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GOCE

Cuentos
GOCE
Cuentos
Compilado y corregido por

María Florencia Estévez Bejo

EDITORIAL DUNKEN
Buenos Aires
2016
Contenido y corrección a cargo de los autores

Compilado y corregido por: María Florencia Estévez Bejo


florencia@fliaestevez.com.ar

Ilustrado por:

Coordinación Editorial: Jairo Fiorotto


jairo@dunken.com.ar

Coordinación General: Sabrina Mariel Vega


seleccion@dunken.com.ar

Impreso por Editorial Dunken


Ayacucho 357 (C1025AAG) - Capital Federal
Tel/fax: 4954-7700 / 4954-7300
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Hecho el depósito que prevé la ley 11. 723


Impreso en la Argentina
© 2016 Autores Varios
ISBN en trámite
PRÓLOGO

El texto que usted escribe debe probarme que me desea.


Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la
ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta
ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma).
El placer del texto (1989), Roland Barthes

El placer de la lectura está al alcance de cualquiera, pero el verdadero


goce se consigue después de haber aprendido a no devorar ni tragar los textos,
sino a masticarlos y separarse de la inmediatez y de lo urgente. En el mundo
en el que vivimos, ansioso y eléctrico, es difícil saborear un texto de manera
tal que nos atraiga tanto descubrir lo que pasará después como observar y
detenerse en lo que sucede ahora. Lo más difícil hoy es tomarse ese tiempo
para reflexionar, despertar nuestro aparato crítico y llevar esa reflexión a otros
aspectos de nuestras vidas.
El gran desafío que se me presenta como seleccionadora es encontrar
aquellos textos que ofrezcan a los lectores las herramientas para alcanzar el
goce. Porque, como sostiene Barthes en El placer del texto, el escritor debe
escribir sin saber dónde se encuentra su lector, debe existir una imprevisión
que permita que se produzca juego dialéctico de la lectura. La lectura es,
entonces, el nexo que nos conecta a los sujetos, a nuestros sentidos e interpre-
taciones, con la literatura, nuestro objeto deseado. El goce se produce en ese
intermedio, donde tanto los textos como lectores se entrecruzan, salen y entran
derribando las fronteras.
Es por esa razón que en esta compilación me propuse explorar el fenóme-
no de intercambio entre textos, autores y lectores que surge de proyectos como
la convocatoria ROI y que se remonta a los más antiguos salones literarios.
Porque para alcanzar el goce del lector, no se trata solo del espacio que éste
le otorgue a la lectura, sino también del trabajo interno del escritor que debe
preguntarse: ¿qué significa escribir? Bajo esta pregunta aquí nos encontra-
mos escritores, profesionales y amateurs, seleccionadores y el público lector
reflexionando sobre el proceso creativo, los métodos de escritura y sus pro-
cedimientos. En estos espacios de sociabilización surge la democratización de
la literatura, no solo desde el punto de vista de las posibilidades de publicar y
compartir, sino también desde las de ofrecer lecturas “sensuales”, retomando
lo propuesto por Barthes, y no meramente “atractivas”, que nos dejen atra-
pados entre los juegos del lenguaje y despierten nuestro pensamiento crítico.
En definitiva, el texto literario debe funcionar como una bicicleta que nos
ofrece en su recorrido un vasto mundo de posibilidades pero que nos exige
el esfuerzo de pedalear, cada vez con más fuerza, para poder recorrer una y
otra vez todos los caminos a los que conduce y, principalmente, llegar cada
vez más lejos.
Producto de estas reflexiones surgió “Goce”,mi prueba del deseo escrita
por cien plumas, mi pequeño laboratorio de escritura y lectura.

María Florencia Estévez Bejo


Buenos Aires, Junio de 2016
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POSTAL DE BUENOS AIRES 

por Noemí Rosa Alderete


Tucumán

Flaco, alto, joven pero no tanto. Jeans gastados y sobretodo gris. Lo veo
por segunda vez en la medianoche de la calle Corrientes. Podría imaginar
una historia de bohemio sin suerte mirando de reojo su cara extremadamente
pálida y sus ojeras oscuras. Podría pensar que es músico, o pintor quizás... Un
artista desafortunado que se niega a transar con el mercado. 
Pero en ese caso, debería tener el fuego del orgullo en la mirada. Y no
es éste su caso. Yo vi sus ojos. Sin querer. Sin buscarlo, nos miramos. Fue un
accidente que viera la tristeza y el desamparo de esos ojos. Por eso miré hacia
el piso y vi otra cosa. La bolsa con la frazada que llevaba en la mano, sus pies
moviéndose lentamente por la vereda de un Banco, esperanza de un probable
descanso en un lugar protegido y tibio. Si otro sin techo no llega primero. Tal
vez por eso disimula y no se aleja demasiado de la puerta. Tiene vergüenza.
Disimula.

Sólo se me ocurre pensar en su infancia para neutralizar la angustia de


haberme asomado sin permiso a su mirada. Lo imagino en las tardes de sol
jugando con sus amigos, la escuela, la merienda, los sueños de un chico que
quería ser grande para ser otro: un astronauta, un futbolista, un millonario.
El chico que fue tiene vergüenza. Como si tuviera la culpa de que sus
sueños se perdieran en las calles de esta ciudad enorme. O de que esta extraña
descubriera, desde su mirada de turista, al fantasma del hombre que un día
quiso ser.
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LA CAÍDA 

por Silvia Alejandra Almada


Buenos Aires

Ella estaba allí, sentada en la alfombra. Apoyada en el muro, miraba fija-


mente sin ver, a través de los vidrios del ventanal cercano. De a ratos cerraba
fuertemente los ojos, para evitar que las imágenes del pasado reciente se ins-
talaran en sus pupilas; pero las lágrimas forzaban la barrera de sus pestañas
entrelazadas, dejando que la tristeza que vulneraba sus ojos se derramara por
sus mejillas.
Pensaba en ello una y otra vez, intentando minimizar la desgracia para dar
paso a la esperanza, pero ni la una se achicaba ni la otra aparecía.
Con cada suspiro aumentaba su pusilanimidad; con cada quejido se ins-
talaba más cómodamente la tragedia; con cada negativa de su cabeza, acom-
pañada de las manos crispadas enredando su cabello, la decisión de hacer un
mutis por el frente iba ganando terreno entre sus opciones.
Silencio. 
Contuvo hasta la respiración intentando escuchar ese sonido inexistente
que su mente le dictaba. 
Silencio. 
La falta de oxígeno que infligía desde sus fauces inmóviles, comenzaba a
marearla y su corazón batía furioso el redoblante que anunciaba la ejecución.
Se levantó de golpe, abriendo ambas hojas de la ventana a un tiempo. El
aire fresco del quinto piso intentó llegar a su cerebro obnubilado, pero una
decisión desesperada que se hallaba al mando le impidió la entrada.
La mujer dio un paso al frente y se dejó caer con todo el peso de su pena.
Su cuerpo no hizo ruido al chocar contra el pavimento...o tal vez sí...que
les pregunten a los oídos ensordecidos por las bocinas de los autos, el murmu-
llo de los transeúntes, la cantinela de los vendedores ambulantes o el ulular de
la sirena de la ambulancia que algún comedido debió haber llamado...
Ella tenía frío. 
Cerró la ventana mientras observaba a unos paramédicos que acomodaban
en la camilla el cuerpo de una mujer, para luego subirlo a la ambulancia.
Luego se durmió, amparada en la indiferencia del sueño eterno.
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SIN AVISO 

por Anna Laura Andersen Simmersholm


Córdoba

Detrás de la casa, la hilera de pinos. Lo noté un domingo, mientras regaba


crisantemos y petunias: la punta de un pino estaba inclinada.
–Isabel, vení, mirá. ¿Ese pino estuvo siempre así o se está cayendo?
Caminamos hasta el árbol para verlo de cerca. El pobre pino, larguísimo,
estaba ladeado, ciertamente cayéndose. Enorme, exhibía sus raíces como dedos
de manos de hombres gigantes agarrándose a pedazos desprendidos del terreno.
Seguro que el último viento lo martirizó y trató de voltearlo o quizá lo
convenció de caerse desprendiendo por sí mismo sus raíces para terminar con
su vida, desparramando tronco y ramaje en el suelo.
Sin embargo, la intención del viento o la del pino fue interrumpida por la
morera, tan gigante como otro pino muy cercano.
Aquí los árboles crecen como quieren; amuchados, desobedientes. Cierta
vez arremetí con el machete contra un yuyo que crecía pegado a un olivo. Pero
no se rendía y volvía a aparecer más corpulento. Me ganó por cansancio y
abandoné el machete. El insistente yuyo resultó ser un ombú que en el verano
creció casi tres metros y debajo de sus ramas como brazos criaba una camada
de ombúes cachorritos.
–Cuando lo vea a Dalmiro, voy a decirle que vean qué se puede hacer con
ese pino porque está justo de aquel lado del cerco.
Un domingo más, dueño de sol, flores, naranjas, semillas y herramien-
tas. Desde la enramada vigilaba la tranquera del vecino. Si se abría, saldría
corriendo para hablar con Dalmiro. De pronto una moto arrancó, la alcancé
antes de que traspasara el portón.
–¿Está Dalmiro?
Y lo vi salir de la casita cuando escuchó que alguien lo nombraba.
–¿Cómo andás? –dijo.
–Bien... estoy necesitando que le digas al Fabián que mire ese pino. Un
viento más y se va a venir derechito sobre la casa.
–Sí, qué cosa, cómo se ha querido caer y lo ha sostenido la mora. No te
preocupés que mañana le digo. Viene temprano porque estamos levantado la
papa por allá, por Totoral.
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–Decile... mirá que si ese pino se cae, va a terminar sobre mi cama.


Dalmiro se rió con su cara, pero más se rió con sus ojos que aun con sus
retinas saturadas de campos sembrados, siguen viendo los colores de la Puna.
Camino al trabajo, me atrapó la idea de la natural relación entre el viento y
el pino, y en la morera que ofreció su oportuno abrazo postergando el desenlace.
Pasé los lotes, se me cruzó un perro, un muchacho en bici, chicos con
uniforme, el semáforo, la plaza, la bodega, la iglesia, el sanatorio. Doblé en la
14, se me adelantó una moto. Seguí hasta el cementerio por la calle que bordea
el alambrado. Autos estacionados, muchos autos. “La pucha, alguien que se fue
y dejó solito, vacío el cuerpo”, me dije. Giré en la esquina y ya sin ver el ce-
menterio pensé: “cómo es la muerte, qué manera de joderle la vida a los vivos.
Todo el tiempo camina al lado de uno y no es capaz de avisar cuál será el día”.
Y me acordé del pino que tal vez quiso elegir su día, pero la morera lo
detuvo.
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EL JUEGO 

por E. Josefina Antoni


Santa Fe

Yo lo había conocido a él, cuando ella todavía era su mujer.


En los pocos encuentros que tuvimos, había que fisgonear muy finamente
para poder percibir el juego de las miradas de los dos. También había furtivos
gestos en furtivos momentos que escapaban por las rendijas de la realidad,
como negándola. Ella le hablaba y él parecía no escucharla, pero sabía que ella
sabía que realmente la escuchaba. Era sí pero no. O quizás era no, pero sí. No
había un orden en su juego vital. Jugaban a mostrar que estaban lejos, aunque
eran cercanos. Se intuía que cada uno valoraba las condiciones del otro pero
todo quedaba encerrado con llave en el cofre del silencio. Quizás pensaban
que toda la vida es juego y los juegos, juegos son. Es decir, distraen, dejan
que el tiempo transcurra sobre hechos menos importantes,para dejar intacto
lo importante. Sin intrusos.
Sus amigos los observaban sin comprometerse, pero como la conducta se
repetía, empezaron a mirarse con cierta complicidad. Al fin, en privado, al-
guien dijo que ellos vivían su vida como jugando, sin entender del todo, si era
un juego inconsciente o más bien era el resultado impuesto por una educación
severa, que había enseñado que los sentimientos no deben ser mostrados, al
menos entre la gente de cierta clase social. Mostrarlos es debilidad o incultura.
Cosa habitual entre los ingleses que dicen necesitar lavarse las manos, cuando
en realidad necesitan hacer uso del toilette. 
O quizás ellos tenían un secreto profundo que ambos conocían bien pero
habían resuelto que permaneciera en el anonimato, como quien dice. Y la so-
lución había sido hacer como que no era lo que realmente era.
Ella se mostraba como una mujer amable, con una conversación inte-
resante, a veces incisiva y profunda. Amaba la filosofía hindú y practicaba
yoga, lo mismo que él, aunque él parecía considerarla más experta, cuando
lo expresaba poniendo los ojos en blanco, mientras miraba algo en el techo.
La casa que habitaban estaba discretamente salpicada de artesanías traí-
das de la India. Cada una de ellas tenía una historia ancestral que rara vez se
comentaba. Pero, cuando alguno de los amigos se interesaba en ellas, la pareja
se miraba con disimulo como consultándose si podían o no develar el misterio
y quién de ellos lo haría. Pero todo era parte del juego vital que se palpitaba
a cada instante.
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Un día, ya queriendo sacar de verdad a la luz la carta que siempre estaba


escondida, yo pregunté a una de las amigas, cuál era el secreto central que
ellos vivían y alrededor del cual giraba toda su vida. La otra me contestó que
algunas veces había percibido en la mujer, un gesto de dolor, apenas disimu-
lado, aunque muy breve. Simultáneamente, él dejaba ver una mirada afligida
pero también rápidamente escondida.
Así estaban las cosas, cuando ella me invitó sorpresivamente una tarde a
tomar el té, las dos solas, a pesar de no ser yo su especial confidente, ni su más
vieja amiga. En la semipenumbra del living, apenas iluminado cuando ya la
tarde llegaba a su fin, trajo dos tacitas y la tetera y colocó todo en una pequeña
mesa auxiliar que normalmente sostenía una de esas esculturas estilizadas de
madera con mujeres hindúes. Yo me sentía en parte, halagada porque me había
invitado y en parte, un poco reticente a seguir con el juego de siempre, de no
sé por qué dicen que yo dije, lo que no pensé decir. Así, con el ánimo dividido,
me dispuse a oír más que a hablar.
Ella, de pronto, tomó mis dos manos entre las suyas y con los ojos a pun-
to de lágrima, dijo que hacía bastante tiempo que tenía un cáncer, pero que
recientemente le habían dicho que era terminal.
Yo quedé suspendida en el impacto de semejante revelación y mientras
me preguntaba por qué me había elegido, oí su voz en una especie de lejanía
difusa, que suplicaba mi compañía para los días que se avecinaban.
No era un juego vital, pensé. Era un juego mortal.
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CAVILO 

por Viviana Autran


Buenos Aires

Asesiné a Domingo. Sus ojos incrédulos me persiguen.


Lo ajusticié por la espalda. Cayó de rodillas sin comprender.
Mi llegada y mi nombre fueron anunciados por nuestro padre.
Comenzamos a ser ocho y Domingo se sintió desplazado. Decía que mi
función se suplementaba con la suya. Pidió una audiencia exigiendo una ex-
plicación.
–“Cavilo” integrará nuevos paradigmas y la función de cada uno de uste-
des tendrá su sello personal.
–El primer día de la semana es difícil de transitar. “Lunes” es el apropia-
do: todos le tienen respeto –aseveró con gesto adusto, levantando el índice de-
recho–.“Martes” con su corporalidad robusta soporta lo que viene. “Miércoles”
es el del medio y con sus conflictos oficia de bisagra– se levantó y comenzó
a caminar–. “Jueves” tiene la cualidad de anticipar el disfrute de los próximos
días. Y ni hablar de “Viernes”, equilibra y predice el placer. ¡“Sábado” es tan
sociable que es imposible no seguirlo! –dijo con una sonrisa– “Domingo”
¡Tu día seguirá siendo el más importante! De oración, acercamiento y unión
familiar.
“Cavilo” es mi nueva creación. Es una jornada que le faltaba a la gente.
Reflexionar sobre sus tesoros internos, disfrutar la naturaleza y estar presentes
en el HOY para escuchar y descubrirse.
Esta nueva semana será una oportunidad para la tierra. A partir de ahora ha-
brá cinco días para trabajar y tres días abocados al desarrollo personal del hombre.
Domingo no supo perder su lugar. Creyó que su protagonismo se diluía
y me aborreció. 
Muchos sentían que ganaban un día de encuentro. Otros seguidores de
Domingo, presentaron resistencia. Trabajaron como si fuera Lunes y se olvida-
ron de que el Cavilo era la jornada que ayudaba a expandir el alma. Domingo
ganaba territorio y la humanidad se dividía.
Jueves con quien nos unía más que una relación semanal me aconsejó:
–No te aferres al enojo, esta emoción hace que Domingo sostenga su postura.
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No soporté sus desplantes. Me hizo olvidar la esencia de mi creación.


Asumo todas las culpas. 
Su cuerpo sin vida yace a mis pies, como mis principios. 
Perdí mi espacio. Derrumbé mi identidad y deshice lo que habíamos
construido. 
A partir de hoy, mi nombre es “Domingo”. 
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JUNCAL 

por Viviana Baldo


Mendoza

Siempre supe que me dirigía a un lugar incierto, en busca de historias


que estaban más cerca de la demencia que de la realidad. Pero también sabía
que era casi inevitable que una exitosa carrera de periodista no se iniciara con
algún episodio conmovedor y arriesgado.
Las apariciones en Juncal habían sido motivo de charlas de café y era hora
que un aventurero, con mucho tiempo que perder, recorriera los siete kilóme-
tros de páramo para atraparlos en una cinta de grabación.
Sentí que podía. Ayer me hice un tatuaje, los peces invertidos de piscis
detrás de la oreja y tenía un poco de dolor. Aun así partí. Inicié el viaje. Iba a
pelear mi destino y ése era el primer peldaño por conquistar.
En aquel desierto, el calor asfixiaba, la polvareda era agobiante, el can-
sancio mi verdugo. Juncal distaba poco menos de siete kilómetros desde la
ruta, por un pequeño camino que serpenteaba entre cardos y piedras que in-
geniosamente burlaban las lagartijas en la siesta. El calor latigaba.¿Es posible
tanta eternidad? 
Cerca de las siete llegué. La tarde fingía no conocerme, aunque se volvió
roja como mi piel, como la sangre... Nadie me esperaba. No los culpé, no había
encontrado forma de comunicarme con ellos. Me miraban. Mi tatuaje y mis
ojos ardían.
El paisano es pícaro, tranquilo e inocente, pero también ignorante y des-
confiado. Nosotros tenemos comodidades, codicia, arrogancia. El paisano su
pobreza y su facón y ese mundo de alucinaciones que le envuelven la vida y
lo conduce a ciegas por el rumbo del instinto.
Me arrimé a la mateada y aunque dudaban de mi propósito me ofrecieron
un cimarrón. Traté de integrarme. Una rara sensación de hielo y arrebato au-
mentó mi soledad. Los sin nada se revisten de estrellas y se envuelven con la
noche que los cobija en algún lugar de su helada presencia. Busqué un poncho
para abrigarme y me senté.
Félix rompió el silencio. Cientos de andanzas y encrucijadas se mudaron
a la ronda. Oí cada palabra. 
–Era el mesmito demonio el que se me presentó la otra noche. Andaba
caminando por dentre los cerros, cuando de repente vi una luz, allá lejos, tan
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juerte que me cerró los ojos. Despacio los abrí cubriéndome con la mano y
jué ahí cuando lo vi. Lo tenía justito enfrente mío y lo pior... ¡Me llamaba el
desgraciado! Con señas, así... ¡Y se reía bien juerte! Saqué el facón que llevaba
a la cintura y lo enfrenté. Lo miré a los ojos, vomitaban fuego...
El viejo me miró fijo. Su muda mirada despedazaba la mía. 
–...Tenía las pupilas coloradas pero no me achiqué. ¡No señor! Le mostré
el acero haciendo cruces mientras rezaba un Avemaría y le pedía a mi mama
protección. Y jué que salió corriendo dentre la jarilla. ¡Créanme! Yo estaba
dispuesto a atravesarlo con el cuchillo.
–De madera tiene que ser, don Félix, el acero no le hace nada a mandinga...
–¡Siete puñaladas y queda finadito! Desde que merodea estos pagos ni una
raíz está viva y el cielo petrificado no deja caer ni una garúa pa´refrescarnos.
Pero les juro que si vuelvo a ver esos ojos, le clavo el puñal entre medio...
Me miró desorbitado. Todos me miraron. Estaba cansado. 
–¿Y le vio la marca, don Félix? Dicen que mandinga tiene el 66 en su
cabeza desde que Nuestro Señor lo echó de su presencia.
El viejo se quedó pensativo. La noche se espesaba y el disco de plata era
testigo. Mis ojos ardían. Pedí permiso y me tiré en el catre para dormir. El olor
a ruda llena el cuarto. La luna nueva se esmera en acompañarme filtrándose
entre las paredes de caña. Proyecta sombras. Siento que abraza mi idiotez y
me susurra que regrese. Será cuando amanezca. Ahora cierro mi grabación.
Han dejado de murmurar y rezan
Sus siluetas agitadas danzan el ritual del ébano. Huelo azufre espeso,
concentrado...¡Barbarie! Los escucho cerca...
–¡Don Félix! ¿Usted por ac...

“Será cosa de mandinga, historias viejas de mateadas montañesas, pero


cuentan que desde esa luna nueva, gracias al facón heroico de don Félix y las
dagas decisivas de los paisanos, que reconocieron los ojos del mismísimo Sa-
tanás y lo enfrentaron, nunca más volvió la maldición al pueblo. 
El cielo volvió a mandar sus aguaceros y la tierra reverdeció...”
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MONEDAS 

por Christian Bau


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Acomodó el viejo cojín sobre el que se sentaba para evitar congelarse.


Apenas lograba sentir los dedos que no cubrían sus raídos guantes. La es-
quina era excelente aunque muy ventosa. Por su ancha vereda transitaban los
ejecutivos de las empresas más exitosas del mundo camino a sus oficinas, así
como lo había hecho el durante más de veinte años. Pocos eran los que per-
cibían su presencia, pocos eran los que levantaban la mirada de las baldosas.
Él mismo no tenía recuerdo de haber visto jamás algún mendigo en aquella
esquina. De cualquier modo conocía sus estadísticas, con una moneda cada
siete transeúntes, tenía el calor de un café asegurado. Si conseguía aumentar
el porcentaje y alcanzaba una moneda cada cuatro, su comida estaba lista y el
día podía considerarse un éxito. Aunque esta mañana no era el caso, apenas
había recibido una moneda cada ocho y el horario de ingreso ya había pasado,
solo le quedaba la tanda de aquellos que se habían retrasado y sabía que eran
apenas unos pocos. 
Exhaló un suspiro y su tibio aliente se convirtió en humo. Froto sus manos
buscando recuperar la circulación, y cuando volvió a extenderlas un billete
se posó sobre su palma cara al cielo. Era liviano y suave en comparación con
las frías y duras monedas. Eso iba contra todas las estadísticas. Apenas pudo
contener la sonrisa de alegría que se dibujó en su rostro, no solo tomaría aquel
café que tanto deseaba, sino que esta noche dormiría en su banco de plaza con
la panza llena. 
Levantó la vista para agradecer al hombre su generosidad, pero al verlo
su sonrisa se congeló, su estómago se cerró y el calor del café y la idea de una
comida caliente desaparecieron de su mente que quedó en blanco. Permaneció
inmóvil y su boca entreabierta dejó a medio camino las palabras de agradeci-
miento. Parecía que el invierno lo hubiera poseído, comenzó a balbucear pero
para cuando logro controlar su lengua, el hombre ya no se encontraba ahí. No
logró articular ninguna palabra. El hombre había sonreído y siguió su camino
como si nada hubiera ocurrido, pero él no pudo reaccionar, siquiera cerrar la
mano a tiempo y una ráfaga de viento se llevó su billete lejos de él, de su con-
gelada mano, de su vacío estómago. Siquiera intentó buscarlo, no había café
ni comida que pudieran llenar el vacío que sentía. Aquel hombre era su hijo.
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EL CUERPO DE MAMÁ 

por Pablo Bentancur


Entre Ríos

Mis saludos, hermanita. Tantos años sin hablar. No te juzgo, pues absorbe
tu estadía en capital. Mas, que aquello no te aleje del contacto epistolar. Es
mamá la que me ocupa y me empuja a suplicar: por favor, venite pronto; nos
compele consensuar qué destino le daremos sin que sepan los demás. Es que
pesa a estas alturas su cadáver trasladar de la cama al sanitario, al estudio o al
zaguán. Hace tiempo no debiera más que inmóvil solo estar. Pero es terca, ca-
prichosa y rehusase a aceptar la mortaja acostumbrada, o en su caja descansar.
Se levanta por las noches, deambulando sin cesar. Arrastrándose, lo sé, por los
rastros que, al pasar, deja en pisos que sorpresa matinal han de ostentar. Queda
todo salpicado por fluidos que serán... ¿qué se yo?... las purulentas secreciones
de esperar borbotar en la carroña de algún fétido animal. Los hedores distin-
tivos del necroso trasmutar.
Imperioso es que pensemos la manera de evitar que se acerquen los veci-
nos empezándola a olfatear, que la escuchen a altas horas, o la vean, y además,
que se espanten y condenen nuestra enseña familiar a las rejas, al destierro, a
la hoguera o algo más.
Que se quede recostada, eso pido, nada más. Es tan simple. Y tornaría lle-
vadero el custodiar de las puertas y ventanas en su claustro sepulcral. Aunque a
veces me da tregua y solo muerta finge estar; tiesa, fría y recostada; pero aquello
es actoral; sé que escucha y sabe todo dentro y fuera de este hogar. Cada tanto la
sorprendo dirigiéndome el mirar demencial y furibundo que se habría de esperar
en letales acreedores de una deuda señorial. ¿Cómo hace para verme con los ojos
que ya están desinflados, putrefactos y chorreando su cuajar? 
No te bajes de la cama –le repito sin parar, pero nunca me hace caso;
siempre debo levantar su pesado cuerpo amorfo cuando empiézale a alum-
brar el fulgor del sol naciente en rincones al azar. Otras veces sobresalto
descubriéndola posar toda erguida, cual estatua, paradita en el umbral, como
próxima a escaparse; o peor, ir a pasear. Te confieso, me confunde el doctor
tras visitar y decirme antes de irse: “Está sana tu mamá”. Me confunde porque
nunca incurrió en confeccionar, para ella, por difunta, ningún acta. No, jamás.
Solo llega, la saluda, la revisa (así, sin más) me reitera lo de siempre y ni atisba
a horrorizar. ¿Ese hombre estará loco? Ya no sé lo que pensar. Tengo miedo a
trastocarme. Te lo ruego, vení ya. Ayudame, dame ideas, que es preciso cul-
minar este karma de ir a cuestas con el cuerpo de mamá. 
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ELLA 

por Agostina Bertozzi


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

“Astuto”, pensó Daniel mientras se reclinaba en la silla con los brazos


cruzados sobre su cabeza. Esa silla no era su silla y él lo sabía. Daniel se había
sentado en la misma silla durante quince años y podría reconocerla al tacto
sin verla. La sensación que sentía cuando apoyaba sus nalgas sobre el asiento
de cuerina relleno de gomaespuma le resultaba tan familiar como la comida
de su madre. Por eso sabía que esa silla no era su silla. Podría tratarse de una
simple broma de un compañero, pero presentía que era algo más.
Durante quince años había trabajado en esa redacción en la sección de po-
liciales y durante quince años se había mantenido tan reservado que ni su jefe
sabía si tenía familia, de qué cuadro de fútbol era o cómo le gustaba cocinar
la carne. Por eso le resultaba sospechoso que fuera simple broma, no creía que
sus compañeros lo tomaran como alguien para hacer bromas.
Ese día se quedó hasta tarde alegando que tenía que terminar de preparar
unas notas sobre un juicio muy importante y esperó que se fueran todos, hasta
la gente de maestranza y comenzó su peripecia.
Se sentó en todas las sillas de la redacción, una por una, sin importar de
quién fuese. No la encontró. Frustrado volvió a su silla falsa y se quedó en
trance unos minutos. 
Cuando volvió en sí la vio. En el balcón de la redacción de enfrente una
silla idéntica a la suya. Tenía la rueda despintada, el botón del apoyabrazos
derecho roto, definitivamente esa era su silla. O eso le parecía, ahora solo
debía probarla. Abrió el balcón de la redacción. Le pareció raro que estuviera
sola allí, pero a esta altura no tenía ánimo de sospechar. Le convenía que la
silla estuviera del lado de afuera ya que no tenía las llaves para ingresar a la
otra redacción.
La distancia entre ambos balcones era corta. Con un simple salto y un
poco de destreza estaba seguro de que llegaría al otro lado y podría probar
la silla. No le importaba que a la mañana siguiente encontraran un extraño
durmiendo en una silla en el balcón con tal de recuperar lo que le pertenecía.
Puso el pie derecho detrás mientras flexionaba la rodilla de adelante, tomó un
envión y saltó.
22

Calculó mal. Su mano se aferraba a la baranda del balcón de enfrente


sabiendo que no faltaba mucho para que cediera. Con un esfuerzo casi sobre
humano introdujo su mano por entre las barandas y tocó la silla. Era ella. La
de siempre. La misma que lo había acompañado durante quince años.
Cerró los ojos y se dejó caer al vacío.
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HISTORIA CRUDA ...MENTE CÁLIDA 

por Javier Andrés Bolívar Sicard


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

En una situación crítica él se encontraba, pues viendo cómo lucían sus


caderas y cómo con cada paso que daba lo invitaba a lanzarse para devorarla,
no tenía más opción que morderse los labios, o simplemente imaginársela, y
optó por lo segundo, queriendo hacer lo primero, morderle los labios, los de
su boca y los que aguardan cálidos entre sus piernas.
Con el paso de la mañana, sólo quiso una vez más sentirla alrededor suyo,
con sus piernas como un seguro en su espalda. Deseó, en medio de la oscuri-
dad de un cuarto frío, en el que se refugia la mercancía, penetrarla de manera
salvaje, contra la pared, acechada con las manos atadas encima de su cabeza
con una de las manos de él, mientras con la otra le baja el ceñido pantalón, y
con fuerza y delicadeza introduce sus dedos en esa húmeda y deliciosa caver-
na. Teniéndola contra la pared, se desliza lamiendo su espalda descubierta, con
la blusa arriba, hasta llegar a su trasero, que con pequeños mordiscos desata
como una fuente en su boca ese líquido placentero que lo lleva y lo trae en
un vaivén adentro suyo. No aguantando más, la sujeta del cabello de manera
abrupta y sin consentimiento alguno toca su alma en lo más profundo con
su virilidad latente. Cada pulsación, la siente fuertemente entre sus piernas
mientras sus mejillas se ruborizan de placer.
En dulces y rápidos movimientos, golpetean sus piernas contra sus nalgas,
salpicando un pequeño charco que baja entre ellos y calienta sus piernas. 
Un silencio previo se presenta, para explotar en un gemido que resuena en
eco, desbordando su alma hasta fusionarse en un solo placer con él, el –furti-
vo–. Poco a poco, y con la respiración jadeante, sintió cómo adentro suyo fluía
todo su ser, y cómo la llenaba de él.
Mirándose fijamente, desnudaron sus sentimientos sin pronunciar palabra
alguna, y en la línea de descenso, se acomodaron lentamente sus vestiduras y
con taquicardia y serenamente salieron del cuarto a realizar labores normal-
mente. No sucedió algo sino en su mente, en sus mentes.
24

LA HERENCIA DE MIQUEL 

por Marcos Bongiovanni


Santa Fe

Mi abuelo, mi padre y yo los tres fuimos ferroviarios y conocimos los días


y las noches de ese mágico mundo de hombres y de aceros.
Huyendo de la guerra y el hambre mi abuelo llegó desde Europa a prin-
cipios de siglo y trabajó en las cuadrillas que a pico y pala, tendieron las vías
de/para los trenes del sur.
Acaso la nostalgia por la patria perdida lo afincó tiempo después en un
pueblo de inmigrantes, donde se empleó como peón de carga en la estación
“Punta de rieles”. Allí conoció a mi abuela, hija de ferroviarios.
Mi padre –como todos sus hermanos– nació a la vera de las vías, en una
casilla de madera y chapa que hasta hace no mucho tiempo seguía en pie de-
safiando heroicamente el viento austral que sopla sin freno.
Los hijos varones de los empleados del Ferrocarril tenían asegurada su
entrada a la empresa, de modo que mi padre ingresó como mensajero de vía
y obras, cuando contaba apenas con dieciséis años. Pasó luego al galpón de
máquinas, donde fue limpiador, engrasador y ayudante de mecánico, entre
otros oficios; para finalmente montarse a una locomotora “Baldwin” a vapor,
como foguista. Durante un lustro alimentó a paladas de carbón de hulla el
insaciable hogar de la máquina.
Una mañana lluviosa de abril el servicio de las 9:45 hs. en el que laboraba
partió excesivamente cargado. Lanzado pendiente abajo, una caprichosa línea
de gradiente se confabuló con unos frenos fatigados en un desenlace fatal. El
convoy perdió sustento y descarriló violentamente. Mi padre, apresado bajo
los pesados hierros, murió abrasado; y con él su anhelo de llegar a maquinista.
Yo tomé como propio el sueño de mi padre. Arduas jornadas al mando de
las añosas “Baldwin” me han legado incontables vivencias y una sordera tenaz.
Mi abuelo, mi padre y yo los tres fuimos ferroviarios y conocimos los días
y las noches de ese mágico mundo de hombres y de aceros.
Esa tradición que nos enorgullece mi hijo la juzgó un oprobio, y juró que
no malgastaría sus días en los rieles. Pero las herencias deben ser honradas.
Muchas veces me he preguntado cómo habrán sido los últimos minutos de
mi hijo en el andén. Me han dicho que hubo decenas de testigos; no he reunido
fuerzas para indagar aquello. Pero tengo la sensación de que acaso todo el an-
25

dén en aquel momento se hubiera quedado a oscuras y la única luz que Miquel
vio fue la del farol de la vieja “Baldwin” que en ese instante, bramando, entre
bocanadas de humo, entraba en la estación.
26

LA BODA 

por Víctor Bosio


Mendoza

La lágrima resbaló indecisa por su mejilla. Me acerqué y la lamí. Sabía a miedo.


Ella había llorado mucho cuando lo maté, aunque unos días después se
calmó. Ahora lloraba de nuevo, después de que haberle mostrado el cadáver.
Realmente no sé porque lloraba; me había asegurado de que él estuviera
presentable. Había cosido el cuello cuidadosamente, y había limpiado la san-
gre. El traje le quedaba algo ajustado, ahora que había comenzado a hincharse
el cuerpo, pero todavía no expedía ningún olor.
El vestido de ella era muy bonito, aunque un poco anticuado.
–Era de mi abuela –le dije, en acto cortés.
Solo emitió un sollozo suplicante.
Me puse el delantal y me dirigí hacia el frigorífico. Necesitábamos a al-
guien que oficiara la ceremonia. De entre los muchos cadáveres allí colgados
recordaba que debería haber un párroco regordete. Presa del mes pasado... o
quizás el anterior a ese, no sabía con certeza.
Cuando lo encontré la rigidez de la muerte ya lo había abandonado. Su
cabeza colgaba, ladeada e inerte, y tenía la mirada perdida en el trasero de una
prostituta que colgaba enfrente.
–Tranquilo, padre. Eso va en contra de sus votos. Venga, vamos a vestirle
que ya se acerca la hora.
Lo arrastré con no poco esfuerzo, al parecer el cura había comido bien en vida.
Cerré cuidadosamente el frigorífico y, aún con el desnudo a rastras, me
dirigí hacia el armario. Allí encontré lo que necesitaba. La túnica, la sotana y
el roquete estaban impecables, sin embargo la muceta negra estaba manchada.
Pensé en lavarla, pero eso me hubiera llevado tiempo extra. No tenía tiempo
extra. Decidí que el cura no se iba a morir por no llevarla y lo vestí sin ella.
Volví a la sala. Ella había dejado de sollozar, aunque cuando me vio vol-
ver, se estremeció. Tenía las muñecas despellejadas, por haber forcejeado con
la soga. Necesitaba que le levantaran el ánimo.
–Allá adentro hay toda una procesión que quiere asistir a nuestra boda.
Ya sé, ya sé. Estás medio nerviosa. Por eso les dije ‘Lo lamento muchachos, es
una celebración pequeña’. No sabes la cara que pusieron, ¡parecía que los estu-
vieran matando! –Me reí descontroladamente de mi broma, ella ni se inmutó.
27

Me encogí de hombros, si una buena broma no le hacía siquiera sonreír,


nada lo haría. Colgué despreocupadamente el cura en los ganchos de la pared
detrás del improvisado altar.
Me quité el delantal y me retiré a cambiarme. Minutos luego ya estaba
decente.
Me acerqué a ella con mi mejor sonrisa y la insté a levantarse. Ella sólo
se limitó a encogerse.
–No, no, no, no. Vamos, por las buenas –le guiñe un ojo –. Yo sé cómo
convencer a la gente, no me pongas a prueba.
En verdad soy un hombre paciente, pero tanta reticencia ya me había
puesto molesto.
Ella miró velozmente al cadáver en la silla. Lentamente se levantó. La
tomé del brazo y la llevé hasta el altar. Fingiendo una voz gruesa empecé a
entonar los votos. Ella me miraba consternada.
–¿Y tú, Marian, aceptas a este hombre como tu fiel esposo? –la miré
seriamente.
Su boca esbozó una palabra. Sacudí la cabeza ligeramente y le clavé mi
más fiera mirada. Su labio inferior tembló.
–Sí, acepto –dijo, con un hilo de voz.
–Entonces puedes besar a la novia.
Le levanté el velo y su cara se desfiguró. Con fuerza la apreté contra mí.
Le susurré al oído.
–O haces lo correcto, o quedas como el fiambre de aquella silla –No sé
qué me pasó, pero estaba fuera de mí. Quizás fue su expresión de asco, o su
actitud, lo que me llevó a proferir esa amenaza.
Relajó su expresión y me escupió la cara. Exploté. Le crucé de un golpe
la mejilla con el reverso de mi mano, y, débil como estaba, cayó al piso. Una
patada en el estómago la dejó sin aire.
–Lástima, tan bien que íbamos.
Con un trozo de mampostería le golpeé la cabeza repetidas veces, hasta
que cesó de patalear. Crucé la sala y levanté la trampilla. La arrastré sin difi-
cultad, y la arrojé, cuál bolsa, al interior oscuro y pútrido del sótano. Sacudí
mis manos, y me dirigí hacia la puerta, refunfuñando. Necesitaba una nueva
esposa. A mitad de camino hacia la ciudad me acordé.
–Maldita sea –dije para mí– me olvidé de guardar al cura. 
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EL BELLO CÉSAR 

por Cecilia Bourel


Buenos Aires

Caminó esa noche, como loco, sin dar vuelta la mirada; buscando un lugar
donde calentar sus miserias. Una copa de ginebra, un abrazo tierno.
En julio, Buenos Aires es frío y solitario; los bares están cerrados, el rocío
tritura los huesos y deja desnudos a los que no tienen techo.
En su cabeza bailoteaban caras, horas, ojos, manos. Era un abismo de
pensamientos, haciendo equilibrio para no caer y chocar con la realidad de la
vergüenza, o de la cordura. Se sentía solo. Estaba solo.
Siguió el rumbo que sus pies mandaban y se encontró frente al Parque Le-
zama. Respiró el aire encantado de árboles y hubo un relámpago de felicidad
en sus ojitos celestes, cada vez más chiquitos y arrugados. Su imaginación le
jugaba a las escondidas.
A lo lejos, distinguió una luz, casi abrazadora que lo invitaba a penetrarla.
Obedeció a su instinto, a su curiosidad, rasgo típicamente humano. Se
internó en el rayo, con miedo. Le temblaban las piernas.
Adentro, había un pasillo, muchas puertas, muchos muebles.
–¡Esos muebles los conozco! –pensó César– ¡Son los de mi casa, mis
juguetes, mis cuadros!
Estaba enojado. Quiso, por un segundo, reclamarle a alguien semejante
invasión a sus recuerdos. Pero se quedó, saboreando sus encantos y soñó: 
Los primeros ensayos, sus primeros libros, sus obras de teatro que habían
sido censuradas y aclamadas entre sus camaradas escritores. Recordó sus
presentaciones en sótanos, clubes de barrio, patios de escuela. Los aplausos,
los ojos de admiración de Blanquita, su amada. Sus amigos, sus padres. Todos
aparecían ante él a medida que los evocaba. 
Su garganta se cerró, en un grito desgarrador. Y una sensación de hielo
le recorrió la espalda. 
Miró hacia atrás y vio una sombra que avanzaba, como un animal se-
diento de sangre. Tenía el olor de sus miedos más íntimos, fracasos, sudores,
agonías. Lo envolvía y abrazaba asfixiándolo.
Tan rápido como había aparecido se esfumó, en la oscuridad de esa habi-
tación hedionda.
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Corrió tanto, como sus pesadas piernas le permitieron. Quería huir de


aquella pesadilla. Pero no se despertaba.
Se tiró en el suelo, miró nuevamente y no encontró nada que le indicara
por dónde había entrado. Debía seguir el camino indicado hacia adelante.
–¡Loco, pensó, estoy totalmente loco!
Si la locura significa ser todavía un niño dentro de mí, escribir sobre
las injusticias, tener esperanzas, contribuir para crear un mundo mejor, sin
guerras, mendacidad, ignorancia, droga, esclavitud, hambre escepticismo,
desigualdad, represión. ¡Entonces sí, sí, estoy loco, muy loco!
Comenzó a reír con una mezcla de histérica felicidad y asombro. Había
encontrado la puerta de salida.
Amaneció, y la gente comenzó a circular por el parque. Cuando pasaban
cerca de César se quedaban observándolo, escuchando su risa que no cesaba.
¡Loco, sí, loco y libre! 
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LIRÓN GANDULFO 

por Julio Alberto Busaniche


Santa Fe

Lirón Gandulfo era un gran dormidor. Dormilón por naturaleza, heredado


de su padre,que dormía mientras conducía el tren del que era maquinista, nun-
ca tuvo un accidente,su abuelo repartía leche en un carro, pero dormía tanto
que a veces pasaba de largo a muchos clientes y tuvo que dedicarse a sereno
en una fábrica.
Lirón, vivía dormido, en todo momento, soñaba que trabajaba constan-
temente, por esa causa despertaba siempre cansado, no tenía tiempo para
descansar, en consecuencia volvía a dormir.
Cierta tarde, en el cine, mirando la Bella durmiente, soñó que ganaba un
premio millonario de lotería,al que fue a reclamar muy animado a la agencia,
no podía creer lo que le decía el señor que atendía, que ese número ni figuraba,
y menos reclamar el premio con la boleta del impuesto inmobiliario. Grande
fue la decepción de saber que seguiría siendo pobre y se propuso no soñar más
que ganaría algo, cuando llegó a su casa se acostó sin cenar.
Una vez despertó de golpe en su trabajo, reclamó a viva voz aumento de
sueldo con pago de horas extras laburadas en sus sueños. Era tal su convicción
que uno de esos días de vigilia despierto, inició un expediente laboral en el
departamento de trabajo. Mientras esperaba al asesor, se durmió en la sala de
espera y soñó que conocía a una hermosa mujer de la cual se enamoró perdi-
damente. De tal forma fue ese sentimiento que ya no le importaba nada, ni
trabajo, ni salario, ni el día o la noche.
Cuando estaba por declarar su amor, la secretaria del funcionario lo
despertó para iniciar el trámite, cosa que enojó a Lirón de muy mala forma al
haber truncado su destino, quien sabe si vería nuevamente a su amada en un
sueño, intentó rápidamente dormirse de nuevo, pero no podía, no logró con-
ciliar el sueño por varias horas, tampoco el aumento de sueldo, ni las horas
extras.
En actitud de rebeldía pidió el día en la oficina, subió al colectivo que lo
llevaría a su casa, donde se vuelve a dormir profundamente, entonces se apa-
rece el padre de su amor perdido diciendo que no podía ser, que su estabilidad
económica no era muy pudiente para mantener a su hija, así que le aconsejaba
que se olvidara de ella y se fuera a dormir.
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Nunca hizo caso a los consejos estando despierto, menos dormido. La


mujer nunca más apareció en sus sueños.
Siguió soñando, y a lo lejos escucha un timbre, el conductor del bus le
indicaba que ya había dado tres veces el recorrido, debía pagar dos boletos
extras, pero él contesta muy tranquilo "recién me dormí".
Baja del vehículo refunfuñando, llega a su casa, piensa en tomar café,
desiste por miedo a desvelarse y no poder dormirse, la realidad era que seguía
dormido en el ómnibus, iba por el quinto recorrido, comienza a soñar con sus
hijos, eran de él y la muchacha amada, no recordaba sus nombres, le faltaban
algunos sueños que no tuvo, se saltearon mientras los niños reclamaban golo-
sinas en un parque de diversiones, el trataba de contenerlos pidiendo paciencia,
tomando café y despertando para volver a dormir y recuperar capítulos no
soñados de esta historia, no le encajaba tener hijos sin haber tocado siquiera a
la mujer y eso lo atormentaba. ¿Serían de él?
Cuando vuelve a soñar, se asusta tanto al ver a todos muy tristes, sus
amigos, de sueños pasados, los de este,los amigos de su vida, que en realidad
no existían porque rara vez estaba despierto, los parientes de verdad, él no
estaba pero los veía, en el fondo de la habitación había un espejo que reflejaba
un cajón de madera lustrada, en el cual yacía su cuerpo. Fue tal el susto que le
dio, que se despertó,fue a la oficina, empezó a trabajar con mucha energía,hizo
todo su trabajo, no reclamó nada, saludó a todos sus compañeros, partió a su
casa y se acostó a dormir. 
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COLUMPIOS 

por Julio Ruben Alejandro Chaile


Tucumán

En algún lugar un niño se despierta pero como todas las mañanas se que-
da en su cama, es su costumbre esperar fingiendo hasta que su madre vaya a
despertarlo y, aun sabiendo de la treta de su hijo, le cante, haga cosquillas o le
de besos con todo el amor de una madre, para luego ayudarle a cambiarse el
pijama y desayunar juntos. Una casi tradición que alegra el comienzo del día
a madre e hijo. Pero este día es muy diferente, el niño espera, se impacienta,
ya le parece incómoda la cama. No se oye un solo ruido en la casa. Aun en
pijama decide ir a buscar a su madre y finalmente la encuentra en la cocina.
¿Mama? ¿Por qué no fuiste a despertarme? ­­Su madre no responde.­­¿Ha-
rás el desayuno? ­­El niño es ignorado.
El niño no presta mucha atención a su madre, se dirige al living para ver
televisión y se sumerge en sus divertidos e inocentes dibujos animados. Pero
el niño tiene hambre y pasado un tiempo vuelve a la cocina.
Mama tengo hambre
...
Mama decí algo
...
¡Mama deja de jugar y atendeme!
...
Bueno si no me haces el desayuno me lo haré yo solo.
Más allá de la determinación, lo que lo mueve es su frustración y enojo,
no entiende por qué actúa así su madre. Sabe que estuvo triste desde que su
padre se fue pero nunca faltaba mañana en que no se cumpliera su ritual.
El niño trata de agarrar un tazón de plástico en el que habitualmente come
cereal. El niño no es muy alto y la mesada es larga pero logra tomar uno de
vidrio que está más cerca. La caja de cereales siempre la guardaban en las
alacenas de abajo, debido a la costumbre del niño por comerlo siempre a des-
horas. Saca la caja de allí y el yogurt de la heladera. Trata de poner el cereal
justo en su tazón pero las manos torpes y tiernas, como las de cualquier niño,
no realizan bien la maniobra y cae cereal de sobra por toda la mesa. La madre
ni se inmuta. Intenta servir el yogurt pero sus brazos débiles no soportan el
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sachet,este cae sobre el tazón el cual resbala hacia el piso y estalla en peda-
zos. El niño se asusta,piensa que su madre lo regaña pero no es así, ella solo
lo observa perdidamente. A pesar de esto el niño quiere enmendar su error,
comienza a levantar los pedazos de vidrio pero uno le lastima un dedo y este
comienza a sangrar. El niño empieza a llorar, está asustado,no deja de brotar
sangre de su dedo.
¡Mama!, ­­grita entre llantos ­­¡Mama me duele! ­­No hay respuesta.
El niño se dirige hacia su madre y, aun llorando y además furioso, trata de
empujar a su madre mientras le dice: “Mamá deja de jugar a los columpios”.
Pero el cuerpo inerte de la mujer, colgado del techo con una cuerda, solo se
tambalea. 
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SERIAL 

por Bautista Cherro


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Abro el diario. La primera plana se muestra como un cartel luminoso que


me invita a leer. El título de la noticia dice: “Familia de cinco es encontrada
muerta, el asesino ya cobró cuarenta y nueve víctimas”. Cierro el diario y lo
primero que me viene a la mente es el número de víctimas. Cuarenta y nueve
es mucho. Luego por alguna razón pienso en mi familia, en mi niñez. Recuer-
do los golpes de mi padre detrás de la nuca, el humo del cigarro y los insultos.
Luego la muerte de mi madre que, aún hoy, me hace doler el alma... me pro-
voca rabia. Luego mi solitaria adolescencia hasta la miserable adultez. Todo
pasa por mi cabeza. Un último recuerdo me visita mientras revuelvo la taza de
té. Unos meses atrás volvía del trabajo y pasé por una pequeña plaza. Ahí vi a
unos jóvenes riendo y me acerqué disimuladamente. Pude notar que se reían
de una estupidez que uno de ellos había dicho en medio de la divertida conver-
sación. Reían como si fuera lo más gracioso del mundo. En realidad creo que
estaban felices de estar uno en compañía del otro. El comentario tonto fue solo
el detonador de un ambiente maravilloso que se sentía alrededor del grupo. 
Por un momento casi pude disfrutar esa energía, ese jolgorio. Pero luego
recordé que tenía que seguir caminando, simplemente tengo que seguir.
En ese preciso instante, mientras caminaba, algo hizo ruido en mi cabeza.
Nunca había tenido ese sentimiento de alegría, nunca había tenidos esas amis-
tades... ¿Cómo será sentirse amado? Recuerdo que ese día continué caminando
hasta que en una esquina vi a un hombre revisando su reloj con preocupa-
ción. Revisó el teléfono y finalmente decidió marcharse. Caminaba bastante
apurado. Yo apuré el paso para seguirlo. La calle a esa hora estaba desierta
y húmeda. Nunca olvidaré esa noche, cuando encontré mi primera víctima. 
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UTOPÍA DE DOS LOCOS 

por Ignacio Ciucio


Buenos Aires

–Hay sospechas, lo presiento. Me ha de mirar y he de creerle. Sé sus fan-


tasmas, sabe los míos. Lo seguro nos da rabia, y que salga lo que salga. Hay
sospechas. Creo que odia mi prudencia. 
–¿Será cierto que escribe? Debe ser, porque no habla mucho. Y el que se
calla algo, no dice nada. Se nota que presta atención cuando hablo, pero no
entiendo. No deja de mirar por la ventana. 
–Auténtica, pasional y delirante. Ya lo sé, no es de nadie. ¡Y él que se
atreva a limitarla, perdería en un instante! Ya lo sabe, soy su sombra. Un
transeúnte que mendiga por sus labios. Un vigía tras las poesías de sus pasos.
Es un amor si promesas, un refugio de dos almas. Posesión sin pertenencia.
Un amor que se discute bajo nuestro consenso. Porque soy lo que soy, porque
eres lo que quieres. 
–¿Escuchas? Es la tercera vez que le escribo. ¿Acaso no me ve? ¿Tanto le
preocupa? Peor para ellos, que no entienden nada, y todavía no te han visto.
Seguro están rabiosos e inseguros por creer que te imaginan. Superiores, cal-
culadores, excesivamente delicados. Y mientras más te arman y desarman, el
resultado siempre se hace inefable. Yo sé que me querés. 
–Eres sonido que acaricia. Como esas palabras que te gustan, las mudas.
Las que antes de llegar ya ganaron la sonrisa. ¿Tanto te preocupa cómo te veo?
¿Acaso no escuchas? Capaz no tengamos que ver nada y decirlo todo. O no
decir nada, prestar atención a todo. Ya sé que te cansa un poco, a mí también
me pasa. Pero al final, por complicado que parezca, estás de acuerdo. Algo te
gusta, la idea de esconder las palabras para ocultar sentimientos.
–No, yo en esa no te sigo, prefiero largar todo. La última vez, sentí que
me estaba ahogando y estaba callada. Por algún lado el cuerpo explota. Pre-
fiero cantar, dibujar, escribir, pero callarme nunca. A parte, si no cuento de mi
parte, nadie va a entender que es lo que te gusta. Ya sospechan que sos raro y
todavía no dijiste nada claro. Espera a que me quede cayada, vas a ver como
se dan cuenta solos.
–Hay palabras que no hay que decirlas. Cada adiós te hace más sabio,
pero no cualquiera. Los tuyos son los peores, tienen pausas. Parecen eternos
y aparecen de la nada. Si les digo lo que pienso entenderían porque no dejo
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de esperarte en la ventana. ¿Y de que me sirve? Si cada cual ve lo que quiere.


Vos porque sabes escuchar con los ojos, sino nadie tendría que darse cuenta.
–Ya sabía, me está escribiendo. ¿Sino a quién? ¿Les dirá a todos? Siempre
intenta causar nervios. Me enloquece cuando habla, que se vaya. Prefiero siga-
mos mirando. Hacemos las paces y no pasó nada. ¡Que no hable! Ya contamos
demasiado. 
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LA REVELACIÓN 

por Juan Ángel Dall Occhio


Buenos Aires

¿Sueño o realidad? No lo sé con certeza, pero estoy seguro de haber


estado aquí anteriormente. No todo es como era entonces, aunque el entorno
me resulta familiar. Recuerdo los olores... cada uno de ellos... Los tilos de la
avenida San Martín, las guayabas al llegar a Dorrego, el jazmín de Miguel y
las rosas de Lotti, ambos mis vecinos que ya no están. Todo se encuentra en mi
memoria... Puedo caminar con los ojos cerrados sabiendo exactamente donde
me encuentro, pero ha transcurrido mucho tiempo, ya peino canas, y no perci-
bo los aromas como antes. Los colores de mi entorno se muestran deslucidos.
–¡Agua como peste! –exclama el anciano que pasa a mi lado ignorándome
por completo. Logré apartarme justo a tiempo para evitar que me atropellara. 
–¡Pobre diablo! –me dije compasivo, mientras lo veo desplazarse extra-
ñamente, sin ruido.
Un silencio sepulcral parece detener el tiempo. Hasta mis propios pasos
se tornan silenciosos al pisar el espeso colchón de hojas muertas. 
–¡Buenos días vecina!–le saludo a mi conocida que sin escucharme trata
infructuosamente de barrer las hojas pegadas a la vereda.
Es extraño, me he cruzado con varios vecinos que parecen no reconocer-
me. Es evidente que los años aportan recuerdos pero también olvidos. 
Continúo apresurando el paso. El viento se torna cada vez más fuerte.
De todos modos ya no importa. Acabo de arribar por fin a nuestra casa. La
reconozco a pesar que sus claros muros se han tornado de color gris verdoso.
Numerosas grietas surcan su frente, donde pequeños líquenes testimonian
el transcurso de los años. Me paraliza una emoción conmovedora, pero la
intensa lluvia que se descuelga repentinamente me saca de mis cavilaciones,
impulsándome a entrar. Traspongo la puerta con la rara sensación de acceder
a lo prohibido. Se me ocurre que cada casa es como un templo donde habitan
los fantasmas de los que ya partieron.
La cocina comedor se encuentra desmantelada y sucia. Si la viera Beatriz
le daría un síncope. Un tanto indeciso me encamino lentamente a nuestra
habitación. Estoy casi arrepentido de este encuentro con mi pasado. En vano
acciono repetidas veces el interruptor; la luz no enciende.
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Miro hacia el cielorraso y descubro que la araña central no cuelga del


techo. Varios cristales rotos diseminados por el piso me sugieren su destino.
La penumbra solo permite distinguir algunos detalles. La tapa del sótano está
abierta como una mueca macabra... En la pared, un tanto arriba del respaldo
alcanzo a distinguir el recuadro descolorido del muro, donde antes colgaba
una reproducción de San Juan de la Cruz, de Salvador Dalí. Alguien la habrá
retirado, seguramente con el ánimo de preservarla. La cómoda muestra sus ca-
jones semiabiertos y vacíos; parecen un coro de bocas burlándose a carcajadas.
A pesar de la capa de polvo que cubre la tapa de nogal, alcanzo a distinguir
una estampita de la Virgen Niña, devoción de Beatriz, abandonada quizá por
descuido involuntario o como un mensaje premonitorio. Por encima del mueble
cuelga el espejo de medio cuerpo. El cristal está opaco bajo la humedad y el
polvo. Las manchas semejan un bordado arábigo. No distingo si el plateado
se dañó o ese odioso polvo es el que le impide reflejar las imagines... Acuden
a mi memoria los dilemas que Borges experimentaba ante a los espejos. ¿Po-
drían guardar ellos el testimonio de los que en ellos se reflejaron?
Intento limpiar la superficie frotándolo con mi pañuelo y entonces mi es-
tupor no tiene límites: ¡La ventana opuesta se reproduce en el cristal a través
de mi cuerpo, como si una mágica luz me atravesara!
Desesperado insisto en limpiar el vidrio embebiendo el pañuelo con las
frías gotas de agua que se filtran por la ranura indecorosa del techo y repaso
frenéticamente la superficie con desesperación, intuyendo una trágica respues-
ta: ¡Es inútil! ¡El espejo no devuelve mi imagen!
Ahora comprendo por qué mis vecinos no me saludaron, el misterio de
caminar sin tropiezos y el silencio de mis pasos... La verdad, tanto inapelable
cuanto inexorable, me ha sido finalmente revelada... mientras las gotas de
agua caen marcando la eternidad del tiempo sobre la clepsidra de mi cuarto
en ruinas.
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CAMBIAR UNA LAMPARITA 

por Alicia de Gregorio


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

¿Qué tiene de raro o novedoso “cambiar una lamparita”? 


Cualquiera podría hacerlo. 
No requiere un gran esfuerzo, ni mental ni físico. Tampoco se necesita
tener conocimientos especiales, ni siquiera un título universitario.–
Entonces, ¿por qué siempre me piden a mí “cambiás la lamparita”?, así, sin
avisar, sin pedir permiso, sin tener en cuenta si uno lo quiere o no hacer; sacán-
dome de mis cavilaciones diarias, interrumpiendo mis ganas de no hacer nada. 
“¿Cambiás la bombita?” Y guarda con poner mala cara en señal de des-
acuerdo o molestia.
“¿Qué ponés ésa cara? Sólo tenés que cambiar la bombita de la sala que
se quemó”.
Pero no es sólo “cambiar la bombita de la sala que se quemó”. Si fuera
sólo eso, uno no estaría cavilando sobre el asunto, quejándose al divino Señor
sobre trabajos no deseados y forzados. Uno alargaría el brazo hasta el bendito
objeto en cuestión, lo desenrosca y lo cambia por uno nuevo.– Listo. He ahí
toda la simplicidad de la tarea.
Pero en mi caso, nada es tan sencillo.
En principio, la lamparita que sufrió la avería se encuentra siempre fuera
de nuestro humano alcance –salvo que uno fuese jugador de básquet o con una
altura digna de asombro–. Esta cosa que ilumina nuestros atardeceres siempre
está en una aparato colgante, o en un “plafond”, nunca en una lámpara de pié
o en un velador de mesa... Ah, no. Ésas no se queman nunca. 
Por esa razón uno se debe proveer de una escalera. ¿Dónde está la esca-
lera? Nunca en un lugar fijo. O se la prestaron a un vecino, o quedó en algún
lugar de la casa donde se hizo el último arreglo. ¿Un banquito, en su reempla-
zo? Podría ser, pero nunca tan seguro como la escalera.
¡¡¡Aleluya!!! Ahí encontré la escalera en su sitio. Ahora a buscar la bom-
bita nueva y a probarla para asegurarme que funciona. No vaya a suceder que
una vez puesta resulta que tampoco funciona. Y eso que cuando uno va a
comprarlas el vendedor las prueba. 
40

Escalera en su sitio; bombita nueva en el bolsillo. Desconecto la energía


eléctrica central para no terminar con los pelos parados. 
“¿Qué pasó? ¿Se cortó la luz?” Comentario infaltable y fuera de lugar que
me hacen cada vez que me encomiendan cambiar una bombita. 
“No, fui yo. La corté para cambiar la lamparita.” “¡¡Ay, qué exagerado!!
¿Para cambiar una simple bombita dejás a toda la casa sin luz?” 
Interiormente pienso “Sí, soy exagerado, ¡pero también me quiero un poco!”
Pacientemente subo la escalera, peldaño a peldaño. “Chiqui, ¿Dantón está
atado, no?” Porque a nuestra mascota le encanta corretear por la casa cuando
suelo estar subido a la escalera. Nadie responde. Claro, una vez que estoy en
el brete, me abandonaron en mi cometido.
Bueno, será mejor que acabe de una vez con esto, no vaya a ser que surja
algún otro encargo. 
Desenrosco cuidadosamente la lamparita dañada, tratando de no tocar
las partes metálicas. No sé por qué me dan cosas los aparatos eléctricos, aún
a sabiendas de que está desactivada la energía. Efectúo el cambio, bajo de mi
pedestal. Tarea concluida. 
Mientras observo mi obra, que aunque fue sencilla fue toda una epopeya,
aparece la “patrona”. “¿Viste que no era para tanto?”. “Ajá”, contesto lacónica-
mente, e interiormente me jacto de mí inteligencia. ¡¡En esta ocasión he puesto
una bombilla de larga duración!! 
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CALLE LAPRIDA 

por Leandro Diene


Santa Fe

Nos pusimos lo primero que encontramos. La vida es así: fugaz. Pensar


no era su fuerte, ni el mío esperar. El bar estaba a unas cuadras, la noche
acompañaba con esas ganas de volverse día, con una luna despierta, amable,
que invitaba a caminar, a sentirse vivo. La calle empedrada hacía más lento el
caminar, dando lugar a observar las altas ventanas de Laprida, el Teatro, un
café en la esquina, y su mano apretando la mía. Nunca fuimos de andarnos con
rodeos, las peleas terminaban siempre en el colchón, ahí donde generalmente
empieza la vida. Cuando uno no opinaba lo mismo que el otro, la solución era
fácil: cada cual por su lado, sin rencores, sin reproches. No había un momento
en el cual Paula no sonriera. Con carcajadas, lágrimas, con una alegría tenue,
con ironías ácidas, mudas y ruidosas. Siempre contrarrestaba un comentario
con una sonrisa.
Los autos pasan veloces por Montevideo. Sí, tan veloces como la vida
misma. Una vida que quizás nace en un colchón, como consecuencia de una
discusión, que un día acepta salir a cenar, disfruta caminar por calles empe-
dradas como las de Laprida (por cierto, qué bello es caminar por Laprida), una
vida que observa admirablemente a su compañero, apretando incesablemente
su mano, y los autos pasan, tan velozmente, tan inconscientemente, como la
vida misma, como su última sonrisa, esa que me obsequió antes de que la
ambulancia estacionara por calle Laprida. 
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FUSIÓN 

por Eliana Digiovani


Entre Ríos

La niña tocó el cielo con la punta de sus zapatos. El tiempo se congeló


en el auge de una quimera resplandeciente y difusa. Vorazmente se precipitó
hacia el vacío indomable que la arrastró mostrándole una perspectiva diferente.
Al instante siguiente palpó la tierra con sus ojos y los pies le bailaron en el aire
suspendidos en medio de una fuerza invencible que los hacía ir y venir. El mo-
mento se eternizó en un fugaz recuerdo y el vértigo la contrajo y la succionó
en la dirección opuesta una vez más. 
Un rayo de sol le atravesó la pupila, llenándole el alma de pétalos de jaz-
mín y de pájaros cantores, y los miedos con sus secuaces se le cayeron por las
cadenas que sostenía fuertemente entre sus frágiles manos de porcelana. La
llanura se fundió en el cielo y a su regreso se hizo horizonte otra vez. 
Murmullos de ensueño se escuchaban a lo lejos y figuras indescifrables
se engrandecían y se hacían pequeñas, progresiva y eventualmente. El mecer
de la libertad, con su voluntad indómita, la empujaba por la espalda y luego
por el pecho.
El movimiento fue disminuyendo, dejándole sentir los cabellos enmaraña-
dos pegándose a sus mejillas y el estómago revuelto de tanta alegría y frenesí.
Sus piernas continuaron balanceándose muy cerca de la tierra, evocando la
quietud. Finalmente los pies de la niña tocaron el suelo y se hicieron de mujer.
La muchacha permaneció sentada unos minutos en aquel sublime colum-
pio que le había sacudido el alma y la memoria para transportarla a un estado
más puro y superior. Tenía mucho en que pensar. Una voz la llamó desde la
vereda, y sin reparos ni demoras, la mujer que había sido niña dejó atrás el
motor de su aventura y se alejó velozmente haciéndole una promesa al aire:
algún día, no importa cuando, se volverían a encontrar. 
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SIMBIOSIS 

por Valentina Dorzi


Buenos Aires

Abre los ojos en la oscuridad. Se incorpora súbitamente mientras lleva


ambas manos a la cabeza: un extraño palpitar le hace pensar que su corazón
ha decidido cambiar de sitio. Se lleva la almohada al rostro y ahoga un grito.
En su cerebro, una lombriz viaja a través de sus neuronas y lucha por romper
los tejidos. 
Alterada, tantea la mesa de luz en busca del velador. Su mano descarta
porquerías que no identifica, pero nunca el interruptor. Qué raro. Permanece
sentada unos segundos más acostumbrándose al dolor. El perfume dulce de la
almohada parece ayudar. La molestia se aplaca. 
Baja los pies de la cama y se enfrenta al frío glacial de las baldosas. Se
siente algo mareada, pero aun así logra ponerse en pié y caminar hacia la
puerta. Enciende la luz. El velador que había buscado instantes atrás yace
inocente al otro lado de la cama, sobre la biblioteca. Intenta aclarar su mente;
comprende que no puede haber sido más que un acto fallido impulsado por
alguna insana locura de su mente. 
Deja el dormitorio atrás y se dirige hacia el baño en busca de una as-
pirina. En el camino, se equivoca de puerta dos veces y tropieza otras tres;
está confundida. Entra en la habitación que no corresponde: su estudio. Una
vez adentro, ya no puede salir. Lleva años obsesionada con esa novela que no
logra terminar de escribir. Esquematizada con sencillez, la observa desde la
pizarra blanca. 
Camina hacia ella y contempla el diagrama. Es pobre, aburrido, insu-
ficiente para abarcar la personalidad de la protagonista. Lo borra. A su iz-
quierda, encuentra una fibra negra. La toma en sus manos; el olor a alcohol
le resulta inesperado. Acerca la mano a la superficie y, sin saber por qué, sin
sentirse ella misma, dibuja una especie de círculo imperfecto. “¿Y ahora qué?”,
piensa. Continúa el bosquejo completamente convencida de que, al acabar, le
habrá encontrado a su narración un nuevo sentido. 
Visualiza al personaje principal: corre por un pasillo laberíntico mientras
es perseguida por un algo sin nombre. El sitio es oscuro, tenebroso, iluminado
únicamente por la tenue luz nocturna que brota a su derecha desde algún sitio
desconocido. El suelo es de una textura áspera y fría y, de vez en cuando, algu-
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na irregularidad imprevista lastima sus pies descalzos. También hay libros; sí,
a su izquierda yace una inmensa biblioteca en donde las novelas son infinitas. 
Los títulos comienzan a distraerla: muchos de ellos son sus preferidos,
muchos de ellos ya no se editan. Ya no corre, se limita a caminar mientras
agarra al azar algunos tomos que desea devorar. Oye un aliento desconocido
a sus espaldas: pagará muy cara su imprudencia. 
Dobla hacia la derecha y se enfrenta con un abismo. Observa hacia ambos
laterales en busca de una alternativa, pero sólo tiene dos opciones: saltar o
dejarse atrapar. 
Alza el rostro. Lejos, divisa una pared blanca con un extraño graffiti
negro, pero una superficie turbia se interpone imposibilitando la visión. Se
inclina con sutileza. Ese algo que la perseguía la alcanza y, al mismo tiempo,
es atraída hacia aquella blancuzca superficie que no logra ver con claridad. 
La fibra deja escapar un sonido chirriante al acariciar la pizarra. El círculo
deforme se llena de arabescos, desplazando flechas y conceptos. La mano de la
novelista deja caer la fibra y casi sonríe. Su respiración se ha agitado; el dolor
de cabeza desapareció. 
Se inclina sobre su ilustración: es un cerebro. Lo contempla de arriba
abajo, de un lado a otro. Divisa la pequeña lombriz que ha estado buscando.
Es una mujer diminuta que yace sentada sobre el hemisferio izquierdo. Usan-
do ambas manos, se abraza las piernas con fuerza mientras alza el rostro y
contempla los ojos de la gigante de carne y hueso que la observa. En su mi-
croscópica mirada hay contradicción, dolor, incomprensión. Aunque, ahora
que puede pensar con claridad, no le resulta tan descabellada la idea de que
su persistente protagonista haya logrado trascender los límites de su mente y
apoderarse, también, de su cuerpo.
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TIEMPO DE COSECHA 

por Norma Duarte


Buenos Aires

Hasta donde alcanzaba la vista, el mar dorado se mecía con la suave brisa.
Las espigas inclinaban pesadamente sus cabezas. Era tiempo de cosecha.
Sentado bajo el alero, el viejo dejaba vagar sus ojos sin posarlos en ningu-
na parte. A la distancia se levantaba la polvareda causada por el automóvil que
se alejaba. El viejo tosió, se atragantó con el sollozo que pugnaba por escapar
de su garganta. No iba a llorar, no era cosa de hombres.
Hacía pocos minutos, había perdido la última esperanza. Las frases del
abogado le sonaron como clavos en el patíbulo, fueron su condena a muerte.
Ya no tenía nada. La compañera de su vida se había ido con Dios hacía mu-
chos años, entonces sí lloró, mucho. Ahora pensaba que era mejor así, ella no
hubiese soportado la tristeza, le faltaba coraje.
El sol se ponía lentamente, como si no quisiera dejarlo solo. Para él la
soledad era la única compañía, estaba acostumbrado. La mujer muerta, los
hijos ausentes; hasta el perro chúcaro, que había encontrado en el monte se
fue detrás de una hembra.
Poco a poco, los dedos oscuros de la noche se apoderaron del paisaje, la
brisa se transformó en viento fresco, pero él seguía ahí, mirando sin ver. A su
mente acudían una y otra vez las palabras del abogado: "Son muchas deudas,
don Hilario, y no hay manera de que usted las pague. La hipoteca será ejecu-
tada, habrá un remate para que los acreedores cobren su parte".
Remate, esa sola palabra bastaba para congelarle el corazón, era el nudo
corredizo que le ajustaba el lazo alrededor del cuello. Otro sería el dueño del
campo, otro montaría su zaino y ordeñaría la única vaca que le quedaba. ¿Y
sus recuerdos? ¿A dónde irían a parar las pinturas de ella, los cuadernos de sus
hijos, las fotos amarillas? ¿Quién usaría el poncho que su madre le tejió, allá
en su juventud?, el que ya descolorido y apolillado, aún le daba abrigo en las
noches frías. ¿Dejarían la casa en pie? Suponía que no, seguramente la iban a
echar abajo para construir otra, más moderna.
Suspiró. Sintió un fuerte dolor en el pecho, se le nubló la vista, con voz
enronquecida alcanzó a pronunciar el nombre querido. Cayó de costado, la silla
se tumbó bajo el peso de su cuerpo inerte.
En el campo, las mieses estaban maduras. Nadie las segaría. 
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LA INVASORA 

por Milagros Duran


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Dormir, nada más placentero que dormir y más aún si es en tu cama. Con
tus sabanas de costumbre, esa almohada adaptada al molde de tu cabeza, tu
olor corporal esparcido por todo el espacio. Oh si, dormir es maravilloso, es
allí donde tu mente y cuerpo procesan todo el material del día anterior, imá-
genes, ideas y alimento, nuevas células son renovadas. Pero, ¿hasta qué punto
deja de ser placentero?, ¿y si algo perturbador irrumpe en las cuatro paredes
de tu habitación dejando de ser una caja de música arrulladora y pasa a ser
una caja de Pandora?
Notar que una invasora amenaza con destruir con la arquitectura de Mor-
feo en el que ya llegas a ser incluso una Rock Star famosa o cualquier cosa que
se te antoje. Allí estaba ella, imponente mirándome con sus quien sabe cuántos
ojos, oscura, sombría, llenando de terror cada espacio de mi habitación, ese
sonido que emitía su cuando se desplazaba de un lugar a otro era tan aterrador
que inundó mi cabeza. Su cuerpo gigante se movía por todas partes adue-
ñándose de mi paz y tranquilidad y alimentándose de mi mayor temor. Corrí
rápidamente a encender la luz con la vaga esperanza de que solo sería el pro-
ducto de una inesperada vigilia, un espejismo, resultado de mi somnolencia.
Su presencia se hizo aún más aterradora cuando mis miopes ojos descubrieron
como se vislumbraba en la luz aquella figura que estremeció todo mi cuerpo
y que me ahogo en gritos desesperados. Al percatarse de que la había descu-
bierto se llenó de frenesí y se tornó aún más violenta, se abalanzaba sobre mí
incesantemente. Sentía su contacto y era como 40 cuchillos atravesándome los
huesos, quemaba, derretía mi piel. Me sentí desvanecer, pero al ver a Nené (mi
oso de peluche) solo y desamparado, sin la que lo ha abrazado noche a noche
durante unos largos años, me arme de valor, tome la sabana cual guerrero de
Esparta blande su espada y emprende el rescate. Arremetí contra la funesta
invasora, me defendí hasta que mis brazos parecían violentas aspas de una
batidora, sentía como la adrenalina invadía cada extremidad. Al fin entendía
lo que sintió Juana de Arco al defender a sus seguidores, lo defendí como lo
haría una madre herida. Entre contorsiones y veloces zancadas logre llegar a la
cama, tomar por una oreja a Nené y volver al frente de batalla. Fue una lucha
sangrienta, cuerpo a cuerpo, había una gran desventaja entre ella y yo, pues
ella sin miedo atacaba una y otra vez, en cambio mi terror se acrecentaba cada
vez más como la temida visita de Freddy Krueger a la media noche. 
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Estaba exhausta, así que di mi última brazada de ahogado con la espe-


ranza de acabar con esa escena inesperada. Cuando de la nada simplemente
con un movimiento ágil y característico desapareció de mi flanco para posi-
cionarse en el lugar más estratégico de la habitación, debajo de la cama. Me
quede congelada contra la pared tratando de procesar lo ocurrido, mi cuerpo
seguía temblando de pavor, le di rienda suelta al llanto, me aferré con fuerza
a Nené esperando consuelo. 
Sí, mi pesadilla se había convertido en realidad, el ataque había sido
perpetrado por una Mariposa gigante, del tamaño de un águila o al menos mi
manía la veía así. Ella había decidido invadir mi aposento, de las tantas habita-
ciones que había en los 24 pisos del edificio, de las 3 habitaciones que había en
el apartamento, decidió entrar a mi habitación a las 3 de la madrugada, justo
a la hora que las sombras se multiplican y se hacen más espeluznantes. Como
si hubiese olido mi fobia desde hace tiempo y había aguardado en silencio por
su oportunidad, en la noche más serena, para despedazar mi supuesta madurez
de adulto y hacerme llorar y gritar como una niña. 
Más sosegada, restregué con una toalla mis ojos esperando que mi mayor
temor a las Mariposas no se materializara, que el polvillo de sus alas entrara
en mis ojos y me dejara totalmente ciega por la eternidad. Sentí haber ganado
la batalla más no la guerra. Me incorpore y volví a la cama, me posicioné en
una esquina sin dejar de empuñar la sabana como si fuera espada del Rey
Arturo, con el corazón latiendo como un motor entre mi pecho cual “Corazón
Delator” y aguardando su regreso para librar la batalla final.
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CUCHILLO 

por Sergio Gabriel Eissa


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Carlos introdujo el cuchillo, profunda y velozmente como un rayo en


una lluvia tropical, en la carotida de Marcelo; luego que hubiera traspasado
decididamente el umbral de la puerta de su oficina como posesionado por
un designio que no le pertenecía y sobre el cual había intentado reflexionar
mientras subía por el ascensor desde la planta baja hasta el piso que ocupaba
la empresa donde la víctima ya se encontraba completamente muerta; a la que
había llegado caminando como un espectro bajo ese cielo otoñal que lo acom-
pañó paso a paso desde que había cerrado la puerta de su departamento como
dejando un mundo tras de si, al que sabía que no volvería; como así tampoco a
las escaleras que se habían deslizado bajo sus pies sin percibirlas; simplemente
había volado sobre ellas como un espíritu que había dejado de lado la alternati-
va del ascensor que estaba abierto como esperándolo frente a su puerta; puerta
frente a puerta; mundo frente a mundo; su mundo del que había salido dejando
todo como estaba; la cocina, el living comedor y el estudio con la computadora
encendida que tenía el correo electrónico abierto; y que había sido mucha la
tentación, que ni siquiera lo había pensado, porque su mano ya estaba más
allá de esas posibles reflexiones cuando se percató que era su viejo amigo el
que se lo enviaba a ella; con un adjunto que invitaba a ser abierto, aunque se
demorara, como su esposa que cantaba bajo la ducha sin que supiera lo que él
estaba haciendo; y aunque temiera, imaginara y, finalmente, supiera de que
se trataba al ver las fotos; una pose, una mujer, su mujer desnuda en su cama,
la que habían compartido por años, pero sin que él estuviera allí presente
ni siquiera como el autor de la foto, pero si con Marcelo; con esos primeros
planos que mostraban su doble sonrisa ocupando toda la imagen; y porque
había sido su sonrisa durante el desayuno la que lo había llevado al estudio;
que pese a que se había desarrollado con tranquilidad como hacia tantos años;
había percibido una leve diferencia, una pequeña alteración en ese ambiente de
rutina y de hastío, que no era otra cosa que el contraste entre su rostro opaco
y el esplendor de ella que lo sumía en la oscuridad; y pese a que la luz del sol
estival había invadido la cocina mientras preparaban esa comida mañanera
juntos con café con leche para ambos, galletitas de cereal y el queso duro que
había sacado de la heladera para llevarlo a la mesa compartida y dónde las cu-
charitas y el cuchillo; si el cuchillo con el que, finalmente, cortaría ese queso
y lo que había sido hasta ese momento su vida. 
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VIDA DE MUÑECA 

por Andrea Eixarch


Santa Fe

A Sofía le gustaban los nombres de princesas, los nombres importantes,


elegantes. Estaba segura que si su muñeca era rubia, se llamaría Esperanza
porque la esperanza siempre es rubia, se dijo para sí y además porque el verde
era su color favorito ¿tendría un vestido verde su nueva muñeca rubia? y si era
morena se llamaría Celestina, por la niña Celeste, claro, que tenía ese hermoso
cabello negro que todos elogiaban. Celestina, también le sonaba a heroína, a
vitrina y a purpurina, palabras dignas para tan respetable muñeca. De tanto
ser feliz se olvidó del frío, del colchón y del hambre de esa noche de tostadas.
Luego recordó que no había pensado en que su muñeca podría tener el pelo
rojo, entonces concluyó en que de ser así se llamaría Consuelo, porque el rojo
es un color que está cansado de ser malo y necesita un respiro, unas vacaciones
al menos. Estaba en estas meditaciones cuando los sueños, su sueño la venció.
–Quiero que Santa esta navidad me traiga una muñeca–le había susurrado
Sofía a su mamá antes de dormirse con el último silbato del tren y el crujir de
las vías–. Una muñeca grande, con pelo de lana y mejillas rosadas, como la de
Anita; esa que trae cada vez que su papá te visita y vos nos mandás rápido a
jugar a la cocina cerrando de un golpe la puerta. 
Nunca le había importado a Sofía ese pacto silencioso que su mamá es-
tablecía con ella, siempre creyó que en la repetición de la escena cotidiana,
esperada, se fijaba un límite mudo donde el universo de los adultos comen-
zaba y su papel, en ese mundo de media hora era el de ser simplemente niña,
gozando de un ratito de libertad condicional, sin reclamos, en esa vida con
sabor a poco. A lo largo del día, muchas niñas rondaban por su casa, no se
acordaba sus nombres, nunca preguntaba, pero si esperaba con ansias a una de
ellas. Se lavaba las manos y la cara para no mancharla, revolvía entre sus dos
pantalones y alguna remera heredada y elegía el mejor atuendo para tan grata
compañía. Sólo bastaba que la voz de su mamá dijera, cerrá la puerta, para
saber que Ana aparecería con su muñeca, Ana tan niña, tan princesa. Ana de
siete años, como ella 
Y en esa media hora diaria era emperatriz de Austria (ese lugar se lo
había soplado su amiga al oído y le sonó importante), domadora de leones,
única sobreviviente en una isla de agua clara, payasa del circo más colorido
del pueblo, maestra inteligente y amorosa, mamá de una niña llamada Sofía.
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Todas esas vidas de muñeca la llevaban a lugares insospechados, más allá de


la vía, de la puerta y de los ruidos que pretendía no oír. 
¿Te acordás de la muñeca mamá? La carta está en la mesa. Mañana vamos
a jugar. Y cerró sus ojos intentando dormir de todas las maneras que conocía,
el colchón y el piso parecían más duro que de costumbre y el frío se colaba
por los agujeros del techito provisorio de la pieza. Fue entonces que se dispuso
a pensar en el nombre de su ansiada compañía hasta que se quedó dormida,
lejos de todo.
Despertó inquieta buscando a su muñeca, salió al umbral para ver si Santa
no había querido asustarla, se agachó en la mesa, buscó en las ventanas. No
estaba, nunca había estado. Su mamá la abrazó más fuerte que de costumbre
y si la hubiera mirado a la cara se habría encontrado con ojos humedecidos e
hinchados de tanto amor, de tanta ausencia. 
Sofía ya no tendría los golpes de la puerta, ya no vendría Ana y su her-
mosa muñeca. Ahora estaría en una casa sin frío, sin hambre, sin lucha. Lo
supo al instante en que unas personas desconocidas se la llevaron a la fuerza,
sin entender, sin preguntar, cumpliendo hasta el último minuto ese pacto silen-
cioso con su mamá. Antes de irse, ella se acercó con un papel mal escrito que
Sofía intentó deletrear a duras penas mientras se subía al auto que la llevaba
lejos “vos siempre fuiste mi muñeca”.
En ese nuevo hogar de voces cálidas y ropa caliente, lo único que queda
de la niña es una silueta rubia de vestido verde, puesta para siempre en una
infranqueable vitrina que da consuelo a las miserias cotidianas de todos los
que pasan por el lugar. Una muñeca llamada Sofía.
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INSTANTES

por María Victoria Escoz


Buenos Aires

Los fuelles se pliegan y despliegan. La música inunda la pista., aún oscu-


ra. Una luz intensa recorta sus siluetas Las piernas dibujan arabescos, se cru-
zan en movimientos leves. Las pantorrillas de ella se elevan sobre unos tacos
aguja, que alargan sus piernas de un negro traslúcido. El brazo de él en su cin-
tura. Los perfiles de sus caras rozándose suaves. Los acordes juguetean en sus
pies. Ellos canturrean con sus cuerpos, exhalan brumas, inventan nostalgias.
La Catedral es un salón cerrado, pero el cielo de Buenos Aires se le
filtra por sus techos y lo inunda por dentro. Los músicos inclinan la cabeza
acompañando el movimiento de sus manos. Sus rostros tocan el acordeón.
Entornan los ojos .Miran con sus manos. Sus caras son una mueca sufriente.
Como si la vida misma empezara y acabara en ese instante, en esa canción,
en esa noche en la Catedral. Afuera seguramente tienen una vida, otra vida,
pero allí su pasado y su futuro se congelan. Ellos son sólo ese instante, esa
música, esa mueca.
En la pista él la lleva con su movimiento, ¿o ella en ese dejarse llevar lo
lleva a él? 
Ondulaciones leves, como un oleaje. Visto desde acá, desde esta mesa al
lado de la ventana : Los brazos de ella se funden en la espalda de él, que se
prolonga en el cuerpo de ella haciendo de los dos uno. Fragmentos mezclados.
Los ángulos de sus brazos, dejan entrever el borde de su cintura, los hombros
de él se superponen a la línea de su cuello. Pero el movimiento va cambiando
la imagen a cada instante. Ahora la silueta de ella tapa a la de él, como si hu-
biera sólo un bailarín.
Giran y ese giro los envuelve, y me envuelve Las paredes de la Catedral
también giran rápido como en una película. La gente que los mira, la barra,
las sillas se atropellan como un fondo esfumado en sus ojos Pero eso es sólo
el fondo para ellos, que ahora habitan en sus movimientos Ellos son sus mo-
vimientos. Son el roce de sus cuerpos. Imagino que hasta las respiraciones se
les funden. Despiden intensidad por sus poros. Se besan con los ojos, con las
piernas. ¿Dónde termina uno?, ¿dónde empieza el otro? 
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Quien sabe lo que andan murmurando..., quizás ni ellos lo sepan. Un saber


deshecho de palabras, un saber escrito en el aire, en la piel, en las ondas de sus
movimientos, en los tonos de ese tango.
Yo abrazo a mi chica muy fuerte, y bailamos sin movernos de la silla,
bailamos en ellos y ellos se besan en nosotros.
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LA TUMBA DE MÁRMOL BLANCO BAJO EL QUEBRACHO


COLORADO 

por Fabiana Faisal


Corrientes

Y estaba allí, siempre allí, un lugar sagrado, según la abuela, un lugar de


espanto, para las creencia s de Rosa la cocinera de la estancia, un sitio de intri-
gas para nuestra infancia. Sobre todo para las bestias de mis primos: Arturito
y Cesar, los hijos de Tía Clota, a los cuales aguantaba cada verano.
En la estancia “La gringa” solo éramos la abuela Jean y yo, claro que
“la gringa” era ella, una inglesa con todas las letras. Desde la muerte de mis
padres, hacía ya cinco años, vivía en el norte de pica de Santa Fe, en ese lugar
perdido de la Cuña Boscosa, hacía seis días que había cumplido los diez años.
La tumba de mármol blanco bajo el quebracho colorado, era nuestro
gran enigma, tatas veces pregunté por ella, pero la abuela Jean crispaba sus
ojos azules, arqueaba sus cejas indicando que de aquello no se hablaba. Más
me negaban las respuestas, más me entusiasmaba. Indagaba a Rosa, que era
bastante boca suelta, pero cada vez que estaba por desatar la historia, los ojos
celestes de la abuela la silenciaban y sentenciaban.
Arturito se subió al paraíso cercano al gallinero desde acá se ve bien –
gritó, señalando hacia el quebracho colorado, el cual estaba solitario en una
especie de islita rodeado por una lagunita. Cesar. Que era fanático de los
chorizos en grasa y el pan casero, resultado: el gordito, intento en vano subir.
–¿Qué haces lechón?–dijo riendo Arturito que era tan flaco como una
tacuara.
–No sabés que los lechones no son animales trepadores –La secuencia que se-
guía era común, Cesar le tiraba pedradas, Arturito se bajaba y se trenzaban a golpes.
Suspiré y en tres trepadas estuve casi en la punta del paraíso.
–¿Qué haces, Tita? Yo subí primero –se quejó Arturito con la nariz apre-
tada contra el brazo de su hermano. No le di importancia, hoy si llegaría hasta
la islita del quebracho colorado y su misterio.
Espere que fuera la siesta, era sagrada, la abuela nos mandó a dormir a
todos. Arturito y Cesar nunca se hubieran atrevido a desobedecerla, sabían que
los castigos de la abuela Jean eran durísimos, pero a mi algo muy profundo me
dominaba, era como si algo me llamara.
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Calce mi gorrita azul, las alpargatas, me tiré por la baranda de la escalera,


la puerta trasera y...Rosa.
–¿A dónde va usted, señorita?
–Aaaaaa. –Nada coherente para mentir.
–Mocosa, si su abuela se entera...–sentenció.
–Rosita... lo que pasa es que iba a esconder mis monedas, ya sabes que
tengo mi lugar secreto, si mis primos las descubren me las sacan.
Rosa suspiro, no podía con mis ojitos picaros.
–Está bien, vas en un rayo y vuelves, no quiero líos.
Salí corriendo como una luz, miraba cada segundo hacia atrás, temiendo
que Rosa pudiera adivinar lo que haría.
Y ahí estaba, el gran misterio solo la laguna nos separaba. La abuela me
lo tenía prohibido “Es peligroso Tita, son aguas malas, nunca, nunca te metas
allí, Júramelo...”. Su miedo jamás, lo entendí, una lagunita que no me llega el
agua ni a la rodilla. ¿Qué escondería la tumba de mármol? No lo pensé más
y me zambullí, nadé, fueron unas cuantas brazadas y allí estaba. Me acerque
lentamente, como evitando hacer ruido. La niña estaba sentada sobre la tum-
ba, tendría casi mi edad, rubia, ojos celestes y pecas en la nariz, como yo. Me
sonrió, me asuste ¿De dónde había salido? Mire la tumba, no podía leer el
nombre, ella estaba sentada sobre él.
–¿Quién sos? –pregunté, sentí un frío terrible. No respondió, sonrió nue-
vamente. El viento comenzó gestarse cada vez con mayor fuerza. Fue entonces
cuando escuche los gritos. Rosa, la abuela, mis primos, todos corrían hacia la
lagunita, unos peones se tiraron al agua desesperados, sacaron el cuerpo de
una niña, el cual ya parecía sin vida.
No comprendía, el llanto de la abuela se tornó desgarrador, rosa se aga-
rraba la cabeza y mis primos se abrazaban llorando. El viento cada vez más
tormentoso. La niña de la tumba me extendió la mano, me acerque y caí de
rodillas frente a la tumba. “Tita Henrich. Fallecida el 3 de Febrero de 1976. Tu
abuela te llorará por siempre”.
Miré hacia la estancia y está se fue perdiendo en una nebulosa, como una
pintura mal hecha. Entonces la niña habló:
–Es hora de irnos, Tita...
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NO TENGO CAMBIO 

por Stella Maris Farfán


Salta

“Nazarena siente que su corazón está a punto de estallar, como si una


fuerza invisible le oprimiera el pecho. No puede creer lo que sus ojos ven, el
destino de sus monedas no es el que esperaba...”.
Era un día lluvioso, Nazarena atendía su negocio de golosinas en un stand
de la terminal de ómnibus, como todos los días, sin nada extraordinario que
admirar, tan solo la gente que iba y venía en los colectivos interurbanos. De
pronto apareció él, como surgido de la nada. “¡Bello!”, fue lo primero que
pensó, y cuando él mostró su amplia sonrisa le pareció que, por un momento,
el sol surgía y lo iluminaba todo. Y antes de que ella pudiera decir nada él se
adelantó.
–¿Tenés cambio?–le preguntó. Le dijo que sí, aunque comúnmente lo
hubiera negado porque las monedas del cambio eran –según consejo de su
madre– únicamente para dar el vuelto a quien comprara alguna golosina.
“¿Quién le diría que no a un ángel?”, se dijo para sí una vez que estuvo sola.
A la jornada siguiente se encontraba sentada, buscando las nuevas ofertas
en la última cartilla de productos de belleza, miraba sin mirar pues por su
mente pasaban aún, los recuerdos del día anterior. 
–¿Tenés cambio? –se escuchó una voz masculina. Nazarena se paró casi
de un brinco, lo que provocó una sonrisa de parte de él, hurgó entre el dinero
recaudado en el que quedaban, por suerte, algunas monedas. Se quedó como
petrificada con el billete en la mano, viéndolo desaparecer en el otro extremo
de la terminal de ómnibus.
Los días se sucedieron, rutinarios, con la única diferencia de la presencia
de él, “y sus dos únicas palabras”, pensó. Cada vocablo quedaba resonando en
sus oídos como una bella, aunque corta melodía, que a Nazarena le hubiese
gustado seguir escuchando sin parar. Se imaginaba el día en que de la boca
de ése ángel saliera una interminable melodía celestial. Habría mucho que
contar, sin duda, no quería ser ella quien tomara la iniciativa porque le parecía
incorrecto apresurarse.
Pero los días pasaban y nada sucedía, la charla tan ansiada no llegaba nunca.
“Tal vez será un caballero y no querrá ser inoportuno”, se dijo para animarse.
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Cierto día, que ojalá no hubiera existido jamás, tomó fuerzas y se decidió
a seguirlo. Puso en la puerta del negocio el cartelito de “Vuelvo enseguida” y
se aprestó a averiguar para sacarse las innumerables preguntas sin responder,
que a diario la martirizaban. “¿Cuál será su nombre?”, pensaba, mientras cami-
naba sin perderlo de vista y seguía pensando, “¿por qué viene hacia mí todos
los días?”. De improviso él se detuvo y miró a ambos lados como buscando a
alguien; “¡Oh Dios, es casado!”, se inmutó. Pero ese pensamiento quedó des-
cartado porque él, su ángel, se dirigió hacia el local de revistas, no a comprar
como ella supuso, sino que entró al mismo y se sentó a atender.
“¿Cómo es posible que él también trabaje aquí y yo nunca antes lo haya
descubierto?”, se reprochó a sí misma. Cuando se disponía a enfrentarse e
iniciar el tan esperado diálogo, se le adelantó una mujer. 
–¡Hola, Darío! –Supo así su nombre–. ¿Tenés cambio? –preguntaba la voz
femenina. Nazarena siente que su corazón está a punto de estallar, como si una
fuerza invisible le oprimiera el pecho. No puede creer lo que sus ojos ven, el
destino de sus monedas no es el que esperaba. Sintió una bronca inexplicable
pero se contuvo y dio un paso atrás, luego otro... y se marchó corriendo.
A la mañana siguiente le pareció que tuvo un mal sueño, hasta que lo
recordó todo. Ya de vuelta a su trabajo se apareció él, simpático como siempre
y antes de que él pudiera decir nada, Nazarena se le antepuso. 
–No tengo cambio... Darío–le dijo. Con un nudo en la garganta vio como
se le borraba esa hermosa sonrisa y se fue sin siquiera preguntarle como sabía
su nombre, tal vez pensando a quien embaucar para conseguir sus codiciadas
monedas para aquella mujer, que a su vez... lo debe estar embaucando a él.
57

UNA VEZ MÁS 

por Alejandro Alberto Fiorenza


Santa Fe

Recuerda que sólo eres un hombre. Es lo que él escuchó aquella vez,


mientras ingresaba a la ciudad que entonces hacía las veces de hogar. Así
como en tiempos posteriores lo fueron tantas otras. Imposible fue para él
olvidar aquél rostro, divino, angelical, que se vislumbraba entre el tumulto de
personas que los esperaban victoriosos. Rostro que se hizo presente una y otra
vez, sin importar el lugar ni la época. Y que ahora lo hace de nuevo.
En esta oportunidad él camina por el boulevard, a paso lento pero seguro.
De frente, en lo alto, el cálido sol se posa sobre su cuerpo y le permite sobre-
llevar el frío que va dejando atrás la mañana invernal. El sonido al que presta
atención no es el perteneciente al tráfico, tan típico en la ciudad a esas horas.
En su lugar, ha preferido a los Beatles. Ya lleva caminando algo así como
veinte minutos. Casi llega a su destino. Sólo una cuadra. Sólo una calle por
cruzar. Para poner término a ese trayecto que en esta etapa de su vida recorre
todos los días a la misma hora. 
Fue entonces, en ese preciso momento, cuando la vio. Se prestaba a atra-
vesar la calle y al girar sobre su hombro derecho, para verificar el tránsito, ella
venía en su dirección desde la otra diagonal. Tal vez por casualidad, aunque
yo creo más bien que por causalidad, sonaba de fondo ese tema que tanto es-
cuchaba desde hacía unos años. Porque como suele suceder en esos momentos
que solemos calificar de mágicos, se coordinan los astros y lo que puede ser,
es. Así, apareció ella. Mientras él, con sus labios, dibujaba las palabras que
en inglés daban forma a la canción que obraba de banda musical: “Loveisold,
loveis new; Loveisall, loveis you1”. 
Se hizo presente, de tal modo, aquél viejo amor, que es al mismo tiempo
un nuevo amor. Porque aun cuando hayan sido tantas las veces que la ha en-
contrado y tantas las veces que la ha enamorado, en cada ocasión es distinta.
Como el ave fénix, su amor muere y renace. En tiempos y ciudades diferentes,
es verdad. Pero renace al fin. Porque en su caso, no sólo el mundo es redondo,
sino también el tiempo. Así lo ha decidido algún caprichoso demiurgo; o bien
ha sido el deseo del destino. En cualquier caso, él lo ha aceptado. Al menos
hasta ahora. 
No puede dejar de verla. Y si bien se cruzan sus miradas por un instante,
de inmediato la de ella se hace a un lado. No importa, está acostumbrado.
58

Siempre sucede igual. Porque imagínense. Él la conoce de toda la vida; de va-


rias vidas. Ella, por el contrario, lo ve por primera vez. Cientos de veces lo ha
visto por primera vez. Así que no le resulta para nada extraño. Además, sabe
que bastan un par de palabras. Porque hay algo en ella que de algún modo lo
recuerda. Siempre sucede igual. Otra de las bromas del destino, seguramente.
Sólo los separan algunos metros. Se acerca el momento. Es ahora cuando
tiene que actuar. Pero algo se lo impide. Cierra los ojos y la deja pasar a su
lado. A ella se la nota decepcionada. Esperaba un avance de su parte. Proba-
blemente había sido suficiente con la mirada para lograr esa primera conexión.
A él no le importó. Decidió, por una vez, tomar las riendas del asunto. Desa-
fiar lo escrito. Aún a riesgo de no volver a verla nunca más. 
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EL OTRO LADO DEL PLACARD 

por Sandra Clementina Gaíta


Buenos Aires

Sábado por la tarde. Los últimos rayos de sol se cuelan por el ventanal
de mi dormitorio, mientras oigo el alborozado canto de los pájaros. Suena el
teléfono. Imagino que sos vos. Ya casi nadie utiliza las líneas fijas. No me
equivoco. Escucho tu voz profunda y solemne. Intercambiamos un cordial
saludo. Me informás que en un rato pasarás por casa a buscar el resto de tu
ropa. Me preguntás si podremos tomar un café.
–Imposible –contestó–. Estoy preparándome para la fiesta de fin de año
en la casa de Andre.
Parece no importarte. Parece no importarme. Como si los veinticuatro
años que vivimos juntos se hubiesen esfumado, sin dejar mella alguna en nues-
tras vidas. Cortamos. Continúo maquillándome. Escojo, cuidadosamente, el
color de labial que mejor combina con mi atuendo. Al girar el rostro, no puedo
evitar pensar lo hermosa que es la primavera en sus últimos días. Todo luce
lozano y a la vez cautivante. El follaje de los árboles muestra tonalidades acei-
tunadas, verdemar, esmeralda. Es maravilloso observar el cambio por el que
atraviesan las plantas. Como, de acuerdo al momento, van transformándose.
Es inevitable que me abstraiga del panorama y comience a enfocarme en
nuestra relación, en la manera en que fue mutando. ¡Cuánto tiempo juntos!
¡Cuántas vivencias compartidas! Existe una innegable afinidad entre noso-
tros. Amor indiscutido por la literatura...¡Si habremos leído tardes enteras sin
intercambiar palabra, pero sabiendo que el otro estaba en la misma frecuencia!
Charlas eternas sobre política. Horas hablando de nuestros planes para un
futuro que fue, poco a poco, trocándose en presente.
Súbitamente, sin pedir permiso, mis pensamientos se dirigen al instante
en el que me comunicaste que te irías de casa. ¿Qué podía decirte? La deci-
sión ya había sido tomada. Racional como soy, me auto convencí de que era lo
mejor; si verdaderamente lo preferías, no tenía sentido tratar de persuadirte.
Y me propuse estar bien. No era ni la primera, ni la última mujer en esa situa-
ción. Creí haberlo logrado. Bastante bien me manejé en este par de meses. No
sentí angustia alguna. ¿Puede ser factible? Me aseguran que no. Pero yo seguí
con mi vida. Como lo hacen las plantas en cada estación, me fui adaptando;
acomodando, diría.
60

Vuelvo al maquillaje. Me delineo los ojos. Ya está. Resta solamente po-


nerme el vestido que dejé sobre la cama. ¿Tendré frío? No importa. Tomo la
cartera. Es hora de partir.
Curiosamente, ni bien salgo de casa, olvido que recorrerás las habitacio-
nes que, alguna vez, fueron tu refugio; que vaciarás lenta y prolijamente cada
uno de los estantes; que mirarás con desaprobación si algo no se encuentra en
el lugar donde solía estar.
Disfruto de la fiesta como pocas veces lo he hecho. Bailo descontrolada-
mente. Entablo diálogos con desconocidos. Me aturdo con la música que me
transporta a mi adolescencia, cuando ni por asomo se me cruzaba por la mente
que pasaría por una fase semejante. Quisiera quedarme hasta el amanecer,
para reafirmar que siempre hay un nuevo comienzo. Pero, más de uno acusa
cansancio, y emprendemos la vuelta. ¿Por qué será que, desde chica, siento
que los viajes de regreso son más cortos que los de ida?
Pongo la llave en la cerradura. Me embarga una extraña melancolía.
Nada denota tu paso por el departamento. Corro a tu placard. Lo abro. Está
completamente vacío. Repentinamente, un soplo de tu perfume me invade.
Y, casi sin percatarme, comienzo a llorar. Lo hago con ese desconsuelo que
solo el desasosiego justifica. Quiero parar y no puedo. Voy a tu baño. Respiro
profundamente. Me lavo la cara. Trato de controlarme. Poco a poco me voy
calmando. Si algo no deseo, es que tu padre se percate de lo que me pasa. Él lo
está experimentando desde el instante en que nos dijiste que querías desplegar
tus alas. Erróneamente, supuse que a mí no iba a sucederme. Sin embargo, me
equivoqué. ¿Será que es ineludible atravesar el tan trillado síndrome del nido
vacío?
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VIDA DE TANGO 

por Julio R afael García Ríos


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

La garúa le daba un brillo especial a la vereda. Arracimados bajo el tol-


do, seis hombres asentían con gesto grave las generalidades sobre la muerte
vertidas por el patrón Allende. La garúa derivaba en llovizna obligando a los
hombres a entrar nuevamente en el salón velatorio. Aceptaron la copita de anís
ofrecida por el lacayo del servicio, el flaco Lubeznik, que supo ser marcador
de punta del Doque. Un sollozo femenino enmarcó la situación incómoda para
todos.
Amado, alias Lavandina, leyó, más bien deletreó, el nombre del finado–
Antenor Barriales– para hacer la pregunta inevitable: ¿Cómo murió el hombre?
–El Antenor murió en su ley –explicó el turco Zenón–.Una esquina, un
farol, una percanta y dos guapos, y el macho Manopla lo cosió a puñaladas.
–Se me hace difícil creerlo.
–Es la fatalidad, es el tango; sí, lo mató el tango.
–Explíquese mejor, mi amigo.
–Es fácil, todos ustedes saben el tango que por ahí dice “en sus muros con
mi acero, grabé nombres que quiero, Rosa la milonguita, y la rubia margot, y
en la primer cita la paica Rita me dio su amor”. Y bueno, Rosa, Margot, Rita,
fijensé que son todos nombres cortitos. Pero al Antenor se le dio juego de
Griselda, Secundina, Etelvina, Inocencia, las alemanas Ingeborg y Liselotte,
la tana Gigliola, Enriqueta, la enfermera Guillermina, todos nombres largos,
de difícil escritura en paredes de mármol o granito. Así fue desgastando su
facón, con la única tentación del orgullo de registrar sus triunfos amatorios
asimilando su virilidad a su facón, reduciendo la hoja a tres centímetros esca-
sos. Manopla lo buscó y Antenor no iba a recular, pero con su facón de copetín
no tuvo oportunidad contra el facón adversario que era casi una espada, por
más que el cafiolo después dijo que no se dio cuenta. No somos nada, nada.
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HAMBRE 

por Liliana Margarita Gimenez


Santa Fe

Era muy temprano. El aroma a pan recién horneado se metió por mi nariz
y aunque me pesaba el cuerpo,mi alma quiso salir a buscarlo y vagó por las
calles del barrio suspendida a centímetros del suelo hasta dar con la panadería.
Pidió medio kilo pero le dieron uno;sólo un pan gigante en una enorme bolsa
de papel madera. Desnuda,se fue pellizcando pedazos pequeños del crujiente
pan. De pronto,el sabor a goma espuma de mi almohada la devolvió a mi
cuerpo. 
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UNA DELGADA LÍNEA 

por Diego Nicolás Gonzalez


Buenos Aires

El foquito funcionaba; sabía que si fallaba el foco sería mi última oportu-


nidad de ser libre. No podía fallar, si lo hacía volverían a atraparme, volverían
a encerrarme y no podía volver a ser prisionero, esclavo. Volverían a experi-
mentar conmigo, volverían a señalarme y decidir que ropas usar, que comer,
a qué hora dormir.
Vi que dejaron la puerta abierta y aproveché. Salí sin ser visto y corrí por
el pasillo haciendo el menor ruido posible. Quise bajar del segundo piso por
el camino más recto, pero allí estaban. Guardianes blancos con olor a plantas
me miraban y se reían, cómplices sus miradas, seguras de que vencerían en la
cacería que se avecinaba. Giré sobre mis pasos, y corrí en dirección al segundo
piso nuevamente. Por los pasillos los otros reclusos vitoreaban mi andar lige-
ro, mientras los torpes guardias me seguían no muy de cerca, molestos por el
sobrepeso que los anclaba a la tierra.
Subí, subí incansablemente pero mis pies dejaban de ser ligeros. Los nar-
cóticos que me inyectaban a diario tenían efectos secundarios y lo descubría
en ese momento de la manera más inoportuna. Me tropezaba con algunos
estantes, pero los dejaba en el camino para que estorben, había un solo camino
posible y era seguir sin ser atrapado. 
Luego del cuarto piso se encontraba el acceso a la terraza, al llegar allí no
había más nada, sólo el firmamento. Los robustos guardias me estaban cercan-
do cuando comenzaba a desesperarme, pero luego sucedió. El foquito brilló
intensamente, jamás lo había hecho de esa manera y era admirable tanto como
hermoso. Tomé carrera, y me apunté hacia la cornisa, luego cerré los ojos.
Contra cualquier pronóstico no pudieron alcanzarme. Cuando los abrí estaba
volando lejos de los guardias en dirección a la noche oscura, al cielo abierto,
a la libertad. El viento se sentía fresco, la velocidad era cada vez mayor y por
fin había escapado, no necesitaba más nada, una nueva vida me aguardaba.
El golpe seco se escuchó en las cercanías del edificio, la carne golpean-
do contra el duro pavimento hizo eco en el corazón de los otros internos del
hospital. Las sirenas de diversos colores y seductoramente rítmicas como
cantos mortíferos atraían a los ojos curiosos hacia la muerte, la muerte ajena
de un desconocido que saltó de un edificio. Los espectadores del macabro
espectáculo se agolpaban en torno a la cinta de precaución para ver con asco
64

y fascinación los restos de un suicida que se quitó la vida. Eran muy pocos
los que pasaban junto a la escena ignorándola, pero el que lo hacía, ignoraba
absolutamente todo, ensimismado en sus asuntos. Y el mundo seguía girando
como si nada hubiese pasado.
En los noticieros y diarios locales a la mañana siguiente se obtuvo el parte
del director del hospital psiquiátrico donde un hombre se habría quitado la
vida. En el mismo el médico psiquiatra informaba a los periodistas y la prensa
en general:
–¿La familia ya identificó el cuerpo, doctor?
–No, el paciente no tenía ningún paciente declarado vivo. Llego hace ya
más de diez años del brazo de unos tíos y nunca más se los vio. La plata la
depositan mediante un giro bancario.
–Doctor, se estima que el paciente fue mal medicado por lo que en un
arranque de locura saltó del techo, ¿Qué puede decirnos sobre esto? 
–Eso es completamente falso, es una especulación.
–¿Por qué cree que se hace esto?
– Esto se debe a que necesitan una noticia que venda más. No hubo nada
malo con la medicación habitual del paciente, no le pasaba nada por la cabeza
cuando saltó, solamente fue un hecho desafortunado que lamentamos mucho. 
El bullicio de los periodistas rondando como hienas acechando al director
se extendía como ruido a lo lejos; más cerca, allí donde había estado el cuerpo
y donde la mancha de sangre en la tierra bajo las baldosas seguía latente, sin
la menor intención de marcharse, se erguía una delgada línea rojiblanca con
la leyenda “NO PASAR”.
65

LA VENGANZA DE KAFKA 

por Paola Andrea Gonzalez


Buenos Aires

A la madrugada Daniel se despierta aterrado. Sus sueños otrora calmos se


habían tornado perturbadores. Oscuros. Un insecto gigante intentaba comerlo.
Se tapa con la frazada hasta la coronilla. Quiso levantarse para despejar sus
miedos pero su cama se hizo gigante. El cuarto le pareció enorme. Se tapó
nuevamente. En un arrebato de valentía decidió correr hacia el ropero y es-
conderse. La operación tomó más de lo esperado, pero media hora después,
casi sin aire se escabullía en el amplio mueble. Cierra rápidamente las puertas
y nota que algo está pasando. La espera se vuelve insoportable. No está solo.
Eso es lo peor, tener la certeza de que algo lo acompaña. Escucha atentamente
y a lo lejos se oye algo arrastrándose. Un ser de otro mundo vaga por la habi-
tación. Luego silencio total. De a poco entreabre una de las puertas del ropero
y se asoma. Respira profundo y sale de su refugio. Camina despacio, aturdido.
La madera del piso cruje. Eso lo exaspera sobremanera. Se acerca despacio a
la mesa de luz. Toma una lámpara de porcelana como arma. Era horrible, flo-
reada y enorme. Se apoya en la pared lateral del cuarto. Todo parece normal.
De repente ve algo que brilla. Daniel entra en pánico. Cae redondo al piso y
la lámpara se quiebra en mil pedazos. Un insecto se pasea plácidamente sobre
el escritorio. A los pocos minutos vuelve en sí y mira de reojo al ser oscuro
y convexo. 
El insecto ya no se mueve. Daniel lo cree muerto. Pero con los insectos
uno nunca sabe. De repente ve que el animalejo se posa de forma amenazante.
No duda, velozmente toma un diario y lo golpea dos veces. Lo tira al cesto de
basura y ya más tranquilo se vuelve a dormir. A los pocos minutos comienza
a tener pesadillas pero esta vez un insecto aún más grande que el de la última
vez lo agarra por el cuello con sus patas finas pero fuertes. Sus mandíbulas se
mueven sin cesar. Un líquido espeso y de olor putrefacto se desprende de sus
fauces. Daniel grita pero el animal lo empieza a devorar. Nunca sintió tanto
miedo. Al despertar salta de la cama. Mira el cesto. El ser oscuro y convexo
sigue en el mismo lugar. Sin pensarlo dos veces lo toma cuidadosamente y lo
acomoda en una cajita. Lo tapa y se encamina apresuradamente a la Ciudad
Vieja. Cruza el puente. Deja el diminuto paquete en la puerta de una casa lleno
de temor y corre al hotel. Al anochecer el insecto de a poco empieza a mover
las patas. Se sacude y sale de la caja. Al otro día Daniel aparece muerto en su
habitación, su cabeza estaba adentro del cesto de basura.
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PARA DECIR ADIÓS 

por Lucas Nicolás Hardt


Buenos Aires

Para decir adiós me queda poco tiempo. Para despojarme de tantas per-
sonas, como si cada una fuera un pétalo que se hunde en mis dedos, hasta
hacerse carne y formar parte de mi cuerpo tan hundido de penas. 
A dónde se fueron esos momentos de correr junto a mis hijos, de sentir el
viento deformando mi rostro. De mirar por el balcón aún sumiso, y alcanzar
el éxtasis mirando las montañas, aquellos picos altos, exagerados. Mirando
como los pétalos abandonaban tan de prisa al geranio, sin temor alguno de
desnudarlo a la vista de todos. 
A dónde se fue el correr del tiempo, aquel reloj que nos apuraba, que di-
bujaba nuestras vidas con trazos inconfundibles, que las pintaba con el mismo
terror que sentimos cuando nos vemos reflejados en un espejo y las exhibía
frente a nuestros ojos que preferirían ver hacia otro lado.
A dónde se fue el aire puro que solía respirar cada mañana. En qué lugar
se esconden esos suicidas con poca gracia, reprobando los labios jamás oídos.
A dónde se fue aquél ciego que me repetía: “Es mejor quemarse, que apagarse
lentamente”.
Y ahora, mordiendo el llanto que traspasa mi boca áspera y arrugada,
miro caer una nueva hoja del geranio. Esperando que el viento me haga volar,
como a todos los objetos del balcón. 
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RESIGNACIONES 

por María Noelia Ibáñez


Buenos Aires

El vértigo del subte a las diez de la mañana. El vértigo de la relación entre


el cosmos y la búsqueda epistolar del siguiente personaje. Es increíble el abis-
mo entre las notas de Chopin y los rojos de Goya. Increíble el caos de pensar
todas estas cosas juntas a la mitad del café y resignarlas, porque es tarde. No
hay abismo en realidad, el rojo en Chopin es también la sangre del pueblo.
La idea del yo-yo que perdí, la vaga idea que me lleva a una vereda de
piedra. Cuestionamientos del segundo café al aire ¿libre? de una esquina,
guijarros del tiempo o trozos de barro en el libro que también perdí. Y perdí
la sonrisa inocua de oler esas páginas, las fosas nasales todavía vírgenes. Los
fuegos de Julio o encender la limosna del recuerdo. Las dudas de combate
rendidas en la trinchera. Jugar con el lápiz obstinado en crear... ah, y los restos
del fantasma que viene como un vómito repentino. Dudar entre dejarlo parir
o ir a la verdulería. Los crueles elementos que hacen al poema o la solapa de
una carpeta de anotaciones manchada con mate. Ingenuamente se me develan
todas las certezas que no me dejan dormir. Me abandono al costado de la
mesa, al lado del montón de hojas que te piden a gritos. Pero no hay caso, las
cartas me desamparan. 
El vértigo de necesitar escribir (escribirte) o imprimir (arrojar) una pala-
bra, tal vez para volver a las disquisiciones más elementales. 
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UN ATRAPADOR DE AGUAS VIVAS 

por Pablo Manuel Iglesias


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Padre me enseñó la técnica. Ellas nadan panza arriba, de esa manera


despliegan sus filamentos con pericia para poder picarte. Hay que agarrarlas
por debajo, dejar que los filamentos se te peguen suavemente en el brazo,
como una bolsa de supermercado mojada. Fuera del agua, no puede picarte.
Sacarlas a la vista de todos, jugar al héroe de playa, hacerle competencia al
guardavida y hacer un pozo en la parte de la arena seca y caliente y enterrar-
las allí. Y si te llega a picar, hay que refregarse arena mojada en la zona de la
herida y aguantar el ardor. Las aguas vivas no se pescan ni se cazan, se atra-
pan y se dejan secar al sol porque son dañinas y no cumplen ninguna función
en el ecosistema. Como una mala obra de teatro. Una mala obra de teatro es
agua muerta, estancada. El maestro me enseñó las herramientas para atrapar
una buena obra de teatro. Yo practico y practico para lograrlo, porque soy un
trabajador, un trabajador de la escritura, y me gusta la misma en todos sus
formatos pero prefiero el teatro porque tiene una voz viva, singular: la voz de
los actores que mejoran mi voz. Yo amo hacer teatro porque amo a los actores,
porque alguna vez fui uno de ellos pero no me dio. Los amo a pesar de que en
la gran mayoría de los casos son bastante insufribles, pero los comprendo, yo
comprendo ahora lo que ellos no comprenden. Que son de vital importancia en
un oficio que no suele dejar mucha roncha. Si un cirujano hace mal su trabajo
alguien puede morir, si un juez hace mal su trabajo alguien puede ir preso
injustamente, pero si un actor actúa mal, ni hace falta refregarse con arena. El
agua viva más imponente que se puede ver en estas costas es “La cruz roja”
es grande como un paraguas abierto y tiene dos rayas rojas cruzadas en su
centro, es realmente preciosa la hija de puta, casi una medusa. Una medusa
pequeña. Una vez vi a uno desde el muelle de Villa Gesell que intentó atrapar
a una cruz roja con su mediomundo pero ella logró escapar. Como esa obra
de teatro que persigo hace años. A la que algún día voy a atrapar con las dos
manos y se la voy a mostrar a los actores, les voy a intentar transmitir lo que
padre me transmitió para que ellos la atrapen con sus propias y mejores manos
y vamos a armar nuestro propio océano con las herramientas que el maestro
me enseñó y los vamos a cagar picando a todos. Quiero hacer mi propio Mon-
te Hermoso, histórica playa donde alguna vez tuvieron que dinamitar el mar
porque estaba infestado de aguas vivas, ellas se partieron y se multiplicaron,
como el teatro, como cada vez que un pícaro dice que el teatro está muerto. Yo
69

soy un atrapador de escrituras y con eso que me enseñaron padre y maestro me


alcanza para seguir detrás de mi pequeña medusa. Les deseo a todos un año
lleno de picaduras de aguas vivas. Total después se frotan y listo. A lo sumo
una roncha. Puro teatro.
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SOMOS 

por Denise Nieves Koziura Trofa


Buenos Aires

“Soy eso lindo de lo que te vas a acordar cuando seas grande”. Escuchó
dentro de sí como un susurro. Su voz golpeaba fuerte y se trenzaba con el
viento. Miró a su alrededor en vano, no había nada, ni oscuridad. El día era
inconfundiblemente claro. El césped verde se colaba entre sus dedos, y debajo
la tierra húmeda en un milagro de verano. La perfección del día velada por
su ausencia. La vida marchaba en una exquisita ironía. Se tendió con la cara
al cielo, y fijó su vista en el sol. Como si eso fuese normal y posible. De sus
ojos brotaron mares y no tardó en enceguecerse, sumido en una luz vesicante.
Vomitó alaridos mientras enterraba sus dedos en la tierra. Y tentó a Dios. Ce-
rró los ojos por completo, y volvió a oír la brisa. “Deberías de consolarte ya”.
No supo tampoco de dónde provino eso. Si de su ángel o sus demonios. Ante
el ardor en su rostro, su cuerpo volteó por instinto y algo de tierra le llegó a
los pulmones. Humedeció un poco más el suelo y se contestó a sí, que jamás
habría de hacerlo. “Así nunca habrás de recordarme...”. Cerró los ojos en paz
y esbozó una sonrisa. Supo entonces, que pronto, habrían de recordarles a
ambos... 
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MARCIALMENTE 

por David Leonhardt


Buenos Aires

Por el Este entra un viento que seca los ojos; del otro lado, las piernas de
Marcial se mueven sobre dos pies rígidos que abrazan el cemento a cada paso.
El carro que arrastra tiene dos ruedas y un enrejado que de improvisto habrá
armado, siglos atrás, algún inexperto artesano de pelo largo y uñas roídas por
el acero; rostro amable, quizás, dedos de guitarra. Marcial sabe dos canciones
de tres acordes cada una, y las repite cada vez que el vino le afloja la lengua,
picaneando el llanto de su audiencia, siempre, sin excepción. Lloran a moco
tendido, con los ojos bien llenos de agua, como la mamá de Marcial el día
que se lo llevaron entre cadenas y gorilas vestidos de azul. Le habían puesto
una capucha color café, su color favorito, y le agarraban los brazos como para
desarmarlo y, con la cabeza entre los hombros, lo tiraron en la parte de atrás
del patrullero que gritaba furioso en la orilla de la vereda.
–Paredes de terciopelo azul –le dijo Marcial al suboficial Ibañez.
–Este negro tomó algo Sargento –le dijo Ibañez a su inmediato superior.
El superior se quedó callado, masticando una respuesta que no llegó hasta
que entraron en la taquería, donde por fin remató con un “Y bueh... así son
todas estas lacras”. 
Sangre. El día despierta envuelto en sudor escarlata y derrite las nubes. El
sol seca la sangre de los enemigos entre las finas hebras de pasto algodonado;
por el aire cabalga un fétido grito de muerte, palabra de muerte, murmullo de
muerte. Los perros y las negras ya se acercan a desgarrar la carne infecta de
los enemigos, de sangre seca, y fría. Victoria.
El acero subió derecho por la costilla siniestra, estallando en serpentinas
plásmicas que danzaron sobre el cielo mañanero. El Zurdo todavía sostenía la
faca virgen cuando le entró el último aire al cuerpo; sobre la sangre mojada se
deformaba la mirada niña de Marcial. “No le iba a durar mucho la paciencia al
Marcial”, “pobrecito”, decían cuando veían salir al nene de la cueva del Zurdo,
con los pies rígidos que abrazaban el cemento a cada paso. Con los pies rígidos
y asqueadas las piernas de dedos demonios, y las manos, y los ojos bien abier-
tos que vieron lo que ningún otro par de ojos abiertos de niño debiera haber
visto jamás. Sólo el río plateado sabía lamer sus heridas, chuparse el asco de
su piel derrotada; todas las tardes, volviendo de lo del zurdo, se sentaba frente
al agua cuasi-pútrida del Plata, para ver pasar los veleros que nada sabían
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del asco, de las manos, de la sangre que exclamaba libertad, bajo la costilla
izquierda del hombre-oscuridad, esa tarde lenta de verano.
El llanto de las niñas que lava la sangre, sangre seca y eterna sobre el
pasto de terciopelo. Los caballos acaban de morir sus muertes de caballo. Los
hombre mueren sus cuerpos, y sus niños mueren, simplemente. La carroña
asciende al paraíso en boca de buitres, y volverá a la tierra en forma de lluvia
rococó petróleo, para saciar la sed de las fauces abiertas y secas de los ciegos
de verdad. Victoria.
Los rayos cansados del sol se aburren en la oscuridad de la casa de Mar-
cial. Ahora el hombre camina sambeando los pasos, haciéndolos casi copla,
detrás de un carro viejo más viejo que el tiempo que le duró la pena. Los alien-
ta aún más cuando la sombra de un viejo paraíso le enrama la cara, tirando del
carro, por la vereda. Se detiene y respira; se seca la frente llorona que le hace
picar los ojos más que el sol. Se detiene y mira pasar las sombras, que se caen
sobre la vereda, como una cebra de sombras, sobre la sangre seca.
Sobre el pantano bermellón del campo de batalla flotan ejércitos de pe-
queñas moscas, sedientas, ansiosas de un poco de muerte para continuar su li-
naje. Carruaje de paredes de terciopelo azul y fofos almohadones de pluma; el
chauffeur espanta lo que puede con sus manos, y desde la cabina se escuchan
las toses de los niños fastidiados de tanto viaje y tantas moscas. Ya no soportan
las piedras y el fango; los negros, las perras, custodian jadeantes el carruaje de
paredes azules y niños dorados. Los muertos marchan como sombras sobre la
sangre tibia; el pasto aterciopela la sangre casi seca de los hombres, mientras
la tarde muere sobre el campo.
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SALTO 

por Verónica Leyes Castro


Buenos Aires

Cuando hubo llegado la noche, bajo el claro de luna, corrí con fuerza
abnegada hasta el puente.
Todo era silencio.
Cuantas veces quise retroceder el tiempo, y aun así el alma mía soportaba
endeble la carga de los días. 
Cuantas veces había castigado mis noches eternas con el peso de la culpa.
No bastaba el profundo pesar de mi conciencia, también debía soportar la
condena ajena, clavada como un cuchillo, sobre el pecho.
Tanta gente vaga por el mundo destrozando horizontes... ¡pero no! pare-
ciera esta noche que la humanidad se ha ensañado conmigo.
Ahora... Todo es silencio.
Los sauces chillan a orillas del río. Se tuercen las hojas sobre el agua
oscura.
Ahora no hay nadie que vea mi amarga desdicha.
Que gran paz se siente. Qué dulce es el desapego... 
El viento sopla denso sobre el rostro, y tomo un último respiro... y salto. 
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NICASIO 

por Sandokan López


Buenos Aires

Casi sin sombra avanza Nicasio rumbo a los galpones de la estación de


trenes . A los tumbos va ese hombre que supo ganarse la vida a trompazos.
Náufrago perpetuo en el mar del desconcierto, agotó los salvavidas y se hunde.
Las aguas turbias del desamor y del desprecio lo ven ahogarse lenta e inexo-
rablemente. Tiende sus manos sucias y percudidas en busca de la moneda
salvadora. Manguea una chirola, mendiga una sonrisa. Tiene tan achatada la
nariz como el alma. Sus arrepolladas orejas reciben el sonido del tren; le sirve
de llamador, lo guía. El punzante frío del invierno es malo para sus huesos
.Los golpes le siguen doliendo a pesar de los años. El espectro de gorro de
lana y barba grisácea cuenta las monedas para el vino del estribo. No alcan-
zará, como siempre .Él lo sabe y el almacenero también. En el cuaderno de
los fiados “el campeón” tiene una cuenta. Como en la vida,sus números están
en rojo . Se bambolea pero va, como tantas noches lo hizo frente a aullantes
masas de espectadores sedientos de sangre. Si llega a tiempo, en el copetín
al paso, antes de cerrar, le darán un sandwich invendible o una medialuna
reseca. Avanza el fantasma, la gente lo esquiva .Huele a humo y olvido. Los
taxistas de la estación le invitan los cigarrillos para pasar la noche. El hombre
de párpados caídos acomoda los cartones y las frazadas raídas. Esta noche el
frío lo arrinconará y le pegará más de la cuenta. Se le irá metiendo por cada
una de las cien cicatrices. Bajará la guardia. Esta vez le contaran hasta diez.
Ni se dará cuenta .Seguro soñará que una autobomba lo pasea por el pueblo
victorioso mientras la gente lo aplaude.
La sirena sonó, cuatro bomberos desganados lo llevaron. En silencio.
Apenas le alcanzó para transformarse en recuerdo. 
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AL NIÑO ENTRE LAS GÁRGOLAS 

por Emmanuel Lorenzo


Buenos Aires

“Si una gárgola se desprendiera de sus alas de granito y fundiera sus


cuernos, atravesara las nubes eternas y descendiera hasta la calle desde su
pedestal cimentado en la cornisa,desempolvara sus cansadas rodillas, vistiera
las ropas de moda y ejerciera con talentosa impostura el engaño tradicional de
la verticalidad del hombre, ¿qué la separaría entonces de nosotros?”. Cuando
le leí a mi hijo ese párrafo, el último de la novela infantil “Donde duermen
los fantasmas” (Michael Brighton, Londres, 1811 – 1892), me respondió que
no lo entendía. 
–Lo que pasa –me esforcé por aclararle– es que las gárgolas son... 
–¡No! No es eso, sé qué es una gárgola. 
–¿Entonces? 
–No entiendo cómo podría abandonar su refugio en el cielo para bajar a
este mar de carne–me explicó.

Me alejé en silencio de su habitación y lo dejé durmiendo. Recién en la


mañana reuní el valor para reencontrarle los ojos y le dije:
–Tal vez la gárgola anhela lo que respira debajo de la carne, lo que nos
distingue del mármol y la piedra. Lo que llamamos amor, y hasta muerte. 
Me miró abstracto desde la silla, al igual que lo haría un extraño que se
hubiera apoderado de sus aureolas negras, y me sonrió. Transcurrieron veinte
años y todavía no sé si esa mañana mi hijo aprendió el secreto de la sensible
ontología humana o si sólo se bautizó en piedad y me dio una dulce cátedra
de condescendencia. 
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MI PERRO TENÍA VOCACIÓN DE PILOTO 

por Cirilo Guillermo Lucero


San Luis

Chiquito, así lo bauticé cuando me lo regalaron. Era un cachorrito y su


pelo tenía el color del té con leche. Era un perro de raza criolla según mis
viejos que lo contemplaban arrobados. Juguetón, mientras crecía fue mi com-
pañero al jugar a la pelota. La pelota era de trapo. Yo lo gambeteaba, y pronto
se transformó en un defensor de aquellos. No lo podía pasar. Casi siempre se
quedaba con la redonda entre sus fauces y salía corriendo. Lo apodé Marante,
por aquel famoso defensor de Boca. Ante mi empeño por rescatarla, como si
se diera cuenta que debía continuar el juego, la dejaba en suelo y se quedaba
parado frente a ella mirándome fijo como diciéndome “dale, empecemos de
nuevo”. Y seguíamos el juego. Varias veces en el día repetíamos la farsa. Por
las tardes, mientras hacía los deberes de la escuela en la cocina, se paraba
frente a mí con la pelota en la boca a modo de desafío. Yo, por varios minutos
simulaba no verlo y no renunciaba a su posición desafiante. Era casi un enano
mi “chiqui”; no más alto que un perro “salchicha”. Cuando con mi caballo
blanco, un viejo palo de escoba, con riendas y todo, salía a cabalgar por los
“andes” que había en la quinta de nuestra casa, él se me adelantaba para su-
bir el “cerro”, ese voluminoso montón de tierra acumulada, como si fuera el
baqueano del general, que con la espada de madera esperaba a los godos para
darles su merecido. ¡A la carga! ordenaba el general levantando la espada
apuntando al enemigo. El encuentro fue titánico. Cientos de cabezas volaban
por los aires. Pobres mis viejos. Tantas plantas de maíz descabezadas. El ba-
queano también se prendía en la batalla, corriendo veloz de un lado para otro
garroneando a los caballos del enemigo. Muchos usos tenía mi caballo; era
lanza, tambor mayor de la banda imaginaria, y simulador de vuelo. Sí. Aun-
que no se crea, “chiqui” reveló su profunda vocación de volar por los aires. El
caballo blanco suspendió su afición hasta la próxima batalla. El tambor mayor
dejó de dirigir por un tiempo las sonatas de la soldadesca. Un día cualquiera,
salí a la ancha calle de tierra con escasas cuatro casas en la cuadra. Portaba
en mi mano el tras mutante compañero, el viejo palo de escoba. “Chiqui” no
estaba ausente. Se paró frente a mí inquiriendo cuál sería el juego. Su mirada
hablaba. Le apoyé el palo cerca de la boca. Lo mordió con fuerza. Pretendí
sacárselo. Fue infructuoso. Lo mordía con más fuerza y tiraba para atrás.
Sus ojos me miraban como diciendo “dale, dale, hazme volar”. Ya lo dije: su
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mirada habla. Comencé a girar a media altura con él prendido en el extremo


cual una garrapata. Cinco, diez, quince vueltas a veloz vuelo hasta que se le
acalambraban las quijadas y se soltaba. El impulso lo hacía derrapar varios
metros. Terco, volvía al instante a prenderse del simulador de vuelo. Tres o
cuatro veces repetíamos la maniobra. Contento él, recontento yo. Luego lo
levantaba en brazos y lo felicitaba con un par de besos. Su agradecimiento
consistía en hociquearme suavemente la nariz. Lo repito su mirada hablaba.
Días después volvía el simulador a ser el caballo del general. “Chiqui” quería
ser piloto. El general, liberar la patria.
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JOHN 

por Leandro Luna


Buenos Aires

El día que John Candy murió, estábamos sentados en la barra de un bar


ubicado en el pico de una montaña. El lugar estaba repleto. Las jarras con cer-
veza desfilaban y los enanos que llevaban un cuenco de heroína en la cabeza se
paseaban de una punta a la otra. No había chance de salir vivo de allí. Éramos
los últimos minutos de vida de todos los cuerpos del mundo. Los milímetros
de tabaco que se acercan a la colilla de cigarrillo. Lo que nadie quería mencio-
nar. Morrison leía poemas en un rincón y Vaughan acompañaba con algunos
punteos de guitarra. Nadie se les podía acercar, ni aunque lo intentasen. Los
soldados con medallas también venían al bar. Y también los que no las tenían.
Los desertores. Todos los que habían perdido la piel en el campo de batalla.
Todos los que traían la guerra sobre sus espaldas. Todos los que aún olían a
pólvora y a carne quemada. Todos. 
No había payaso en el mundo al que John no hubiese hecho reír. Y todos
los payasos del mundo se encontraban en este bar. Hasta el payaso triste había
sonreído con John. Para luego regresar al camino de la tristeza. Fui el único
que escuchó lo que el payaso mudo guardaba adentro suyo. Me lo dijo una no-
che y volvió a callar. Prometí no contárselo a nadie. Fue una promesa estúpida,
porque no tengo a nadie para contarle nada. 
Cuando dijeron en el noticiero que había muerto John Candy, le pedí a
uno de los enanos que apagara la tele. Quería olvidar lo que había escuchado.
Grabar un "grandes éxitos", excluir todo lo malo y dejar solo lo brillante. Ese
día fuimos ángeles. Volamos tan alto que nos sentimos inexistentes. No pe-
sábamos ni un gramo. Si traían una pesa y nos pesaban, la aguja no se iba a
mover del cero. Blanca y nosotros éramos calor hermoso. Morrison también
tomaba. Se sentaba a mi lado y tomaba. Me dijo: "Nunca supe si John usaba
un revolver para robar las sonrisas, o si la gente se las regalaba así sin más".
Cuando desapareció, me quedé recordando como John hacía sonreír a los
sauces llorones, mientras tambaleaba camino a casa. 
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EL JABÓN MÁS EXQUISITO 

por Marcela Mannino


Buenos Aires

Como todas las mañanas me dispuse a tomar un baño. Un ritual. Hubo


un cambio de planes, sí, tomé otro momento del día, la hora de la siesta para
dedicarme a mi cuerpo. Un ritual extra que me hizo sentir en un spa de amor.
Hay dos instancias que ayudan a mi cuerpo a relajarse: dormir y bañarme. Una
ducha reparadora para armonizar mi piel. Pequeños detalles que me propor-
cionan grandes beneficios como escuchar música con la puerta entreabierta.
Una vela aromática encendida, flores frescas todos los días. Necesito ese deseo
de mimarme, consentirme, darle ese espacio a mi agenda rutinaria como un
momento tan exclusivo y saludable.
Preparé mi toallón, la toalla de mano, las que después reciben con sua-
vidad y ternura tibias, la ropa la elijo en el momento, (subiendo las escaleras
patinosas por el caminar de mis pies descalzos y húmedos que dirigen a mi
cuarto), los shampoos con aroma a coco y un baño líquido con fragancia a
fresias frescas.
Me saqué los zapatos, mis pies se fueron relajando, la ropa, me quité la
misma cómo si alguien estuviera observándome, me dio vergüenza mi des-
nudez; accioné la llave de la ducha, probé con mis manos la temperatura del
agua, dudé, sentí mucho frío, pero me lancé como chapoteando los charcos
con botas amarillas. Mojé mi cabello, di masajes en mi cabeza. Con los nu-
dillos y yemas de los dedos, froté lentamente y circularmente la cabeza, de
frente hacia atrás. Respiré lenta y profundamente. Al exhalar, eliminé toxinas.
Técnicas que aportan armonía. Busqué el jabón líquido con mis manos, una
neblina más bien bruma de vapor impedían ver. En la parecita de la bañera
siempre hay un jabón común para este tipo de emergencias, tampoco lo hallé.
Una conspiración de jabones? ¿Se sublevaron? Y sentí un viento, más bien
una brisa caribeña, con perfume a almendra. El jabón estaba allí... cobró vida
con la figura de un hombre. Quedé exhorta ante tanta belleza y me preguntó:
“¿Puedo enjabonarte linda?”. Cerré los ojos y dejé mi piel en manos de él....
Mi cuerpo experimentó un efecto tranquilizante, la sensación de aceite
tibio con propiedades relajantes, con bondades regenerativas en mi piel, con
aroma a esencias de menta, pino, manzanilla, limón, eucalipto, violetas, ro-
sas, jazmín.... Sentí revitalizar mis hormonas, mis órganos, mi sangre... liberé
vapores, energicé mi corazón, deslizó sus manos humectantes de placer, des-
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pejando frenos y corazas... actuó como esponja de baño, dejando mis piernas
tersas y suaves. Quedé muda ante semejante visión.¿Realidad? ¿Locura?
¿Sueño? ¡Extásis! 
Experimenté tener perlas desparramadas por todo mi cuerpo. Un toque ar-
monioso y de glamour, en un ambiente a media luz, estimulando mis sentidos.
Me amó como un quemador de incienso, portador de aceites y esencias más
refinado; transformando mi ritual en una atmósfera distinta, donde el juego de
los sentidos y la armonía cobraron vida a él, a mí.
Espero todos los días este ritual. Espero todos los días su amor. Espero
el despertar de mis sueños más profundos...Te espero....Amor....te sueño con
aroma a perlas del más exquisito jabón...
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NUBES CUBRIENDO EL SOL 

por Ivo Marinich


Buenos Aires

Yo estuve ahí. La chica, la señorita, la muchacha, casi se cae al bajar


por la duna porque los pies se le hundían en la arena. Se sujetó de la persona
que la acompañaba, el padre creo, un hombre de pecho velloso y facciones
impertérritas. Atrás venía la madre, idéntica. Pusieron una manta sobre las
diminutas brazas, dispusieron las sillas portátiles de frente al sol, se sentaron.
No hablaban; él leía, ellas tomaban agua fría de una botella, urgidas por la
temperatura. Vi sus mejillas rojas y la humedad en la frente que limpiaban
con pañuelos. Un comentario con pantomima sobre las nubes que, intermiten-
temente, cubrían el sol. Una botella vacía, otra comenzó a vaciarse con igual
rapidez. La chica, la señorita, la muchacha, pidió permiso al padre. Éste, no
del mejor modo, aceptó, dejó el libro a un costado, la miró quitarse el pantalón
largo y descubrir el torso al mismo tiempo que, con el dedo levantado, le repe-
tía, me dio esa impresión, las mismas palabras. Ella lo hacía todo lentamente,
la cabeza gacha asentía. La madre miraba en silencio. Cuando por fin despojó
las prendas, la chica, la señorita, la muchacha quedó a la vista con una ropa de
baño peculiar, decimonónico: el sostén consistía en una tela gruesa y firme,
que cubría incluso el corazón; la parte baja, del mismo color y material, apenas
dejaba visible el ombligo y escondía medio muslo. Era delgada, blanca como
las prendas que no evitaban el pudor. Desde allí, desesperada, corrió los tantos
metros que la separaban del mar; llevaba sandalias. Se adentró en el sosiego
espumoso mientras su padre retomaba la lectura y su madre terminaba la se-
gunda botella. Entonces, sucedió. Vi la secuencia con absoluta claridad, debo
haber sido el único. La furia de una ola la hizo girar en el agua, sin control,
y, como si se tratara de dos manos libidinosas, le fue arrancado el sostén. Se
puso de pie entre la espuma, el antebrazo derecho cubrió el pecado. Dio varios
pasos hacia atrás, hasta que el agua le llegó al cuello. Lloraba. Gritó dos, tres
veces; lo sé no por haberlo oído, el mar y el bullicio eran despóticos, sino por
la boca abierta y los ojos desesperados hacia a sus padres. Después miró en
todas direcciones buscando la prenda extraviada; no estaba, ahora pertenecía
al océano. Lloró aún más. Nadie la vio, nadie la escuchó. Sonó la campana,
gritos de alerta desde la playa, gente en la arena que se ponía de pie y miraba
hacia el mar. Los chapoteos en el agua fueron tantos como los alaridos; los
músculos de las piernas se prendían fuego. Ella, la chica, la señorita, la dama
gritó más, lloró más, pero se mantuvo en el lugar, sola. No se movió pese a las
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advertencias de quienes estaban a salvo, tampoco respondió a las clamorosas


plegarias en llanto. Allí permaneció, desesperada, el brazo como una espada
contra su pecho. Nadie la socorrió, yo tampoco; miré, miramos. Desde el agua,
un chillido que se apagó de repente; espuma roja, nubes cubriendo el sol. 
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LA BODA 

por Ticiana Maselli


Buenos Aires

“Para siempre”, le había dicho él bajo la luna, aquella noche en que sus
almas y sus cuerpos se entrelazaron por primera vez, sellando los cimientos
de un amor puro, sincero y eterno. 
“Para siempre”, pensó ella mientras diseñaba su vestido de bodas soñado,
imaginando lo radiante que se vería usándolo en la noche más perfecta y an-
helada de su vida; bailando el vals de la mano de su amado.
“Para siempre”, rezaba el final de cada carta, de cada llamado, de cada
promesa de amor que se hacían proyectando un futuro juntos. 
“Para siempre”, ella le decía a él en sus peores miserias, acompañándolo
incondicionalmente; porque él era su compañero de vida, y estaría con él hasta
las últimas circunstancias.
“En el lugar de siempre”, decía ese mensaje que accidentalmente leyó. E
instintivamente imaginó el lugar. Tomó el primer taxi que encontró al salir
de la casa, en la avenida, y de lejos lo divisó. Sigilosamente, siguió sus pasos
y lo vio a él, bajando de su automóvil en compañía de otra dama de vestido
rojo. Y allí se encontraba ella, con lágrimas bañando su rostro, con el corazón
destrozado y el brillo apagado en su mirada. 
Caminó hacia ellos, y casi no reparó en la cara de incredulidad de su amor
al verla allí. Llevó la mano al bolsillo de su tapado y tomó su revólver. Sin titu-
bear, gatilló. Él cayó al piso, temblando, con la rodilla sangrándole. La mujer
que lo acompañaba corrió gritando despavorida, pidiendo auxilio. 
Ella se acercó hasta pararse a su lado. Lo miró fría y despectivamente. Él
preguntó, agitado, sin entender: “¿por qué lo hiciste?”, ella sonrió de costado
con una mueca, sin mover ningún otro músculo de su ahora gélido y sombrío
rostro, y con desdén le dijo "porque tu amor es mío por siempre". Hizo estallar
sus sesos de un segundo disparo, certero y letal. 
Se quedó en seco, parada inmóvil, contemplando el cadáver de su prome-
tido, con la mirada perdida. Recordó entonces el dulce tacto y sabor de sus la-
bios, la caricia de cada mañana, las risas juntos, los proyectos. Y una ahogada
congoja brotó desde sus entrañas. Ya nada tenía sentido ahora. Rompió en un
llanto amargo y desconsolado. Se dejó caer de rodillas y se acostó al lado del
cuerpo inerte, que ya comenzaba a enfriarse. Acarició el rostro de compañero
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y notó el caudal sanguíneo que emergía del ahora abierto cráneo, donde había
un hueco, producto de su balazo.
Parecía no escuchar los alaridos de la amante, los cuchicheos de los cu-
riosos ni la sirena de la policía que cada vez sonaba más fuerte. Ese momento
era eterno, y era suyo. No permitiría que nadie lo estropeara. Eran ellos ante
la eternidad.
Besó apasionadamente en los labios al difunto, sin importarle el nausea-
bundo olor que desprendía. Se incorporó hasta quedar sentada, con un brazo
sujetado a su amado, y con el otro; su arma. La llevó a su sien y dijo "ya nada,
ni la muerte, podrá separarnos", y disparó. 
La pólvora fue el arroz, las balas; sus alianzas. Un ramo de flores de se-
sos, y las sangres de ambos se fundieron en inmenso charco, que más que su
lecho de muerte, fue su altar de bodas.
Ya estaban unidos por siempre... 
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EL CAZADOR 

por Cecilia Mauro


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Llevo casi un año así. Once meses con esta opresión en el pecho. Sé que
él me sigue a todas partes, siento su presencia aún en la más profunda soledad.
Sé que me acecha y que me resta poco tiempo... Extraño los días de libertad,
esa que no apreciamos hasta que la perdemos y ahora que la he extraviado
saboreo cada veta del recuerdo.
Llegó un día sin previo aviso, y con elocuentes palabras me fue capturan-
do en sus redes. Para cuando pude darme cuenta de la trampa, ya era tarde,
tenía los ponzoñosos colmillos de la bestia sobre mí. Desde entonces ya nada
es lo mismo, ni lo será. Me han dicho que no pierda la esperanza, que es sólo
un mal momento, una experiencia... Algo de lo cual saldré más fuerte, y toda
la sarta de frases prefabricadas que anárquicamente lanzamos cuando no sa-
bemos que hacer o decir. Aunque consiguiera sobrevivir, lo cual dudo, nunca
recuperaría la calma. Vigilaría mi retaguardia, esperaría ver su amenazante
figura a la vuelta de cada esquina, acechándome, amenazándome. ¿Qué hacer
cuándo todo se ha hecho? ¿Qué decir cuándo todo se ha dicho? Sólo me que-
da una opción, un único haz de luz. Él debe morir. No me importa sufrir los
tormentos de la prisión, o las afiladas navajas de mi conciencia. Lo único que
me importa es que esto termine, y al final del camino es él o yo. Las autori-
dades no pueden atraparlo, hasta la vida de mis seres queridos está en peligro.
Debo admitir con pesar, que su integridad ha sufrido varias veces desde que
él llegó a mí existencia, sin mencionar todo lo que han padecido desde que lo
dejé... mejor dicho, desde que intento dejarlo, ya que, como mencioné antes...
su presencia me persigue.
Milena Achával tomó su campera favorita de cuero, su bolso negro y salió
con paso firme. Había superado todas las barreras del miedo y ya nada podía
perturbarla. En el bolsillo interno cargaba una cuchilla, la cual sostenía con
tanta fuerza que le cortaba la circulación. Llegó a un callejón oscuro donde él
la esperaba, ni siquiera la luna la acompañaba quién se ocultó tras los nuba-
rrones grises.
–Esto se termina hoy –dijo ella con toda la seguridad que pudo.
–No seas tonta, no podés hacer nada al respecto, vamos a estar juntos por
siempre. ¿Por qué luchás contra la corriente? No vas a ganar.
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Con manos trémulas sacó la daga de su abrigo, y lo miró desafiante. Era


fornido, tenía nariz aguileña y ojos negros como las tinieblas, parecía que
olfateaba su temor y lo disfrutaba. La consideraba incapaz de herir a nadie.
Tal vez por eso la había escogido, por eso puso tanto empeño en conquistarla.
Cada gesto, cada sonido que salía de su boca estaba calculado, era un medio
para un fin. No destruía el cuerpo de su víctima, sino su alma. Era dañino y
repugnante. Pero tenía razón. Ella no era capaz de asesinar.
–Soy parte tuya Milena y vos parte mía. Siempre vas a volver. No te voy
a dejar escapar.
–Ya lo sé
Con un grito proveniente de lo profundo de sus entrañas, de ese costa-
do salvaje que olvidamos, pero no por eso desaparece, clavó el arma lo más
profundo que sus fuerzas le permitieron. La bestia con rostro humano dibujó
una o con sus labios mientras presenciaban la escena incrédulo, más allá del
dolor y la sorpresa podía entrever la traición. Luego de todo a lo que él la había
expuesto se sentía traicionado. Milena se arrodilló sobre el charco de sangre
que se formó en el vereda. Aquélla mancha carmesí se expandía rápidamente,
como si se tratará de un lago alimentado por la corriente de algún río. Se ob-
servó las manos manchadas con aquélla sustancia cálida y pegajosa que olía
a metal. Por algún motivo recordó cuando de pequeña se metía el dedo herido
en la boca intentando sanar, el sabor era efectivamente metálico. El arma
homicida aún se encontraba clavada en su abdomen, arruinando su campera
predilecta, cuando él se alejó de ella como si fuera nada, perdiendo su interés
en la presa. 
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SECUESTRADA 

por Mirta Mineo


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Este tipo está completamente loco. ¡Es un enfermo! Estoy atrapada, junto
a otras, muchas otras en esta horrible cueva. 
No sé cuántos días pasaron, no tengo noción del tiempo en esta especie de
caja oscura y húmeda, sin ventilación. Tengo que encontrar la forma de salir.
Seguramente entre todas podríamos lograrlo.
–¡Estás loca! ¿Cómo podríamos escapar de aquí? No hay forma. No somos
lo suficientemente fuertes. Y no vendrán a rescatarnos. Nadie sospecha que
él nos tiene atrapadas.
–A mí, no me esperan afuera, así que prefiero quedarme.
–Seguro que a nosotras preferirían no vernos nunca, recibiríamos odio y
malos tratos.
–Yo estoy muy enferma, hace mucho que estoy, el moho me está matando,
no voy a durar demasiado, es más, mejor si no me encuentran.
Tienen razón, pero mi caso es distinto, estoy segura de que Yousef espera
con ansia mi llegada. 
¡Pobre Yousef! ¡Qué solo y triste debe sentirse! Claro que, en realidad, se
llama José y como su negocio es “El Palacio de Yousef”, naturalmente todos
lo llaman así. Pensar que viajó por una semana a comprar las mercaderías que
le hacían falta y quedó atrapado en la guerra que estalló al día siguiente de su
arribo. Sin poder comunicarse directamente, no hay electricidad ni internet
allá, logró hacerle llegar una carta a María recién un mes más tarde. Está ocul-
to en las montañas, en una cueva, lejos de todo, junto a dos de sus proveedores
conocidos. Algunos niños pueden, a veces, transportar alguna carta hasta una
estafeta postal.
¡María se puso tan feliz al saberlo con vida! Estaba segura de que no le
había pasado nada, a pesar de lo que le decían todos. Ella hubiera ido a reunir-
se con él, pero es peligroso. Es gente muy fanática, no les tiembla el pulso para
asesinar a quién consideren su enemigo o enemigo de “la causa”.
Juan apenas tiene tres años, la noticia del nuevo embarazo llegó justo
antes de que Yousef se fuera pero María decidió esperar su regreso para
anunciárselo. Por eso tengo que salir, ella me encargó esta importante noticia.
Y me dejó en el transporte que debía llevarme a tomar el avión. Podía sentir
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su emoción en el temblor de su mano y estaba convencida de que al llegar a


destino, uno de los niños lograría atravesar el cerco y hacerme llegar hasta él.
Necesita templar su espíritu para resistir y poder volver a los brazos de María. 
Pero este loco se interpuso. Fingió conducirme al aeropuerto ¡Parecía tan
simpático!
Me raptó, no pude evitarlo. Tampoco las otras pudieron. ¡Somos tantas
las secuestradas! Él siente un placer malsano al sabernos en su poder, sin
posibilidad de escapar. 
A veces nos saca de nuestro encierro, de a dos o de a tres y se regodea
estrujándonos contra su cuerpo sudoroso y maloliente. Maldito asqueroso. Lo
odio y él lo sabe. También presiente mi resistencia. Yo estoy decidida a huir y
cumplir mi misión.
¿Y si fuera demasiado tarde? No. Imposible. Yousef no pudo haber muer-
to. Tiene que estar vivo, tengo que darle mi mensaje. 
–¡Basta! ¡Con tus ideas locas vas a hacer que se vengue y nos elimine!
¡No tenés idea de lo que es capaz! Estamos aisladas. Ya una vez, en un ataque
de furia, encendió una hoguera y lanzó a varias a su fin. ¡Tendrías que haberlo
visto cómo se deleitaba! No se inmutó con los gritos de sufrimiento y terror
que se escuchaban con toda claridad. Estaba sordo a tanto dolor. Mejor que no
se entere de tus intenciones lo pagaríamos todas.
Me entristece esa actitud. Están entregadas. Si nos uniéramos podríamos
abrir un hueco y escapar. Tampoco entiendo bien qué está pasando. Me parece
que hace mucho que no lo escucho, que no viene por aquí. ¿Habrá decidido
irse y dejarnos libradas a nuestra suerte en este horrible encierro? 
Pero, ¿acaso estoy soñando? ¿Será mi deseo de libertad? Creo que se oyen
unos ruidos diferentes, como si estuvieran derribando una puerta y volteando
los muebles ¿Un milagro tal vez? ¿Vendrán a rescatarnos? ¿Llegaré finalmente
hasta Yousef?
–Jefe, mire, acá hay más. Quién sabe desde cuándo lo estaba haciendo.
Algunas llevan años acá. Son demasiadas, varios miles calculo. ¿Para qué las
quería? Ahora se entiende cómo hacía el reparto tan rápido. Claro, se traía a
su casa la mayoría de las cartas. 
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PUNTO ROJO 

por María Eugenia Miqueo


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Cada uno de ellos ignoraba la existencia del otro cuando el festejo de fin
de año los convocó.
El jardín de la casa de Bea estaba repleto de pequeños grupos de personas
conversando. La noche, abierta y fresca, llegaba como un bálsamo luego de un
día ardiente y pegajoso. El mate con facturas dio paso a la picada con cerveza
y las distintas conversaciones continuaron confluyendo de un tópico a otro sin
aminorar la marcha.
Ella jamás se hubiera acercado, ni él siquiera la habría notado. Parecían
personas de mundos diferentes. Él, algo mayor que ella. Su cabello era escaso
y finito, ya anunciaba una calvicie certera.
Espalda con espalda, sólo unos centímetros de distancia los separaban,
cuando el destino, cruel y burlón, los invito a darse vuelta al mismo tiempo. Se
miraron y se sonrieron nerviosamente. Una primera y tempestuosa confusión
recorrió su cuerpo y la dejó muda. No sentía calor ni frío y perdió sentido del
tiempo y el espacio. Lo observó nuevamente y al fin lo tuvo claro. Otro cuer-
po, otra cáscara, misma alma.
Su corazón destellante parecía explotar cuando él, finalmente, dijo "hola".
A ella le hubiera gustado poseer la osadía suficiente para decirle, ahí
mismo, que lo había estado buscando. Que no sabía que existía, pero que, sin
dudas, lo había estado buscando. Que él era su eterno compañero y que habían
compartido el amor y la cama en otras vidas lejanas. Le hubiera gustado pre-
guntarle, si él también podía ver el punto rojo en su frente. Le hubiera gustado
decirle, que la abrazara tan fuerte hasta cortarle la respiración y que no la
vuelva a soltar jamás. Le hubiera gustado, pero dijo "hola". 
90

3.000 CARACTERES 

por Guillermo Montezanti


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Debo escribir un cuento de no más de 3.000 caracteres. Es decir, escribiré


un cuento que no debe albergar en sus escaques más de 3.000 trebejos. Visto
así, resulta ciertamente un mecanismo complejo de infinitas combinaciones.
Pero por otra parte, más allá de que esa extensión resulta tan grata a las explo-
raciones compilatorias de Bioy y de Borges, últimamente no alcanza, respecto
del suscripto, más que para desarrollar algún artículo periodístico –y como
tal– de tenor elemental. Es curioso cómo los años me han despojado de la
virtud de la síntesis. Como si me hubiera sido vedada la bendición del olvido,
y se acumularan en las formulaciones experiencias superfluas, que debieron
excluirse y sustituirse unas a otras. Como si debiera explicar (explicarme) cada
impulso, cada acción, cada anhelo, cada figura que surge como llama azul de
termotanque, caprichosa desde el fondo del cráneo, oscilante ante los vientos
de la duda que se filtran por los oídos. Demostración patética de la pérdida de
calor del hálito de vida. Cuanto más vivo está el ser, menos tiene que explicar
(que explicarse), menos consciencia tiene de sí mismo. Quizás el ser humano,
y sobre todo aquél que reflexiona, sea en quien el Ser menos habita. Solamente
visita, husmea, coquetea, revisa los escaparates y ojea fotos y agendas viejas
en los cajones, y se aleja de vuelta, siempre sin saludar y dejando la puerta
abierta, inaugurando así las reflexiones.
Bueno, en fin, que debo comenzar de una vez, para no desperdiciar ese
continente tan riguroso, y a su vez cumplir con las premisas del género. Está
bien: es cierto que el género se ha elastizado, sometido a las críticas acerca de
la rigidez del género, y también a las críticas sobre el género mismo. Que tal
vez ya nada defina al cuento, más allá de la prosa y la relativa brevedad. Yo
sigo, idealista, agregando a esa condición tan mínima el requisito del final in-
esperado, o si esperado, al menos sorprendente, o circular como un Uróvoros,
o desasosegante, o simplemente conmovedor. El requisito del final, sería su
enunciación abierta y tal vez tan ambigua como lo demás. El final de un cuen-
to que nunca empezó a ser cuento es un doble desafío. Si, como sostengo, el
final es una característica definitoria del género, tal vez encontrarlo salve esta
pieza, después de todo. Pero si esta pieza no es un cuento, es improbable que el
final acaezca. Porque el final no es un suceso que admita un forzamiento, sino
una consecuencia espontánea del fluir del cuento. Pienso que, así las cosas, un
final plausible puede ser una interrupción brusca de la escritura, apenas ésta
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llegue al límite de 3.000 caracteres, cuestión que nos obliga a estirar todavía
bastante el desenlace, y quitarle a éste la espontaneidad y sorpresa deseadas.
Un final más inesperado, sin dudas, es la destrucción en este punto de la pieza,
lo que generará sin dudas una situación que merece ser contada, en una nueva
pieza que, a fin de cuentas, será un cuento... aunque no lo parezca. 
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TREINTA Y SIETE ESTACIONES 

por Alejandro Mora


Córdoba

El otoño se empecina en las calles. Los árboles se desnudan flemáticos,


y sobre la vereda, los medrosos y óbitos pasos rondan vestidos de invierno. 
La pesadez de recuerdos se hamacan en mis torpes ojeras y un golpe
metálico sacude los granos de sal de mi garganta. 
Treinta y seis estaciones de lluvia sobre mis hombros y Constanza aún me
mira con ternura azul. Sus deditos se plantan en mi rostro con torpe vehemen-
cia y mi corazón se hace terciopelo. 
–Me gusta mirarte dormida, Cécilie –le susurro al oído y mi aliento
apenas mece sus tímpanos–. ¡Shhh! No digas nada, mi amor, no digas nada. 
La luna me mira (creo que me mira) con ojos fatigados. Dos tazas de café
y una de leche. Si tan sólo el tiempo se estacionara un minuto, una estación,
una eternidad... ¡Tres tazas! Tres tacitas de amargura febril y sé que volverías
mezclando tu torpe español con tu arrinconado francés de cafetería. Volve-
rías con rabia en los ojos y tristeza en las manos. Con una copa rota y la boca
desgarrada de tanto beber. Con raudales de tentaciones salvajes en tus muslos
y caballos alados en tus tobillos. 
–¿Quieres terminarte ya el café? Tengo sueño y quiero dormir. Dormir
con esa ridícula sábana de hojas secas. 
Los hombros me pesan como dos yunques y tragar saliva es difícil. El sol
apremia mis párpados y envejece mi boca. En la alacena sólo hay cereal rancio
y una bolsa de lentejas abierta. Tu voz, Constanza (mi pequeña Constanza), tu
juguito de durazno, tu muñeca de trapo y tus ojitos de uva verde, buscan salida
por los pasillos de alfombras laceradas por el roce de mis rodillas. 
– No, Cécilie, no... 
El corazón se me estruja y abro los ojos para no verla, pero es inútil. La
comisura de sus labios me deja postrado, desnudo y nuevamente a ciegas. El
aliento de mi pobre Cécilie es un torrente de sangre glacial por todo mi cuerpo. 
Los violentos rugidos se quedan como agujas en mi sien. La colisión de
un paragolpes con los sueños de Constanza de ser bailarina, arrastra por el
pavimento los leves jadeos de Cécilie que se vuelven rabietas errantes, consu-
midas por la acuarela carmesí del asfalto. Las heridas que aún duelen a través
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del tiempo, siguen teniendo ese dejo de nostalgia que nos hacen sentir un poco
más vivos, o tal vez, más alejados de la muerte. 
¡Oh, Constanza! Muñequita de porcelana frágil. Ya sé que el estruendo
terroso y tus hilos de oro retumban en mis ojeras. No hay a dónde refugiarse
de la angustiante lluvia salada. Aléjate de mis sueños, muñequita de porcelana.
Adormece cada palabra amarilla y todas las lágrimas del viento etéreo. 
¡No! No me mires más con esos ojos sabor menta y esa lengua amarga.
Tu beso fue tan fuerte que mi sonrisa todavía se estremece sobre del mar... Y
junto con tus manitas de algodón, pequeña muñequita, arquea tu espaldita y
luce tu rosada faldita de tul. 
Mi pecho se vuelve un oscuro carrusel y mi tráquea se llena de sal y are-
na. La retórica melodía de un cañón estalla en mi cabeza. Tres tazas llenas de
lluvia ácida adornan el mantel de hojas secas, y un aguacero interno, comienza
en el primer esbozo de mis treinta y siete estaciones. 
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DECISIONES 

por Denise Aldana Morzilli


Buenos Aires

Me tengo que ir, razones hay millones, ninguna tan buena para moles-
tarse. El tren llega en media hora, la nieve cae sobre el andén, cubriendo las
hojas que el otoño despidió. Trato de convencerme: cuando tome el tren todo
será mejor, este me llevara al destino indicado, que no sé cuál es pero será el
correcto. Llevo en mi bolso muy poca ropa, mis vestidos preferidos, un par de
libros, esos que leí diez veces y que leeré diez veces más, llevarme los libros
nuevos no tiene sentido porque aún no sé si me gustan o no. Estos sé que no
me fallaran. 
Ya no tengo esperanzas pero sigo mirando cada tanto para saber si decide
venir a buscarme o a despedirme, quién sabe. Escucho pasos y temo darme
vuelta, que este sea el fin que tanto añoro. Cuando finalmente lo hago me
encuentro con una señora mayor, con un ridículo sombrero lleno de plumas
verdes, que me mira algo enfadada. Hago un movimiento con la cabeza, lo
que creo que es una señal universal de saludo, ella no responde, suspira y
muy oronda camina hacia los bancos del andén. La nieve comienza a caer en
pequeños copos que apenas siento pero son un alivio para mi rostro afiebrado.
Otros pasos se acercan, una familia por lo visto, dos niñas de no más de
cinco años se adelantan y corren a mí alrededor, gritan felices por la nieve.
Decido alejarme unos pasos del barullo y vuelvo a mirar el sendero, donde el
lecho de hojas rojizas se está tornando blanco. Un hombre camina, lleva un
piloto negro y un maletín, a lo lejos me parece que es él, observo expectan-
te, busco un parecido en la forma de caminar aunque ya sé que no es, ya no
vendrá. El hombre se acerca a mí y sonríe, me pregunta sobre el tren, a qué
hora pasa. Lo observo con detenimiento, es bellísimo, con unos labios redon-
deados, la piel blanca, pero sus cejas desentonan, son muy gruesas y oscuras.
Le respondo y me alejo, harta de esperar en el andén y algo asustada de que el
hombre quiera continuar con la charla banal. 
Camino ida y vuelta por el sendero, sin importarme la mirada ansiosa del
hombre, la curiosidad con la que me miran las criaturas o el gesto de disgusto
y superioridad de la anciana que lleva en la cabeza por adorno un loro. Desisto,
me paro en seco y empiezo a llorar. Los copos de nieve son más grandes aho-
ra, no me importa, tengo una especie de rabieta donde me tiro al suelo, siento
las hojas mojadas bajo mis rodillas pero no me importa. Me tapo la cara, la
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oscuridad que crean mis manos apretadas contra mis ojos me tranquiliza. No
quiero tomarme el tren. No quiero ir. Estoy paralizada. 
Alguien se acerca, el hombre del andén probablemente, se arrodilla junto
a mí y trata de separar mis manos de mis ojos, no quiero ver, al final después
de mucho esfuerzo y palabras susurradas lo logra, yo sigo sin abrir los ojos,
no quiero ver el mundo que me rodea por un par de minutos, me he aprendido
este camino de memoria. Me sorprende que unos labios cálidos me besen, las
mejillas, los ojos y finalmente.... Abro los ojos alterada porque ese desconocido
haya despertado cosas en mí que hace tiempo no sentía. Me asombra ver que
no es el hombre del andén. 
No me tengo que ir, volvemos a casa en silencio, sin decir nada, como dos
extraños que comparten un gran secreto.
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MUROS GRISES 

por Jorge Alberto Naselli


Buenos Aires

Miraba por la ventana. Afuera, el mundo, ¡se veía tan genial! Y él, hacía
tanto tiempo que estaba encerrado que ya no recordaba cuánto. 
En un principio pensó que sería por un tiempo; pero a medida que las
horas se transformaron en días y estos en semanas, en meses, en años... hasta
que perdió la cuenta.
Él sabía que su sentencia había quedado firme ya muchos años atrás. Era
irreversible
Ahora la única distracción la encontraba mirando por la ventana. Cada tanto
creía ver tras los vidrios de otras ventanas, a otros niños; pero pronto desapare-
cían o eran cruelmente arrastrados hacia el interior. Solía ver a muchos que es-
taban libres, pero sabía que pronto serían encarcelados (lo notaba en sus rostros).
Solo de vez en cuando, encontraba alguno que, a pesar de todo, había logrado
estar libre, pero no eran bien mirados y siempre con gestos de reprobación.
Los alimentos eran escasos; no al principio, pero poco a poco las raciones
comenzaron a disminuir. Ahora, lo que comía sólo le alcanzaba para subsistir.
La debilidad avanzaba cada día. Resignado, sabía que pronto desaparecería.
La celda quedaría vacía y nunca más sería ocupada.
Miraba por la ventana; hoy, la plaza se veía diferente a través de ella. Es-
taba débil. Todo era más opaco, más gris. Miró hacia adentro y comprobó que
los muros, que desde un principio habían estado degradando los colores poco
a poco, ahora estaban totalmente oscuros. No negros, sólo oscuros.
En la plaza todo era silencio, las hamacas inmóviles, colgaban muertas
de sus cadenas; el tobogán, solo caía y la calesita yacía escondida dentro de
su mortaja de lona.
Por fin se desplomó. El suelo no era ni mejor ni peor lugar; sólo era el
último lugar. Las ventanas se clausuraron y la celda se cerró para siempre.
El Hombre que cruzaba la plaza, hoy la notó distinta. El dolor en el pecho
no fue físico, pero lo obligó a sentarse en el banco más cercano. Sus ojos se
nublaron de tristeza. Y la angustia devoró su pecho. La plaza, su plaza, ya no
lo era. La había perdido para siempre. 
Lentamente se levantó y comenzó a caminar. Supo que, dentro de él,
alguien había muerto.
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EL COLUMPIO - 1837 

por Susana Beatriz Palacios


Buenos Aires

Candil corre alborotado. Viene de regreso del encargo que le han en-
comendado y tiene prisa, sabe que notarán su ausencia. No puede tardarse
pero todos en Buenos Aires se dirigen a la plaza Victoria. Él arde en deseos
de ir. Una a una ve pasar a las personas entre "cuchicheos" y voces. Algunos
salen de atrás de las tapias del convento de la Compañía de Jesús. El negrito
sabe que no debe ir pero la curiosidad lo espolea sin piedad. Sus ojos brillan
y se muerde los labios carnosos. Es apenas un mozuelo, ¡nunca ha visto una
ejecución!... Sus talones dudan al dirigirse a la casa y explotan como luces de
artificio al doblar prestos sobre el empedrado que lo encamina a la plazoleta.
La gente se va apiñando. De lejos parecen un colmenar en plena ebullición.
Los soldados están en sus puestos, justo frente al Cabildo. Algunos rezagados
se apuran en llegar, nadie quiere perderse detalle; a Quiroga también le hu-
biera gustado estar allí, piensa Candil. Algunos lo pintaban como un gaucho
malo que se pasó la vida cobrando una deuda de sangre a otros caudillos. Para
Candil era un héroe. Su padre también lo creía a pesar de ser Facundo Qui-
roga hombre de Rosas. El Tigre de los llanos bregaba para que se concretara
la firma de la Constitución nacional. Barranca Yaco ya lo había despedido.
Lejos estaban las victorias sobre Lamadrid en las batallas de El Corneta, Tala
y Ciudadela y los reveses que le propinaran las fuerzas del general Paz en La
Tablada y Oncativo. Lejos cuando, al regresar de su misión pacificadora en el
norte, al pasar por Córdoba, recibiera el aviso de que los Reynafé–que domi-
naban en esa provincia– se proponían asesinarlo. El calor de Octubre le hace
entreabrir el cuello de la chaqueta ¡o será, tal vez, la emoción? Candil percibe
un leve temblor en sus manos pequeñas y morenas. 
¡Él lo sabía! En la provincia de Córdoba dominaban los hermanos Rey-
nafé. Así como el Gobernador de Tucumán, Heredia, dominaba en su provin-
cia, después de haber vencido al de Salta, Latorre, y después, también, de que
éste fuera asesinado. Pero lo de Barranca Yaco había sido lo peor. Buenos
Aires había sufrido gran impresión por este hecho. Entonces ¿por orden de
quién Santos Pérez había asesinado a Quiroga? Algunos vecinos afirmaban
que había sido por orden de Rosas, quien abrigaba el propósito de eliminar de
la escena política a su caudillo rival; otros hacían recaer las responsabilidades
de este hecho en el Gobernador de Santa Fe, Estanislao López, en los Reynafé
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o en Ibarra, caudillo en Santiago del Estero. En un expediente de 16 cuerpos


las pruebas se apilaban.
Relampaguean los ojos del negro cuando el capitán baja el brazo y suenan
los disparos. Las palomas se alborotan y trepan al cielo en un solo vuelo. El
grito de Santos Pérez queda flotando en la plaza y se pega al cuerpo de los
presentes como un hierro al rojo, como una piel demasiado pegajosa como
para quitársela: “¡Rosas es el asesino de Quiroga!”...Luego, se deja atrapar en
las fauces del silencio y de un tiempo sin tiempo. Dos ojos negros se abren
grandes de asombro cuando el verdugo coloca los cuerpos fusilados colgando
como gigantescas brevas bajo los arcos del Cabildo. El negrillo traga saliva
despacio. ¿Todavía desea la venganza? Se frota la ceja derecha, sólo por hacer
algo. Ahora sí le haría falta un buche de ese vino recio que le besuqueaba a la
botella del patrón. No sabe el tiempo que ha dejado transcurrir pero a él le pa-
rece demasiado. Ahora se siente más viejo. Cuando puede arma un paso, como
si fuera la primera vez. Hace lo mismo con el siguiente y rasguñando con la
mirada las piedras borrosas del suelo, emprende el camino a la casa. Antes de
alejarse de la plaza vuelve la cabeza y calca en sus retinas el reloj improvisado
del Cabildo con sus péndulos. Más tarde, pegado al ojo gigante de la ventana
mira caer los frutos maduros al piso. De golpe. Sin compasiones. Para Candil
el tiempo aún está detenido. Se siente como mecido en un columpio enorme
que sigue el ritmo de los cuerpos que él ha visto balancearse durante aquellas
–ahora se da cuenta– interminables seis horas. Octubre continúa sin prisa y
los árboles a esa hora, están preñados de sol.
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EL JUEGO 

por Nazareno Palacios Cano


Buenos Aires

Alguien en voz muy elevada dijo: a la cuenta de tres vuelven a caminar.


Uno. Dos. Tres. Nosotros, con un impulso corporal más veloz que el pensa-
miento, nos largamos a caminar en ronda uno tras el otro. En la punta de la
fila circular, con su vestidito bordó y descalza, está Suyai. Si ustedes vieran
la sonrisa de Suyai, es como un destello mágico que logra hacer una pausa en
el tiempo, es como si todo se quedara congelado y el entorno se borroneara,
dejando solo su sonrisa quieta, estática, perfecta. Esa es Suyai, la más hermosa
de todas las chicas, la que a mí más me gusta, la que quisiera tener siempre
a mi lado, pero como ya dije, ella está en el otro extremo de la fila. Ahora la
música comienza a sonar más alta, y nosotros, los chicos, seguimos caminan-
do en círculo tratando de no llevarnos las sillas por delante. Tengo que tener
mucho cuidado, estar alerta, como dijo el señor que contó fuerte hasta tres.
Pero seguro él no prestó atención a la cara de Suyai porque, ¿cómo estar con-
centrado con Suyai caminando adelante, con sus pasitos cortos y veloces, con
su hermoso flequillo, con el pelo recogido pero aun así desaliñado y rebelde;
cómo permanecer alerta con ella enfrente?, es imposible. Así vamos, caminan-
do y caminando cada vez más rápido. Ya Fernandita se tropezó con una silla y
todos nos reímos cuando cayó al suelo. Sabrina está diciéndome algo pero en
verdad no le escucho nada, la música está muy alta y sólo la veo mover la boca
y gesticular agitando las manos hacia mí. Caminamos más y más rápido. Fede-
rico, Pablo y Juliana desde hoy que se están haciendo señas, como hablando en
códigos, seguramente están tramando alguna maldad contra la nerd de Romina
que la tienen de punto desde principio de año. Seguimos aumentando la velo-
cidad en el paso. Se siente en el aire el nerviosismo de todos, la excitación, los
latires apresurados. Vuelvo a buscarte con la mirada entre la muchedumbre y
te descubro ahora aún más lejos que antes. Tengo que estar atento, tengo que
estar atento, muy atento. Tengo que estarlo pero no puedo, me es imposible
no mirar fijamente a Suyai, necesito lograr acercarme a ella, pero no, eso es
imposible, estamos todos tomados de los hombros del que va adelante, y no
voy a poder colarme entre las siete, ocho, o nueve personas que nos separan,
ya no puedo ni contar, tal vez sean menos de siete, tal vez seis o cinco... bueno,
es que está todo medio oscuro, y además con esta música taladrándome los
oídos apenas puedo seguir caminando. Pero me río, ah eso sí, me estoy riendo
como loco, todos nos reímos mucho, nos reímos de cualquier cosa y hasta a
100

veces sin sentido. ¡Qué felicidad!; me paro y veo a mis compañeros riéndose
de tal manera que algunos se toman el estómago por no reventar, ¡qué felici-
dad! Quisiera que siempre fuera así... ahí calló Fernandita otra vez después de
haberse llevado otra silla por delante, es que es muy difícil esquivarlas, están
por todos lados y nosotros déle caminar y caminar bien cerca de las sillas, y
encima casi a oscuras y con esta música fuertísima. Suena un silbatazo enor-
me, la música al instante se corta bruscamente; todos se empujan, todos corren
y gritan, todos buscan una silla libre donde sentarse, todos menos yo, porque
estoy tratando de encontrarte entre tanto alboroto para poder sentarme junto
a vos, porque esta vez sí me voy a animar a decirte que estoy enamorado (que
siempre estuve enamorado) y a pedirte que seas mi novia, pero te veo allá, en
la otra punta, entre el montón de chicos, y ya estas sentada, y junto a vos está
Diego... ¡desgraciado, desgraciado maldito!, yo siempre dije que a él también
le gustaba Suyai. Ahora bajo la cabeza y trato de sentarme en cualquier silla,
pero perdí mucho tiempo renegando del maldito de Diego; trato, trato pero no
encuentro ninguna vacía, ya todos parecen sentados. Me tropiezo con algo y
caigo al piso, me levanto enseguida como haciéndome el tonto. Ahora las lu-
ces se encienden repentinamente. Suyai me mira y se ríe cómplice, los demás
chicos también; soy el único parado. Otra vez perdí en el juego de la silla. 
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EL DESERTOR 

por Hebe Ana Pandolfi


Córdoba

Está parado en lo alto de un camino, desnudo, sobre patines. Toma aire,


se desliza hacia abajo por el pavimento. El frío del amanecer le endurece el
rostro. El vértigo le estruja las entrañas.
La carrera finaliza cuando su cuerpo choca contra un muro de piedra.
Una figura blanquecina le sacude el hombro y se aleja. El sueño, tan
repetido, se esfuma. Jadea y se debate en el desorden de la ropa húmeda de
transpiración. 
Por un ventanuco se filtran unos mechones de sol. La luz es borrosa pero
lo sitúa en la realidad.
Es el día, es la hora.
El eco lejano de un tañido le trae un mensaje de otro mundo, que no está
cerca, ni muy distante.
Se viste despacio. Sus prendas son sencillas, están deslucidas por el tiempo.
El equipaje es mínimo. Lo que sobra son las cicatrices; se las acuñaron
con rudeza.
La primera puerta se abre sin ruidos. Cuando traspone la última se estre-
mece por el chirrido de los goznes.
Suspira con liviandad. La mañana brilla tanto que le agrede los ojos. Por
eso comienza a caminar de espaldas al sol. Cualquier derrotero le da lo mismo.
No lo aguardan en ningún lugar.
Todo le asombra. Hace preguntas que nadie le responde. Su aspecto ate-
moriza cuando intenta acercarse a las personas. Un niño en la plaza, al verlo,
salta del columpio y escapa.
Un perro lo sigue, se aprieta a su paso. Él, no sabe de caricias, ni de juegos.
Carece de alimento. El animal se detiene, emite un plañido y rezaga su andar.
Lo sorprende el crepúsculo sentado sobre la butaca de un tren. Por la
ventanilla contempla un paisaje extraño. Al costado del convoy el agua ruge al
embestir los riscos puntiagudos. La bravura ignota de los salpicones lo asusta.
Le trae reminiscencias dolorosas.
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Atiende la conversación de los pasajeros. Quiere participar pero desco-


noce los temas, pronto ignoran su presencia. La inseguridad que le oprime el
ánimo se acrecienta.
El tren interrumpe la marcha en un descampado. El hombre desciende.
Camina mucho tiempo sin saber adónde va. Hasta que una senda, resguardada
por gigantes que se abrazan, lo lleva hacia el bosque. Allí intenta descansar,
sin abrigo, con el cobijo de los árboles y el murmullo casi extinguido de los
pájaros. Acurruca el cuerpo sobre sí mismo, fija la mirada en el vacío, busca
la luz de plata pero no la encuentra. Está cubierta por la fronda y un nubarrón.
Pronto un viento sucio lo hostiga, le enturbia los ojos. Cuando los cierra, la
alucinación persigue su letargo. 
Siente pánico por el muro de piedra que lo acecha. Tiembla. Huye. 
Reanuda la marcha incierta, sin dormir para no soñar.
Durante varios días comparte el sol y las sombras con su soledad.
Una mañana, sediento y agobiado, el entorno le resulta conocido. Escucha
el repique, muy cerca. 
Se mira las manos sin equipaje. Revisa sus cicatrices; están todas y alguna más.
El sol se le aglutina en la mirada, lo hiere. Ansía el refugio de la penumbra.
Los goznes que chirrían rasgan lentamente el espacio hacia las puertas
silenciosas.
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AULLIDOS 

por Natalia Patti


Corrientes

Cuando Ruperto dejó de respirar, un poco de mí se fue con él.


No había sol. No había vestigios de amarillos derramándose sobre los
árboles. Enredaderas pendiendo de las palmeras acuareladas, estampadas en
el terciopelo grisáceo de marzo. Y la ruta negra que conduce a mil caminos
y no se bifurca en ninguna curva y no perdona y no espera y no retiene y no
pregunta, lo aguardaba paciente, implacable como Parcas desdentadas soste-
niendo una guadaña irreversible y trágica, siempre acechante, siempre ansiosa,
siempre hambrienta de almas (humanas o no y es este dilema que me corroe),
siempre sedienta de agonías.
Me han abandonado impíamente, arrojado a mi destino incierto de huesos,
pan y agua contaminada por caracoles negros, hediondos, sin sonrisas. He na-
cido un atardecer de noviembre, con el cielo henchido de estrellas y el poniente
navegando hacia la Tierra de los Muertos. Mi madre colgaba de sus tetas a
sus hijos tiernos, ávidos de ternura. Nunca más. Ávidos de amor. Nunca más.
Ávidos de caricias. Nunca más. Ávidos de miradas tibias y manos generosas.
Me han abandonado.
Volvía, con los ojos extraviados en un vapor de Adonis y las hojas cadu-
cifolias despidiéndose (per aeternum) de sus gajos antaño floridos de rubíes
y esmeraldas. Volvía, como es habitual, con los labios apretados, escondiendo
el sollozo, porque las tardes otoñales resplandecen de ese color ocre que en-
vuelve el misterio del abismo en sueños, sueños de Oriente, lejanos. Sueños.
Regresaba, callada, sentada y escribía...escribía sobre mi aliento en el vidrio
la palabra primera y final de mi existencia. Regresaba, con el verbo anidado
en mi cabellera de Medusa, en mi pensamiento hermenéutico (nominado
Hermes), en mi verborragia inusitada y mi silencio repentino, tan cotidianos
como la vida y la muerte.
Madre, abrázame esta noche oscura y dame tu savia redentora. Ten fe en
mí. Yo romperé la larga tradición, sin sentido, de fracasos acumulados en la
tierra. Cuando Ruperto murió, un poco de mí se ha marchado con él.
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GROTESCO URBANO 

por K arina Piriz


Buenos Aires

Sueños corruptibles se cuelgan de los raquíticos árboles de la ciudad


castigada por el polvo de sensaciones perdidas, la ausencia de esperanza y el
desgarro de los pobres. Solo hace falta levantar la vista hacia el futuro para
diagnosticar un mar de almas desahuciadas implorantes de justicia, anhelantes
de historia.
Un niño camina solo al costado del cordón de la vereda, llorando, bus-
cando su lazo maternal negado. La madre no lo busca ni lo llama. A media
cuadra desborda el griterío excéntrico de las bromas picantes, de los chistes
subidos de tono y las guarangadas a la salida de la escuela. Paisaje que se rei-
tera puertas adentro, donde un suburbio de intenciones educativas se desnudan
en carcajadas grotescas, salidas de un infierno de voces alteradas, griterío y
necesidad de exorcizar las tensiones de la jornada.
Insolente la voz infantil se queja por sistemático reflejo. Nadie advierte y
nada importa al esquelético can que se atraviesa de mala gana esquivando los
cascotes de los inocentes. 
Un grito ahogado y la estampida. El Renault destartalado y la jauría. Ba-
rricada de la chusma agolpada, escandalizada. Con la muerte de la sensibilidad
se asoma el rictus cotidiano, naturalizado. Un espasmo de vida cruzó el barrio,
se asomó a la sala de maestros, dio vuelta la esquina y finalmente sobrevoló y
se posó sobre las entrañas latentes del origen, para alertar la tragedia. 
Los caballos pasan al trote de un semáforo de advertencia que dice urbani-
dad maltrecha de “gurises” abandonados y “guachos” impertinentes. Respeto
de una sociedad pervertida por el desencanto, la ignorancia e indiferencia. El
suburbio pide permiso a la vida para remontar los rayos del sol que cubren el
verde amarillento del campo mezclado con la basura maloliente. 
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PERFECCIÓN 

por Tomás Ponce de León


Buenos Aires

El asesino había planeado todo. Iba a cometer el crimen perfecto. Lo re-


pasó una última vez, paso por paso, en la secuencia imaginaria que proyectaba
en su mente. Sí, un crimen verdaderamente perfecto. Nunca sería encontrado
ni culpado de nada, pero no a causa de la incompetencia policíaca, sino por su
talento. Estaba seguro. Al final, tras tanto escepticismo, la perfección existirá.
La creará con sus manos, invisibles. Como un dios.
Esperó a que la calle quedara vacía. Se bajó del auto y tocó el timbre.
Días después, los investigadores confirmaron el suicidio de su víctima. No
hubo otra explicación para ellos, los que persiguen huellas y pistas.
Más días después, investigadores, prensa, vecinos y los dos o tres fami-
liares que se percataron de la muerte se olvidaron de todo aquello. Es el día de
hoy que nadie siquiera sospecha del asesino.
Y el asesino se siente miserable.
El crimen ha sido perfecto. Pero nadie se enteró. 
106

REFLEJO 

por Julián Prieto


Buenos Aires

Una noche de febrero en la que hacía un calor agobiante, Emilio se dio


cuenta de que su reflejo no lo estaba obedeciendo. Para ser justos en verdad se
trató de un error por parte del otro Emilio, aquel que habitaba las dimensiones
espejadas, que, no previendo que su contraparte miraría hacia arriba, tardó
apenas una fracción de segundo más en imitarlo. Cualquier otra persona se lo
hubiese atribuido al cansancio o a una ilusión óptica, pero el romántico Emilio,
siempre en la constante y callada búsqueda de algo de emoción y fantasía en
lo que de otra forma sería una vida aburrida y gris, se lo atribuyó inmediata-
mente a algo que desde chico había pensado: otro mundo habita en los espejos.
De pequeño la idea de que los espejos son una suerte de portal hacia
otras realidades la había concebido como conciben los niños acaso tantas
ideas geniales que luego son descartadas por el mundo de la adulta razón. Al
ir creciendo, sin embargo, el descrédito por esta idea no fue aumentando o por
lo menos no con la velocidad que se hubiese esperado por lo que, a los diecio-
cho años, se sorprendía todavía pensando en que había otra dimensión en el
inocente reflejo. Había llegado a desarrollar toda una teoría respecto al tema,
según la cual los entes que habitan en el espejo no son más que unos expertos
en el arte de la mimética que, teniendo la ventaja de poder observarnos cada
vez que estamos frente a ellos, aprenden tanto sobre nosotros de manera tal
que, llegada la juventud, conocen ya todo lo que vamos a hacer y todo lo que
pensamos. En la mente de Emilio, esto explicaría por qué los niños creen que
hay otro mundo del otro lado del espejo ya que las reflejadas copias no cono-
cen tan bien a los pequeños y entonces cometen más errores en sus movimien-
tos. Las mentes despiertas de los niños, impolutas por todo principio que de
antemano descarta lo imposible, se dan más o menos cuenta de estos errores
en los reflejos y por lo tanto comprenden la existencia de esta otra realidad.
Al ir creciendo las personas, las contrapartes espejadas se perfeccionan en su
imitación al punto en el cual hacen y piensan absolutamente todo lo que hace
el otro y es por esto que los jóvenes descartan la idea del otro mundo así como
tantas otras forjadas en la infancia.
A lo largo de varios meses, Emilio fue poniendo su teoría a pruebas cada
vez más rigurosas. Comenzó haciendo movimientos crecientemente inespera-
dos, y observando que su reflejo no siempre lo seguía. Continuó por aparecer
107

más rápido delante de un espejo, y ocurría que el otro en ocasiones aparecía


un poco más tarde. La prueba más ardua llegó por agosto, cuando escribió una
nota en caracteres inversos de manera tal que apareciesen de forma correcta
en el espejo. De esta manera le comunicó al otro Emilio que sabía todo, y que
quería saber más sobre él y sobre esta realidad del otro lado. Esa noche casi
no pudo dormir pensando en qué pasaría al día siguiente cuando se volviese a
hacer presente frente al otro.
La mañana del veintitrés de agosto Emilio despertó media hora más tem-
prano que todos los demás en la casa y se escabulló dentro del baño. Se demo-
ró unos segundos reverenciales antes de pararse frente al espejo. El otro Emilio
lo estaba observando, ya sin pretensiones de imitarlo. Le sonreía y asentía con
la cabeza, dándole a entender que estaba dispuesto a contarle más. Luego apo-
yó una de sus reflejadas manos en el espejo. Sin saber bien que lo movía, pero
sabiendo que era lo que debía hacer, Emilio lo imitó. Por un momento que no
duró más que un mero instante, sus palmas estuvieron juntas. Pero entonces
los ojos en el espejo cambiaron, la sonrisa se tornó macabra y la mano lo tomó
a Emilio de la muñeca, arrastrándolo dentro del espejo en el mismo momento
que el otro salía, escapando de su prisión milenaria y quizás eterna.
Emilio, el antes libre, cayó del otro lado, en la otra realidad. Primero no
comprendió que era lo que había pasado, pero una mirada hacia el otro lado y
hacia donde el otro lo miraba con la boca abierta en una risa insonora despejó
todas las dudas de su mente dejando nada más que la funesta verdad: estaba
condenado a pasar el resto de su vida como el reflejo de Emilio. 
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LA CALMA 

por Nora Ripsky


Buenos Aires

La anciana se acomodó el sombrero rojo repletos de plumas. No eran


plumas de pavo real, ni de esos pájaros maravillosos multicolores que habitan
en el Amazonas. Eran plumas de gallina que con mucha dedicación y esmero
había pintado con los viejos y rotos crayones que habían quedado en un cajón
polvoriento del sótano.
Todas las tardes, después de tomar religiosamente su té con tres galletitas
de agua, ni una más ni una menos, bajaba al sótano y abría el viejo baúl con el
que su padre había llegado de Europa y que ahora atesoraba viejas fotos de sus
hijos y sus nietos, cartas de amor recibidas y cartas de amor nunca enviadas.
Con el sombrero rojo ya acomodado, sus lentes cuadrados de carey viole-
ta, su sweater verde que ella misma había tejido, se sentaba en el sillón lleno
de tierra y recuerdos.
Una por una iba pasando las fotos de sus seres amados. Sonreía casi siempre
y casi siempre una lágrima llegaba hasta la comisura de sus labios agrietados.
La casa era grande pero ella no se sentía sola. Sus recuerdos habitaban
cada rincón de la casa y llenaban cada uno de sus espacios. No recibía muchas
visitas, una vez al mes su hija la llamaba y una cada tres meses veía a sus nie-
tos. Disfrutaba de los niños y de su enorme deseo de saberlo todo. Inventaba
historias para ellos y a veces, si sus viejos huesos se lo permitían, también
actuaba solo para ver esos enormes ojos asombrados y risueños.
La maravillaba la ingenuidad de sus preguntas y la ilusión con la que
esperaban un final feliz en cada cuento relatado.
A su hija la fastidiaba verla tan mal vestida, la regañaba como si los roles
se hubiesen invertido.
Es que la joven no entendía que solo la fantasía le permitía a su madre
sobrellevar la partida de todos los seres que alguna vez amo: sus padres, sus
hermanos, su marido y hasta su hijo.
La anciana sabía que pronto estarían juntos nuevamente, pero mientras
eso no sucediera, estaba dispuesta a disfrutar de cada color, cada sonido, cada
luz y cada sombra que la habitara.
Con una foto de su madre apoyada sobre su falda, se quedó dormida.
Nunca antes había sido tan sabia ni se había sentido tan viva. 
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GRANDES DIFERENCIAS 

por Claudia Inés Rodriguez


Buenos Aires

Sos la líder, me dijo una de mis amigas.


Te elegimos por votación unánime, ahora te toca cumplir la primera mi-
sión de buscar comida.
Menudo trabajo pensé y seguí haciéndolo 
¿Me habrán elegido la líder del grupo, porque tengo condiciones? O
¿porque ninguna tenía ganas de hacerlo y yo termine siendo la más buenuda?
En fin, ya estoy caminando por este lugar nuevo para mí y me dijeron,
que si sigo por este camino, me voy a encontrar con una casa enorme, que sin
duda va a tener lo que busco.
Ya no doy más, estoy cansada de tanto andar. Allá veo algo. ¡Sí es la casa
y es grande!
La puerta permaneció unos segundos abierta y entré, la casa tenía un solo
habitante, caminé hasta la cocina y vi una heladera de dos puertas, segura-
mente llena, pero lo que más me llamo la atención fue ver sobre la mesada, un
frasco abierto de azúcar, ¡mi debilidad! 
Si me la como toda, voy a entrar en un pico glucémico. Pensé, no, no es
cierto yo no tengo esos problemas.
Tendría que llamar a mis amigas, pero no, hoy voy a ser egoísta y voy a
pensar solo en mí, esta es la casa perfecta cómoda y con mucha comida.
Me tengo que dejar de divagar, de soñar, ya es tiempo de que ponga los
pies sobre la tierra y vea la realidad.
Sé que cuando él me vea no va a tener piedad de mí y me va a matar, sin
remordimientos, porque él es un hombre y yo.... una hormiga. 
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BIENVENIDOS A BOLIVIA 

por German Rodriguez


Buenos Aires

Bienvenidos a Bolivia dice la policía con sus escopetas fálicas y sus son-
risas esteparias, mientras los chiquitos corretean por el lago con sus barcos de
botella y el sol que les golpea los gorritos. El cuchillo envainado farguyá en el
cinturón y las cholas reman, hacen la colada y contradicen historia, cargan en
la espalda la explotación proletaria con sus paquetes grandes y pesados como
los años y las arrugas. Trabajando desahuciados y desalmados, escépticos
ante la efusión inequívoca del tercer o cuarto mundo. Ese trabajo que como la
venganza no acepta reverencias y soslaya lo pusilánime de la vida. Los más
ridículos ríen y fotografían creyendo indeleblemente en sus ingenios urbanos,
sin trazas bohemias, que les atisban que no tienen los ojos para lo que no im-
porta sino para lo que no necesitan, retratando impoluto el dialectico anárquico
del patriarcado. 
Porque todos necesitamos ser Bolivia un ratito y usar alpaca entre los dedos.
Gaucho viejo en épocas de vacas flacas, no carga más que la cartera y
el cuchillo que lo palpa incansable como le enseñó el patriarca, y también le
enseñó a ser alguien a que le paguen por explotarle. El dios traicionado por
el comarca disfrazado de profeta carga más de dos mil años de promesas va-
cías rellenas de vertientes Europeas. Allá donde el pueblo delata esclavitud y
juega como peón en el tablero de los injustos. Y los dedos ya acariciaban el
mango y con los ojos succionaba la espalda, la del cobarde, la del impune, la
del explotador. Los gauchos viejos no dudan desenfundan y clavan y vuelven
a clavar con ese celebre clamor de venganza que a veces da la razón. Suspira
algo escupiendo y vuelve a repetir impoluto “Toma, hijo puta” mientras en-
vaina junto a la noche y a los colectivos de La paz que no frenan su andar por
que la gente muere en Bolivia y en cualquier lugar.
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LA CITA CON EL CRISTAL 

por Martin Ariel Rodríguez


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Cumplidas las doce corrió. Harta de una fiesta insulsa y aburrida, decidió
que jamás volvería a aceptar la ayuda de aquella hada cursi. En plena carrera,
escaleras abajo, tropezó y uno de sus tacos altos se partió. Maldijo el calzado,
mientras añoraba el batón y las chancletas. Alcanzó el umbral de su casa, se
desvistió y ocupó el pequeño catre en la seguridad de no volver a ver ese noble
imbécil y altanero. 
Sin embargo, no contaba con la perseverancia de un hada testaruda y
engreída. 
Con sus parientes de regreso, y sumida en la tierna rutina de los quehace-
res domésticos, oyó el sonido producido por el vehículo real, detenerse frente
a la puerta de la casa. Pretendió huir, pero la resignación ante los caprichos del
hada pudo más. Todo estaba escrito. Sólo se dedicó a aguardar el turno de su
cita con el cristal, escondida detrás de la puerta de la cocina.
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NI EL CUERPO NOS PERTENECE 

por Alejandro Rostagno


Buenos Aires

La fuimos a buscar a la casa de la madre. El revoque mal terminado


coayudó, junto a las chapas agujereadas de óxido y las ventanas tapiadas con
listones de madera arrancados de los cajones de verduras, a que el eco de
nuestras voces, que dieron una bienvenida impostada, rebotaran en distintas
direcciones. 
El temor a que nos estuvieran apuntando por esos recovecos que sólo el
anfitrión conoce aumentó la ansiedad. Nadie nos atendió.
Un chisme, que tomó la forma de un hombre montado en una bici con la
cadena seca y que, por el mameluco y sus dedos morados daba de albañil, nos
indicó, mientras ajustaba una garrafa en el manubrio, que si la piba no atendía
era o bien porque dormía o porque se había ido a lo de una amiga, a la vuelta,
para continuar con el sueño. 
Después de dar un par de rodeos con la tácita intención de conseguir indi-
cios que nos haga ir hacia otro barrio y posponer la cita, dimos con la casa. El
primer detalle (o el que ahora recuerdo) fue que las ventanas estaban amuradas
por cartones que, al estar encimados, asumían distintas formas geométricas. 
Nos recibió la amiga, algunos años mayor, en bombacha, calzando esas Nike
que tienen resortes flúor y con los ojos tan rojos que la resolana del mediodía.
–Está durmiendo –balbuceó con cierta firmeza, al notar que veníamos de
un organismo Municipal.
Su cuello giraba a destiempo de sus ojos debido a que, gracias a esa fuerza
inexplicable de la maternidad, buscaban azarosos la figura de su hijito de tres
que, en cuero, con la melena lacia que le superaba los hombros y con el cauce
de los mosquitos verdes aferrados a su labio superior, corría de manera ubicua,
como si sus piernitas arqueadas y musculosas necesitaran transitar muchos
kilómetros como salvoconducto para cumplir los años antes de tiempo. 
La piba que fuimos a buscar se manifestó después que su amiga la des-
pertara. Se manifestó en el hall improvisado en donde había una hornalla, dos
banquetas, el resto de un transformer y unos sacos agujereados que oficiaban
de cucha para el perro. 
113

El pasto irregular permanecía húmedo porque el sol había derretido la


escarcha. Paralelamente, el humo de las salamandras, que pasaba desapercibi-
do, hacía confundir si el origen del encendido era por necesidad o por placer. 
Ella se apareció sin siquiera hacer ruido, como si su angelada amargura le
permitiera usar recursos para desacreditar cualquier atisbo de convivencia. Su
expresión parecía reflejar el hastío con que se reciben a los que tratan de re-
cetarle otra vida. Su mirada, perdida a perpetuidad, sumada a una sonrisa tan
incipiente como cristalizada eran los trazos salientes del retrato del desamparo:
una madre que vendía; una madre que vendía merca; una madre que vendía
merca y la obligaba; una madre que vendía merca y la obligaba a prostituirse. 
Un olor a quemado avanzó desde el interior de la habitación del fondo. 
–Perdón, puede ser que haya olor a quemado –se animó con nerviosismo
uno de nosotros.
La anomia de aquellas dos destruyó la solemnidad del caso. El humo
pertenecía al colchón de goma espuma de la pieza (la única) del fondo. Lo
encendió el chiquito tras haberle hurtado el encendedor a una madre que salió
disparada para el patio, en donde estaba la única canilla con agua que provenía
de la parcela contigua. 
–¡Aguaaaaaaaaa! ¡Se incendia! –Gritó alguno.
–¡La térmica! ¡Dónde está la térmica! –Me desesperé tratando de evitar
algo peor.
La madre del nene, con un semblante de autómata, volvió con el balde
cargado hasta la mitad mientras explicaba que la electricidad la habían cortado
“los de la luz” en el verano pasado. 
El fuego se disipó enseguida. Un humo tóxico, que ya había ganado el
techo, se coló por debajo de una improvisada división de madera. 
El encendedor regresó arriba del anafe. El niño seguía riéndose, afuera, a
una distancia que le permitía esquivar cualquier intento de castigo. Se divertía
pateando una pelota desinflada que tenía estampada la cara de Messi. Había
que preguntarle a esa, la de la cara vencida por el destino, si iba a regresa al
colegio porque si no iba a perder el año. Nadie se animó a preguntar y nos
retiramos con la excusa de otra urgencia. 
114

EL CIELO DE LOS PÁJAROS CANTORES 

por Juan Ruiz Rico


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

A mi canario lo llamaba Dalí por su particular modo de cantar así como


por esos raptos, que a mí me parecían de locura, cuando de pronto se lanzaba
de un lado al otro de su jaula aparentemente sin razón alguna.
Cuando me morí todo fue diferente a como, por lo general, uno supone.
De pronto me sentí entre aquellas personas que habían concurrido a mi
velorio. No estaba abajo ni arriba de ellos, tampoco a un lado o al otro, ni en
el interior de sus cabezas o de sus corazones. Estaba en todas partes al mismo
tiempo y se me hacían evidentes todos los tipos de reacciones humanas que
uno puede suponer en tal coyuntura, la lamentación pura y llana, la indiferen-
cia absoluta y hasta el desdén de algunos.
A partir de ese momento sentí que nadie me llamaba, que nadie me ha-
blaba, ni que a nadie prefería. 
Nada ignoraba, nada me extrañaba ni perturbaba.
Al morir comprendí el significado de lo infinito. De un modo diferente a
como lo había hecho en vida, formaba parte de él. Me encontraba en un lugar
inmenso, naturaleza pura sin máquina alguna, integrante de una gigantesca
marea de estrellas plagada de muchos otros cielos, no por lo poco habituales
menos cautivantes. 
Nadie me guiaba, simplemente iba. Pasé por todos los cielos. Me detuve
un tanto en el de las flores para gozar con sus colores, en el de los caballos
para contemplar su paso señorial, en el de los peces para admirar sus ágiles
movimientos y en el que más placer había sentido, el de los árboles, para hen-
chir mis pulmones con el aroma de los pinares. 
Me dirigí sin andar al cielo de los pájaros. Lo habitaban todos, desde el
primero existente. Nadie me impedía quedarme pero ese no era mi lugar. Me
bastó con ver el interminable rincón donde debería estar cantando mi viejo
canario, distinto del de aquellos que tenían otra melodía en su voz. Sabía que
no estaba allí pero que nos íbamos a encontrar.
Si en vida hubiera podido vislumbrarlo me habría gustado pertenecer al
cielo de los escritores. Sé que con sólo escribir ya se pertenece a ese mundo,
sin embargo nunca me había considerado suficientemente dotado para plasmar
en el papel algo trascendente. No obstante, visité bastantes veces ese cielo y
115

allí escribí estas líneas con la aprobación general, no por ellas sino por el mero
hecho de haberlas escrito. Alguna vez serían leídas entre sueños, como todas
las de ese cielo, por aquellos privilegiados que se deleitan con los susurros del
viento o con el fragor de las olas.
En otro cielo hallé, sin buscarlo, el de los hombres culposos. Estos lucían
felices sosteniendo animadas conversaciones que giraban en torno de lo que
cada uno no haría si volviera a la vida. De entre sus habitantes apareció de
pronto Dalí antes de emprender vuelo hacia el cielo de los pájaros cantores. Po-
sado sosegadamente en mi hombro como quien habla en mi misma lengua me
decía que las aves, cualquiera fuera su plumaje, cualquiera fuera su canto, ha-
bían nacido para ser libres, pero que me daba su perdón por haberlo enjaulado.
116

REPLICANTES 

por Gaspar Russo


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Julio me lo aseguró. Fue la manera categórica de sus palabras lo que me


hicieron dudar de su aseveración. Bajo cualquier otra circunstancia, ni siquiera
me hubiese tomado la molestia en escucharlo. Fue siempre medio fantasioso.
Le pongo el oído porque es un amigo; y a los amigos hay que bancarles algún
que otro defecto. Pero en este particular momento, sus palabras se oían claras
pero terminantes. Seguras y convincentes. 
Julio me explicó sobre ellos. Dijo que ya están aquí y entre nosotros
–como lo han estado otras veces a lo largo de la historia–, y en este último
intento, desde hace una década para ser más exacto. Me dijo, además, que
quieren acabar con cada uno de nosotros y con nuestra manera de ver la vida;
nuestros valores. Nuestras convicciones. Que no se irán hasta cumplir con su
misión y, tal vez, se queden para siempre. 
Julio me manifestó abiertamente que buscan quebrar nuestra voluntad.
Convertirnos en seres pasivos, indiferentes. Personas de risa fácil. Atontarnos
con falsos entretenimientos. En transformarnos en materialistas puros. En
zombis, cuya característica esencial sea la de ver al otro como una amenaza.
Julio me describió con lujos de detalles sobre sus habilidades y dones.
Me contó que pueden ver nuestras auras y, por medio de ésta, diferenciarnos
de aquellos que no presentan amenaza alguna. Es allí cuando comienzan con
sus ataques certeros. Nos menoscaban, nos injurian y nos hacen sentir que
somos unos ladrones. Van poniendo en duda nuestra ideología. Otra táctica
que utilizan es la de provocarte primero, para luego rechazar todo tipo de diá-
logo. Descargan su odio, pero nunca pueden argumentar –con altura– lo que
vociferan. Además, otra estrategia es la de generar mal humor social desde los
medios de comunicación de un modo constante y a diario. 
Julio examinó sus verborragias. Me narró que responden a un comando
central que les da letra sobre distintos asuntos de la vida social; para que luego
ellos lo repitan –como si fuesen actores de teatro o televisión– de un modo
textual y a la manera de un chisme. 
Julio me informó que son de apariencia similar a la nuestra. Idénticos,
como aquel anciano que está cruzando la calle o aquella señora que está es-
perando el colectivo 60. Son exactos a vos y a mí. Sin embargo, suelen tener
un gesto serio y adusto. Son pocos o escasamente felices. Desarrollan una
117

actitud rencorosa con facilidad y poseen una peculiar característica: hacen de


su falta de memoria todo un culto. Tienden a desvalorizar todo lo bueno que
la sociedad misma logró en un pasado reciente.
Julio me advirtió que están seriamente enfocados en apoderarse de las
almas de ciertos políticos. Una vez que logran mutarlos en uno de ellos, se
ven alegres y eufóricos, aunque tales sensaciones les dure escasos segundos. 
Julio me alertó que pululan por todos lados. Los podemos encontrar en los
barrios más pobres como en los más ricos. En pueblos y ciudades. A lo largo
y a lo ancho de todo el país.

***

Después de escucharlo, la sensación de angustia y perplejidad se instauró


en mi espíritu inexorablemente. Me quedé callado. Mudo por completo. Se
despidió y caminó lentamente, como él solía hacerlo. Al llegar a la esquina,
observé como se detuvo. Extrajo un cigarrillo, lo encendió y pegó la vuelta
para perderse por la calle Migueletes. Lo raro es que Julio nunca había fumado
en su vida. Esto me llevó a pensar si Julio era uno de ellos.
118

LA LOCURA EN EL AIRE 

por Mauricio Salinas


Santa Fe

Hubo un día en que, finalmente, sucedió. Tantas veces se había dicho.


Tantas personas lo habían dicho, que terminó por darse: el tiempo se volvió
loco. Aquel día amaneció como cualquier otro de verano. Todo en la ciudad
estaba siendo empapado por el calor de la época. El cielo estaba celeste y
continuo.
El primer cambio que se notó fue el del aire. Comenzó a moverse como
un viento sur cualquiera, fresco y racheado. Tras una hora de mantener esa di-
rección, cambió de rumbo y sopló desde el norte, haciéndose cálido y húmedo,
acompañando su susurro con un suave aroma a tierra mojada. Luego se produ-
jo lo impensado: las dos corrientes se instalaron y continuaron soplando desde
el sur y desde el norte. Muchos caminantes sorprendidos se vieron desplazán-
dose con pasos errantes, yendo hacia uno y otro lado. Otros se sorprendieron al
ver cómo ascendían vehementemente los pájaros en las zonas de confluencia.
A eso de las diez, la atmósfera se enfrió. El cielo se cubrió de nubes blan-
cas y espesas que fueron adoptando formas bien definidas. Podían verse flores,
árboles frondosos, aves blancas formando un vuelo en “V”, autos, personas...
la cara de un niño. Cientos de formas blancas y pomposas flotando sobre un
lienzo celeste.
Por su parte, un cúmulo increíblemente espeso tomó una forma circular
y tapó toda la luz del sol. Todo se bañó de sombras, como en un eclipse. Los
pájaros volvieron a sus nidos pensando que ya había anochecido. Tras media
hora de oscuridad, la nube espesa se evaporó poco a poco y la luz volvió. Lle-
nas de desconcierto, las aves regresaron a surcar el aire.
Lentamente, todas las nubes blancas, todas las formas se fueron uniendo
en un solo estrato espeso que intercalaba manchas grises y azules en todo su
largo. El día se hizo gris. No tardaron en caer las primeras gotas. Tras minutos
de lluvia intensa, la gran nube se hizo toda gris y las gotas le dieron paso a
los copos de nieve. Cayeron blancos, primero, luego verdes, amarillos, rojos,
como si el arcoíris hubiera pasado por un gran rallador de luz. Siguieron pre-
cipitándose de todos colores, cortando el gris metálico de la ciudad con una
particular algarabía.
119

Cerca del mediodía cesó la inefable nevada. El gran nubarrón movió su


base ondulada dejando ver, poco a poco, la aparición de zonas circulares. En
todo el ancho y el largo de la masa nubosa comenzaron a formarse vórtices
pequeños, cientos de ellos. Bajaron desde la base de la nube pero solo unos
metros. El aire que era sacudido por aquellos incontables y modestos tornados
hizo mover a los copos recientemente caídos y éstos, lejos de deshacerse por el
viento, empezaron a saltar por todos lados como si fueran pelotitas de telgopor.
Súbitamente, los tornados se introdujeron en la base de la nube, como si
algo los empujara hacia adentro. El nubarrón se abrió paulatinamente como
si lo consumiera un fuego interno. El sol se encendió sobre el cielo celeste
haciendo que toda la nieve se derritiera. En pocos minutos, aparecieron incon-
tables y pequeñas charcas junto con arroyos finos de agua que barrieron todo.
Hojas, ramas, papeles, cartones... todo aquello que había quedado ensuciando
el paisaje fue arrastrado por el agua. No quedó ni rastro de tierra ni otro ele-
mento que diera indicio de lo sucedido.
Para las dieciocho, todas las charcas se habían evaporado. El día regresó a
su estado de siempre, como si nada hubiera pasado. La ciudad continuó con su
rutina, como si el tiempo no se hubiera vuelto loco. Aunque sí había sucedido.
Al fin, una vez.
120

EL ALIENTO DEL RÍO 

por Marco Santarcángelo Zazzetta


Buenos Aires

Ella nada y yo la miro en la distancia, sentado en la orilla. Me pide que


me acerque, y yo me acerco. Busco su mano a ciegas, debajo del agua. Cierro
los ojos. Siento sus dedos entrelazándose con los míos, y su aliento en mi cara
mientras se aproxima. Busco sus labios, y encuentro su nariz. La beso mien-
tras se ríe y siento sus piernas anudándose con las mías. 
Está tumbada y yo la miro desde la puerta. Me acerco sin que me lo pida.
Busco su alma en su interior. Siento su pecho en mi pecho y su corazón en el
mío. Por momentos abro los ojos para contemplarla, y por momentos los cierro
para sentirla.
Nado y me mira en la distancia, sentada en la orilla. Le pido que se acer-
que, y ella se acerca. Busco su mano a ciegas debajo del agua. Cierro los ojos.
Siento sus dedos entrelazándose con los míos, y su aliento en mi cara mientras
se aproxima. Busca unos labios y encuentra un mentón. Beso su sonrisa y
siento mis piernas anudándose con las suyas. 
Está tumbada y yo a su lado. Nos acercamos sin decir nada. Busco mi
alma en su interior. Siento su corazón en mi pecho y mi corazón es el suyo.
Por momentos abrimos los ojos y por momentos los cerramos.
Ella nada y yo no puedo verla. Grita, ruega que me acerque, y yo no sé
dónde ir. Busco su mano a ciegas, debajo del agua. Siento mis dedos entrela-
zándose con los suyos, pero no los suyos con los míos. Está la cara, pero no el
aliento. La beso y nadie ríe.
Está tumbada y yo a su lado. Me acerco sin decir nada. Busco su alma,
busco mi alma y no están. Su corazón que era el mío se detuvo. Por momentos
no abro los ojos para sentirla y por momentos los cierro para contemplarla.
Ella es la nada y yo la miro en la distancia. Grito y ruego que se acerque,
y no sé qué hacer. Ya no busco su mano, ni siento sus dedos, ni su cara, ni su
aliento. 
Estoy tumbado con ella a mi lado. Busco lo que no voy a encontrar. Mis
latidos que eran suyos se detuvieron. Por momentos cierro los ojos para verla
y la siento derramarse por mi rostro.
Ella nada y yo no puedo verla, pero me pide que me acerque, que no la
deje sola. No busco su mano, su boca, su nariz ni su aliento. Es a ella a quien
121

siento y a quien pretendo encontrar. Se ríe cuando intento besarla y me con-


tagia su risa.
Estoy flotando y ella fluye a mi alrededor. La siento en mi pecho, mis
piernas, en cada centímetro de mi piel. Por momentos abro los ojos y veo el
cielo, por momentos los cierro y la veo a ella.
Ella es fría y yo estoy sentado en su orilla. Me pide que me acerque, que
no la deje sola. Busco una mano que no voy a encontrar. Cierro los ojos. Siento
lo que fueron sus dedos entrelazándose con los míos, mi aliento se escapa. Mis
labios buscan el aire a ciegas, mi nariz se resiste a ella. Me besa, se ríe. Siento
mi cuerpo hecho un nudo.
Está tumbada y yo a su lado. Su corazón es mi corazón, y su alma, mi alma.
122

EL CEMENTERIO DE SANTA EULALIA DEL RÍO SECO 

por Silvina Santulario


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Santa Eulalia del Río Seco, comenzó siendo un caserío con ínfulas de
pueblo. Emplazado en un estrecho valle, flanqueado por altas montañas junto
a un río rocoso de aguas limpias. Un caserío que con el correr del tiempo llegó
a ser definitivamente un pueblo.
Cuando una epidemia se llevó a una buena parte de la población, habien-
do quedado pocos y débiles como para subir las escarpadas laderas hasta el
antiguo cementerio, decidieron enterrar a sus muertos en un predio que se en-
contraba en la otra orilla del río, al que se accedía a través de un viejo puente
de piedra que se jactaba de ser romano.
El pueblo se recuperó y creció, y como resultado de una ecuación inevi-
table, a la que se le sumaron los habitantes de los pueblos vecinos, que encon-
traron más cómodo el valle de Santa Eulalia para dejar a sus muertos, que la
cima lejana de un monte, el cementerio también creció. 
Nadie sabe a ciencia cierta con quién o cómo se originó la tradición de los
monumentos fúnebres, que se volvieron cada vez más pretenciosos.
Las cruces se convirtieron en estatuas de ángeles dolientes que dieron
paso a grandes piezas escultóricas, las lápidas a bóvedas y éstas a mausoleos.
Y así el pueblo se hizo famoso por su espectacular cementerio. Llegó el mo-
mento en que los humildes campesinos trabajaban sin descanso para así aho-
rrar el dinero suficiente que les permitiera yacer en su eterno sueño al modo
de los reyes, dejando la vida en ello.
Reconocidos artistas atraídos por esta costumbre arribaron al poblado,
compitiendo entre ellos por esculpir y erigir los mejores y más regios monu-
mentos. 
Esto llamó la atención de los señores de la comarca, quienes se vieron
obligados a hacer valer su estatus por sobre el de los campesinos, así que ellos
también decidieron levantar allí sus últimas moradas, utilizando los servicios
de grandes arquitectos y escultores. 
El cementerio creció en la orilla oriental del Río Seco, obligando al pueblo
a arrinconarse cada vez más, contra la pared de la montaña en la orilla opues-
ta, como si quisiera huir de la sombra que proyectaban las imágenes cada vez
más gigantescas.
123

Con el paso de los años, el período de gloria empezó a declinar.


Finalmente las personas se dedicaron más a vivir sus vidas que a plani-
ficar sus días de muerte, y las nuevas tumbas fueron sencillas, efímeras, y tal
vez por ello más libres al no plasmar el dolor de la muerte en la eternidad de
una roca.
Y llegaron nuevos tiempos, que trajeron progresos y estos progresos exi-
gieron grandes cambios y sacrificios y el mayor recayó sobre Santa Eulalia
del Río Seco. Una represa en el río inundó el valle por completo, cambiando
así al pueblo y su cementerio por un lago.
Los vecinos que en un principio se negaron a abandonar sus ancestrales
casas, sus calles, sus prados y todo cuanto conocían, terminaron aceptando el
nuevo pueblo que para ellos se había levantado en tierras más altas, en la cara
opuesta de la montaña. Mudaron todo, la escuela, el ayuntamiento, la iglesia
y la parte nueva del cementerio, pero a las grandes tumbas, de enormes mo-
numentos, las dejaron.
Se adaptaron rápido al nuevo lugar, tal vez al principio se llegaban a lo
que quedaba del valle y con nostalgia contemplaban a las montañas verdes
reflejadas en el espejo de agua, pero comprendieron que aquello no era para
ellos mas que un nuevo paisaje y siguieron con sus vidas.
Una noche cuando todo estaba en calma, en el silencio retumbó un clamor
que hizo que la montaña temblara. Al otro día los empleados de la represa
alertados por los pobladores, adelantaron la inspección periódica que hacían
en el complejo.
No hallaron nada extraño, el muro de hormigón estaba intacto y las com-
puertas también, pero uno de los trabajadores que se encontraba en la calzada
superior del embalse, alcanzó a divisar, colgadas de la escarpada ladera,
aferradas a las rocas como si las estuvieran trepando, a cientos de estatuas de
granito, bronce y mármol que habían logrado escapar del fondo del lago
124

LOS PANTALONES LARGOS 

por Hilda Augusta Schiavoni


Córdoba

Corría el año 1930. Pedro sentía bullir en la sangre la fuerza de la prima-


vera. Acompañaba a su pubertad la efervescencia de su piel. Sentía una fuerza
especial que parecía querer lanzarlo a ocupar otros espacios en la vida. Su
mirada se desvivía por la hija del latifundista.
Sus compañeros inauguraban su calidad de mozuelos estrenando los
pantalones largos.
Para Pedro todo hubiera sido perfecto si no hubiera tenido que cargar con
el estigma de su pobreza.
Guillermina, su madre, laboriosa, incansable, humilde, había logrado
comprar, el pantalón que reemplazó al raído que le había costado afrontar
tantas humillaciones en público.
A Pedro, cuando se enteró, le significó un gran alivio pero le representó
un nuevo bochorno. ¡Los había comprado cortos! 
Ella no tuvo en cuenta su evidente crecimiento. Por ello, al muchacho la
situación se le presentaba más angustiante.
No podía decirle nada. Por carecer de medios, su mamá había ahorrado
tanto... Se preguntaba por qué no advertía que ya era un hombrecito.
Pedro, consternado, reclamó a su padre la necesidad imperiosa de co-
menzar a usar los pantalones largos que más o menos le significaba estrenarse
como hombre en la vida social. Éste con indiferencia siguió bebiendo vino.
Pidió luego a su progenitora, que los cambiara pero ella se mantuvo firme
porque no podía pagar la diferencia.
Pasó el verano violento. El otoño se presentó tornasolado y le siguió un
invierno que mantenía ateridos los trinos de los pájaros, Unas medias rústicas
cubría las piernas de Pedro. Del taller iba a su casa y de allí no salía para evitar
la mofa de sus compañeros
Los días eran crudos. A veces, avergonzado iba hasta la carnicería de su
tío. Allí la mirada de las mujeres lo ponía terriblemente rojo. De sus piernas
emergía una maraña de vello revuelto que perturbaba su felicidad.
125

La situación continuó hasta que Guillermina supo que la hija de un ha-


cendado, miraba con bueno ojos a Pedro. Ese día, compró al fiado la tela y le
cosió los pantalones largos
Ese posible romance, sólo era un sueño de Pedro. El interés de la joven
hacia él no era más que una mofa que habían inventado la muchachada para
ridiculizarlo más . Pedro pasó la decepción con la resignación que ya había
caído sobre sus espaldas. Sin embargo, con los pantalones largos sintió que se
reintegraba a la vida.
Años después, reflexionó que muchas veces, reglas de una época, conde-
nan a la desdicha, sin que se entienda la banalidad de dichos ritos. 
126

LAS DESGRACIAS. 

por Sebastián Schleig


Entre Ríos

No hay más que discutir. Las desgracias te las tiran por debajo de la puer-
ta. Es así como comienza. Entra como un coche de carreras dando trompos
hasta perder la velocidad y quedar varado. Los asistentes corren hacían al auto
y ahí nace el horror y se toman las cabezas y maldicen a toda la familia. Que
quién duerme con aire acondicionado, que en el invierno tu calefactor estaba al
máximo todas las noches, es ella la que tiene el noviecito en Uruguay, báñate
con ducha papá! Son alguna de las tantas frases que suelen escucharse después
de la aparición de la desgracia, si es que viene una. Porque desde hace un
tiempo se empeñan en mandártelas todas juntas y nunca fallan en su misión,
todas pasan el límite de la puerta.
Será por eso que alguna vez mi vieja les armó una barricada en la hendija
que quedaba entre la puerta y el piso. Cada vez que entren acomoden el “cho-
rizo”. Se excusaba que era para que no entraran ratas, lo cierto es que jamás
había visto una en casa. Pero acomodar lo que mi vieja llamó “chorizo” era
una ley para habitantes y visitantes.
Ellos se las ingeniaban, hablo de los que se encargan de repartir desgra-
cias, en hacerlas llegar. Así nació el buzón. Esa pequeña casita cuadrada re-
cibidora de tragedias y rara vez de cartas de amor. Más tarde mi madre se en-
cargó de soldar la puertita del buzón y creímos que todo se había solucionado.
Con a los años nos dimos cuenta de que no fue una buena solución, cuan-
do mi vieja baldeaba la vereda y el tipo que traía las desgracias la encontró
afuera –cabe aclarar que mi madre intento escapar sin suerte– y le entregó un
sobre sellado. Al abrirlo sobre la mesa con la familia reunida leyó que debido
a reiteradas ausencias de pagos de desgracias, el Estado nos demandaba por
una cifra de varios ceros. Los de la desgracia siempre se salen con la suya, nos
dijo mi madre antes de acomodarse en el banco de la plaza. Es que acá nunca
apagan las luces, protesté.
127

YO LA VI 

por María Laura Soteras


La Pampa

“Yo la vi. Estaba en el baúl de un auto. Su mano salía por la pequeña


abertura. Podía percibir el frío de aquel cuerpo, que iba derramando un hilo
colorado sobre el asfalto. Yo la vi. Su vestido era de color rosa pálido, aunque
no tan pálido como su brazo que pendía de la parte trasera de ese auto. No
recuerdo nada del auto; a lo mejor era de color azul, o quizás era negro (hasta
podría haber sido blanco pensé para mis adentros)”. Ellos me miran, no creen
ni una sola palabra de lo que les estoy contando. La mujer tiene un uniforme
azul y una gorra con insignias de policía. El hombre, sin uniforme, se parece
a mi padre, canoso, serio, con el pelo engominado y con gestos de enojado.
Volví a repetir: “Yo la vi”. Un silencio inunda la sala. Este cuarto me hace
sentir acorralada, pero tengo que colaborar para que encuentren a Anna. Po-
dría estar aún con vida, aunque no estoy convencida. La mujer me indica que
prosiga con mi testimonio. Hago una pausa; necesito recopilar las imágenes
en mi mente. Pasa un tiempo y ellos comienzan a elucubrar, hasta que decido
continuar: “Estaba sola, recostada debajo de un árbol, cuando la vi. El auto
cruzó por la carretera, dejé de leer y levanté la vista para ver quién era. En ese
instante veo pasar aquel vehículo manchado, no solo con fango; la puerta del
acompañante tenia huellas de sangre”. Nada resulta suficiente para ellos. El
hombre se rasca la barbilla mientras me observa y la mujer evita mi mirada;
como si algo en mí no les cerrara.
–Procede –dice ella. Intento memorar quién era el que manejaba, pero
no puedo. “De repente la vi. Mis ojos se detuvieron en ella y en su muñeca
rasguñada. El baúl, entreabierto, dejaba ver apenas su cuerpo (vivo o muerto
pronuncié en silencio)”. Me preguntan, casi al unísono, si recuerdo el número
de la patente, pero no sé qué contestar.
En la aldea desde hace una semana no cesa de nevar y eso dificulta la
búsqueda. El bosque se convirtió en una cueva blanca, donde nada es lo que
parece o, tal vez, todo es como lo ves. Han pasado casi dos semanas de su
desaparición. La detective empieza a inquietarse, desconfía de mis palabras.
–¿A qué hora vio pasar ese auto, que según usted llevaba a Anna? –pregun-
ta el hombre de civil. Continúo con mi relato: “El día que desapareció Anna vi
en el periódico su fotografía y, estoy segura, que la persona que sobresalía del
baúl del auto llevaba puesto su vestido (cómo olvidar el vestido rosado)”. 
128

–No contestó a mi pregunta –insiste el hombre. “Calculo serían alrededor


de las seis de la tarde”. 
–¿Qué fue lo que hizo ese día señorita Lisa? –Preguntan los dos al mismo
tiempo, como si se leyeran los pensamientos. Me estoy empezando a sentir
incómoda con estas dos personas; me observan como si fuera culpable, cuando
yo sólo deseo ayudarles. “Ese día estaba aburrida y decidí salir de casa, tomé
mi libro preferido y me fui a pasear. El bosque estaba cubierto por una niebla
intensa, caminé por el costado de la ruta hasta que me refugié debajo de un
árbol para leer”. 
–¿Qué libro leía, señorita Lisa? –pregunta ella, irónica. No tengo otra op-
ción que responder: “Tu Mente te Miente”. Ella suelta una risa burlona, como
si comprobara su hipótesis. Aquella confesión deja en evidencia mi situación,
pero yo juré decir la verdad y nada más que la verdad (aunque ahora hasta yo
misma comienzo a dudar). 
Consideran falso mi testimonio porque no tengo ninguna prueba fehacien-
te; aun así me sueltan porque mi abogado se excusa en que soy mitómana. Un
día, escondida, escuché que mi psicólogo le decía a mi padre: Aunque al co-
mienzo la mentira es un hecho consciente, luego se verá a sí misma como parte
de su juego. Dicho en otras palabras: acaba creyéndose sus propias mentiras.
Ya han pasado varios meses y el caso sigue sin resolverse. No hay un
día en que no piense: y si no fue un engaño de mi mente. En este instante un
recuerdo se me aparece. Quien manejaba aquel auto era un hombre canoso,
serio, con el pelo engominado y con gestos de enojado. Por fin me acuerdo; el
auto era blanco. La camisa leñadora del conductor me recuerda a alguien que
vi esta mañana. 
Yo la vi, era Anna. Me siento impotente. Nadie va a creerme. 
129

COLORES 

por Adriana Silvia Vaninetti


Buenos Aires

Algo que no puede explicar la lleva a desear esas zapatillas rojas. Acaban
de bajar del auto en el Club de Caza, Pesca y Balneario. Mientras la familia se
desparrama armando líneas de pejerrey, compitiendo por el lanzamiento más
certero, juntando leñitas para el asado, ella sale despacio a recorrer la costa
del Salado. Como una niña, va llenando los bolsillos con piedritas, caracoles
y boyas extraviadas. 
Las ve. Son rojas. Impecables. Como sin usar. Buena marca. No las ne-
cesita .Las quiere. Todos en la familia van a reírse de ella, a protestar por ese
acto caprichoso, absolutamente innecesario. Vuelve junto al grupo. Comparte
un par de mates. De nuevo a caminar. Las ve. Limpias, completamente secas
entre el pasto húmedo. 
La llaman para fotografiar el primer pique de pejerrey. Agarra la mochila.
Se sienta justo al lado de las zapatillas. Saca el cuaderno y empieza a escribir
una historia que habla de una mujer que se antojó de un par de zapatillas rojas
perdidas –¿olvidadas? ¿abandonadas?– en la costa del río,y que finalmente
pertenecían a una joven secuestrada . Deja a un lado el cuaderno. Las observa
con detenimiento: número treinta y ocho –el suyo– marca de las más conoci-
das. Plantillas perfectamente limpias pero de otra marca, también cara. Mira
como culpable para todos lados. Las mete en una bolsa plástica en el fondo de
la mochila. Las tapa con un chaleco. Termina de escribir la historia. Suspira
con alivio. Ahora puede disfrutar del asado.
De regreso en la ciudad se entera de que una mujer joven ha desaparecido de
su domicilio. Entre los detalles de la descripción completa escucha atónita: calzaba
zapatillas rojas de lona número treinta y ocho. Hacen aclaración hasta de la marca.
Suspiro aliviada como cada vez que completo el trabajo de parto de un
nuevo cuento. Este me recuerda a los de la Buena Pipa o del Gallo Pelado que
contaba mi abuela y que volvían una y otra vez al mismo punto. Obsesivos.
También pienso en las mamushkas rusas, una dentro de la otra casi como una
infinita pesadilla. 
Cierro el cuaderno. Lo meto en la mochila junto con la bolsa que contiene
las zapatillas rojas de lona con plantilla de otra marca. Tapo todo con el cha-
leco y me dispongo a gozar del asado junto al río.
Me prometo no prender el televisor ni la radio esta noche.
130

GORRIONES 

por Virginia Vázquez


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Ahora la playa estaba desierta de personas pero llena de gorriones que


saltaban sobre sus dos patitas y se espumaban las plumas en la arena. Ellos
no tenían intenciones de que ningún humano los molestara, por eso me quedé
tan quieta como pude, solamente observándolos. Unos piaban buscándose
para encontrarse y volver a saltar y así, corriendo de un lugar a otro, tratando
de descubrir no sé qué cosa. Otros picaban tal vez un caracol, una colilla de
cigarrillo, una miga de pan. Estaban por todos lados, iban y venían con la
libertad que les daba esa soledad aquietada del mar y el horizonte desprolijo.
Los gorriones, las olas y yo éramos todo lo presente en la playa. Ni un perro
vagabundo, ni una brisa, nada. 
Más tarde comenzaron a llegar los humanos con sus niños, sus gritos, y
esa aparente alegría muy parecida a la desmesura. Y los gorriones se fueron
yendo, volando y piando, de a muchos. Hasta que ninguno quedó. Mientras
tanto, yo continué en la misma posición. Quieta, ardida por el sol, pero sin-
tiendo un deseo muy íntimo: quería que esos diminutos pájaros regresaran al
atardecer, cuando las hormigas de dos patas se hubieran ido. 
Y así fue. Volvieron, ahora transparentes, con sus alas inquietas que todo
lo iluminaba. Fantasmas de gorriones que me acompañaron hasta la orilla. Mar
adentro. Todos ellos y yo. 
131

EL ABRAZO 

por Mirta Ventura


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

La música sonaba fuerte. Ese tango siempre la emocionaba. Se movía con


placer, los pies hacían su juego. Recordó a sus padres escuchando y bailando
tango abrazados en el patio de la casa, cuando era pequeña. Él cantaba con
voz potente y grave. 
Mientras rememoraba, seguía con fluidez la marca de su compañero de
clase en ese momento. La mano era fuerte y el pecho muy amplio. Se enten-
dían muy bien. 
Una vecina que se asomaba por la ventana del primer piso hacia el patio,
aplaudía. A cambio, mi padre le pedía que cantara ella algún tanguito, nada
de canciones líricas como solía hacer.
Le hubiera gustado estudiar danzas cuando chica, pero no se lo permitie-
ron. Su madre prefería que toque piano y a su padre no le gustaba que su hija
se dedicara a la danza porque lo identificaba con escenarios, mostrar piernas
y esas cosas...
La caminata hacia atrás haciendo ochos cada vez más rápidos, salía
perfecta y muy a tiempo. Era imposible no dejar llevarse por ese tango tan
sensible para ella.
Recordó que tenía un turno médico que hacía mucho que había concertado
y que tenía interés en no olvidarse. Seguro que la fecha convenida estaba cerca.
Giraba ligero varias veces para un lado y otras para el otro. Esos giros
bien encarados, la complacían intensamente. Tenía en cuenta que los pies des-
lizaran por el suelo sin saltitos. Al flexionar algo las piernas, se proponía no
disminuir la altura. Todo esto no se logra sin una buena elongación.
En un momento vino a su mente un pedido de su hijo. Necesitaba que le
diera una mano con unos libretos que tenía que auditar. Ella solía hacerlo, le
gustaba introducirse en historias ajenas que estén bien narradas y, sobre todo,
poder contribuir con alguna sugerencia. Lo llamaría a la mañana siguiente.
Las figuras más difíciles salían sin inconvenientes. La marca era muy
buena, profunda y al compás. Era un placer muy grande expandirse armonio-
samente y sin inhibiciones.
132

Tuvo conciencia de lo afortunado que era poder expresarse a través de la


danza contenida por el acogedor abrazo que el tango propone.
La clase no terminaba todavía, quedaba al menos media hora. Era una
suerte porque no estaba cansada.
La música dejó de tocar, y la voz del profesor llamó a la realidad...
–Cambien de pareja.
133

UN MENSAJE EN EL CUERPO 

por Federico Vilar


Entre Ríos

A veces me canso de dar vueltas por la celda y me quedo parado en un


rincón. Mi paciencia tiene algo de costumbre, pero hay algo en esta espera
que me sirve de consuelo, algo que me anima a seguir adelante, aunque no lo
comprenda. A veces llego a pensar, que no sé hacer otra cosa.
Una vez escuché que soy único y aún sin entender ese dictamen, creo que
me entregué a mí suerte sin cuestionar nada. Con el tiempo, me acostumbré a
este lugar, a estas sombras, a este hábito de ver pasar las horas como si fueran
todas iguales. La condena no me pesa tanto por el encierro, ya lo sé. Lo peor,
lo que verdaderamente incomoda, es la idea de que en esta cárcel, los días
son todos iguales. Hago el esfuerzo, pero es inútil: ya no distingo uno de otro. 
Tal vez me equivoque y lo peor sea la seguridad de ser único, porque esa
seguridad me aterra. También sé que cumplo una misión, aunque no tenga en
claro cuál es, ni de qué se trata. Por eso no me resulta extraño que los guardias
se desvelen procurando mi cuidado y traten de que yo me sienta cómodo en
este espacio tan pequeño: no basta con traer y llevar la vasija de agua cuando
estoy sediento; no basta con mantener encendido el fuego que ilumina los
pasillos y las recámaras de esta prisión que mis ojos no pueden ver, pero yo
adivino; no basta con respetar mi ferocidad desde una distancia prudente. No,
yo necesito otra cosa de ellos, pero ellos no lo saben...
Sólo algunas veces, cuando la compuerta superior de mí celda se abre,
ocurre el milagro: manos desconocidas bajan los trozos de carne con los que
me alimento y sólo entonces, puedo descubrir mí propósito, entrever mi desti-
no, adivinar mi suerte. Sólo entonces, puedo comprobar que mi cuerpo guarda
un código, una señal, un mensaje cifrado. Lo he llevado conmigo siempre, sin
sospecharlo y sin entenderlo, desde luego. Tarde descubrí, que su sentido sólo
puede ser revelado por un hombre, que ahora mismo, me busca en otra parte
del mundo.
Él me ha visto muchas veces. Me busca con paciencia a través de las som-
bras, mientras camina por un parque y no sabe que yo –o que otros parecidos
a mi–, lo aguardan celosos. Él me ama y ese amor es el que le permite verme,
porque su vista es frágil y yo me esfumo a veces, me disipo y me pierdo en su
silencio. El me busca en los dibujos, en las litografías, me busca en su memo-
134

ria, en los arcos de las puertas cancel. Me busca y no sabe que estoy aquí: que
en este sitio lo espero sin fortuna.
Hoy descubrí que su voz está cerca y me nombra. Advertí que a través de
otro hombre –tal vez un sacerdote pagano–, revelará mi secreto. Hará que la
fascinación que yo le provoco, se extienda a otras personas y el hecho tal vez
resulte extraño.
Lo anhelo. No tengo otra explicación para que esta espera se transforme
en esta angustia. Él también lo vive del mismo modo, estoy seguro. Se emo-
ciona. Cierra los ojos y se conmueve ante la excelencia de la obra terminada.
Imagina el título que servirá como encabezado a la revelación de mi mensaje:
me nombra...
Y entonces se lo cuenta a un amigo, con ese aire de certeza que abriga su
rostro y hoy, después de mucho tiempo, he logrado contemplar. 
–Se llamará “La escritura del dios” –dice Borges y luego sonríe como
ausente, mientras se levanta del sillón en el jardín. Adolfito le ayuda a incor-
porarse y responde:
–Sí, Georgie, es un cuento hermoso...
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EL OTRO NEGRO 

por Claudio Vita


Buenos Aires

“Y no tendrás piedad: vida por vida, ojo por ojo,


diente por diente, mano por mano, pie por pie.”
Deuteronomio 19:21

Dedicado a Gabriela, mi profe de Historia II

A mi hermano mayor lo asesinó un pendenciero; un matón que luego tuvo


dos consciencias. Nadie tiene dos consciencias, las personas jamás cambian.
Este cuchillero nos dejó huérfanos; éramos diez hermanos, y el mayor nos
mantenía a todos. Cuando me enteré del asesinato juré hacer justicia con mi
propia mano. A su debido tiempo les llegó el turno a los dos. Maté a uno de
ellos; ya no tengo destino sobre la tierra, ahora soy nadie, como lo era él.
Lo único fantástico de este cuento es que el mismo asesino, en diferentes
tiempos, fue dos personajes diferentes. Si, así como lo escuchan, se escindió
en dos personajes muy distintos. Él no pudo cambiar su consciencia, porque ya
les expliqué que las personas nunca cambian, nunca se traicionan a sí mismas;
en lugar de eso pasó a vivir otra vida, una vida figurada, hipócrita, desper-
sonalizada si se quiere (Eugenio tenía razón, todo se arrastra en la sangre).
El público en general no acepta estos cambios maravillosos, no los considera
verosímiles, prefiere engañase creyendo que la naturaleza es ordenada, pero
no lo es. La naturaleza es caótica, solo la intertextualidad en los cuentos crea
algún tipo de marco referencial verdadero. Mientras el primer Martín (así se
llama el asesino) vivió una vida civilizada, el segundo siguió siendo un cu-
chillero, un matón. El destino le dio a cada quien su merecido. Al primero lo
esperé siete años; lo encontré hablando con tres muchachos que parecían ser
sus hijos. Ya no era el mismo, no era violento como el asesino de mi hermano
(debió aceptar el capricho de José). No tenía sentido matarlo; solo entable con
él un contrapunto que lo dejo pensando. Al segundo lo volví a encontrar en
la misma pulpería de Ocampo Recabarren; paladeó una caña sin concluirla y
luego nos alejamos un trecho de las casas. Antes de trabarnos le dije con odio:
“una sola cosa quiero pedirle: en este encuentro ponga todo su coraje y toda
su maña, como en aquel otro de hace setenta y cuatro años, cuando mató a mi
136

hermano” (utilizando las ordenadas reglas de la humanidad los lectores pen-


sarán que este cuento es incoherente por la avanzada edad de los personajes,
pero en el mundo de la ficción los personajes no envejecen, son eternos, y
fecundan su accionar con cada nueva intertextualidad). Él me marcó la cara en
el entrevero, pero yo le metí una puñalada profunda que le penetró el vientre.
No se levantó, fue “El fin”, y se lo merecía (así lo corrigió Jorge).
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CAMA COMPARTIDA. DE ESPALDAS... NO SE PUEDE ABRAZAR 

por Roberto Vola-Luhrs


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Ana se sentaba, cada media mañana, junto al gran ventanal que da a la


Plaza Jardín de los Maestros. Se quedaba un largo rato mirando el movimiento
que, desde allí, puede verse en el Palacio Pizzurno. Pocos saben que, en reali-
dad, su nombre es “Palacio Sarmiento”. Allí funcionan el Ministerio de Edu-
cación y la Biblioteca Nacional de Maestros. Observábamos juntos el edificio
con sumo cuidado y descubríamos cada día nuevos detalles de su arquitectura.
Tiene un estilo español, aunque también se distinguen toques germánicos. En
las ventanas del entrepiso se destacan las figuras que representan las Ciencias
y las Artes y la Fuerza de la Paz.
La chimenea del living permanecía prendida día y noche. Jamás cerrá-
bamos las pesadas cortinas, para no tapar el sol. Hacíamos fuego con leños
de eucaliptos y calentábamos agua con hojas de menta. Un aroma a bosques
se percibía en el aire. Ana respiraba el perfume embriagador que se instalaba
en toda la casa desde comienzos del invierno. Aquel fue un invierno cruel,
hizo más frío que nunca. Afuera, la lluvia persistente y la humedad calaban
los huesos.
La salud de Ana se debilitaba cada día. Ella trataba de disimularlo, pero
lo sabía, mejor que yo.
Esa noche, entre sueños y vigilia, sentí la presencia de la muerte. Sabía
que llegaría de noche, no con sol. ¿Podría la muerte trabajar de día?
Me hubiera gustado acariciarla para que se relajara, para que no sintiera
culpa. La presentía huidiza, sutil, seductora, envolvente y hasta un poco atre-
vida. Me daba señales, pero no permitía que me apropiara de su esencia.
Estaba allí, parada, apoyada en el marco de la robusta puerta de madera.
Tan deseable... junto a la chimenea, parecía que quería llevarse, en su retina,
cada imagen de lo que la rodeaba. Le hice unas pocas preguntas. Ella sabía las
respuestas; jugaba con su inteligencia para que yo pudiera adivinarlas. Aque-
llas que no tenían respuesta, no la han tenido desde siempre. Si las contestara,
se acabaría el misterio dejando sin sentido la vida misma.
138

Se acarició el pubis. Lo hizo una y otra vez. Se frotó con ambas manos.
Estaba excitada y parecía no importarle que yo lo percibiera a través de un olor
rancio cada vez más intenso. No mostraba ningún pudor. Estábamos los tres
en el cuarto. Ana entreabría los ojos como si quisiera participar del encuentro,
pero no tenía fuerzas.

Silencio. 

Fue una calma profunda como la que se siente después de un orgasmo.


Estaba seguro que me miró y se metió en la cama, pegadita al cuerpo de Ana.
Cambió la cara, las facciones de Ana se ablandaron. Suspiró. Yo no me cohibí,
al contrario, la deseé tanto como a mi mujer.
Estaba muy confundido. Es que uno no sabe cómo es esto de morirse.
Tuve una duda, ¿vendría por mí? La lógica no vale en estos casos. Hubiera
preferido que fuera así, pero no. Creo que me dejó este tiempo para que escri-
biera sobre ella. Es vanidosa y creída de sí.
Ana se sentó en la cama y me pidió que le quitara la ropa. Que la desnuda-
ra. Muy lentamente le saqué su desovillé de seda. Lucía el cuerpo maltratado
por la enfermedad pero, entre luces y sombras, me pareció verlo magnífico,
florecido como la primera vez. Así, desnuda, volvió a meterse entre las sába-
nas y me hizo una seña para que me pusiera, despacito, a su lado. Hacía tiempo
que yo dormía en la habitación contigua.
Cerré los ojos. Sentí un abrazo cálido transmitiéndome ternura todo el
tiempo. Me quedé así hasta despertar. Las primeras luces de la mañana inte-
rrumpieron el prolongado abrazo. 
Me sobresalté, Ana yacía inerte, de espaldas a mí, tal como se había
dormido varias horas antes. De espaldas... no se puede abrazar. Esa noche
dormimos los tres, pero Ana nunca despertó.
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LOS MUDOS, O, DOS ROSAS 

por Claudio Zegom


Córdoba

La miró como se mira lo que se quiere, lo que se añora. La siguió mirando


hasta que la mirada se convirtió en choque. La miro hasta que el hemistiquio
la convertía en la parte que faltaba. La venero con la mirada como no podía
ser de otra manera, hasta que ella lograba perderse en lontananza. A veces,
pensaba que ella era tragada por una enorme enredadera que solo surtía efecto
en la lejanía del horizonte. Llego a pensar si la vida del enamorado no consistía
en perseguirla con la mirada eternamente. 
La realidad les hizo morder el fresno, y aun así la siguió mirando pero ya
con hojarascas en remolinos .Hasta que un día (era otoño y hacia demasiado
tiempo ya) ambos se precipitaron los ojos, y la mirada pugno por escaparse
(acaso por el cansancio antes dicho). Esa hospitalidad de tulipanes fue apo-
teótica. Ambos comprendieron que esa floración podía durar mucho. Ambos
meristemos emergieron de los corazones y el aroma a gardenia los hizo toser.
Ya estaban intoxicados ambos, y escupieron algo como amapolas.
Ella con mirada perfecta y lineal dijo: –sí –con la mirada– sin saber
demasiado, o intuir, o preocuparse por lo que estaba por venir. El no recordó
ninguna mirada de fe parecida (quizá porque no hubo ninguna antes).El, de
reojo le dijo: hace tanto tiempo –con la mirada se lo dijo y sin pestañear–. Las
luces de neón de las vidrieras iluminaron ese momento. Pero él era muy locuaz
en los besos y demasiado verborrágico en las caricias y en las poesías que le
fluían por la faringe y le aparecían en flor por la boca, Y así una madreselva
perfumada por el cedrón de la rima le brotaba por la nariz. Sin embargo da
tanta felicidad, le sobrevino un hipo como de incienso.
En las orejas de ella, una campanitas que llevaba ella como aros, fueron
deglutidos por la lengua de él. Del mismo modo, las lenguas espeluznaron
los cuerpos. Vibraron las hojas, y los pies no repararon en el movimiento
de zigzag, o del sí sí. Exhaustos, las banderolas daban la señal de sosiego,
se fumaron una petunia, aunque ese humo verde envenenaba la conciencia.
Ella en algún momento apuro un licor de crisantemos, increíblemente él, con
el hambre que tenía después de la faena sexual, se comió unos buñuelos de
caléndula y rúcula. Con gestos le dibujo rosas, busco los apotegmas, preparo
la voz y disparo un discurso de algarrobo. Con telepatía le convoco sueños y
hasta pesadillas que la hicieron despertar .Al despertar tuvo nauseas de flor
140

de Hortensia, hacia arcadas terribles de flores de cerezo, hasta que no pudo


más y vomito. Vomito nueve orquídeas –y eso que no hacía nueve meses– y
en la boca le quedo el sabor amargo de los claveles, se acarició el vientre, y en
la caricia sintió la succión de una magnolia y el susurro de todas las flores. El
jardinero ayudo para que venga, y en sus manos meció el nuevo ser: una rosa
roja grande que sonreía.
141

LA HISTORIA INVERTIDA

por Marcela Zurbriggen


Santa Fe

Julio miró por la ventanilla. El avión había despegado y la fuerza de sus


motores se hacía sentir comprimiéndolo en la trepada buscando el cielo. Casas
cada vez más pequeñas, el damero de colores de las luces callejeras, borrones
luminosos y después las nubes en la noche y nada más. El avión giró en una
amplia curva hacia el este. Hacia Europa. Hacia su futuro.
Palpó su portafolios y eso le bastó para sentirse confiado y seguro. Se dio
cuenta de que durante el proceso de despegue había estado tenso y se relajó
exhalando el aire retenido. Llevaba consigo su diploma de ingeniero, recomen-
daciones y direcciones para comenzar su búsqueda laboral en el extranjero.
Su madre había insistido en que probara suerte en un país del viejo mundo
reconocido por su educación y formalidad: Suiza. Allí tenían antepasados y
habían logrado establecer contactos que lo fueran acercando a la posibilidad
de establecerse en el área en la que con tanto ahínco había batallado durante
los últimos años, oportunidad que su país no le ofrecía. Con una mezcla de
entusiasmo y zozobra, quedó dormido.
Su madre no había logrado reflotar el campo familiar, pequeño para las
necesidades de sus hijos y había insistido en que estudiaran algo que no tuviera
relación. Hacía décadas había tenido la dolorosa certeza de que no sería capaz
de afrontar la producción de ese pedazo de tierra en el que había nacido y no
tuvo más opción que alquilarlo para no deshacerse de esa pesada herencia que
le había sido legada una vez por su padre. Si Aldo, su padre, la viera...
Aldo llegó a la zona escapando a una pequeña fábrica en la ciudad que
comenzaba a tambalear. La desmantelaron y con tres hermanos eligió el norte
extenso y montuno para comprar tierra, toda la que pudieran para cuatro fa-
milias. La tierra virgen se resistía a dar frutos, sobre todo por la impericia de
los nuevos chacareros. Pero tenacidad y obstinación hicieron que se abrieran
lotes, se criaran vacunos y se insistiera con las cosechas, hasta que las inun-
daciones les pusieron coto. Uno a uno, dos hermanos desertaron. Al primero
pudieron comprarle su parte, pero cuando los abandonó el segundo, con los
dientes apretados vieron cómo la tierra se les escapaba de las manos.
Ya el padre de Aldo, Luis, había rondado por esos lugares; la zona no les
era ajena. Luis, el bisabuelo que Julio no conoció, llevaba a algunos de sus
cinco hijos varones de correría cuando con su empresa abría caminos en el
142

Impenetrable chaqueño, mientras sus cuatro hijas estudiaban piano e idiomas


en la ciudad. No había abrazado la agricultura como otros hijos de inmigran-
tes, lo suyo eran las máquinas y había establecido un próspero negocio de
movimientos de tierras. Su padre, Juan, había hecho todo lo posible para que
trabajara en lo que decidiera y se transformara en un hombre de bien, cualidad
esencial por aquellos tiempos en que la palabra dada valía más que un papel
con firmas y sellos.
A pesar de ser casi un adolescente, la responsabilidad de Juan de ser el
varón mayor de la familia hizo que tomara para sí las funciones de padre y
junto a su madre, Catalina, bregó por la estabilidad del abigarrado núcleo
familiar. Aún creía recordar el rostro de su hermanito menor, muerto durante
un malón que había hecho su incursión en la pequeña colonia al poco tiempo
de llegados. Un golpe duro para la madre, que lo lloró, lo enterró y luego secó
sus lágrimas para salir al campo y hacer fructificar la concesión de tierras,
como tantos otros gringos.
Catalina sabía de lágrimas secas. Ya había enterrado al esposo, víctima
de una de las tantas guerras de la vieja Europa, y vislumbró la posibilidad de
migrar desde su Suiza natal hacia América, el sur prometedor y desconocido
donde se esperaban manos fuertes y decididas. Comunicó la decisión a sus
hijos, vendió las pocas pertenencias que les quedaban y consiguió pasajes
para todos en el barco. El día de la partida no miró hacia atrás. Sólo hacia el
mar azul y frío. 
El mismo mar que su tataranieto Julio cruzaba hoy en dirección inversa
con similar anhelo y con el mismo corazón herido.
SOBRE LA COMPILADORA

Florencia Estévez Bejo


Nació en 1990 en la Ciudad de Buenos Aires.
Es licenciada en Letras egresada de la Universidad de Buenos Aires.
En el año 2013, participó de la edición de A rebato de Emilio Jurado Naón
publicado por la editorial Blatt y Ríos.
Su primera participación en la Convocatoria ROI, la compilación Sueños
Dirigidos, fue presentada en la 40° Feria Internacional del Libro.
Participó también de la selección de Invernadero de Leandro A. Kreitz en
la categoría Obra Individual Ficción de la misma convocatoria.
Actualmente, colabora como correctora para la editorial BlupInk y parti-
cipa de diversos proyectos tanto editoriales como educativos.
ÍNDICE

Prólogo. .......................................................................................................... 7
Noemí Rosa Alderete - Postal de Buenos Aires ........................................... 9
Silvia Alejandra Almada - la caída ........................................................... 10
Anna Laura Andersen Simmersholm - Sin aviso ......................................... 11
E. Josefina Antoni - El juego ...................................................................... 13
Viviana Autran - Cavilo ............................................................................. 15
Viviana Baldo - Juncal ................................................................................ 17
Christian Bau - Monedas ............................................................................ 19
Pablo Bentancur - El cuerpo de mamá ...................................................... 20
Agostina Bertozzi - Ella ............................................................................. 21
Javier Andrés Bolívar Sicard - Historia cruda ...Mente cálida ................. 23
Marcos Bongiovanni - La herencia de Miquel ........................................... 24
Víctor Bosio - La boda ................................................................................ 26
Cecilia Bourel - El bello César .................................................................. 28
Julio Alberto Busaniche - Lirón Gandulfo ................................................ 30
Julio Ruben Alejandro Chaile - Columpios ............................................... 32
Bautista Cherro - Serial ............................................................................. 34
Ignacio Ciucio - Utopía de dos locos ........................................................... 35
Juan Ángel Dall Occhio - La Revelación .................................................. 37
Alicia de Gregorio - Cambiar una lamparita ............................................ 39
Leandro Diene - Calle Laprida .................................................................... 41
Eliana Digiovani - Fusión ............................................................................ 42
Valentina Dorzi - Simbiosis ....................................................................... 43
Norma Duarte - Tiempo de cosecha ........................................................... 45
Milagros Duran - La invasora ................................................................... 46
Sergio Gabriel Eissa - Cuchillo .................................................................. 48
Andrea Eixarch - Vida de muñeca ............................................................. 49
María Victoria Escoz - Instantes................................................................ 51
Fabiana Faisal - La tumba de mármol blanco bajo el quebracho colorado .. 53
Stella Maris Farfán - no tengo cambio ..................................................... 55
Alejandro Alberto Fiorenza - Una vez más .............................................. 57
Sandra Clementina Gaíta - El otro lado del placard ................................ 59
Julio R afael García Ríos - Vida de Tango ................................................. 61
Liliana Margarita Gimenez - Hambre ....................................................... 62
Diego Nicolás Gonzalez - Una delgada línea ............................................ 63
Paola Andrea Gonzalez - La venganza de Kafka ...................................... 65
Lucas Nicolás Hardt - Para decir adiós .................................................... 66
María Noelia Ibáñez - Resignaciones ........................................................ 67
Pablo Manuel Iglesias - Un atrapador de aguas vivas .............................. 68
Denise Nieves Koziura Trofa - Somos ........................................................ 70
David Leonhardt - Marcialmente ............................................................... 71
Verónica Leyes Castro - Salto .................................................................... 73
Sandokan López - Nicasio ........................................................................... 74
Emmanuel Lorenzo - Al niño entre las gárgolas ........................................ 75
Cirilo Guillermo Lucero - Mi perro tenía vocación de piloto ................... 76
Leandro Luna - John ................................................................................... 78
Marcela Mannino - El Jabón más exquisito .............................................. 79
Ivo Marinich - Nubes cubriendo el sol ....................................................... 81
Ticiana Maselli - La boda ........................................................................... 83
Cecilia Mauro - El cazador ........................................................................ 85
Mirta Mineo - Secuestrada ......................................................................... 87
María Eugenia Miqueo - Punto rojo ........................................................... 89
Guillermo Montezanti - 3.000 caracteres ................................................. 90
Alejandro Mora - Treinta y siete estaciones .............................................. 92
Denise Aldana Morzilli - Decisiones ........................................................ 94
Jorge Alberto Naselli - Muros grises ........................................................ 96
Susana Beatriz Palacios - El columpio - 1837 ............................................ 97
Nazareno Palacios Cano - El juego ............................................................ 99
Hebe Ana Pandolfi - El Desertor ............................................................... 101
Natalia Patti - Aullidos .............................................................................. 103
K arina Piriz - Grotesco urbano ................................................................ 104
Tomás Ponce de León - Perfección ............................................................ 105
Julián Prieto - Reflejo ............................................................................... 106
Nora Ripsky - La calma ............................................................................ 108
Claudia Inés Rodriguez - Grandes diferencias ........................................ 109
German Rodriguez - Bienvenidos a Bolivia ............................................... 110
Martin Ariel Rodríguez - La cita con el cristal ....................................... 111
Alejandro Rostagno - Ni el cuerpo nos pertenece .................................... 112
Juan Ruiz Rico - El cielo de los pájaros cantores ...................................... 114
Gaspar Russo - Replicantes ........................................................................ 116
Mauricio Salinas - La locura en el aire ..................................................... 118
Marco Santarcángelo Zazzetta - El aliento del río ............................... 120
Silvina Santulario - El cementerio de Santa Eulalia del Río Seco ......... 122
Hilda Augusta Schiavoni - Los pantalones largos ................................... 124
Sebastián Schleig - Las desgracias. ......................................................... 126
María Laura Soteras - Yo la vi ................................................................ 127
Adriana Silvia Vaninetti - Colores .......................................................... 129
Virginia Vázquez - Gorriones ................................................................... 130
Mirta Ventura - El abrazo ........................................................................ 131
Federico Vilar - Un mensaje en el cuerpo ................................................. 133
Claudio Vita - El otro negro ...................................................................... 135
Roberto Vola-Luhrs - Cama compartida. De espaldas... no se puede abrazar .137
Claudio Zegom - Los mudos, o, dos rosas .................................................. 139
Marcela Zurbriggen - La historia invertida. ............................................ 141
Sobre la Compiladora.................................................................................143
Se terminó de imprimir en Impresiones Dunken
Ayacucho 357 (C1025AAG) Buenos Aires
Telefax: 4954-7700 / 4954-7300
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Junio de 2016

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