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¡Como si a él le importara oír, tocar y conocer! Lo único que quería era no tener que irse.
Pero sus padres fueron inflexibles. No hicieron el menor caso de sus protestas.
Su único consuelo fue que, al despedirse, su madre le dijo algo que le alegró un poco el
corazón.
—Por las noches, cuando te vayas a la cama y te sientas lejos de casa, mira la Luna
durante un rato. Ya verás como te hará compañía, como si fuese yo misma, y te cantará una
dulce canción que te ayudará a soñar. Cuando yo tenía tu edad, la escuché una vez y jamás la
he podido olvidar... Será como si cada noche estuviéramos juntos, tú y yo, como si no nos
hubiéramos separado, y así no me echarás de menos. Cuando seas mayor, querrás que tus
hijos también tengan la oportunidad de escucharla.
Así que allí estaba, contemplando la Luna por una de las ventanas del dormitorio común
mientras sus compañeros dormían. Era la tercera noche que lo hacía y debía reconocer que,
mientras la miraba, se sentía más cerca de su madre, que siempre estaba repitiendo que le
quería tanto, aunque, con aquello del campamento, nadie lo hubiera dicho. Así, Bernardo se
entretenía fijándose en las sombras que veía en la superficie del satélite, sombras que
dibujaban caras raras que parecían sonreír, y poco a poco se le fueron cerrando los
párpados.
De pronto, oyó una voz que susurraba su nombre:
—Bernardo... Bernardo...
Abrió los ojos de golpe, sin saber si estaba despierto del todo o no. El corazón le latía
muy deprisa. Hubiera querido preguntar quién lo pronunciaba, pero no se atrevió. Le pareció
que aquella voz le había leído el pensamiento porque, a continuación, le susurró con
entonación melodiosa:
—Soy la Luna, Bernardo. No temas, no te haré ningún daño. Al contrario, estoy muy
contenta contigo porque veo que has buscado mi compañía, que me has contemplado durante
mucho tiempo. ¡Qué alegría, hijo mío! Hay tan poca gente que lo haga... Únicamente los
enamorados al principio de su relación, pero sólo al principio. Tal vez sea por eso que el
hechizo del amor dura hoy en día tan poco...
—Yo era joven, Bernardo, bella y limpia. Llena de tesoros y de maravillas que el hombre
ha ido arrebatándome sin ninguna consideración. No es que yo quisiera esas riquezas para
mí sola, no lo creas, pero me hubiera gustado poder ofrecerlas despacio, de otra forma.
—El hombre —dijo con un suspiro— es un ser extraño, contradictorio. Por un lado, me ha
elegido para ser su último refugio, enriqueciéndome y honrándome, y, por otro, me despoja
de todo lo que aprecio y hace sufrir a los seres que viven en mí. Me acaricia con amor en la
labranza y ensalza mi belleza en sus paseos, y después me perfora con brutalidad para
extraer de mis entrañas los minerales y sustancias que dice necesitar.
—Yo lo quiero, Bernardo. Le he oído expresar tantos sueños y mitos, alegrías y
tragedias, ilusiones y decepciones, a lo largo de su existencia... He oído sus historias, sus
pensamientos, sus vivencias, que ha transmitido de generación en generación en torno a las
hogueras que encendía para ahuyentar sus miedos. Pero con el transcurso de los siglos todo
ha ido cambiando. Ha dejado de hablar al lado del fuego, se ha alejado de mi… y así se ha
alejado también de su alma, aunque no de sus miedos, que van creciendo cada vez más y
más, haciéndolo cada vez menos feliz. Me siento decepcionada y resentida, ¿Qué le he
hecho yo para que me trate así? Quisiera volver a oír sus cánticos y sus fábulas de otros
tiempos, percibir de nuevo todo aquel mundo lleno de imaginación y creatividad. El hombre…
Mi hijo más querido… Sí, porque a pesar de todo todavía lo quiero. ¿Se lo dirás? ¿Le pedirás
también que vuelva a sus orígenes? Si lo hace, si vuelve, verá que no puede seguir abusando
de mí, y que debe dejar de ensuciarme, que soy algo más que su estercolero. Pero que no
tarde, Bernardo, que no tarde, porque ya no puedo esperar mucho más. Estoy cansada, hijo
mío, tan cansada... No quiero ni pensar en lo que podría pasar si un día dejara de quererlo...
Después de oír esto, Bernardo aprendió que tenía que valorar muchas cosas a las que
antes no daba importancia. El recuerdo de las fogatas de campamento, en las que sus
compañeros expresaban a menudo su ingenio, le hizo sentir especialmente satisfecho, pues
de alguna manera respondían a aquello que la tierra deseaba. A decir verdad, él no solía
participar. Incluso muchas veces permanecía aparte, añorando la tele o la consola, como un
tonto. Ahora lo veía... Se propuso cambiar. A partir del día siguiente compartiría con sus
compañeros los cantos, los chistes y los cuentos de la velada.
—Ahora, hijo mío —dijo la Luna—, iremos a escuchar la última de las voces. Iremos a la
orilla del mar. Hace tiempo que espera. De hecho, lleva esperando desde el principio de los
tiempos.
Fueron juntos un rato hasta llegar a la pequeña cala donde solían nadar los chicos del
albergue. Bernardo se acercó hasta donde llegaban las olas, prestando toda su atención y,
entre su acompasado murmullo, pudo percibir los gritos juguetones de mil delfines y la
belleza translúcida, irisada, insomne, de las medusas; el desafío de seres misteriosos y
legendarios y los secretos de simas insondables de penumbra y de silencio.
Y una voz que provenía de las olas le habló con ternura:
—Yo he sido joven también, hijo mío. Tan joven, bella y pulcra como la tierra. ¿Sabes que
las dos tenemos la misma edad? Ay, Bernardo, tienes que decirle al hombre que he sido
testigo de lo peor de su alma. Si yo te contara... He sido escenario y vehículo de sus crueles
abordajes piratas, de su inhumano comercio de esclavos y de sus batallas sangrientas. He
visto su corazón despiadado, y lo he visto matar sin ningún escrúpulo si a cambio podía
conseguir cualquier ganancia. Por eso tienes que decirle que no puede continuar así, que
debe respetarme y respetarse a sí mismo y no mandarme más porquería. Que piense que si
no se detiene acabará por destruirlo todo y ya no podrá obtener ningún provecho. Cuéntale
que yo tengo cierta capacidad para regenerar la contaminación, pero que ya estoy llegando
al límite de mis fuerzas. Que las algas, los peces y los pájaros se mueren y todos ellos
también son hijos míos. Y que yo no puedo anteponer un hijo al otro, pues los quiero a todos
por igual. Además, así como sé que es capaz de las peores acciones, también sé que lo es de
tener compasión, y sé que es capaz de amar He visto el cariño de las madres hacia sus hijos
y, tal como lo hacen ellas, yo debo perdonar. Puedo perdonarlo todo... ¿Cómo no voy a poder
hacerlo, si soy la madre de toda la vida? Debes decirle que confío en él, porque en sus ojos
viven todos los colores de la naturaleza, el castaño de la tierra y el gris de la niebla, el azul
del agua y el verde de las hojas. El verde es también el color de la esperanza, y por eso el
hombre no puede traicionarme. Estoy en sus manos, Bernardo, todos nosotros lo estamos, y
ahora también en las tuyas. Haz lo que tienes que hacer… No nos abandones.
La voz del mar se calló y Bernardo permaneció pensativo. Notó que el corazón se le
llenaba de tristeza al recordar que la Luna le había dicho que aquella era la última voz que
oiría. Aquella especie de viaje maravilloso había terminado, y jamás podría volver a oír
aquellos sonidos, pero la Luna adivinó de nuevo lo que pensaba y lo tranquilizó.
—No temas, Bernardo. Las voces te acompañarán siempre. Una vez que se las ha
escuchado, nunca se olvidan, a no ser que uno así lo decida. Existen aún muchas más voces
que deberías oír, pues la naturaleza se manifiesta de mil maneras, pero a partir de ahora ya
no me necesitarás para hacerlo. Si tu alma está bien dispuesta, sólo tienes que observar a
tu alrededor. Escúchalas. Escucha su lamento. No las dejes morir.
Guardó silencio durante unos instantes, mirándolo, intentando que comprendiera la
gravedad de la situación y la importancia de su ayuda.
—Y ahora —continuó— piensa en cumplir lo que te han pedido, en transmitir todo lo que
te han contado. Ya sé que se trata de una responsabilidad muy grande para un niño como tú,
pero tienes que pensar que vosotros, los niños, tenéis la llave del futuro. En vosotros está la
respuesta a sus ruegos.
Y envolviéndolo con su luz más plateada se despidió cantando dulcemente.
—Adiós, hijo mío, estaré contigo todas las noches de tu vida…
Enmudeció y se ocultó tras unas nubes espesas.
Bernardo regresó al refugio con lágrimas en los ojos y, cuando se metió en el saco de
dormir, se preguntó si todo aquello no habría sido nada más que un sueño. Pero notó la
tierra entre los dedos de los pies, fruto de sus andanzas, y la sintió tan unida a él como su
recuerdo más querido. Empezó, pues, a pensar en cómo podría atender a lo que le habían
pedido. Él no era más que un niño y no se veía capaz de nada. Le pareció que empezaba a
dolerle mucho la cabeza...
De pronto, pensó que si todas aquellas voces le habían hablado sólo a él, era porque
debía de tener algo especial, o que, por lo menos, al hablarle, lo habían convertido en alguien
especial. Se dio cuenta de que era amigo de la Luna, el hijo de la tierra y del mar, y
hermano de los arboles, del agua y del aire... Y que así como lo era él, podían serlo los demás
niños. Y que, al igual que el mismo, los demás podrían aprender a escuchar las voces, y a
amarlas, y a hacer que sus padres lo hicieran también, pues los padres están siempre
pendientes de sus hijos, y que todo a la vez sería como una marea que se extendería,
incontenible, por toda la Tierra.
Se le ocurrió que podría contarles un cuento que hablara de rencor y de amor, de
súplicas y de promesas, de miedo y de esperanza. Entusiasmado con la idea, empezó a
hilvanarlo, para tenerlo terminado para la noche siguiente y poder contárselo a los demás.
Se acercaban los últimos días del campamento, los últimos fuegos, y debía aprovecharlos.
Todos sus compañeros le escucharían atentamente, estaba seguro de ello, y, si lo hacía
bien, le pedirían que lo contara muchas veces. Pensó que también lo oirían todas las voces
que había conocido durante esa noche mágica. Podía imaginar su alegría al darse cuenta de
que habían hecho bien en confiar en él, que no se habían equivocado, como no lo habían
hecho al elegir a su madre años atrás... Deseó abrazarla, estar ya en casa y poder
compartir con ella su experiencia. Pero antes debía cumplir con sus nuevos amigos. Tomó
aliento y poco a poco sus labios comenzaron a moverse mientras decían:
—Había una vez un niño llamado Bernardo que solía perder el tiempo con la tele y los
videojuegos y no quería ir de campamento...
Eusèbia Rayó
El canto de la Luna
Bellaterra (Barcelona): Lynx, 2005