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El cansancio político se manifestó este domingo pasado y, por primera vez, fui testigo de un
pueblo mexicano que celebraba genuinamente la victoria de un candidato a la presidencia
del país. Jamás oculté durante el proceso mi descontento hacia cada candidato, hacia la
pila de incongruencias que cada vez era mayor, y siempre imaginé que, ganara quien
ganara, permanecería fría, incrédula, con ganas de que me partieran la boca
demostrándome que estuve mal; que sí es de sabios creer.
Sin importar los resultados, sabíamos que habría una parte inconforme, otra feliz, y otra que
se adaptaría poco a poco a ello. Yo no dejo de pensar en toda la guerra sucia que tuvimos
que vivir en el proceso, en el derroche destinado a campañas mientras la salud, el alimento,
el trabajo y la educación tienen tantas deficiencias en nuestro país. Pienso en la cola larga
para pisarles a cada uno por quienes se nos dio la aparente libertad de votar, y me pregunto
si hay forma de imaginar que hemos ganado. Definitivamente hubo una victoria clara y
concisa: ganó por quien votó la mayoría. Y no puedo evitar pensar en todo lo que hubo de
por medio para decidir que él era la mejor opción, si los otros eran aún peores o creían en él
genuinamente.
Ahora vienen las declaraciones por redes sociales: unámonos, nos queda mucho trabajo
por hacer, el cambio apenas comienza, defendamos esto que acaba de suceder, de aquí
pal real, festejemos que se fue el PRI. Ansío que me demuestren que estoy equivocada,
que sí hará un buen trabajo, que todas sus claras irregularidades se disiparán en el
proceso. Dicen que no vamos a ser Suiza ni Venezuela, como si la comparación no fuera
por demás vulgar, burda e hiriente. Y además el México que hemos sido no ha sido en
absoluto festejable. Yo diría: “Espero no seamos más este México que hemos sido”.