individuos quienes determinan con sus actitudes el espíritu que caracteriza a algunos pueblos o es la situación geográfica, la particular orografía, el peculiar relieve, los que vienen a dibujar el perfil de sus habitantes. También puede ser que la personalidad de algunas aldeas y villas se forje en la fragua del lenguaje descriptivo: Urueña, el lugar en el que vivo, toma probablemente su nombre del agua que hay en el subsuelo, y Albarracín, del monte que sedujo y atrajo a los Razin. Ambas poblaciones tienen historias similares: Doña Sancha, hermana del emperador Alfonso VII es dueña de Urueña hasta su muerte en 1158 y menos de una década después Pedro Ruiz de Azagra recibe probablemente Albarracín de Mohamed Ben Mardanis. Historias o relatos legendarios unen a las dos poblaciones. Ese es uno de los temas que preocuparon e hicieron peregrinar a los viajeros románticos: buscar el alma de una región, de una aldea, de un pueblo a través de sus relatos. Los autores de los almanaques y calendarios antiguos confiaron en los humores y en los astros, que influían zodiacalmente sobre individuos y ciudades, para explicar comportamientos, desarreglos y morbos; los ilustrados quisieron transformar la vida en estadística y la hacienda en industria, demostrando lo difícil que era extraer un retrato humano de los datos catastrales. Por eso mismo, digo, los románticos se desplazaron tanto: para conseguir asomarse desde su ingenua perspectiva al interior de los pueblos a través de las ventanas de sus costumbres, más fáciles de abrir hacia dentro que hacia fuera. El viaje fue siempre un peregrinaje -un vagar per agro, es decir por el campo-, pero también un salir de uno mismo y del propio entorno para observar a los demás. Esa dosis imprescindible de curiosidad sobrevenía cuando el diálogo íntimo estaba en crisis y se agotaban los valles de la conciencia. En ese momento, tal vez único en la vida, había que renovar indefectiblemente el paisaje interior, refrescando la mirada en amenos sotos o lavando las pupilas en claros hontanares. El viaje servía para todo eso y mucho más. Contemplar al otro y reflexionar sobre sus costumbres fue siempre terapéutico; mejor todavía si en ese reflejo se veían nuestro rostro o nuestra sangre. Poco más de un milenio ha sido necesario para demostrar que aquellas almas a las que me refería al comienzo, que compendian y resumen el destino de las poblaciones, no se dejaron amilanar nunca por las derrotas ni se dejaron cubrir por el óxido o por el musgo. Dicen que el espíritu de los pobladores de castillos y lugares amurallados es similar al cristal: muy delicado pero de estructura compacta; frágil pero diamantino; sensible, aunque esté construido sobre indestructibles piedras sillares. Y una demostración de esa sensibilidad debe ser y es el cuidado por lo propio, por el patrimonio que nuestros padres recibieron de sus mayores y nos entregaron para que nosotros lo mimásemos y estuviésemos orgullosos de él. Hoy ya no se viaja para conquistar, como no sea un buen lugar en un buen restaurante. El turismo de nuestros días, con apariencia de panacea de todas las cosas, permite a todo el mundo, a personas de cualquier edad y condición viajar y conocer gracias al automóvil, pero en el fondo no deja de ser como una carrocería sin motor. El turismo por sí solo no tiene sentido ni futuro si se olvida que únicamente se moverá con la fuerza que generen el patrimonio cultural y el patrimonio natural, principales valores y atractivos seguros para el usuario. El problema actual de sobredimensionar el turismo para considerarlo sólo fuente de ingresos surge desde el momento en que el interés de quienes lo gestionan empieza a desplazarse desde la órbita de lo cultural al terreno de la economía. En ese proceso, sufrido a lo largo de los últimos setenta años, la idea de que el nivel superior debería estar ocupado por el respeto al tesoro patrimonial y de que ese tesoro tendría que estar adecuadamente custodiado y expuesto, pasa a ser sustituida por la evidencia de que todos esos valores se nutren y mantienen por sí solos pues parecen tocados por la mano del rey Midas. Eso, unido al hecho de que los potenciales destinatarios de la contemplación de esos tesoros se incrementan en número y de que se acercan a ellos más por ocio que por necesidad íntima, va deteriorando la filosofía original. El objetivo de quienes se encargan de gestionar al mismo tiempo el patrimonio y el turismo va decantándose poco a poco hacia unas preferencias claramente populistas: el público importa o preocupa más que el monumento y éste puede ser por tanto sacrificado en aras de aquél. Se confunden así las palabras mejoría y mayoría, del mismo modo que en el orden social o político va pesando más el número de votos que la calidad de los mismos o la educación del criterio en quienes los emiten. De ese modo ha transcurrido el siglo XX, creando espejismos culturales que parecían representar avances en el cultivo de la sensibilidad o del interés en los individuos y en la sociedad, pero que en el fondo sólo atendían a la abundancia en las estadísticas o a la autocomplacencia. El siglo XXI exige otras miradas y esa es la razón del convenio que hoy se firma. Debemos adelantarnos a los errores y tratar de evitarlos con la previsión y el estudio de los problemas. A ello nos comprometemos con la humildad como norma pero con el tesón y la constancia de siempre. Gracias a la Fundación Santa María de Albarracín por darnos la oportunidad de sumarnos a este convenio.