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El canto de la Luna

Bernardo se secó una lágrima. Se sentía muy solo allí, en el enorme


refugio que albergaba a un montón de niños todavía desconocidos
con los que compartía unos días de campamento. Por él, no hubiera
ido, porque no tenía ganas, pero su familia se había empeñado.
Su madre, que lo había llevado hasta el autobús, había
intentado convencerlo de que se lo pasaría fenomenal. Por
el camino le había dicho:
—Mira, Bernardo, ya sabes lo que pensamos tu padre
y yo. Tienes que hacerte más sociable. Eso de pasarte
todo el santo día en casa, con la tele y los videojuegos,
no te hace ningún bien.
Le dio un paquete de pañuelos de papel.
—Toma, por si acaso te acatarras...
Pero él sabía muy bien que se lo daba para cuando le vinieran las ganas de llorar. Ya las
tenía, pero procuró disimular.
—Ahora tienes que aprovechar los días que pases en el albergue —continuó su madre—.
¿Me prometes que abrirás bien los ojos, que tendrás los oídos atentos a cualquier ruido y
que procurarás tocar y oler intensamente todo lo que puedas? Ya verás como así
disfrutarás de muchas sensaciones nuevas que no conoces y que son parte de la vida. No las
dejes escapar.

¡Como si a él le importara oír, tocar y conocer! Lo único que quería era no tener que irse.
Pero sus padres fueron inflexibles. No hicieron el menor caso de sus protestas.

Su único consuelo fue que, al despedirse, su madre le dijo algo que le alegró un poco el
corazón.
—Por las noches, cuando te vayas a la cama y te sientas lejos de casa, mira la Luna
durante un rato. Ya verás como te hará compañía, como si fuese yo misma, y te cantará una
dulce canción que te ayudará a soñar. Cuando yo tenía tu edad, la escuché una vez y jamás la
he podido olvidar... Será como si cada noche estuviéramos juntos, tú y yo, como si no nos
hubiéramos separado, y así no me echarás de menos. Cuando seas mayor, querrás que tus
hijos también tengan la oportunidad de escucharla.

Así que allí estaba, contemplando la Luna por una de las ventanas del dormitorio común
mientras sus compañeros dormían. Era la tercera noche que lo hacía y debía reconocer que,
mientras la miraba, se sentía más cerca de su madre, que siempre estaba repitiendo que le
quería tanto, aunque, con aquello del campamento, nadie lo hubiera dicho. Así, Bernardo se
entretenía fijándose en las sombras que veía en la superficie del satélite, sombras que
dibujaban caras raras que parecían sonreír, y poco a poco se le fueron cerrando los
párpados.
De pronto, oyó una voz que susurraba su nombre:
—Bernardo... Bernardo...
Abrió los ojos de golpe, sin saber si estaba despierto del todo o no. El corazón le latía
muy deprisa. Hubiera querido preguntar quién lo pronunciaba, pero no se atrevió. Le pareció
que aquella voz le había leído el pensamiento porque, a continuación, le susurró con
entonación melodiosa:
—Soy la Luna, Bernardo. No temas, no te haré ningún daño. Al contrario, estoy muy
contenta contigo porque veo que has buscado mi compañía, que me has contemplado durante
mucho tiempo. ¡Qué alegría, hijo mío! Hay tan poca gente que lo haga... Únicamente los
enamorados al principio de su relación, pero sólo al principio. Tal vez sea por eso que el
hechizo del amor dura hoy en día tan poco...

—Los músicos y poetas de antaño solían


mirarme también, para encontrar la inspiración
que necesitaban. Pero ahora no sé lo que está
pasando: todo el mundo tiene prisa y todos
buscan la inspiración en otros lados y por otros
medios. Quizá por eso mismo van las cosas como
van... Antes yo era la reina de la penumbra, la
señora de la noche, la dama de plata, y mis
dominios eran la ternura y los sueños, la magia y
la sensibilidad, los espejismos y las ilusiones que
provocaba la imaginación. Los abismos de la
mente me ofrecían sus secretos más recónditos
y la humanidad llevaba a cabo en mi nombre
ceremonias arcaicas, ritos clandestinos, cultos
enigmáticos, bellos y oscuros...
—Éste es mi canto, Bernardo —continuó después de un suspiro—. Ya lo has escuchado. Y
ahora, si quieres, acompáñame y podrás oír otras voces. Yo soy la llave que permitirá que
abras tu alma a muchos otros seres que están deseando ser escuchados. ¿Quieres venir
conmigo? Acompáñame...
El niño estaba asombrado por todo aquello que no podía comprender. Dudó en irse con
ella, pues su madre siempre le decía que no fuera nunca con desconocidos, pero al mismo
tiempo recordaba lo que le había dicho sobre la Luna y su compañía. Parecía que había dado
a entender que las dos eran viejas amigas, así que asintió. La Luna sonrió y le pidió que
saliera del albergue. Estaba tan nervioso que lo hizo sin acordarse ni siquiera de ponerse las
zapatillas.
Anduvo un rato bajo la luz de la Luna hasta salir del recinto del campamento. Entonces,
su amiga volvió a entonar su melodía:
—¿Ves aquella arboleda? Son encinas. Quiero que extiendas tus brazos cuanto puedas,
los pongas alrededor de una de ellas y la estreches muy fuerte. Verás como te habla en
nombre de todos los bosques del mundo.
Bernardo no sabía si hacerle caso. Si alguien lo veía, creería que estaba chalado. Aquello
de abrazarse a un tronco no le parecía nada normal. Pero, como tampoco lo era que la Luna
le hablara y, pensándolo bien, nadie lo veía, pensó que no tenía nada que perder y, por lo
tanto, obedeció.
Estuvo un rato así, sin notar nada especial y cuando ya pensaba que su amiga le estaba
tomando el pelo, empezó a oír un rumor de hojas que iba creciendo en intensidad y que le
hablaba directamente al corazón:
—Sólo soy un árbol —decía una voz con pesar—, un árbol viejo. Ya han pasado los tiempos
en que los bosques eran venerados como dioses vivientes, en que se plantaba un hermano
mío por cada niño que nacía, cuando los antiguos sacerdotes interpretaban sus oráculos
mediante el susurro del viento en nuestras ramas. Éramos incontables y aportábamos la
lluvia benefactora y el buen tiempo que las cosechas necesitaban. Los enamorados grababan
sus nombres sobre nuestra corteza, que tenía el poder de inmortalizar su amor...
—Sí, Bernardo, esos tiempos ya han pasado. Ahora parece que únicamente somos buenos
para ser cortados y para convertirnos en madera para muebles, cajas, puertas, o para
fabricar papel para su estúpida y muchas veces innecesaria propaganda, o para no molestar
en los lugares donde los hombres deciden edificar sus casas o construir sus autopistas.
Pero tú debes procurar que esos tiempos vuelvan porque, si no, la Tierra está perdida.
Hazlo, Bernardo, habla con todos tus amigos y cuéntales lo importante que es que se
planten árboles en todos los rincones posibles del mundo; árboles que hay que cuidar para
que crezcan sanos, fuertes y frondosos. Los humanos tenéis que conseguir que los bosques
renazcan. Es la única salvación para el planeta. No nos cortéis más, pues quedamos tan
pocos que apenas tenemos fuerza para cumplir nuestro cometido... ¿Me prometes que se lo
dirás, Bernardo? ¿Lo harás?
Y la voz, que había sonado débil desde el principio, se desvaneció entre el murmullo
suave del follaje.
—Ya lo has oído, hijo mío —dijo al cabo de un momento la Luna, entonando otra vez su
canto—. ¿Quieres que continuemos?
Y al ver que el niño, maravillado, decía que si, lo condujo hasta un manantial que nacía
entre piedras enverdecidas por el musgo y le dijo que juntara las manos y tomara un poco
de agua. Entonces Bernardo empezó a oír el canto alegre de las gotas que se le iban
escurriendo entre los dedos, que no había juntado muy bien.
—Venimos de la lluvia, Bernardo —decían—, y vamos hacia el mar. Éste es el ciclo de
nuestra existencia, y lo cumplimos desde el inicio de los tiempos. Transportamos la vida que
navega por los arroyos, torrentes y ríos. Los árboles, los animales los hombres, la vida
entera, dependen de nosotras, de nuestra pureza...
—Pero, poco a poco, —y aquí el canto fue dejando de lado su alegría inocente— la vamos
perdiendo, La lluvia a menudo nos llega contaminada y el mar nos recibe más y más inquieto.
Cada vez nos es más difícil conservarnos cristalinas, pues el hombre nos hace enfermar con
sus residuos. ¿Quién nos sanará, Bernardo…? ¿Querrás ser tú? Piensa que el desierto
avanza inexorable y que con el sol, su leal aliado, amenaza con evaporarnos y hacernos
desaparecer. Piensa en la gente que padece sequías espantosas mientras una parte
privilegiada de los humanos usa y abusa de nosotras en cantidades imposibles de reponer.
Piensa en eso, Bernardo, y haz que las demás personas lo sepan.
La voz del agua enmudeció y Bernardo miró sus manos húmedas en cuyas palmas ya no
quedaba ni una gota. La Luna dejó que pasaran unos instantes de silencio. Luego le sonrió, y
al ver que el niño le sonreía también, como dispuesto a una nueva vivencia, le dijo que
cerrara los ojos para estuchar al viento. Así lo hizo y comenzó a notar cómo la brisa le
acariciaba las mejillas con desazón
—Tengo miedo, Bernardo, tengo miedo de mi poder —oyó como le decía el aire con voz
ansiosa—. No sé qué me pasa. Quisiera ser simplemente el mensajero cargado de buenas
noticias, el que acarrea y anuncia la lluvia y el frescor indispensables para la vida, como lo
era antes, y ser bien recibido en todo el mundo…
—Pero ahora hay algo enfermizo en mí, más poderoso que mí voluntad. Una fuerza
maligna que me obliga a soplar y soplar y a formar huracanes y tornados que destrozan
poblados, que arrancan árboles y hunden navíos en las tormentas. Una fuerza que se
manifiesta intensamente siempre que puede. Y a decir verdad, esa fuerza cada vez tiene
más poder. Me obliga a matar y yo no quiero hacerlo, ¿Les hablarás a los hombres,
Bernardo? Les dirás que deben cambiar algunos aspectos de su forma de vivir, sobre todo
los que alimentan ese dominio indeseable que va apoderándose más y más de mí, y que
apenas puedo ya contener? No quiero hacer más daño, Bernardo. Nunca más. Por eso
necesito que me ayudéis.
El niño asintió verdaderamente impresionado. Podía sentir el temor que respiraba el
viento y, más allá de aquella suave brisa, percibió una presencia provocadora, insolente,
agresiva, que parecía reírse de una forma estremecedora...
Se quedó muy angustiado y casi se echó a llorar. La Luna procuró consolarlo con su voz
melodiosa, y ocultó su resplandor con una nube, como un velo sutil y precioso, para que la luz
no le molestara. Finalmente, consiguió que se calmara hablándole al oído del reino de los
sueños, del cual ella era la maestra más sabia.
Cuando estuvo más tranquilo, y por indicación de su amiga, colocó las palmas de las manos
sobre la tierra y pudo sentir un latido. Era irregular, desacompasado, reflejo del cúmulo de
fuerzas que luchaban en su interior. Eran luchas de creación y de destrucción que duraban
desde mucho antes de la aparición del hombre. En ese latido podían distinguirse muchas
voces distintas que a veces se confundían. Bernardo escuchó cómo habían nacido las
quebradas montañas, el fragor de los volcanes al escupir su lava, los gemidos de animales
desaparecidos en el abismo de los tiempos.
Finalmente, una voz se impuso sobre todos aquellos sonidos heterogéneos, lejanos,
atávicos. Era una voz anciana y llena de rencor.

—Yo era joven, Bernardo, bella y limpia. Llena de tesoros y de maravillas que el hombre
ha ido arrebatándome sin ninguna consideración. No es que yo quisiera esas riquezas para
mí sola, no lo creas, pero me hubiera gustado poder ofrecerlas despacio, de otra forma.
—El hombre —dijo con un suspiro— es un ser extraño, contradictorio. Por un lado, me ha
elegido para ser su último refugio, enriqueciéndome y honrándome, y, por otro, me despoja
de todo lo que aprecio y hace sufrir a los seres que viven en mí. Me acaricia con amor en la
labranza y ensalza mi belleza en sus paseos, y después me perfora con brutalidad para
extraer de mis entrañas los minerales y sustancias que dice necesitar.
—Yo lo quiero, Bernardo. Le he oído expresar tantos sueños y mitos, alegrías y
tragedias, ilusiones y decepciones, a lo largo de su existencia... He oído sus historias, sus
pensamientos, sus vivencias, que ha transmitido de generación en generación en torno a las
hogueras que encendía para ahuyentar sus miedos. Pero con el transcurso de los siglos todo
ha ido cambiando. Ha dejado de hablar al lado del fuego, se ha alejado de mi… y así se ha
alejado también de su alma, aunque no de sus miedos, que van creciendo cada vez más y
más, haciéndolo cada vez menos feliz. Me siento decepcionada y resentida, ¿Qué le he
hecho yo para que me trate así? Quisiera volver a oír sus cánticos y sus fábulas de otros
tiempos, percibir de nuevo todo aquel mundo lleno de imaginación y creatividad. El hombre…
Mi hijo más querido… Sí, porque a pesar de todo todavía lo quiero. ¿Se lo dirás? ¿Le pedirás
también que vuelva a sus orígenes? Si lo hace, si vuelve, verá que no puede seguir abusando
de mí, y que debe dejar de ensuciarme, que soy algo más que su estercolero. Pero que no
tarde, Bernardo, que no tarde, porque ya no puedo esperar mucho más. Estoy cansada, hijo
mío, tan cansada... No quiero ni pensar en lo que podría pasar si un día dejara de quererlo...
Después de oír esto, Bernardo aprendió que tenía que valorar muchas cosas a las que
antes no daba importancia. El recuerdo de las fogatas de campamento, en las que sus
compañeros expresaban a menudo su ingenio, le hizo sentir especialmente satisfecho, pues
de alguna manera respondían a aquello que la tierra deseaba. A decir verdad, él no solía
participar. Incluso muchas veces permanecía aparte, añorando la tele o la consola, como un
tonto. Ahora lo veía... Se propuso cambiar. A partir del día siguiente compartiría con sus
compañeros los cantos, los chistes y los cuentos de la velada.
—Ahora, hijo mío —dijo la Luna—, iremos a escuchar la última de las voces. Iremos a la
orilla del mar. Hace tiempo que espera. De hecho, lleva esperando desde el principio de los
tiempos.
Fueron juntos un rato hasta llegar a la pequeña cala donde solían nadar los chicos del
albergue. Bernardo se acercó hasta donde llegaban las olas, prestando toda su atención y,
entre su acompasado murmullo, pudo percibir los gritos juguetones de mil delfines y la
belleza translúcida, irisada, insomne, de las medusas; el desafío de seres misteriosos y
legendarios y los secretos de simas insondables de penumbra y de silencio.
Y una voz que provenía de las olas le habló con ternura:
—Yo he sido joven también, hijo mío. Tan joven, bella y pulcra como la tierra. ¿Sabes que
las dos tenemos la misma edad? Ay, Bernardo, tienes que decirle al hombre que he sido
testigo de lo peor de su alma. Si yo te contara... He sido escenario y vehículo de sus crueles
abordajes piratas, de su inhumano comercio de esclavos y de sus batallas sangrientas. He
visto su corazón despiadado, y lo he visto matar sin ningún escrúpulo si a cambio podía
conseguir cualquier ganancia. Por eso tienes que decirle que no puede continuar así, que
debe respetarme y respetarse a sí mismo y no mandarme más porquería. Que piense que si
no se detiene acabará por destruirlo todo y ya no podrá obtener ningún provecho. Cuéntale
que yo tengo cierta capacidad para regenerar la contaminación, pero que ya estoy llegando
al límite de mis fuerzas. Que las algas, los peces y los pájaros se mueren y todos ellos
también son hijos míos. Y que yo no puedo anteponer un hijo al otro, pues los quiero a todos
por igual. Además, así como sé que es capaz de las peores acciones, también sé que lo es de
tener compasión, y sé que es capaz de amar He visto el cariño de las madres hacia sus hijos
y, tal como lo hacen ellas, yo debo perdonar. Puedo perdonarlo todo... ¿Cómo no voy a poder
hacerlo, si soy la madre de toda la vida? Debes decirle que confío en él, porque en sus ojos
viven todos los colores de la naturaleza, el castaño de la tierra y el gris de la niebla, el azul
del agua y el verde de las hojas. El verde es también el color de la esperanza, y por eso el
hombre no puede traicionarme. Estoy en sus manos, Bernardo, todos nosotros lo estamos, y
ahora también en las tuyas. Haz lo que tienes que hacer… No nos abandones.

La voz del mar se calló y Bernardo permaneció pensativo. Notó que el corazón se le
llenaba de tristeza al recordar que la Luna le había dicho que aquella era la última voz que
oiría. Aquella especie de viaje maravilloso había terminado, y jamás podría volver a oír
aquellos sonidos, pero la Luna adivinó de nuevo lo que pensaba y lo tranquilizó.
—No temas, Bernardo. Las voces te acompañarán siempre. Una vez que se las ha
escuchado, nunca se olvidan, a no ser que uno así lo decida. Existen aún muchas más voces
que deberías oír, pues la naturaleza se manifiesta de mil maneras, pero a partir de ahora ya
no me necesitarás para hacerlo. Si tu alma está bien dispuesta, sólo tienes que observar a
tu alrededor. Escúchalas. Escucha su lamento. No las dejes morir.
Guardó silencio durante unos instantes, mirándolo, intentando que comprendiera la
gravedad de la situación y la importancia de su ayuda.
—Y ahora —continuó— piensa en cumplir lo que te han pedido, en transmitir todo lo que
te han contado. Ya sé que se trata de una responsabilidad muy grande para un niño como tú,
pero tienes que pensar que vosotros, los niños, tenéis la llave del futuro. En vosotros está la
respuesta a sus ruegos.
Y envolviéndolo con su luz más plateada se despidió cantando dulcemente.
—Adiós, hijo mío, estaré contigo todas las noches de tu vida…
Enmudeció y se ocultó tras unas nubes espesas.

Bernardo regresó al refugio con lágrimas en los ojos y, cuando se metió en el saco de
dormir, se preguntó si todo aquello no habría sido nada más que un sueño. Pero notó la
tierra entre los dedos de los pies, fruto de sus andanzas, y la sintió tan unida a él como su
recuerdo más querido. Empezó, pues, a pensar en cómo podría atender a lo que le habían
pedido. Él no era más que un niño y no se veía capaz de nada. Le pareció que empezaba a
dolerle mucho la cabeza...
De pronto, pensó que si todas aquellas voces le habían hablado sólo a él, era porque
debía de tener algo especial, o que, por lo menos, al hablarle, lo habían convertido en alguien
especial. Se dio cuenta de que era amigo de la Luna, el hijo de la tierra y del mar, y
hermano de los arboles, del agua y del aire... Y que así como lo era él, podían serlo los demás
niños. Y que, al igual que el mismo, los demás podrían aprender a escuchar las voces, y a
amarlas, y a hacer que sus padres lo hicieran también, pues los padres están siempre
pendientes de sus hijos, y que todo a la vez sería como una marea que se extendería,
incontenible, por toda la Tierra.
Se le ocurrió que podría contarles un cuento que hablara de rencor y de amor, de
súplicas y de promesas, de miedo y de esperanza. Entusiasmado con la idea, empezó a
hilvanarlo, para tenerlo terminado para la noche siguiente y poder contárselo a los demás.
Se acercaban los últimos días del campamento, los últimos fuegos, y debía aprovecharlos.
Todos sus compañeros le escucharían atentamente, estaba seguro de ello, y, si lo hacía
bien, le pedirían que lo contara muchas veces. Pensó que también lo oirían todas las voces
que había conocido durante esa noche mágica. Podía imaginar su alegría al darse cuenta de
que habían hecho bien en confiar en él, que no se habían equivocado, como no lo habían
hecho al elegir a su madre años atrás... Deseó abrazarla, estar ya en casa y poder
compartir con ella su experiencia. Pero antes debía cumplir con sus nuevos amigos. Tomó
aliento y poco a poco sus labios comenzaron a moverse mientras decían:
—Había una vez un niño llamado Bernardo que solía perder el tiempo con la tele y los
videojuegos y no quería ir de campamento...

Eusèbia Rayó
El canto de la Luna
Bellaterra (Barcelona): Lynx, 2005

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