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PROCESO CIVILIZATORIO Y VIOLENCIA EN LA OBRA DE

NORBERT ELIAS

Arturo Manrique Guzmán.

Norbert Elias propuso, en 1936, el concepto de “proceso civilizatorio”,


para describir el desarrollo sociogenético y psicogenético que dio origen
a la sociedad moderna. El “proceso civilizatorio”, de acuerdo con este
autor, no es producto de una acción planificada o racional, pensada a
largo plazo. “Es impensable -nos dice- que el proceso civilizatorio haya
sido iniciado por seres humamos capaces de planificar a largo plazo y de
dominar ordenadamente todos los efectos a corto plazo, ya que estas
capacidades, precisamente, suponen un largo proceso civilizatorio”
(Elias: 1994, p. 449). Para Elías, el proceso civilizatorio que tiene lugar en la
sociedad moderna opera a través de una red de relaciones que
introduce cambios en las formas de vida de las personas, que no
necesariamente obedecen a un plan o siguen un proceso racional. “La
civilización no es «racional», y tampoco es «irracional», sino que se pone y
se mantiene ciegamente en marcha por medio de la dinámica propia
de una red de relaciones, por medio de cambios específicos en la forma
en que los hombres están acostumbrados a vivir. Pero no es imposible en
absoluto que podamos hacer de ella algo «más racional», algo que
funciones mejor en el sentido de nuestras necesidades y de nuestros
objetivos. Puesto que precisamente en correspondencia con el proceso
civilizatorio, el juego ciego de los mecanismos de interrelación va
abriendo poco a poco un campo mayor de maniobras para las
intervenciones planificadas en la red de interrelaciones y en las
costumbres psíquicas, intervenciones que se hacen en función del
conocimiento de estas leyes no planificadas” (Ibíd., p. 451). El proceso
civilizatorio, entonces, no es inducido, no es racional, no es algo

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planificado. Tampoco se trata de un proceso anárquico o desordenado,
sino que responde a un proceso social, un cambio cultural, que tiene una
dirección determinada, que consiste en el progresivo dominio de las
emociones y en la racionalización paulatina de la acción humana, la
misma que transcurre de manera simultánea a la monopolización de la
violencia por parte del Estado.

El monopolio de la violencia, de acuerdo con este enfoque, supone la


existencia de individuos capaces de contener sus emociones y de actuar
racionalmente: “en la sociedad civilizada -nos dice Elias- se responde al
cálculo con el cálculo; en la no civilizada se responde al sentimiento con
sentimiento” (Ibíd., p. 485). El sistema emotivo del individuo se transforma,
al igual que su comportamiento, a medida que avanza el proceso
civilizatorio. En el individuo se vuelve costumbre la capacidad de prever
las consecuencias de sus acciones. Es decir, aumenta su capacidad para
actuar racionalmente en la misma medida en que disminuye su
capacidad para expresar emociones fuertes, tanto en el ámbito público
como en el ámbito privado. Es por eso que, para Elías, lo fundamental al
investigar el problema de la violencia no es preguntarse por qué los
individuos se comportan agresivamente, ya sea en el ámbito público o
en el privado. Esta pregunta, en su opinión, debería plantearse en un
sentido inverso. Lo que se debería explicar es cómo las personas viven de
un modo relativamente pacífico en las grandes sociedades que
caracterizan a la vida moderna. “Normalmente, a la hora de investigar el
problema de la violencia se sigue un enfoque erróneo. Se pregunta, por
ejemplo, cómo es posible que los seres humanos dentro de una sociedad
cometan asesinatos o se conviertan en hombres y mujeres terroristas.
Cuando en realidad la pregunta debería ser enfocada de otra manera,
de manera opuesta: ¿Cómo es posible que tantas personas convivan de
manera -relativamente- tan pacífica, tal como ocurre en nuestra época
en las grandes sociedades de los estados de Europa, América, China y
Rusia? Esto es digno de atención porque es insólito; es lo que se debería
explicar” (Elias: 1993, p. 141). Lo relevante, entonces, y lo que se tiene que
conocer y explicar, es el comportamiento civilizado y la convivencia
pacífica en que viven la mayoría de las personas en el mundo moderno.

Lo que posibilita esta convivencia pacífica es precisamente el progresivo


control o, mejor aún, autocontrol de los impulsos y de las emociones, que
es propio de la vida civilizada. La civilización es una adquisición evolutiva

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de las sociedades modernas. En este marco, cambian las
consideraciones recíprocas de las personas: la imagen que el individuo
se hace de sí mismo y de los demás “se hace más matizada, más libre de
emociones momentáneas, es decir, se «psicologiza»” (Elias: 1994, p. 485).
El individuo, antes de actuar, trata de entender las razones, los motivos
que explican su comportamiento. La observación de las personas, al igual
que la de la naturaleza, se hace más neutral desde el punto de vista
afectivo. La individualidad se torna más reflexiva en tanto que, antes de
ponerlas en práctica, se piensa en las consecuencias futuras de nuestras
acciones. La coacción interna opera también motivada por el espíritu de
cálculo. El conocimiento que tenemos de la capacidad de violencia que
concentra el Estado a través de sus institutos especializados -Policía, FF.
AA., etc.- nos disuade de actuar violentamente. En otros términos, el
Estado posee un poder disuasivo fundado en el monopolio de la
violencia.

El monopolio estatal de la violencia disuade a los individuos de actuar


violentamente, al constatar, por medio de la reflexión y la previsión de sus
acciones, que se encuentran en evidente desventaja frente al Estado.
“La organización monopolista de la violencia física no solamente
coacciona al individuo mediante una amenaza inmediata, sino que
ejerce una coacción o presión permanentes mediatizadas de muchas
maneras y, en gran medida, calculables. En muchos casos, esta
organización actúa a través de su propia superioridad. Su presencia en
la sociedad es, habitualmente, una mera posibilidad, una instancia de
control. La coacción real es una coacción que ejerce el individuo sobre
sí mismo en razón a su preconocimiento de las consecuencias que puede
tener su acción al final de una larga serie de pasos en una secuencia, o
bien en razón de las reacciones de los adultos que han modelado su
aparato psíquico infantil. El monopolio de la violencia física, la
concentración de las armas y de las personas armadas en un solo lugar
hace que el ejercicio de la violencia sea más o menos calculable y obliga
a los hombres desarmados en los ámbitos pacificados a contenerse por
medio de la previsión y de la reflexión. En una palabra, esta organización
monopolista obliga a los seres humanos a aceptar una forma más o
menos intensa de autodominio” (Ibíd., p. 457). Es así que, gracias al
monopolio estatal de la violencia, surgen espacios pacificados en la
sociedad, esto es, ámbitos sociales que normalmente están libres de
violencia. La pacificación de la vida social en el mundo moderno es

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consecuencia del monopolio de la violencia por parte del Estado. En este
marco, la violencia no desaparece: se concentra. Esta es la conclusión a
la que llega Elías. No es que las personas hayan dejado de ser violentas.
Ocurre que se persuaden, por medio de la reflexión, que es insensato
recurrir a ella. El poder del Estado radica entonces, de acuerdo con este
análisis, en el monopolio que tiene de la violencia física y simbólica.

El concepto de “violencia simbólica” no es de Elias, pero encaja con su


teoría y ayuda a profundizar en sus argumentos. Este concepto ha sido
propuesto y desarrollado por Pierre Bourdieu. La violencia simbólica, de
acuerdo con este autor, complementa a la violencia física y legítima
además las relaciones de dominación instituidas. La violencia simbólica
opera a través de la educación y de los medios de comunicación. Su
función es la de instituir habitus, esto es, disposiciones de acción, que
favorecen la reproducción del orden simbólico y que, por tanto,
refuerzan el monopolio estatal de la violencia. “Una de las consecuencias
de la violencia simbólica consiste en la transfiguración de las relaciones
de dominación y de sumisión en relaciones afectivas, en la
transformación del poder en carisma o en el encanto adecuado para
suscitar una fascinación afectiva” (Bourdieu: 1997, p. 172). La violencia
simbólica permite sobrellevar la dominación y la sumisión en los
subordinados. “La violencia simbólica se instituye a través de la adhesión
que el dominado se siente obligado a conceder al dominador (por
consiguiente, a la dominación) cuando no dispone, para imaginarla o
para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para imaginar la relación que
tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que
comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada
de la relación de dominación, hacen que esa relación parezca natural;
o, en otras palabras, cuando los esquemas que pone en práctica para
percibirse y apreciarse, o para percibir y apreciar a los dominadores (alto
/ bajo, masculino / femenino, blanco / negro, etc.), son el producto de la
asimilación de las clasificaciones, de ese modo naturalizadas, de las que
su ser social es el producto” (Bourdieu: 2000, p.51). La violencia simbólica
es entonces “violencia amortiguada, insensible, e invisible para sus
propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos
puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más
exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento o, en último
término, del sentimiento” (Ibíd., p. 12). La violencia simbólica ejerce un
poder real sobre las personas en tanto que hace posible, sin el ejercicio

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de la violencia física, una sumisión al “orden público” por parte de los
individuos.

Este enfoque parte, entonces, de una articulación entre lo social con lo


individual, entre las estructuras sociales y la subjetividad, entre el yo y el
nosotros, entre la identidad individual y la identidad colectiva. En este
marco, lo individual opera a través de las estructuras sociales o
figuraciones que, a su vez, lo constituyen y lo hacen viable.
Individualización y estructuración son dos procesos que operan en forma
simultánea. “Lo que llamamos «estructura» no es, de hecho, sino el
esquema, o figuración, de los individuos interdependientes que forman e!
grupo o, en un sentido más amplio, la sociedad. Lo que denominamos
«estructuras» cuando vemos a las personas como sociedades son
«figuraciones» cuando las vemos como individuos” (Elias y Dunning: 1992,
p. 190). El proceso civilizatorio consiste, entonces, en la capacidad
desarrollada por los individuos en el mundo moderno para contener,
autocontrolar y gobernar sus emociones. Este proceso tiene un correlato
social (sociogénesis) e individual (psicogénesis). Los individuos se forman
como tales en un contexto social que los induce a ser cada vez más
individuos. Como decía Marx, “el individuo se individualiza en sociedad”.
Elías parte de esta idea y también recoge los aportes de Freud y su teoría
de la cultura, aunque no necesariamente las incorpora tal cual en su
teoría.

Una manera de definir el proceso civilizatorio, en su correlato individual,


es precisamente como el progresivo gobierno, dominio o autocontrol que
ejercen las personas sobre sus emociones. Este proceso no depende
únicamente del individuo, sino que es inducido socialmente, a través de
las interacciones o “figuraciones sociales” en las que participa y que
transforma, de manera simultánea, cuando interactúa en ellas. La
conducta civilizada, de acuerdo con Elías, estaba concentrada en las
clases altas en la época pre moderna, proceso que este autor analiza,
desde un punto de vista histórico, en “La sociedad cortesana” (1996). En
la sociedad moderna, por el contrario, el proceso civilizatorio se expande,
se populariza, y alcanza a los sectores medios y bajos de la sociedad,
entre otras cosas, gracias a la educación. El mundo moderno, en este
proceso, pasa por distintos logros civilizatorios; pero, en el camino,
también puede haber retrocesos que se expresan, entre otras cosas, en
las diversas formas de violencia que acaecen en la sociedad actual.

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Individualización y estructuración, de acuerdo con este enfoque, son dos
procesos que se desarrollan de manera simultánea. “Cada uno de los
seres humanos que caminan por las calles aparentemente ajenas e
independientes de los demás está ligado a otras personas por un cumulo
de cadenas invisibles, ya sean estas cadenas impuestas por el trabajo o
por propiedades, por instintos o por afectos. Funciones de la más diversa
índole lo hacen, o lo hacían, depender de otros, y a otros depender de
él. El ser humano individual vive, y ha vivido desde pequeño, dentro de
una red de interdependencia que él no puede modificar ni romper a
voluntad sino en tanto lo permite la propia estructura de esa red; vive
dentro de un tejido de relaciones móviles que, al menos en parte, se han
depositado en él dando forma a su carácter personal” (Elías: 1990, p. 29).
La persona, entonces, está sujeta a estructuras sociales de las que
depende y en las que se desarrolla como individuo.

Para Elias, el proceso civilizatorio que se ha desarrollado en los últimos


quinientos años ha producido un cambio en el equilibrio entre el yo y el
nosotros. “El equilibrio entre la identidad del yo y la identidad del nosotros
ha experimentado un cambio notable desde la Edad Media europea;
cambio que, muy brevemente, podría resumirse así: antes el equilibrio
entre la identidad del nosotros y la identidad del yo se inclinaba más
hacia la primera. A partir del Renacimiento el equilibrio empezó a
inclinarse hacia la identidad del yo. Fueron cada vez más frecuentes los
casos de personas en la que la identidad del nosotros se había debilitado
tanto que se percibían a sí mismo como ‘yos’ carentes de un nosotros.
Mientras antes los seres humanos pertenecían, bien desde su nacimiento,
bien desde un momento determinado de sus vidas, para siempre a un
grupo concreto, de manera que su identidad como yo estaba
permanentemente ligada a su identidad como nosotros, y muchas veces
era eclipsada por ésta, con el transcurso del tiempo la balanza se inclinó
radicalmente hacia el otro lado. La identidad del nosotros, que sin duda
nunca dejó de existir, quedaba ahora a menudo completamente
eclipsada o cubierta por la identidad del yo” (Ibíd., p. 226). Este cambio
en el equilibrio entre el yo y el nosotros, que dio origen a la “sociedad de
individuos”, vino acompañado del proceso civilizatorio, que es el
mecanismo a través del cual la sociedad modela o direcciona las
identidades individuales. El proceso civilizatorio consiste, entonces, en la
capacidad que desarrollan los individuos en el mundo moderno para

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contener, autocontrolar y gobernar sus emociones. En este contexto, las
personas desarrollan su identidad individual en una sociedad que los
induce a ser cada vez más individuos.

Un tema que analiza Elías, con detalle, es el deporte y, de manera


específica, el futbol, que es una forma de aplacar la violencia y un logro
civilizatorio en el mundo moderno. El futbol tiene un origen popular. En sus
inicios, era practicado principalmente por la población de los sectores
medios y bajos, aunque, en el caso inglés, que es el que analiza Elias,
también se registra la participación de la nobleza urbana y rural. Ya
adentrado en la modernidad, la participación de la clase obrera ha sido
fundamental en el desarrollo de este deporte. En este contexto, la
práctica del deporte ha cumplido –y cumple- un rol importante no solo
para aplacar y sublimar la violencia contenida en vastos sectores
sociales, sino también como medio –a veces el único medio- de
movilidad social. “No se comprenderá el fluctuante nivel de civilización
en las competiciones deportivas en tanto no se lo asocie al menos con el
nivel general de violencia socialmente permitida y con la
correspondiente formación de la conciencia en las sociedades” (Elias y
Dunning: 1992, p. 177). Las competiciones deportivas, de acuerdo con
este enfoque, han servido para la “pacificación y civilización interna” de
los países. La “creciente interiorización de las prohibiciones sociales
contra la violencia”, en nuestras sociedades, han producido un “umbral
de rechazo a la violencia”, sobre todo, contra el hecho de matar o de
ver como lo hacen otros, lo que constituye un logro civilizatorio. La
violencia, sin embargo, no desaparece. Se monopoliza y opera como
violencia simbólica, en el caso del Estado, se aplaca o sublima a través
del deporte y otras actividades culturales, en vastos sectores sociales
integrados y no integrados a la sociedad, o se mantiene como violencia
física y psicológica en los grupos sociales marginales o excluidos, regidos
por lazos segmentarios, que no están funcionalmente integrados a la
sociedad.

Este último grupo, de acuerdo con Elias, se caracteriza por un alto índice
de violencia entre los sexos, regida bajo “normas de masculinidad
agresiva”, con un claro predominio del varón. En este marco, la rivalidad
y conflicto entre los segmentos ligados por el parentesco o la pertenencia
a una misma localidad lleva a la formación de bandas o pandillas rivales
y a la guerra o enfrentamiento entre ellas. Los grupos sociales integrados

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por lazos segmentarios, en general, operan con altos índices de violencia
entre sus miembros y frente a los miembros de otros grupos rivales, que
sigue además un ciclo de retroalimentación positiva. “Los ciclos de
violencia son figuraciones formadas por dos o más grupos, procesos de
ida y vuelta que atrapan a dichos grupos en una situación de miedo y
desconfianza mutuos, en los que cada grupo asume como un hecho
natural que sus miembros podrían ser heridos o incluso muertos por el otro
grupo si éste tuviera la oportunidad y los medios para hacerlo. Tal
figuración de los grupos humanos tiene en general un fuerte ímpetu
propio en ascenso. Puede terminar en un estallido de violencia
particularmente virulento que lleve a la victoria de uno u otro bando.
Puede concluir con el debilitamiento acumulativo o con la destrucción
recíproca de todos los participantes” (Ibíd., p. 39). Los grupos integrados
por lazos funcionales, por el contrario, operan con normas “civilizadas” de
conducta interpersonal, con una masculinidad canalizada hacia el
deporte y hacia el logro de metas personales o profesionales, lo que se
traduce en bajos niveles de violencia y una mayor igualdad entre los
sexos.

Los grupos segmentarios, de acuerdo con el análisis de Elias, están


sometidos a una serie de restricciones externas en la sociedad moderna.
Internamente, sin embargo, “sus miembros continúan encerrados en
figuraciones sociales que evocan en muchos aspectos las formas
preindustriales de enlace segmentario y que, consiguientemente,
generan sutiles formas de masculinidad agresiva. Los intensos
sentimientos de pertenencia al grupo y de hostilidad hacia los demás
grupos en los miembros de tales grupos ligados por lazos segmentarlos
significan que el enfrentamiento es prácticamente inevitable cuando sus
miembros se ven frente a frente. Por otra parte, sus normas de
masculinidad agresiva y su relativa incapacidad para autocontrolarse
significan que el conflicto nacido entre ellos conduce fácilmente a la
pelea directa” (Ibíd., pp. 292 - 293). La lucha, la confrontación física, al
interior de estos grupos, es el medio necesario para el establecimiento y
la conservación del liderazgo y del prestigio personal, de acuerdo con las
normas de “masculinidad agresiva” que rigen a estos colectivos. La
“reputación de virilidad” al interior de estos grupos, al igual que lo que
ocurre en el futbol, se refuerza mutuamente entre sus miembros, siguiendo
rituales de “masculinidad violenta”, siendo este un papel socialmente
necesario.

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El funcionamiento del tráfico, para Elías, es un buen ejemplo del
comportamiento civilizado que opera en las grandes ciudades y, en
general, en el mundo moderno. La capacidad de autocontrol, la
coacción interna, que se opone a la impulsividad caótica, es lo que
caracteriza al tránsito en las ciudades modernas. “El tránsito en las calles
principales de una gran ciudad de una sociedad diferenciada de nuestro
tiempo requiere una modelación muy distinta del aparato psíquico. Aquí
queda reducido al mínimo el peligro de un asalto de bandoleros o de
guerreros. Los automóviles circulan a velocidad de un lado para otro; los
peatones y ciclistas tratan de escabullirse entre la multitud de coches;
hay guardias de la circulación en cada cruce importante con el fin de
regularla con mejor o peor fortuna. Pero esta regulación externa está
orientada fundamentalmente a conseguir que cada cual tenga que
adecuar del modo más exacto su propio comportamiento, en
correspondencia con las necesidades de este entramado. El peligro
principal que supone aquí el hombre para el hombre es que, en medio
de esta actividad, alguien pierda su autocontrol. Es necesaria una
autovigilancia constante, una autorregulación del comportamiento muy
diferenciada para que el hombre aislado consiga orientarse entre esa
multitud de actividades. Basta con que la tensión que requiere esta
autorregulación permanente supere a un individuo para ponerle a él y a
otros en peligro de muerte” (Elias: 1994, pp. 452 - 453). El funcionamiento
del tráfico, de acuerdo con este enfoque, es un buen indicador de lo
avanzado que está el proceso civilizatorio en una sociedad o país
determinado.

Es importante señalar, a este respecto, que la alta frecuencia de


“accidentes de tránsito” que existen en algunos países –entre ellos Perú-
da cuenta no sólo de un relativo estancamiento del “proceso civilizatorio”
en estos espacios, sino que evidencia la presencia de patrones de
“masculinidad agresiva” en la vía pública. La mayor parte de los llamados
”accidentes de tráfico” que ocurren en nuestro medio no ocurren de
manera accidental, sino que constituyen una forma específica de
violencia, que es la “violencia de tráfico”. La violencia de tráfico es
“aquella que tiene lugar cuando se transgreden, de modo intencional o
no, las normas de tránsito e interacción que regulan la circulación de
personas y vehículos en la vía pública” (Manrique: 2002, p. 2). Esta
violencia opera bajo dos modalidades. La primera, mediante la

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trasgresión de las normas de tránsito, que involucra a los conductores y
sus vehículos y a los peatones que transitan en la vía pública. La segunda
es la trasgresión de las normas de interacción al interior de los vehículos
de transporte público. Cualquiera que sea el caso, la existencia de esta
forma de violencia en el sistema de transporte evidencia la presencia de
patrones de “masculinidad agresiva” en la vía pública. La violencia que
ocurre en este espacio, entonces, no es “accidental”, como se presume.
El enfoque de Elias resulta relevante, en ese sentido, para explicar esta y
otras formas de violencia a las que están expuestos nuestros niños y niñas
dentro y fuera del sistema educativo.

BIBLIOGRAFÍA

Bourdieu, Pierre.
1997 Razones Prácticas. Edit. Anagrama. Barcelona – España.
2000 La dominación masculina. Editorial Anagrama. Barcelona –
España.
Elías, Norbert.
1990 La sociedad de los individuos. Editorial Península. Barcelona
España.
1993 Civilización y violencia. En REIS (Revista Española de
Investigaciones Sociales), No 65, Madrid – España.
1994 El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y
psicogenéticas. Fondo de Cultura Económica. México, D. F. (e. o.,
en alemán: 1936).
1996 La sociedad cortesana. Fondo de Cultura Económica. México, D.
F. (e. o., en alemán: 1969).
Elías, Norbert y Eric Dunning.
1992 Deporte y ocio en el proceso de la civilización. Fondo de Cultura
Económica. México – Madrid – Buenos Aires.
Manrique Guzmán, Arturo.
2002 Cultura de la transgresión y violencia de tráfico en el Perú. GDL –
Documento de Trabajo No. 2. Lima – Perú.

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