Claudio Zegom - Los mudos, o, dos rosas .................................................. 139
Marcela Zurbriggen - La historia invertida. ............................................ 141
Sobre la Compiladora.................................................................................143
Se terminó de imprimir en Impresiones Dunken
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Junio de 2016