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MEDITACION

Conocer el camino del despertar es conocerse a sí mismo, conocerse a sí mismo es olvidarse de


sí mismo, olvidarse de sí mismo es ser iluminado por los diez mil dharmas, por el universo
entero.

Maestro Dôgen Zenji

La práctica de la meditación es un despertar de la conciencia corporal. En primer lugar, es


importante tener conciencia del cuerpo como instrumento de realización espiritual, y no como
un obstáculo en el camino. Tomar conciencia del cuerpo que se es, no que se tiene. La palabra
meditación proviene de meditari, que significa «ir hacia el centro». Meditar es sentarse y
sentirse, en intimidad con uno mismo. A través de la meditación se abre la prisión del ego y se
accede al Ser esencial. Para ello, hemos de contemplar el flujo de la actividad de la mente, sin
identificarnos con sus contenidos, sean los que sean. La contemplación de los pensamientos y
emociones tiene el efecto de disolverlos. No practicamos la meditación con la idea de obtener
algo, tampoco para sacar provecho, ni para relajarnos o ser mejores. Meditamos porque es lo
mejor que podemos hacer llegado a un determinado momento en la vida, sin esperar premios
ni recompensas, sin crearnos otro ego −ahora espiritual−, sino para conocer nuestra naturaleza
original y estar más presentes en nuestras vidas. En la meditación se trata de silenciar al ego
dándole un «hueso que roer», para dejar que despierte la voz más profunda de nuestro Ser. Se
puede meditar observando la respiración, o bien mirando un objeto o imagen, y también por
medio de la recitación de un mantra o sonido −sea interior o exterior−, como sucede en el
budismo tibetano, el sufismo y el hinduismo. En la práctica de la meditación son importantes el
asiento, la postura, los ojos, las manos, la boca y la respiración. Repasaremos uno a uno dichos
aspectos. Hay que sentarse cómodo y holgado sobre un cojín −o zafu− con las piernas cruzadas,
como una montaña bien asentada, con firmeza y majestuosidad. La espalda recta y bien
erguida, con el coxis un poco hacia fuera de forma natural y la cabeza equilibrada entre los
hombros relajados. La columna vertebral es el canal entre cielo y tierra; la verticalidad de su eje
propiciará que la energía fluya por el cuerpo y la mente se encuentre en reposo. Es
fundamental la inmovilidad en la postura para favorecer que la mente se vaya aquietando. Los
ojos han de estar ligeramente abiertos para no retirarse de la realidad con ensoñaciones y
fantasías; la mirada delicada reposando en un punto fijo en el suelo a un metro
aproximadamente y la barbilla un poco hacia el pecho. La boca suavemente relajada, con la
lengua en el paladar. En cuanto a las manos, pueden estar sobre las rodillas, como en el
budismo tibetano o el taoísmo, o bien formando el mudra cósmico del zazen: las palmas
abiertas forman un cuenco, la izquierda sobre la derecha y los pulgares se tocan formando una
línea recta, mientras que los dedos meñiques están pegados al hara. El centro del cuerpo es el
corazón, pero para abrirlo no hay que centrarse directamente en él, sino en el hara; desde ahí
se facilita que el corazón se abra dulcemente, como una flor. En la práctica de la meditación es
imprescindible estar conectado con el centro de gravedad o hara, que proporciona estabilidad,
voluntad, equilibrio, serenidad y dominio de uno mismo. La persona centrada en el hara se halla
enraizada en una relación equilibrada entre el cielo y la tierra, con ella misma y con el mundo. El
hara aporta confianza, seguridad, incrementa la salud y refuerza el sistema inmunológico.
Además, facilita la acumulación de la energía vital, por eso en la vida cotidiana es bueno
instalarse en él. La conciencia del hara propicia estar presente y plenamente enraizado, libera
del yo egocéntrico y nos permite percibir, acceder y actuar desde el Ser esencial. La conexión
con el hara prepara para acoger la experiencia del Ser que permanece a la espera para brotar
cuando se dan las condiciones adecuadas para ello. Lo primero que experimentaremos es dolor
físico ya que permanecemos inmóviles en una postura a la que no estamos acostumbrados. Se
trata de la postura del loto o medio loto, si bien en algunas tradiciones −por ejemplo, la taoísta−
se medita sentado en una silla con la espalda recta. Podemos empezar por sentir el interior,
saborearlo, escucharlo y también sentir la piel, el exterior, lo que nos separa y a la vez une al
mundo. El ejercicio requiere entrenamiento y adaptación, aunque también es cierto que a más
ego más dolor y que las personas con una mente agitada sufren más que las serenas. Hay una
relación entre la postura corporal y la actitud mental, porque como ya sabemos cuerpo y mente
están interrelacionados. Ahora bien, podemos entrenar el cuerpo y la mente, superar el dolor,
armonizar la respiración e ir hacia la serenidad y quietud interior mediante la paciencia, la
perseverancia y la confianza en que ahí se encuentra nuestra esencia La observación de la
respiración es fundamental y común a las diferentes tradiciones espirituales. La concentración
tiene lugar en la respiración, en el ritmo de inspiración y espiración, en el intercambio vital: dar
y recibir. Hay que ser íntimo con la respiración, en cada inhalación y exhalación. Se inspira
apoyándose primero en el hara o centro de gravedad, dejándose ir e insistiendo en la
espiración. Entre la toma del aire y la expulsión, entre el ir y venir sin la intervención de la
voluntad del ego, se produce equilibrio y alternancia. Observamos la respiración, nos dejamos
llevar en la expulsión del aire, soltando, abandonándolo todo, sintiendo el hara al final de cada
espiración. En la exhalación se descansa, no se fuerza o manipula, se contempla. Al acabar de
soltar el aire pueden contarse las respiraciones de uno a diez. Se reposa en la pausa entre
inspiración y espiración. Inspiración, pausa, espiración lenta y vacío, y reencontrarse en la
inspiración. En cada exhalación se entrega todo, hay una pequeña muerte. Cada respiración es
una muerte y un nacimiento. La respiración es ser y devenir, nacer y morir a cada instante.
Morir una y otra vez en cada exhalación, relajándose. Ser uno con la respiración, mientras ésta
fluye sosegadamente, volver una y otra vez, sin añadir nada. Los pensamientos aparecen y
desaparecen como nubes en el cielo, como olas en el mar, y una y otra vez los dejamos ir. La
respiración consciente es un poderoso mecanismo de transformación que conduce al «yo soy».
La respiración es la vida, la expresión fundamental de la vida, del aliento divino o espíritu. Nos
convertimos en respiración. El que respira y la respiración se funden, se hacen uno, de modo
que pasamos de respirar a sentir que somos respirados por la vida. En la práctica de la
meditación soltar es imprescindible y fundamental. Soltarlo todo, desprenderse de todo, morir
una y otra vez en el cojín. Dejar de aferrar, relajarse y crear espacio, sin esfuerzo. En una actitud
alerta y a la vez relajada; soltando pero manteniéndose firme y despierto se conecta con el
vacío, con el centro o tesoro interior, accediendo a la intimidad con uno mismo. Sin detenerse
en nada, sin estancarse, únicamente sentarse y dejar pasar. Cuando empezamos a practicar la
meditación por primera vez parece que la actividad mental se haya incrementado, pero en
realidad lo que sucede es que hay más conciencia de los pensamientos. Hay que dejar que las
oleadas de pensamientos y sentimientos surjan y se desvanezcan, no seguir tras ellos sino
permitir que vengan y se vayan. La mente es como un jarro lleno de agua fangosa que no
hemos de remover sino dejar que el lodo repose y se vaya al fondo, de manera que arriba
quede el agua clara. Abandonamos las expectativas egoicas y centramos la atención en la
postura y la respiración, así la conciencia se libera de la tiranía de los pensamientos y
obsesiones y empiezan a abrirse espacios vacíos de pensamientos. Se trata de crear una
discontinuidad o brecha en la corriente mental, de prolongar el espacio entre dos
pensamientos.
Ha de ampliarse el espacio entre pensamientos sin aferrarse a las sensaciones agradables ni
rechazar las desagradables; sin tratar de quedarse en ningún sitio, experimentando el estar
presente hasta que no hay un yo ni un tú, ni dentro ni fuera. Generalmente nos aferramos a lo
conocido y agradable y rechazamos lo nuevo o desagradable. Sin embargo, en ambos casos
hay que observar, hacerlo consciente y dejarlo marchar. Intentar asirse a un pensamiento o
sentimiento es como «querer coger la luna en el agua». Dirigimos la luz de la atención hacia el
interior para iluminar nuestra esencia. Simplemente estar, simplemente sentarse. Dejamos de
luchar con nosotros mismos y nos relajamos en lo que es, reconociendo, aceptando y dejando
pasar pensamientos, sentimientos y sensaciones. Como se dice en uno de los libros zen más
antiguos, el sutra del Shin jin mei:

La vía no es fácil ni difícil, basta con no elegir ni rechazar. Cuando no se elige ni se rechaza, la
verdad aparece delante de nosotros.

Una y otra vez, aún en el aburrimiento, la irritación o el dolor, hay que ver lo que surge y dejarlo
ir. Al ver lo que aparece respiración a respiración tomamos conciencia del funcionamiento de la
mente, aprendemos a ver qué surge momento a momento, lo que representa un poderoso
entrenamiento para la vida cotidiana. Ejercitamos una mirada interior ecuánime, que no se
queda fijada a hechos ni emociones, que no se aferra a tener razón o estar equivocada; una
mente libre, exenta de juicios y opiniones. Meditamos para ver qué sucede en nuestra mente,
observamos los pensamientos dejándolos pasar, sin aferrarnos, volviendo una y otra vez a la
postura, a la respiración, al hara. Respecto al tiempo que dedicamos a la práctica de la
meditación, se puede empezar por veinte minutos para llegar a media hora o cuarenta minutos,
preferiblemente por la mañana y por la noche. Al acabar, nos levantamos despacio, sin
brusquedades, para llevar esa atención a lo cotidiano. Meditamos para abrirnos al aquí y ahora,
para estar más despiertos en nuestra vida. Buda significa «el despierto» y meditar es practicar
el arte de despertar. En realidad, el sentido de la meditación es llevar ese estado a nuestra vida
cotidiana, prolongar el estar plenamente despiertos y presentes en todos y cada uno de
nuestros actos. Otorgar esa amplitud, serenidad y silencio a todos los momentos y ámbitos de
nuestra vida, bien enraizados en el aquí y ahora.

Vivimos en la ignorancia de lo que somos realmente, como sonámbulos, dormidos en


ensoñaciones sobre el pasado y el futuro, preocupados, insatisfechos y temerosos. Despertar
es darse cuenta del mundo esencial, entrar en el instante en la vida cotidiana, instalarse en el
ahora. En algún momento hay que elegir, seleccionar un camino y un maestro de entre las
diferentes posibilidades y seguir con determinación aunque surjan dudas. El viaje espiritual
exige apertura del corazón, requiere perseverancia y un verdadero compromiso, paciencia,
humildad y coraje. Supone encontrar la senda espiritual que más inspire, y hacerse la pregunta
que se le proponía a Castaneda en Las enseñanzas de Don Juan (1979: 134): «¿Tiene corazón
este camino? Si tiene, el camino es bueno; si no, de nada sirve». Para recorrerlo es
imprescindible una actitud de amistad incondicional con nosotros mismos, de amor compasivo
y también cierta dosis de humor. Ha de profundizarse en la vía elegida, sin salirse a la primera
dificultad, sin desalentarse y sin hacer gala de un «consumismo espiritual», con una actitud
abierta, tolerante y respetuosa hacia otros caminos. La espiritualidad significa estar presente,
con el corazón abierto y receptivo, en actitud compasiva ante el dolor del mundo, entregados y
comprometidos con la vida, amando cada vez con mayor profundidad, en contacto con los
demás, con sencillez y simplicidad. Es importante contar con las enseñanzas de un guía
espiritual que nos enseñe un camino que conoce; que nos dirija, apoye y guíe ante las
incertidumbres y obstáculos que inevitablemente irán surgiendo. Un verdadero maestro se
reconoce en primer lugar porque proviene de un antiguo linaje de enseñanzas de maestro a
maestro, de corazón a corazón, de mente a mente, generación tras generación. Signos de ello
son que sea compasivo, comparta su sabiduría, no abandone, no manipule, sea humilde, alegre
y con sentido del humor, y que encarne el amor, la verdad, la presencia y la sabiduría de las
enseñanzas. Se dice que «Cuando el alumno está preparado aparece el maestro», y así sucede.
Es como un acto mágico o una sincronía cuando se da el momento de conocer a aquel que es
un espejo claro dónde mirarnos. Para ser un buen discípulo hay que estar receptivo a sus
enseñanzas, con humildad, respeto, sinceridad y gratitud. Impregnarse de la sabiduría y espíritu
del maestro y confían en él (o ella). A través de la meditación y de las enseñanzas
comprendemos que todos los fenómenos son impermanentes, que las circunstancias no son
eternas. Todo tiende a desaparecer. Somos seres en proceso y hay aspectos que nacen y
aspectos que mueren, como al fin será nuestro destino. Nuestro sufrimiento proviene de
aferrarnos a hechos, personas, situaciones, ilusiones y expectativas. Nuestras mentes agitadas
están insatisfechas porque nos falta serenidad, tranquilidad y libertad interior. Sin embargo, el
sufrimiento existencial puede superarse mediante una práctica espiritual que nos permita
acceder a nuestra naturaleza original.

Mientras que para el ego la muerte es el enemigo por excelencia, para el Ser esencial puede ser
una experiencia espiritual transformadora, una verdadera oportunidad de liberación e
iluminación. La práctica de la meditación es especialmente valiosa a la hora del último adiós, en
el momento decisivo de la muerte. La vida es un viaje en que morimos con cada cambio de
etapa: infancia, adolescencia, juventud, edad adulta, vejez. La muerte es parte del viaje de la
vida. Podemos prepararnos para partir, para vivir la última etapa con plenitud en la presencia
del Ser, estando dispuestos a enfrentarnos a la muerte con una mente tranquila y ecuánime,
entrenada por la meditación, una mente serena ante cualquier experiencia. Se dice que Buda
murió experimentando el Samadhi, la paz y la serenidad del alma fruto de la vía de la
meditación. Hay momentos en que es necesario dar un salto de fe hacia delante, momentos
críticos en la vida, en el camino espiritual y en la muerte. Como dice un proverbio zen: «Cuando
llegues al borde de un precipicio de mil metros, da un paso al frente».

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