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Demo-kratía

Retomando la sugerencia de Willey recordada antes en la introducción, imaginemos


tener que ayudar a un muchacho, que obviamente haya alcanzado un cierto grado
de escolaridad —o a un extranjero que goce de una cierta cultura general, o un
alienígena dotado de buenas aptitudes comunicativas—, a orientarse entre la
infinidad de términos que concurren de manera más frecuente en los discursos
comunes sobre la democracia. Para hacerlo, deberemos intentar reconstruir de la
manera más simple y directa las reglas de un uso no ambiguo de ciertas palabras:
empezando por el mismo nombre de la democracia, o mejor dicho por los dos
sustantivos griegos, dêmos y kratos, con los cuales se compone dicho nombre. Así
comienzan innumerables voces de diccionarios y de enciclopedias, que de vez en
cuando es saludable volver a leer. Desafortunadamente se trata de dos palabras
ambiguas, aunque en diferente medida. Kratos significa ≪fuerza≫, ≪solidez≫,
pero a la vez también ≪superioridad≫, capacidad de afirmarse, y por lo tanto
parece indicar a una fuerza sobreabundante, preponderante, que se impone:
podríamos decir la fuerza del más fuerte; pero como componente de palabras como
democracia o aristocracia, kratos pasa a designar el poder político, es decir, el poder
de tomar decisiones colectivas, y, por lo tanto, el poder atribuido a ese sujeto que
en una comunidad establece las decisiones públicas, y por ello es supremo o
soberano. En este sentido, ≪democracia≫ indica a esa forma de comunidad política
en la cual ese poder esta atribuido al dêmos.

Dêmos significa genéricamente ≪pueblo≫. La primera dificultad se encuentra en el


hecho de que con ese término los mismos griegos indicaban, bien a la totalidad de
los componentes de la comunidad política, es decir, de los ciudadanos de la ciudad-
estado, o bien a la parte menos elevada de la población, la clase no-noble de la
sociedad. Por ello, con la palabra compuesta ≪democracia≫ los mismos griegos
generalmente indicaban de manera ambigua dos realidades diferentes, o mejor
dicho, sugerían dos interpretaciones distintas de una misma forma política: la forma
de comunidad en la cual el poder de decisión política está en las manos de la
asamblea de todos los ciudadanos (subrayo el hecho de que, en la ciudad
democrática griega, podían ser ciudadanos, como mucho, solo los sujetos de sexo
masculino, adultos, libres, residentes y autóctonos), o bien la forma en la cual dicho
poder está en las manos de la parte pobre y no-noble de la población, que es
también, como explicaba Aristóteles, la parte más numerosa y, por lo tanto,
coincidente, en los hechos, con la mayoría. Esta ambigüedad se refleja de diversas
maneras, más allá de los usos lingüísticos griegos, en toda la historia del leguaje
político, y tiene que ver con la naturaleza y la extensión del dêmos: ¿quién es el
≪pueblo≫?, ¿quién lo integra?

Pero hay un segundo motivo para hablar de ambigüedad, y consiste en el hecho de


que del pueblo como conjunto de los ciudadanos pueden darse dos imágenes
opuestas: la imagen de un cuerpo colectivo inorgánico, del cual los individuos en
particular son miembros en el mismo sentido en que los brazos o las piernas son
miembros del organismo físico, y separados de este no tienen ya ninguna utilidad
o valor; o bien la imagen del conjunto, de la simple suma de todos los individuos
como particulares, que tienen o que pretenden tener valor en cuanto tales. La
imagen del pueblo como cuerpo colectivo unitario deriva de aquella de la plaza o de
la asamblea (que se reúne en la plaza), abarcadas con una única mirada: es la
imagen que se tiene mirando al ≪pueblo≫ desde lo alto. Pero en realidad, también
la plaza o la asamblea se componen por individuos que, en la medida en que estén
colocados en la posición de ejercer un efectivo poder para decidir, aprobar o
desaprobar propuestas, cuentan cada uno como uno solo. El pueblo como cuerpo
orgánico no es un verdadero sujeto decisor: quien decide o es precisamente aquel
que mira al pueblo desde lo alto -—podríamos decir desde el balcón del poder— y
plasma sus opiniones, o bien son los individuos contados uno por uno. La decisión
colectiva ≪del pueblo≫ puede ser solamente la suma de las decisiones
individuales, es decir, de las opiniones de aprobación o de desaprobación
singularmente expresadas por cada uno. El único caso en el cual una decisión ≪del
pueblo≫ podría ser interpretada como decisión de un cuerpo unitario es el de la
aclamación. Pero la aclamación no es en absoluto una decisión ≪democrática≫:
en la muchedumbre de los aclamadores los eventuales disidentes no cuentan para
nada. No pueden ni siquiera ser contados.

Aunque de manera abreviada y un tanto simplificada, el análisis del sustantivo


compuesto ≪democracia≫ nos ha permitido identificar algunas ambigüedades de
sus componentes, pero también algunas vías para afrontarlas. Podemos así llegar
a una primerísima definición, con muchas lagunas y ciertamente arcaica, según la
cual por democracia debemos entender, a la letra, el poder (krátos) de tomar
decisiones colectivas, es decir, vinculantes para todos, ejercido por el pueblo
(dêmos), es decir, por la asamblea de todos los ciudadanos en cuanto miembros
del dêmos, mediante (la suma de) libres decisiones individuales. Si nuestro
interlocutor imaginario, el muchacho o alienígena o extranjero dotado de una cierta
cultura, pero desconocedor de la democracia, es suficientemente listo, fijará su
atención en dos de los elementos de la definición, ≪todos los ciudadanos≫ y
≪libres decisiones≫, y no tardará en reconocer que corresponden a las dos
nociones más usadas (y abusadas) en los discursos sobre la democracia: igualdad
y libertad. Son los sustantivos que indican ≪los valores últimos [...] en los cuales se
inspira la democracia, y que permiten que distingamos los gobiernos democráticos
de aquellos que no lo son≫. Sugiero comenzar por el de igualdad.

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