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María Angeles Durán

Si Aristóteles levantara
la cabeza
Quince ensayos sobre las ciencias
y las letras

EDICIONES CÁTEDRA
UNIVERSITAT DE VALENCIA
INSTITUTO DE LA MUJER
Feminismos
Consejo asesor:

Giulia Colaizzi: Universitat de Valencia


María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid
Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo
Instituto de la M ujer

Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia

Diseño de cubierta: Carlos Pérez-Bermúdez

Ilustración de cubierta: Júpiter y sus satélites: lo, Calixto y Ganimedes

N.I.P.O.: 207-00-008-5
© María Ángeles Durán
© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2000
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 10.233-2000
I.S.B.N.: 84-376-1800-2
Prínted in Spain
Impreso en Lavel, S. A.
Prólogo

Aristóteles pensaba que las mujeres no podían participar


en el gobierno o en la política. Sin embargo, en los comien­
zos del siglo XXI la mayoría de las constituciones democrá­
ticas se han modificado o promulgado de nuevo para reco­
nocer la igualdad de hombres y mujeres en el derecho a ele­
gir y ser elegidos. La constatación de ese cambio, y de todo
lo que el cambio significa, es lo que sintetiza el título del
libro.
Aristóteles no fue solamente uno de los fundadores de la
teoría política, sino de gran parte de los campos o disciplinas
que todavía hoy se siguen cultivando. La biología, la ética, la
economía, la psicología, la lógica, la poética y el arte, entre
otras materias, le reconocen como uno de sus principales ini­
ciadores. Igual que se han transformado las leyes, ahora es
preciso rehacer y renovar la cultura en la que hunden sus raí­
ces. Si Aristóteles levantara la cabeza es un conjunto de
ensayos sobre la ciencia y los procesos de conocimiento. Me
hubiera gustado leer un libro de parecido talante en mis pri­
meros años universitarios o en los últimos de bachillerato.
Pero entonces no lo había. Ha tenido que pasar mucho tiem­
po para estar en condiciones de fabricarlo por mí misma.
Ahora puedo olvidar al autor y hacerme la ilusión de que por
fin me ha llegado un regalo largamente prometido y retrasa­
do. Mientras escribía, la cabeza y la mano estaban frías pero
no así el corazón, que ha conocido momentos de alegría, de
temor, de esperanza y de ira. Incluso, en alguna ocasión, hu­
biera querido dejar el papel y el bolígrafo, y dar gracias por
el privilegio de vivir en esta época y de poder exponer mi
pensamiento con una libertad de la que carecieron millones
de mujeres que, no obstante, han sido mis precursoras en el
intento de reinterpretar la cultura desde su propia experiencia.
Aunque no pretenda parangonarme con sus autores,
quiero reconocer la deuda que tienén estas páginas con tres
obras literarias. La primera es Doce cuentos peregrinos, de
Gabriel García Márquez; si no fuese por ella no me habría
metido en esta aventura. Cuando la leí, había recibido una
invitación de Isabel Morant para presentar un original en
esta colección que ella dirige. Pero no me sentía con fuerzas
para ponerla en práctica, ya que los proyectos de investiga­
ción del CSIC suelen tener comprometida la edición desde
el principio con sus promotores y me dejaban poco margen
de maniobra y especialmente de tiempo. Del libro de García
Márquez, que me gustó mucho, dice su autor en el prólogo
que es una recopilación de textos breves, escritos en diversas
épocas, entrelazados algunos de ellos entre sí, y finalmente
puestos unos junto a otros, relativamente homogeneizados,
en un volumen único. Se me ocurrió entonces que podría
reunir en una sola obra, rehaciéndolos, textos publicados
hace años con otros más recientes y añadir otros nuevos.
La segunda deuda es con El cuarto de atrás de Carmen
Martín Gaite, que no sabría si clasificar como análisis nove­
lado o como novela de investigación; en cualquier caso,
radiografía magistralmente el proceso de escribir y permite a
los escritores, incluso a los no literarios, reflejarse y recono­
cerse en el desarrollo de la acción. La tercera deuda y más
reciente ha sido Memorial del convento, de José Saramago.
Los diálogos que sus personajes de ficción mantienen sobre
el poder, la ciencia, la ilusión y la ignorancia me han ense­
ñado más que cualquier obra formalmente dedicada a los
mismos temas. Sin que tengan coincidencias aparentes, me
recuerdan mucho a los diálogos de los personajes que inven­
tó Galileo en 1632 para defender sus teorías sobre el movi­
miento de la Tierra en tomo al Sol, en la obra Diálogo sobre
los dos principales sistemas del mundo.
A estos libros y autores, y a otros que no cito, debo mu­
cho en estos ensayos y en el conjunto de mi trabajo. Cuando
Kuhn destacó la importancia del “contexto del descubri­
miento” en los avances del conocimiento científico estaba
poniendo el dedo en la llaga de una interpretación de la cien­
cia, que quiere olvidarse de las circunstancias sociales en
que se produce y de las consecuencias o sesgos que cada
contexto acarrea al posterior desarrollo del conocimiento.
Todo lo contrario a la imagen del investigador que presentan
algunos profesionales, como si fuesen ajenos tanto personal­
mente como en su actividad laboral a las contiendas ideoló­
gicas de su época. Los investigadores viven tan intensamen­
te como cualquier otro ser humano estas tensiones. El resul­
tado no se traduce solamente en lo que se hace (no es que al
“medir” o “experimentar” salgan resultados diferentes según
la ideología del autor), sino sobre todo en lo que no se hace,
en lo que queda por investigar y, consecuentemente, carente
de la posibilidad de desarrollar técnicas que permitan modi­
ficarlo o controlarlo. A veces no hay tiempo, ni dinero, ni
autoridad para investigar sobre cosas realmente importantes
y hay que limitarse a exponer hipótesis o resultados sin pre­
tensiones científicas, como si fuesen una ficción.
La cultura nos envuelve; fuera de ella ni siquiera pode­
mos pensamos a nosotros mismos, porque la base de la cul­
tura es el lenguaje y el lenguaje fija los nombres de las cosas
y el modo en que podemos referimos a ellas. ¿Cuál es, pues,
el nuevo desafío del acceso de las mujeres a la cultura? No
lo es ya, en general, el acceso a las aulas, aunque en algunos
sitios siga siendo un problema. Tampoco lo es, aunque aún
falte mucho para resolverlo por completo, el acceso a pues­
tos decisivos en el sistema docente. Donde realmente se
encuentra el reto intelectual para el siglo XXI es en la inno­
vación y reinterpretación de la cultura, acumulada durante la
ausencia secular de las mujeres de los lugares de producción
de ciencia y conocimiento.
A lo largo de dieciocho meses he trabajado en dos doce­
nas de artículos, pero finalmente los he reducido a quince.
Al núcleo de textos que ya estaban disponibles he añadido
cinco nuevos ensayos escritos expresamente para este libro,
así como la presentación de cada uno que refleja la intencio­
nalidad de la primera escritura, las vicisitudes recorridas por
el texto y los cambios introducidos en la nueva versión.
Todos los ensayos tienen en común que se refieren al proce­
so de conocimiento, pero entre la primera versión del más
antiguo y el más reciente han pasado veinte años. Algunos
han pasado de constar de dos o tres páginas a diez o doce. En
otros casos, he refundido varios estudios previos en uno
solo, muy abreviado. Por todos los artículos seleccionados
siento cariño; de lo contrario, no me habría tomado la moles­
tia de llamarles y reencontrarme con ellos. En algunos casos
el título se ha acuñado de nuevo, asociándolo con una idea
básica que aparece en el texto pero no en las versiones ante­
riores. También he aligerado el texto de citas y referencias
para hacerlo más liviano. He mantenido la trascendencia del
tema de fondo, que no es otro que una reflexión sobre la
ciencia y la cultura como proceso social, pero he intentado
darle una forma más atractiva y accesible.
Ha habido artículos en proyecto que no he tenido tiempo
de desarrollar: por ejemplo, “Los pronombres opacos”, dedi­
cado al laísmo, o uno dedicado a la música, que tendrán que
esperar nueva ocasión para ver la luz. Otros alcanzaron el
tamaño mínimo para dejar de ser un guión o nota, pero lle­
van dentro argumentos e intenciones que aquí han podido
asomar. A estos artículos o ensayos, que todavía no han dado
de sí todo lo que pueden y que necesitan que pase el tiempo
y maduren, les llamo “los grávidos”. Casi siempre acaban
dando lugar, años más tarde, a un trabajo más extenso o, lo
que es aún más prometedor, son continuados por otras per­
sonas que recogen el testigo y siguen haciendo crecer por su
cuenta la idea apenas apuntada.
Como no puede ser de otra manera, cada reflexión pone
de manifiesto una perspectiva sociológica, atenta a las posi­
bilidades y límites del cambio social. Creo que el tema de
cada ensayo me hubiera interesado igual, aunque mi ocupa­
ción principal fuera la farmacología, internet o me dedicase
en exclusiva a llevar adelante las tareas de una casa, porque
no son cuestiones técnicas o conocimientos concretos lo que
los han motivado, sino una aspiración general a entender el
mundo en que vivo. Al no tratarse de cuestiones directamen­
te relacionadas con mi actividad laboral y mi salario, pude
disponer de total libertad para su tratamiento: sólo me apro­
ximé a los temas cuando respondían a una preocupación, y
sólo he continuado trabajando en cada ensayo cuando los
resultados que iba consiguiendo eran parejos al interés que
me despertaba. Que no sea especialista en cada tema no
quiere decir que no los haya abordado seriamente. Cuando
se tiene la investigación por oficio hay un “modo de hacer”
o “un modo de mirar” que es común a cualquier temática y
que garantiza la seriedad de la mirada. Pero mi aportación es
la del que viene de fuera, la del interdisciplinar que no se
atiene a las acotaciones, cánones y sistemas de referencia
que operan entre quienes trabajan profesionalmente dentro
de cada campo específico. A mí me parece rasgo común de
estas páginas su carácter inconformista, aunque no lo diga
con letra impresa, porque pretenden ver las disciplinas cien­
tíficas de un modo diferente al usual, respetuosa pero no
obedientemente. También creo que son ensayos bienhumo-
rados, con su pizca de ironía a veces y con la necesaria dis­
tancia, pero básicamente optimistas y confiados en que a
pesar de todo la evolución de la ciencia nos lleva hacia un
mundo mejor. Varios de estos ensayos nacieron como una
lectura personalizada o como una discusión con un autor clá­
sico en su campo que ha tenido repercusiones sociales por el
contenido de sus ideas: Aristóteles, Galileo, Gonzalo de Ber-
ceo, Fray Luis de León, Juan Luis Vives, Linneo, Ramón y
Cajal, Ortega. No he llegado a ellos por necesidad de mi tra­
bajo, sino por curiosidad intelectual y para mirarlos más de
cerca, con la atención de quien se considera ciudadana plena
de nuestro siglo.
Los quince ensayos son también reflexiones sobre la
ciencia y el lenguaje, porque el modo inicial de nombrar un
campo científico o una actividad ya prefigura lo que después
va a dar de sí y sus consecuencias o usos sociales. Todos
nacieron de una sorpresa, de un súbito extrañamiento inte­
lectual ante algo que venía pareciendo “neutral” o “normal”
y que, sin embargo, podría considerarse “coyuntural” o “in­
teresado”. A diferencia de los trabajos de investigación en
los que el investigador trata de desaparecer para que el resul­
tado del trabajo no parezca contaminado de su humanidad,
en estos ensayos se ha hecho patente la relación afectiva que
impulsa el trabajo de investigación. Los sentimientos (el
rechazo, la confianza, el temor, la ilusión, la ironía) son un
motor poderosísimo en la producción intelectual, probable­
mente incluso más que los recursos monetarios adscritos a
cada proyecto. Aquí no se han ocultado, sino todo lo contra­
rio, especialmente en la presentación y en las últimas líneas
de cada capítulo.
En el tiempo transcurrido entre el más antiguo de los
ensayos y el más reciente he sido editora de tres libros colec­
tivos que evidencian la continuidad de mi preocupación por
los procesos de producción del conocimiento: son Libera­
ción y Utopía (Akal, 1983), La fotmación del pensamiento
igualitario, (Castalia, 1998) y Mujeres y hombres en la for­
mación de la teoría sociológica (CIS, 1998). En el primero
ya enumeraba algunas propuestas o programas de investiga­
ción, de los que todo lo demás no son otra cosa que desarro­
llos o puestas en práctica. A diferencia de estos ensayos de
temática más dispar, los libros tienen una armazón más ho­
mogénea, más encajada en el modelo habitual académico o
científico, pero carecen del grado de libertad, frescura e ima­
ginación que pueden depositarse en estos escritos breves y
sueltos.
En cuanto a su cronología, el primero fue “El Renaci­
miento que vivimos hoy”, una conferencia con la que se
inauguraron las actividades del actual Instituto Universita­
rio de Investigación de Estudios de la Mujer, en la Univer­
sidad Autónoma de Madrid. Allí presenté críticamente una
historia de la ciencia de las universidades y de las ideas so­
bre las mujeres. En los veinte años transcurridos desde
entonces, la figura de Galileo ha cobrado para mí más y
más relieve, y se ha convertido en un interlocutor relativa­
mente frecuente en mis disquisiciones intelectuales. A ello
no es ajeno, probablemente, el paso por el Instituto Euro­
peo de Florencia, donde aparte de estudiar el análisis inter­
nacional comparado del Producto Interior Bruto, me im­
pactó la huella visible en las calles y en la vida cotidiana de
éste y otros grandes hombres de las ciencias y las letras ita­
lianas. En la versión actual del ensayo, la reflexión sobre
Galileo ha tomado mayor peso, porque ejemplifica el con­
flicto eterno entre libertad de pensamiento y obediencia al
orden establecido, en el que participamos intensamente las
mujeres de este cambio de milenio. El último ensayo, cro­
nológicamente, ha sido “Viaje a la Osa Mayor”: es un texto
casi colectivo y muy abierto, que espero dé pie a (múlti­
ples) continuaciones y debates por otras personas. Su nú­
cleo central es la reflexión sobre el lenguaje y los mitos
como creadores de identidad.
Como he sido profesora en varias facultades de Ciencias
Económicas y actualmente lo soy en el Departamento de Eco­
nomía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas,
era bastante lógico que me preguntase por el origen y evolu­
ción de la palabra “economía”. Treinta y tantos años de in­
vestigación sobre las relaciones entre economía y sociedad
me han hecho ver que las palabras esconden muchos signifi­
cados y que la buena investigación tiene que someter a revi­
sión sus conceptos antes de poner en marcha procedimientos
de medida. La revisión del concepto de economía me ha lle­
vado hasta buena parte de los trabajos reunidos en este volu­
men, aunque entre sí estén más unidos por el contacto, como
las zarzas que se enganchan unas en otras, que por una filia­
ción lineal claramente visible.
En el momento actual, son muchos los investigadores
que desde diversas instituciones tratan de analizar y medir la
evolución de algunos indicadores macroeconómicos, como
la Renta Nacional o el Producto Interior Bruto. De ahí nos
viene la necesidad de disntiguir entre recursos monetariza-
dos y no monetarizados, o de reflexionar sobre el papel que
juegan los acuerdos y convenciones en la preparación de las
estadísticas. De ese tema trata el ensayo titulado “Los fabri­
cantes de espejos”.
De la reflexión sobre el concepto actual de economía he
pasado, de modo no sólo natural sino inevitable, a la bús­
queda de la raíz histórica de este concepto; y eso me hizo
llegar casi directamente hasta el Oykonomikos de Jenofonte
y la Oykonomia de Aristóteles, que son su raíz etimológica.
Los dos están centrados en el oykos (casa). Los temas que
hoy me preocupan son parecidos, pero con una aproxima­
ción casi opuesta a los que se supone que preocupaban a
Sócrates cuando dialogaba en la avenida de columnas de la
Acrópolis. De la comparación entre aquello y esto nació el
ensayo titulado “De la Oykonomia a las ciencias econó­
micas”.
En la vida de un autor, las obras no son compartimentos
estancos. Unas influyen en otras, se complementan, se con­
tinúan. De la Oykonomia de Aristóteles no tuve más remedio
que pasar a La política, siendo esta última más larga y explí­
cita que la primera. Pero Aristóteles otorga una fuerte base
biológica al carácter, y por tanto a la conducta, tanto política
como económica. Así que tuve que continuar la búsqueda en
su Historia de los animales. Ahí podría haber cerrado, por­
que había material suficiente para ello. Pero, por buena o
mala suerte, encontré en este último libro algo que me des­
concertó y espoleó los deseos de mayor investigación. Aris­
tóteles plantea una serie de condiciones biológicas generales
que tienen su correlato en el carácter de machos y hembras,
pero acepta dos excepciones, los osos y los leopardos. ¿Por
qué aceptaría Aristóteles excepciones a su regla general y
por qué consideraría excepcionales a estos animales? La pri­
mera cuestión plantea un problema epistemológico, y el es­
tatuto de las excepciones siempre es atractivo. ¿Por qué ésas
y no otras? ¿Por qué pierde fuerza la regla general? ¿Son las
excepciones los augures de un cambio o los restos de reglas
anteriores? En cuanto a la segunda cuestión, la respuesta
puede venir sobre todo de dos vías: las ciencias naturales o
la historia de las ideas. En la primera he hecho sólo algunas
tímidas incursiones, un par de calas en enciclopedias y un
par de consultas en museos, y lo cierto es que no he encon­
trado nada que justifique la excepcionalidad que aceptó
Aristóteles. La segunda vía, en cambio, me ha llevado por
derroteros muy diferentes, a la búsqueda de mitologías del
oso y del leopardo en Grecia o en pueblos limítrofes en la
época anterior o simultánea a la que Aristóteles vivía. De
estas correrías y tras varios meses de desaforada consulta a
antropólogos, amigos, colegas y varias bibliotecas, ha naci­
do un ensayo muy diferente a la idea que inicialmente tenía
en la cabeza. Lo que menos podía imaginar cuando empecé
a trabajar en ello es que terminaría disfrutando de un hermo­
sísimo panorama de mitos antiguos en los que reconozco sin
dificultad buena parte de mis propias creencias actuales. Tal
vez no haya llegado a nada concluyente, pero, como decía
Lévi-Strauss, los animales no son buenos para comer, sino
para pensar. Y a pensar, eso no hay duda, me ha obligado
muchísimo este capítulo dedicado a la Osa Mayor.
Aunque distanciado en el tiempo y en la temática, hay
otro ensayo de esta colección que guarda relación con la
Oykonomia. Se titula “Matrimonio y división del trabajo”, y
es una lectura en clave económica y psicológica de La per­
fecta casada de Fray Luis de León, que a su vez se inspiró
parcialmente en Aristóteles. Después de trabajar en las
conexiones entre el modelo español de “perfecta casada” y
el de la Grecia clásica, era natural que tratase de conocer el
contexto intelectual y normativo del Siglo de Oro en que
vivió Fray Luis de León, aunque fuese una “derivación”
fuera de horas. De ahí nació el ensayo sobre la Pedagogía de
Luis Vives, cuya presencia como patrono en tantos centros
docentes y de investigación siempre me había llamado la
atención.
Fray Luis de León es un personaje complejo. Aunque a
mí me atraiga antagónicamente su interpretación de los
deberes económicos de la casada ante la hacienda familiar,
sin duda es un autor que maneja espléndidamente el lengua­
je. Tratando de entenderle mejor fui a dar con su traducción
y comentarios del Cantar de los Cantares de Salomón, que
me emocionó. ¡Es tan difícil para nosotras, las investigado­
ras de hoy, relacionamos con la memoria de los maestros!
¡Han dicho tantas cosas que tenemos que arrancar de nues­
tra cultura y, al mismo tiempo, les debemos tanto! Comencé
el ensayo sobre el Cantar de un modo muy académico, con­
sulté varias ediciones críticas y me interesé sobre todo por el
trasfondo de la lucha por la libertad, por la que pagó Fray
Luis tan alto precio. Pero a la mitad de la redacción ya me
había ganado la mera belleza de su escritura, y mi última
página en este ensayo es en realidad un acto de homenaje y
agradecimiento al hombre que junto a la terrible perfecta
casada de los Proverbios abrió para todos nosotros el acceso
en lengua vulgar a los poemas de amor del rey hebreo.
Si la relación con Fray Luis de León como creador y
difusor de modelos femeninos hoy periclitados es compleja,
no lo es menos la relación con casi todos los grandes funda­
dores de las disciplinas científicas recientes, cuyas ideas a
propósito de las mujeres no han conservado la vigencia ge­
neral de su producción intelectual o científica. Aunque se
produzca un salto de siglos en los personajes que dan cuer­
po a la reflexión, el ensayo sobre “La difícil relación con los
Padres Fundadores”, es una continuación de la reflexión
sobre estos mismos temas. Igual que las ideas o las institu­
ciones, los maestros acumulan y sintetizan visiones del mun­
do, propuestas de actuación. Ante ellos no tenemos más
remedio que tomar posiciones, desmarcándonos o identifi­
cándonos, y es más fácil y probable que la necesidad de po-
sicionamiento se haga consciente y explícita ante una perso­
na con voz y rostro que cuando se trata de una corriente difu­
sa y envolvente de autores muertos, conocidos indirecta­
mente o sólo a través de sus obras u otras señales aún más
sutiles o perecederas. Por eso se dedica un ensayo a las rela­
ciones de filialidad, recepción y rechazo parcial de la heren­
cia cultural recibida, centrándolo en dos grandes maestros
del pensamiento español de principios del siglo XX: uno en
el campo de las Ciencias, Ramón y Cajal, y el otro en el de
las Letras, Ortega y Gasset. Galileo se posicionó ante Aris­
tóteles; Ortega, ante Galileo; y yo, desde la ventana del si­
glo XXI y consciente de mi limitada estatura personal, pero
también de la pertenencia a un gran movimiento colectivo,
ante todos ellos.
Los ensayos restantes no tienen que ver directamente
con la economía, ni han surgido como desviaciones en la
búsqueda de conceptos próximos. Más bien tienen que ver
con la reflexión sobre el propio proceso de investigación,
sobre la vida cotidiana en la que nos movemos los investiga­
dores y cuya influencia sobre nuestra obra es innegable, aun­
que raramente explícita. A mí me divierte la pretensión de
algunos científicos de colocarse en un “se” impersonal,
como si el trabajo saliera de sus manos o de sus probetas
limpio de toda contaminación humana, directamente insu­
flado por un nuevo viento de Pentecostés laico que les atra­
vesase sin romperlos ni mancharlos, haciendo de ellos un
mero instrumento en el desarrollo del conocimiento. En con­
traposición a esta postura, que esconde como con vergüenza
en un cajón cerrado el contexto de sus descubrimientos, me
gusta pararme a reflexionar sobre las circunstancias en que
tiene lugar mi propio trabajo. No puedo hacerlo a todas
horas, porque un exceso de consciencia impediría que se
fuera realizando la investigación básica, que en mi caso, ya
lo dije al principio, consiste en sacar adelante proyectos
colectivos sobre economía no monetaria. Pero de vez en
cuando, como antídoto frente a esta limitación o concentra­
ción en un foco único de interés, respiro hondo y miro hacia
otros sitios: hacia dentro de mí misma o hacia lo que me
rodea y constituye mi vida, fuera del marco institucional en
que trabajo. Creo que estas pausas son muy necesarias, muy
vivificadoras; y aunque puedan parecer interrupciones, sir­
ven para profundizar y ver más lejos en el propio trabajo
principal, el de todos los días.
De lenguaje y de literatura se ocupa también el ensayo
sobre “La abadesa preñada” que transcribe fragmentos de la
versión antigua de la obra de Berceo. El lector perspicaz pro­
bablemente hallará una línea de continuidad entre el conflic­
to ético que se trata en el Milagro (los embarazos no desea­
dos) y las reflexiones sobre la sumisión a la naturaleza con
que se abría el capítulo sobre Aristóteles; porque, a fin de
cuentas, el problema de la abadesa preñada es la imposición
de las leyes ciegas de la biología sobre su voluntad y su pro­
yecto humano. Su personaje simboliza a todas las mujeres
que sufren gestaciones no deseadas, así como a los hombres
que sufren con ellas. La abadesa representa un arquetipo, y
pide a gritos que alguien con más capacidad literaria que la
mía la convierta en un personaje universal. La rebelión fren­
te a las leyes mecánicas de la biología, el enfrentamiento con
el sistema judicial y la remisión a órdenes morales superio­
res a los de las jerarquías inmediatas son elementos que pue­
den dar de sí para una gran figura épica o trágica, o desarro­
llarse en un análisis minucioso e intimista, casi proustiano.
El conflicto de la abadesa es muy actual, afecta de un modo
u otro a millones de mujeres en todo el mundo y merece un
tratamiento literario y filosófico a la altura de su intensidad.
Este es uno de los ensayos con cuya escritura más he disfru­
tado. No me he sentido solo autora al hacerlo, sino también
ciudadana de un país que reconoce estos problemas en los
mismos inicios de su lengua.
“La abadesa” se relaciona cronológicamente con “Auto­
res y lectores”. Fue en la preparación de unas jomadas sobre
“Literatura y vida cotidiana”, a las que este ensayo sirvió de
prólogo, cuando oí hablar por primera vez del personaje de
la abadesa en la literatura medieval. Creo que la mejor mane­
ra de entender el texto es buscar la analogía entre literatura y
producción científica, porque ambas son procesos en los que
un autor/científico trata de un tema, y su trabajo, sea escritu­
ra o investigación, implica una selección y una perspectiva
respecto al tema tratado. En ambos casos se produce una
recepción de los resultados, y hay un público o audiencia que
rechaza, soporta o recibe activamente la obra. El placer de
escribir toma forma distinta, pero es esencialmente el mismo
que en la investigación empírica; el autor hace hablar, da
música a las palabras; y el investigador escucha la música de
los números, de los materiales, y les da un sentido, lo trasla­
da a una partitura. A la literatura, como se reconoce que es
fantasía y ficción, se le perdonan muchas cosas; por eso
es más fácil escudriñar en la poesía o en la novela que en la
medicina o la economía, aunque por sus condicionantes so­
ciales haya poca diferencia entre ellas.
Por una vía distinta, la Historia de los animales de Aris­
tóteles me llevó hacia la botánica y zoología del Siglo de las
Luces. Una vez destapada la caja de los truenos de las clasi­
ficaciones, y el papel de los humanos en el conjunto de los
animales, era casi inevitable recalar en Linneo, tanto por su
clasificación de los mamíferos como del homo sapiens. Se
concretó en un ensayo sobre su época, titulado Femina Sa­
piens, Homo Testiculans. Más que sobre el ilustre botánico,
de lo que trata es del poder del lenguaje y sus evocaciones
en el campo de las ciencias naturales. En el siglo XVIII, la
tensión ideológica daba lugar a cierto tipo de polémicas,
centradas alrededor del gradacionismo: en el siglo XXI pue­
de dar lugar a otro tipo de discusiones motivadas por las
nuevas demandas de los movimientos sociales, entre los
que juegan un papel relevante los movimientos sociales de
mujeres.
En la última parte, los ensayos no tienen filiación los
unos con los otros, pero todos ellos son como hermanos e
hijos de la misma madre.
“Los nombres en las calles de la ciudad” y “La escalera
en el lenguaje, el cine y la arquitectura”, son filtrajes de mi
vida cotidiana. Después de tantos años de guiarme en la ciu­
dad por los nombres de sus calles, de detenerme junto a las
estatuas, o de subir y bajar escalones, he encontrado un rato
para preguntarme qué significado tienen para mí y para los
otros. Creo que los científicos sociales han perdido un filón
magnífico de conocimiento al renunciar a la introspección,
sacrificada a favor de la observación externa de los hechos.
Con estos dos ensayos, que no pretenden ser de experta o
erudita sino de ciudadana que busca dentro de sí misma, he
compensado esta sequedad intelectual ocasionada por el
exceso en el hábito de mirar afuera. El primero es una refle­
xión sobre el poder de los nombres en la evocación de la
memoria y, por tanto, en la construcción de la identidad
colectiva y personal: la ideología se extiende a la humaniza­
ción de los lugares físicos a través de la toponimia (nombra­
miento de los lugares) y de la ectoponimia (lugares privados
de nombres y nombres privados de lugares que los perpe­
túen). El callejero de Madrid da cabida a una reflexión sobre
el conformismo e inconformismo en geografía. En cuanto al
ensayo sobre “La escalera” fue el objeto de un seminario
sobre los límites entre el espacio público y el espacio priva­
do en el Colegio de Arquitectos de Málaga; como en mi caso
no cabía esperar conocimiento técnico sobre resistencias de
materiales ni nada parecido, la escalera acabó convirtiéndo­
se en la excusa para un viaje interior, una metáfora sobre el
proceso de conocimiento que se apoyó en los materiales
ofrecidos por la arquitectura, el lenguaje y el cine.
El último de los ensayos es diferente. Toma la forma de
un diario y relata el proceso cotidiano de la relación que tie­
ne el investigador con las bibliotecas y los libros en el desa­
rrollo de su trabajo. No es que los diarios sean cosa rara,
pero por su forma externa difieren bastante de las caracterís­
ticas habituales de los ensayos. Para mí, los cuatro meses que
duró su escritura fue un proceso interesantísimo, y tal vez al
lector le interese repetir y hacer suya la experiencia. Por su
tono intimista y la progresiva aceleración del ritmo, ofrece
una contrapartida al quehacer habitual de la investigación,
del que sólo se conocen los resultados finales, independien­
temente del modo en que el autor haya vivido el proceso.
Galileo vuelve a aparecer fugazmente como una referencia
última y permanente a la tensión entre la razón y los condi­
cionantes históricos que dificultan su avance.
Se concluye el texto con un breve epílogo titulado “Cien­
cia para la Vida, ciencia para la Libertad”. Tenía que ir el úl­
timo, aunque lo escribí casi al principio, porque es un resu­
men de mi propósito y una despedida al lector. Hay muchos
investigadores que justifican la ciencia por sí misma, el co­
nocer por el conocer. O la ciencia y la investigación como
oficio, como motivo para recibir un sueldo a fin de mes. Yo
no podría investigar si no recibiese mi manutención por ello,
pero no considero que estas razones sean suficientes, aunque
sí necesarias. No me importa reconocer que la investigación,
el diálogo del pensamiento, es para mí la más apasionante
aventura, que se lleva las horas por delante sin sentir y no
entiende de calendarios ni jomadas. Pero no la ciencia por la
ciencia, sino la ciencia humanizada, la que trata de agrandar
los límites de la libertad y de la vida.
C a p ít u l o p r im e r o

Si Aristóteles levantara la cabeza

Pr esen t a c ió n

Aristóteles fue el fundador de casi todo. O, al menos, de


casi todo lo que hoy permanece dando nombre a las ramas
de las Ciencias y las Letras. En este ensayo he buscado sus
ideas sobre la Política, tan influyentes que durante dos mil
años se han invocado como autoridad en el tema. Aunque
amarga un poco, he expuesto con claridad lo que Aristóteles
dijo, para que el lector/a vea cuáles son las raíces de nuestro
pensamiento social y político.
Las huellas de Aristóteles asoman todavía en muchas
partes, en campos aparentemente alejados de la filosofía.
Hasta 1978 estuvo en vigor en España una legislación que
consagraba la subordinación de las mujeres. De la reflexión
sobre el papel de la ideología en las Leyes y en el concepto
de Justicia, he pasado después, inevitablemente, a la refle­
xión sobre la Biología, porque Aristóteles ponía en la Natu­
raleza las bases del orden social.
Por comparación entre lo que veía Aristóteles y lo que
hoy ven mis ojos, me alegro de haber nacido en esta época y
no en aquélla; no obstante, todavía espero que la Historia
depare a mis sucesoras una experiencia más igualitaria que
la mía. Aristóteles pensaba que lo intrínsecamente humano
es la palabra, y que mediante la palabra se construye el
hogar, la ciudad y la justicia. Aquí van mis palabras modes­
tas, en busca de otras que se le junten para equilibrar las
palabras ajenas que hemos tenido que asumir durante tantos
siglos como propias.
Ante los cambios legales y los cambios en la presencia
de mujeres en las instituciones en el siglo XXI, ¿qué diría
Aristóteles, el fundador de la Política? Quiero pensar que
si Aristóteles levantara la cabeza, reaccionaría con grandeza.
Y en lugar de pugnar por la restauración de las viejas épocas,
se alegraría al reconocer que estaba equivocado.

I. O r d e n n a t u r a l y s u b o r d i n a c i ó n e n “L a P o lític a ”
d e A r is tó te le s

1.1.La complacencia del intérprete

La Política de Aristóteles (384-322 a.C.) es una inter­


pretación de la naturaleza en lo que afecta a la vida social
de los hombres1. La naturaleza es “cada cosa, una vez aca­
bada su generación”: lo que, leído en sentido contrario,
obliga a comenzar el análisis de las cosas por su final, que
es lo que le da el sentido. Pero el final de las cosas, y espe­
cialmente el de las cosas humanas, es menos evidente de lo
que los humanos desearían y hay que recurrir a los intér­
pretes.
Aristóteles fue un intérprete complacido de lo que la na­
turaleza le revelaba: música celestial debió de parecerle esta
revelación, porque le permitía ordenar el mundo reservándo­

1 Todas las citas de La Política provienen de la edición bilingüe de Ju­


lián Marías y María Araujo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1951.
se para sí un lugar excelente. Fuera de la naturaleza (de su
interpretación de la naturaleza) no tienen cabida los hom­
bres: o son monstruos o son dioses, como dice parafrasean­
do a Homero.
Para las aspiraciones expansionistas y subyugadoras de
cualquier persona o grupo social, no hay nada mejor que
encontrar un teórico que justifique sus deseos. Si algún
intérprete complaciente de la naturaleza, algún “intelectual
orgánico”, define la naturaleza de estos colectivos (varones,
cristianos, blancos, ilustrados o cualquier otro de los muchos
que en la Historia ha habido) como superior, la dominación
de los demás no será oprobio ni delito, sino virtud. Justifica­
rá, por tanto, la dominación de unas naciones sobre otras, la
ocupación, la guerra y la conquista. Como diría Aristóteles
aplicando esta lógica: “es justo que los griegos manden so­
bre los bárbaros” (pág. 2).
Tribu, ley y hogar son para Aristóteles los tres pilares de
la socialidad del hombre. El hogar es una entidad natural:
pero “natural” en este caso significa la disponibilidad de
buey y de mujer. Ambos son necesarios para el manteni­
miento de la casa, porque “el buey es el criado del pobre”, el
que hace las tareas más duras de la agricultura. La aso­
ciación entre casa, mujer y buey llega incólume desde Aris­
tóteles hasta la cultura de la Edad Moderna en España, y
Fray Luis de León recogerá sus palabras casi textualmente
en La perfecta casada.
En el hogar del modelo aristotélico se producen tres ti­
pos de relaciones:

1) La del amo y el esclavo.


2) La del marido y la mujer.
3) La del padre y los hijos.

La casa perfecta aristotélica consta de esclavos y li­


bres. El esclavo, según Aristóteles, por naturaleza no se
pertenece a sí mismo, sino a otro. En cuanto a la mujer,
por naturaleza es inferior al hombre. Los hijos, por natura­
leza obedecerán al padre, porque el gobierno doméstico es
una monarquía, y toda casa debe ser gobernada por uno
sólo.
Mientras Aristóteles reconoce que el gobierno político
es “de libres e iguales”, para la casa reclama una organiza­
ción monárquica. En los regímenes de ciudadanos, “éstos
alternan sucesivamente en las funciones de gobernante y
gobernado, pues son iguales en cuanto a su naturaleza”
(pág. 23). Aristóteles otorga un importante papel a los sig­
nos externos de jerarquía, como el atavío, los tratamientos y
los honores, que son necesarios precisamente para distin­
guir a los que en lo esencial son iguales. Los “signos exter­
nos” no son naturales, sino temporales y sustituibles. De
alguna manera, esta reflexión anticipa la importancia del
consumo y los “signos externos” en la identidad de los ciu­
dadanos de las sociedades democráticas y móviles de los
siglos XX y XXI.
Frente a la igualdad de los varones libres entre sí, Aris­
tóteles establece que “salvo excepciones antinaturales, el
varón es más apto para la dirección que la hembra,... y el de
más edad más que el joven y todavía inmaduro... El padre y
marido gobierna a su mujer y a sus hijos como libres en
ambos casos, pero no con la misma clase de autoridad: sino
a la mujer como un ciudadano y a sus hijos como vasallos”
(op. cit., pág. 22).
La estructura jerarquizada de la casa no sólo es monár­
quica (el padre-rey), sino en cierto modo divina (el padre-
dios), porque Aristóteles establece que los dioses se gobier­
nan monárquicamente. Leído en sentido contrario, no desde
la perspectiva del mantenimiento del orden sino desde la de
su ruptura, es evidente que tanto la emancipación de los
esclavos como la de las mujeres requiere enfrentarse a la
naturaleza, a la ley política y a la divina.
1.2. Los que nacen para obedecer: esclavos, mujeres
y animales

Según La Política, ya desde el nacimiento unos seres


están destinados a ser regidos y otros a regir. Con esta afir­
mación, Aristóteles y quienes después han desarrollado y
mantenido sus doctrinas se enfrentan tanto a los principios
igualitarios como al reconocimiento de la labor transforma­
dora de la educación. Sostienen que el mando es inherente a
la complejidad y, dondequiera que haya varios elementos,
éstos se ordenarán jerárquicamente. Quienes son “capaces
de prever con la mente” son por naturaleza "jefes y señores”
y los que sólo ejecutan las previsiones son, también por
naturaleza, súbditos y esclavos.
En sentido contrario podría hoy decirse que si el recono­
cimiento de la unidad del oykos u hogar entraña la inevitable
subordinación de las partes, éstas no tendrán otro medio de
escapar a la subordinación que constituirse en unidades indi­
viduales o islotes sociales. Si no hay formas mixtas, com­
partidas, la jerarquización extrema llevará precisamente
hacia la fragmentación y la anarquía, hacia la disolución del
“hogar” y la “polis” en la forma en que Aristóteles creía que
las había creado la naturaleza.
Para Aristóteles, regir y ser regidos no son sólo cosas
necesarias, sino convenientes. Los que nacen para obedecer
son los esclavos, las mujeres y los animales. Los esclavos
son aquellos cuyo “rendimiento es el uso del cuerpo, y esto
es lo mejor que pueden aportar”, por lo que para ellos es
mejor “estar sometidos a esta clase de imperio”. El esclavo
es “el que es capaz de ser de otro” y “participa de la razón en
medida suficiente para reconocerla pero sin poseerla”. Aris­
tóteles lleva su convicción de que la naturaleza decide quié­
nes han de ser esclavos, hasta el punto de que ésta “estable­
ce una diferencia entre los cuerpos de los libres y los de los
esclavos, haciendo los de éstos fuertes para los trabajos ser­
viles y los de aquéllos erguidos e inútiles para estos menes­
teres, pero útiles en cambio para la vida política, sea guerre­
ra o pacífica” (pág. 9).
En una lectura “sensu contrario” podría entenderse que
el que consiente en ser de otro se hace esclavo, y que la pose­
sión de razón requiere su demostración expresa, porque el
entender no es signo suficiente de tenerla plenamente. Tam­
poco podrá mostrar, quien quiera ser libre, habilidad para los
trabajos que los otros definen como serviles, porque sería
como reclamar para sí la condición de esclavo. Mucho de
este pensamiento queda todavía vivo hoy en España, donde
sigue latiendo el temor a desempeñar oficios de bajo rango
aunque la alternativa sea el paro. Y, sin duda, afecta a la ima­
gen de las mujeres emancipadas que siguen ejecutando los
antiguos trabajos reservados a las mujeres subordinadas.
En cuanto a la naturaleza obediente de las mujeres,
requiere para Aristóteles menos argumentación que la de los
esclavos y le basta con afirmarla:

tratándose de la relación entre macho y hembra, el pri­


mero es superior y la segunda inferior: por eso, el prime­
ro rige y la segunda es regida (pág. 8).

Si la naturaleza les hace nacer inferiores y los destina a


ser regidos, ¿puede esperarse que desarrollen virtudes los
esclavos, las mujeres y los niños? Si todos tuvieran virtud,
¿por qué unos habían de mandar y los otros de obedecer?
Aristóteles reconoce que ésta es una cuestión difícil y que
hasta los sabios se dividen en la controversia. “En todos
ellos existen las partes del alma, pero existen de distinto
modo; el esclavo carece por completo de facultad delibera­
tiva: la hembra la tiene, pero desprovista de autoridad; el
niño la tiene, pero imperfecta.” En cuanto a las virtudes
morales, sólo el que rige debe poseer la virtud moral per­
fecta; y cada uno de los demás, “en la medida en que le co­
rresponda” (pág. 24).
Para lograr la reconciliación entre inferioridad y virtud,
Aristóteles necesita adjetivar las virtudes de los inferiores,
establecerles gradación y, simultáneamente, inferiorizarlas.
Por eso dice que el esclavo necesita de poca virtud, la indis­
pensable para no faltar al trabajo por intemperancia o
cobardía.
En cuanto a la mujer, aun siendo como reconoce el pro­
pio Aristóteles “la mitad de la población libre”, tampoco le
corresponde desarrollar las virtudes más valiosas del modo
como deben hacerlo los varones.
No es la misma templanza la de la mujer que la del
hombre, ni la misma fortaleza, como creía Sócrates, sino
que la del hombres es una fortaleza para mandar y la de
la mujer para servir (pág. 25).

Hasta las virtudes se interpretan finalistamente: y si el


final es la obediencia, sólo las virtudes que desarrollen esta
condición serán reconocidas como virtudes. Con lo que,
podría concluirse con una óptica distinta, la misma virtud se
convierte en vicio cuando es ejercitada por quien no tiene
derecho a ella.

1.3. La naturaleza de los vencidos

Aristóteles es consciente de que un revés militar puede


llevar a la esclavitud a los varones griegos. El riesgo de un
levantamiento social de los esclavos (como el que protagoni­
zaría siglos más tarde Espartaco), de consecuencias durade­
ras, es pequeño. En cuanto a la rebelión de las mujeres y sus
posibilidades de trastocar realmente el orden social, es aún
menor. En cambio, de las derrotas militares había clara
memoria histórica en la Grecia del siglo IV a.C. Incluso en
épocas expansivas y victoriosas, como el reinado de Alejan­
dro Magno, de quien Aristóteles fue maestro, no son raros
los reveses parciales que pueden ocasionar el aprehendi-
miento de campesinos y soldados por los pueblos bárbaros.
Aristóteles reconoce que existe una convención, un acuerdo
generalmente aceptado, de que “lo cogido en la guerra es de
los vencedores” (pág. 9). Pero también existe el temor a que,
por este procedimiento, “no siendo justa la causa que origi­
na la guerra, los mejor nacidos sean esclavos e hijos de
esclavos si son hechos prisioneros y vendidos” (pág. 10).
Los griegos “no quieren llamarse a sí mismos esclavos,
sino a los bárbaros” (pág. 10), porque su condición de libres
o de nobles es tan consustancial que no deberían afectarles la
circunstancia concreta en que se encuentren. Los nobles se
consideran como tales “no sólo entre ellos sino en todas par­
tes” (pág. 10), mientras que a los bárbaros esta condición
sólo se les reconoce en su propio país.
Por eso, Aristóteles recoge la opinión de quienes denun­
cian esta ley o derecho, porque “es cosa tremenda que el que
puede ejercer la violencia y es superior en fuerza, haga de su
víctima su esclavo y su vasallo”, y “no se puede llamar de
ninguna manera esclavo a quien no merece la esclavitud”
(págs. 9 y 10).
La distinción entre esclavos por naturaleza y esclavos
por derrota es, pues, esencial, y en su reconocimiento desem­
peña un papel esencial el factor tiempo. Sin embargo, Aris­
tóteles se plantea el tema con unos horizontes de tiempo
muy cortos y no da cabida a la reflexión sobre el hábito o el
entrenamiento. La reflexión sobre la derrota colectiva de las
mujeres, o la de los esclavos, no cabe en su esquema. Aun
recogiendo la controversia entre quienes opinan que la justi­
cia estriba en la benevolencia y los que opinan que la justicia
está precisamente en que mande el más fuerte, a la larga, lo
que es y lo que deber ser tienden a fundirse en su exposición,
porque “la virtud, cuando ha conseguido recursos, tiene la
máxima capacidad de imperar por la fuerza, y el vencedor
descuella siempre por algo bueno” (pág. 10).
El paso del tiempo consolida la dominación, que es la
otra cara del perfeccionamiento de la naturaleza, pues “lo
mismo que las bestias engendran bestias, los hombres bue­
nos engendran hombres buenos” (pág. 11).
Visto con mayor distancia temporal, los esclavos por
accidente acaban convirtiéndose en “verdaderos” esclavos,
en esclavos por naturaleza. Para estos últimos, según Aristó­
teles, la esclavitud es a la vez conveniente y justa: sus intere­
ses son los mismos que los del amo, y por eso surgirá entre
ellos la amistad recíproca. Sólo cuando la esclavitud sea re­
sultado de convención y violencia sucederá lo contrario.
En sentido inverso, podríamos interpretar que la falta de
amistad con los vencedores es una forma de reconocimiento
de la condición forzada de la relación. Tal vez ése sea un paso
necesario para la identificación con el segundo grupo al que
se refiere el propio Aristóteles al decir que “unos son escla­
vos en todas partes y otros no lo son en ninguna” (pág. 10).
Aristóteles es, decididamente, un determinista biológico
que justifica en la naturaleza la esclavitud, el dominio de los
otros pueblos y la inferioridad y exclusión de la vida política
de las mujeres. No obstante, es suficientemente inteligente
como para admitir que en su interpretación finalista del
mundo hay puntos difíciles de justificar. Aunque sólo sea
para rebatirlos, reconoce que otros sabios mantienen opinio­
nes distintas: y por ello acepta que en este grandioso esque­
ma de ordenación, “la naturaleza no siempre consigue” sus
propósitos y tienen cabida las excepciones (pág. 11).

1.4. El papel de la voz y la palabra

La voz es signo del placer y del dolor, y no es exclusiva


del hombre: también los animales expresan placer y descon­
tento y se lo comunican a otros. Pero la palabra es exclusiva­
mente humana. Aristóteles pone la palabra en los fundamen­
tos mismos de la ciudad, la polis, porque “la palabra es para
manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto,
el sentido del bien y del mal” (pág. 4).
La palabra permite la ciudad, porque sin ella no podría
expresarse la Justicia, que es el orden de la comunidad civil.
Por eso, cuando Aristóteles dice que “el esclavo carece en
absoluto de facultad deliberativa; la hembra la tiene, pero
desprovista de autoridad” (pág. 24), está privando a ambos
del acceso a la palabra; a los esclavos, plenamente; a las mu­
jeres, de modo parcial, porque ¿de qué sirve deliberar sobre
lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo dañoso, si luego ha
de guardarse silencio sobre las conclusiones?
Desafortunadamente, el robo de la palabra ha caracteri­
zado la vida de las mujeres durante siglos, tal vez milenios.
Ante la ausencia de la palabra pública, la voz se aniña y
enreda en expresiones inmediatas. Reclama Aristóteles para
las mujeres “el ornato del silencio”. El silencio del discerni­
miento sobre el bien y el mal, sobre la organización de la jus­
ticia, sobre los asuntos de Dios y de los hombres.
De la pérdida de la palabra no nos ha levantado todavía
en España la Constitución democrática de 1978, aunque
reconozca el pleno derecho al voto y a ser elegidas. El silen­
cio se ha hecho huella espesa, ausencia, cobijo de aparentes
amistades y aceptaciones. Nuestros mejores humanistas del
Siglo de Oro, como más adelante veremos, seguirán espar­
ciendo a los cuatro vientos, dos mil años más tarde, las con­
signas de silencio que Aristóteles plantó en La Política.
A falta de palabra, casi hemos perdido también la capa­
cidad de oír lo que otros dicen. ¿Cómo recuperar los siglos
de mudez, la descompensada acumulación de las palabras de
otros que enmudecen nuestra lengua?

II. A r i s t ó t e l e s y e l d e te r m in is m o b io ló g ic o

II. 1. La “Historia de los animales ”


Aristóteles fue un gran impulsor del determinismo bio­
lógico, el exponente más ilustre en la antigüedad de una
corriente de pensamiento que ha llegado hasta nuestros días
bajo la forma de sociobiologismo.
Anteriormente nos hemos referido al papel que Aristóte­
les hace desempeñar a la naturaleza en la asignación de los
papeles sociales de esclavos y mujeres, que se expone en su
libro sobre La Política. En la Historia de los animales, que
es un compendio de zoología, Aristóteles pone las bases para
una psicología biologista, asignando rasgos de carácter a las
personas y a los animales, en virtud de su sexo. Aristóteles
incurrió en varios errores anatómicos, en parte explicables
porque no realizó disecciones humanas, como tampoco lo
hacían los hipocráticos; pero sobre todo porque sus valores
sociales le impulsaban a establecer diferencias anatómicas
inexistentes entre las mujeres (gyné) y los varones (ánthro-
pos), entre los blancos y los negros, o entre los rubios y los
morenos. Por ejemplo, sostiene que el cráneo de la mujer
presenta una sola sutura de forma circular, mientras que en
el hombre con frecuencia son tres (García Gual, pág. 59).
Sus errores se concentran en las explicaciones sobre el pro­
ceso de gestación, muy teñidas de ideología inferiorizada
hacia las mujeres. Dice, por ejemplo, que “las mujeres que
no pueden concebir sin un medicamento o alguna otra cir­
cunstancia favorable, normalmente dan a luz más niñas que
niños” (García Gual, pág. 400), o que la menstruación rea­
parece antes de treinta días tras quedarse la mujer encinta si
el embrión es hembra, y alrededor de cuarenta si es macho
(García Gual, pág. 391). Los embriones se mueven hacia la
derecha (que es el lado “noble”) y a los cuarenta días si son
masculinos, pero hacia la izquierda y en noventa días si
son femeninos. Los fetos de varón abortados a los noventa
días adquieren ya cierta apariencia humana, pero los feme­
ninos de tres meses son todavía una masa inarticulada (pági­
na 392). Estas cuestiones, que Aristóteles consideraba pro­
badas, han tenido consecuencias de tipo legal y moral: por
ejemplo, un grado diferente de penalización en los abortos
según el género del feto, por entender que a los tres meses aún
no se había producido la “animación” en los fetos femeninos,
pero sí en los masculinos. También afirmó que el feto hem­
bra alcanza más lentamente que el varón el desarrollo com­
pleto de sus partes y exige más a menudo que el varón una
gestación de diez meses (pág. 393). A continuación se repro­
ducen los párrafos que mejor reflejan su pensamiento2:

2 Todas las citas provienen de la edición de la Historia animalium de


En todos los géneros en los que se hallan diferencias
entre macho y hembra, la Naturaleza hace una diferen­
ciación similar en las características mentales de los dos
sexos. Esta diferenciación es máximamente visible en el
caso de la especie humana y en el de los mayores anima­
les cuadrúpedos.
En todos los casos, excepto el del oso y el leopardo,
la hembra es menos animosa que el macho; en cuanto a
los dos casos excepcionales, el coraje es de la hembra.
En todos los demás animales, la hembra tiene una dispo­
sición más suave que el macho, es más maliciosa, menos
simple, más impulsiva y más atenta a la alimentación de
los hijos. Por otra parte, el macho es más animoso que la
hembra, más salvaje, más simple y menos astuto.
La naturaleza del hombre es la más acabada y com­
pleta; consecuentemente en el hombre las cualidades o
capacidades antes referidas se han perfeccionado. Por
tanto, la mujer es más compasiva que el hombre, llora
más fácilmente, y al mismo tiempo es más celosa, más
quejosa, más propensa a regañar y golpear. Además, ella
es más propensa al abatimiento y menos esperanzada
que el hombre, más desprovista de vergüenza o respeto
por sí misma, más falta de palabra, más engañosa, y tie­
ne mayor retentividad de memoria. También es más aler­
ta, más amilanada, más difícil de ponerse en acción y
requiere menos cantidad de nutrición.

Aristóteles realizada por W. Thompson, Oxford, Clarendon Press, 1910,


Libro IX. La traducción del inglés es mía. Posteriormente, he trabajado
con la cuidada edición de C. García Gual (Aristóteles, Investigación
sobre los animales, Madrid, Gredos, 1992), y me hubiese ahorrado
muchos esfuerzos si hubiera empezado con ella desde el principio. Gar­
cía Gual no repara en la referencia a osos y leopardos que da pie a estos
epígrafes, ni hace comentarios sobre ella. En el índice de citas de anima­
les utiliza indistintamente las que se refieren a leopardo y pantera (pár-
dalis, he, género femenino), mientras que respecto a los osos (arktos)
recoge ho y he, masculino y femenino. En el prólogo comenta breve­
mente los principales errores anatómicos que comete Aristóteles, deriva­
dos de su inferiorización de las mujeres. En cambio no comenta los erro­
res referentes a blancos y negros o a rubios y morenos.
Como antes se dijo, el macho es más valiente que la
hembra y propicio a prestar ayuda. Incluso en el caso de
los moluscos, cuando la sepia es golpeada con el triden­
te, el macho se queda para ayudar a la hembra; pero
cuando el macho es atacado, la hembra huye.

En resumen, los rasgos que Aristóteles asigna a los ani­


males machos son los siguientes: a) son animosos; b) son
simples; c) son salvajes; d) no son astutos; e) son propicios a
prestar ayuda. En cuanto a las hembras, los rasgos que des­
taca son: a) son suaves; b) son maliciosas; c) no son simples;
d) son impulsivas; e) están atentas a la alimentación de sus
hijos.
En el paso de las características de los animales, espe­
cialmente las de los cuadrúpedos vivíparos que son los más
próximos a los humanos, estas cualidades se transforman en
condiciones morales. La constatación de que las mujeres
necesitan menos cantidad de nutrición se asociará en la cul­
tura occidental posterior con la obligación moral de la fruga­
lidad. La astucia, la complejidad y la maliciosidad son cuali­
dades muy próximas al discernimiento, a la habilidad para
conocer y prever que Aristóteles describía precisamente
como características del hombre libre, y que son opuestas a
la simpleza o falta de astucia que adscribe a los varones.
Pero no entra en la visión del mundo y de las relaciones de
género de Aristóteles el reconocimiento de que una cualidad
tan importante pueda haber sido dispuesta por la naturaleza
en las mujeres. Aunque, según sus propias palabras, la natu­
raleza se perfecciona en el hombre, que es el más acabado de
los animales, las cualidades más notables de las hembras cua­
drúpedas no se “perfeccionan” en las mujeres, sino que desa­
parecen. O, al menos, el intérprete no puede reconocerlas. De
las cualidades intelectuales, Aristóteles sólo asigna a las
mujeres su capacidad de “estar alerta”, y la de “retentividad
de memoria”.
La compasión no es para Aristóteles una virtud de rango
tan elevado como la prudencia, el sentido de la justicia, la
fortaleza o la templanza, y puede considerarse emparentada
con la general característica de las hembras de ocuparse de
la alimentación de los hijos; además, para restar importancia
a este rasgo, Aristóteles señala que el macho es más propicio
a prestar ayuda, especialmente en el caso de ataques. La faci­
lidad de las mujeres para llorar no indica sólo su mayor com­
pasión; sino su impresionabilidad y falta de control. Podría
ser signo de virtud, pero no es así como se interpreta, sino
que se degrada hasta asemejarse a un vicio.
La retahila de condiciones caracterológicas que Aristó­
teles atribuye a las mujeres es muy larga, y atravesada de jui­
cios morales. Entre paréntesis señalamos la contra-lectura
que puede hacerse de estos caracteres:
a) celosa (de la conducta libre de otros),
b) quejosa (de los bienes de otros y de los males propios),
c) propensa a regañar y golpear (a ejercer la educación
sin autoridad),
d) propensa al abatimiento (ante sus condiciones de vida),
e) poco esperanzada (con memoria y capacidad de pre­
ver),
f) desprovista de vergüenza o respeto por sí misma (des­
tinada a obedecer),
g) falsa de palabra y engañosa (el silencio es su ornato;
no se le permite usar la palabra salvo en asuntos me­
nores),
h) le es difícil ponerse en acción (porque depende de
autorizaciones y recursos ajenos).

II.2. Osos y leopardos: dos excepciones en el sistema


de clasificación aristotélico

En una lectura rápida de los párrafos anteriores puede


pasar casi desapercibida la referencia al oso y al leopardo.
Sin embargo, desde un punto de vista epistemológico, las
excepciones tienen un valor extraordinario. Son, con pala­
bras de Celia Amorós, “puntos hemorrágicos”3. O dicho de
otro modo, agujeros por los que se desangra o pierde fuerza
una construcción o cadena de conceptos, que evidencia ahí
su punto débil.
Probablemente Aristóteles había recibido noticias a tra­
vés de sus informantes, o era una creencia generalizada en
su época, que los leopardos y los osos diferían del resto de
los animales en sus caracteres de base sexual. Aristóteles
tenía que rechazar o aceptar tal información, y resolvió
aceptarla y consignarla en su obra. En la actualidad, en cam­
bio, los biólogos no señalan peculiaridades a estos animales;
lo que sí constatan es que los osos son animales que viven la
mayor parte del tiempo solitarios, uniéndose sólo para el
apareamiento. También constatan que, a pesar de su gran
tamaño y capacidad destructiva, los osos no suelen atacar a
otros animales, y la mayor parte de los ataques son realiza­
dos por hembras cuando sienten amenazadas sus crías.
En el párrafo reseñado, Aristóteles no hace ningún juicio
o valoración moral sobre la situación de osos y leopardos,
limitándose a reseñarla. Pero si esta situación se hubiese pro­
ducido entre humanos, por ejemplo en algún pueblo bárbaro,
le hubiera sido difícil prescindir de las valoraciones o conde­
nas morales y sin duda lo hubiese definido como antinatural,
igual que dice en La Política respecto a los hogares en los
que rige la esposa.
Si una clasificación asocia el género con las característi­
cas del comportamiento, la capacidad determinante de la
expresión “todos los animales” se quiebra al introducir la ex­
cepción. Si no obliga a unos, puede no obligar a otros: por­
que no es una asociación tan fuerte como parecía. Según cuál
sea la valoración que merezca la asociación de categorías a la
que se refiere, puede concluirse que la regla no “protege” o
no “castiga” plenamente y sus efectos son evitables. En el

3 Agradezco a Celia Amorós y a Dolores Juliano los comentarios in­


formales sobre este tema que me regalaron durante un largo viaje en
automóvil, entre Baeza y Madrid, en octubre de 1999.
texto de Aristóteles que comentamos, la biología, o sea el
“orden natural”, parece exigir una correlación entre los atri­
butos morfológicos o fisiológicos y las formas de comporta­
miento. Sin embargo, el propio Aristóteles tiene que enfren­
tarse a la constatación de que el “orden inmutable de la natu­
raleza” no siempre se mantiene. O lo que es lo mismo: que
incluso dentro de la naturaleza existe la excepción y, por tan­
to, la posibilidad de cambio.
Lo curioso es el modo u ocasión que obliga a Aristóteles
a desdecirse, a abrir un boquete en el muro de sus conclusio­
nes sobre hembras y machos o sobre varones y mujeres.
Si se contempla desde la perspectiva de la evolución
temporal que ha llevado a la situación presente, la excepción
es la emisaria de un tiempo nuevo, que aún no se ha implanta­
do extensamente; o, por el contrario, es el vestigio de un tiem­
po arcaico, ya desaparecido. Si lo que presagia es un tiempo
futuro distinto, lo que ahora es excepción acabará por con­
vertirse en regla; y si la excepción no es más que un resto,
terminará por desaparecer definitivamente. Pero la evolu­
ción en el tiempo en una dirección única para todas las espe­
cies, como si fuesen ordenadas desde el comienzo de la crea­
ción hacia un solo fin, también puede contestarse con inter­
pretaciones no finalistas ni unitarias de la Creación.
Las excepciones son nudos intelectualmente poderosos,
que obligan a poner en duda y re-pensar temas que anterior­
mente se daban por sentado. ¿Se tratará no de una excepción
sino de un error en la observación y recogida de datos? ¿Será
una confusión o desajuste lingüístico, introducido a lo laigo
de sucesivas copias y traducciones?
Según el viejo refrán castellano, las excepciones confir­
man la regla. Este aparente despropósito viene a significar
que, de no ser por las excepciones que la contradicen o ame­
nazan, la regla pasaría desapercibida y no nos daríamos
cuenta de su existencia. Sin embargo, se adquiere conscien­
cia de ella al resaltar lo insólito de la excepción. Por este pro­
cedimiento, la regla se hace más afirmativa, más explícita, y
acaba fortalecida.
Éste podría ser el sentido de la excepcional idad de los
osos y leopardos de Aristóteles, aunque no es seguro. Tal vez
Aristóteles o sus informantes tuviesen noticias del culto al
oso y lo asociaran con los bárbaros vecinos del Norte, igual
que asociasen el leopardo con los bárbaros vecinos asiáticos
del Sur, con Egipto o Mauritania. Si así fuera, la “ajenidad”
del animal se reforzaría aceptando que algunos de sus hábi­
tos de conducta eran distintos de los de los animales próxi­
mos y “normales”. Pero es difícil saber concluyentemente si
esta construcción del “otro” por inversión del “sí mismo”,
que frecuentemente funciona como un mecanismo de crea­
ción y refuerzo de identidades, la aplicó o no Aristóteles a
los osos y leopardos, aunque sin duda “construya” a las mu­
jeres con las “anticualidades” de los hombres. Como la cla­
sificación se construye por asociaciones de conceptos, que­
da vacío el espacio que correspondería a las mujeres valien­
tes, alegres, con respeto de sí mismas, que mantienen su
palabra y confían en sus parejas, que disfrutan de su condi­
ción, tienen autoridad, confían en el futuro y son capaces de
organizarse para la acción. A Aristóteles no se le ocurre que
tal cosa pueda suceder entre las mujeres griegas: pero el es­
pacio vacío lo llenan los mitos de sus contemporáneos, crean­
do el pueblo de las amazonas. Las amazonas representan la
antítesis de las mujeres “normales”: son guerreras, y no for­
man hogar con varones aunque copulen con ellos. Para los
varones griegos, representaban la monstruosidad y tenían
que incorporarlas a sus mitos para potenciar el valor de las
mujeres subordinadas que tenían a su lado.
Hoy, los expertos piensan que a Aristóteles le faltaba
información directa sobre los animales, pero nadie niega su
enorme impacto sobre las ideas que han estado circulando y
desarrollándose en Europa en los últimos veinticinco siglos.
Esto podría hacemos pensar en cuántas de las cosas que han
dicho los sabios y expertos estaban basadas en informacio­
nes deficientes que pasaron por buenas durante milenios
hasta que alguien las puso en duda. O lo que es lo mismo:
que la duda y la desconfianza metódica siguen siendo una de
las mejores armas intelectuales contra la inercia de lo “ya
sabido”, y que los movimientos sociales que aspiran a intro­
ducir cambios generales tienen que adoptar este cartesiano
hábito ante todas las manifestaciones de la cultura que han
heredado.

III. Si A r is tó te le s le v a n ta r a la ca b eza

III. 1. Rebeldía intelectual e innovación social


Para una investigadora del siglo XXI resulta difícil leer a
Aristóteles sin que se le dispare la adrenalina. Incluso cuan­
do ponía los fundamentos de las futuras Ciencias Naturales
o cuando iniciaba el estudio de la anatomía, fisiología, eco­
logía y etología, sus palabras estaban envenenando el futuro
desarrollo de la ciencia. Nadie pone en duda que Aristóteles
fue un hombre de gran talla intelectual, un compilador y un
maestro: pero las consecuencias sociales de su pensamiento
han llegado vivas hasta nuestros días y los varones que han
construido el saber de las Universidades y las Academias no
se han dado apenas cuenta de que esas consecuencias eran
radicalmente contrarias a los intereses de las mujeres. O, si
se dieron cuenta, prefirieron pensar que ellos tenían derecho
a llevarse la mejor parte.
Tampoco debe Aristóteles cargar en solitario con las cul­
pas de un pensamiento con tres mil años de historia, en el
que han dejado su impronta tantos hombres ilustres. Como
toda obra colectiva, los resultados finales dependen de
muchos, y no sólo por lo que hacen, sino por lo que dejan de
hacer. Quizá uno de los pasajes más hermosos y emocionan­
tes de La Política es aquél en que Aristóteles reconoce, a
pesar de su proclividad a dar por bueno todo lo que del poder
dimana, que “hay hombres que son esclavos en todas partes
y otros que no lo son en ninguna”. O lo que es lo mismo, que
nada puede acabar con el deseo radical de libertad, ni siquie­
ra las circunstancias externas más adversas.
Para las mujeres, y también para los varones proceden­
tes de grupos sociales históricamente sojuzgados, la rebeldía
intelectual es un paso necesario en la búsqueda de la igual­
dad. La rebeldía pone en cuestión el orden establecido, tanto
el orden intelectual como la organización de la producción y
las instituciones. La rebeldía comienza por la duda, y en ese
sentido, cada cartesiano es un rebelde y cada rebelde, un car­
tesiano. Pero la rebeldía no sólo cuestiona las ideas o el pen­
samiento, sino que desata pasiones y sentimientos podero­
sos. La rebeldía pone en marcha energías considerables, que
pueden amedrantar a muchos o terminar, si no encuentran
cauce, volviéndose en contra de quienes les dan albergue.
Para que la rebeldía intelectual rebase el estricto límite del
sujeto capaz de sentirla tiene que transmitirse, arraigar en
otros, extenderse: hacerse motor de la innovación social. En
ese sentido, los/las investigadores lúcidos tienen que enfren­
tarse al desafío de prever las consecuencias sociales de su
obra; y los líderes de movimientos sociales tienen que en­
contrar los fundamentos intelectuales, teóricos, de sus pro­
puestas concretas. Dejar de hacer es una forma de hacer. Los
intelectuales e investigadores que miran para otro lado, que
se encastillan en un trabajo “técnico”, que se escudan en una
posición “cientifista”, contribuyen a que las raíces discrimi­
natorias de las ciencias en que investigan sigan produciendo
efectos, porque nadie sabe cómo detectar esos orígenes y los
sesgos a los que conducen, ni cómo enfrentarlos y sustituir­
los por otros más acordes con las transformaciones sociales
que requieren los nuevos tiempos.
Si para todos es necesaria la reflexión sobre los orígenes,
para las mujeres es una cuestión vital, porque no pueden pre­
tender cambios igualitarios en la estructura social y en su
vida cotidiana si la cultura de la que se nutren es antiiguali­
taria. Y no pueden esperar que el precio de esa revisión lo
paguen solamente algunos o algunas, porque en ese caso el
precio sería lapidario para estos pocos (por eso volveremos
insistentemente sobre la figura de Galileo) y además corren
el riesgo de que los resultados se demoren indefinidamente
o sean tan débiles que apenas se noten.
II 1.2. Las mujeres y la política en el siglo XXI
Desde que Aristóteles dijo en La Política que las mu­
jeres son inferiores y no deben participar en el gobierno de
la polis, hasta hoy, han pasado casi veinticinco siglos.
En España, la incorporación de las mujeres a la vida
política es un hecho muy reciente. El cambio social ha ido
precedido de movimientos intelectuales que propugnaban la
igualdad. En ocasiones, esos movimientos ideológicos han
cuajado en leyes que se adelantaban a las prácticas sociales
y servían como acicate o meta más que como reflejo4. Según
la Constitución de 1978:
España se constituye en un Estado social y democrá­
tico de Derecho, que propugna como valores superiores
de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la
igualdad y el pluralismo político (1.1).

En este título preliminar, la igualdad se interpreta y pro­


pone como un valor, junto a otros tres valores superiores. Si
el orden de enumeración tuviese algún significado jerárqui­
co o de evidencia, la igualdad estaría situada en la escala
axiológica por debajo de la libertad y de la justicia.
El artículo 14 de la Constitución ofrece una interpreta­
ción de los orígenes o fuentes de la desigualdad, ya que al
condenar explícitamente algunas formas de discriminación,
reconoce de hecho su existencia y destaca la multicausali-
dad, la apertura, el papel de los sujetos individuales y la
capacidad generadora de desigualdad de las condiciones
sociales.
Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda
prevalecer discriminación alguna por razón de nacimien­
to, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condi­
ción o circunstancia personal o social.

4 M. A. Duran (ed.), Laformación del pensamiento igualitario..., Ma­


drid, Castalia, 1993.
El artículo 32.1 se refiere a la igualdad en el matrimo­
nio, y el 35.1 a la igualdad en el trabajo. El artículo 35.1 con­
dena expresamente la discriminación por sexo en el trabajo,
y no cita los otros factores de desigualdad (nacimiento, raza,
religión, opinión) mencionados conjuntamente en el artícu­
lo 14, porque no los considera de tan probable riesgo o tan
dignos de ser protegidos.
La Constitución es también un proyecto de acción. Las
menciones más relevantes a la igualdad en este proyecto de
acción se contienen en el artículo 9.2:

Corresponde a los poderes políticos promover las


condiciones para que la libertad y la igualdad del indivi­
duo y de los grupos en que se integra sean reales y efec­
tivas: remover los obstáculos que impidan o dificulten su
plenitud y facilitar la participación de todos los ciudada­
nos en la vida política, económica, cultural y social.

Como proyecto político/administrativo, la Constitución


señala la obligación de los sujetos intermedios (“los poderes
políticos”) de contribuir a una tarea gigantesca: la de promo­
ver las condiciones y la de remover los obstáculos que difi­
culten la aplicación del valor básico de la igualdad. Este es el
punto de la Constitución que más se aproxima al modelo del
igualitarismo radical, puesto que se trata de un objetivo de
gran alcance en extensión y profundidad, no limitado a la
infracción de la ley sino a situaciones generales en las que
resulta difícil su aplicación. La participación implica un ele­
vado grado de presencia en los grupos y las instituciones; no
se agota en el “derecho” a participar sino en su correlativo
“deber de participación”. Y, si no es una forma disfrazada de
obediencia, los participantes tienen que ser co-responsables
en la toma de decisiones y en el acceso a los riesgos y las
recompensas.
Recién inaugurado el nuevo milenio, la incorporación de
las mujeres a la vida política sigue siendo más débil que la
de los varones, pero los cambios que han tenido lugar en
Europa en el último siglo son espectaculares. Para ello hubo
que modificar la concepción del oykos, la familia u hogar.
Todavía hoy sigue siendo difícil la conciliación entre la vida
de familia y la participación en los organismos legislativos,
judiciales o ejecutivos: pero en muchos países se han reali­
zado modificaciones constitucionales para recoger la nueva
ideología igualitaria y para facilitar medidas que favorezcan
la democracia paritaria.
La proporción de mujeres en el Congreso español en la
última legislatura del siglo ha sido de un 22% y en el Sena­
do, de un 16%. La proporción de mujeres entre los represen­
tantes españoles en el Parlamento Europeo es del 34%5.
Todavía no es la paridad, pero el salto respecto a las legisla­
turas anteriores es considerable.

5 Vid. M. A. Duran (dir)., Conciliación entre vida familiar y política,


Senado, 1999. Vid. especialmente J. Astelarra, La representación parla­
mentaria de las mujeres españolas, págs. 127-151.
Viaje a la Osa Mayor

Pr e s e n t a c ió n

Este ensayo lo acabé de escribir el 2 de febrero del año


2000, fiesta de las Candelas. Por orden de escritura, ha sido
el último de los que componen el volumen que debía haber
entregado a la editorial para las fiestas de mayo del año an­
terior.
Inicialmente pensé que iba a hacer un ensayo casi humo­
rístico sobre los osos y los leopardos. Ambos son hoy ani­
males tan exóticos y mediatizados por el cómic (el oso Yogui
y Baboo son los más conocidos) que resulta chocante situar­
los contra el trasfondo severo de Aristóteles. Creí que el
tema me brindaba la posibilidad de hacer unas bromas y
unas risas, igual que ofrecen risas y bromas el carnaval o las
fiestas de disfraces. Sin embargo, poco a poco las risas ini­
ciales dejaron paso a una indagación sobre las historias, apa­
rentemente sin sentido, que se cuentan en estas fiestas. La
búsqueda del sentido de la excepción ya no era un juego,
aunque siguiese siendo interesante.
Entre la Candelaria y el comienzo del verano tienen
lugar en toda Europa las fiestas de renovación de la prima-
vera, a las que los antropólogos e historiadores han dedicado
tantas y tan hermosas páginas. Después de terminar el pri­
mer capítulo, que encierra la Historia de los animales de
Aristóteles, necesitaba un contrapunto, un desentumeci­
miento.
Para intentar comprender y respirar aire fresco tiré del
ovillo de la Osa Mayor. Los epígrafes que siguen eslabonan
muchas y variadas voces. Son las voces de las personas que
me ayudaron a avanzar tras las huellas de Aristóteles, sus
leopardos y sus osas. Como en un poema que oí recitar a
Gloria Fuertes dedicado a las vecinas (“Me ha prestado una
cebolla”), empecé pidiendo ayuda a mi cuñada Eugenia, que
no sólo es experta, sino enamorada del mundo griego. En
una hojita de agenda, después de la sopa de almendras del
día de Navidad, me pasó las primeras pistas sobre Arktos, la
osa. Seguí luego con amigos y amigas, con colegas e inclu­
so con desconocidos investigadores de museos y otras insti­
tuciones científicas que por su trabajo se ocupan hoy de osos
vivientes. He recurrido a documentalistas, bibliotecarios,
biólogos, lingüistas, antropólogos e historiadores de la cien­
cia. Cuando ya casi se cerraba el círculo, recibí la última sor­
presa: mientras visitaba el Ayuntamiento de Madrid, la guía
nos obsequió espontáneamente con unos bienhumorados
comentarios sobre La Osa y el Madroño.
Con tantas pistas y dádivas'habría materiales para un
libro, pero he tenido que cortar los caminos, apenas inicia­
dos. Aunque las osas y los leopardos se me han escapado,
disfruté muchísimo con las mitologías antiguas. Tal vez sea
conveniente que, en lugar de excavar en los mitos antiguos,
pongamos en circulación otros nuevos. Así, transformándo­
se, es como han llegado hasta hoy los que ahora conocemos.
La aventura por los abiertos caminos de la leyenda y el
mito tiene ahora que hacer una pausa. Necesito volver a la
relativa seguridad del quehacer cotidiano: a esa lucha con­
centrada, unifocal y sistemática, y a esa pelea silenciosa con
los silogismos y con las mediciones a la que llamamos inves­
tigación científica.
Durante los meses de peregrinaje tras osos y mitos me
han vuelto a la memoria las tardes de mayo de hace mucho
tiempo, cuando yo llevaba velos de organdí blanco y cintas
azules en el pecho. Entonces no sabía que las arktoi de
Brauron se habían arrodillado en sitios parecidos para agra­
decer el triunfo dulce de la vida y la llegada de la primave­
ra. Me alegro de saberlo ahora, de reconocer que un hilo de
siglos me une a ellas, igual que me unirá a las nietas de mis
nietas, en siglos venideros. Llevarán quizá, estas últimas,
brillantes rayos de luz láser o tendrán las rodillas ingrávidas,
acostumbradas a las atmósferas espaciales. Junto a todos los
conocimientos científicos, que verán estos míos de hoy
como apenas atisbos de protociencia, seguirán necesitando
de mitos propios y elegirán algunos que las diferencien de
los “otros” y les permitan saber que son ellas mismas. Con­
fío en que las nietas de mis nietas sepan crear y conservar
sus mitos protectores, mientras manejan la más avanzada
tecnología.

I . L O S A N IM A L E S Y L A V I S IÓ N D E L M U N D O

1.1. La excepción de arktos, la osa

Aristóteles pensaba que los osos eran excepcionales en­


tre los restantes animales porque las hembras eran más
valientes que los machos. Como Aristóteles ponía las bases
de la exclusión de las mujeres de la vida política en sus con­
diciones morfológicas de hembras de la especie humana,
resulta del mayor interés la interpretación de por qué el gran
compilador de la ciencia en la Grecia clásica llega a estas
conclusiones. ¿Qué tenían los osos y las osas de aquella épo­
ca que les hacían distintos a los demás animales, incluido el
hombre?
Para tratar de dar respuesta a esta pregunta vamos a rea­
lizar un viaje alrededor de arktos, el término griego que
nombra al oso. Es un viaje iniciático, en que abriremos
tantas puertas como tipos de conocimiento hemos solicita­
do; empezaremos situando a los osos en su más concreta
realidad física, para continuar con los procesos de culturi-
zación o apropiación cultural de diversos animales. Distin­
guiremos entre el intento científico de conocimiento de los
animales y la fabulación en torno a ellos. No sólo los ani­
males, sino la naturaleza entera, sirven de campo de pro­
yección de la cultura, que refleja los temores, deseos, valo­
raciones y jerarquías humanas sobre las plantas, los anima­
les y los planetas.
Si entre el lugar asignado a los animales y el lugar que el
hombre se reserva a sí mismo en los mitos hay algún tipo de
asociación, el descolocamiento de los osos en cuanto al
carácter diferencial de machos y hembras tendría que res­
ponder a algún tipo de excepcionalidad en los mitos, o a
algún mito específico que llenase este hueco de excepciona­
lidad. La puerta abierta al campo de los mitos ha servido
sobre todo para subrayar su inabarcabilidad, su carácter
intrincado y laberíntico. Entre la multitud de historias entre­
lazadas se destacan dos referencias de mayor peso; por una
parte, las que llevan hacia Artemisa, protectora de las muje­
res; y por otra, las que llevan hacia arktos, la osa, en el con­
texto próximo a Artemisa o fundida con ella. El camino
hacia Artemisa se desdobla en múltiples vericuetos arqueo­
lógicos, antropológicos y lingüísticos. ¿Existió, realmente,
una época anterior a la Edad del Bronce en que los humanos
creían en la Gran Diosa? ¿Hubo un derrocamiento y sustitu­
ción de antiquísimos sistemas matriarcales por los sistemas
patriarcales que vivió y teorizó Aristóteles, de los que queda
huella en la figura de Artemisa? ¿Se concentraron estos
recuerdos poco articulados en la figura de arktos, gran ani­
mal del bosque y favorito de Artemisa? ¿O se trata por el
contrario de exorcizaciones, de inventos para nombrar la
excepción y lo opuesto a lo deseado, para seguir mantenien­
do la situación tal como estaba e impedir el cambio?
En este viaje imaginario en busca de las razones de Aris-
tételes hay un componente estético de la mayor importancia,
que es la Osa Mayor. La Osa Mayor reúne todas las condi­
ciones para convertirse en un topos, en un lugar de primera
magnitud, porque encierra en su nombre la luminosidad del
cielo estrellado, y junto a ello, otras características fonéticas
muy musicales, y unas entrañas literarias cuajadas de leyen­
das. Rara vez se mira al cielo nocturno en solitario o en
noches de viento y tormenta. Por eso, el cobijo de la Osa
Mayor va asociado, hasta para los más prosaicos, con la guía
de los puntos cardinales, con la suavidad que sigue al ocaso
solar en las noches de verano, con la compañía grata que
aguza la vista buscando el mismo punto de luz en los anchos
y lejanos cielos.
Frente a tantas clasificaciones aprendidas míticamente
sobre el espacio, que vinculan los cielos al padre y la tierra a
la madre gestante, la Osa Mayor reordena el espacio con
otras categorías. Sus afines, al norte: sus opuestos, al extre­
mo sur.
El viaje en tomo a la Osa Mayor no tiene por qué ceñir­
se a la historia; a fin de cuentas, el lenguaje ofrece la posibi­
lidad de conjugar muchos tiempos, y además del pasado y el
presente existen los condicionales, los futuros y los impera­
tivos. No sólo existe el “es”, sino el “podría ser” y el “me
gustaría que fuera”, conjugaciones todas ellas con más pro­
fundidad política de lo que a primera vista pudiera parecer.
Porque basta cambiar el “ser” por el “estar”, o el “es” por el
“ha sido”, para que la acción comience a anticiparse imagi­
nativamente, y se derrumben miedos, y se siembren cimien­
tos de mundos futuros. El papel de los mitos no es explicar
lo que ha sucedido, sino conformamos con su especial ver­
sión de ello. Y hay que aprender a enfrentarse con los mitos
del mismo modo que nos enfrentamos con barreras tangi­
bles, físicas o legales.
1.2. “Los animales son buenos para pensar”,
según Lévi-Strauss
Cuando Aristóteles se refería al oso, le nombraba del
único modo que la lengua griega le permitía: arktos, que sig­
nifica la osa1. Como genérico del animal no tenía otro re­
medio que usar el femenino, y tal vez esta condición lingüís­
tica predominante de la hembra propiciase las interpretacio­
nes caracteriológicas excepcionales que Aristóteles le
atribuye en la Historia de los animales.
El oso de las cavernas fue muy abundante durante más
de medio millón de años y se han encontrado osamentas
suyas en una amplia franja de Europa que va del norte de
España al sur de Inglaterra: cubre Centroeuropa, la mitad
de Italia, el norte de Grecia y llega hasta la costa oriental
del mar Negro. Aunque su representación en el arte rupes­
tre no es muy abundante, sí es suficiente para constatar que
los osos fueron importantes para los hombres del Paleolíti­
co. Las estatuas de osos esculpidas en piedra, marfil o ba­
rro cocido halladas en la Europa central (Alemania, Che­
coslovaquia) y oriental (Rusia, Ucrania) son entre diez y
quince mil años más antiguas que las de Europa occiden­
tal2. Las halladas en España y Francia (Venta de la Perra,
Monedas, Lascaux) corresponden al periodo magdalaniense,
que transcurrió entre diecisiete mil y diez mil años antes de
Cristo. Hay más de cincuenta pinturas y grabados, que gene­
ralmente representan al oso en solitario. El oso tuvo una

1Agradezco a Y. Siké, del Musée de PHomme de París, que me haya


facilitado el catálogo de la exposición sobre los osos realizada en el
Musée National d’Histoire Naturelle en 1988, titulada D ’ours en ours
(Éditions du Musée National d’Histoire Naturelle, París, 1988), en el que
colaboran naturalistas, historiadores y antropólogos, y al que he recurri­
do repetidamente en este epígrafe.
2 Denis Vialou, “L’ours dans l’art paléolithique”, en VV AA.,
D ’ours en ours, París, Musée National d’Histoire Naturelle, 1988, pá­
gina 20.
importancia simbólica en este periodo que no se correspon­
de con su papel como pieza de caza. Sucedió lo contrario a
las especies de los grandes animales gregarios, como caba­
llos, renos o bisontes, aunque todos compartieron territorio
en la época de los grandes cazadores y de las primeras con­
centraciones tribales.
No hay duda de que en los enterramientos neandertalen-
ses de la colina de Lascaux, donde se han encontrado una
decena de tumbas, las sepulturas humanas están asociadas a
las de osos, ya que hay depósitos intencionales de huesos
que evidencian las manifestaciones religiosas más antiguas
conocidas hasta ahora3. Campbell ha cartografiado los cul­
tos del oso, generalmente asociado a la figura del maestro,
que llegan desde Europa occidental hasta los ainou de Japón.
Algunas de estas creencias, transformadas, han pervivido
hasta hoy en Europa y se reconocen en ritos o celebraciones
en lugares que van desde Cantabria hasta Hungría y Siberia.
El oso pardo sustituyó lentamente al oso de las cavernas,
de mayor talla y extinguido hace aproximadamente doce mil
años4. El oso pardo es un recién llegado que sólo lleva cien­
to cincuenta mil años en el continente europeo y probable­
mente Aristóteles se refería a esta especie, aunque sean mu­
chas y muy diferentes las que todavía hoy sobreviven en dis­
tintas partes del mundo. Las madres-osas amamantan a los
oseznos tendidas de espaldas y esta similaridad con los hu­
manos, así como su estatura, la capacidad de ponerse de pie,
su régimen omnívoro y la huella de plantígrado, han facilita­
do que se les atribuyan sentimientos y cualidades casi huma-

3 J. D. Lajoux, “Ours, croyances et folkore”, en VV AA., D ’ours en


ours, ed. cit., 1988, pág. 40.
4 Agradezco a los investigadores del Museo de Ciencias Naturales de
Madrid su amabilidad al atender mi consulta sobre los osos y sobre Aris­
tóteles. La respuesta fue que Aristóteles no puede ser considerado una
autoridad en este tema, lo que zanja el aspecto científico-natural de la
cuestión. No resuelve, en cambio, los otros aspectos del tema que dan pie
a este “viaje” en tomo a la Osa Mayor.
ñas. Hoy, en forma de juguete o muñeco de peluche, viven
en los hogares y sirven de compañeros de juegos a los niños.
El oso ha inspirado muchos mitos en los que representa
el papel de interlocutor, de “otro” del hombre. Como ha
dicho Lévi-Strauss5, el animal no es bueno para comer, sino
para pensar. A través de él se expresan conceptos y catego­
rías sociales y metafísicas. El significado de los animales es
muy móvil, y varía de unas culturas a otras; algunos anima­
les tienen poca carga simbólica en unas épocas, mientras en
otras se convierten en verdaderos símbolos vivientes sin que
para ello parezca necesario que destaquen por su peligrosi­
dad, su fuerza o su importancia económica.
La literatura es una fuente esencial para el estudio de la
evolución de los animales, su hábitat y sus costumbres. En el
libro de Robert Delort6 titulado Les animaux ont une histoi-
re, se previene al lector contra la interpretación demasiado
literal de las referencias a animales en obras literarias. La
literatura transmite el pensamiento de sus autores y, a través
de ellos, el de la época y lugar que les ha visto nacer. Por eso,
hay que distinguir entre los elementos tomados de la vida
cotidiana, que sirven para añadir color local a la narración, y
los que, a veces bajo la referencia a un animal, “entran en un
sistema de conocimientos, de técnicas y de pensamiento,
consciente o no, superficial o profundo”, que los remodela
de tal forma que ya no tienen relación directa con la Zoolo­
gía (op. cit,, pág. 76).
Si a estos textos se les aplica una mirada directa, es posi­
ble que la primera evidencia no sea la principal, ni la más

5 Claude Lévi Strauss, El oso y el barbero, Barcelona, Anagrama,


1970. Lo dice a propósito de Radcliffe-Brown, quien en sus primeras
obras (1929) pensaba que los pueblos primitivos daban importancia a los
animales por su condición de alimento, pero posteriormente fue partida­
rio de la teoría de que los consideraban, al igual que a las plantas, figu­
ras discursivas o símbolos (op. cit., pág. 47).
6 Robert Delort, Les animaux ont une histoire, París, Éditions du
Seuil, 1984.
indicativa. Por ejemplo, cuando Homero relata que París y
Menelao llevaban mantos de leopardo, puede concluirse que
en aquella época todavía existían estas fieras en el Asia
Menor: pero esta indicación también puede servir para pre­
guntarse cómo conocían los griegos a los animales, cómo los
interpretaban y los clasificaban. Mientras la lectura “zooló­
gica” de Homero puede ser útil a un zoohistoriador que se
conforme con criterios descriptivos, no servirá a los propósi­
tos de historiadores, sociólogos o etnólogos.
En algunos textos literarios, los animales se describen de
modo preciso; en otros, sirven para evocar a los hombres,
sus cualidades o comportamiento, hasta el punto de que
desaparece cualquier realismo. Por ejemplo, en la literatura
medieval los santos suelen tener poder sobre ellos. Delort
cita a San Beda el Venerable, a San Cumberto, a San Agus­
tín y a muchos otros que realizaron acciones milagrosas con
asnos, serpientes o gallos. No hay mucha diferencia entre el
caballo blanco que, según textos medievales, lloraba a la
muerte de San Colombiano, y el blanco caballo que, según
Homero, derramaba lágrimas ante la muerte de Aquiles
(op. cit., pág. 79). Y por lo que a Madrid se refiere, no pue­
de olvidarse la relación privilegiada entre santo y animal,
ya que precisamente su santo patrón, San Isidro, se dedica­
ba a rezar mientras los bueyes hacían su trabajo labrando
los campos.

1.3. Las ideas contagiosas: fábulas y tratados zoológicos

La sistematización del conocimiento sobre animales es


relativamente tardía, aunque se conservan referencias sueltas
en textos literarios antiguos en todas las culturas. Hay textos
indios del periodo védico (2500-1500 a.C.) sobre la anato­
mía, morfología y ecología de la cochinilla, y textos búdicos
(siglo Vil a VI a.C.) que contienen clasificaciones de los ani­
males según criterios morfológicos (la forma), ecológicos
(su hábitat) o etológicos (relación con el hombre). En China,
donde el gusano de seda se ha cultivado desde hace más de
cuatro mil años, el primer tratado sistemático sólo se produ­
jo en el siglo XII de nuestra era (Delort, op. cit., págs. 49 y
ss.). En el Génesis se establecía una clasificación tripartita
de la Creación, dividida entre la tierra, las aguas y el firma­
mento. El Levítico adoptó este esquema y concedió a cada
elemento su género adecuado de animal. Los animales que
no están equipados con el tipo de locomoción considerado
correcto (patas, aletas, alas) se consideraban contrarios a la
santidad y el contacto con ellos descalificaba a los hebreos
para acercarse al templo7. Fue en Grecia donde por primera
vez, y bajo la influencia de Persia y la India, se escribieron
obras específicamente zoológicas. El Corpus Hippocrati-
cum contiene una clasificación de los animales según estos
criterios: a) su grado de domesticación; b) sus hábitos ali­
mentarios; c) su tipo de sangre, d) su capacidad de absorber
líquidos; e) la calidad y color de su piel; f) su sexo.
Igual que en otras muchas materias, en el siglo IV a.C.
Aristóteles se convirtió en una autoridad en zoología. Su
prestigio se iba a mantener durante dos mil años. El título
Historia de los animales significaba historia natural, como
investigaciones y sistematizaciones, en el mismo sentido que
se utilizaría después en el siglo XVIII. No obstante, el libro
de Aristóteles se presenta en forma de curso, con notas y dis­
persiones que no impiden seguir el avance de un argumento
o estructura central bien organizada. Delort es muy elogioso
respecto al Aristóteles zoólogo, de quien dice: “Aristóteles
es, desde todos los puntos de vista, el primer historiador en
el sentido pleno del término, el hombre que coordinó el con­
junto de conocimientos de su época, ordenándolos en el
espacio y en el tiempo. En zoología, Aristóteles entrevistaba
personalmente a pescadores, cazadores, pastores, campesi­
nos, quizá ayudado por documentalistas que su discípulo
Alejandro había puesto a su disposición. No satisfecho con

7 Mary Douglas, Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de


contaminación y tabú, Madrid, Siglo XXI, 1973, pág. 77.
estas observaciones directas, experiencias y disecciones (in­
cluidos delfines y elefantes), tuvo en cuenta y citó a nume­
rosos autores cuyas obras han desaparecido. Fue el iniciador
del estudio de la anatomía, fisiología, ecología y etología de
cerca de cuatrocientos animales, para los cuales elaboró una
rigurosa clasificación” (op. cit., pág. 51).
Es difícil encontrar una valoración más positiva de un
autor sobre otro; sin embargo, Delort, que sólo menciona de
pasada el error de Aristóteles acerca de las abejas8 (hasta el
siglo XVIII se creyó que el “rey de la colmena” era un ma­
cho), ni siquiera se refiere a sus conclusiones sobre osos y
leopardos, y, menos aún, a las consecuencias políticas de su
determinismo biológico, que sin embargo han recibido gran­
des objeciones en el análisis feminista. El lector hace bueno
o malo al autor según que conteste o no a las preguntas que
al lector le interesan.
El pensamiento de Aristóteles se transmitió a través de
romanos y árabes (Avicena, Averroes) al mundo cristiano.
Plinio, en el siglo I d.C., escribió las Historias Naturales,
pero no son un tratado sistemático. Carecen de criterio y ali­
mentan el gusto por lo legendario. Se ha conservado la obra
de algunos griegos que vivieron posteriormente entre los
romanos. Elio, un liberto nacido en el año 170 d.C., escribió
De la naturaleza de los animales, una colección de fábulas y
leyendas de marineros y anécdotas moralizantes. La influen­
cia posterior de Elio en los Bestiarios medievales fue muy
grande. Entre sus historias hay dos dedicadas a los osos. La
primera es sobre el modo en que nacen los oseznos y cómo
la osa los reconoce, cuida y acaba de darles forma. La segun­
da es sobre la persecución y venganza de dos leones contra
una osa de la Tracia que había matado a sus crías. También

8 He leído en varias ocasiones que hasta el siglo xvm se creyó que el


“rey de la colmena” era un macho y que existen ilustraciones tituladas
“El rey de la colmena”. Sin embargo, García Gual señala que Aristóteles
conocía muy bien las costumbres de las abejas aunque no su estructura,
y llama “reina”, en femenino, a la abeja madre.
relata una historia sobre leopardos9, que se hacen paciente­
mente los muertos hasta que los monos se acercan suficien­
te para darles caza. Pero no hay ninguna referencia al carác­
ter de las hembras y machos tal como fue referido por Aris­
tóteles.
Sobre las Etimologías de Isidoro de Sevilla, dice Delort
que “ha transmitido a la Edad Media cristiana un revoltijo de
conocimientos tenidos durante siglos por palabras del evan­
gelio. Como propagador de los conocimientos de sus prede­
cesores, también es responsable de las lagunas y errores de
la zoología occidental” (op. cit., pág. 54).
El primer verdadero zoólogo medieval fue la abadesa
Hildegarda, de Bingen (1098-1179), que dedicó a los anima­
les cuatro libros de su Física. Otro sabio medieval, Vicens de
Beauvois (1190-1264), de cuyo relato sobre la lucha por el
acceso al Libro de la Ciencia nos hemos ocupado en otro
lugar10, dedicó también considerable atención a los animales
en su obra Espejo de la naturaleza. Miguel Scoto tradujo a
Aristóteles en 1260, y Alberto el Grande lo recompiló en los
diecinueve primeros libros o capítulos de su obra De anima-
libus.
De una u otra forma, adaptado y traducido, el pensamien­
to aristotélico siguió dominando la clasificación e interpreta­
ción del mundo animal hasta el Siglo de las Luces, el XVIII.
Los viajes, el microscopio, los museos y, sobre todo, los nue­
vos hábitos de investigación, permitieron el desarrollo de un
nuevo tipo de zoología experimental que superó el saber de
Aristóteles. Linneo será el gran innovador de la botánica y la
zoología, aunque sus clasificaciones y conclusiones tampo­
co traerán una música nueva para las mujeres. Pero de eso no
vamos a hablar aquí porque ya nos ocuparemos extensamen­
te más adelante.

9 Aelian, On the Chamcteristics of Animáis, with an English transla-


tion by A. F. Scholfield, Harvard Univesity Press, 1958 (edición crítica
en inglés y griego).
10 Vid. “El Renacimiento que vivimos hoy”, en este mismo volumen.
1.4. El cielo, el agua y los animales benditos

En la Historia de los animales, Aristóteles clasificó los


animales según varios criterios, entre ellos según el hábitat
en que viven: tierra, agua y aire. Recientemente, en un aná­
lisis antropológico de las categorías de clasificación de los
vaqueiros, María Cátedra" ha retomado los criterios espa­
ciales para establecer las diferencias simbólicas entre los
animales de aire, tierra y subsuelo12. La identificación de los
animales con lo divino y lo demoníaco es universal, aunque
variable. En la cultura cristiana, los animales más asociados
con símbolos divinos son el cordero, el ciervo y la paloma,
mientras que la serpiente, el lobo y el dragón se asocian con
el diablo.
El bien y el mal, la salud y la enfermedad, se simbolizan
“no sólo por los animales benditos y malditos, sino también
por un criterio topográfico y valorativo del espacio en que se
mueven: arriba y abajo” (op. cit., pág. 73). Para los vaquei­
ros, como en muchas otras comunidades españolas en las
que quedan restos de tradiciones antiguas, los principales
animales malditos son los que se arrastran y se ocultan en el
subsuelo, como la culebra, la serpiente, la araña, el sapo, el
ratón, el lagarto o la salamanquesa. A ellos se les atribuyen
ataques directos y capacidad de producir enfermedades. No
ya entre los vaqueiros, sino en todo el ámbito cristiano, a los
animales “malditos” se les atribuye una especial relación
con la mujer, porque la culebra sedujo a Eva y causó su
expulsión del Paraíso Terrenal. Todavía, especialmente en

11 María Cátedra, “Bendito y maldito: categorías de clasificación en


el universo vaqueiro”, Los Cuadernos del Norte, enero-febrero, 1986,
págs. 70-76.
12 Agradezco a la antropóloga María Cátedra, de la Universidad
Complutense, su ayuda en la búsqueda de materiales sobre los osos y los
mitos. Agradezco asimismo su ayuda a Andrés Galera, del Departamen­
to de Historia de la Ciencia del CSIC.
zonas rurales y entre mujeres de edad avanzada, pueden es­
cucharse relatos sobre lagartos que penetran en las mujeres
durante la menstruación, violándolas, o que se enroscan a su
cuerpo, atenazándolas hasta la muerte, o sobre culebras que
se acercan por la noche a robar la leche en los senos de las
madres lactantes13. Además de los animales que producen
enfermedad, los vaqueiros consideran malditos otros anima­
les, que son dañinos y causan males en la propiedad y ani­
males domésticos del vaqueiro: entre ellos, los principales
son la raposa, el lobo, el oso y el águila. El águila es una
excepción entre los pájaros, que por ser animales de aire y de
cielo, son considerados en general animales benéficos.
Las fronteras de las clasificaciones dejan a veces porti­
llos o aberturas: las excepciones son interesantes porque
representan los puntos de cruce entre ámbitos naturales y
míticos. Del cielo no sólo vienen bienes, sino desgracias
como el rayo y el pedrisco. Entre el cielo y la tierra hacen
falta emisarios, seres que acerquen las distantes orillas. El
papel de emisarios se atribuye a veces a personas, otras a
animales o santos: por ejemplo, Santa Bárbara es la emisaria
humana/divina contra la tormenta.
Los vaqueiros dedican esta oración o coplilla (Cátedra,
op. cit, pág. 76) a San Antonio, patrón de los animales y pro­
tector contra la niebla que propicia los ataques del lobo a las
ovejas:
Escampa, neblina, escampa,
que está el tchobo en la mía campa
comiendo la uvetcha blanca.
* * *

Ahí vien San Antonín


con el suo borriquin

13 La referencia al lagarto procede del artículo de María Cátedra. De


las otras referencias, la primera la he escuchado yo en Extremadura en
los años 60, y la segunda, en la década de los 80 en Madrid, a una inmi­
grante portuguesa.
Aunque las más importantes son las de San Juan, las
hogueras de ramas benditas han sido tradicionalmente un
medio, en cualquier época del año, para alejar o curar las
enfermedades de hombres y animales domésticos. El humo,
igual que el incienso quemado en las iglesias, “comunica
con las fuerzas del cielo y negocia simbólicamente con las
que producen el mal” (op. cit., pág. 81). La negociación
entre las fuerzas opuestas es omnipresente y la oposición
entre el Bien y el Mal resulta de hecho menos tajante de lo
que una primera clasificación dicotómica pudiera sugerir.
Como ya hemos visto, del cielo no sólo vienen bienes, sino
desgracias que no siempre pueden (aunque sea la solución
más común) interpretarse como castigos para dotarlos de
sentido. Ni siquiera los espacios, los tiempos, las plantas o
los animales definidos como “malditos” lo son siempre y
completamente. Así, el diente de lobo, el unto del oso o la
carne y piel de la serpiente son benditos porque tienen pro­
piedades curativas.
Según Delort, el libro más influyente sobre la interpreta­
ción cristiana de los animales ha sido el Physiologus, com­
puesto en Alejandría en el siglo II d.C., del que existen ver­
siones griegas, latinas, sirias e innumerables compilaciones,
“que han hecho evolucionar una cuarentena de animales
bajo la luz de la simbología cristiana [...] Cada animal se ha
visto bajo tres planos: real, alegórico y moral [...], por lo que
presenta ante la cristianidad medieval varias facetas, positi­
vas y negativas. Así, el león, el toro y el águila son fieras
temibles al mismo tiempo que símbolos de evangelistas...
Desde esta óptica, los animales fantásticos, como la quime­
ra, el glifo o la sirena, se convierten en reales” (op. cit,
págs. 82 y 83). No sólo hay hombres monstruosos como pro­
ducto de cruces bestiales con la vaca, el caballo, el oso, el
lobo, el mono o el perro; es que el mismo hombre fue crea­
do originalmente según la tradición cristiana como bestia y
ángel y su deber es dominar la fiera que lleva dentro.
Para los vaqueiros, los animales benditos son de dos
tipos: los de tierra y los que vuelan. Los primeros son la vaca
y el buey, que prestan servicios y conviven con los hombres
en su propia casa. De los que vuelan, la paloma y la abeja
son los más comunes, pero ninguno recibe una interpreta­
ción tan simbólica como la ondulina o golondrina, animal al
que volveremos a referimos más adelante, a propósito de
Linneo. Las golondrinas no hacen daño, según los vaquei­
ros, y traen suerte. Habitan en las cuadras de las vacas, y pro­
tegen del rayo. Son animales muy familiarizados con la divi­
nidad, y es creencia general que si se mata una golondrina,
morirá una vaca. “Se cree que las ondulinas, compadecidas
por el dolor de Cristo, arrancaron con su pico las espinas de
la corona. A su muerte se pusieron de luto y aún conservan
el negro plumaje. Todavía hoy llevan a Dios el agua entre las
nubes, inveman en lugares santos y tienen una especial rela­
ción con la Virgen, que es su madrina” (op. cit., pág. 75).
Las golondrinas son, pues, intermediarias del cielo en la
tierra. Las fuerzas religiosas o vitales son demasiado peli­
grosas o lejanas para que el oficiante pueda acercarse a
ellas por sí mismo, y tiene que hacerlo a través de una víc­
tima propiciatoria, que muere en su lugar. Para los vaquei­
ros, las vacas son también emisarias en sentido opuesto, de
la tierra al cielo, del mismo modo que en otros ámbitos cul­
turales lo son los corderos o los cameros cuando cumplen
funciones sacrificiales. Es lo que Marcel Mauss llama el
imposible intento de asegurar la relación entre lo profano y
lo sagrado14.
Entre los vaqueiros, pero también en la tradición oral
galaico-portuguesa que llega hasta Extremadura, es popular
el personaje de la “encanta”, la mujer-serpiente o mujer en­
cantada que espera al hombre en las fuentes o ríos para sedu­
cirle y después del hechizo se esconde en las profundidades
de la tierra. M. Cátedra interpreta este personaje en la versión
vaqueira como una escenificación de las relaciones sexuales
entre los seres humanos: la mujer es fuente de placer y de

14 Vid. R. Delort, op. cit., págs. 140 y ss.


vida y, al igual que el agua que brota en la fuente, representa
la fecundidad, la profundidad desconocida de la tierra en que
se esconde el oro; pero también igual que el agua, la mujer
puede generar infertilidad, enfermedad y muerte.

1 .5 . T ie r r a y N a tu r a leza : el g é n e r o d e lo s pla n eta s

En castellano, la Tierra y la Luna reciben nombres fe­


meninos. La Naturaleza, también. En cambio, el Sol y el
Hombre son masculinos. El Mar no tiene un estatuto claro;
los hombres de tierra adentro lo llaman como si fuera uno
de los suyos, pero los marinos que lo tratan de cerca lo fe-
minizan.
El género atribuido a los planetas no es irrelevante en la
relación que las personas construyen con ellos. Antes o des­
pués acaban inventándoles historias y sentimientos. La Tie­
rra y el Cielo desempeñan un papel importante en la confi­
guración de la cosmogonía griega, que impregna la cultura
occidental. Harrison interpreta la sustitución de las épocas
matrilineales a través de la evolución del mito de Apolo, que
pasa de ser el hijo de la Madre-Tierra a hijo del Padre-Sol.
La Tierra como productora de alimentos, como Gaia, es la
primera divinidad a la que se rinde culto en Delfos (Harri­
son, op. cit., pág. xx). Apolo es su hijo, un kouros que se
simboliza en la rama florida de un árbol.
A través de una lenta transformación, el reconocimiento
prioritario y la veneración a la Tierra y la Luna dejó paso a
los del Cielo y el Sol. Apolo, que cuando estaba en la Tierra
tomaba el nombre de Agueius, accedió a los cielos bajo el
nombre de Phoibos.
Respecto a la Naturaleza, sólo muy recientemente ha
empezado a extenderse en el mundo occidental un tipo de
relación que supera la simple dominación del Hombre sobre
ella. En el último cuarto del siglo XX ha habido un aumento
del interés por la Naturaleza y por la Tierra no en el plano de
los mitos, sino en el de la tierra real, física y biológica. La
ecología es la ciencia que se ocupa de la relación entre la
Tierra y los que viven en ella; su raíz etimológica, oykos, es
la misma que la de la economía, porque ambas provienen de
la idea de la casa como marco de la relación entre los que
comparten un lugar. La nueva vitalidad ecológica desborda
los límites de la mera ciencia; no es sólo un intento colecti­
vo de saber más, sino de hacer, de dar normas sobre el deber
ser, de transformar las sociedades. El movimiento de interés
y defensa de la Tierra, asociado generalmente a movimien­
tos pacifistas, es tan fuerte, que ha dado lugar a partidos
políticos, llamados “Verdes”, cuyo papel va al alza, no tanto
por su propia fuerza tomados por separado cuanto por su
capacidad de influir sobre otros partidos o de hacer de bisa­
gra entre ellos. Además de las de los verdes empiezan a oír­
se otras voces que proponen una relación más respetuosa y
menos agresiva, entre las que destacan las del llamado eco-
feminismo15. La relación con la Tierra es, sin embargo, muy
abstracta y fría si sólo se deja a los científicos. Los movi­
mientos ecologistas, cuando desean hacer manifestaciones
masivas para lograr efectos políticos, recurren a elementos
plásticos (imágenes, colores, gestos) y a personificaciones de
la Naturaleza que la hagan más inmediata, dotada de mayor
sensibilidad. La personificación de la Madre Tierra alcanza
hoy a todos los órdenes de la vida a través del lenguaje, y los
antiguos mitos de Gea perviven junto a las exploraciones
espaciales de la NASA. El lenguaje que sirve de vehículo a
la relación con la tierra está plenamente connotado de géne­
ro, y la Tierra no es un objeto neutro sino un ser vivo y feme­
nino. Es lo que el filósofo francés Michel Serres ha expresa­
do en su libro Le contrat naturel16. El retomo a la Naturale­
za no significa la vuelta a la Arcadia rural, al mundo pastoril

15 Vid. la selección de artículos de Vandana Shiva, Carolyn Merchant


y Mary Mellor sobre ecofeminismo en M. Redclift y G. Woodgate, The
Sociology of the Environment, The International Library of Critical Wri-
tings in Sociology, Aldershot, Elgar Pub., 1995.
16 Michel Serres, Le contrat naturel, París, Flammarion, 1990.
y retirado que periódicamente descubre la cultura occidental
desde hace siglos, sino algo bastante más profundo. Es el
reconocimiento de una relación simbólica con el mundo,
“antaño nuestro maestro, hace poco nuestro esclavo, y siem­
pre nuestro anfitrión” (op. cit., pág. 67). El contrato natural
significa que al contrato exclusivamente social, que es hasta
ahora el contrato fundante de las sociedades democráticas,
hay que añadir un nuevo contrato de simbiosis y reciproci­
dad, de “escucha, contemplación y respeto”.
Precisamente por tratarse de este contexto es especial­
mente revelador el pasaje en que M. Serres analiza y relata
una de sus experiencias más intensas de relación con la
Naturaleza y la Tierra, un seísmo, que le sirve para resaltar
la contraposición entre las poderosas fuerzas telúricas y la
fragilidad del mundo construido. Además de filósofo presti­
gioso, Serres es autor de una Historia de las Ciencias tradu­
cida a varios idiomas y muy divulgada17. Su “modo de ver el
mundo” no se transmite solamente por lo que dice de modo
expreso, sino también por lo que deja de decir y por lo que
dice implícitamente por asociación de ideas, sin llegar a
mencionarlo. Vamos a reproducir un fragmento, para que el
lector/a se sitúe en el lugar del autor, recitándolo en primera
persona, y se haga consciente de la profundidad con que las
categorías básicas de lo masculino y lo femenino penetran, a
través del lenguaje, todas las manifestaciones de la actividad
intelectual y científica, incluso la astronomía o relación con
los planetas.
Es por eso por lo que yo disfrutaba durante el temblor
de la tierra, mientras tanta gente alrededor de mí se
espantaba. De golpe el suelo sacude sus aparatos: los
muros tiemblan prestos a derrumbarse, desligados de sus
aparejos, los techos se retuercen, las mujeres caen, las
comunicaciones se interrumpen, el ruido impide que se
escuche, la delgada película tecnológica se desgarra cru­
jiendo y restallando de manera metálica y cristalina. El

17 Michel Serres, Historia de las Ciencias, Madrid, Cátedra, 1991.


mundo al fin viene a mí, se me une todo desmantelado.
Mil ligazones inútiles se desatan, liquidadas, mientras
sube de las tinieblas, bajo los pies desequilibrados, el ser
esencial, el ruido del fondo, el mundo que brama: el cas­
co, el mástil, la quilla, la armazón pujante, la infraes­
tructura pura, todo a lo que me aferró desde siempre.
Vuelvo a entrar en mi universo familiar, en mi espacio
tembloroso y en las desnudeces ordinarias, en mi esen­
cia, exactamente en el éxtasis.
¿Quién soy yo? Soy un temblor de nada, viviendo en
su seísmo permanente. Ahora, durante un momento de
dicha profunda, la Tierra espasmódica viene a unirse a
mi cuerpo vacilante.
¿Quién soy yo ahora, durante algunos segundos? Soy
la Tierra misma. En comunión los dos, en amor ella y yo,
doblemente desmantelados, palpitando juntos, reunidos
en el esplendor.
La he visto, con mis ojos y con mi entendimiento, no
hace mucho. Por fin, con mi vientre y mis pies, con mi
sexo, la sigo. ¿Puedo decir que ahora la conozco?
¿La reconoceré como mi madre, mi hija y mi amante,
todo al mismo tiempo? (Serves, op. cit., págs. 190-191,
traducción de la autora.)

Como puede comprobarse, Michel Serres no reproduce


la visión tradicional de la Tierra y la Naturaleza como enti­
dades a las que hay que dominar, pero es evidente que el tipo
de relación que construye en este texto con la Tierra (madre,
hija, amante) no podría haberse construido por una mujer.
No sólo introduce en el paisaje del terremoto la idea de que
“las mujeres caen”, al mismo tiempo que los objetos, como
si los varones permaneciesen incólumes, sino que las lecto­
ras se sienten forzadas a situarse al margen de una identifi­
cación con la Naturaleza en que las connotaciones sexuales
son tan explícitas.
II. E l l a r g o v ia je en b u s c a d e l a O sa M ayor

II. 1. La transformación de Apolo


El diálogo entre la erudición y la fabulación es compli­
cado18. J. Campbell ha dedicado una voluminosa obra a la
historia natural de los dioses y los héroes y en ella señala que
hay temas mitológicos que se encuentran en todos los rinco­
nes del mundo. Mientras en los cuentos se tratan con ligere­
za, para entretener como un juego, en los contextos religio­
sos no sólo se aceptan como verdades de hecho, sino como
“revelaciones de las verdades de las que toda la cultura es un
testigo vivo, y de las cuales derivan tanto su autoridad espi­
ritual como su poder temporal”. La diferencia entre Mito e
Historia depende en gran parte del punto de vista del obser­
vador. Los historiadores tratan de relatar lo que de hecho ha
sucedido, pretenden que la Historia forme parte del orden de
la realidad, de lo objetivo; en cambio, el Mito forma parte de
la literatura y no pretende tener capacidad de obligar a creer
en él, a obedecerle, porque no forma parte del dominio de lo
objetivo sino de lo subjetivo. Los mitos resuelven la explica­
ción de los órdenes de la realidad para los que el conoci­
miento objetivo resulta insuficiente o ingrato (utopías, temo­
res, ensueños).
La antropología cultural toma los mitos como datos y
comprueba su existencia, evolución o comparación con los
de otros lugares. En ese sentido, los conocimientos subjeti­
vos, por fantásticos e inventados que sean, se transforman en
materia para el conocimiento objetivo.

18 Quiero agradecer su ayuda a Isel Rivero, escritora y directora de la


Oficina de Información de Naciones Unidas en Madrid, que me facilitó
una larga relación bibliográfica sobre Historia de las Religiones, así
como el acceso directo a muchas de las obras citadas. Sin su acicate no
habría tenido el valor suficiente para leer a autores tan sugerentes como
Harrison, Green o Campbell, y no habría vuelto a reencontrarme con
Frazer y La rama dorada.
Como dice J. Campbell, muchos mitos tienen por objeti­
vo la explicación de épocas lejanas, las de los orígenes; son
mitos sobre el origen del mundo, de la vida, de la sociedad o
del origen de una persona o grupo social concreto. La mayor
dificultad que el investigador encuentra en el análisis compa­
rado de las creencias y los mitos es que los sujetos, pueblos o
sociedades que “creen” en ellos los toman por conocimientos
objetivos, pertenecientes al “ser” y no al “inventar”; pero si­
multáneamente, consideran que las creencias de los vecinos,
de otros pueblos y sociedades, son invencionesl9. La historia
del progreso del hombre no es sólo la del técnico o hacedor
de herramientas, sino la de la aparición de nuevos modos de
interpretación del mundo. Con frecuencia este proceso se
resuelve por medio de terribles luchas fratricidas. En los pe­
riodos de transición, o cuando se someten al contacto o al
dominio de otros pueblos, las comunidades que antes se sen­
tían cómodas con sus propias divinidades, mitológicamente
garantizadas, se dan cuenta de que los vecinos les miran
como si fuesen ignorantes, supersticiosos o perversos.
Cuando Jane Ellen Harrison, del Newnhan College de
Cambridge, publicó en 1911 su libro Themis. A study o f the
social origins o f greek religión20, dejó bien claro que no era
ni socióloga ni filósofa. En el prólogo a su obra decía que no
tenía aptitudes ni deseos de cp.ntroversia confesional, y que
declaraba no referirse a las religiones modernas. Bajo el
adjetivo “primitivo” y mediante la limitación al mundo grie­
go, se sentía protegida. No obstante el deseo de ceñirse a este
reducido ámbito, lo que se piense sobre la religión griega
afecta a casi cualquier pensamiento sobre otras cosas, por­

19 Joseph Campbell, Las máscaras de Dios: mitología primitiva,


Madrid, Alianza, 1991, pág. 19. Vid. asimismo, del mismo autor y edi­
torial, Las máscaras de Dios: mitología occidental, especialmente cap. I,
dedicado a “La desposada de la serpiente”, y cap. II, “La consorte del
toro”.
20 J. E. Harrison, Themis. A study of the social origins of greek reli­
gión, Londres, Merlin Press, 1989 (1.a ed., 1911).
que constituye la raíz de la cultura occidental. En su opinión,
cada dogma religioso yerra porque es una confiada afirma­
ción sobre algo desconocido; y porque si fuese cierto y basa­
do en conocimiento real, el objeto de su materia ya no perte­
necería a la religión, sino a la ciencia o la filosofía. La obra
de Harrison, que provocó gran polémica en el momento de
su aparición, ha recibido después gran reconocimiento, entre
otros, de Campbell.
El motivo que impulsó a Harrison a escribir se desdobla
en dos ideas: la primera, que entre los pueblos primitivos la
religión refleja los sentimientos y el pensamiento colectivos;
la segunda, que entre los dioses griegos hay que distinguir
entre los dioses mistéricos, que representan la vida y su de­
venir, y los dioses olímpicos, que reflejan la inteligencia
consciente y el análisis de la vida. Los dioses mistéricos sur­
gen de los instintos, deseos y emociones, y son el resultado
de un grupo más que de una conciencia individual. “Toda la
historia de la epistemología es la historia de la evolución de
un pensamiento racional, individual y claro, ajeno a la nebli­
na de las representaciones colectivas, a menudo contradicto­
rias” (op. cit., pág. XIII).
Basándose en descubrimientos arqueológicos, especial­
mente el Himmno de los Kouretes, en el que los kouros (hé­
roes) invocan al daimon, al gran kouros, Harrison reconstru­
ye la evolución desde los más antiguos ritos de iniciación de
los jóvenes varones en las sociedades matrilineales hasta la
consolidación de los dioses olímpicos. Comienza analizando
los ritos del Segundo Nacimiento: el primero, el natural,
hace que el hijo pertenezca a la madre, en tanto que el segun­
do, por el que se inicia en su congregación, le hace hijo del
grupo. El rito del Trueno, dedicado a la fuerza más impre­
sionante del universo, enfatiza el deseo de unión del grupo,
el dominio de poderes exteriores. La Omofagia, o rito sacri­
ficial, es un sacramento o comida comunal, que permite a
los comensales absorber los poderes de los “mana” no hu­
manos, plantas o animales. Como los alimentos eran uno de
los principales focos de interés de los hombres primitivos, y
las cosechas u obtención de animales eran recurrentes y pe­
riódicas, los sacramentos se hicieron también periódicos y
estacionales (op. cit., pág. XVI). Con la renovación, ritualiza-
da en los Dityrambos, nacieron dos instituciones básicas para
la civilización griega: las competiciones atléticas o juegos
Olímpicos, originados por la carrera competitiva de los kou-
retes, y el drama, otro tipo de competición que puede inter­
pretarse como un conflicto seguido de la victoria o una muer­
te continuada por la resurrección. El vencedor de la carrera
anual adquiría caracteres de daimon, se convertía en héroe o
espíritu sagrado; pero no tanto como personalidad individual
cuanto como representante de lo colectivo. El daimon repre­
senta la vida permanente del grupo: el individuo muere, pero
el grupo y el rey que lo encama sobreviven. De esta contra­
posición surge la idea de reencarnación o palingenesia.
Los daimon dan lentamente paso a los dioses olímpicos.
Surgen figuras intermedias, semihumanas y semidivinas.
Heracles, a pesar de su constante lucha por convertirse en
athanatos, en inmortal, tiene que seguir luchando diaria­
mente y solamente logra una muerte y resurrección anual.
Igual le sucede a Asklepios, dios/patrón de la medicina cuyo
diñmdidísimo culto y representaciones permanecen todavía
hoy en la profesión médica. Asklepio llega a convertirse en
dios, pero mantiene forma de serpiente y no alcanza la cate­
goría plena de dios olímpico (op. cit., págs. XIX y XX).
El único daimon que consigue triunfar en este proceso
de transformación es Apolo, pero para ello tiene que perder
su condición de hijo de la Tierra y convertirse en hijo del
Cielo. Los grandes festivales subrayaban los ritos anuales de
resurreción: de entre ellos, los más famosos eran los de
Eleusis, al oeste de Atenas, que celebraban el mito de Deme-
ter, diosa de la Tierra y su hija Perséfone, cuya vuelta de las
tinieblas tenía lugar en febrero21. A diferencia de los dioses

21 Michael Gibson, Monstruos, dioses y hombres de la mitología


griega, Madrid, Anaya, 1986.
mistéricos, como Dionysos, los dioses olímpicos se idealiza­
ron y se alejaron definitivamente de la Tierra y de lo huma­
no. Encerrados en los límites de la forma humana, aunque la
más inteligente y bella, perdieron la capacidad de envejecer
y ya no podían renacer ni morir.
Según Harrison, los dioses olímpicos son el resultado
final de la tendencia hacia la reflexión, la diferenciación y
la claridad, mientras los daimones representan la emoción, la
unidad y la invisibilidad. Los unos articulan, o tratan de
hacerlo, el mundo consciente, mientras los otros dan sentido
al inconsciente (op. cit., pág. XXI).
El Olimpo es una proyección de la sociedad patrilineal.
La relación de Dionysos con las Menades sólo puede enten­
derse, según Harrison, por referencia a la anterior sociedad
matrilineal22. La estructura social del Olimpo y la posición
de Zeus las crean sus fieles, los orantes que comparten el
acto colectivo de los Himnos. Pero por encima de todos los
dioses prevalece Themis, la conciencia colectiva proyectada.
Es la Recta Ley, que no sólo condiciona las relaciones socia­
les, sino cualquier relación con el mundo exterior, incluida la
naturaleza.
Para el investigador de materias como la física o la bio­
logía, muy experimentales, la investigación histórica siem­
pre tiene algo de etéreo, de conocimiento “light”. Si la his­
toria que se trata de reconstruir es la del pensamiento o las
mentalidades, entonces la inaprensibilidad se dispara hasta
cotas inalcanzables. ¿Hay, por eso, que renunciar a “saber”?
¿Qué estatuto científico recibe el conocimiento sobre estos
temas? Inevitablemente, lo especulativo, lo literario y la pro­
yección personal se dan la mano en este tipo de investigacio­
nes. Es casi imposible realizar, como quiere Campbell, una
“historia natural” de los dioses, porque en los dioses se vuel­

22 Vid. J. E. Harrison, Prolegomena to the Study of Greek Religión,


Princeton, Princeton University Press, 1992, especialmente caps. IV,
“The women’s festivals”, y VI, “The making of a Goddess”.
can los deseos, los miedos y las jerarquizaciones de la vida
real. Sin embargo, estos deseos, miedos y espejos sublima­
dos de la vida social han sido hasta hoy, en la vida de los
hombres, más fuertes como acicate y como restricción que
cualquier producto tecnológico. Han abierto más caminos y
han causado más muertes que todos los arados, espadas, rue­
das y núcleos atómicos. Quien controla, o es expulsado, de
los mitos, controla o pierde el mundo. Por eso, los movi­
mientos sociales, incluso los más imbuidos de racionalidad y
respeto a la ciencia pura o la tecnología, no tienen otro reme­
dio que enfrentarse al fondo mítico del que nacen las creen­
cias que profesan sus miembros.

II.2. Artemisa y las cruces de mayo

En algunos pueblos de los Pirineos y en otros muchos


lugares de Europa se celebran fiestas rituales durante la
Semana Santa en las que desempeña un papel importante el
oso, recién liberado de su letargo invernal. Un bello capitel
de la iglesia románica de Saulieu (siglo XIII) ilustra la creen­
cia medieval de que la salida del oso de su escondrijo se
acompañaba de una colosal ventosidad, y con ella se libera­
ban también las ánimas del Purgatorio. En esta función psi-
co-pómpica, de acompañante de las almas de los muertos, el
oso heredaba las funciones que en otros tiempos habían
correspondido a Hermes23.
En las fiestas del mes de mayo, convocado por el olor de
las azucenas y las rosas, resucita el mito de Artemisa y de
otras diosas aún más antiguas cuyos nombres ya hemos olvi­
dado. Renacen en las “mayas” de algunos pueblos madrile­
ños, en las niñas que durante un día reciben la ofrenda de
flores de sus vecinos, y renacen también en las “cruces de

23 Y. Siké, “Ours, croyances et folklore”, en W AA., D ’ours en ours,


ed. cit., pág. 36.
mayo” que adornan los patios de las ciudades andaluzas. Son
parte de las fiestas de la primavera, del renacimiento de la
vida, que se inician tempranamente en febrero con las fies­
tas de la Candelaria.
Entre Artemisa y la osa hay una estrecha relación. Arte­
misa fue la divinidad más popular del Panteón, pero también
la más compleja, no sólo por su origen antiguo y preheléni­
co, sino también por los sincretismos con divinidades orien­
tales, sobre todo anatolias, que la hacen aparecer bajo infi­
nidad de advocaciones con muy distintos caracteres. Según
E Petter24, su culto estaba asociado a las fuerzas de la natu­
raleza, y se le adoraba como diosa-osa. Los romanos conti­
nuaron su culto bajo la advocación de Diana.
Artemisa era hija de Zeus y hermana gemela de Apolo,
el dios solar. Personificaba la Luna y era llamada “la de la
luz pura”, por lo que guarda gran analogía con Selene. En el
templo de Munique se celebraban las fiestas en su honor
durante la luna llena y se la representa a menudo en frisos
y esculturas como una doncella, con la media luna sobre
su frente. Era una virgen selvática, celosísima de la casti­
dad, rigurosa con la conducta de sus sacerdotes y sacerdoti­
sas. Prefería las praderas y los bosques a los templos. Le ren­
dían culto las mujeres encintas, y su cólera ocasionaba
la muerte en el parto. Diosa de las doncellas, del rocío, de la
lluvia y la vegetación, podía, igual que su hermano, adivinar
el porvenir y enviar o detener epidemias. A sus santuarios
acudían las mujeres con ofrendas de cirios y antorchas, y en
uno de estos bosques sitúa Frazer, en la versión romana de
Diana, el combate por el puesto de sacerdote de La rama
dorada.
Siké recoge la leyenda del santuario de Artemisa en
Brauron, en la costa oriental del Atica, construido sobre un
lugar en el que ya se prestaba culto en el tercer milenio antes
de Cristo. Según esta leyenda, el santuario se erigió para apa­

24 Vid. W AA., D ’ours en ours, ed. cit., pág. 44.


ciguar la cólera de la diosa, después de la muerte en ese
lugar de un oso que había herido a una niña de una aldea ve­
cina. Siendo el oso uno de sus animales favoritos, lo conside­
ró como un ataque a ella misma y en venganza envió una
mortífera peste contra hombres y animales25. A través del
oráculo de Delfos hizo saber que en compensación exigía
que los habitantes del Atica le dedicasen sus hijas nubiles.
A partir de entonces, las niñas del templo se llamaron arktoi,
las osas. Llevaban túnicas de color azafrán en honor de la
Luna. Cada cinco años se le dedicaban grandes festejos en
primavera. El contenido de estos ritos, llamados arkteia o
fiesta de las osas, son mal conocidos porque eran ritos mis­
téricos de iniciación y paso, pero incluían danzas, carreras y
disfraces bajo pieles de oso. Graves26 asocia a Artemisa con
la Diosa Blanca de las tradiciones bálticas. Se han conserva­
do un gran número de estatuas de mármol en la stoa (galería
de columnas) de Brauron, que representan a las niñas son­
rientes del santuario y se supone que estos ritos iniciáticos
eran previos al matrimonio y propiciatorios de la fecun­
didad.
A la postre, quizá no fueran tan diferentes los santuarios
de Artemisa y los que nosotros y nosotras hemos conocido
en el siglo XX. Sus ritos, invocaciones y entrenamiento para
futuros papeles sociales tienen mucho en común con los
actuales, puesto que la virginidad y la maternidad siguen
siendo los polos principales en las advocaciones del santoral
femenino que aún hoy festejamos en la Península Ibérica.

25 Eugenio Gómez atribuye a Artemis, en lugar de una epidemia, una


tempestad que impidió zarpar a la flota de Agamenón camino de Troya,
y que está en el origen del sacrificio de Ifígenia. Vid. “Brauron. El san­
tuario de Artemis Brauronia” en Arqueología, Año XX, núm. 216,1999,
págs. 14-23.
26 R. Graves, The White Goddess. A Historical Grammar of Poetic
Myth, Nueva York, The Noonday Press, 1952, pág. 179.
El arktos griego se convirtió en el ursus latino. Con el
cambio lingüístico, el animal pasó a tener género masculino.
El oso pardo, el más común en Europa, funde en su nombre
científico estas dos herencias, denominándose ursus arctos.
Tal vez los sociolingüistas tengan respuesta para la causa de
esta transformación, aunque no lo sepan aún.
El rastro de arktos y de ursus en la topografía es abun­
dante, aunque menos en España que en otros países euro­
peos, especialmente en los de lengua germánica, en que el
oso se denomina bern. El 30 de noviembre se celebra la fies­
ta de San Andrés y también la fiesta del oso en las tradicio­
nes eslavas, que consideran a este santo patrón y doble del
animal. En Serbia y Macedonia, el culto cristiano ha sincre-
tizado cultos arcaicos dedicados a “la divinidad velluda”.
Esta divinidad, de la que también hay rastros en Francia bajo
la forma de la leyenda de Orson y Valentín, es un intermedio
entre el animal y los dioses antropomorfos y se le conoce
bajo el nombre de San Naum, el Oso. Según Bobbé, en algu­
nos lugares de los Pirineos y norte de España, la fiesta del
oso al inicio de la primavera se ha desplazado desde el día de
la Candelaria, como era la tradición, a las fiestas escolares
de febrero. Es la concesión y adaptación al mundo moderno.
Bobbé cita un pueblo de Cataluña en que el Domingo de
Resurrección se dramatiza la muerte del animal (un hombre
embadurnado de negro y cubierto con pieles) mediante su
afeitado y lavado. Pocos minutos después del fogonazo que
marca su muerte, el oso se levanta y corre entre la multitud
para buscar lo que se llama “la mujer del oso”. En otras
regiones, es una mujer quien se convierte directamente en
osa, relevando al animal muerto e invitando a los asistentes a
bailar, en lo que se llama “la danza de la boda”27. En la tra­

27 S. Bobbé, “Fétes de l’ours dans les Pyrénées, en W A A D ’ours


en ours, ed. cit., pág. 32.
dición de Rumania, el santo equivalente es San Martín. San­
ta Ursula, virgen y mártir de Colonia, es un epónimo de “la
pequeña osa”. Bernardo también significa oso. Arturo quie­
re decir “el oso” o “el que guarda al oso”; viene de la tradi­
ción celta y según Delort tiene connotaciones totémicas y
mágicas. A pesar de que este animal ya casi había desapare­
cido de Inglaterra en el siglo vil, en la época de Beda el
Venerable, su recuerdo se instala en la corte del mítico rey
Arturo28.

II.4. Los territorios imaginarios de la Osa Mayor:


la Amazonia y el Círculo Polar
La huella más importante de arktos no se encuentra en el
santoral, sino en la toponimia, en la asignación de nombres
geográficos y astronómicos. En Grecia, la Arcadia debe su
nombre a Arkas, su fundador y antepasado mítico. Las
referencias topográficas al oso son muy comunes en Escan-
dinavia, donde sigue siendo un animal relativamente abun­
dante. Los territorios imaginarios de la Osa los delimita en el
norte el Círculo Artico. En el sur, por oposición, el Antárti-

28 He escuchado y leído algunas referencias a la continuación de


mitos celtas y otros más antiguos en ta tradición literaria del Rey Arturo,
Ginebra y los caballeros de la Tabla Redonda, pero no he podido docu­
mentarla lo suficiente para escribir sobre ella. En el estudio histórico y
filológico de Carlos García Gual Historia del Rey Arturo y de los nobles
errantes caballeros de la Tabla Redonda (Madrid, Alianza, 1983) se des­
carta la procedencia antigua con estas palabras: se pretende encontrar
ecos de mitos del neolítico, que habrían pervivido en tradiciones orales
de imprecisos ambientes culturales” (pág. 8). “He dejado de lado todo
ese aspecto de la significación y renunciado a tal exégesis, que no niego
que pueda tener un interés y un atractivo superior incluso al plantea­
miento que me propongo.... A esa hermenéutica en la que se confundan
todo tipo de relatos y textos, en la que todos los símbolos son eternos,
ubicuos, trascendentes y pardos como los gatos en la noche, he de renun­
ciar. ... La ensoñadora divagación sobre ellos queda al alcance del lector.”
(pág. 10).
co. Sobre el horizonte del hemisferio Norte penden las cons­
telaciones circumpolares de la Osa Mayor (también llamada
El Carro de David) y la Osa Menor. Estas constelaciones las
componen estrellas fijas, cuya posición respecto a la Tierra
no varía. Por su permanencia en un mismo punto del firma­
mento, las leyendas les otorgan el significado de estrellas
guías para viajeros y navegantes. Sin embargo, su fyeza o
estabilidad también ha sido interpretada de otro modo, como
una condena a la eterna vigilia. Una leyenda griega interpre­
ta su carencia de alba y ocaso como la negativa de Tethis, la
nodriza, a recibirlas y darles cada día refugio y descanso.
La mitología griega tiene tantos episodios, ramificacio­
nes e intérpretes que los bordes de las historias se hacen
borrosos. La continua mutación de su objeto de estudio, que
sería fatal para un investigador contemporáneo, es en cam­
bio un aliciente para los amantes de leyendas y mitos porque
no se sienten obligados a la ortodoxia de una sola versión, ni
necesitan someterse al criterio de verdad o certeza. Por lo
que se refiere a la Osa Mayor, cada texto relata una historia
algo diferente, y cada lector la recrea al volverla a contar.
Según Siké29, el mito más rico y que conlleva más variantes
es el aportado por el pseudo-Apolodoro:

Caliste era la compañera de caza de Artemisa, llevaba


la misma vestimenta que ella y había jurado permanecer
siempre virgen. Zeus se enamoró de ella y la violó. De
esos amores nació un hijo, llamado Arkas, que fue el
antecesor de los arcadios. Para ocultar a Caliste de su
esposa Hera, Zeus la convirtió en osa; pero Hera hizo que
Artemisa le diese muerte, asaeteándola como una bestia
salvaje. Entonces Zeus la convirtió en una constelación,
que es la que lleva el nombre de Osa Mayor. Según otras
leyendas, la Osa Menor es el perro de Calisto, que tam­
bién fue transformado. En otras versiones no es un perro
sino su hijo Arkas, que la acompañó a los cielos.

29 Y. Siké, “Artémis, Kallisto et la Grande Ourse”, en W AA.,


D ’ours en ours, ed. cit., pág. 44. (Traducción de la autora.)
Caliste, también llamada Calisto y Callisto, quiere decir
“la más bella”. En algunos restos arqueológicos, Artemisa y
Caliste se funden en una sola advocación.
El otro territorio imaginario de Arktos es la Amazonia.
Los conquistadores españoles le dieron ese nombre por
suponer que en aquellos territorios inmensos y poco pobla­
dos, selváticos y desconocidos, vivía un pueblo de amazo­
nas, las mujeres libre y guerreras nacidas del mito de Arte­
misa por la transformación de las ninfas que la acompaña­
ban en sus cacerías por bosques y prados. Las amazonas era
temidas y nunca fueron encontradas, pero su nombre perma­
nece como un homenaje a la capacidad de construir imagi­
nativamente los acontecimientos que la realidad cotidiana
desmiente.

II.5. Vuelta al punto de partida

Como decía Lévi-Strauss, los animales son buenos para


pensar. Después de meses de cacería incruenta a la búsque­
da de una explicación sobre por qué Aristóteles dijo lo que
dijo, es evidente que no he logrado trofeos, conclusiones
concluyentes. Las osas se me escapan, transformadas en
osos en todas las lenguas que .conozco. De las leopardas,
más exóticas, ni siquiera he podido seguir el rastro: mi única
pista, muy débil, es una cita de la Enciclopedia Universal
Espasa sobre Artemisa y la pantera: “La Artemisa pérsica se
representa como figura alada, sujetando con una mano un
león y con otra una pantera”; y la referencia de I. Rivero
sobre un ánfora en que una ménade, sacerdotisa de Dyoni-
sos, sacrifica un leopardo. Quizá en los mitos o en la litera­
tura de pueblos orientales o africanos queden hoy vestigios
de estos animales excepcionales de los que Aristóteles oyó
hablar o recogió informaciones en su época, pero no hablo
griego, ni ninguna lengua oriental o africana. Tampoco pue­
do seguirle dedicando más tiempo, y aunque aportase nue­
vos datos sobre el parentesco entre la María que nosotros
veneramos y sus precursoras egipcias, persas o griegas, tam­
poco añadiría nada esencial a una idea básica que ya está
muy documentada.
La gruesa piel del oso ha favorecido la idea de que se le
puede despojar de ella como si se tratase de un disfraz: y que
tras el disfraz se esconde un animal o un ser distinto. La fies­
ta de la Candelaria, o fiesta de las antorchas y la luz, se cele­
bra el 2 de febrero y marca el fin de la hibernación: en mu­
chos lugares de Europa, entre esa fecha y el comienzo de
mayo tienen lugar carnavales y conmemoraciones del cam­
bio de calendario, con ritos de muerte y resurrección. En
algunas de estas conmemoraciones se ejecuta la occisión o
muerte del oso30, al que se despoja de su piel; a veces se afei­
ta al hombre con pieles de cordero que ocupa simbólica­
mente su lugar, significando el paso del tiempo y la conti­
nuidad y mudanza de las cosas. La piel de la bestia tiene una
alta capacidad semántica. Como dice Siké:

es la piel que se viste, se retira o se afeita, lo que trans­


forma al hombre en oso, o inversamente, al oso en hom­
bre. La piel sirve de mediadora mágica para transforma­
ciones maravillosas; a través de ella fluyen las esperan­
zas, los sueños, los deseos conscientes o inconscientes de
los hombres y de los grupos sociales31.

La piel no es sólo física: también sirven de piel los pape­


les adscritos socialmente, las leyes, los lugares ocupados en
la estructura económica, los espejos del arte. Aunque el há­
bito no haga al monje, ni a la monja, ningún candidato sin
hábito sería admitido en la comunidad de cofrades. No es
raro que en esas fiestas de carnaval, como en las que se cele­
bran en otras partes del mundo, los disfraces incluyan el

30 Sobre ritos de muerte y resurrección, vid. J. G. Frazer, La rama


dorada, México, Fondo de Cultura Económica, 1981.
31 Y. Siké, “L’ours et les fétes calendaires en Europe”, en W AA.,
D ’ours en ours, ed. cit., pág. 31.
cambio de género, los raptos o el cambio en el contenido de
los papeles. En Zamarramala (Segovia), Santa Águeda (5 de
febrero) concede cobertura temporal a las mujeres para que
ocupen los cargos de alcaldesa e instauren un orden social
distinto, del que no están separadas ni excluidas.

II.6. El semillero de mitos

Hace dos años apenas había leído unas líneas sobre los
osos. Luego, dos comentarios de Aristóteles sobre la excep-
cionalidad de estos animales me han empujado a una inten­
sa búsqueda de información sobre ellos. ¿Qué era en reali­
dad lo que estaba buscando? La importancia del comentario
de Aristóteles no derivaba, evidentemente, de su contenido
zoológico o físico: de lo que se trataba era de encontrar una
fisura en sus alegatos sobre el determinismo biológico, con­
tra su negativa al acceso de las mujeres al gobierno de la
polis y su justificación de la subordinación en todos los
ámbitos de la vida como consecuencia de sus condiciones
morfológicas. En la lucha por un hueco en la polis hay que
intentar también la conquista de todo el entramado de inter­
pretaciones que la sustenta, desde la biología hasta los mitos;
y osos y leopardos han parecido una buena excusa para
desenredar este ovillo.
Aunque con este ensayo no haya conseguido trofeos
espectaculares, tampoco he vuelto al punto de partida con
las manos vacías. Ya sabía que la piel del oso es difícil de
lograr y no la vendí antes de cazarla. Lo que ahora veo con
mayor claridad es la resistencia del lenguaje y del pensa­
miento inconsciente, sus enredadas raíces. Tan enredadas
y al mismo tiempo tan claras c,omo señala Neuman en The
Great Mother32.

32 Erich Neuman, The Great Mother, Princeton, Bollingen, 1995, pá­


ginas 272 y ss.
Los nombres de la Gran Diosa, la Diosa de los animales,
son innumerables en todo el mundo porque es un arquetipo.
A menudo se la representa alada, lo que significa su carácter
celestial y no terreno. Como diosa de los opuestos, ella es el
Todo, y contiene en sí los tres reinos que la posterior mito­
logía griega dividió entre sus hijos: Zeus, Poseidón y Hades.
A diferencia de los héroes que se oponen al animal que ca­
zan, la Gran Diosa domina, pero rara vez hiere a sus bestias:
no hay hostilidad entre ella y el mundo vegetal y animal, y
tanto reina sobre las especies salvajes como sobre las man­
sas o domésticas. En Mesopotamia aparecía con alas de
pájaro. En Sumeria y Egipto, con cabeza de vaca. En la puer­
ta de Micenas, entre leones, como en miles de restos arqueo­
lógicos que han llegado hasta hoy. En los pueblos germáni­
cos, la Gran Madre se acompaña de guerreros que represen­
tan su aspecto destructivo, transformados luego en osos o
lobos. Entre los celtas, la Gran Madre era también heredera
de una previa deidad neolítica33. Entre los griegos se recon­
vierte en Artemisa, que en Capua es alada, y entre los roma­
nos en Cibeles o en Fortuna, cuyo carro arrastran leones.
Esta infinidad de nombres es un laberinto al que resulta
difícil encontrar salida. Hay minotauros dentro, y los hilos
de Ariadna escasean. ¿Vale la pena seguir buscando entre
ellos el sentido de la historia que nos ha llevado al presente?
También Campbell acepta la idea de que las divinidades
femeninas fueron dominantes en la antigüedad más remota.
Sostiene que los mitos de la Edad de Bronce fueron hereda­
dos por la mitología griega y la hebrea, pero evolucionaron
de modo muy diferente, sobre todo en el tratamiento que le
dieron en una y otra cultura, que en un caso pretende para
ellos la condición de literatura y en el otro, de historia. De lo
que no hay duda es de que bajo la forma en que los mitos

33 Miranda Green, The Gods o f the Celts, New Jersey, Bames and
Noble Books, 1986, especialmente cap. III sobre “Fertility and the
Mother-Goddesses”, págs. 72-102.
esenciales han llegado hoy hasta nosotros, son poco compa­
tibles con la estructura social del tercer milenio y con las
aspiraciones sociales y políticas de las mujeres.
Tal vez sea imposible acabar con los mitos viejos, y en
lugar de erosionarlos convenga confundirlos o crear mitos
nuevos. Claro que ni los mitos ni el lenguaje son obra de
una sola persona y un empeño individual de cambio se
estrellaría contra barreras infranqueables: por eso me ale­
gra la consciencia de que formo parte de un movimiento
intelectual colectivo, de una aspiración comúnmente senti­
da por mujeres y hombres de distintas procedencias y cul­
turas.
Yo no andaba buscando información concreta sobre mí,
pero apenas escarbé en los mitos antiguos salió a raudales.
Como nací un 30 de noviembre, me pusieron de segundo
nombre Andrea, por ser San Andrés el santo patrón del día:
así que la fiesta de arktos coincide con la de mi cumpleaños
y ha resultado ser también mi fiesta. En cuanto a los emisa­
rios y la condición alada de las diosas antiguas del Medite­
rráneo, ¿qué mejor sincretismo que el de mi nombre cristia­
no, María de los Ángeles? Los ángeles, como las golondri­
nas de los mitos vaqueiros, son los emisarios entre la orilla
del cielo y la de la tierra. Estos emisarios y guardianes gen­
tiles han dado pie a algunas de las pinturas más bellas del
mundo, como ésa en que Fra'Angélico plasma la anun­
ciación de la buena nueva a la joven Virgen María. En mi
nombre se juntan las huellas de muchos pueblos que desapa­
recieron, dejando tras sí los toscos grabados, la arcilla coci­
da, el mármol labrado o las maravillosas telas pintadas en
que corporeizaron sus aspiraciones y sus sueños. Sobre los
cuernos de la media luna, con la corona de estrellas y rayos
de luz cercándole el rostro, con la serpiente a los pies y los
ángeles a su alrededor flotando sobre un mar de nubes,
María es un arquetipo universal en el que se funden la histo­
ria de todas las mujeres que antes y después de mí han sido
y serán, y que han mirado al cielo para preguntar cuestiones
a las que aquí no encuentran respuesta.
Por si acaso da resultado, en la ventana más soleada de
mi casa he plantado un semillero que sólo yo veo: es el
semillero de mitos. Tal vez para la próxima primavera, entre
la Candelaria y las flores de Mayo, asomen ya sus nuevos
brotes.
C a p ít u l o III

De la oykonomia a las Ciencias Económicas

P r e s e n t a c ió n

Si Aristóteles levantara la cabeza y viniese a la Facultad


de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad
Complutense de Madrid, seguramente se quedaría con la
boca abierta.
No lo digo por los enormes edificios, ni porque el núme­
ro de estudiantes del campus universitario de Somosaguas
sea casi mayor que el de los habitantes de Atenas en el si­
glo IV a.C. Tampoco creo que fueran los automóviles, ni los
ordenadores, ni la centralita telefónica, ni el fax, lo que más
llamase su atención. Siendo filósofo y sabio como era, su­
pongo que las cosas de la técnica sólo le producirían una
modesta sorpresa y enseguida se haría cargo de ellas.
Por lo que se quedaría perplejo, me parece a mí, es por
el cambio de sentido de la economía y su transmutación en
Ciencias Económicas y Empresariales. Es posible que sin­
tiese algo así como un desvío entre lo que para él significa­
ba la economía y lo que ahora significa para los estudiantes
de esta Facultad. Además del cambio de sentido, o más aún
por eso mismo y recordando que su Liceo ateniense sólo
estaba frecuentado por varones, le sorprendería encontrar
que la mitad de los alumnos son mujeres. Tendría que
enfrentarse al hecho de que las mujeres son mayoría en algu­
nos cursos y que sacan muy buenas notas, incluso por enci­
ma del promedio, y que a esta nueva clientela le gustan muy
poco algunas de sus ideas.
De todos modos, que Aristóteles vuelva a estar entre
nosotros es un evento de probabilidad cero y su evocación es
sólo una broma, un juego de imaginación y de ponemos en
el lugar de otro. Gracias a lo bien que se ha conservado su
obra, no es tan difícil que nosotros hagamos el camino al
revés, dando marcha atrás en el tiempo y sumergiéndonos en
el mundo que Aristóteles vivió e interpretó y del que dejó
constancia en muchos escritos a través de sus continuadores.
La propuesta que subyace en el artículo que sigue es releer a
Aristóteles y su oykonomia con la mirada puesta en los
mundos de ayer y de mañana, para anotar cuidadosamente
los cambios. Puesto que no se trata de un intento de apropia­
ción memorística (no pretendemos “fotocopiar” el pasado ni
el presente), sino del ejercicio de la imaginación razonable,
nos interesan también los cambios deseados, y los temas que
echamos en falta y que esperamos que nuevas generaciones
de economistas incorporarán en los próximos años.

I. Los O R ÍG E N E S G R IE G O S D E L A E C O N O M ÍA !
D IÁ L O G O E N L A A V E N ID A D E C O L U M N A S

En su origen, la economía fue la buena administración


del oykos, el hogar, y de ahí viene su nombre. Pero el oykos
griego tenía poco que ver con los hogares actuales, e incluía
propiedades agrícolas, esclavos, animales y los miembros de
una extensa familia. En el siglo IV a.C., Jenofonte escribió la
primera obra dedicada a la economía que ha llegado hasta
nosotros y probablemente inventó la palabra; pero antes de
su Oykonomikos ya se habían ocupado sistemáticamente de
ese tema otros filósofos, como el sofista Protágoras o él
socrático Antístenes. Según Pomeroy1, no fue por casualidad
por lo que Jenofonte se ocupó del ámbito privado: a ello con­
tribuyó su descontento con la política y el paso de varios
años en el exilio, alejado de la participación en la vida públi­
ca de Atenas por haber favorecido a los espartanos. La fecha
exacta en que se escribió el Oykonomikos es difícil de preci­
sar, y probablemente entre la primera y segunda parte trans­
currió un lapso de tiempo considerable. Algunos especialis­
tas consideran que la obra no tenía entidad por sí misma,
sino que formaba parte de otro libro más amplio.
Por su estilo literario, el Oykonomikos toma la forma de
un diálogo entre Sócrates y Critobulus, que tiene lugar en la
stoa (avenida flanqueada de columnas) de Zeus Eleutherius,
en Atenas. Esta avenida de la Acrópolis se conserva todavía
y puede visitarse. Como la mayor parte de los libros que han
sobrevivido desde la antigüedad, del Oykonomikos ha habi­
do tantas versiones que resulta muy difícil saber cuál fue la
original, y si Jenofonte transcribe realmente las ideas de
Sócrates o son de su propia invención. Jenofonte viajó mu­
cho, como general mercenario, y conoció reyes que le pare­
cieron líderes excelentes. Vivió largos años en el campo,
además de en Atenas. Estas experiencias se reflejan en sus
obras, y en el uso de un estilo que no era el dominante en el
Atica en la época en que él escribía. Fue el primero en dar
forma literaria al koiné, el lenguaje de la gente corriente.
También usó palabras y giros provenientes de sus viajes
por otros países, referentes a otros pueblos y modos de
vida. A diferencia de Platón, o más tarde Aristóteles, Jeno­
fonte no tenía escuela: hay que suponer que su obra no se
dirigía a un grupo de discípulos, sino a una amplia audien­
cia de diferentes lenguas y culturas. Mientras sus contem­
poráneos atenienses cultivaban un nuevo tipo de prosa y
de oratoria, Jenofonte utilizaba todavía unas formas retóri­

1 Sarah B. Pomeroy, Xenophon Oeconomicus. A Social and Histori-


cal Commentary, Oxford University Press, 1994.
cas, arguméntales y poéticas, próximas a las del siglo pre­
cedente2.
El Oykonomikos es una narración, un largo diálogo que
Jenofonte dice haber escuchado. Pero dentro de la narración
hay varias historias, como las muñecas rusas que caben unas
dentro de otras. El recurso a la exposición en forma de diá­
logo fue común a todos los socráticos, entre ellos Antístenes,
Platón y el propio Jenofonte. Aristóteles consideraría des­
pués que este estilo es “poético”, o sea, arcaico, porque uti­
liza la mimesis (la imitación o representación por medio del
arte) y atribuye la defensa de las ideas a un personaje. Aun­
que Aristóteles considerase este estilo arcaizante, ha seguido
usándose en mayor o menor medida en todas las épocas.
El precio que el Oykonomikos paga por su carácter dia­
logado es que, igual que en las conversaciones cotidianas, el
hilo de la argumentación a veces se pierde al intercalarse
pausas o derivaciones hacia otros temas.
Jenofonte puede considerarse el primer economista de la
historia. El Oykonomikos es un análisis de la familia, del
papel productivo de las mujeres y de la gestión de las pro­
piedades agrarias. No sólo en el Oykonomikos, sino en sus
otras obras (Cyropaedia, Anabasis), hay una preocupación
por las bases materiales de la vida, por las leyes de la oferta
y la demanda, el valor de los metales nobles y la división del
trabajo.
Una forma de marcar el territorio de lo escrito y evitar
que al publicarse se despersonalice es dejar señales o guiños
que sólo el autor conoce. Estas señales son a veces palabras
clave que se repiten, iniciales que leídas de un modo deter­
minado tienen sentido, fechas especiales, nombres de perso­
najes ficticios que evocan personajes reales o circunstancias

2 Estando ya redactado este ensayo se publicó el interesante libro de


Mercedes Madrid La misoginia en Grecia, Madrid, Cátedra, 1999. Aun­
que no se refiere a Jenofonte ni a los temas políticos, económicos y bio­
lógicos, es una obra útil para entender este periodo y el surgimiento de la
misoginia.
sintetizadas en el nombre. O lugares. Como todos los escri­
tores, Jenofonte proyecta en su obra parte de su vida perso­
nal. En el Oykonomikos hay al menos uno de estos guiños o
claves: cuando eligió la avenida de columnas de Zeus Eleu-
therius como el supuesto lugar en que escuchó el diálogo
entre Sócrates y Critobolus, lo hizo para honrar de ese modo
la memoria de su hijo Gryllus, que había muerto luchando a
favor de los atenienses en la batalla de Mantinea (362 a.C.).
Podemos imaginar muy bien la escena: al finalizar la guerra,
el gobierno de Atenas erigió un monumento a los héroes
desaparecidos y retrató entre ellos al hijo de Jenofonte. La
stoa, flanqueada de columnas y de árboles, no sería sola­
mente un paseo hermoso y protegido del sol del verano, sino
un lugar que centraba los recuerdos y las emociones. Un lu­
gar diferente a los otros, al que Jenofonte quiso rendir home­
naje situándolo como escenario de sus debates.

II. M a t r im o n io y g e s t ió n d e l a p r o p ie d a d

El origen de la economía como ciencia hay que buscarlo


en la Grecia clásica. En los siglos V y IV a.C., la agricultura
era la principal actividad económica en el Atica. La guerra
del Peloponeso perjudicó mucho los cultivos y la ganadería,
y de esta preocupación surgió un interés por los tratados que
se ocupaban de ellos. Como las granjas y fincas eran fami­
liares, las relaciones afectivas se superponían a las mera­
mente productivas. Jenofonte se muestra a veces nostálgico
respecto al siglo V, cuando los patrimonios agrarios familia­
res eran la base económica de la vida política y el comercio
no tenía tanta importancia como modo de enriquecimiento.
No obstante, la vida pública y privada no estaban en aquella
época tan separadas como en la actualidad, y en los oykos se
producía no sólo lo necesario para la supervivencia cotidia­
na, sino incluso el adiestramiento militar y los excedentes
con que se pagaba la participación en la vida pública. El
mantenimiento, mejora y aumento del oykos se consideraba
una norma a la que los ciudadanos debían aspirar, y el enri­
quecimiento era una prueba de virtud. En las propiedades
agrarias había sistemas de contabilidad y mediciones de pro­
ductividad, tanto de tierras como de esclavos.
Según Pomeroy, en el siglo IV a.C. aumentó en el Ática
la participación de las mujeres en la educación, y se inició la
aparición de mujeres artistas, médicas y filósofas. El papel
de la mujer como responsable o gerente del oykos se elevó a
la categoría de una profesión, con importantes consecuencias
patrimoniales. Ese es el contexto en el que se sitúa la obra de
Jenofonte.
La imagen esencial del matrimonio presentada en el
Oykonomikos es la de una asociación para el incremento de
la propiedad. En un pasaje del diálogo entre Sócrates y Cri-
tobulus, Sócrates compara a los hombres que son capaces de
obtener beneficios con otros hombres que con los mismos
recursos sufren pérdidas, siendo el caso más claro el de los
matrimonios, según los esposos sepan o no tratar adecua­
damente a sus esposas. En otro pasaje, muy largo, Sócrates
recuerda una conversación con Isómaco, cuya buena reputa­
ción como gestor de su patrimonio dice deberla en gran par­
te a la eficiencia con que su joven esposa administra el ho­
gar. En este pasaje se describe con mucho detalle el funcio­
namiento cotidiano del oykos, la forma en que los padres de
los esposos seleccionaron a ambos, el proceso de educación
y entrenamiento de la esposa de Isómaco (que al ir a vivir
con su esposo tenía sólo catorce años), el tipo de formación
recibida previamente (autocontrol, distribución de la lana
para el hilado), la dote, la vigilancia de los esclavos; y tam­
bién, el mutuo afecto de los esposos, la esperanza de tener
hijos más adelante y el rechazo a los maquillajes y artificio-
sidades en su trato.
Jenofonte no se limita a alabar a la buena esposa; por
boca de Isómaco afirma que tanto la propiedad como el uso
del patrimonio de la pareja es compartido, y si la esposa es
mejor gestora que el marido, como dice ser su propio caso,
ella debe llevar las riendas del oykos y no él. Las tareas
materiales de producción (por ejemplo, hilar, muy importan­
te en aquella época en que los textiles servían frecuentemen­
te como moneda de cambio) no son las más importantes, ya
que pueden delegarse; lo que realmente marca la diferencia
entre unos oykos y otros es la calidad de la gestión y la capa­
cidad de entrenar a otros miembros del hogar. Como señala
Pomeroy, “siendo una gestora prudente, en los hogares de la
clase litúrgica (la clase más rica en la sociedad griega del
siglo IV a.C.) su contribución podía ser más de la mitad de
los ingresos totales del oykos”.

III. Los H E R E D E R O S D E L “ O Y K O N O M IK O S ”

Probablemente, Jenofonte fue discípulo de Sócrates en­


tre el año 404 a.C. y el 401 a.C. Como Sócrates no dejó obra
escrita, lo que conocemos de su pensamiento es lo que sus
discípulos dicen haberle escuchado; y como el retrato que
Jenofonte y Platón hacen de él varía bastante, ha habido
abundante polémica sobre cuál de los dos Sócrates es más
verdadero. En el retrato de Jenofonte, Sócrates parece un
hombre práctico; en el de Platón, es más teórico. Sin duda,
Platón logró más dominio de los diálogos que Jenofonte, y
es muy probable que entre ambos hubiese no sólo influen­
cias mutuas, sino, además, rivalidad intelectual. Ambos,
también, usaron la ironía, el humor y la broma, incluso el
insulto, como elemento para la expresión de sus ideas, en un
estilo que se ha considerado típicamente socrático.
La adaptación más temprana del Oyknomikos es la
Oykonomika atribuida a Aristóteles. El problema con la obra
de Aristóteles, que fue sobre todo oral, es distinguir entre lo
que realmente escribió y lo que escribieron, recogiendo sus
enseñanzas, sus discípulos.
Según algunos autores, como Forster, ninguno de los
dos libros sobre Economía que han llegado hasta nosotros
en el Corpus Aristotélico pueden considerase obra del pro­
pio Aristóteles. El primer libro contiene elementos deriva­
dos de Aristóteles, pero también debe mucho al Oykonomi­
kos de Jenofonte. Parece ser la obra de un escritor peripaté­
tico que fue alumno del propio Aristóteles o de alguno de
sus discípulos. El autor estaba claramente familiarizado con
los escritos de Aristóteles y escribió en una fecha anterior a
que la escuela peripatética se hiciese ecléctica y se empapa­
se de la influencia estoica, en el siglo II a.C. El libro se dedi­
ca, sobre todo, a las relaciones entre esposo y esposa.
El libro segundo corresponde a un escritor diferente y
tiene un carácter distinto. Consiste en una introducción que
divide la Economía en cuatro tipos (real, satrápica, política y
personal), una división desconocida por Aristóteles, y relata
una serie de anécdotas sin lógica interna, relativas a discuti­
bles procedimientos para obtener dinero. Algunos de los
personajes son posteriores a Aristóteles y el estilo del escri­
tor es helenístico. Que el autor vivió fuera de Grecia lo indi­
ca el hecho de que la mayoría de los ejemplos se toman de
Asia Menor, Siria y Egipto.
Susemihl, en su edición de la Economía, añade como
tercer libro un tratado que sólo se ha conservado en las tra­
ducciones latinas, que trata de la posición y obligaciones de
la esposa en el hogar. Ciertamente, el autor no fue Aristóte­
les, pero, según Rose, es el tratado que figura en un índice
anónimo de la obra de Aristóteles extraído de “Hesychius
Milesius”. Este tratado no ha sido traducido por Forster (edi­
tor de la Economía en Oxford University Press, 1920), por
considerarlo demasiado ajeno al propio Aristóteles. Sin em­
bargo, en tanto que durante siglos el texto haya sido identifi­
cado con el filósofo griego, ha gozado de su prestigio y pro­
yección social.
A pesar de ser próximos en el tiempo, entre el Oykono­
mikos de Jenofonte y la Oykonomika pseudoaristotélica hay
profundas diferencias ideológicas.
En las páginas de La Política de Aristóteles se analizan
las diferencias entre la administración doméstica y la crema­
tística, que es la parte de la administración encaminada a
obtener riquezas. De la hembra dice que tiene alma, y capa­
cidad deliberativa, pero carece de autoridad. “No es la mis­
ma templanza la de la mujer que la del hombre, como creía
Sócrates, sino que la del hombre es una fortaleza para man­
dar, la de la mujer para servir, y lo mismo las demás virtu­
des. Por eso se debe aplicar a todos lo que el poeta dijo de la
mujer: ‘en la mujer el silencio es un ornato, pero no en el
hombre’” (op. cit., pág. 25).
Aristóteles asume que el varón debe mandar sobre los
esclavos, la esposa y los hijos, y la casa debe regirse como
una monarquía. Al varón le corresponde la asignación de
comida y la educación de los hijos: por contraste, Jenofonte
resulta mucho más igualitario.
Entre los romanos, Cicerón (siglo I a.C.) tradujo el
Oykonomikos por considerarlo muy útil, y su traducción
tuvo gran difusión. Tal vez Cicerón se sentía reflejado en el
oykos de Isómaco, porque también su esposa, Terencia, era
una buena administradora. Este siglo es descrito por Pome­
roy como una época de gran libertad sexual, en la que el
matrimonio no solía entrañar la fusión de propiedades, sino
que se mantenían por separado. Las mujeres romanas ricas
no trataban de llevar personalmente la gestión de sus fincas,
y con frecuencia ni siquiera las visitaban. El ideal de vida
representado por el Oykonomikos era una edad dorada, ya
perdida, que algunos autores como Columela recordaban
nostálgicamente.
Tras el derrumbe del Imperio romano, la obra de los
pensadores griegos fue recuperada por los árabes, y en este
proceso desempeñó un papel importante la Escuela de Tra­
ductores de Toledo: el traductor segoviano Domingo Gundi-
salvo y Averroes permiten continuar esta cadena hasta San
Alberto Magno y su discípulo Santo Tomás de Aquino, que
sintetizan la ciencia social griega y la doctrina y tradición
cristiana. De ellos beberán los escolásticos tardíos, que en
el siglo XVI constituirán la Escuela de Salamanca.
Durante la Edad Media, hay pocas referencias al Oyko­
nomikos, y las que hay se refieren a la traducción de Cice­
rón. En 1420, en el Renacimiento italiano, Leonardo Bruni
tradujo el primero de los libros de la Oykonomika aristotéli­
ca, que se divulgó ampliamente. En cambio, el Oykonomikos
de Jenofonte no se tradujo hasta 1447 y no llegó a publicar­
se. Para el ideario de la época, incluso para los que conocían
a ambos autores, resultaba más concorde la división jerár­
quica de la familia propuesta por Aristóteles que la más
igualitaria de Jenofonte.
En el Renacimiento inglés, Jenofonte y el Oykonomikos
alcanzaron un alto prestigio, aunque tal vez más influido por
las referencias al liderazgo de Cyro contenidas en el libro
que por sus referencias a la administración del patrimonio o
la estructura productiva de la familia. La popularidad de
Jenofonte en Inglaterra aumentó gracias al patronazgo de
algunas mujeres de la realeza, de educación exquisita. Pro­
bablemente, la propia princesa Isabel tradujo algunas obras
de Jenofonte. Juan Luis Vives recogió las ideas de Aristóte­
les, pero también las de Jenofonte, en su obra De Institutio-
ne Faeminae Christianae (1523). Su influencia como super­
visor de la educación de la princesa María, hija de Catalina
de Aragón, fue considerable en Inglaterra. La obra se tradujo
al francés, alemán e italiano. En De qfficio mariti, publicado
algo después (1529), puede asimismo rastrearse la influencia
de Jenofonte. En 1532, G. Hervet tradujo el Oykonomikos,
primera obra traducida del griego al inglés, y alcanzó mucha
difusión. Sin embargo, la traducción introdujo una curiosa
transformación en los personajes de Jenofonte: la stoa de
Zeus Eleutherius se convirtió en el pórtico de la iglesia de
San Pablo; Isómaco y su esposa siguieron siendo piadosos,
pero desaparecieron los juramentos en nombre de Zeus, tan
frecuentes en el texto original, y se sustituyeron por expre­
siones devotas.
En la documentada obra de Pomeroy no hay ninguna
referencia a la recepción de la obra de Jenofonte en España.
Pero, sin duda, además de Vives, Fray Luis de León había
leído el Oykonomikos de Jenofonte y la Oykonomika de
Aristóteles, porque las similaridades con La perfecta casada
son extraordinarias. Las referencias al buen orden que guar­
dan las mercancías e instrumentos de un velero, menciona­
das por Jenofonte en el diálogo entre Critobulus y Sócrates,
no aparecen en Aristóteles: pero hay una metáfora de la pro­
ducción doméstica en la La perfecta casada, donde se asi­
mila a un navio que traslada mercancías de un puerto a otro,
que permite suponer que Fray Luis conocía la obra de Jeno­
fonte.
Las condiciones de organización del trabajo han variado
tanto que Aristóteles tendría gran dificultad en aplicar a la
población activa española actual las conclusiones estableci­
das en el libro I de la Economía:
La naturaleza estableció que uno de los sexos tendie­
se a la vida sedentaria, no siendo suficientemente fuerte
para resistir la intemperie; el otro es menos adecuado para
los trabajos inactivos, y está bien dispuesto para los tra­
bajos al aire libre. En cuanto a la prole, dispuso que am­
bos compartiesen la procreación de los hijos, dedicándo­
les cada uno sus peculiares cuidados; la mujer está desti­
nada a la lactancia, el hombre a la educación.
Ni varones ni mujeres trabajan hoy a la intemperie y el
trabajo de unos y otros es principalmente sedentario. En
cuanto a los hijos, la lactancia desempeña ya un papel me­
nor en el mantenimiento de la especie, tanto por la facilidad
de su sustitución por productos industriales como por el re­
ducido número de días que ocupa en el conjunto de la me­
dia de vida de una mujer. También se ha reducido por com­
paración el tiempo global de dedicación a los hijos e hijas,
que frecuentemente permanecen en casa hasta las edades en
que los/as atenienses o macedonios comenzaban a ser abue­
los. En cuanto a la función de la educación, que tan típi­
camente masculina y basada en dotaciones biológicas natu­
rales le parecía a Aristóteles, ha bastado el acceso de las
mujeres al sistema de enseñanza, que durante siglos les
prohibieron, para que éstas hayan pasado a desempeñar la
mayor parte de las funciones educativas en todos los países
desarrollados.
IV. Dos M IL A Ñ O S M Á S T A R D E : EL PA PEL D E M U J E R E S
Y H O M B R E S E N L A E C O N O M ÍA E S P A Ñ O L A

IV. 1. Los usos de la palabra “economía ”

En España, la palabra “economía” se usa actualmente en


tres acepciones principales: a) como una rama del conoci­
miento, b) como un tipo específico de actividad humana, c)
como un sistema o estructura. Este ensayo se centrará en la
participación de hombres y mujeres en las actividades econó­
micas3.
En cuanto ciencia o rama del conocimiento, es más fre­
cuente la utilización de “ciencias económicas”, en plural,
que de “ciencia económica”, en singular, lo que le concede
un cierto carácter abierto o múltiple. En el desarrollo de la
economía, como en cualquier otra disciplina, influyen dos
tipos de condiciones: las condiciones internas (el contenido
de su conocimiento) y las condiciones externas (las de las
instituciones en que se produce o para las que se produce).
Los científicos y los profesionales otorgan a uno y otro tipo
de factores un peso variable, que en parte se debe a las co­

3 Al momento de redactar estas páginas se encuentran en prensa dos


estudios dirigidos por M. A. Durán sobre este mismo tema: El trabajo no
remunerado en la Comunidad de Madrid ha sido realizado para la Con­
sejería de Economía de la Comunidad de Madrid, y en él han colabora­
do M. A. Durán, S. Y. García Diez, C. García Sainz, A. Garrido e I. Zam-
brano; La contribución del trabajo no remunerado a la economía espa­
ñola. Alternativas metodológicas ha sido realizado para el Ministerio de
Asuntos Sociales en programa conjunto con la CYCIT y será publicado
por el Instituto de la Mujer. En él han colaborado M. A. Durán, A. Ca-
latrava, S. Y. García Diez, A. Garrido, A. Melero, E Muñoz Escalona,
A. Paniagua, G. Pérez Pérez, V Rodríguez e I. Zambrano.
A finales de 1999 se publicó, en el catálogo de la exposición sobre
Mujeres Rurales, el estudio titulado “Visibilidad e invisibilidad del tra­
bajo de las mujeres rurales” realizado en colaboración con Ángel Pa­
niagua.
munidades científicas de referencia, pero también a las con­
diciones de vida de los investigadores y a su idiosincrasia
personal. En física o en matemáticas se destacan más las
condiciones internas o la lógica intrínseca, en tanto que las
ciencias sociales son muy receptivas al reconocimiento de
las condiciones externas de su desarrollo.
La creencia de que la “buena ciencia”, por contraposi­
ción a la “mala ciencia”, es objetiva en el sentido de imper­
sonal y ajena al sujeto que la produce, no puede sostenerse,
y menos aún cuando se aplica al estudio de actividades
humanas. La influencia de los sujetos (hombres y mujeres,
con atribuciones específicas de edad, cultura, ideología e
intereses) en el desarrollo de la economía ha sido patente
desde sus orígenes, y continúa siéndolo en la actualidad. Los
sujetos dejan su huella en tanto que creadores de la discipli­
na (investigación, sistematización), pero también como re­
ceptores (estudio, audiencia en los medios de comunicación)
y como transmisores (docencia, divulgación). Especialmen­
te se hace notar esta huella en la selección de los temas que
reciben apoyo financiero, ideológico y afectivo.
La incorporación masiva de las mujeres al alumnado en
las Facultades de Ciencias Económicas sólo ha tenido lugar
cuando ya se había producido una acumulación de materia­
les y perspectivas teóricas sobre el contenido de la discipli­
na, en la que apenas hubo participación de mujeres. La hue­
lla de su ausencia marca el desinterés por los temas que afec­
tan a la vida de las mujeres, del mismo modo que la huella
de otras instituciones (por ejemplo, los Bancos Nacionales o
los Ministerios de Planificación o Hacienda) es perceptible
en el amplio desarrollo de algunas especialidades. Actual­
mente, sólo el 10% de los catedráticos de economía en las
universidades españolas son mujeres, y aun éstas han de
pasar por un largo proceso de dominio de la disciplina, tal
como históricamente se ha configurado, para acceder a estas
posiciones de relativa influencia. La inercia de la ciencia ins­
titucionalizada (planes de estudio e institutos de investiga­
ción), de la acumulación de conocimientos previos, del dise­
ño de los grandes instrumentos estadísticos y la debilidad o
fragmentación de los movimientos sociales, hace muy difícil
la creación y difusión de pensamiento original que integre
las perspectivas que más podrían beneficiar a las mujeres.
En un libro muy conocido de E. Fox Keller titulado
Reflexiones sobre género y ciencia, se plantea que la investi­
gación sobre género no es tanto una reflexión sobre las
mujeres (en definitiva, no es un “asunto de mujeres”), sino
sobre los varones, y sobre el uso y sentido, sumamente par­
cial y restrictivo, que han dado al conocimiento científico.
Desde los años 80, los movimientos de mujeres reclaman no
sólo cambios legales y sociales, sino también la re-construc-
ción de todo el conocimiento. Y puesto que la ciencia eco­
nómica, gerencial y contable, es sin duda la ciencia orgánica
de las sociedades capitalistas desarrolladas, la ciencia eco­
nómica actual tiene que ser revisada, y ha de desarrollar
campos hasta ahora convertidos en invisibles por la escasa
capacidad que las mujeres han tenido para crear conoci­
miento sistemático desde su perspectiva y sobre las activida­
des que les vinculan al conjunto de la colectividad y al siste­
ma económico.
La oykonomia aristotélica, como ya hemos dicho, era un
tratado de la buena administración de la casa, que en su épo­
ca incluía fincas agrícolas y otras propiedades. En buena
parte, puede considerarse un estudio sobre las relaciones
entre los hombres y las mujeres. Sin embargo, en la práctica
de los economistas actuales, volcada en el análisis y predic­
ción del mercado, apenas queda huella de la preocupación
inicial que dio nombre a la disciplina. La mayor parte de los
tratados o textos de economía que están hoy en vigor en las
universidades españolas definen la economía como la pro­
ducción, distribución, consumo y almacenamiento de los
recursos escasos susceptibles de uso alternativo. En los tra­
tados de economía pública o de estructura económica es fre­
cuente la consideración de las bases sociales y políticas de
este tipo de actividades, pero no lo es tanto en los análisis del
mercado. Sin embargo, incluso la más privada, empresarial o
mercantilizada de las actividades económicas la desarrollan
sujetos humanos, condicionados por sus circunstancias so­
ciales específicas. Tanto la escasez como el uso alternativo
son condiciones simultáneamente políticas y económicas:
puesto que presuponen unas condiciones determinadas de
reparto, acumulación y libertad de opción que sólo se dan en
marcos organizativos y políticos muy concretos, afectan de
distinto modo a distintos tipos de personas.

IV2. La economía del tiempo

El tiempo es el recurso limitado por excelencia. Ningún


sujeto individual dispone de más de veinticuatro horas dia­
rias, y ha de decidir —en la medida en que se lo permitan—
el uso racional de ese recurso escaso. La esperanza de vida,
como probabilidad estadística, pone el límite al capital
de tiempo disponible por cada sujeto y la acumulación de
los tiempos individuales (veinticuatro horas por cada indivi­
duo que forma parte de la nación o grupo de referencia)
compone el llamado “capital de tiempo colectivo”.
La asignación de tiempo a una u otra actividad es una
decisión económica, aunque con frecuencia sólo sea relati­
vamente libre: tanto las necesidades fisiológicas (descanso,
alimentación, higiene) como las adscripciones sociales re­
ducen considerablemente los márgenes de libertad en esta
asignación. Históricamente, las prestaciones obligatorias de
tiempo (para la guerra, para el trabajo agrícola, etc.) han
tenido gran importancia. Hoy han disminuido para la mayo­
ría de la población, sustituyéndose por intercambios a través
del mercado de trabajo. Sin embargo, la situación de los
varones y las mujeres respecto a la disponibilidad del propio
tiempo es muy diferente. En España los varones tienen una
relación de débito legal de tiempo respecto al Estado en la
prestación del servicio militar obligatorio (que se reduce
considerablemente en la actualidad por la vía de la objeción
de conciencia y que se reducirá más aún cuando se hagan
realidad los cambios proyectados en el servicio militar), de
la que las mujeres están liberadas. No obstante, la mayoría
de las mujeres españolas han recibido la adscripción social­
mente obligatoria de atender a los demás miembros de sus
familias (varones, niños, enfermos y ancianos) durante toda
su vida, sin que existan redes de servicios sociales que com­
partan de modo significativo esta función.
La mayor parte de los varones españoles venden su tiem­
po en el mercado de trabajo durante un periodo de cuarenta
y cinco años, y a través de esta venta generan derechos sufi­
cientes para su automantenimiento y el de los restantes
miembros de su hogar durante un tiempo aproximado de
setenta y cinco años. Sin embargo, la mayoría de las mujeres
asumen un contrato social implícito que las vincula a fami­
lias durante toda su vida en la cesión de su fuerza de trabajo,
sin límites definidos en el número de horas diarias, ni en el
número de días y años. Actualmente, y de modo creciente,
las mujeres tratan de mantener con el sistema económico
una relación individualizada en lugar de derivarla de los
varones de su familia, pero su acceso al mercado de trabajo
está muy dificultado por la carga de trabajo no remunerado
que se les adscribe socialmente.
Los varones venden su tiempo —en la mayoría de los
casos— para incorporarlo al proceso de producción de bie­
nes; las mujeres, incluso las que venden su tiempo de traba­
jo en el mercado, lo hacen mayoritariamente para incorpo­
rarlo a la producción de servicios, que son difícilmente acu-
mulables y sometibles al estímulo de la producción en serie,
la tecnificación y el aumento de la productividad. Por ello, la
participación de las mujeres en la economía española se
comprende mejor tomando como referencia la economía de
las ramas de servicios (salud, educación u hostelería) que las
de la agricultura o la industria.
Las investigaciones sobre uso del tiempo, generalmente
llamadas time-budget o presupuestos de tiempo, recibieron
en 1972 un gran impulso con la publicación del estudio
comparado sobre doce países desarrollados, coordinado
por A. Szalai (Szalai, 1972). Este estudio, y los muchos que
le siguieron, han puesto de relieve que el tiempo destinado al
trabajo remunerado es la actividad más prolongada (después
del sueño) de una parte de la población, pero en su conjunto,
el tiempo destinado a trabajo no remunerado (trabajo do­
méstico, fundamentalmente) es aún mayor que el anterior.
Si se dedicara poco tiempo al trabajo no remunerado,
podría ignorarse su existencia. Y si, aun no siendo escaso, se
repartiera homogéneamente entre grupos sociales, entre paí­
ses, o entre hombres y mujeres, también podría ignorarse su
efecto en las comparaciones del trabajo remunerado y sus
transformaciones monetarias e influencia en la economía de
mercado.
Tampoco importaría conocer el consumo de tiempo que
acompaña a las políticas públicas (de transporte, educación
o sanidad, por citar tres ejemplos) si este tiempo fuera infi­
nito o, al menos, si se repartiese o derivase por igual entre
todos los grupos sociales. Pero, como vamos a ver, ninguna
de estas condiciones se produce en la gran mayoría de paí­
ses, y las comparaciones sobre economías nacionales se
refieren solamente, en realidad, a un sector de esas econo­
mías, por lo demás variable, que es el constituido por las ac­
tividades que pasan por mercado.
Las conclusiones extraídas sobre pequeñas diferencias
del 5 o 10% en las magnitudes macroeconómicas que ac­
tualmente se consideran principales, como el PIB o la Ren­
ta Nacional, son probablemente menos relevantes de lo que
a primera vista parece. Si se comprueba que la disparidad
—entre países— en el volumen del trabajo no remunerado
es del orden del 40 o 50%, el esfuerzo colectivo invertido en
la investigación debería destinarse, al menos parcialmente, a
la investigación sobre estos otros componentes peor conoci­
dos de las economías nacionales.
Las relaciones entre el subsistema no monetario y el
subsistema monetario (tanto privado como público) son muy
dinámicas: el tiempo dedicado al trabajo en uno y otro sub­
sistema sigue generalmente una relación de sustitución, pero
puede también adoptar otras formas de relación y crecer o
disminuir conjuntamente. Ambos subsistemas están abiertos
a la influencia de sistemas ajenos, y exportan o importan
tiempo de trabajo remunerado y no remunerado de trabaja­
dores residentes en otros países (Schmidt, 1990).
Si se trata de integrar en un único análisis los bienes o
recursos escasos que se incorporan al mercado y los que no,
hay que encontrar un lenguaje común para ambos, algún
equivalente que permita convertirlos en la misma unidad de
cuenta (Mahon, 1992). Los problemas planteados en la in­
vestigación son de tres tipos: a) definición de qué es trabajo;
b) medición del tiempo de trabajo; c) asignación de valor a
los distintos tipos de trabajo.
Los estudios sobre uso del tiempo son la base de una
perspectiva económica que pretende mejorar las estrecheces
de una aproximación en la que el valor es sustituido por el
precio. Las críticas que se han realizado a la Contabilidad
Nacional y las ventajas e inconvenientes de muchas pro­
puestas alternativas han sido claramente expuestas por Ro­
bert Eisner, si bien centradas en la contabilidad de los países
más avanzados, especialmente Estados Unidos (Eisner, 1988).
Se han propuesto muchos sistemas, aunque ninguno goza,
hasta este momento, de un grado de “consenso” similar al
que se ha alcanzado para la Contabilidad Nacional, en el que
se utilizan las monedas locales y su paridad con el dólar. En
las páginas siguientes veremos la distribución del tiempo
dedicado a actividades económicas remuneradas y no remu­
neradas en varios países de la OCDE, como parte del proce­
so de búsqueda de un sistema que integre también el subsis­
tema no monetario.
Este último tiene mucho que aprender del nivel de preci­
sión en los conceptos y del grado de formalización a que han
llegado —tras muchos años de ensayos— los estudios sobre
el mercado, y especialmente, sobre el trabajo ofrecido en el
mercado. Pero también los estudios económicos más con­
vencionales tendrían que prestar atención a los problemas de
definición, ambivalencia, simultaneidad y priorización, que
destacan los estudios de dedicación de tiempo. Se estima
que en la OCDE, el esfuerzo dedicado a conocer el trabajo
no remunerado es menos de una centésima parte del que se
dedica (dinero, recursos institucionales, encuestas, etc.) a in­
vestigar sobre el trabajo remunerado. Por eso, es de gran
interés la publicación de estudios comparados internacio­
nales, como el realizado por Goldschmidt-Clermont y Pag-
nossin-Aligisakis recientemente, así como las recientes en­
cuestas de uso del tiempo llevadas a cabo por Eurostat4.
Aunque los datos no son todavía exactamente compara­
bles (la población de referencia varía ligeramente en edad, y
hay algunas diferencias en la inclusión o no del tiempo de
transporte y de las pausas en el trabajo y la atención a los
niños), los datos para los catorce países elegidos muestran
que, excepto en Dinamarca, el trabajo desarrollado fuera del
mercado es igual o mayor que el trabajo desarrollado para el
mercado. En países como Holanda, donde la participación
de las mujeres en el mercado de trabajo es baja, el trabajo de
no-mercado es el 65% del total, y ocupa el 81% del trabajo
realizado por las mujeres. Lamentablemente, este trabajo de
Goldschmidt-Clermont y Pagnossin-Aligisakis no incluye
datos sobre España, donde la situación es muy similar a la
holandesa o la italiana.
En España existen ya buenas fuentes para el análisis del
uso del tiempo: entre otras, una encuesta del CIS de 1984
sobre Desigualdad Familiar, dos encuestas de CIRES (1991
y 1996) sobre Uso del Tiempo y tres encuestas realizadas
desde el CSIC para varios proyectos de investigación finan­
ciados por la CICYT (1990, 1993 y 1995) y la Comunidad
Autónoma de Madrid (1998) con un amplio contenido de
preguntas sobre diversos aspectos del uso del tiempo. A ello
hay que añadir varias encuestas realizadas para el Instituto

4 L. Goldschmidt-Clermont y Pagnossin-Aligisakis, Measures of


unrecorded economics activities infourteen countries, Human Develop-
ment Report, 1995, Nueva York, Oxford University Press, 1995, págs. 22
y 23, y OCDE, Comptes Nationaux 1960-1993, París, 1995, pág. 149.
de la Mujer y las realizadas, con técnica de diario, por el Ins­
tituto Vasco de Estadística en 1993 y 1998. Aunque el obje­
tivo de cada una de estas encuestas es diferente y sólo las dos
citadas de CIRES y de Eurostat son estrictamente compara­
bles entre sí, el conjunto de estas fuentes permite afirmar, sin
ninguna duda, que la mayoría de los recursos de trabajo se
aplican actualmente en España fuera del ámbito del mercado
de trabajo.

IV3. El reparto del trabajo remunerado entre hombres


y mujeres en España

Hasta fechas muy recientes, el análisis de la desigual


participación de hombres y mujeres en el mercado de traba­
jo se ha basado en fuentes del Ministerio de Trabajo y del
INE, especialmente las Encuestas de Población Activa. Otras
fuentes muy útiles, y bien conocidas, han sido las encuestas
de Salarios y las encuestas de Presupuestos Familiares. Sin
embargo, la información sobre la cuantía de los ingresos ha
sido siempre el punto débil, por todos reconocido, de las
encuestas laborales. La publicación, en 1996, de dos nuevos
estudios centrados en los ingresos ha cambiado considera­
blemente el panorama de las fuentes disponibles. Álvarez
Aledo y otros autores, en La distribución funcional y perso­
nal de la renta en España, han comparado las rentas salaria­
les de varones y mujeres, según los datos de la Encuesta de
Coste Laboral (ECL) realizada por el INE en 1988 y 1992,
referida a trabajadores a tiempo completo. El análisis de las
ganancias de los trabajadores se ha publicado bajo el título
Distribución Salarial en España, y expresa las cifras antes
de deducir las retenciones del IRPF y las cotizaciones a la
Seguridad Social.
El otro estudio al que nos referimos ha sido publicado
por el Instituto de Estudios Fiscales con el título Empleo,
salarios y pensiones en las fuentes tributarias (1994). Este
estudio, realizado por Melis, G. de Enterría, Sanz y Bláz-
quez, mejoró considerablemente el nivel de información dis­
ponible sobre los ingresos generados por la venta de trabajo,
que son considerablemente más altos que los obtenidos habi­
tualmente en las encuestas generales de opinión.

IV4. El acceso al mercado de trabajo: altas y bajas

La configuración actual del mercado de trabajo es en


gran parte herencia de los condicionantes institucionales y
económicos de años anteriores. Por eso, es interesante la dis­
tinción entre la situación general del mercado y las inciden­
cias recientes. Las mujeres sólo constituyen el 39% de los
asalariados (y aún menos de los trabajadores por cuenta pro­
pia), ocupan categorías profesionales más bajas, tienen tipos
peores de contratación y ganan menos que los varones.
Harán falta todavía muchos años para que la realidad se
aproxime a las expectativas y aspiraciones de las mujeres
españolas que ingresan actualmente en el mercado de traba­
jo con formación similar a la de los varones.
El aspecto más positivo de los cambios recientes en rela­
ción con las asalariadas es que en 1994 (según el Instituto de
Estudios Fiscales, op. cit., últimos datos disponibles), igual
que en 1993, creció más el empleo (2% frente a 0,9% de los
varones), la masa salarial (2,6% frente a 1,1%), la tasa de
altas (cuatro puntos porcentuales más alta que la masculina)
y el SAM (salario anual medio, que creció un 4,3% frente
al 2,8% de los varones). A pesar de ello, y como ya hemos
visto, las diferencias son todavía considerables a favor de los
varones y este cambio positivo, que hay que atribuir sobre
todo al gran desnivel de partida, no es proporcional al es­
fuerzo masivo realizado en la inversión educativa. La tasa de
altas en las mujeres supera en 4 puntos porcentuales a la tasa
masculina, pero el salario medio anual de las entradas de
mujeres es sólo la mitad del correspondiente a los nuevos
varones asalariados. También es más alta, 3 puntos, la tasa
de bajas femenina que la masculina. Las mujeres son más
móviles, permanecen menos años y tienen menos continui­
dad en el mercado de trabajo.

IV5. El precio del tiempo vendido por hombres y mujeres

Las mujeres constituyen el 32% de los asalariados de las


empresas, y el 47% de los de las administraciones. El 70%
de las asalariadas trabaja en empresas, donde su salario
medio es el 60% del de los varones del mismo sector. En las
Administraciones Públicas, el salario medio de las mujeres
es el 88% del de los varones del mismo sector y el 142% del
salario medio de todas las mujeres.
Las diferencias entre ramas de actividad son aún mayo­
res que entre sectores. En cuanto a presencia, las mujeres
sólo son mayoría en los servicios personales, y son pequeña
minoría en construcción y energía, donde las que trabajan lo
hacen en empleos más cualificados y con remuneraciones
más próximas a las de los varones que en el conjunto de los
sectores. La mayor disparidad entre salarios medios se pro­
duce en las actividades agrarias, ganaderas y pesqueras
(44% de lo que ganan los varones), debido no sólo a los sala­
rios/día inferiores, sino a la mayor incidencia sobre las muje­
res del trabajo estacional. Como promedio, los salarios anua­
les de las mujeres del sector de la energía, que son los más
altos, son siete veces mayores que los ingresos por venta de
trabajo de las mujeres del sector agrario, que son los más
bajos. El número de percepciones no se asocia tanto con el
pluriempleo cuanto con el trabajo discontinuo: por eso, es en
la agricultura y en las actividades no clasificadas donde es
más alto el número de percepciones por persona.
Madrid y Barcelona ofrecen a las mujeres el 34% del
total de los puestos de trabajo asalariados en empresas. Las
diferencias interregionales o interprovinciales en salarios,
tanto respecto a los varones del mismo lugar como respecto
al promedio de las mujeres, son menos acusadas que las sec­
toriales. En ningún caso, la máxima llega a duplicar a la
mínima, en tanto que los sectores cualificados y bien remu­
nerados llegaban, como ya hemos visto, a salarios medios
siete veces mayores que los peor remunerados.
En 1992, en el sector manufacturero el promedio de los
varones de todas las categorías tenía una ganancia de 2.675
miles de pesetas anuales, y las mujeres 2.080: esto es, los
varones ganaban un 30% más que las mujeres. Entre los
ingenieros y licenciados, la diferencia media era del 37%.
Según el Instituto de Estudios Fiscales (Melis et al.,
op. cit.), en 1994 el 36% de los asalariados en el Territorio
Fiscal Común eran mujeres y recibieron un salario bruto
de 1,58 millones de pesetas anuales, que representó el 28,7%
de la masa global salarial. El salario medio de las mujeres
fue sólo el 71,6% del de los varones, cifra muy similar
(28,4% más bajo) a la estimada por la Distribución Salarial
en España para el sector manufacturero, antes citada. Entre
los asalariados con salario anual inferior al SAMI (salario
anual mínimo interprofesional), que en 1994 fue de 847.980
pesetas (3,1 millones de asalariados), las mujeres constituían
la mitad y percibieron salarios similares a los varones. Pero
entre los que percibieron salarios superiores al SAMI (7,7
millones de asalariados, de los que sólo el 32% eran muje­
res), el salario anual medio de las mujeres fue de 2,28 millo­
nes de pesetas, un 19% inferior al percibido por los varones.
En el subgrupo de salarios superiores a siete veces el SAMI,
que corresponde al 3,3% de la población de asalariados, el
salario anual medio fue de 8,9 millones de pesetas: en este
subgrupo, sólo hay un 12,9% de mujeres, que constituyen
el 1,2% de las mujeres asalariadas. Según las fuentes tribu­
tarias, la dispersión salarial es similar entre varones y muje­
res. Sin embargo, puede suponerse razonablemente que la
mayor desigualdad no se produce entre los que tienen sala­
rio, sino en la comparación entre éstos y los que, aspirando a
él, no lo tienen; o entre los que teniendo empleo cobran todo
o una parte sustancial de su trabajo en conceptos diferentes
a los del salario. La distribución de los ingresos sería más
realista para las mujeres si se incluyesen las aspirantes a
empleo, y para los hombres si se incluyeran los parados y
los que perciben otras formas de retribución en lugar de o
además del salario.
Los salarios varían poco por género en los niveles infe­
riores, y en el resto se igualan moderadamente debido al
peso de los empleos de remuneración media (entre 2,8 y 3,5
millones de pesetas anuales), que son muy abundantes en los
servicios públicos y en las administraciones de las empresas,
y que concentran a gran número de mujeres asalariadas.
Una diferencia media del 30% en los ingresos declara­
dos probablemente significa una diferencia aún mayor en los
ingresos reales, porque la visibilidad y la propensión a decla­
rar los complementos es menor que la de los salarios. Es pre­
cisamente en los incentivos y complementos de todo tipo, o
en las actividades al margen del empleo principal, donde
más se diferencian las posiciones de varones y mujeres.
Nuestra estimación es que los ingresos medios de los asala­
riados varones superan en un 40% los de las mujeres asa­
lariadas y que entre los trabajadores no asalariados (empre­
sarios, profesionales independientes, trabajadores por cuen­
ta propia, etc.) estas diferencias son aún mayores.
Parte de la diferencia se explica por el menor nivel de
antigüedad que alcanzan las mujeres en sus puestos de tra­
bajo, lo que se traduce en menor cualificación. Pero ésta es
sólo una explicación intermedia: la causa principal sigue
siendo la vinculación de las mujeres a la economía no mone-
tarizada, a la que dedican, de grado o por fuerza, gran canti­
dad de su tiempo disponible. Esta es la causa principal de su
menor presencia en las horas extraordinarias, en los puestos
que requieren disponibilidad horaria o desplazamientos,* en
los cursos de formación, etc. La disminución es atribuible en
parte al mercado, que en este sentido puede considerarse no
sólo injusto, sino, además, ineficiente, por no ser capaz de
maximizar en beneficio propio los recursos humanos dispo­
nibles: pero no toda la diferencia salarial es atribuible a los
empleadores o al mercado. Sus causas hay que buscarlas en
el ámbito doméstico y en las relaciones económicas que
vinculan a hombres y mujeres a través del contrato implícito
en que se basa la familia.
Debido al carácter progresivo de las retenciones, los sa­
larios realmente disponibles son ligeramente más igualita­
rios que los anteriores a impuestos y cotizaciones. Como con­
secuencia del nivel más bajo de salarios, el tipo de retención
media para los declarantes varones asalariados es el 16,14%,
en tanto que para las mujeres es el 13,85%.

IV6. Las remuneraciones indirectas: prestaciones por


desempleo y pensiones

El Anuario de Estadísticas laborales del Ministerio de


Trabajo y Seguridad Social cifra el número de beneficiarios
de prestaciones por desempleo, contributivo y asistencial,
en 1,76 millones de personas en 1994. Esta cifra es menor
que la recogida por las fuentes tributarias para el territorio
fiscal común para el mismo año, que fue de 3,35 millones de
personas. La diferencia se debe, al menos en parte, a que la
estadística laboral hace un promedio de las estimaciones
mensuales, mientras en la estadística fiscal se agregan todas
las declaraciones aunque sólo correspondan a parte del año.
Según las fuentes fiscales, las mujeres fueron en 1994 (últi­
mo año con datos disponibles al momento de publicarse el
informe de 1996) el 39% de los receptores de prestaciones
por desempleo, y su prestación fue, como promedio, un 15%
más baja que la percibida por los varones.
Según las fuentes tributarias, en 1994 recibieron presta­
ciones por desempleo 3.354.317 personas, de las que el 39%
eran mujeres. La prestación media por desempleado fue
de 409.958 pesetas anuales: las de varones superaron esta
media en un 6% y las de las mujeres fueron un 9% inferio­
res a la media.
Las diferencias entre Comunidades Autónomas son
considerables. Si las mujeres perceptoras de desempleo son
el 66% de los varones en la misma situación en el conjunto
del territorio de régimen fiscal común, en Baleares casi son
similares (94%), en tanto que en Asturias (43%), Cantabria
(48%) o Extremadura (49%) no llegan siquiera a la mitad.
No parece que estas diferencias tan acusadas puedan expli­
carse solamente por la estructura productiva regional: sin
duda, la propia organización de los sistemas de prestaciones,
las tradiciones culturales locales e incluso la actividad de las
organizaciones de mujeres están desempeñando un papel
relevante en el acceso a estos recursos redistributivos.
La prestación media por desempleo recibida por las
mujeres varía también considerablemente de unas regiones a
otras. En Andalucía, Baleares, Extremadura y Murcia difie­
ren en más de un 10% de la prestación media de las mujeres,
a la baja, en tanto que Cataluña y Madrid exceden de la
media en más del 10%.
Por comparación con los varones de la misma Comuni­
dad, las diferencias son aún más acusadas. En conjunto, la
prestación media por desempleo de las mujeres es un 15%
más baja que la de los varones. No obstante esta constata­
ción, como ya señalábamos antes, la mayor desigualdad en­
tre mujeres y hombres en relación con el empleo se produce
en las desiguales oportunidades de acceso al mismo, y no
tanto en las desiguales compensaciones recibidas por la ven­
ta de fuerza de trabajo o en beneficios anexos tales como las
prestaciones de desempleo.
Según el informe del Instituto de Estudios Fiscales, el
número de personas pensionistas domiciliadas en el TRFC
fue 6,3 millones, con una pensión media anual de 993.000
pesetas. De ellas, casi la mitad eran mujeres y su pensión
era, como promedio, un 29% más baja que la de los varo­
nes. Parte de estos pensionistas recibieron simultáneamen­
te salarios u otras pensiones públicas o privadas (uno de
cada ocho).
La reducción de la pensión media de las mujeres en
un 29% respecto a la de los varones se debe en buena parte
a las pensiones de viudedad; en estos casos, si se aplican las
escalas de ponderación del tipo de la escala de Oxford, la
renta per cápita de las viudas es más alta en muchos casos
que la que les correspondía en vida de su esposo. No obs­
tante, es dudosa la pertinencia de la aplicación de la escala
de Oxford a los estudios sobre pobreza si no va acompañada
de otros indicadores sobre necesidades y recursos del tipo
propuesto en la escala de Madrid5 (Durán, 1994).

V El r e p a r to d e l tr a b a jo n o r em u n e r a d o
Y LA C A R G A G L O B A L D E T R A B A JO

El volumen total de trabajo aplicado a la transformación


del entorno se reparte entre trabajo remunerado y no remu­
nerado, o, con un matiz algo diferente, entre trabajo moneta-
rizado y no monetarizado.
La oferta y la demanda de trabajo, tanto del monetarizado
como del no monetarizado, son variables. Los que quieren
recibir aportaciones de trabajo (empleadores y demandantes
de trabajo no monetarizado) no siempre encuentran corres­
pondencia exacta con los ofertantes. La expresión de los
demandantes de trabajo monetarizado es relativamente fácil
e institucionalizada a través del mercado, pero gran parte de
los demandantes de trabajo no monetarizado carecen de
medios eficientes para expresar sus demandas (niños, enfer­
mos) y han de expresarse a través de otros sujetos (la fami­
lia, los servicios públicos, las instituciones sin ánimo de
lucro, etc.). La investigación actualmente disponible sobre el

5 La escala de Oxford es utilizada, entre otras, por la Encuesta de Pre­


supuestos Familiares del INE. Pondera con 1 punto al primer miembro
del hogar de más de 14 años, con 0,7 a los restantes y con 0,5 a los niños
menores de 14 años. La escala de Madrid no se refiere a la disponibili­
dad de recursos monetarios, sino a las demandas de tiempo de cuidado.
Pondera con 1 punto a los adultos de 18-65 años, con 1,2 a los de 65-75,
con 1,7 a los mayores de 75 años, con 2 a los niños menores de 3 años,
con 1,5 a los de 13-14 años y con 1,2 a los de 14-17 años. Vid. la utiliza­
ción de esta escala en Durán (coord.), Thefuture of work in Eumpe, Euro-
pean Commission, D.G.V Equal Opportunities Unit, Bruselas, 1999.
trabajo no remunerado se ha centrado en la producción u
oferta efectivamente ejecutada, y se sabe poco sobre la de­
manda insatisfecha y sobre los mecanismos de creación, cre­
cimiento y decrecimiento, tanto de la demanda como de la
oferta. A excepción de los servicios públicos (que son direc­
tamente remunerados para quienes los prestan e indirecta o
derivadamente por quienes los reciben), el resto del trabajo
no remunerado y no monetarizado se produce en España
casi exclusivamente en el ámbito familiar y doméstico. La
mayor parte de las encuestas iniciales sobre uso del tiempo
se realizaron y refirieron a días laborables. Las más recien­
tes (CIRES, 1996) han incorporado información sobre fes­
tivos, pero aún carecemos de encuestas sobre uso del tiem­
po por el conjunto de la población en épocas vacacionales
(verano, Navidad, puentes, fiestas locales, etc.). La propor­
ción de trabajo monetarizado respeto al total en los días
laborables en 1996 fue sólo del 38%, del 20% los sábados y
del 12% los domingos. Aunque las diferencias no son muy
grandes, en 1996 ha disminuido, respecto a cinco años antes,
tanto la cantidad como la proporción de trabajo monetariza­
do. Según esta misma encuesta CIRES 96, la distribución
del tiempo de trabajo no remunerado, para el conjunto de la
población mayor de dieciocho años es así; 30% en compra y
preparación de alimentos, 35% en cuidados a otras personas,
3% en otras compras no alimentarias y 30% en limpieza. En
el promedio semanal, los varones dedican el 62% de su tiem­
po de trabajo al trabajo remunerado, en tanto que las mu­
jeres dedican el 84% de su tiempo de trabajo al trabajo no
remunerado.
La disparidad entre el volumen de la carga global de tra­
bajo sostenida por hombres y mujeres en España es muy
grande. Tanto los logros obtenidos por la negociación colec­
tiva a lo largo de décadas como los beneficios de la produc­
ción en serie y los sistemas de Seguridad Social han favore­
cido principalmente a los varones. La jomada real de traba­
jo (remunerado más no remunerado) a lo largo del año es el
doble para las mujeres (un promedio de 64,31 horas a la
semana) que para los hombres (31,85 horas como prome­
dio). Los varones sólo desarrollan un tercio del trabajo total
requerido para mantener a la sociedad española en los nive­
les de bienestar (monetario y no monetario) que actualmen­
te disfruta, aunque obtienen el 69% del trabajo con contra­
partidas monetarias directas. Las Encuestas de Uso del Tiem­
po del Instituto Vasco de Estadística de 1993 y 1998 también
permiten estimar que en las semanas no vacacionales el tra­
bajo monetarizado es sólo el 46% del trabajo total, y que los
varones emplean en trabajo monetarizado el 66% de su tiem­
po de trabajo, mientras las mujeres emplean el 77% de su
tiempo de trabajo en trabajo no monetarizado. Por encima de
pequeñas diferencias en el modo de definición o de obten­
ción de los datos, que podrían ampliar o reducir estas cifras
en un 10 o 20%, el sentido de las macromagnitudes es
incuestionable. El nivel de vida del país se mantiene gracias
a la aportación de una enorme cantidad de trabajo no remu­
nerado, del que se adscribe a las mujeres el 80%. Y según
todas las encuestas de opinión, las mujeres españolas desea­
rían cambiar esta situación por una relación diferente con la
estructura productiva y con el mercado de trabajo.

V I. E s t im a c ió n a l t e r n a t iv a d e l P ro d uc to In t e r io r

B ruto

Como el modo de obtener las estimaciones de la Renta


Nacional es resultado de acuerdos internacionales en los que
participan generalmente los ministerios de economía e insti­
tutos de estadística de cada país, la modificación unilateral
de este procedimiento en un solo país no es posible. Sin
embargo, cada vez son más evidentes las desventajas de usar
exclusivamente este indicador o el de Producto Interior Bru­
to como representantes del grado de desarrollo y bienestar
de un país. Muchos progresos o desarrollos económicos han
sido ficticios, tratándose de monetarizaciones de la estruc­
tura productiva más que de verdaderos crecimientos (por
ejemplo, con la tala de bosques o el abandono del patrimo­
nio edificado y su sustitución por edificios de nueva cons­
trucción). Lo mismo sucede con el trabajo no monetarizado,
que es invisible con los actuales instrumentos de medición
del desarrollo económico. Como vimos al comienzo de este
trabajo, la comparación internacional del PIB o Renta Na­
cional entraña muchos problemas: dos países desarrollados
que obtengan una renta monetaria similar con un grado desi­
gual de monetarización de sus recursos de trabajo, gozan de
hecho de un bienestar muy diferente, porque estos recursos
se aplican a la mejora del nivel de vida de la población aun­
que consten como inactivos.
Las cuentas satélites, o lo que también se llama “Conta­
bilidad de actividades económicas no incluidas en la Conta­
bilidad Nacional” o “Cuentas Nacionales Ampliadas” tienen
por objetivo la integración del análisis monetario y el no
monetario. Se basan en los estudios sobre trabajo no remu­
nerado (hay otras cuentas satélites dedicadas específicamen­
te al medio ambiente), y existe ya una abundante literatura
sobre el modo de realizar la “traducción” entre los valores
monetarizados y los no monetarizados. El sistema más utili­
zado es el de inputs (tiempo invertido en la producción no
monetarizada), aunque también hay partidarios del sistema
de outputs (valor que tendría la producción si se comprase en
el mercado). Dentro del sistema de cálculo por inputs hay
variedad de procedimientos en las estimaciones ya realiza­
das (valor de la hora trabajada, coste de oportunidad, inclu­
sión o no de impuestos y seguros sociales, etc.).
Para España, en 1991 se publicó una estimación del va­
lor de la producción (fundamentalmente, servicios de ali­
mentación, limpieza, cuidado y gestión) no monetarizada
con los datos entonces disponibles, otorgándose al trabajo no
monetarizado una equivalencia del 80% sobre el precio del
trabajo vendido en el mercado de trabajo. Según las distintas
fuentes sobre uso del tiempo utilizadas, el valor de la pro­
ducción no incluida en las estimaciones del PIB en 1991 era
un mínimo de un 84% y un máximo de un 126% sobre el
PIB, tal como lo estimaba la Contabilidad Nacional. Poste­
riormente, sobre la base de los datos nacionales ofrecidos
por la Encuesta CIRES de 1996, han podido reajustarse estas
estimaciones. Se manejan dos escenarios: que el precio del
trabajo fuera del mercado sea igual, o que sea un 20% más
bajo que el vendido en el mercado. La menor cualificación
media de las mujeres (en las actividades típicas del mercado
de trabajo) favorece la adopción del segundo escenario, pero
la abundancia de horas de trabajo no monetarizado en días
festivos o fuera de la jomada normal favorecería la adopción
del primero.
Todos los países aumentan su PIB si se integra el traba­
jo no remunerado, pero ningún país de la OCDE o la UE lo
haría en una proporción tan alta como en España (la mayoría
sólo incrementaría entre el 40 y el 60%), porque es donde se
produce la mayor disparidad entre el trabajo remunerado y el
no remunerado o, lo que es lo mismo, entre los papeles eco­
nómicos que desempeñan los hombres y las mujeres. Como
promedio, la población española mayor de dieciocho años
dedica 645 horas anuales por persona al trabajo remunera­
do, 1.640 al trabajo no remunerado y 2.285 horas a la suma
de ambos tipos de trabajos.
Si se otorgase un valor del 80% al trabajo no remunera­
do respecto al remunerado, el PIB español sería en realidad
un 102% mayor de lo que ahora se acepta, y si se otorgase un
valor del 100%, el incremento sería del 128%.
Todavía hay que hablar en condicional, refiriéndonos
a un hipotético “si se hiciera”. Esta hipótesis está cada vez
más cerca, aunque falta su incorporación definitiva al espe­
jo de la realidad económica que llamamos Contabilidad
Nacional. Pero de ese tema y de la aprobación por unanimi­
dad en el Congreso de los Diputados de una propuesta para
crear un nuevo tipo de indicadores económicos (1998) vol­
veremos a ocupamos en el ensayo titulado “Los fabricantes
de espejos”, en este mismo volumen.
C a p ít u l o IV

El Renacimiento que vivimos hoy

P r e s e n t a c ió n

Hace veinte años se creó en la Universidad Autónoma


de Madrid un pequeño seminario de estudio y discusión que
tenía por objeto reflexionar sobre el papel de la ciencia en la
vida de las mujeres y sobre el papel de las mujeres en el
desarrollo de la ciencia. La primera aparición pública de
aquel seminario fue la participación en un Curso de Huma­
nidades Contemporáneas con una conferencia titulada “La
mujer en la Universidad: mil años de ausencia”. El pequeño
seminario, del que formaron parte desde el principio Pilar
Folguera y Maite Gallego, tuvo buena fortuna. Meses más
tarde se conseguía un ciclo completo de conferencias en los
cursos de Humanidades, en las que participaron intelectuales
relevantes de diversos campos científicos: Historia, Antro­
pología, Medicina, Literatura, Sociología, Economía y Dere­
cho. Las conferencias se publicaron en 1981 en un volumen
titulado La mujer en el mundo contemporáneo (J. Caro Baro-
ja, J. Conelly Ullman, S. Del Campo, M. A. Durán, M. A. Cap-
many; T. Calvo, M. Salas, C. de la Gándara, J. A. Usandiza-
ga). Ese fue el comienzo de una línea editorial que más tar­
de desarrollaría la Prensa Universitaria de la Universidad
Autónoma de Madrid, dedicada principalmente a publicar
las Actas de los encuentros que a partir de entonces se cele­
braron cada primavera en esa Universidad, con el título de
Jomadas de Investigación Interdisciplinar sobre la Mujer.
El seminario inicial, que ha mantenido una continuidad inin­
terrumpida, se ha transformado en un Instituto Universitario
de Investigación, reconocido por la propia Universidad
Autónoma y por el Ministerio de Educación y Ciencia. Con
estas páginas quiero recordar aquellos inicios, a aquellas
personas, aquellos acontecimientos y aquellas anécdotas y
sueños de cambio.
Quien lea ahora este ensayo no puede percibir la tensión
y el esfuerzo que hace veinte años necesité para escribirlo y
exponerlo, pero lo cierto es que ni antes ni después he debi­
do tanto a una invitación a hablar. Fue una magnífica opor­
tunidad para ejercer la libertad de expresión en el contexto
universitario, fuera de la rigidez del programa oficial del
plan de estudios. Como en un camino de Damasco laico, de
golpe se sintetizaron las lecturas y reflexiones acumuladas
durante dos años de preparación de oposiciones a cátedra.
Cuando terminé la conferencia, estaba tan exhausta que tuve
que irme a casa a descansar.
La primera parte de este ensayo, dedicada a la Historia
de la ciencia y las ideas de los científicos sobre las mujeres,
es una versión abreviada de aquella conferencia de 1980.
Ente una fecha y otra se han publicado en todo el mun­
do muchísimas obras en el mismo sentido, y en España la
AUDEM (Asociación Universitaria de Estudios de las Muje­
res) coordina más de treinta núcleos de investigación en las
universidades españolas. No obstante, creo que el estudio
mantiene su frescura original y por eso lo he reproducido.
De la primera parte, y visto desde la situación actual, lla­
ma la atención la rotundidad del primer párrafo, en que se
dice que “la búsqueda de la huella de la mujer en el primer
milenio de la Universidad Europea se resume en una sola
palabra: nada”.
En otros párrafos, no reproducidos en esta ocasión, se
matizaba más esta afirmación tan tajante, apuntando que de
hecho había habido muchas más de las que se recordaba.
Pero la aceptación como punto de partida de una aseveración
que suelen utilizar quienes acusan a la mujer de no haber
producido ciencia y, consecuentemente, de ser incapaz de
producirla, tenía una clara motivación argumental; se acep­
taba para entrar de lleno en el debate, sin perder energías ni
tiempo en argumentaciones laterales y menores. Lo que
importaba debatir no eran los resultados, sino los procesos.
No importaba el papel de la mujeres como “añadidoras” de
ciencia (más de lo mismo), sino, sobre todo, su potencial
papel de innovadoras, de transformadoras del secular proce­
so de producción, acumulación, exclusión y transmisión de
conocimientos. En cierto modo, todo el ensayo es un home­
naje a Galileo, cuyo proceso, condena, solidaridades y pos­
terior rehabilitación tiene tantas similaridades con los actua­
les movimientos intelectuales de mujeres.
Esta mirada retrospectiva sobre el comienzo de una ins­
titución, veinte años más tarde, tiene poco de nostalgia y mu­
cho de alegría. He (hemos) respirado y crecido. Las jóvenes
de hoy siguen poniendo en marcha nuevos seminarios, revis­
tas, nuevos proyectos de investigación científica. Somos ya
muchas.
El balance de veinte años no borra el retraso de veinte
siglos, pero confirma que el movimiento intelectual de las
mujeres va por buen camino.

I. L a ley en d a d el “L ib r o d e l a C ie n c ia ”

La búsqueda de la huella de la mujer en el primer mile­


nio de la Universidad europea se resume en una sola palabra:
nada.
De poco vale el registro de los viejos archivos, de los le­
gajos y de los manuscritos. No había mujeres entre los pere­
grinos intelectuales que en la Alta Edad Media viajaban has­
ta Bagdad o hasta Alejandría, ni entre los que tradujeron a
Aristóteles, a Galeno, a Euclides y a Tolomeo. Apenas queda
recuerdo de mujeres en las crónicas de Abderramán III y su
hijo Alhakem, cuando describen el palacio del califa de Cór­
doba como un gigantesco taller de traductores y copistas,
como un lugar de estudio y de creación, ni dicen los poetas
que fueran mujeres quienes lloraron por la ruina de la Bi­
blioteca a manos de Almanzor.
Cuando, veinte años más tarde de la muerte de Averroes,
se inicia el resurgimiento intelectual en la Europa cristiana,
son varones los que viajan durante semanas y se ausentan de
sus hogares para escuchar a Abelardo en las colinas de San­
ta Genoveva. En las Universidades de Palencia (1212), Sala­
manca (1215) o Valladolid (1260) no figuran mujeres y en la
memoria colectiva no queda huella de la aportación de la
mujer durante estos siglos cruciales eivque se funden las dos
culturas de las que habría de nacer la cultura española: la
islámica y la cristiana.
La recuperación de la presencia de la mujer en este pe­
riodo viene dada a través de la leyenda, casi subrepticiamen­
te, y confirma su presencia real en el entorno de la vida
intelectual, aunque no participe en ella. Alberto Jiménez, en
su Historia de la Universidad española, recoge la leyenda
del monje Gerberto, que luego sería Papa con el nombre de
Silvestre II (999-1003), y su venida a la España mahometa­
na: pero lo que en su interpretación revela el horror y la
atracción simultánea que la Europa cristiana e ignorante sen­
tía por la poderosa y culta civilización islámica de aquel mo­
mento, desde otra perspectiva puede muy bien simbolizar la
existencia de la mujer como sujeto negado y su presencia
bajo formas poéticas, mágicas y delictivas.
La leyenda de Gerberto abre la puerta a una nueva mane­
ra de ver la historia de la relación entre la mujer y los centros
productores transmisores de la “alta cultura” en Europa. Sa­
bemos que buscar la huella femenina entre las listas de estu­
diantes o las actas de opositores es poco fructífero, y el es­
fuerzo empleado en descubrir que, de siglo en siglo, alguna
mujer recibe el honorífico título de “doctora”, en reconoci­
miento de su magisterio, no guarda proporción con lo que
cuesta. ¿Cómo llamar, pues, historia a lo que no es huella de
presencia sino ausencia?
Es Vicente de Beauvois (n. 1264), uno de los enciclo­
pedistas más populares de la Edad Media, quien relata la
historia en su libro Speculum historiae. El libro llega a Al­
fonso el Sabio como regalo del rey de Francia. Jiménez lo
transcribe así:
Habiendo éste [Gerberto] aprendido en las Galias
cuanto podía recibir de maestros ignorantes, dobló los
Pirineos y buscó la ciencia en España, país considerado
como de impuros nigromantes...
Gerberto vivió en Toledo, donde entró en posesión de
todos los secretos de la ciencia. En un palacio de la Ciu­
dad Imperial sedujo a la hija de su maestro, la cual le
ayudó a hurtar del lecho de su padre el libro mágico que
guardaba bajo su cabeza durante el sueño. Huyó con su
tesoro, pero el nigromante burlado, guiándose por las
constelaciones, siguió al fugitivo. Recurriendo éste a sus
artes, se ocultó durante una semana bajo un puente, sin
tocar la tierra ni el agua; y luego, llamando a los diablos
en ayuda suya, le trasladaron éstos sobre sus alas por
encima de la mar1.
Ésta es la transcripción literal del viaje de Gerberto-Sil-
vestre. Pero si se abandona la lectura inmediata de las pala­
bras para buscar en ella otros posibles significados más pro­
fundos, la leyenda pierde exotismo y colorido y empieza a
transformarse en otro tema mucho más próximo y familiar.
¿No estará, acaso, contando una historia universal sobre el
conflicto entre el poder y la ciencia? ¿No ganará la historia
su sentido al cobijo de unas ideas y unas actitudes colectivas
que le prestan su credibilidad?

1 A. Jiménez, Historia de la Universidad española, Madrid, Alian­


za, 1971, págs. 13 y ss.
Tras una segunda lectura, emergen los supuestos tácitos
en que se apoya la narración, y no es difícil transformar la
leyenda en un conjunto articulado de ideas sobre la ciencia,
que podemos resumir así:

1.° El conocimiento (la sabiduría, la ciencia) es un bien.


2.° Es un bien poseído colectivamente y selectivamente
por grupos especializados (los maestros).
3.° Para adquirir mayor conocimiento hay que romper y
abandonar el propio mundo. Para llegar a la sabiduría
hay que trascender lo cotidiano, liberándose del pai­
saje familiar.
4.° La ciencia tiene dueños. Florece a la sombra de las
ciudades imperiales y se guarda en palacios.
5.° La ciencia es poder y, como tal, no puede compar­
tirse. Sus secretos, encerrado», tienen que vigilarse
constantemente. Ni siquiera durante el sueño puede
descuidarse la guardia.
6.° Si la ciencia se formaliza y concreta en un objeto (el
Libro), aumenta el riesgo de que los “otros” (los ene­
migos, los excluidos) la conozcan, la roben o la des­
prendan de su medio y finalidad inicial.
7.° En el entorno de los que poseen y encierran el co­
nocimiento, girando alrededor de ellos pero sin pene­
trar en el contenido de sus secretos ni participar en su
fuerza, hay una órbita de seres humanos secundarios
y apenas visibles, cuya alianza instrumental, tempo­
ral, pronto olvidada, buscan quienes batallan por el
acceso al Libro mágico del saber y del poder.
8.° La conquista del saber se transforma en una guerra de '
apropiación y de exclusión. Todas las armas son líci­
tas. El vencedor es el que domina y excluye del acce­
so al conocimiento a los demás, el que sabe huir con
el Libro.
9.° El aspirante triunfador saldrá transformado de la
prueba: para mantener su nueva dominación tendrá
que asimilarse al antiguo dueño del libro y usará el
secreto de sus mismas artes. No podrá escapar a su
destino y seguirá un proceso mil veces repetido ante­
riormente. Conocerá la ocultación, perderá el contac­
to con sus raíces humanas (la tierra, el agua), sucum­
birá al miedo y a la tentación y por fin iniciará el
ascenso estelar y definitivo en alas del Mal.

II. P r o c e s o s y r esu lta d o s . L a s c o n d ic io n e s d e v id a

d e l o s (a s ) in v e s t ig a d o r e s (a s )

La adopción del punto de vista ortodoxo sobre la contri­


bución de la mujer a la cultura europea es una trampa ideo­
lógica demasiado evidente. Vamos a pasar por alto, de mo­
mento, su contribución al conocimiento empírico en la agri­
cultura, en la ganadería, en la alfarería, en la medicina, en la
alimentación y en el vestido2. Olvidemos también, por aho­
ra, su contribución a la creación de la literatura y de la histo­
ria oral3. No pretendemos afirmar que hubiera mujeres entre
los grandes filósofos, los grandes matemáticos y teólogos y
los científicos naturales. Aunque, sin duda, hubo más de las
que se reconocieron y más aún de las que se recuerdan, ése
no es el problema4.
Planteado así equivaldría a aceptar la definición de la
situación en términos de resultados y no en términos de pro­
cesos, y pasar por alto lo único que verdaderamente interesa
en esta reconstrucción histórica: la relación entre las condi­

2 M. W. Wartofsky, Introducción a la filosofía de la ciencia, Madrid,


Alianza, 1973, vol. I, págs. 46 y ss; Evelyn Reed, Sexo contra sexo o cla­
se contra clase, Barcelona, Fontamara, 1980, págs. 85 y ss.
3 Vid., por ejemplo, la recuperación del Romance a la muerte del in­
fante Don Juan a partir de la recitación oral del romance por una lavan­
dera. Citado por María Lafite en La mujer en España. Cien años de su
historia, Madrid, Aguilar, 1964.
4 M. Ángeles Durán, “La investigación sobre la mujer en la Universi­
dad española contemporánea” (prólogo a un catálogo de tesis doctorales
y tesinas sobre la mujer), Madrid, Ministerio de Cultura, 1981.
ciones de existencia y el tipo de conocimientos que ha pro­
ducido la ciencia europea, principalmente sus universidades.
Desde la óptica convencional, la historia de la mujer en
la Universidad no necesita de nuevas aportaciones, a no ser
por el valor simbólico de los escasos testimonios sobre figu­
ras de orden secundario que todavía puedan recobrarse. Pero
desde esta nueva perspectiva, la historia de la mujer en la
Universidad es una tarea ingente que apenas acaba de empe­
zar y para la que hará falta el esfuerzo colectivo de varias ge­
neraciones de historiadores sociales y de sociólogos del co­
nocimiento5.
Como hipótesis de trabajo, podemos aceptar que la mu­
jer no participó activamente, o en un papel relevante, en la
creación de la ciencia europea. ¿Quiere esto decir que, por
ello, quedó al margen del proceso de creación de la ciencia y
que el contenido de la ciencia fue neutral para ella?
Sin duda, no. La ciencia no surge en el vacío ni gratuita­
mente, sino que se produce lentamente como resultado de
unas condiciones sociales. Tampoco es ajena la ciencia al
proceso de construcción social de la realidad, ya que lo teni­
do por cierto y riguroso adquiere el poder de explicar, prever
y justificar lo real, lo que viene a ser lo mismo que otorgarle
el poder de condenar, de oponerse o de favorecer una cons­
trucción de la realidad acorde con los propios esquemas
explicativos6.
Respecto a la mujer, la ciencia puede verse en dos
perspectivas: la primera, aunque muy minoritaria todavía, es
la más trabajada. Trata de recuperar el conocimiento sobre la
mujer que ha producido la ciencia o cuando menos los cuer­

5 Vid. M. Ángeles Durán (ed), Liberación y utopía, Madrid, Akal, 1981.


Es una obra colectiva sobre la mujer ante la ciencia y contiene capítulos
sobre filosofía, lenguaje, historia, geografía, economía, derecho, psico­
logía, biología y medicina.
6 R. Merton, La sociología de la ciencia, Madrid, Alianza Universi­
dad, 1977, especialmente págs. 46-86; Berger y Luckman, La construc­
ción social de la realidad, Buenos Aires, Amorrortu, 1977.
pos sistemáticos de conocimiento, tales como la filosofía, el
derecho, la biología o la teología. La segunda perspectiva,
mucho más novedosa, es la que trata de estudiar la propia
definición y modo de construirse la ciencia, para ver en qué
medida estos procedimientos han podido afectar al resultado
del conocimiento sobre la mujer y en qué medida pueden
estar condicionando su conocimiento en el futuro.

III. Las m u je r e s y l a f o r m a c ió n d e l a c ie n c ia

III. 1. La herencia clásica

La ciencia europea actual ha surgido de dos corrientes


de pensamiento de raíces antiguas, que al fundirse han
potenciado enormemente su desarrollo7. La primera de estas
corrientes tiene su origen en el pensamiento griego y para
ella el problema fundamental es distinguir entre lo mudable,
lo aparente, lo temporal, y las realidades profundas de las
que lo demás no son sino simples manifestaciones. Es la ten­
sión entre lo que se manifiesta por encima, lo que es simple
apariencia y la esencia subyacente.
Introduzcamos ahora un recurso heurístico: traigamos a
la memoria la imagen platónica del hombre de la caverna, en
la que las luces cambiantes proyectan sus sombras. Los filó­
sofos han dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre el
hombre, el mundo y la mujer. Y resulta que ellos mismos
están situados al fondo de su caverna, recibiendo poco más
que las sombras de las manifestaciones de las mujeres de la
época en que viven. Los filósofos griegos (los hombres grie­
gos, pues pocas fueron las mujeres griegas que se incorpora­
ron como filósofas a la producción del pensamiento) busca­
ron conocer lo que hay por debajo de la coyuntura, de lo

7 Umberto Cerroni, Introducción a la ciencia de la sociedad, Barce­


lona, Crítica, 1977, págs. 11 y ss.
periférico. Pero: ¿Qué pueden esperar las mujeres de un
mundo donde son los hombres quienes definen la esencia de
lo humano, y por ende, de las mujeres? ¿Qué son las muje­
res para esta categoría de hombres buscadores de esencias?
¿Podemos suponer que la reflexión del filósofo-hombre so­
bre lo esencial de la mujer y del hombre, sobre la esencia de
lo humano, será distinta de lo que habría sido la reflexión de
la mujer-filósofa? Para Hesiodo, la mujer, igual que la tierra,
es naturaleza dominada por el hombre8. Platón, que en su
búsqueda de la esencia de lo humano es capaz de distinguir
entre lo que ve y lo que podría ver, afirma que la mujer nun­
ca podrá incorporarse a las tareas de la vida política si se la
agobia bajo el peso de los trabajos domésticos: pero su posi­
ción fue sostenida en solitario, cayendo en el vacío de una
práctica social que otorgaba a las mujeres un status ligera­
mente superior al de los esclavos. Aristóteles mantuvo que la
mujer era un varón mutilado o incompleto y sus visiones
biológicas expuestas en La generación de los animales sir­
vieron de base a una larga tradición biogenética y psicológi­
ca, que negaba la participación activa de la mujer en el pro­
ceso de reproducción de la especie humana. Su Política fijó
la dimensión política de la relación entre los sexos9.
De la herencia clásica ha llegado hasta la ciencia con­
temporánea la avidez en la búsqueda de las esencias,
búsqueda cuyos hallazgos aceptados condicionan cual­
quier desarrollo posterior de las ideas. ¿Quién se atreverá
a estudiar, a dudar o a negar lo que ya se ha consolidado
como conocimiento sobre lo “esencial” de la mujer y del
hombre?

8 Amaury de Riencourt, La mujer y el poder en la Historia, Caracas,


Monte Ávila, 1977, especialmente págs. 181 y ss.; Bridenthal Koonz
(ed.), Becoming visible. Women in European History, Boston, Houghton
Mifflin, 1977, especialmente el estudio de M. Arthur sobre la mujer en
la era clásica, págs. 60-89.
9 Rosemary Agonito, History of Ideas on Woman, Nueva York, Para-
gon Books, 1979, págs. 23 y ss.
Con San Agustín, el conocimiento adquiere un nuevo lí­
mite y un nuevo dueño: la verdad revelada se convierte en la
última base del conocimiento. La ciudad de Dios refleja un
mundo cerrado, concluso, ordenado y justificado por sus
causas últimas, y la posición de la mujer en este mundo deri­
va del mandato contenido en la revelación cristiana10. La
mujer, cuya funcionalidad como esposa y como madre no
puede ocultarse, tiene que purgar la culpa de su otro papel: el
de ser instrumento del demonio, atracción del deseo. Ante el
temor que despierta el poder de su cuerpo, de la vida llaman­
do a la vida, la razón defensiva de la dominación convierte
su cuerpo en mal y somete su razón a la teología y a la auto­
ridad terrenal que encama su representación. San Agustín
retomará la doctrina de San Pablo y someterá a la mujer cris­
tiana a la autoridad del pater familias, perpetuando la domi­
nación en el plano de lo religioso, en el plano de las ideas y
en la vida civil.
La recepción de la revelación como manifestación de la
voluntad de Dios se convierte en una eficacísima arma de
dominación intelectual en los grupos que controlan la pro­
ducción ideológica y la cultura. Toda la realidad social es
reconstruida desde el conocimiento revelado, y las mujeres,
igual que su relación con los hombres, caen bajo la defini­
ción ideológica de los expertos en Revelación.
No por eso pierde la mujer su capacidad de razonar,
evidentemente. El humor y la contestación ganan pujanza en
la vida de las picaras, de las desvergonzadas y de las margi­
nales. La mujer crea una psicología de supervivencia, de
adaptación pasiva y volcada hacia dentro de su propia subor­
dinación. Pero la ciencia y el conocimiento de la época no se
construye ni se acumula por las aportaciones anónimas y
discontinuas de las mujeres sobre su vida cotidiana. Son los
centros culturales donde se producen las condiciones exis-
tenciales adecuadas (apartamiento de la producción directa,

10 Agonito, op. cit., págs. 73 y ss.


delegación de los cuidados dirigidos al propio mantenimien­
to personal, acumulación de los conocimientos construidos
anteriormente, aprendizaje de las técnicas del estudio) don­
de se ejercita de un modo sistemático la razón, y este ejerci­
cio se hace desde unos supuestos metalógicos y metacientí-
ficos que en nada garantizan la neutralidad (por no hablar
siquiera del favorecimiento) del razonamiento en lo que a la
mujer se refiere.
Santo Tomás y su Summa Theologica representan la
continuación medieval y cristiana de Aristóteles. La mujer
se predica, de nuevo, como un varón incompleto, hasta en lo
que tiene de burdos errores biológicos. La esencia de esta
imperfección se magnifica y sacraliza, puesto que así lo ha
dispuesto Dios. Y, ¿quién podría rebelarse contra los desig­
nios divinos sin añadir al desafío intelectual una desobedien­
cia religiosa y un delito civil?, ¿quién tendría el valor de al­
zarse sobre su condición cotidiana, sacar fuerzas de su igno­
rancia, proclamar la fe en su propia e inculta razón?, ¿quién
se atrevería a negar lo que es evidencia para los sabios, justi­
cia para el legislador y cielo o infierno para los guardianes
de la vida ultraterrena?
Difícilmente podrían hacerlo las mujeres, sean damas o
campesinas. Su contribución a la producción directa es
inmediata, y su guerra particular es la continua lucha contra
la muerte, creando nuevas vidas” . Pero no tienen ninguna
posibilidad de acceso a la razón culta y el contenido de las

11 Desafortunadamente, son escasas las publicaciones sobre la histo­


ria de la mujer en España o sobre su reflejo en el pensamiento político
español. No obstante, hay que esperar que la creciente atención concedi­
da a este tema, tal como puede verse a través del Catálogo de tesis y tesi­
nas, produzca resultados interesantes en los próximos años. Sobre la
posición económica de la mujer campesina, burguesa o terrateniente en
la Europa medieval, especialmente en Francia, Inglaterra, Alemania y
Rusia, véanse las conferencias números 3,4 y 5 de Alexandra Kollontai
en 1921 en la Universidad Sverdlov de Petrogrado, editadas, con intro­
ducción de J. Heinen, bajo el título Sobre la liberación de la mujer, Bar­
celona, Fontamara, 1979.
enseñanzas por las que se educan es una reproducción de los
ideales agustinianos y tomistas. Los libros de consejos o li­
teratura ascética tienen su réplica mordaz en las fábulas po­
pulares, pero unos y otros describen y refuerzan una subor­
dinación secular12.

III.2. El miedo, el silencio y la razón.


La ruptura renacentista

En el Renacimiento se inicia una ruptura entre Razón y


Revelación, una lucha titánica entre el imperativo de la razón
y el miedo a las consecuencias de su ejercicio. Las con­
secuencias de los nuevos descubrimientos astronómicos o
físicos son revolucionarias para la práctica social, y los
investigadores conocen el silenciamiento, la condena y la
retracción. Cada silenciamiento público, cada condena tras
un proceso, va precedida de mil juicios interiores que no lle­
gan a salir de los labios del inculpado. Cada silenciamiento
formal es sólo el último de una cadena de mil silencios y mil
miedos personales, callados sin exponerse, negados y de­
tractados sin necesidad de proceso, interrumpidos en su
desarrollo por miedo al resultado de sus conclusiones. Hay
una inquisición y un tribunal en el interior de cada investiga­
dor que reflexiona, de cada filósofo que piensa, antes de que
al investigador le llegue la amenaza de prisión o de hoguera,
de destierro o de relegamiento, el miedo ha detenido ya el
pensamiento y la acción de muchos de sus discípulos, de sus
allegados y amigos.

12 Sobre la idea de la mujer en los cuentos medievales, especialmen­


te franceses e ingleses, vid. Eileen Power, Mujeres medievales, Madrid,
Encuentro, 1979, págs. 13-38. En la misma obra, sobre la educación
de la mujer medieval, págs. 95-128. Para un periodo algo posterior vid.
T. Hanrahn, La mujer en la novela picaresca española, Madrid, José Po-
rrúa, 1967, especialmente págs. 85-98.
Con el Renacimiento aparece la ciencia moderna. Lenta­
mente, los estudiosos van cambiando el foco de su interés y
renuncian a la búsqueda de “todos” o “esencias”. Descon­
fían de las totalidades como trampas, y se resisten a aceptar
otra información que la que proviene de lo observable. No
niegan ni afirman el valor de lo revelado, pero acotan un
nuevo terreno en el que se mueven con maestría: la observa­
ción, la experimentación. Constatan los cambios y la persis­
tencia en las manifestaciones, recurren al artificio del aisla­
miento, de la disección, de la lente de aumento, de los pesos
y las medidas. Tratan de separar el orden de los valores y el
de la práctica real, y conceden tanto interés al estudio de los
medios como al de los fines. Dicen, con expresión que resu­
me su postura, que “la naturaleza habla en el lenguaje de los
números”.
Pero si la naturaleza habla en el lenguaje de los números,
¿cuáles son los “números” de la mujer? Si el conocimiento
renuncia a los argumentos de autoridades, ¿cuáles son las
autoridades renunciadas por la mujer? Si la ciencia se cons­
truye planteando nuevas preguntas, ¿cuáles serán las nuevas
preguntas sobre la mujer y cuáles los medios empleados para
darles respuesta?
La incipiente ciencia moderna parece servir mejor a los
intereses de la nueva clase en ascenso, la burguesía, que a la
mujer. Maquiavelo se pregunta sobre la relación real entre el
príncipe y sus subordinados y hace explícita una teoría del
poder. Prescinde de la piadosa veladura del Derecho, de las
justificaciones históricas o sacras, y habla desnudamente
sobre los instrumentos de la dominación. Sin embargo, no es
capaz de preguntarse si hay acaso otras dominaciones, otras
formas de poder y de sometimiento. No puede pensar en otra
relación entre los sexos que la que él ha conocido y la acep­
ta como esencia o destino, sin imaginar siquiera lo que aún
tardaría siglos en interpretarse como una relación política o
de poder entre los hombres y las mujeres.
La crítica a Aristóteles en los siglos XV y XVI alcanza
desde el teleologismo de su física hasta la presentación de su
doctrina política como natural. Francis Bacon (siglos XVI-
XVII) le llamará “el peor de los sofistas, aturdido por una
inútil sutileza y un despreciable vituperio de las palabras”13.
Pero el propio Bacon, que consagra la modernidad de su
pensamiento en la crítica aristotélica a las prenociones, que
ha construido experimentalmente nuevas categorías, no es
capaz de sostener su modernidad cuando a la mujer se refie­
re. Su protector, Jaime I, ejemplifica un periodo de persecu­
ción sexista, y Bacon no tendrá inconveniente en escribir un
ensayo en el que recoge y justifica el ambiente de la época.
Dirá que las mujeres, y el amor por ellas, son un impedi­
mento para el hombre que le distrae de mejores empresas; y
en cuanto a las mujeres, no hay otra empresa posible para
ellas que la de esposas castas y obedientes14. Bacon ha dado
un salto hacia atrás: para hablar de la mujer ha preferido
recordar la leyenda de Ulises que los quietos instrumentos
de su razón o de su laboratorio. Bacon, a quien sus contem­
poráneos llaman “guía de la humanidad” y “nuevo Moisés”,
que cree ser junto a sus compañeros de la Royal Society un
librepensador, intelectual y científico, está tan aherrojado a
su tiempo como lo estuvieron sus precursores. Cuando a la
mujer se refiere, sigue acogiéndose a las antiguas autorida­
des, olvida la búsqueda de los números y no sabe plantearse
las nuevas preguntas.
Galileo personifica los grandes cambios de su siglo, el
conflicto entre el pensamiento nuevo y el Orden Social an­
quilosado. Ortega le tomará en el siglo XX como pivote para

13 Umberto Cerroni, Introducción a la ciencia de la sociedad, ed. cit.,


pág. 15.
14 Agonito, op. cit., págs. 91 y ss.
la reflexión sobre las crisis y la sustitución de las generacio­
nes. Respecto a las mujeres, Sánchez Ron acaba de recor­
damos que todavía conservaba Galileo el viejo vocabulario
aristotélico sobre los humores, que hacían de los hombres
seres cálidos y secos, y por tanto agresivos, en tanto que las
mujeres eran húmedas y frías, y por tanto pasivas15. Isabelle
Stengers16 describe a Galileo como el sabio más grande de
su época, que escribe no en latín sino en italiano para llegar
a los lectores corrientes y no sólo a los expertos; anuncia el
fin de una tradición basada en la autoridad de Aristóteles, la
práctica de una ciencia respetuosa de los hechos y no de los
textos. La condena de la Iglesia había de marcar época, y
ambas partes lo sabían antes y durante el proceso. Para Sten­
gers, Galileo no fue ingenuo y aceptó y preparó el desafío
consciente de sus posibles consecuencias; los historiadores,
dice, no debieran dejarse seducir por su figura de víctima,
sino interpretarle con mayor profundidad en el juego de las
guerras y alianzas políticas entre el Vaticano, Francia y Es­
paña. En cualquier caso, la figura de Galileo se ha converti­
do en un símbolo de la rebeldía intelectual, y su evocación
“causa efectos” porque los hombres y las mujeres proyectan
sobre ella su propia memoria, sus angustias y sus conflictos
entre la razón y la obediencia.
También saca Galileo inspiración para sus investigacio­
nes de los mitos antiguos: cuando, gracias a las lentes de su
telescopio, descubrió los cuatro principales satélites de Júpi­
ter, les dio el nombre de los amores de Zeus. Uno de ellos es
Callisto, “la más hermosa”, a quien nos referíamos al co­
mienzo de estos ensayos. Callisto, pues, está presente dos
veces en el cielo: una, en la Osa Mayor; y otra, en las órbitafs
jupiterinas.

15J. Ortega y Gasset, “En tomo a Galileo”, Revista de Occidente, Ma­


drid, 1956; José Manuel Sánchez Ron, Diccionario de la ciencia, Barce­
lona, Planeta, 1996.
16 Isabelle Stengers, “Los episodios galileanos”, en M. Serres, Histo­
ria de las ciencias, Madrid, Cátedra, 1991, págs. 255-285.
De los científicos del siglo XVII guardamos el legado de
su confianza ilimitada en la ciencia y en la aplicación del
conocimiento a la vida cotidiana: pero ¿sirve realmente a la
mujer la ciencia que va cuajando en este siglo? ¿Contribu­
yen en algo a su liberación el racionalismo de Descartes, el
empirismo de Locke? La tecnología aplicada, ¿cambia en
algo sus condiciones de existencia cotidiana, su guerra per­
manente por la conquista de la vida?17. Nadie duda que el
descubrimiento de nuevos continentes, de nuevos instru­
mentos de navegación y de arrastre y de nuevas leyes físicas
afectó decisivamente al mundo de las ideas y a la vida de
muchos hombres. Pero ¿afectó del mismo modo al mundo
de las mujeres?

III.4. El orden de la Naturaleza y el orden de la Libertad

Las ciencias físicas y naturales van librándose poco a


poco de la tutela de la metafísica y la teología e inician un
proceso irreversible de autonomía. Sin embargo, la metafísi­
ca sigue orientando la filosofía y las ciencias humanas, tan­
to en la creación de nuevos conocimientos como en su trans­
misión a través de la docencia. Kant despierta el viejo pro­
blema de las esencias bajo formulaciones nuevas. No es la
formulación como una contraposición entre las dos ciuda­
des, sino, con palabras de Cerroni, como “el desgarramiento
interno dentro de una misma ciudad laica que aqueja al hom­
bre moderno”18. Es la tensión entre el orden exterior, el or­
den de la naturaleza, y el orden interior, el de la reflexión y
la perfección de la libertad. Para Kant, no se puede prescin­
dir de la búsqueda de lo que hay de razonable en la naturale­
za; pero la búsqueda de una razón ajena a nosotros en la
naturaleza remite inmediatamente a una concepción provi-
dencialista, a un paso de convertirse de nuevo en una teleo-

17Agonito, op. cit., págs. 95 y 103.


18 Cerroni, op. cit., págs. 16 y ss.
logia de la historia, en una teología de la naturaleza. Con
Kant volvemos a perder la ayuda de nuestra razón para en­
tender el mundo que nos rodea, puesto que en la naturaleza
buscamos la causa última, la explicación del principio y del
fin. Atrapadas en un espacio y un momento del tiempo,
nuestras vidas concretas sólo son un punto, un relleno en una
trayectoria cuya razón de comienzo y de final nos es desco­
nocida. Kant no renuncia a su interpretación sobre el fin últi­
mo que a la mujer corresponde, sobre la teleología de su
paso por el mundo: y confundiendo a la mujer con la dama,
y a ésta con su propia versión sobre ella, concluirá en un dic­
tamen de cualidades esenciales. La mujer, dirá, es la belleza,
y su conocimiento sobre el mundo es también un conoci­
miento a través de la sensibilidad ante lo bello. Otra cosa,
otra educación sería interponerse en su “verdadero” sentido
y destino. Hegel tratará de superar el dualismo kantiano, no
a través del finalismo ético, sino de la razón dialéctica. Pero
mientras afirma el principio de la independencia de la razón,
sostiene que la mujer carece de capacidad para el razona­
miento abstracto, para las ciencias superiores o la filosofía.
¿Quién tendrá, pues, el monopolio del conocimiento univer­
sal, profundo, en lo que a la mujer se refiere? ¿Qué razón
independiente, qué idea, qué consciencia será la que permi­
ta conocer la relación entre la mujer y el hombre?
De una u otra forma, por oposición o por adhesión, la
ciencia y la filosofía contemporáneas continúan a Hegel. La
Universidad del siglo XX es su heredera. Y, sin embargo, un
escrito de un colectivo feminista, Rivolta Femminile, tom
a en 1970 el nombre de Hegel para simbolizar su rechazo a
esta filosofía heredada. Escupamos sobre Hegel, donde ape­
nas se desarrolla la crítica al pensamiento hegeliano, es un
manifiesto que anuncia la conversión de la mujer en el suje­
to de la historia del mundo19. Tal vez parezca desproporcio­

19 Carla Lonzi, Escupamos sobre Hegel, Buenos Aires, La Pléyade,


1975, pág. 56.
nada la altura intelectual del manifiesto y la talla del pensa­
dor a quien dirige su rechazo. Pero ¿no son las propias con­
clusiones de Hegel sobre la mujer un alegato vivo contra la
independencia de la razón? ¿No habría de servir, precisa­
mente, como demostración del subjetivismo en el proceso de
conocimiento?
Con Marx, las ciencias del hombre reciben un giro sus­
tancial. No es sólo por el poder de sus ideas, sino porque sus
ideas sirven de base a una nueva visión del mundo que rein-
terpreta el papel del proletariado ascendente. Sin los movi­
mientos obreros y sindicales, sin la organización de los par­
tidos políticos que las adoptan como credo y sin el triunfo
político de estos partidos o estos movimientos, el pensa­
miento de Marx no habría conmocionado el modo de escri­
bir la historia, la filosofía o la moral. Su visión del mundo se
impuso a la par que los cambios políticos y económicos de
los que pretendía dar razón.
Respecto a la mujer, poco o nada aportó de nuevo, por­
que su interés se centraba en el trabajo industrial asalariado
y no vio siquiera las implicaciones políticas y económicas
del trabajo doméstico que tanto interesaron a Engels20. Sin
embargo, la aportación de Engels no es tanto intelectual
como moral. El origen de lafamilia no es tan importante por
lo que demuestra como por lo que afirma, por el juicio moral
que presenta a la esposa y al esposo en una relación de
explotación, y no de ayuda mutua.
En el plano personal, Marx fue rigurosamente obediente
a la presión social por lo que se refiere a las mujeres (espo­
sa, hija, amante) que compartieron su vida. Tampoco hizo
aportaciones específicas sobre la condición de la mujer ni
sobre las relaciones entre los sexos, y cuando se refiere al
trabajo doméstico o al papel de la mujer no hay asomo de

20 F. Engels, El origen de lafamilia, de la propiedad privada y del Es­


tado, Madrid, Ayuso, 1976.
crítica, como no sea al designar con este nombre el trabajo
de encargo realizado a domicilio21.
Sin embargo, toda su obra es un discurso sobre la domi­
nación y, como tal, ilumina el problema de las relaciones
hombre/mujer. La mujer del proletariado puede ser la más
beneficiada por sus aportaciones, ya que a la subordinación
genérica como mujer añade la específica de clase, pero el
alcance de sus reflexiones se extiende a las mujeres de cual­
quier clase y de cualquier estrato, lo mismo que a cualquier
otro grupo en relaciones permanentes de subordinación.
En pocos autores es tan claro como en Marx que su obra
gana vida propia, y que puede traducirse a un lenguaje de
supuestos distintos de aquéllos en los que se escribió. ¿Sig­
nifica esta traducción a un código distinto una traición a su
autor? No, más bien patentiza su fertilidad, su capacidad
para alumbrar nuevos campos.
Cuando Marx dice que “no es la conciencia del hombre
lo que determina su ser, sino al contrario, su ser social lo que
determina su conciencia”, podría estar señalando un progra­
ma de investigación feminista: bastaría para ello con susti­
tuir la palabra genérica “hombre” por la más específica de
“mujer”, y con ello requeriría la puesta en marcha de una
nueva historia, una nueva historia de la filosofía o del cono­
cimiento, y una nueva historia de la moral22. Cuando afirma
que “en la producción social de su vida, los hombres entran
en determinadas relaciones, necesarias e independientes de
su voluntad, relaciones de producción que corresponden a
una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas producti­
vas materiales”, podría creerse que solicita una revisión del
papel de la demografía y la economía doméstica en la estruc­
tura económica de la sociedad (prefacio a Contribución a la
crítica de la economía política). Si Marx dice en La Sagra­

21 Karl Marx, Sociología y filosofía actual, selección por T. Bottomo-


re, Barcelona, Península, 1967, pág. 71.
22 Karl Marx, Sociología y filosofía actual, loe. cit.
da Familia: “La historia no hace nada... Son los hombres rea­
les y vivos los que hacen, poseen y luchan. La ‘historia’ no
utiliza a los hombres como medios para conseguir —como
si fuera una persona individual— sus propios fines. La his­
toria no es nada más que la actividad de los hombres para la
consecución de sus objetivos”, tampoco las mujeres tendrán
que aceptar una historia que las presenta bajo una perspecti­
va teleológica: si la historia de las mujeres puede convertirse
en la actividad de las mujeres (y de los hombres) para la con­
secución de sus objetivos, el fatalismo retrocede para dejar
paso a la idea de la historia como una empresa abierta, como
una historia cuya trayectoria puede cambiar, puesto que está
en construcción.
Con Marx queda claramente establecida la relación entre
conocimiento y poder. Su crítica al papel de la filosofía, del
derecho, del arte y de la ciencia en general como partes
constitutivas de la ideología de los grupos dominantes, per­
mite que las mujeres concienciadas como grupos rechacen
con mayor soltura el fardo de un “conocimiento” no creado
desde ellas, sino a sus espaldas y frecuentemente en contra
suya y a su costa.
Darwin, tan poco sospechoso de feminismo, aporta
la otra gran contribución del siglo XIX a la revisión de la
ciencia desde el punto de vista de la mujer. No importa que
crea en la superioridad biológica de lo masculino, ni que
haga descansar esta preeminencia en la selección natural. Su
contribución, superando las clasificaciones de Linneo, con­
siste en demostrar que la biología, tomada en su dimensión
paleontológica, también es historia. Y si la biología, la natu­
raleza, se hacen historia por su origen, también tendrán que
hacerse historia por la apertura a su fin. Si la biología es la
evolución hasta el aquí y el ahora, será también la evolución
desde el hoy hasta el mañana proyectado.
La naturaleza, vista con ojos postdarwinianos, ha reco­
brado una dimensión humana y la mujer ha perdido su con­
tenido misterioso, inamovible y cerrado. Si la Naturaleza se
hace Historia, será también historia en construcción.
Las primeras mujeres que batallaron por el acceso a la
Universidad fueron las contemporáneas de Marx y Darwin.
En España, la audacia de Concepción Arenal a mediados del
siglo XIX al asistir disfrazada a las clases de Derecho originó
un escándalo público. Medio siglo más tarde se legalizó el
derecho de asistir a clase sin dispensas especiales, así como
el matricularse oficialmente. Casi con las mismas palabras
cuenta María Lafite la incorporación de las mujeres a las
conferencias sobre Historia en el Ateneo de Madrid (\ 882),
y Kathleen Lonsdale la asistencia de mujeres a las sesiones
de la British Association for the Advancemente o f Science
(1938): en ésta el motivo de turbación era un trabajo sobre la
reproducción de los marsupiales; en aquélla, una conferen­
cia sobre el feudalismo23. En ambos casos, los investigado­
res o conferenciantes se negaron a hacer una exposición ante
un auditorio del que formaban parte mujeres: en ambos ca­
sos, su asistencia fue prohibida temporalmente.
Desde mediados del siglo XIX las mujeres irrumpen en
la Universidad y exigen que se les abran las puertas cerradas.
A pesar del clima hostil, a pesar de la misoginia de creado­
res contemporáneos de ideología como Schopenhauer o
Nietzsche, la incorporación al sistema educativo fue impara­
ble. Una tras otra fueron cayendo las prohibiciones. Gra­
dualmente, la mayoría de la población femenina abandonó el
analfabetismo, accedió a los niveles medios de educación
y una parte importante consiguió llegar a la Universidad:
como simple oyente, como estudiante matriculada, como
concursante en la convocatoria de becas, como ayudante de
docencia, como miembro de los Colegios Profesionales,

23 Kathleen Lonsdale, “Las mujeres y la ciencia: recuerdos y refle­


xiones”, Impacto, UNESCO, marzo, 1970, págs. 42 y ss.: Lafite, op. cit.,
pág. 157.
como titular de la docencia. En 1980, sólo cien años después
que las primeras mujeres obtuviesen en Madrid la licencia­
tura en Física o en Medicina, las mujeres eran ya más de la
mitad entre los estudiantes de Facultades Universitarias
españolas y al inicio del milenio la composición paritaria del
alumnado se ha alcanzado ya en la mayoría de los centros de
educación superior.
Pero el acceso a las aulas no significa la incorporación
activa al conocimiento. Por el contrario, puede convertirse
en una nueva forma de colonización, en un conocimiento
sobre sí y sobre los otros, desde los otros. Para acceder al
conocimiento crítico, las mujeres tienen que ser conscientes
de que buena parte de las ciencias están sometidas todavía a
la tutela metafísica y buena parte de los investigadores ini­
cian sus trabajos sin preguntarse siquiera por la metateoría
que los orienta en la selección de temas y preguntas. Simul­
táneamente, tendrán que mantenerse en guardia frente al
riesgo de un positivismo exacerbado que al negar lo esencial
eleve precisamente a categoría de definitivo lo que sólo son
manifestaciones en el siglo del investigador, en nuestro si­
glo XX. Si la economía, la biología o la psicología formali­
zasen únicamente lo que sabemos sobre el hombre y la mu­
jer de hoy, estarían contribuyendo a eternizar, a dar categoría
de ser, a lo que no es sino el estar específico de nuestra épo­
ca. Bajo la supuesta cobertura de la ciencia, su influencia
sería reaccionaria, puesto que consolidarían el presente en
detrimento del posible futuro.
Ante el cuerpo de conocimientos que la Universidad
ofrece a la última invitada a su recinto, a la mujer, hay dos
posiciones posibles.
La primera es la de su simple aprendizaje. Sin someter­
lo a crítica, aceptándolo por bueno por venir de quien viene
y porque desconfían de su propia capacidad, las mujeres que
llegan a la Universidad reproducen el Derecho, la Historia,
la Economía, la Biología, la Medicina, la Filosofía, el Arte,
la Literatura y la Tecnología que sus antecesores construye­
ron durante su larga ausencia.
La segunda posición es más dura de asumir y entraña un
riesgo indudable: se trata de recibir la herencia cultural como
lo que es. Como una herencia preciada, pero parcialmente
ajena. Ninguna mujer aislada puede sentirse con fuerzas
para negar simultáneamente lo que sus maestros le presentan
como “la Historia”, “la Economía”, “el Derecho” o cual­
quiera de las otras ciencias o conocimientos sistemáticos que
la Universidad ofrece. Sin embargo, un movimiento colecti­
vo de afirmación de la mujer puede hacer una aportación
extraordinaria a la renovación intelectual y a la vida univer­
sitaria. Puede construir lo que durante diez siglos la Univer­
sidad y la ciencia le han negado: su visión del mundo desde
sí mismas, no sólo sobre su propio papel, sino sobre el mun­
do de los hombres y el que unas y otros comparten.

V R e n o v a c ió n in t e l e c t u a l y r uptur a d e p a r a d ig m a s

Cuando en una disciplina se empieza a gestar una crisis


paradigmática, sucesivamente aparecen estos síntomas de
conflicto24:

• Se rechazan como irrelevantes o falsamente construi­


das las preguntas que se venían planteando en el anti­
guo paradigma.
• Se rechazan las reglas anteriormente seguidas para
interpretar las respuestas obtenidas.
• Se proponen nuevas reglas o nuevos procedimientos
para la interpretación de los datos disponibles.
• Se rompe el consenso sobre la existencia de una “co­
munidad científica”. La “comunidad” se reinterpreta

24 M. A. Durán, “Notas para una ruptura paradigmática”, en Actas de


las I Jomadas de Investigación Interdisciplinaria, vol. II, La mujer en la
sociología: nuevas perspectivas, Madrid, Prensa Universitaria de la Uni­
versidad Autónoma de Madrid, 1982, págs. 13-16.
en términos de conflictos teóricos y sociales y se ge­
neran nuevas subcomunidades científicas.

Parece difícil que la ciencia española pueda integrar la


consideración global del papel de las mujeres sin sufrir una
grave crisis de paradigmas. Sin embargo, las crisis en la
ciencia —al revés que en los credos dogmáticos o las socie­
dades cerrradas— son generalmente crisis de crecimiento, y
la actitud de rechazo ante la duda razonable es en sí misma
la antítesis de la actitud investigadora.
Puesto que la ciencia se produce socialmente, serán gru­
pos sociales específicos quienes impulsen o se opongan al
nuevo paradigma, y en este caso los grupos a quienes cabe el
mayor protagonismo son los grupos organizados de mujeres,
tanto intelectuales y académicos como políticos y sociales.
Los intentos de renovación de la ciencia y los problemas
que la toma de conciencia de las mujeres plantean en los
medios académicos e investigadores han sido ya formulados
por muchos autores y se extienden constantemente a nuevas
áreas del conocimiento. Desde un punto de vista estratégico,
el problema consiste en maximizar las posibilidades de cam­
bio y en reducir al mínimo los inevitables costes y fricciones
con el resto de la comunidad científica. En ello, a las institu­
ciones públicas y privadas que disponen de recursos para la
investigación les cabe un importante papel de mediadores e
impulsores.
Las mujeres tienen derecho a hacer nuevas preguntas a
la ciencia, y a considerar irrelevante buena parte del conoci­
miento que ahora reproducen las universidades y los centros
de investigación solamente porque fue importante para sus
antecesores o sigue siéndolo para quienes, aún hoy, ocupan
posiciones existenciales distintas de la suya. Tienen que
desechar viejos planes de estudios, viejos programas, y exi­
gir conocimientos nuevos. Su actitud hacia la ciencia no
puede ser la de inclinarse respetuosamente, ni la de conside­
rarla cerrada. Al contrario, precisamente porque saben por
experiencia propia que las ciencias son construcciones hu­
manas, se preguntarán ante todo por lo que la ciencia no ha
sido y por lo que puede ser. Añadirán un componente utópi­
co en su aportación a la ciencia, porque no la pensarán des­
de los paradigmas de cada disciplina, sino desde los suyos
propios: y para ellas la ciencia no será un desarrollo natural
de la sociedad discriminatoria de los siglos anteriores, sino
un instrumento, todavía por crear, todavía a su alcance, de la
nueva sociedad que quieren construir.
En la búsqueda de nuevos conocimientos, y en la re­
cepción crítica de los producidos anteriormente, habrá que
crear y desarrollar nuevos conceptos, nuevas técnicas de
investigación, nuevos programas de estudio. Nada queda al
margen de la revisión, porque en este movimiento renova­
dor no se trata sólo de rebatir errores evidentes (aunque por
ahí haya que empezar), sino de añadir nuevos intereses,
nuevas perspectivas, nuevas demandas a la tecnología.
Como sus condiciones existenciales están mediatizadas por
la tecnología de la reproducción biológica y por la tecnolo­
gía del utillaje doméstico, la consciencia de esta realidad
llevará a exigir nuevas formas de ingeniería y de medicina,
lo mismo que nuevas orientaciones en la economía o en el
derecho, en la historia, en la lingüística o en la psicología.
En términos históricos, medio siglo de incorporación
masiva de las mujeres a la Universidad apenas significan
nada. Hacen falta miles de investigadores dedicados plena­
mente a su trabajo para que alguno produzca aportaciones
relevantes, y las mujeres no están siquiera instaladas en los
puestos de mayor rango de la docencia. Sin embargo, su
aportación puede ser mucho mayor que su número, que su
propia capacidad intelectual como individuos aislados, si
mantienen viva su memoria colectiva, si se niegan a una inte­
gración cultural que pase por su propia negación, si no olvi­
dan las raíces sociales de la ciencia y sus propias condicio­
nes existenciales.
Esta segunda posición ante la ciencia es, como ya decía­
mos, arriesgada y difícil. Ningún Renacimiento puede ha­
cerse sin ruptura. Ninguna mujer puede ignorar que una
renovación intelectual como ésta equivaldrá en sus conse­
cuencias al descubrimiento del movimiento en las estrellas:
y como Giordano Bruno, como Galileo, la ruptura intelec­
tual asumirá la forma de un desafío religioso, de un desafío
político y civil.
Las mujeres de este movimiento sufrirán el mismo con­
flicto personal y social que detuvo el pensamiento de tantos
hombres renacentistas. Educadas para la obediencia, adscri­
tas al proceso doméstico de producción, exageradamente
orientadas a lo afectivo, envueltas en un mundo de ideas que
se ha creado a espaldas suyas, el acceso al mundo de la ra­
cionalidad sistemática les supondrá un duro esfuerzo, que
sólo mitigarán renunciando a su libertad de pensar, limitán­
dose a la reproducción de la enseñanza que reciben. Cuando
tomen por sí mismas la dirección de su pensamiento, el cho­
que será duro. ¿Cómo conciliar el mundo escindido del sen­
timiento y la razón? ¿Cómo crear una personalidad integra­
da, que no destierre ninguna de las dos cualidades funda­
mentales de lo humano? ¿Cómo reinventar las relaciones
con el núcleo de los afectos, con la vida política, con la pro­
pia vida productiva?
Ahora estamos viviendo los comienzos de esta crisis,
que las mujeres tendrán que asumir como un problema. No
es un problema que afecte sólo a las mujeres, pero son en su
mayoría mujeres quienes han tenido la lucidez suficiente
para verlo como un problema que también afecta a los va­
rones.
No es fácil asumir activamente el acceso a la cultura, al
mundo de la racionalidad cultivada, pero el proceso es ya
irreversible. Los cambios que se han producido en nuestras
condiciones de vida cotidiana son demasiado grandes y
hacen incompatible el antiguo sistema de ideas y el antiguo
modo de producirlas con esta nueva realidad social. De
todos modos, ni las ideas ni la estructura social son cuerpos
tan sistemáticos y congruentes, tan homogéneos, que no
puedan producirse en ellos fisuras, contradicciones y ritmos
dispares de cambio. La renovación en el plano de las ideas
sobre la mujer sólo se extenderá fuera de los círculos margi­
nales o los guetos si coexiste con un cambio real en las con­
diciones sociales de la vida de las mujeres, o al menos de
grandes sectores de ellas.
Ese cambio social ya se está produciendo y por eso es
posible ahora una renovación intelectual profunda, muy dife­
rente de los casos aislados de doctrinarios que expusieron en
solitario, de siglo en siglo, sus posturas en defensa de la ca­
pacidad intelectual de las mujeres.
No se responderá a este reto sin pagar un peaje en sole­
dad, en conflicto, en silenciamiento, en duda. La amargura
de ver desmoronarse parcialmente un edificio que tantas
veces veneramos desde lejos, nos salpicará de escoceduras y
sentiremos el deseo de retroceder a nuestros antiguos domi­
nios en busca de una ficticia integridad perdida. O, como en
la leyenda del monje Gerberto que relatábamos al comienzo
de este ensayo, conoceremos la tentación de asimilamos a
los antiguos dueños del Libro, perdiendo el contacto con
nuestras raíces en aras de la promoción personal.
La confianza en que la historia no está escrita en ningún
sitio y depende de nuestra propia acción es una conquista
irrenunciable. Cada vez son más las mujeres que aceptan
este reto como programa para sí mismas e intentan vincular­
lo a los contextos científicos en los que trabajan. Lo hacen
porque creen que no es sólo una tarea para ellas, sino tam­
bién para los hombres: porque tienen, porque tenemos, con­
fianza en la capacidad utópica de la Razón, de la Ciencia,
para descubrir y crear el mundo del futuro.

VI. C ie n c ia , t e c n o l o g ía y c a m b io s o c ia l

Querámoslo o no, nuestra sociedad es una sociedad que


se define por su capacidad tecnológica, porque la mayoría de
nuestras actividades cotidianas (actividades de mujeres, o
actividades de hombres) están mediatizadas por el desarrollo
de la ciencia, por sus aplicaciones prácticas.
Esta ciencia y tecnología que mediatiza nuestras vidas,
que nos consume al mismo tiempo que la consumimos, es
una ciencia que se construye cada día un poco, y que se
sufraga con el esfuerzo de todos. Y ya que la ciencia nos me­
diatiza y ya que avanza gracias a que entre todos la sufraga­
mos, no estará de más preguntarse si está al servicio de todos
o nos deja de lado a las mujeres.
Lo importante no es saber cuántas mujeres se ocuparon
personalmente de producir, transmitir o acumular ciencia,
sino qué hacían las mujeres de los inventores y descubrido­
res, de los artistas y los poetas, y para qué se utilizaba el
conocimiento de unos y otras.
Pocas son las mujeres de mi generación, y menos aún
entre las más jóvenes, que acepten como explicación de
esta ausencia la incapacidad intelectual de las propias mu­
jeres. Incluso la mayoría de los hombres españoles de hoy
aceptan que una mujer “puede” ser tan inteligente y tan cul­
ta como un hombre, cosa que durante cientos de años nega­
ron la mayoría de sus antepasados. ¿Por qué, entonces, hay
tan pocas mujeres en la historia de la ciencia que con difi­
cultad podemos encontrar uno o dos nombres de los que
quede memoria?
Fueron pocas, y de las pocas que fueron, muchas queda­
ron en el anonimato: no sólo en el anonimato como perso­
nas, sino en el anonimato como género. Probablemente, la
contribución de las mujeres fue decisiva para el avance de
la alfarería, de la agricultura y de la cría de animales, ponien­
do los cimientos de la transición de formas de vida arcaicas
a más desarrolladas, así como del vestido, la conservación
de alimentos y la cura de enfermedades. Las mujeres fueron
la Vida, como los hombres fueron la Guerra; por eso, de los
tiempos más remotos de Hispania han quedado vestigios de
los cultos a la Diosa Madre, a la “Señora de los animales” y
son femeninas las estatuas de la Dama de Baza o la Dama de
Elche.
Sin embargo, en los dos mil años que alcanza la memo­
ria documentada de nuestro país, la situación de la mujer ha
sido de continuada subordinación: la herencia griega y la
romana, la germánica y la árabe han configurado nuestras
formas de organización social y nuestra cultura, sin excep­
ciones notables por lo que a la subordinación de la mujer se
refiere. Y las tres grandes religiones medievales, cristiana,
musulmana y judía, también demuestran su parentesco en la
diferente valoración social de los hombres y las mujeres y en
la reclusión de las mujeres a la esfera de lo hogareño, de lo
privado.
En estas sociedades y culturas en la que están enterradas
nuestras raíces, la producción de ciencia era prácticamente
imposible para las mujeres, obligadas a dedicar su vida a
otro tipo de quehaceres. Inevitablemente, la ciencia que pro­
dujeron los hombres fue una ciencia o un saber destinado a
satisfacer sus propias necesidades, que sólo en parte eran las
mismas que las de las mujeres. Basta recordar las peregrinas
ideas sobre la mujer que mantuvo Aristóteles para compren­
der que la filosofía occidental nació ya sesgada: e inevita­
blemente este sesgo se prolongó durante dos mil años, a tra­
vés de los filósofos griegos, árabes y renacentistas, llegando
casi intacto hasta nuestros días. Y, en consecuencia, también
la biología heredó este sesgo.
La filosofía griega legó a la ciencia occidental uno de
sus objetivos, todavía vigente: el interés por descubrir la
esencia de las cosas, lo permanente debajo de lo mutable y
accesorio. De esta búsqueda de las esencias, las totalidades,
ha surgido la pretensión de definir lo esencial de la mujer, lo
femenino por oposición a lo masculino o al hombre. No por
los objetivos, pero sí por el sesgo de quienes se han dedica­
do a ello, el resultado ha sido desastroso para la mujer. Lo
que no han sido más que “modos de estar en el mundo”, o
más aún, “modos permitidos de estar en el mundo”, se han
convertido por obra y gracia en definiciones de esencias, de
totalidades del ser de la mujer.
¿Qué sabemos, en realidad, de lo que pueden ser las mu­
jeres? ¿Quién ha escrito, hasta ahora, de la esencia de la fe­
minidad? ¿Quién ha legislado sobre su capacidad, sobre sus
obligaciones o derechos? ¿Quién ha contado su historia?
¿Quién la ha interpretado desde el arte? ¿Quién ha dictami­
nado desde la teología o la moral lo que es bueno o malo
para ella?
No las propias mujeres, desde luego. Por lo menos en
todo lo que sabemos de nuestra historia escrita, fueron hom­
bres quienes asumieron estos menesteres, y la ciencia, el
arte, el derecho y la moral resultantes reflejan la medida y
los intereses de sus creadores.
De todos modos, no es una lamentación sobre el pasado
lo que nos mueve a escribir estas páginas: es el presente, y
más aún el futuro, lo que nos interesa. Si en el pasado estu­
vimos ausentes, ahora podemos asumir un papel activo en la
construcción de nuestro propio futuro. Ni la ciencia, ni el
arte, ni la filosofía, ni la ética de los años venideros pueden
ser ajenos al hecho innegable de que las mujeres han inicia­
do una toma de conciencia de su condición subordinada, y
que quieren cambiar esta situación inmemorial.
Hay condiciones suficientes para pensar que el cambio
es posible. La edad media de vida de las mujeres españolas
supera los setenta y cinco años, y la natalidad es la más baja
del mundo. En las aulas hay ya un número igual de niñas que
de niños, y la Constitución proclama la igualdad de hombres
y mujeres ante la ley. Para entrar en la Universidad ya no
tenemos que disfrazamos con capa y chistera, como tuvo
que hacer Concepción Arenal el siglo pasado. En muchas
Facultades, la proporción de mujeres entre los estudiantes
universitarios llega a superar a la de varones. Una etapa pre­
via de lucha por conseguir estos mínimos derechos ya ha
sido superada, y tenemos que agradecérselo a las generacio­
nes que nos antecedieron, a nuestras madres y abuelas que
pelearon por ello.
Ahora, una nueva etapa en la relación con la ciencia se
está iniciando. Puesta ya al alcance de la mayoría la educa­
ción elemental, y con proporciones crecientes en los puestos
docentes e investigadores, hay que iniciar el replanteamiento
de los contenidos de la ciencia, de los planes de estudio y de
los programas, de los textos y de los instrumentos auxiliares
de la enseñanza.
Junto al disfraz exterior de Concepción Arenal, fácil de
desenmascarar por su calidad externa, las mujeres hemos
vestido otro disfraz interno, más difícil de detectar y de elu­
dir. Ha sido el ropaje de la colonización intelectual, de la
enseñanza en temas selectivamente sesgados, cargados de
implícitas valoraciones discriminatorias. Hemos aprendido
Historia, sí; pero no sabemos de nuestra Historia. Estudia­
mos leyes, sí; pero no nos enseñan si la leyes se cumplen o si
faltan las condiciones sociales para hacerlas efectivas. Sabe­
mos economía, sí; pero es sólo la economía del dinero y el
mercado, y la infraestructura económica prestada por los
millones de amas de casa españolas sigue siendo tan des­
conocida en nuestros textos de economía como si de un
fenómeno exótico o irrelevante se tratara. ¿Y qué sabemos
del reparto del poder dentro de la familia, de las relaciones
uno-una? ¿O de las cotidianas intervenciones familiares
para la atención a enfermos o niños, tan importantes para la
salud de la población como el propio sistema institucional
sanitario?
Si queremos salir de este mimetismo, si queremos con­
tribuir a la creación de una ciencia o una cultura para todos,
no podemos seguir calladas. Tendremos que definir las
áreas de investigación que nos interesan, las lagunas que aho­
ra nos ahogan, inventar nuevas técnicas de investigación que
se ajusten a nuestros muy legítimos objetivos, hacer patentes
nuestras preferencias y nuestros rechazos.
La igualdad ante la cultura no es la repetición de la cul­
tura antigua, sino la posibilidad de engrandecerla aportando
nuevas preocupaciones, nuevas ideas.
En cualquier caso, el cambio no va a ser fácil. A nuestra
espalda tenemos dos mil años de ausencia de la cultura, casi
mil años de ausencia de la Universidad, un aprendizaje que
está todavía recién estrenado. Delante, un mundo y una cien­
cia en construcción, que todavía no tienen sus páginas escri­
tas. En la vieja Grecia, los hombres notables podían dedicar­
se al ágora, a la discusión y al conocimiento, porque otros se
dedicaban a las tareas que sustentaban su vida. Esos “otros”
seguimos hoy siendo “nosotras”. Las mujeres de la España
que se asoma al siglo XXI siguen llevando sobre sus hom­
bros, supuestamente frágiles, las largas jomadas de trabajo
(doméstico o de doble jomada) que los hombres que traba­
jan asalariados olvidaron hace ya años. Frente a la 40 horas
de la jomada legal, la jomada media semanal de las amas de
casa supera con creces las sesenta, porque para ellas el ciclo
del tiempo no se detiene en los días rojos del calendario, en
los festivos y las vacaciones.
No va a ser fácil, no. Introducir cambio en los centros
productores de conocimiento es tarea arriesgada, que des­
pertará suspicacias y temores, que inevitablemente amena­
zará intereses establecidos y sustraerá privilegios y cliente­
las. Hay que contar con ello: pero esto, a fin de cuentas, es
común a cualquier movimiento, a cualquier colectivo que
batalla contra la inercia.
Tampoco va a ser fácil hacerlo con una mano atada al
hogar y la otra a los libros: a diferencia de los filósofos grie­
gos, los monjes medievales o los científicos varones del
siglo pasado que todavía se presentan como modelos, nadie
provee por ahora una solución satisfactoria a nuestros pro­
blemas materiales cotidianos. Bien lo saben quienes dejaron
la escuela o la Universidad y no pudieron volver a ella. Bien
lo sabemos quienes asomamos cada día nuestra cabeza a los
mundos antitéticos del hogar y la cultura.
Pero por algo estamos aquí. Porque creemos que es posi­
ble el cambio, y tenemos valor suficiente para intentarlo. En
muchos lugares dispersos de la geografía española empiezan
a surgir grupos de mujeres que tratan de pensarse a sí mis­
mas de un modo más libre, menos aherrojado por sesgos tra­
dicionales. Para los próximos años, estos esfuerzos aislados
pueden converger en un amplio movimiento de renovación
de la Universidad española, de la investigación y de la cien­
cia que se está creando y transmitiendo. Aunque corren el
riesgo de desvanecerse y quedar como el vago recuerdo de
algunas mujeres visionarias, que creyeron en su capacidad
para mejorar el mundo en que vivían.
Nosotras somos parte de este mundo, de este movi­
miento. Somos parte interesada. Nosotras pedimos ahora la
palabra.

VII. “ E p p u r si m u o v e ”: el R e n a c im ie n t o q u e v iv im o s h o y

Muchas mujeres del siglo XXI viven una situación simi­


lar a la que vivieron los hombres del Renacimiento y de los
comienzos de la Modernidad. La misma tensión entre la
Razón y el miedo a las consecuencias de su ejercicio. El mis­
mo enriquecimiento personal, el mismo conflicto y riesgo.
Los vehículos del cambio no son ahora la física o la astrono­
mía, sino la biología, la farmacología, las ciencias sociales,
las nuevas condiciones materiales de la vida cotidiana.
Para las mujeres que inician la redefinición del mundo
desde sus propios ojos, apoyándose en la conquista de un co­
nocimiento mejor de su propio cuerpo, el rechazo de las
antiguas interpretaciones sobre el papel sexual de mujer
las convierte inmediatamente en reo de desafío intelectual,
de falta religiosa y de delito civil. ¿Qué mujer puede oponer­
se simultáneamente a Aristóteles, a Tomás de Aquino y a las
Leyes? ¿Cuántas silenciarán sus reflexiones, acallarán sus
monólogos? ¿Cuántas renunciarán a continuar sus pensa­
mientos por miedo a extender la contaminación, la sutil ola
de represiones a los seres que más quieren, a su círculo de
familiares y amigos?
Aparentemente, el descubrimiento por Galileo del movi­
miento de las estrellas no tuvo nada que ver con la organiza­
ción de la vida social. ¿A quién podría amenazarle la exis­
tencia o no existencia de las bóvedas celestes, de los giros de
la Tierra alrededor del Sol? Sin embargo, a Galileo le obli­
garán a retractarse en 1633 porque el isomorfismo penetraba
la vida cotidiana, y la posición de los astros se suponía equi­
valente a las posiciones que el creador del universo ha asig­
nado a los humanos. Un cambio en el orden de giro de la
Tierra se interpretaba como un desafío a la obediencia al
Poder establecido. En el párrafo que transcribimos a con­
tinuación, que formaba parte de una carta dirigida a la seño­
ra Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana, de quien
Galileo esperaba ayuda frente a la persecución ya iniciada,
se lamentaba de que filósofos y profesores le achacasen el
descubrimiento de hechos que hubieran podido conocer por
sí mismos si se hubiesen tomado el interés y trabajo de estu­
diarlos.
Yo descubrí hace pocos años, como bien sabe Vuestra
Alteza Serenísima, muchos pormenores en el cielo, que
habían permanecido invisibles hasta esta época. Los cua­
les, tanto por la novedad como por algunas consecuen­
cias que de ellos se derivan, contrarias a algunas pro­
posiciones naturales comúnmente admitidas por las
escuelas filosóficas, me supusieron la enemistad de un
pequeño número de tales profesores, casi como si yo con
mis propias manos, hubiese colocado tales cosas en el
cielo para enturbiar la naturaleza y las ciencias. Y olvi­
dándose, en cierto modo, que la multitud de las cosas
verdaderas ayuda a la investigación, crecimiento y con­
solidación de las disciplinas científicas y no a su debili­
tamiento o destrucción, y al mismo tiempo, mostrando
más apego a las propias opiniones que a las verdaderas,
buscaron el modo de negar y de intentar invalidar aque­
llas novedades, de las que los sentidos mismos, si hubie­
sen querido mirarlas con atención, les habrían permitido
estar seguros de su existencia (año 1615).

La ruptura moderna fue la expresión de un conflicto per­


sonal y un conflicto social. La proyección antropológica so­
bre el mundo lo reduce a una dimensión humana, asequible
a la crítica y a la redefinición. Los hombres del Renacimien­
to y de comienzos de la Edad Moderna, que miraban el mun­
do desde la altura de sus ojos, renunciando, siquiera sea par­
cialmente, a las interpretaciones anteriores sobre ese mis­
mo mundo, eran el germen de la destrucción del viejo orden
social. Galileo ni siquiera comprendía la.furia y la pasión
desatadas por sus doctrinas, producto de la observación y de
la lógica. No veía dificultad en conciliar sus conocimientos
de física y su conciencia de cristiano25. Descartes, su con­
temporáneo, retrasó la publicación de su Tratado del mundo
cuando supo de la condena a Galileo, por miedo a que a él le
ocurriese lo mismo. Cuatro años más tarde lo hizo, prologa­
do por su famoso Discurso del método, pieza fundamental
de la ciencia moderna.
Muchas mujeres de hoy tampoco encuentran dificultad
en conciliar una actividad intelectual rigurosa y la pertenen­
cia a comunidades religiosas: pero el conflicto está siempre
latente, porque la ciencia se asienta en la duda metódica y la
mayor parte de las iglesias basan su fuerza en la certeza, en
el origen externo de sus certidumbres. Las mujeres tuvimos
la mala suerte de que Roma se hiciese adepta, por lo que a
nosotras toca, del ideario de Aristóteles. En otros temas,
como el racismo o la exclavitud, también ha costado siglos
que las iglesias cristianas evolucionen e incluso algún cor­
púsculo sigue anclado en el pasado en estos temas, aunque
son ya reductos muy minoritarios. Respecto a la mujer, la
evolución marcha todavía a paso de tortuga, aunque la Igle­
sia anglicana, tan próxima en todo lo demás a la católica,
haya dado recientemente grandes pasos adelante para supe­
rar la tradicional y muy aristotélica posición subordinada de
las religiosas y las creyentes.
Lo que le sucedió a Galileo les sucede hoy a casi todas
las mujeres que innovan en cualquier campo del saber. Afor­
tunadamente, en el ámbito cristiano se han apagado las ho­
gueras y el conflicto de obediencias a sistemas cognitivos se
resuelve por métodos menos candentes: pero no dejan de ser
dolorosos para sus protagonistas y retardan, en conjunto, el
avance de la investigación y de la ciencia.

25 Stefano Sonnati, Ciencia y científicos en la sociedad burguesa,


Barcelona, Icaria, 1977, pág. 23.
El siglo XX ha sigo pródigo con las mujeres: el derecho
al voto, la educación, el control de la natalidad, el aligera­
miento de las tareas domésticas. No obstante, el progreso no
ha llegado todavía a todas partes, y aún son millones las
mujeres que viven en condiciones peores que las del medie­
vo europeo.
En la Europa próspera y pacífica del año 2000, en la
Unión de pasaportes homogeneizados, que proclama
la igualdad como un derecho humano fundamental, la Igle­
sia sigue actuando como una gerontocracia antropocéntrica
y poco accesible al cambio. El último grito sofocado en la
lucha entre las jerarquías ideológicas anquilosadas y el mo­
vimiento de mujeres es el de Lavinia Byme, teóloga y pres­
tigiosa profesora de reflexión moral, que se ha visto obliga­
da a retractarse en público de sus peticiones del derecho al
sacerdocio para las mujeres y del uso de los anticonceptivos
dentro del matrimonio. Su libro La mujer ante el altar sólo
dice lo que la mayoría de las mujeres católicas del mundo
piensan y no se atreven a manifestar abiertamente. Algún
pequeño grupo, como “Nosotros somos Iglesia”, lucha des­
de dentro por la renovación de la organización religiosa,
pero el miedo y censura son el pan nuestro de cada día, mu­
cho más fuerte que los derechos y libertades garantizados
sobre el papel por las constituciones democráticas vigentes
en los países europeos.
En el corto periodo de medio siglo, las mujeres han
abandonado masivamente las creencias y prácticas religio­
sas, en países de tradición católica como Italia o España.
Lavinia Byme representa el sentir general de las mujeres:
todas somos condenadas por pedir que la Ciencia nos ayude
a controlar la Naturaleza, y por pedir un lugar paritario en la
representación de la Iglesia. Parece a veces como si todo si­
guiera igual, como si la historia se repitiera y apenas hubie­
se diferencia entre el proceso a Galileo y el acoso de la Con­
gregación para la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición),
con el cardenal Ratzinger a su cabeza, a la monja católica
inglesa.
Trescientos años después de su confinamiento y de su
muerte, las autoridades del Vaticano han pedido perdón a
Galileo. ¿Cuántos años tendrán que pasar para que restitu­
yan a Lavinia Byrne su lugar en la memoria de la comunidad
religiosa de la que formaba parte?
Y, sin embargo, como decía Galileo en voz baja, eppursi
muove. Algo se mueve.
Un tesoro del siglo XIII: “La abadesa preñada”
y Los Milagros de Nuestra Señora
de Gonzalo de Berceo

P r e s e n t a c ió n

Gonzalo de Berceo nació en Berceo (hoy, La Rioja) y vi­


vió entre 1180 y 1246. Fue párroco y diácono, y suele con­
siderársele un precursor de los místicos del Siglo de Oro
español. Es el primer autor del que ha quedado noticia por su
obra en castellano. Los Milagros de Nuestra Señora es una
colección de veinticinco historias edificantes que tienen
como protagonista a la Virgen María y “La abadesa preña­
da” forma parte de ellas. No son historias inventadas, sino
recogidas de la tradición oral. Muchos de los episodios apa­
recen en otras versiones algo distintas, secularizadas, en edi­
ciones posteriores o en otras lenguas.
Mi primer contacto con Los Milagros de Nuestra Señora
tuvo lugar en Zaragoza con ocasión de los preparativos de
unas Jomadas sobre Literatura y vida cotidiana. Me gustó la
simplicidad y el ritmo de la poesía de Berceo, pero sobre
todo, el episodio de “La abadesa preñada”. Pude comprobar
que, ya en el siglo XI I I , en los mismos comienzos de la len­
gua castellana, los embarazos no deseados constituían un
problema social y una tragedia humana de la que se hacían
eco los romances. También entonces había niños cuyos
padres, por diversas razones, no podían hacerse cargo de su
educación o mantenimiento. Las enfermedades largas y las
agonías dolorosas asustaban. Estos problemas, especialmen­
te el primero, se relatan en “La abadesa preñada”, donde se
mezcla el realismo descriptivo con las intervenciones mara­
villosas.
Hace dos años, la Revista de Investigaciones Sociológi­
cas dedicó un número monográfico al tema de la familia.
Ángeles Valero, coordinadora del volumen, quiso que me
ocupase de la selección y comentario de un texto clásico
relacionado con el tema. La definición de un clásico siempre
es relativa: ¿se convierten en clásicos los autores excelentes,
o los que son, además, resistentes al paso del tiempo? Creo
que en la revista del CIS esperaban que eligiera un clásico
más reciente, con menos de un siglo de antigüedad, y que a
sí mismo se hubiera podido considerar como sociólogo; o al
menos, experto y autoridad en alguna disciplina afín, como
la filosofía social o la economía política. Sin embargo, tam­
bién la literatura es una fuente de información social mag­
nífica, y en muchos casos, la única disponible sobre socie­
dades que ya han desaparecido. Algunos autores son espe­
cialmente hábiles para reflejar microcosmos y relaciones
interpersonales y crean personajes que sintetizan papeles y
conflictos característicos de su época. Por todo ello, me atre­
ví a proponer el texto de Berceo, tan vivo a pesar de los sete­
cientos años transcurridos, y fue aceptado. Como es extenso,
prescindí de los versos más prolijos y laterales a la acción,
que ocupaban aproximadamente dos tercios del episodio. De
ahí salió una nota introductoria, muy breve, que es el origen
del ensayo que ahora presento.
Al escribirlo he tratado de conseguir dos objetivos: el
primero es animarme y animar al lector a que se adentre en
los comienzos de la lengua castellana, que ahora nos parecen
tan lejanos y arcaicos, y pierda el miedo a no reconocerla en
su forma original. En realidad, no es tan difícil instalarse en
ella y disfrutarla.
Ni el lector ni yo pretendemos la perfección de un lin­
güista o un filólogo: pero, aunque podamos cometer algunos
errores o perder los matices y sutilezas que los expertos
podrían descubrir, no debe importamos. ¡Es tan sugerente,
tan rico, ese camino hacia atrás! A mí me basta el placer de
reconocerme en las raíces. Y de paso, pensar en la posible
evolución de la lengua en el futuro. Dentro de unos siglos,
probablemente menos de los que nos separan ahora de Ber-
ceo, el modo de hablar en que ahora nos entendemos habrá
quedado ya superado por la evolución de la fonética, el léxi­
co y la sintaxis. Me cosquillea la nariz de risa sólo de pensar
que esta página pudiera ser considerada algún día (si es que
sobrevive) por un lector futuro como una preciada curiosi­
dad histórica digna de sitio en la biblioteca de libros antiguos
y raros, en lugar de una antigualla obsoleta.
Para entender mejor el texto de Berceo, y puesto que no
era solamente una lectura privada por placer y juego, sino
encaminada a publicarse, tuve que recurrir a una edición crí­
tica (ed. C. García Turza, La Rioja, Pub. C. Univ., 1984), al
Diccionario de la Real Academia y al Diccionario etimoló­
gico de Corominas. Los asteriscos marcan los lugares en que
se ha abreviado el texto original. La consulta de estos libros
no ha sido un sufrimiento, sino todo lo contrario: me gusta el
trabajo de traducción, el manejo de los diccionarios. Es agra­
dable el reencuentro con palabras presentidas, medio adivi­
nadas, parientes o vecinas de otras que usamos a diario y que
guardan su rastro. Encontrar la huella de una palabra sigue
pareciéndome como abrir el paquete bien envuelto de un
regalo. De todos modos, por si el lector no disfruta recibien­
do regalos, ni abriéndolos, en esta ocasión he añadido al
final una traducción de andar por casa, que a mí me sacó de
apuros y confío en que al lector también. Si mi consejo sirve
de algo, no la usen. Váyanse directamente al texto, sumér­
janse en la música y la cadencia de las palabras, busquen
similaridades y discordancias, imaginen el abanico de signi­
ficados posibles de los términos más difíciles de entender
(mala ceja, arveja, quilma, yuso, merino, lazrar). Y, entre­
tanto, denle vueltas al trasfondo de la historia cotidiana y
universal que Gonzalo de Berceo relata.
El segundo objetivo de este ensayo es analizar el episo­
dio narrado por Berceo en sus aspectos sociales y morales.
He tratado de interpretarlo en paralelo a la situación de
millones de mujeres que hoy se enfrentan, por diversos moti­
vos, a embarazos no deseados. Pero esta segunda parte es
mejor verla después de leer el Milagro. Ojalá les emocione
Berceo tanto como me conmovió a mí.

I. La m a te r n id a d c o m o d e s t in o

En “La abadesa preñada” se ponen de manifiesto mu­


chas de las contradicciones y conflictos que introduce la ma­
ternidad en la vida de las mujeres. La primera, y más evi­
dente, es el conflicto entre Naturaleza y Cultura. La gesta­
ción es un destino prefijado biológicamente a las hembras de
la especie humana y sólo la cultura puede ofrecerles la op­
ción de rehuirla o controlarla a voluntad. Sólo el cambio de
las creencias y la técnica puede convertir la maternidad en
opción y librarla de su tradicional condición de destino.
Por el solo hecho de ser monja, la abadesa de Berceo ha­
bía aceptado subordinar las presiones de la naturaleza, que le
pedía dar cumplimiento a sus deseos, a los principios de la
cultura religiosa a la que pertenecía y le exigía acallarlos. En
esta contienda se impuso la Naturaleza a la Cultura: la hem­
bra había derrotado a la priora. Probablemente, el conflicto
se mantuvo bajo control durante mucho tiempo; y la batalla
entre las dos fuerzas sólo se resolvió a favor de la Naturale­
za en un periodo muy breve, porque Berceo dice que “cayó
una sola vez”. No menciona Berceo en ningún momento que
le quedase a la abadesa la intención, ni siquiera la nostalgia,
de reunirse con el sujeto de su atracción. Por eso, puede
deducirse que el equilibrio volvió a decantarse enseguida a
favor de la Cultura, de las normas aprendidas y aceptadas.
Este conflicto podría no haber sido noticia, ya que tanto
la abadesa como su amante actuaron discretamente, sin que
trascendiese. Pero lo que disparó la gravedad de la situación
fue un hecho totalmente involuntario, el encuentro entre los
espermatozoos y el óvulo fértil de la mujer y su consiguien­
te anidamiento en el útero. A partir de ese momento, la pare­
ja de amantes perdió toda capacidad de reacción; el cuerpo
de ella se convirtió en un territorio extraño, acogiendo lo que
su voluntad desearía expulsar. Y su cuerpo ya no obedeció a
los deseos ni súplicas. Comenzaba, ahora sí, el pleno reina­
do de la Naturaleza ciega sobre la Voluntad individual y la
Cultura.
Berceo no exploró las posibilidades dramáticas de la ins­
talación en el cuerpo de la abadesa del elemento nuevo, que
crecía sin que la voluntad consciente de su dueña pudiera
oponerse a ello. Evidentemente, no era ya la dueña de su
cuerpo, sino su servidora. Frente al rigor con que el cuerpo
reacciona, ajustándose a cada nuevo estímulo bioquímico,
de nada le sirve a la priora la consciencia de no querer con­
tinuar la gestación. Es un proceso mecánicamente perfecto,
una sucesión previsible de reacciones que su sola voluntad
no detiene por mucho que la acompañe de oraciones o lágri­
mas. La intervención, para lograr eficacia, ha de ser más
contundente y venir de fuera.
Si bien se piensa, es muy sorprendente que este desdo­
blamiento entre la voluntad y la carne haya sido motivo de
tan escasa atención literaria; y no sólo en el caso de Berceo,
en el que no podría esperarse otra cosa, sino en la literatura
universal. Probablemente, si algún día la proporción de mu­
jeres entre los escritores se hace más elevada de lo que tradi­
cionalmente ha sido, pasará a ser un tema de escritura más
frecuente.
En el caso de la abadesa de Berceo llama también la
atención la facilidad con que la madre se deshace de las fun­
ciones maternales. En ningún momento se relata un gesto de
pesadumbre o de angustia ante la desaparición del embarazo
o ante la desaparición del recién nacido, llevado lejos por
dos ángeles custodios. Al contrario, la abadesa llora de ale­
gría y de felicidad al verse libre de una situación que nunca
buscó ni quiso.
El personaje de la abadesa revela una fuerza interna con­
siderable que nace de la creencia en otro destino personal
(compartido con las restantes hembras que ha habido, hay y
habrá en el mundo) que equilibra su destino biológico. Este
otro polo de equilibrio es el destino social, construido por la
abadesa en el seno de las instituciones. Cuando la abadesa se
mira a sí misma, no ve en primer lugar una hembra, sino una
mujer que desempeña una ocupación. Esta ocupación es
relevante y no puede cambiarla por otra ni siquiera en el caso
de que su cuerpo sucumba a los normales deseos de su géne­
ro. La abadesa concibe su oficio como una misión, como un
destino al que contribuye ejercitándolo “con justicia y cari­
dad” y no como una manera de lograr el sustento.
Para un observador externo, que acepte la gestación y
alumbramiento de nuevas vidas como el destino por antono­
masia de todas las mujeres, la abadesa “es” ante todo una
madre in péctore. Pero la abadesa se concibe a sí misma
mediante otras categorías, y “ser madre” es justamente la
circunstancia que “no ha de ser”; no tanto por razones mora­
les vinculadas a sus votos de castidad cuanto porque, si lo
fuera, dejaría de cumplir su proyecto vital, el destino en
sociedad al que ella obedece y se ha consagrado interna­
mente. Frente a la “cultura de la naturaleza”, la abadesa re­
clama para sí la “cultura de la cultura”, el proyecto cons­
ciente y libremente elegido: lo que hoy llamaríamos su con­
dición de sujeto.
Es digno de notar el modo en que la abadesa se enfrenta
a la desgracia de su embarazo y su trascendencia pública.
Destaca sobre todo el modo en que asume, individualizán­
dolas, las consecuencias de sus actos. Como tantas mujeres
que vivieron un amor o una efusión “de pareja”, la hora de
las consecuencias tiene que vivirla sola. Amor y efusión se
distancian en el tiempo, se desvanecen a medida que la geo­
grafía del cuerpo va dando noticia de los sucesivos cambios:
como dice Berceo, cuando gana volumen el vientre o salen
pecas en las mejillas.
También individualiza la abadesa su situación en el con­
texto de las pugnas internas del monasterio, y no quiere
arrastrar con ella en su caída a las amigas, ni dar pie a en­
frentamientos directos con quienes la han denunciado. Por
eso, entra sola a rezar, sin compañía, en la larga víspera de su
juicio.
La individualización se extiende a sus actitudes más ínti­
mas. Salvo rezar y tener fe en que las cosas pueden mejorar,
la abadesa no plantea otra batalla ni ofrece otra resistencia.
No puede hacer nada. No forma parte de su estilo de vida
quitar o exigir. Por otra parte, sería inútil. En sus oraciones
no pide que los jueces acepten su maternidad, sino que la
Virgen intervenga inmediatamente, interrumpiéndola con
“alguna medicina”. No quiere el perdón de las consecuen­
cias, sino su eliminación. Y tampoco se revuelve contra el
Orden establecido, contra el castigo que la aguarda. Antici­
pándose a su enormidad, lo que pide no es que lo levanten o
que no lo apliquen, sino que la Virgen ejerza su bondad con­
mutando la pena por otra más leve. Prefiere que le conmuten
el acoso largo, indefinido, continuo, por un final más piado­
so y más breve: la muerte.
Frente a la valoración de la vida como bien supremo, por
encima de cualquier circunstancia, Berceo recoge con finura
esta matización importante. La abadesa quiere vivir, y no
desea la muerte. Pero cuando la vida es escarnio y hostiga­
miento, condena durísima, fuente de insuperable dolor, el
deseo de perderla supera al de mantenerla. La abadesa no se
hace ilusiones sobre su futuro, sobre la calidad de la vida
social que le aguarda. Por eso, Berceo resuelve todas sus
anticipaciones en dos palabras muy matizadas: la abadesa
“prefiere morir”.
No hay especial dramatismo en la preñez de la abadesa.
No alega violación, ni riesgo de muerte, ni malformaciones.
Es la suya una maternidad normal, sin eximentes. Como la
mayoría de las maternidades indeseadas, es vulgar en su ori­
gen y desarrollo. Aunque ninguno de estos eximentes pue­
den ser alegados, la Virgen escucha los argumentos del mie­
do y el dolor de la maternidad imprevista. Entiende que el
embarazo planea como un mal irremediable sobre el proyec­
to vital de la mujer que le implora, y tiene piedad de ella. No
deshace el embarazo, pero lo lleva a término instantánea­
mente, interrumpiendo el proceso sin que siquiera lo note la
abadesa: y la deja en condiciones de enfrentarse de nuevo al
proyecto de vida que se había propuesto.

II . “ L a a b a d e s a p r e ñ a d a ” , e n L o s M il a g r o s
de N u estra S e ñ o r a , d e G o n z a l o d e B e r c e o ,
S IG L O XIII ( F R A G M E N T O S )1

[...]

505 De una abbatissa vos quiero fer conseja,


qe peccó en buen punto como a mí semeja;
quissiéronli sus duennas revolver mala ceja,
mas no-1 empedecieron valient una erveja.
506 En esta abbadesa yazié mucha bondat,
era de gran recabdo e de grand caridat,
guiava su convento de toda boluntat,
vivién segundo regla en toda onestat.
507 Pero la abbadessa cadió una vegada,
fizo una locura qe es mucho vedada,
pisó por su ventura yerva fuert enconada,
quando bien se catido fallóse embargada.

1Este texto es reproducción de Gonzalo de Berceo, Los Milagros de


Nuestra Señora, edición de C. García Turza, La Rioja, Pub. C. Univ. 1984.
508 Fo'l creciendo el vientre encontra las terniellas,
fuéronseli faciendo peccas ennas masiellas,
las unas eran grandes, las otras más poquiellas,
ca ennas primerizas caen estas cosiellas.

509 Fo de las companneras la cosa entendida,


non se podié celar la flama encendida;
pesava a las unas qe era mal caída,
mas plagiélis sobejo a la otra partida.

[...]
511 Vidieron qe non era cosa de encobrir,
si non podrié de todas el diablo reír;
emb'iaron al bispo por su carta de^ir
qe non las visitava e deviélo padir.

512 Entendió el obispo enna mesagería


o qe avién contienda o fizieron follía;
vino fer su officcio, visitar la mongía,
ovo a entender toda la pletesía.

513 Dessemos al obispo folgar en su posada,


finqe en paz e duerma elli con su mesnada;
digamos nós qé fizo la duenna embargada,
ca savié otro día que serié porfazada.

[...]
517 Entró al oratorio ella sola, sennera,
non demandó consigo ninguna compañera;
paróse desairada luego de la primera,
mas Dios e su ventura abriéronli carrera.

[...]
522 Sennora benedicta, non te podí servir,
pero améte siempre laudar e bendezir;
Sennora, verdat digo e non cuido mentir,
Querría seer muerta si podiesse morir.
523 Madre del Rey de Gloria, de los gielos Reígna,
mane de la tu gracia alguna medicina;
libra de mal porfazo una muger mezquina
eso si Tú quisieres puede seer aína.
[...]
529 Traspúsose la duenna con la grant cansedat,
Dios lo obrava todo por la su píadat;
apareció'1la Madre del Rey de magestat,
dos ángeles con Ella de muy grand claridat.
[...]
533 Al sabor del solaz de la Virgo preciosa,
non sintiendo la madre de dolor nulla cosa,
nació la creatura, cosiella muy fermosa;
mandóla a dos ángeles prender la Gloriosa.
534 Díssolis a los ángeles: “A bós ambos castigo:
levad esti ninnuelo a fúlán mi amigo;
dezidle q'em lo críe, yo assín gelo digo,
ca bien vos creerá; luego seed conmigo.”
[...]
537 Palpóse con sus manos quando fo recordada,
por vientre, por costados e por cada ijada;
trobó so vientre llacio, la cinta muy delgada,
como muger qe es de tal cosa librada.
538 No lo podié creer por ninguna manera,
cuidava qe fo suenno, non cosa verdadera;
palpóse e catóse la begada tercera,
fizóse de la dubda en cabo bien certera.
539 Quand se sintió delivre la prennada mesquina,
fo el saco vagio de la mala fariña,
empezó con grand gozo cantar “Salve Regina”,
qe es de los cuitados solaz e medicina.
540 Plorava de los ojos de muy grand alegría,
dicié laudes preciosas a la Virgo María,
non se temié del bispo nin de su cofradría,
ca terminada era de la fuert malatía.

[...]
547 Como en el porfazo non se temié caer,
fo luego a los piedes del obispo seer;
quíso l besar las manos, ca lo devié fazer,
mas él non gelas quiso a ella ofrecer.

548 Empezóla el bispo luego a increpar


que avié fecha cosa por qe devié lazrar
e non devié por nada abadessa estar
nin entre otras monjas non devié abitar:

549 “Toda monja qe fase tan grand desonestat,


qe non guarda so cuerpo nin tiene castidat,
devié seer echada de la societat;
allá por do quisiere faga tal suciedad.”

[...]
555 Envío de sos clérigos en qui él más fiava
qe provassen la cosa de quál guisa estava;
tolliéronli la saya maguer qe li pesava,
fallánrola tan secca qe tabla semejava.

556 Non trovaron en ella signo de prennedat,


nin leche nin batuda de nulla malveztat;
dissieron: “Non es esto fuera grand vanidat,
nunqa fo lebantada tan fiera falsedat.”

557 Tornaron al obispo, dissiéronli: “Sennor,


savet qe es culpada de valde la seror;
quiquier que tál vos diga, salva vuestra onor,
dizvos tan grand mentira qe non podrié mayor.’
558 Cuidóse el obispo qe eran decebidos,
qe lis avié la duenna dineros prometidos;
dixo: “Donnos maliellos, non seredes creídos,
ca otra qilma tiene de yuso los vestidos.”

[...]

560 Levantóse el bispo ond estava posado,


fo pora Pabbadessa sannoso e irado;
fizoli despujar la cogulla sin grado,
provó qe'l aponién crimen falsso provado.

[...]

563 Vio la abbadessa las duermas mal judgadas,


qe avién a seer de la casa echadas;
sacó apart al bispo bien a quinze passadas,
“Sennor-disso-las duennas no son mucho culpadas”.

564 Díssoli su faijienda por qé era pasada,


por sos graves peccados cómo fo engañada;
cómo la acorrió la Virgo coronada,
si por Ella non fuesse, fuera mal porfazada;

565 e cómo mandó Ella el ninnuelo levar,


cómo el ermitanno gelo mandó criar;
“Sennor, si vós quisiéredes, podédeslo provar,
¡por caridat, non pierdan las duennas el logar!

[...]

576 Quando vino el término, los siet annos passados,


envió de sos clérigos dos de los más onrrados
qe trasquiessen el ninno del mont a los poblados;
recabdáronlo ellos como bien castigados.

[...]
578 Issió mucho bon omme, en todo mesurado,
parecié bien qe fuera de bon amo criado;
era el pueblo todo d’elli mucho pagado,
quando murió el bispo, diéronli el bispado.

[...]

581 Quando vino el término qe obo de finar,


no lo dessó su ama luengamiente lazrar;
levólo a la Gloria, a seguro logar
do ladrón nin merino nunqua puede entrar.

III. T r a d u c c ió n a l l e n g u a je l l a n o del a ñ o 2000


(só lo para lecto res q u e n o d is f r u t e n

C O N L O S D IC C IO N A R IO S )

505 Os quiero contar un cuento de una abadesa


Como a mí me parece. Pecó
Y sus dueñas quisieron gastarle una mala faena
Pero no lo consiguieron ni siquiera una pizca.

506 Esa abadesa era muy bondadosa


Muy recatada y caritativa
Dirigía su convento con toda voluntad
Viviendo según su regla con toda honestidad.

507 Pero la abadesa cayó una vez


Hizo un locura que está muy prohibida
Pisó por su suerte una hierba muy enconada
Después de caída se encontró embarazada.

508 Fuele creciendo el vientre contra las ternillas


Le fueron saliendo pecas en las mejillas
Unas grandes, otras menudas
Porque a las primerizas les pasan estas cosas.
509 Las compañeras se dieron cuenta
La llama encendida no podía ocultarse
A algunas les pesaba que hubiese mal caído
Pero las otras se alegraban en exceso.
[...]
511 Vieron que aquello no podía encubrirse
De lo contrario, el diablo se reiría de todas
Escribieron al obispo diciéndole
Que las visitara o debiera pesarle.
512 El obispo comprendió por el mensaje
que tenían conflicto o habían hecho alguna locura
Y vino a hacer su oficio visitando a las monjas
Dispuesto a escuchar todo el pleito.
513 Dejemos al obispo descansando en su posada
Quede en paz y duerma allí con su séquito
Nosotros contaremos lo que hizo la dueña embarazada
Que sabía que al día siguiente iba a ser injuriada.
[...]
517 Entró al oratorio ella sola, señera,
No pidió que fuera con ella a ninguna compañera
Paróse con el ánimo perdido después de la primera
Pero Dios y su suerte le abrieron carrera.
[...]
522 Señora bendita, no te he podido servir
Pero siempre quise alabarte y bendecirte
Señora, en verdad digo y no intento mentir
que querría ser muerta si pudiese morir.
523 Madre del Rey de la Gloria, Reina de los Cielos
Que suija de tu gracia alguna medicina
Libra de tan mala injuria a esta mujer mezquina
Ahora mismo sería, si tu quisieras.
529 Con el gran cansancio la dueña se quedó traspuesta
Dios lo hacía todo por su gran piedad
Apareció la Madre del Rey de Majestad
Dos ángeles con ella de gran claridad
[...]
533 Por el alivio de la Virgen preciosa
Sin que la madre sintiera nada de dolor
Nació la criatura, una cosita muy hermosa
La Gloriosa mandó a dos ángeles que la acogieran.
534 Les dijo a los ángeles: “A ambos os ordeno
que llevéis este niftito a mi amigo Fulano
Decidle que me lo críe, así os lo digo
Él os creerá. Luego, volved conmigo.”
[...]
537 Cuando volvió en sí se palpó con las manos
Por el vientre y los costados y por cada ijada
Encontró su vientre lacio, la cintura muy delgada
Como mujer que es de tal cosa liberada
538 De ninguna manera podía creérselo
Pensaba que fue un sueño, no una cosa verdadera.
Palpóse y se dio cuenta. A la tercera vez
La duda se convirtió en certeza.
539 Cuando se sintió libre de la mala preñez,
cuando el saco estuvo vacío de la mala harina
empezó con gran gozo a cantar “Salve Regina”
que es de los desamparados alegría y medicina.
540 Los ojos le lloraban con gran alegría
le decía preciosos laudes a la Virgen María
ya no temía al obispo ni a su cofradía
porque había terminado la gran enfermedad.
547 Como ya no tenía miedo de caer en la injuria
Fue a ponerse a los pies del obispo
Quiso besarle las manos como debía hacerlo
Pero el no quiso ofrecérselas.

548 El obispo empezó a increparla


había hecho algo por lo que debía sufrir.
No podía seguir siendo abadesa.
Ni vivir entre las demás monjas.

549 “Toda monja que hace tan gran deshonestidad


que no guarda su cuerpo ni tiene castidad
deber ser expulsada de la sociedad
y que vaya a donde quiera a hacer su suciedad.”

[...]

555 Envió de sus clérigos los que él más confiaba


Para que probasen de qué modo ella estaba
Le quitaron la falda aunque le pesaba
Y la hallaron tan seca que parecía una tabla.

556 No encontraron en ella signo de preñez


Ni leche ni rastro de ningún mal.
Dijeron “No es así; ha sido en vano;
Jamás se había levantado tan fiera falsedad.”

557 Volvieron al obispo, dijéronle: “Señor,


Sabed que la hermana ha sido en balde culpada.
Quien tal os dijo, salvad vuestro honor,
Os dice tan gran mentira que no podría ser mayor.”

558 Pensó el obispo que eran engañados


Que la dueña les habría prometido dinero.
Dijo: “Hombres malos, no os creeré
Porque otro costal tiene debajo del vestido.”
560 Se levantó el obispo de donde estaba sentado
Y fue hacia la abadesa expeditivo y airado
Hizo que se quitase el hábito de mal grado
Y comprobó que la habían acusado falsamente.

[...]
563 Vio la abadesa a las dueñas mal juzgadas
Y que iban a expulsarlas del convento.
Se llevó al obispo aparte, a quince pasos
“Señor”, dijo, “las dueñas no tienen mucha culpa”.

564 Le contó el asunto que le había sucedido


Por sus graves pecados cómo fue engañada
Y cómo la socorrió la Virgen coronada.
Si no hubiese sido por ella habría sido injuriada;

565 Y cómo Ella mandó que se llevasen al niñito


Y cómo al ermitaño se lo mandó criar.
“Señor, si vos quisierais lo podríais comprobar
¡Por caridad, que las dueñas no pierdan su lugar!

[...]
576 Cuando llegó el momento, siete años después
Envió a dos de sus clérigos más apreciados
Para que trajeran al niño desde el monte a lo poblado.
Y así lo hicieron ellos como bien mandados.

[...]
578 Fue un hombre muy bueno, muy comedido
Parecía que hubiese sido educado por buen amo
Todo el pueblo le quería mucho
Cuando el obispo murió le dieron el obispado.

[...]
581 Cuando llegó el momento en que tenía que morir
No le dejó su señora sufrir largamente
Le hizo subir a la Gloria a un lugar seguro
En el que ni ladrón ni cobrador de impuestos podrán
[nunca entrar.

IV. E l j u i c i o a la ab ad esa

IV1. Venganzas y lealtades

Las páginas seleccionadas son sólo el núcleo de “La


abadesa preñada”. Berceo resuelve la narración con mucha
economía de recursos, presentando en la primera estrofa
(505) una síntesis del problema, el nudo y el desenlace: “la
abbatissa ha pecado” y sus compañeras de claustro buscan el
modo de castigarla, pero finalmente no lo conseguirán. La
estrofa 506 refiere los precedentes, los matices. La abadesa
no era mala ni disoluta, sino muy bondadosa y honesta. Una
explicación a los malquereres de sus monjas es que “guiaba
su convento con toda boluntat”, es decir, se dedicaba real­
mente a la labor de dirección y vivía y hacía vivir “según la
regla”, con disciplina. En las estrofas no reproducidas aquí
se desarrolla más el tema de la disciplina en el convento y
Berceo dice que “apremiávalas mucho... e non les con­
sintió fer las cosas vedadas”, por lo que había provocado su
resentimiento, cosa que “cunte a los prelados esto a las ve­
gadas”.
Según Berceo, el embarazo no fue resultado de malas
costumbres, sino que cayó en la “locura prohibida” una sola
vez. La “hierba enconada” o venenosa es un modo folclóri­
co de referirse al desliz, sin nombrarlo de modo más explí­
cito, tal como aparece en otras versiones populares. La estro­
fa 508 da unas graciosas descripciones, muy realistas, sobre
el progreso del embarazo. La estrofa 509 reconoce el clima
de murmuraciones en el convento: envidias y venganzas, pero
también lealtades. Mientras algunas monjas ven en el emba-
razo la ocasión del desquite y no ocultan su júbilo, otras se
solidarizan y lamentan la desgracia.

IV2. La judicialización del embarazo


En la estrofa 511, la acción sale ya de los límites de la
comunidad: se extiende y judicializa. Es la ocasión de oro
que buscaban las rivales, las regañadas, las que se sentían
ofendidas y disminuidas por el cumplimiento estricto de la
regla (o por la bondad manifiesta de la priora). Pero no
hacen una denuncia explícita: aunque el torneo ya ha empe­
zado, los peones no mueven ficha. Trasladan el protagonis­
mo a otros, convierten a los superiores jerárquicos, hábil­
mente manejados, en instrumentos de sus deseos.
El obispo, varón por encima de cualquier mujer de carne
y hueso como corresponde a la institución de la que él y ellas
forman parte, no necesita que el mensaje sea más explícito
(estrofa 512). Conoce las reglas del juego, y entiende que la
cortés invitación a la visita es, en realidad, una delación, una
denuncia. Por ello, se pone en camino acompañado de su
séquito (la mesnada), para dictar sentencia.
Las estrofas 517-519 son magníficas en su escueta reso­
lución psicológica, en el grafísmo casi cinematográfico con
que describen el movimiento, los ambientes y la sucesión de
acontecimientos. La abadesa podría haber opuesto la movili­
zación de sus partidarias contra sus detractoras: o, al menos,
podría haber buscado un refugio, un consuelo o un oculta-
miento entre sus afines. También estaría a su alcance el uso
de pócimas abortivas: pero eso la habría dejado a merced de
las aborteras y en riesgo de muerte. Además, con toda pro­
babilidad ésa sería una conducta que la propia abadesa desa­
probaba. No hace nada de esto la priora, que individualiza su
destino y su suerte para no comprometer ni contagiar a las
amigas. Tampoco quiere la disculpa, el escándalo ni las lu­
chas intestinas. Berceo nos la descubre solitaria, entrando
por la noche en el espacio privilegiado del oratorio: “ella
sola, sennera, non demandó consigo ninguna compañera”.
En la hora de tinieblas, de reflexión consigo misma, la
abadesa desdobla su yo personal y su yo colectivo, proyec­
tándolo en la divinidad.
La abadesa vive en el siglo XIII, en la Edad Media. Es
una época que hemos llamado oscura, violenta y dogmática:
pero su mundo de creencias es rico, generoso, confiado,
vital. Sabiendo como sabe que nada puede esperar de la
organización eclesial de la justicia, recurre al más fuerte y
más universal de los lazos: la madre. La madre de sangre y
cuidados, proyectada en la figura de María, Reina de los cie­
los, intercesora, Virgen como la propia abadesa debiera
haber sido, pero Madre también, por caminos difíciles de
entender, como lo es ella. La abadesa, que no llora ante
nadie, se deshace a los pies de la que encama a Todas las
Mujeres.

IV4. Eximentes, comisiones y expertos

El hijo de la abadesa no nace de un asalto brutal, ni de la


venganza planificada y política. La abadesa no ha sido vio­
lada, ni conoce el destino de desdicha que acompaña a las
malformaciones. La abadesa no sabe aún del dolor de la
enfermedad, la suya o la de su hijo. Tampoco nacerá el niño
como represalia y aviso, dando cuerpo y prueba al poder de
la violencia o el desprecio. Otros hijos se implantan como la
parte más sucia y cruel de una guerra: tortura peor que la pi­
cana, el saco de plástico o el destierro. Pero el hijo de la aba­
desa, no. Sólo es hijo del deseo y la imprevisión, de la falta
de un instrumento de protección adecuada. Tampoco piensa
la abadesa que perderá la vida; pero prefiere morir.
La abadesa no piensa en el puesto que perderá, ni en la
ruina de su carrera, ni en cómo se alimentarán ella y su hijo,
expulsados ambos del convento. Lo que la hace temblar es la
injuria, el acoso social. Es que “de tan gran infamia... podrié
tod el mundo siempre de mí reír”. Por eso necesita con ur­
gencia la intervención que por sí misma no puede darse. Ex­
pira mañana el plazo. Se reunirá la comisión, se hará públi­
co el juicio ajeno. Fuera acecha la noche y la oscuridad del
proceso. Mañana hablarán los jueces. Los expertos. Las co­
misiones. Mañana arrancarán su hábito y sus velos para
hacer más patente el veredicto. El peso de la Ley de los
Otros caerá mañana sobre ella. Llora y reza la mujer, Mujer
entre todas las Mujeres. Agotada, sin fuerzas para más pre­
ces, cae dormida la abadesa.

IV5 .La reinserción a la vida cotidiana

Con la estrofa 529 entra Dios en escena; pero no es el


Dios de los Ejércitos, ni el que se hace acompañar de ánge­
les flamígeros. Es el Dios misericordioso, el de la piedad.
Una gran claridad acompaña a la Madre, que hace suya la
petición de la Hija. “Non sintiendo la madre de dolor nulla
cosa”: la Madre consigue eximir a su hija de la condena
bíblica, la del Ángel que condenó a Eva y a todas las hem­
bras de la especie a parir con dolor. La Virgen, que ella mis­
ma alumbró a su hijo sin romperse ni mancharse, le prome­
te que dará a luz sin que por ello sufra “el vuestro espinazo”.
Es el anticipo de logros recientes de la medicina, que por
causa de esta complacencia en la condena han tardado mu­
cho más tiempo del debido en promoverse y llegar. “Nació la
creatura, cosiella muy fermosa”. Tibia la piel, separado del
propio cuerpo, los puños y los ojos cerrados. ¡Qué dulce es
el primer gesto!
Después del interludio vuelve la vida cotidiana. Despier­
ta la abadesa y no puede creer lo que sus manos palpan: el
vientre liso, la cintura delgada. Irrumpe en cánticos a la Vir­
gen María, que por su intervención le devuelve el cuerpo de
doncella. Y con la confianza en su cuerpo, liberado del saco
de mala fariña, recobra también la confianza en sí misma.
No caerá en los errores pasados, saldrá adelante ante compa­
ñeras, acusadores y jerarquías inquisitivas.
La abadesa es llamada a responder ante el Cabildo, y tra­
ta de portarse ante el obispo como le correspondía, “quisso'l
besar las manos”. Pero él ya la ha juzgado internamente y no
consiente el gesto normal de aproximación: “mas él non
gelas quiso a ella ofrecer”. Las estrofas 547 y siguientes,
muy abreviadas aquí, son una cala social y psicológica: in­
tentos de acercamiento y rechazo, condena de la abadesa a la
expulsión social, “devié ser echada de la soc'íetat”, alegacio­
nes de la abadesa, pruebas periciales, “envió de sos clérigos
en qui el más fiava”, informes, delegados, la intimidad al
alcance de todos, “tollieronli la saya”, la sospecha de engaño
y soborno, “cuidóse el obispo qe lis avié la duenna dineros
prometidos”, y finalmente la escalada de niveles jerárquicos
hasta que el obispo ha de asumir personalmente la compro­
bación del estado de la abadesa, “levantóse el obispo ond
estava posado”. Luego, el obispo traslada su ira a las denun­
ciantes “qe avién a seer de la casa echadas”.
A partir de la estrofa 563 se cambian las tomas a favor
de la abadesa. Llega la hora de la sinceridad entre juzgador y
juzgada. El obispo acepta el dictamen de la Virgen como
superior al suyo: “Duenna —disso—, mercet, ca mucho só
errado; ruégovos que me sea el yerro perdonado.” También
es la ocasión para que la abadesa perdone generosamente a
las monjas delatoras: “¡Que non pierdan las duermas el
logar!”

V La m a te r n id a d c o m o o p c ió n .
O r a c ió n d e l a s m u j e r e s d e l s ig l o XXI

Berceo escribía en el siglo XIII, y en este episodio con­


trapone claramente el rigor de la organización eclesiástica a
la actitud comprensiva de la Madre de Dios, cuya ayuda
implora la abadesa mediante la oración (estrofas 522 y 523).
También hoy, en cualquier lugar del mundo, quienes sufren
problemas similares al narrado por Berceo querrían que la
realidad respondiera a sus deseos y súplicas. La maternidad
es a veces una condena terrible para quien la vive como
error, como venganza, como castigo, como mera interposi­
ción de las leyes biológicas a su voluntad humana. Las muje­
res del siglo XXI se encuentran muchas veces solas ante
embarazos no deseados para los que no encuentran una res­
puesta ética ni una solución técnica. Es sólo después de com­
probar que las súplicas a otros poderes no son atendidas que
las leyes de la biología siguen su curso, que los milagros no
se producen, cuando empieza para tantas mujeres el peregri­
naje por los nuevos ámbitos de intervención que ofrece la
moderna tecnología legal y sanitaria.
Haciéndonos eco de los millones de mujeres que sufren
por esta situación, continuamos la oración de la abadesa en
esta otra oración de nuestros días.

Oración de las mujeres del siglo XXI

Sennora benedicta, imagen de todas nosotras, experiencia del


Tiempo,
dadora de la Vida, escuchadora, que te abstienes de juzgar.
Non te podí servir. Hubiera querido hacerlo mejor pero no supe.
Améte siempre laudar e bendezir. No me dieron para más las
fuerzas,
ni el entendimiento, ni el valor. Pero lo he intentado. Sólo esto he
conseguido,
¡qué poca cosa, qué desastre, señora!
De verdad te digo que querría seer muerta si podiesse morir,
y no sólo por mí, sino por los otros y otras, los que en mí confiaron,
o en mí se reconocen. ¿Cómo pude hacerlo tan mal?
Ahora vendrá el desdoro y la condena. Pero no es el castigo,
señora,
lo que me amarga y corta el aire: es que no cumplí aquello
para lo que estaba elegida.
Si podiesse morir; morir no es peor que vivir en la afrenta, en el
sometimiento,
en este no ser lo que tendría que haber sido.
Señora benedicta, Si tú quisieras, sería aína. Madre del Rey de
Gloría,
de los cielos Regina. Nada soy a tu lado. Tú eres el movimiento
y yo el corpúsculo; yo soy fracción de segundos, tú no tienes final.
Yo sólo soy casi nada, tú estás aquí y allá, antes y después;
sientes y ves lo que yo no siento ni veo. Pero también
es hermoso el corpúsculo, y la brizna, y el minuto.
Preferiría morir: pero si tú quisieras, mi minuto y mi poquedad
podrían durar otro tanto, alargar un poco la estancia en este lugar,
el único que conozco.
Si tú quisieras. Yo no puedo quererlo ni poner los medios, señora
benedicta.
Pero si tú quisieras, se abrirían los mares para dejarme paso,
fructificarían las piedras y el sol se nublaría para acompañar mi
aflicción.
Si tú quisieras, Madre del Rey de la Gloria,
de los cielos Regina, manaría de tu gracia alguna medicina.
C a p ít u l o VI

Ideología y pedagogía en el Siglo de Oro

P r e s e n t a c ió n

Siempre me ha llamado la atención la aparente unanimi­


dad con que algunas épocas reciben calificativos elogiosos
o despectivos. Entre nosotros, el periodo comprendido en­
tre 1543 (publicación de la colección de poesías de Boscán
y Garcilaso) y 1681 (año de la muerte de Calderón de la Bar­
ca) merece el título de Siglo de Oro, aunque en realidad se
trate de siglo y medio. En cualquier enciclopedia puede leer­
se que esta condición áurea se debe al apogeo que alcanza­
ron las artes y las ciencias. Sin duda, esta época se ha lleva­
do el Premio del Jurado por lo que a nuestra Historia se re­
fiere. Pero a mí me hace plantearme algunas preguntas:

1) De haber sido distinta la composición del Jurado, por


ejemplo, si se hubiesen incorporado un mayor núme­
ro de mujeres, ¿habría merecido el mismo premio?
2) La designación de un siglo como “dorado” ¿se debe a
sus propios méritos, o a que sale muy bien valorado
por comparación con épocas de decadencia y desiden­
tificación, tanto anteriores como posteriores?
3) Una vez que un siglo ha alcanzado tan alta cima en la
jerarquía de los aprecios, ¿se convierte, por ello, en
modelo que ha de copiarse o es un simple puente para
el progreso y la superación en los siglos siguientes?

Del contexto de estas reflexiones surge el próximo en­


sayo, cuya primera versión se publicó en 1981, dedicado a
Juan Vives y sus libros De Institutione Feminae Christianae
(1523) y De Officio Mariti (1528). Vives nació en Valencia,
en 1492, estudió con Erasmo, vivió en París y en Brujas y
fue profesor en Lovaina y en Oxford. Catalina de Aragón, la
hija de Isabel la Católica, pidió a Tomás Moro que tradujera
De Institutione Feminae Christianae, aunque éste finalmen­
te lo delegó en el tutor de la familia. El libro fue escrito para
la princesa María (Estuardo), hija de Catalina de Aragón y
Enrique VIII. Tuvo un enorme éxito en su época, y se tradu­
jo no sólo al inglés sino al francés, italiano y alemán en
menos de dos décadas. Según S. Pomeroy (1995): “Esta obra
fue la primera obra extensa, y durante mucho tiempo la úni­
ca, del Renacimiento inglés escrita especialmente sobre la
educación de la mujer, y fue la máxima autoridad sobre este
tema en el siglo XVI. No sólo formaba parte de la propuesta
educativa para las mujeres, sino que abogaba por su educa­
ción.”
La influencia de Vives no se limita al siglo XVI, sino que
ha llegado hasta hoy, especialmente en Psicología y Pedago­
gía. El ensayo que sigue a continuación tuvo una primera
versión, publicada en 1982 con el título Ideología y Econo­
mía en el Siglo de Oro. El papel de la mujer en la estructura
demográfica y económica del Antiguo Régimen.
Durante varios siglos, Vives ha sido un nombre de re­
ferencia en la cultura española, y a él se dedicó el primer Ins­
tituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas (1942). Este Instituto Luis Vives ocupaba un
pequeño edificio, juntamente con el Instituto de Pedagogía
San José de Calasanz. Formaba parte del Instituto Vives un
Departamento de Psicología, pionero de esta disciplina en
España, por el que pasaron los fundadores y futuros catedrá­
ticos de Psicología de muchas Facultades Universitarias.
Junto al núcleo de investigadores del CSIC, en un edificio
inmediato, se hallaba el Instituto de Enseñanza Media Rami­
ro de Maeztu, considerado “modelo” y no obligado al régi­
men común del resto de los institutos de enseñanza media.
Fue lo que hoy se llamaría un “centro de referencia” o de eli-
te, más innovador y experimental, mejor dotado. Natural­
mente, en el Ramiro sólo estudiaban varones. Naturalmente
también, por concordancia con la época, a partir de la transi­
ción democrática se convirtió en un centro mixto, al que hoy
acuden chicas y chicos1.
En el momento actual, Vives goza de una atención ma­
yor que otros autores de su misma época; se lo debe al auge
de la Psicología y al consiguiente número de investigadores
que buscan sus raíces en la historia de la disciplina. Se lo
debe también a los movimientos de mujeres, que tratan de
reconstruir su historia y la historia de las ideas sobre la femi­
nidad y la masculinidad. Pese al duro juicio que hoy pueda
merecemos, Vives fue un adelantado o progresista en su pro­
pia época. Pero, además, la memoria de Vives se beneficia
hoy enormemente de su experiencia europeísta, de su amis­
tad con Erasmo de Rotterdam, y de la circunstancia de haber
sido adoptado por algunos autores como componente del
movimiento renacentista en Inglaterra, lo que le coloca en
una posición privilegiada de difusión a través del poderoso
mundo docente y editorial de habla inglesa: motivo sufi­
ciente para llevamos a reflexionar sobre lo poco que vale el
dicho de que “el buen paño en el arca se vende” y sobre los
conflictos que la subordinación de lenguas y canales de
difusión plantea a las culturas y movimientos sociales mi­
noritarios.

1 Agradezco su información sobre los inicios del Instituto Luis Vives


a Francisco Pérez, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC.
En medio de tantos laureles no está de más resaltar las dis­
tancias; porque en este modesto siglo XX, que probablemente
no alcanzará siquiera en su conjunto los honores de la plata o
el bronce, los avances pedagógicos podrían —por compara­
ción con nuestro bienquerido Siglo de Oro— merecer real­
mente la categoría de “platino” o “titanio”, al menos por lo
que se refiere a la situación de las mujeres o el pueblo llano.

I. L a p r o d u c c ió n d e id e a s

La elección del Siglo de Oro para este ensayo se debe a


una razón estratégica: a diferencia de otros periodos, este
siglo es recordado como una época brillante, de madurez, en
la que la cultura española alcanzó una altura y una capacidad
de irradiación extraordinarias, que nunca después han podi­
do ser superadas. Por esta admiración por el Siglo de Oro,
por esta autocomplacencia que todavía dura en la cultura es­
pañola, resulta obligado preguntarse si fue una cultura “co­
lectiva” o fue una cultura ideológica, esto es, falseadora, al
servicio de los intereses de unos grupos y en contra de otros.
En este caso, la pregunta se hace desde la perspectiva de las
mujeres, y llevará a plantearse, al final del trabajo, si acaso
hubo alguna vez Renacimiento, o si amplios grupos de la
sociedad española están todavía esperando su renacer cultu­
ral y social.
Economía, ideología y pedagogía van inseparablemente
unidas. Dura ya un siglo la polémica sobre la direccionali-
dad de su influencia y sobre el límite de su capacidad condi-
cionadora, y Karl Marx y Max Weber son los dos hitos fun­
damentales en esa polémica. Pero no se trata de revisar aho­
ra el amplio debate surgido entre los partidarios de ambas
interpretaciones, sino de tomarlo como punto de partida para
aplicar a la mujer la misma pregunta que de modo reiterado
viene haciéndose a propósito de otros grupos económicos y
clases sociales: ¿Deriva la posición económica de la mujer
de las ideas que se han mantenido sobre ella o las ideas que
se han mantenido sobre ella derivan de su posición en el pro­
ceso productivo?
Para intentar dar respuesta a esta cuestión son necesarios
algunos pasos previos, y del modo de resolver o aun plantear
estos pasos previos depende en gran parte el resultado al que
lleguemos. Estos pasos se refieren, de una parte, a la aco­
tación y modo de estudio de las “ideas” y, de otra, a la defini­
ción y documentación.
En cuanto a las “ideas”, éstas abarcan desde las “ideas”
contenidas en el pensamiento y la práctica religiosa hasta la
ciencia, el derecho o el arte. En cuanto a la posición en el
proceso productivo, resulta difícil desenmarañar las intrinca­
das relaciones entre la re-producción de nuevas vidas, la pro­
ducción de servicios y la producción de bienes. Limitar la
investigación a unos pocos aspectos de estos dos amplios
conjuntos de “ideas” y de “posiciones económicas” es for­
zosamente simplificarlo: pero, al mismo tiempo, limitar su
alcance puede ser la garantía de que efectivamente se lleve a
cabo, precisamente por lo modesto de sus pretensiones. En
este caso, vamos a limitamos solamente a dos aspectos de la
posición económica: la posición en el proceso reproductivo
y la participación en el trabajo doméstico. En el plano ideo­
lógico, veremos la justificación de un programa pedagógico
que parte del supuesto de la subordinación de la mujer al
varón, justificando con argumentos religiosos el papel pro­
ductivo de la mujer dentro de la economía doméstica.

II. E l pa pel d e l a m u je r e n l a e st r u c t u r a

D E M O G R Á F IC A E N E L “ S lG L O D E O ro ”

Tanto los sistemas sociales como los sistemas econó­


micos tienen una base demográfica sin la cual no existirían.
Mantener viva la población ha sido históricamente una tarea
difícil, y han sido las mujeres las encargadas de producir las
nuevas vidas, de reponer el desgaste ocasionado por las gue­
rras, las hambres y las epidemias, y de potenciar con la pro­
creación el poblamiento de las nuevas fronteras. Ellas han
sido las productoras de los guerreros, de los eclesiásticos, de
los campesinos, de los comerciantes y de los vástagos de las
casas nobles y la realeza: o, como dice Fray Luis de León, de
“los que nacen para ser hijos de Dios y para honrar la tierra
y alegrar el cielo con gloria”.
La Europa de la Edad Media se caracterizaba por altas
tasas de mortalidad y de natalidad, lo que traducido a otro
lenguaje significa que las mujeres pagaban un alto atributo
a la comunidad en su papel de productoras de vidas nuevas.
Sobre la estructura demográfica en Europa en esta época,
dice Cipolla: “La proporción entre sexos, calculada sobre la
base de las pruebas suministradas por los cementerios, es
bastante más alta a favor de los hombres.” Al nacer, la pro­
porción debía ser probablemente la norma: 104 o 105 varo­
nes por cada 100 hembras, con un ligero predominio hasta
los 14 años. “Desde esta edad hasta los 40, la combinación
de trabajo duro, numerosos partos y la tuberculosis pro­
ducían grandes estragos entre las mujeres, de modo que la
proporción entre sexos en este grupo de edades era altí­
sima: 120 a 130 hombres por cada 100 mujeres. Pasados
los 40 años, las mujeres parecen haber sobrevivido en igual
cantidad que los hombres”2. La dedicación a la reproduc­
ción, cuando la edad media de vida de las mujeres era infe­
rior a 40 años, ocupaba gran parte de la vida adulta de las
mujeres casadas3.
Por lo que se refiere a la participación de la mujer en el
proceso de producción de vidas humanas, hay un general
acuerdo en que el empeño le costaba con frecuencia su pro­
pia vida, y como hemos visto, tanto campesinos como no­
bles se esforzaban por tener un elevado número de hijos.
Hay que preguntarse si existe alguna relación entre el enor­

2 Carlos Cipolla, Historia económica de Europa: la Edad Media,


Barcelona, Ariel, 1979, especialmente págs. 63 y ss.
3 Lesleft (ed.), Household and Family in Past Time, Cambridge Uni-
versity Press, 1977.
me valor concedido al “honor” y esta necesidad socialmente
sentida de aumentar la natalidad hasta el límite de lo posible.
Domínguez Ortiz recoge abundantes testimonios de la
conciencia que se tenía en aquella época de que la población
estaba disminuyendo en España4. Tras señalar que hacia 1565
ya se había terminado el crecimiento demográfico, acep­
ta como buenas las tasas de mortalidad próximas al 35
por 1.000 en épocas normales: los excedentes obtenidos a
pesar de las catástrofes naturales y humanas se debían a unas
tasas de natalidad muy altas: del 35 por 1.000 al 40 por
1.000, y en ciertos casos, hasta el 50. Éste es un rasgo común
a todos los tiempos y a todas las regiones en el Antiguo
Régimen. “Las prácticas anticonceptivas no eran totalmente
desconocidas: pero se aplicaban raramente, por motivos reli­
giosos, por imprevisión, por fatalismo y por la necesidad que
tenían los labradores de numerosos hijos. Los pequeños
excedentes podían llegar al 5 o 10 por 1.000 en años norma­
les, pero luego llegaban, cada diez o quince años, periodos
de mortalidad anormal y si al fin de siglo se había obtenido
una ganancia del 25 por 100, el balance podía considerarse
favorable”5. La mortalidad era altísima entre los campesinos,
pero tampoco se detenía ante las familias de la burguesía o
incluso de la realeza, como puede constatarse siguiendo la
historia de los sucesivos matrimonios y dificultades para
asegurarse un heredero en la realeza española.
La lucha por la supervivencia física iba acompañada
inevitablemente en el plano axiológico e ideológico de una
valoración muy alta de la fecundidad, y su correlato era el
deber moral de las mujeres de producir una descendencia
numerosa. Esta descendencia debía producirse a pesar de la
honestidad de las mujeres, o sea, mediante la conversión de

4 Ramón Carande, Carlos Vy sus banqueros: la vida económica en


Castilla, Madrid, Universidad de Estudios y Publicaciones, 1943,190 págs.
5 Antonio Domínguez Ortiz, El Antiguo Régimen. Los Reyes Cató­
licos y los Austrias, Madrid, Alfaguara, Alianza Universidad, 1976, pá­
gina 77.
su tarea reproductora en una obligación moral y social que
excluyera toda satisfacción personal. Fray Luis de León cri­
ticará severamente a las que “se contentan con parir un hijo
de vez en cuando” y Juan Luis Vives no duda en poner como
ejemplo a alguna dama de alta alcurnia, madre de familia,
“que se preciaba de no haber excitado jamás a su marido”.
Disponía además Juan Luis Vives, en su proyecto pedagógi­
co (en aquel momento innovador precisamente por el respe­
to y dignidad con que trataba a la mujer), que los niños de
corta edad fueran apartados de sus madres, porque sus mani­
festaciones de afecto los debilitaban y siempre resultaba que
los hijos en quienes su madre depositaba mayor cariño se
hacían peores que el resto de sus hermanos6. Así pues, la
escisión entre las obligaciones reproductoras y la satisfac­
ción personal para llevarlas a cabo debía ser absoluta.

III. M o l in o s , talleres y h o g ares

Apenas sabemos algo sobre el papel económico que


correspondía a las mujeres en la estructura económica del
Antiguo Régimen, pero la dedicación a la producción de
nuevas vidas no parecía eximirlas de la participación en el
proceso de producción de bienes, ni impedírsela, como han
dejado patente Sullerot7 y Cipolla.
Para Europa, Cipolla documenta ampliamente el papel
económico de la mujer. Así, dice: “El taller de un hombre, o
de un hombre y su esposa, solía estar especializado en una o
más de las zarandajas y artículos de semilujo, que se solían
comprar en los mercados, especialmente las mujeres...” “La
participación de las mujeres era habitual también en los

6 Vid. Carmen Sáez de Buenaventura, “Aproximación al mito de las


madres patógenas”, Revista de la Asociación Española de Neuropsiquia-
tría, núm. 2, septiembre-diciembre, 1981, págs. 31-56.
7 Evelyne Sullerot, Historia y sociología del trabajo femenino, París,
E. Gonthier, 1968.
molinos de harina y al mecanizarse éstos las mujeres que
antes trabajaban en ella se dedicaron al cultivo intensivo de
las huertas de vegetales, lino y cáñamo”: “y si en las proxi­
midades existía un mercado de telas, podían también dedi­
carse a realizar más trabajo textil durante el invierno”.
Respecto a la industria textil flamenca señala que la cla­
sificación de las diversas calidades de la lana era hecha
generalmente por mujeres en los mismos almacenes y que
la lana era entregada a las mujeres que trabajaban: “Solas o
con sus hijos, en talleres caseros de la ciudad o de los pue­
blos vecinos, para que la lavasen, cardasen e hilasen (sin
rueca), y para que diesen apresto al hilado con manteca de
cerdo o mantequilla derretida... Un maestro tejedor sólo
podía tener tres telares, para los que necesitaba cinco asis­
tentes y la ayuda de varias mujeres que iban de tienda en
tienda para echar una mano en la tarea de atar los hilos de la
urdimbre”8.
En España, Teófilo Ruiz ha destacado que las unidades
sociales y económicas en Castilla en los siglos XIII y XIV no
eran tanto las personas cuanto las familias, y tenían su pro­
pia dinámica de acumulación de patrimonios, en la que
correspondía un importante papel a las mujeres9. Esta situa­
ción, aunque referida a finales de la Edad Media, no se alte­
ró apenas hasta la época de Fray Luis de León. En cualquier
caso, éste es un tema escasamente estudiado. La mayoría de
los testimonios que nos han llegado de quienes vivieron en
aquella época están afectados por la “invisibilidad” econó­
mica de la mujer, y esta ceguera se extiende en buena parte
hasta los historiadores y economistas contemporáneos. Es
sintomático que en una obra tan innovadora y de tan gran
influencia en España como la de Jaime Vicens Vives, en el

8 Cipolla, op. cit., especialmente págs. 260 y ss.


9 Teófilo Ruiz, Sociedad y poder real en Castilla, Barcelona, Ariel,
1981. Ruiz recoge documentos de la época en los que se dice: “Las hijas
contrajeron matrimonio con personas de importancia y mantuvieron su
posición social en la ciudad” (pág. 129).
volumen de su Historia de España y América dedicado a la
Baja Edad Media, no haya referencias al trabajo o papel eco­
nómico de la mujer, que tampoco aparece reseñado en el
volumen dedicado a los Austrias. Las escasas referencias a
la mujer recaen principalmente sobre su forma de vestir
(especialmente sobre los lujosos vestidos de las nobles) o
sobre su falta de libertad en general y en la elección de ma­
trimonio. No se ocupa de su posición económica dentro de la
familia, aunque señale que ésta no se limitaba a los padres e
hijos, sino que formaba un núcleo más extenso, que trabaja­
ba en común el patrimonio familiar. De esta estrecha unión
surgía la responsabilidad colectiva en caso de delito cometi­
do por un solo miembro de la familia. Sin embargo, el papel
que Vicens Vives describe es menos activo que el que se des­
prendía del texto de Teófilo Ruiz, en el que no sólo las muje­
res nobles sino las pequeñas comerciantes aparecen registra­
das en numerosas actas de compras y ventas de propiedades,
que difícilmente podrían llevar a cabo si tuviesen el grado de
enclaustramiento que el texto de Vicens Vives parece suge­
rir, cuando señala que “la vida oriental, apartada y recogida,
influyó de un modo extraordinario en la de las damas caste­
llanas, no tanto en las levantinas, que tuvieron siempre más
libertad de movimientos”10.
Por extraña paradoja, la obra de Fray Luis de León apa­
rece como un ejercicio de “teología materialista” frente a la
“historia económica idealista” de muchos historiadores con­
temporáneos. Vicens Vives, a propósito de la mujer del Siglo
de Oro, describe un panorama excesivamente plácido. Reco­
giendo el testimonio de Ludwig Pfandl, concluye que “la
mujer española de la nobleza y burguesía de los siglos XVI
y XVII era más mujer de su hogar y de su familia que todas
sus congéneres contemporáneas del resto de Europa... Pasa­
ba las horas del día dedicada al servicio de Dios y de su

10 Jaime Vicens Vives, Historia de España y América. Vol. II. Baja


Edad Media, Reyes Católicos. Descubrimiento, Barcelona, Vicens Vi­
ves, 1974, pág. 349.
familia, rezaba sus oraciones, cumplía sus quehaceres do­
mésticos y entretenía algunas horas en apacible charla y co­
madreo con las vecinas”1 Sigue Vicens Vives recogiendo el
parecer de Pfandl a propósito de La perfecta casada, de Fray
Luis de León, como aquél “cuyo magnífico y acabado mo­
delo de mujer se esforzó por imitar fiel y exactamente”12.
En las interpretaciones de la economía española en este
periodo es habitual la distinción de dos etapas, establecidas
por Larraz: la primera, del año 1500 a 1550, caracteriza­
da por el estímulo de los metales indianos, y la segunda, en­
tre 1550 y 1600, caracterizada por el agotamiento de la co­
yuntura de alza.
Carande acepta que en esta época se había producido
una cierta concentración de vecindario urbano, atraído por la
industria, el comercio y las grandes casas campesinas, pero
la vida económica languidecía tanto en el campo como en
las ciudades. El campo proporcionaba su potencial demo­
gráfico a las ciudades13. La mayor parte de los historiadores
económicos conceden un gran interés a la ganadería para el
mercado14, pero hay que suponer que en la dieta de la inmen­
sa mayoría de la población campesina fue más importante el
autoconsumo que la carne comprada en el mercado. Las
ilustraciones y la literatura de la época contienen abundantes
referencias a animales de crianza y consumo doméstico,
cuyo cuidado correspondió, sin duda en buena parte, a las
mujeres, lo mismo que la fabricación y conservación de los
alimentos.
En la industria había comenzado ya el declive económi­
co y Castilla no podía competir con los Países Bajos, Ingla-

11 Jaime Vicens Vives, Los Austrias. Imperio Español en América,


Barcelona, Vicens Vives, 1994, pág. 187.
12 Vicens Vives, op. cit., pág. 187.
13 Carande, op. cit., págs. 61 y ss.
14Jean Paul Le Fien, “La ganadería en el Siglo de Oro (xvi-xvil).
Balance y problemática”, en La economía agraria en la Historia de Es­
paña, Madrid, Fundación Juan March Alfaguara, 1979.
térra o Francia. Esta decadencia suele atribuirse a diversas
causas, tales como la desviación de Castilla respecto a los
precios del resto de Europa, la política de intervención
europea de los Habsburgo y el menor espíritu capitalista de
Castilla.
En cuanto a la interpretación que en aquella época se
daba de la génesis de la riqueza colectiva, es importante
recordar que “el complejo económico nacional era conside­
rado como la suma aritmética de las economías familiares,
de tal modo que si éstas observaban una conducta laboriosa,
austera y ahorrativa, por fuerza determinarían una economía
nacional potente”15. Esta es, precisamente, la justificación
de las sucesivas leyes antisuntuarias, por otra parte repetida­
mente desobedecidas, y éste es el pensamiento económico
básico en el que se inserta La perfecta casada de Fray Luis
de León.
Por la fecha de su nacimiento, Fray Luis vivió a caballo
entre las dos épocas económicas del siglo a las que antes nos
referíamos. Sus alegatos contra el lujo y contra la reducción
de la natalidad tienen que interpretarse desde estas coordena­
das económicas, que él acepta y convierte en deberes mora­
les. En la misma línea antimercantilista hay que interpretar
su condena moral de las riquezas que no tengan origen
campesino. Tal vez, como quiere Carande, la política bajo
los Austrias no puede ser tildada de mercantilista16, pero
Fray Luis se opone a ella como si el enemigo estuviese aco­
sando con fuerza.
Un estudio de Gentil de Silva sobre el siglo XVI, aunque
no se refiere expresamente al papel económico de las muje­
res, sí pone de relieve, tomándola como unidad de cuenta o
análisis, la unidad económica familiar, y propone que se
acepte, grosso modo, que “la renta agrícola por familia en
los pueblos de Castilla corresponde al consumo medio por

15 Vicens Vives, op. cit., pág. 122.


16 Carande, op. cit., págs. 141 y ss.
familia: 15.000 maravedís. La población de Castilla es de
unos seis millones de habitantes, lo que supone 1.200.000
familias, de las que un 80% en cifras redondas serían cam­
pesinos, lo que hace 960.000 hogares. El autoconsumo al­
canzaría un total de 15.000 millones de maravedís, valor de
la producción agrícola, siendo compensados los déficits por
los excedentes. Aquéllos estarían cubiertos por la interven­
ción de una oferta de ‘manufacturas’ de la producción de las
‘industrias populares’, en una proporción que no podemos
adivinar”17. En este mismo libro, Gentil de Silva da cuenta,
indirectamente, de la participación de la mujer en los telares
instalados en Castilla en 1662, tanto en el papel de artesanas
como en el de dueñas de telares, y asimismo recoge la pre­
sencia de mujeres entre los que clamaron contra la instala­
ción de las fábricas porque les privaba de su trabajo (las teje­
doras), lo que nos hace pensar que Vicens Vives pasó dema­
siado rápidamente sobre el asunto.
De todos modos, carecemos de estudios sistemáticos
sobre el papel de la mujer en la economía española, e inclu­
so falta la discusión sobre si este papel es específico en fun­
ción de su condición de mujer o puede diluirse y desaparecer
en otras condiciones, tales como la de estamento, clase o
religión. Tanto los historiadores de “historia social” (por
ejemplo, la obra monumental de Vicens Vives o de Tuñón de
Lara) como los más específicos historiadores de la econo­
mía de esta época (Teófilo Ruiz, Ramón Carande, Felipe
Ruiz Martín, José Gentil de Silva, Pierre Vilar, Gonzalo
Anes y otros) o de historia del pensamiento (J. A. Maravall),
dedican poca o nula atención a la posición económica de la
mujer, hecho sorprendente por cuanto es común a todos
ellos el reconocimiento de la influencia de la posición en el
proceso productivo (al menos como condicionante) respecto
a la posición en el resto del sistema social (legal, ético, etc...).

17 José Gentil de Silva, Desarrollo económico, subsistencia y deca­


dencia en España, Madrid, Ciencia Nueva, 1967, págs. 110 y ss.
Aun cuando de la lectura de sus obras se desprende este inte­
rés y preocupación por las bases económ icas de la vida
social, en lo que a la mujer se refiere el razonamiento pare­
ce invertirse, ya que las escasas referencias a ella suelen
limitarse al papel de las ideas (el derecho, el concepto del
honor, etc.) en la regulación de su vida. Por extraña parado­
ja, el resultado es una historia “no económ ica” de la mujer
en la historia general de la economía.

IV L a im a g e n d e l a m u je r e n l o s t r a t a d o s
Y S E R M O N A R IO S

Durante los siglos XV y XVI es comúnmente aceptada la


inferioridad física, intelectual y moral de la mujer. Un huma­
nista como Luis Vives resultaba revolucionario al pretender
que las mujeres de la nobleza aprendieran a leer y escribir en
su propia lengua y, si tuvieran capacidad para ello, en latín.
Los escritores y predicadores habían sido formados en la tra­
dición patrística y en la ética monástica. Si el pensamiento
básico era común a predicadores y ascetas, el lenguaje de los
sermones y prédicas no estaba atemperado, como en el caso
de los libros ascéticos dedicados a las damas de la alta noble­
za, por la moderación del respeto a tales damas. Fray Hernan­
do de Talavera, Juan Luis Vives, Fray Luis de León y Martín
de Córdoba (autor de Jardín de nobles doncellas) pertenecen
a la categoría de los ascetas cultos y emplean asimismo un
lenguaje más moderado al referirse a las mujeres. En los ser­
mones y sermonarios de la época, el tono y el estilo era
mucho más grueso, sin ningún tipo de atenuantes por la alta
posición social de aquéllas a quienes iba destinado y cuyo
patrocinio e influencia se buscaba. Juan de los Ángeles (Ma­
nual de la vida perfecta), Fray Hernando de Santiago, Fray
Juan de Terrones, Juan de Avila, Juan de la Cerda (Vida polí­
tica de todos los Estados de Mujeres), son sólo algunos de
los predicadores que expresaron por escrito el contenido
de sus prédicas y todos ellos comparten la desvaloración y el
temor a la capacidad de la mujer para subvertir el orden mo­
ral dominante18. El confesor de la reina Isabel la Católica,
Fray Hernando de Talavera (1428-1507), en un libro dedica­
do a doña María Pacheco, condesa de Benavente (De cómo
se ha de ordenar el tiempo para que sea bien expedido),
aconsejaba ya un tipo de conducta que era un claro prece­
dente de la obra posterior de Fray Luis de León La perfecta
casada19.
Siquiera a la reina de Castilla le estaba permitido en su
reino que quebrara las normas que regían su conducta en
tanto que mujer, por las que debía sumisión y obediencia a
su esposo con independencia de su condición de reina. Éste
es un dato relevante para el debate sobre el peso relativo de
las variables de sexo y estamento o clase en la determinación
de la posición social de los sujetos. Por ejemplo, Domínguez
Ortiz ha recogido los comentarios desfavorables que levan­
taba en Andalucía la relación igualitaria entre los reyes Fer­
nando e Isabel (“Cuando los regios esposos hicieron su pri­
mer viaje a Andalucía, el pueblo murmuraba de que el rey
pareciera subordinado a la reina. Con el tiempo, esta situa­
ción se fue modificando: Don Femando, cada vez desplega­
ba con más fuerza sus dotes políticas, mientras Doña Isabel,
minada por las preocupaciones, prematuramente envejecida,
se iba retirando a un segundo plano”)20. El propio Fray Her­
nando de Talavera perdió su poder en la Corte al ser perse­
guido por la Inquisición, y el “equipo político” de Isabel fue
desintegrándose para dejar su lugar al de Femando.
Que de la mujer se supusiera la inferioridad física, inte­
lectual y moral, y que fuera considerada como un “peligro
moral”, era sin duda una opinión generalizada, que en buena
parte se mantiene viva cuatrocientos años más tarde. Pero no

18Thomas Hanrahan, La mujer en la novela picaresca española, Ma­


drid, José Parras, 1967, especialmente págs. 85-98.
19 P. W. Bomil, La femme dans l ’Espagne du Siécle D ’Or, La Haya,
Martinus Nijhoff, 1950, especialmente págs. 219 y ss.
20 Antonio Domínguez Ortiz, El Antiguo Régimen, ed. cit., pág. 38.
nos interesa constatar esta opinión, sino preguntamos por las
razones de su divulgación y de su permanencia. O, dicho de
otro modo, ¿podría haber subsistido la estructura económica
en la que se asentaban tales ideas si éstas se hubieran susti­
tuido por una ideología radicalmente igualitaria?, ¿habrían
seguido las mujeres dedicadas a la reproducción durante
toda su edad adulta, aplicadas a la producción constante de
bienes y servicios para la hacienda familiar?

V El p r o g r a m a e d u c a t iv o d e J u a n L u is V iv e s

Juan Luis Vives expuso su doctrina sobre la mujer en


dos capítulos de De Institutione Feminae Christianae y
en un capítulo de De Officio Mariti2X. Partía del supuesto de
una igualdad básica entre todos los seres humanos por su
condición de “almas”, pero esta igualdad básica no le impe­
día profesar la ideología dominante en su época respecto a la
mujer, que era de un fuerte patriarcalismo. A la mujer hon­
rada le estaba prohibido cualquier contacto con hombres;
vedados los bailes y los galanteos, debía ir siempre en com­
pañía de sus padres. Tampoco la elección de marido era
asunto de su competencia, sino de la de sus padres. Incluso
dentro del matrimonio, la sexualidad era predicada por Vives
como una práctica embrutecedora sólo permisible para tener
descendencia. Dice Vives que al marido, igual que al hijo
pequeño, no ha de amársele gozosamente, sino con aleja­
miento. El amor conyugal debe alimentarse como un culto,
con reverencia y acatamiento, y dentro de la institución fa­
miliar, el padre mandará sobre la hija y sobre la esposa. La
legitimidad de su poder la obtiene el marido en todas las ins­
tancias legitimadoras posibles, ya que en la interpretación de
Vives: “No sólo la práctica y la costumbre de nuestros mayo­
res, sino también todas las instituciones y leyes humanas y

21 Vid. Carlos G. Noreña, Juan Luis Vives, Madrid, Ed. Paulinas, 1978.
divinas, así como la naturaleza misma, mandan que la mujer
debe estar sometida al marido y obedecerle”22.
Como el único papel atribuido a la mujer era el de las ta­
reas domésticas (“nadie buscará en ella cualidades de elo­
cuencia o inteligencia, ni conocimientos de ningún tipo”), de
su educación debían excluirse el conocimiento detallado de
la naturaleza, la filosofía, la gramática, la dialéctica, la his­
toria, la ciencia política, las matemáticas, la poesía, la músi­
ca, el dibujo, la danza y la literatura caballeresca o erótica, e
incluso la teología. Su educación debía basarse en el conoci­
miento de la Biblia y los poetas cristianos, y por suponer que
las mujeres eran más vulnerables que los hombres, tanto físi­
ca como moralmente, su educación debía ser muy estricta y
estrechamente vigilada. El silencio había de ser un instru­
mento fundamental en el aprendizaje y la práctica de esta
educación. La familia, para Vives, se funda en el mutuo
complemento de los esposos que, como ya señalábamos, no
es principalmente afectivo y sexual, sino económico y repro­
ductivo, pues, “el hombre busca la compañía de una esposa
en orden a tener descendencia y conservar lo adquirido, pues
este sexo, miedoso como es, también es por naturaleza cui­
dadoso y tenaz”23.
En cuanto al trabajo doméstico, Vives dispone que se
base en las enseñanzas de Aristóteles, siendo ocupación
obligada de todas las mujeres, “incluidas las reinas”, la coci­
na, la calceta y la administración de cuidados médicos.

22 Noreña, op. cit., transcripción de De Institutione Feminae Christia­


nae, pág. 247.
23 Noreña, op. cit., pág. 244.
Eros transfigurado:
comentarios al Cantar de los Cantares

P r esen t a c ió n

El objetivo de este ensayo es que el lector, o lectora,


haga suyo el Cantar de los Cantares sirviéndose de Fray
Luis de León como puente intermedio. Fray Luis de León
es uno de los escritores más celebrados del Siglo de Oro
español. Es conocido como teólogo, moralista y escritor,
pero sobre todo ello predomina su imagen de humanista, de
representante de lo que se ha llamado el renacentismo mo­
derado español que aúna el respeto a la tradición cristiana
con la recepción del pensamiento clásico griego y latino.
Frente a la mayoría de sus antecesores, coetáneos y suceso­
res, Fray Luis destaca como hombre templado y abierto de
ideas. Su relación con el lenguaje fiie la de un maestro. Al
traducir y comentar el Cantar de los Cantares de Salomón,
dejó constancia de que no pretendía solamente la exactitud
en la interpretación de las palabras del original, sino su rit­
mo y música (“el concierto y aire dellas”). Cristianizó a Pla­
tón en De los nombres de Cristo, inventando diálogos con
personajes cristianos que son réplicas de personajes socráti-
cos. En cuanto a su prosa, quiso someterse a las cualidades
del estilo retórico clásico, tal como era común entre los
escritores de aspiración renacentista: orden, claridad y
belleza.
Fray Luis de Léon dejó claro en sus escritos que escribir
en romance no significaba escribir mal o vulgarmente: “El
bien hablar no es común, sino negocio de particular juycio,
ansí en lo que se dice como en la manera come se dize: y
negocio que de las palabras... elige las que convienen... y las
pesa y las mide.”
Hace muchos años que Fray Luis de León (1527-1591)
forma parte del círculo de mis interlocutores íntimos. No
me atrevo a llamarle “amigo” y menos aún tendría sentido
considerarle “enemigo”. Está ahí, como los montes o los
ríos, formando parte de mis raíces sin que me sea dado evi­
tarlo. Pero me duele más que otros, porque envuelve sus
ideas en un ropaje literario muy hermoso. Además de que
escribía muy bien, la gente de mi edad le recuerda sobre
todo por una anécdota de su vida que le hacía ganar presti­
gio en la época previa a la transición democrática: después
de cinco años en prisión por denuncias de la Inquisición,
empezó sus clases en la Universidad de Salamanca con una
frase tan serena como resistente: “Decíamos ayer...” Esta
frase ha quedado como emblema de la gente pacífica, de los
que buscan la reconciliación y superan los antagonismos
personales, pero al mismo tiempo son duros y resistentes en
lo esencial.
Para la época en que le tocó vivir, Fray Luis fue un ade­
lantado, un aperturista, un innovador y un tolerante. Y es jus­
tamente esa condición, junto a la belleza con que usa las
palabras, lo que impide que se rompa el hilo de comunica­
ción que me ata a él, casi cuatro siglos más tarde de que
desapareciera.
I. S o bre e l r ie s g o d e d e c ir las c o sa s de m o do

Q U E SE E N T IE N D A N 1

Salomón, rey de Israel, vivió en el siglo X a. C. Sus cán­


ticos, parábolas y proverbios fueron famosos entre todos los
pueblos vecinos, y ha pasado a la historia como prototipo del
rey fuerte y sabio. Se le atribuye la composición del Cantar
de los Cantares y del Libro de los Proverbios. Desde enton­
ces se han hecho muchas interpretaciones del Cantar, y en­
tre otras cosas se ha discutido si debe o no formar parte de
las Sagradas Escrituras.
En España hubo biblias en romance mientras convivie­
ron las religiones cristiana, judía y mulsumana, pero se
prohibieron a partir de la expulsión de los judíos por temor a
que los conversos se sirvieran de ellas con el fin de “enseñar
a sus hijos la Ley de Moisés” (Becerra Hiraldo, 1992). En la
época de Fray Luis de León (siglo XVI), el uso de las Escri­
turas en lenguas romances provocaba conflictos de poder
entre los lectores y quienes creían ser los únicos autorizados
para leer, estudiar e interpretar estos libros. La lengua latina
funcionaba como un código para iniciados, restringiendo el
acceso del vulgo a la cultura, tanto religiosa como laica,
expresada en esta lengua. Por ello, la traducción al romance
debilitaba el control monopolizador sobre la cultura, y en
todos los países se producían forcejeos y se buscaban acuer­
dos para resolver las tensiones generadas en la lucha por el
poder ideológico. Cada país europeo adoptó una solución
diferente para defender la ortodoxia católica frente al lutera-

1 Para este ensayo se han utilizado las versiones siguientes: Fray Luis
de León, Cantar de los Cantares, de Salomón, edición de José Manuel
Blecua, Madrid, Gredos, 1994. Luis de León, “Cantar de los Cantares ”.
Interpretaciones: literal, espiritual, profética, edición bilingüe y traduc­
ción de José María Becerra Hidalgo, Salamanca, Ediciones Escurialen-
ses, 1992. Salomón, El Cantar de los Cantares, versión del Rvdo. Ci­
priano Montserrat, Barcelona, Aymá, 1943.
nismo y en España se optó por una prohibición general de
todas las traducciones vulgares.
El propio Fray Luis de León relata en el prólogo de su
traducción del Cantar de los Cantares, dirigiéndose a los
lectores, que un fraile de su convento tomó el libro traduci­
do, lo copió y otros lo divulgaron: como estaba “santamente
prohibido por los jueces de las cosas de la fe, que nadie leye­
ra el libro de la Sagrada Escritura escrito en lengua vulgar”
la consecuencia fue que “algunos no muy amadores míos
pensaron que se les ofrecía en él un motivo para incomodar­
me y lo tomaron presto y ávidamente. Pero discernidas ya
aquellas controversias, haciendo Dios de árbitro por mí, y
habiendo sido restituido al final, por beneficio del mismo
Dios, tras muchos y grandes trabajos, a mi prístina dignidad
y a la íntegra opinión” (pág. 12). Posteriormente, sus amigos
y superiores le animaron a verter el libro al latín. La “con­
troversia” es una suavísima manera de mencionar los cinco
años de cárcel que hubo de sufrir hasta que le fue restituida
su “prístina dignidad”.
Fray Luis recoge las tres posiciones más extendidas res­
pecto al libro de Salomón (op. cit., pág. 68):

1) Los primeros “dicen que Salomón, inducido sólo por


su voluntad y juicio, comenzó a escribir este cantar
para abarcar con él sus amores. Dicen que en este
libro no se contienen cosas divinas, ni dicen ser divi­
na la causa por la que se escribió este libro; y así,
juzgan que no debe ser tenido por sagrado ni por el
autor ni por el argumento”.
2) Los segundos “juzgan que es sagrado en lo que se
refiere al autor, bajo cuyo impulso principal y vo­
luntad fue escrito, pero dicen que por lo que respec­
ta a su argumento nada hay de místico o espiritual
en él”.
3) Los terceros “admiten que el texto es místico, ya que
en él se dice una cosa y se entiende otra”.
Para Fray Luis de León no hay duda de que la interpre­
tación correcta es la tercera, y ya conocemos los riesgos a los
que cualquiera se hubiera expuesto en su época en caso de
decantarse por la primera. La primera posición, dice, la man­
tienen muchos doctores hebreos, además de los herejes. Pero
es contraria a la opinión de los Santos Padres, que la consi­
deran parte de la Sagrada Escritura. La segunda posición
tampoco es admisible, a su juicio, porque equivaldría a in­
cluir en las Santas Escrituras un libro que consideran desho­
nesto. Por eso sólo es posible la tercera.
En la edición del Cantar de los Cantares de J. M. Blecua
(1994) se precisa que Fray Luis tradujo y comentó el Cantar
de los Cantares de Salomón hacia 1561, a ruego de Isabel
Osorio, monja del convento de Sancti Spiptu, de Salamanca
(op. cit., pág. 11). Blecua da a entender que Fray Luis sabía
perfectamente a qué se arriesgaba al traducirlo, porque des­
de Trento estaba prohibidísima la traducción de la Biblia a
las lenguas vernáculas, ya que se consideraba que su lectura
era “la tercera causa de las herejías” (pág. 12). De hecho, en
la “confesión” de Fray Luis durante su proceso se limitó a
declarar que “profesa y defiende la doctrina verdadera y
cathólica que enseña la santa eclie. de Roma” (pág. 12).
En la primera edición de la traducción de Fray Luis de
León al latín, sólo había dos “explanaciones” o comenta­
rios. Dos años más tarde, y ante su gran éxito, añadió la ter­
cera explanación. El libro consta de ocho capítulos, cada
uno con sus tres explanaciones; la primera es la más literal,
y explica, como él dice, “el sonido de las palabras”. La se­
gunda explanación busca el sentido espiritual o místico que
esconden las alegorías, y expresa las relaciones amorosas
entre el Alma y Dios. La tercera explanación es una inter­
pretación de las relaciones entre Cristo y la Iglesia, desde el
principio hasta el fin del mundo. Becerra la llama “proféti-
ca” o anagógica.
Otras ediciones del Cantar difieren bastante de la tra­
ducción de Fray Luis de León. Por ejemplo, la del Rvdo. Ci­
priano Montserrat (Barcelona, Aymá, 1943) lo define como
“un poema nupcial dividido en varias escenas” (pág. 12) y
señala que la lectura del Cantar de los Cantares a base de
sólo la letra, sin darle la interpretación figurada religiosa,
“incluso sería peligrosa. Por algo los judíos sólo permitían
leer este libro a las personas maduras, siendo indiscutible
que a semejante lectura hay que aportar un corazón y unos
ojos todos ellos pureza y espíritu, de suerte que sea uno
capaz de captar la inmaterialidad de los misterios envueltos
en el ropaje de las cosas materiales y sensibles” (pág. 12). En
esta edición se mantienen los mismos ocho capítulos que en
la de Fray Luis, pero se divide en seis escenas, cada una de
ellas con un subtítulo que sintetiza o resume la acción, con lo
que se proporciona un marco muy fuerte al sentido de las
palabras y se cierra la puerta a otros posibles significados.
Lo hace “de conformidad con algunos intérpretes de acriso­
lada ortodoxia”, y la versión se ha realizado sobre “la Vulga-
ta de San Jerónimo —versión oficial de la Iglesia católica—,
no discrepando por tanto, en lo esencial, de las traducciones
publicadas hasta el presente en los países de lengua españo­
la” (pág. 14). También se modifican bastantes palabras, y el
sentido del ritmo. En conjunto, esta traducción es mucho más
lineal que la de Fray Luis, pero la linealidad, que tanto faci­
lita la comprensión y el seguimiento, debe mucho a San Je­
rónimo, y tal vez su interpretación difiera de la que el propio
Salomón quiso darle.
Blecua resalta la calidad literaria de la traducción y
comentarios de Fray Luis, quien traduce directamente del
hebreo, “palabra por palabra”, y procura, además de cotejar
con el original hebreo, comprobar juntamente todas las tra­
ducciones latinas. Y no sólo las sentencias y palabras, sino
“aún el concierto y aire dellas, imitando sus figuras
y maneras de hablar quanto es posible a nuestra lengua”.
A diferencia de la edición de Becerra, en la que no se hacen
notar estos aspectos, Blecua asigna las sentencias al esposo
o esposa, y se refiere al “coro de pastores”, reforzando la in­
tención de Fray Luis de presentar el Cantar como una églo­
ga pastoril. En opinión de Blecua, éste es “uno de los libros
más bellos del Renacimiento español, lleno de gozo, de pla­
tonismo y de algo extraño en nuestra literatura: la exaltación
del cuerpo y del sentimiento amoroso” (pág. 38).
Según Becerra, cuando Fray Luis escribía en latín pen­
saba en castellano, y cuando escribía en castellano no podía
desechar su cultura latina, por lo que en la traducción actual
suya a la que pertenecen los fragmentos seleccionados, “se
ha respetado la estructura sintáctica del latín utilizado por el
maestro, y se ha conservado un léxico culto que ya es propio
del castellano con personalidad” (pág. XIII)2.

II. Los A M O R E S T R A N S F IG U R A D O S D E L R E Y S A L O M Ó N

Para un lector del siglo XX o xXl, sometido a la influen­


cia anglosajona respecto a la divulgación de la Biblia, y que
vive en un clima de libertad religiosa y laicismo, resulta
difícil leer el Cantar de los Cantares desde la óptica del si­
glo XVI, atormentado por las guerras y conflictos religiosos.
Son demasiado evidentes las superposiciones y complica­
ciones palatinas con que Fray Luis interpreta la poesía amo­
rosa de Salomón, cuya gracia radica sobre todo en su sim­
plicidad, al menos aparente, y en la rica sensualidad que evo­
ca. Por otra parte, la abundancia de referencias geográficas
dificulta la identificación con el texto, salvo en los casos en
que los lugares referidos se han convertido por sí mismos en
topos poéticos (Jerusalén, el monte Líbano). Pero si es difí­
cil aceptar la interpretación del siglo XVI, no lo es menos la
de los años 40. En ésta, el sentido parece claro cuando se lee
en el contexto de las titulaciones de cada escena, que ftmcio-

2 Contemporáneo de Fray Luis de León y miembro también de la


Escuela de Salamanca, aunque desarrolló la mayor parte de su carrera en
Alcalá, es Arias Montano, autor de una “Paráfrasis super Cantica Canti-
corum de Salomón en modo pastorial” (vid. Fray Luis de León y la es­
cuela salmnantina, Cristóbal Cuevas (ed.), Madrid, Taurus, 1986, pági­
nas 151-159).
nan como un armazón interno. Sin embargo, al poner juntas
la versión de Fray Luis de León y la de C. Montserrat, se
hace tan visible el armazón que más bien parece un enrejado
por el que el poema circula forzadamente. El lector se siente
hermeneuta, y eso le facilita el camino para seguirse sintien­
do intérprete en territorios más comprometidos. O, al menos,
para ser consciente de que la interpretación es inherente a la
comunicación, y tanto nosotros como los que nos han prece­
dido y los que nos sucederán tenemos que interpretar y rein-
terpretar los mensajes que nos han llegado, aunque parezcan
cerrados y definitivos.
El original de Salomón se compone, básicamente, de
loas y metáforas, la mayoría dirigidas a la Amada, pero tam­
bién al Amado. Como corresponde a una sociedad pastoril,
que vive de los rebaños y de una agricultura poco desarro­
llada, las imágenes se toman de este medio; y, así, los cabe­
llos son “rebaños de cabras”, los pechos “cabritillos melli­
zos”, o los dientes “ovejas trasquiladas con sus crías”. Fray
Luis interpreta el Cantar como el diálogo entre dos amantes,
pastor y pastora, que se hablan entre sí.
Para el lector de hoy, y especialmente para el del mundo
latino, donde el catolicismo ha dificultado la familiaridad
con la lectura directa de la Biblia, Salomón es más un perso­
naje cinematográfico que literario. No hay manera de deslin­
dar entre lo que se lee y el poso que han dejado en nosotros
algunas películas como La minas del rey Salomón, las refe­
ridas a la reina de Saba o las muchas que han tomado a Salo­
món directamente como protagonista. Aunque el Cantar de
los Cantares es muy poco cromático, y apenas se mencionan
expresamente los colores, cualquier lector que inicia la lec­
tura tiene ya los ojos y la imaginación preparados para
sumergirse en un mundo de desiertos, luces cegadoras, pe­
numbra de cortinas, arroyos, huertos y palmeras. El cine no
transmite los olores, pero sabe asociar las imágenes con
ellos, y los amores de Salomón están literalmente envueltos
en olores. El Cantar menciona los del humo, el polvo, el in­
cienso, la rosa, la azucena, el viento, el nardo, el vino, los
ungüentos, el cedro, el ciprés, la manzana, la lluvia, la higue­
ra, las uvas, la mirra, la granada, las violetas, la miel, la le­
che, el azafrán, la canela, el cinamomo, el áloe y el pozo.
Salomón gozó de fama en su época, no sólo como elegi­
do de Yahvéh (desbancó con su ayuda al primogénito, al que
por ley le correspondía el trono), sino por su sabiduría polí­
tica y comercial, y por el afianzamiento de su reino median­
te alianzas en las que las esposas desempeñaron un papel
relevante, como prenda y sello.
Frente a la familia monogámica del siglo XVI en España,
que era el contexto en que Fray Luis vivía y desde el que
interpretaba el Cantar de los Cantares, éste refleja un mun­
do mucho más complejo y cambiante de relaciones: “Sesen­
ta son las reinas, y ochenta las concubinas, y las doncellas
sin cuento” (cap. VI, 7). Analizando literalmente el texto
Fray Luis señala que:
Salomón tuvo muchas mujeres, incluso más de las que
aquí se cuentan. Pues tuvo setecientas mujeres principa­
les y trescientas concubinas, las cuales también eran mu­
jeres legítimas, pero de nota inferior, y mujeres casi de
segunda clase, porque eran dadas en potestad a los mari­
dos sin ceremonias y rito solemne, cuyos hijos no eran
escritos como herederos por el padre (op. cit., pág. 332).

La poligamia estaba reprobada por Yahvéh, pero Salo­


món hizo de ella un instrumento político, ratificando sus
alianzas con reyes y comerciantes mediante el matrimonio
con sus hijas. Su esposa principal fue una princesa egipcia,
hija del Faraón. Siendo tan contundente el texto y otras in­
formaciones sobre Salomón en el mismo sentido, Fray Luis
no puede negar el hecho de la poligamia; lo que hace es res­
tarle importancia. Subraya la ficción de que un pastor pueda
sostener tantas mujeres (“¿De dónde estos pastores, tantas
concubinas?”), atribuyéndole la personificación de Salomón
e interpretando que el pastor reúne todo “en la suya sólo” y
que “ella recibe más de él que las reinas y concubinas todas
de Salomón; que él es más feliz con una, que Salomón con
tan muchas mujeres” (op. cit., pág. 332). La relación amo­
rosa entre el Amado y la Amada es individual; pero tiene
una dimensión colectiva, comunal, mucho más evidente que
la que impera hoy en día. Frente a la aspiración actual a la
privacidad, el Cantar revela un constante deseo de proclamar
y exhibir ante los otros el proceso amoroso, haciéndoles
intervenir en él. El coro tiene un papel importante en las
imágenes, y a él van destinados, como cómplice o testigo,
muchos de los versos. El Amado y la Amada se expresan
con distinta frecuencia, y la voz cantante es masculina. Las
“hijas de Jerusalén” (caps. I, 4; II, 7; III, 5; V, 9; VIII, 4) sir­
ven de coro para recibir las imprecaciones del Amado, aun­
que también representen a veces el papel de acompañantes de
la Amada. Para reforzar el papel de la Amada, el Cantar uti­
liza más la referencia a colectivos de “mujeres” (cap. V, 18) o
de “hijas, reinas y concubinas” (cap. VI, 8) de lo que se uti­
liza para el Amado, aunque también haya referencia a sus
compañeros [“Estando tú en el huerto, y los compañeros es­
cuchando, haz que yo oiga tu voz” (cap. VIII, 13, pág. 391)],
o a la guardia personal que le protege durante el sueño [“Veis,
el lecho del mismo Salomón: sesenta valientes están en su
cerco, de los más valientes de Israel. Todos ellos tienen espa­
das; guerreros sabios, la espada de cada uno sobre su muslo
por el temor de las noches” (cap. III, 7 y 8)].
Cuando Salomón se dirige a su Amada llamándola “her­
mana”, se entiende que con ello quiere decir su igual de cuna,
resaltando los aspectos compartidos de memoria, amistad u
origen. Sin embargo, esas referencias resultan un poco inquie­
tantes para la mentalidad del siglo XXI, porque Salomón casó
con la hija del Faraón de Egipto, y en la cosmogonía egipcia,
Isis y Osiris eran hermanos además de amantes, y el matri­
monio entre hermanos fue común en la realeza. Entre los
hebreos, el hermano casaba con la viuda del hermano, y el
propio Salomón tuvo conflictos políticos con su hermano
Adonías por este motivo, por solicitar a su esposa. Frente al
fuerte individualismo de la relación matrimonial o amorosa
que surge del amor cortés en el siglo XII d.C., en el Cantar de
los Cantares es mucho más fuerte el contexto de la colectivi­
dad y el papel del coro de las “hijas de Jerusalén”, que no
sólo representan a las doncellas, sino a todas las mujeres del
grupo. Cuando el rey/pastor canta poemas en honor de su
amada, recoge también las alabanzas que dirigen las otras
mujeres, reinas y concubinas, a la elegida del momento.
Algunos analistas de la traducción comentada del Can­
tar de los Cantares han destacado que Fray Luis lo interpre­
tó como un drama, con un desarrollo dialogado, y no como
una yuxtaposición de frases que tanto pueden leerse en un
orden como en otro.
La relación de Fray Luis con la obra de Salomón es un
buen ejemplo del carácter procesual del conocimiento, y de
la fuerza con que cada época deja su huella en la cultura que
hereda de las generaciones anteriores3.' Si, en lugar de acep­
tar que “estaba santamente prohibido por los jueces de las
cosas de la fe, que nadie leyera el libro de la Sagrada Escri­
tura escrito en lengua vulgar”, Fray Luis se hubiese reafir­
mado en el derecho a que su traducción al castellano se
divulgara, no habría tenido que pasar cinco años en la cárcel,
sino, probablemente, el resto de su vida o incluso hubiera
pagado con la vida por ello. Lo mismo hubiera sucedido en
caso de interpretar que los versos de Salomón, tan claramen­
te eróticos, se referían al amor camal, porque hubiera sido
una interpretación herética, o propia de hebreos.
Consecuentemente, y con independencia de que Fray
Luis creyera de buena fe en sus propias explicaciones místi­
cas y proféticas al Cantar de los Cantares, estaba forzado
por la presión social de su época (lo que Durkheim llamaría
tres siglos más tarde “la contrainte”) a encontrar una salida

3 Fray Luis de León conocía bien a los clásicos griegos y, por tanto,
no le resultaría difícil distinguir entre eros y filias, dos formas distintas
de amor que F. Rodríguez Adrados ha analizado con gran profundidad
léxica y literaria en lo que llama “la sociedad antierótica griega”. (Vid.
Sociedad, amor y poesía en la Grecia antigua, Madrid, Alianza Univer­
sidad, 1995, págs. 19-68.)
intelectual que resolviera el problema planteado por los
pasajes más camales del Cantar. Al clima general de sen­
sualidad del Cantar se añade otro problema, que es la con­
ducta improcedente de la Amada. Según la moral imperante
en el siglo X V I , como dice Fray Luis en el cap. I (op. cit.,
pág. 73): “Está lejos de la costumbre del sentido común, que
las mujeres inciten a los hombres a amar. Pero en este cantar
en su comienzo aparece la esposa pidiendo besos del espo­
so.” Como corresponde a una voz dominante masculina, en
el Cantar son más frecuentes las expresiones de amor hacia
la Amada; pero también hay numerosas expresiones referen­
tes al Amado, o en las que el titular de la acción amorosa
emplea el género femenino. Tan difícil era de aceptar por
Fray Luis la conducta de la pastora amante (su búsqueda
enfebrecida del Amado por la ciudad, el goce de los senti­
dos, la relativa libertad, riesgo e igualdad en el amor) que no
le queda otro remedio que descorporeizarla y convertirla en
una entidad espiritual, en una alegoría religiosa que sirva
para poner “palabras de amor casi corporal, para que el áni­
ma despertada por su cuerpo con palabras de cosas corrien­
tes se recaliente y se excite al amor que está arriba por las
palabras del amor inferior” (op. cit., pág. 72).

III. U n a L E C T U R A D E L “ C A N T A R ” P A R A E L S IG L O XXI

Cantar de los Cantares


(nueve fragmentos para el año 2000)
Su paladar, dulzuras; y todo él, deseos. Tal es mi Ama­
do, y tal es el mi querido, hijas de Jerusalén (cap. Y 17).
Su izquierda debajo de mi cabeza, y su diestra me abra­
zará (cap. VIII, 3 y II, 6).
Forzadme con vasos de vino; cercadme de manzanas,
que enferma estoy de amor (cap. II, 5).
Vuelve los ojos tuyos, que me hacen fuerza (cap. VI, 4).
Mi Amado metió las manos por el resquicio de las puer­
tas, y mis entrañas se estremecieron en mí (cap. V, 5).

Cuando estaba el rey en su reposo, el mi nardo dio su


olor (cap. I, 11).
Cuánto te alindaste, cuánto te enmelaste, Amada, en los
deleites (cap. VII, 6).

¿Quién es esta que se descubre como el alba, hermosa


como la luna, escogida como el sol, terrible como los escua­
drones? (cap. VI, 9).

Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre


tu brazo, porque el amor es fuerte como la muerte, duros
como el infierno los celos, las sus brasas son brasas del fue­
go de Dios (cap. VIII, 6).

Igual que Fray Luis de León interpretó, desde el contex­


to de su propio siglo, los poemas de un hombre que había
vivido veinticinco siglos antes, proponemos ahora al lector
que lea, interprete y proyecte sus propias experiencias y
deseos sobre los nueve fragmentos del Cantar que hemos
seleccionado. Para ello, le sugerimos que recree la rica esce­
nografía de olores, sonidos e imágenes que evoca el Cantar,
y que luego recite lentamente, repitiéndolos, cada uno de
estos nueve brevísimos poemas salomónicos. Le propone­
mos que olvide cuantas interpretaciones de su significado le
hayan podido llegar, y que escuche lo que a él, o a ella, le
haga sentir cada palabra. Y después, que se imagine a sí mis­
mo recordando, como si fueran experiencias propias, los
deseos y ternuras del rey hebreo.
Que lo haga con el paladar dulce y el deseo encendido.
Con el brazo derecho abrazando el cuerpo deseado. Enfer­
mo/enferma de amor, forzado/a de vino y sueños. Domina­
do/a por el poder de una mirada que allana caminos. Con las
entrañas estremecidas por la mano del Amado que ocupa el
resquicio de las puertas, y sintiendo el olor del nardo que
sucede al reposo del rey. Enmelados, sudorosos él y ella por
los deleites, por los humores dulces del cuerpo. Percibiendo
la grandeza del Amor, y su carácter terrible: escondido a
veces como la luna en noche oscura, flagrante otras, como la
guerra. Y que rece plegarias para que el azar y la voluntad le
sean propicios mientras mantienen escondidas las brasas
cegadoras de los celos y los perros mordientes del desamor.
Después del último recitado, las interpretaciones que el
lector haga de estos versos serán menos eruditas y menos
doctas; pero responderán al sentido que hoy tienen las pala­
bras, lo que el propio Fray Luis de León llamaba “su sonido”.
Y, en tanto que así las sienta y viva el lector/a, serán tam­
bién suyas y verdaderas.
C a p ít u l o VIII

Matrimonio y división del trabajo

P r e s e n t a c ió n

Todas las virtudes literarias del ideal renacentista se


encuentran en La perfecta casada (1583), de Fray Luis de
León, y ésa es una de las causas por la que el libro ha pervi­
vido tanto. Pero, por debajo de su belleza formal, lo que hay
en La perfecta casada es un alegato en favor de cierto tipo de
división del trabajo, en el que corresponde a la mujer una po­
sición muy subordinada, incluso si se aproxima al ideal bí­
blico de las “mujeres fuertes”.
No valdría la pena enfrentarse al texto de Fray Luis si
éste fuese una mera colección de disparates o un ejercicio de
misoginia carente de cualquier valor, como tantos sermona­
rios coetáneos y posteriores a su libro. Pero éste es un libro
excepcional por su calidad y por la influencia del autor, tan­
to en su época como siglos más tarde, y merece una lectura
detenida y profunda. Aunque nos duela leerlo, forma parte
de todos nosotros y hay que ser conscientes del cúmulo de
ideas, de palabras y de imágenes que Fray Luis contribuyó a
sembrar o arraigar en nuestra cultura, y que en buena parte
siguen vigentes todavía.
Yo recibí el libro La perfecta casada como un regalo en
los años 60, en una edición modesta pero muy exitosa de la
colección Austral. Entonces todavía el libro era apreciado
por su contenido normativo, como inspirador de reglas de
conducta, y nadie lo consideraba —a pesar de tener cuatro­
cientos años— una pieza de museo. Era un texto de la lite­
ratura clásica española, rico en metáforas, pero sobre todo
simbolizaba magistralmente una ideología y un modo de di­
visión del trabajo que aún estaba en vigor en España en el
último tercio del siglo XX. Pero, ¿qué queda hoy en pie de su
pensamiento sobre las “mujeres ideales”? ¿En cuántos pla­
nos o niveles hay que diseccionar La perfecta casada para
poner distancia entre la belleza formal de su literatura y la
ideología económica, tan lesiva para las mujeres de hoy, a la
que sirve de ropaje?
Usando palabras de Tuñón de Lara, referidas a la histo­
ria, podríamos decir que la mayoría de lo que se ha escrito
sobre la mujer en la historia económica pertenece al tipo de
historia episódica, anecdótica o de acontecimientos. Necesi­
tamos otro tipo de historia, que supere el simple nivel des­
criptivo y ofrezca verdaderas explicaciones. Explicaciones
que, una vez iniciadas, no podrán detenerse en el porqué,
sino que continuarán en su interrogación hasta los “cuán­
tos”, esto es, hasta el intento de cuantiflcación.
En la búsqueda de fuentes en el pensamiento económico
español que se hayan ocupado del papel económico de la
mujer, la obra de Fray Luis de León es una pieza maestra en
la que, a simple vista, se percibe la huella de la Política y la
Economía de Aristóteles, junto a la del Cantar de los Canta­
res y el Libro de los Proverbios de Salomón. Para acercarse
a ella, aun utilizando principalmente la perspectiva económi­
ca, es inevitable una aproximación interdisciplinaria, en la
que la economía, la historia, la sociología y la psicología se
entremezclan. Tal vez este carácter interdisciplinar origine
algunos problemas de cara a las rígidas clasificaciones aca­
démicas, pero la aportación de un poco de imaginación eco­
nómica enriquecerá no sólo el trabajo de los economistas,
sino el de los historiadores, sociólogos y psicólogos que se
ocupan de temas comunes.
Todavía, una última consideración introductoria. Este
artículo forma parte de un estudio más amplio sobre las rela­
ciones entre economía e ideología, por lo que pierde algo de
su sentido al tomarlo aisladamente. Especialmente, guarda
relación con el ensayo titulado “Ideología y pedagogía en el
Siglo de Oro” (que se publica en este mismo volumen), en el
que se estudia la posición de la mujer en la estructura de­
mográfica y productiva de España en el siglo X V I , así como
el papel que adopta Fray Luis en relación con la natalidad,
los rentistas, el lujo, los metales preciosos y otros temas que
en su época alcanzaron gran relevancia social y económica,
y que forman el contexto en el que hay que entender La per­
fecta casada.

I. ¿ P o r q u é l o s l l a m a m o s h u m a n is t a s ?

Entre los personajes del Siglo de Oro, Fray Luis de


León ocupa un lugar destacado. En los siglos X V I y X V I I ,
nuevas generaciones de grandes clérigos-humanistas susti­
tuirían a los clérigos-guerreros del siglo X V y Fray Luis era
un prototipo de la nueva generación. Domínguez Ortiz dirá
que “es la época en que en los claustros florecen los espí­
ritus más puros, las inteligencias más elevadas y los más
conmovedores ejemplos de caridad y sacrificio. Es la épo­
ca de Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Vitoria, Cano,
Fray Luis de León y San Juan de Dios”, y sus valores pasa­
ron “a formar parte de la herencia cultural española y uni­
versal”. Fray Luis aparece entre los grandes ascéticos y
místicos, entre los nuevos impulsores del cristianismo de
origen converso que revitalizaban el pensamiento religio­
so transmitiéndole contenidos y actitudes de su herencia
judía (como Vives o Vitoria). Forma parte de lo que Do­
mínguez Ortiz llama “la egregia lista de los seguidores de
Erasmo”1 y no hay duda de que en La perfecta casada se
aprecia el seguimiento del consejo erasmiano de la vuelta a
las fuentes del cristianismo, a “La Biblia”, a los Santos
Padres, y la sustitución del escolasticismo decadente por un
humanismo cristiano.
En el estudio que J. A. Maravall dedicó al pensamiento
político del Renacimiento, especialmente a la época de Car­
los V, aparece la referencia a la “Utopía del Buen Pastor”
aplicada al emperador. La perfecta casada es la utopía co­
rrespondiente, en el nivel económico doméstico, a la utopía
del Buen Pastor en el plano político: cumple, igual que aqué­
lla, una misión mistificadora o encubierta de las relaciones
internas de dominación.
Dice Maravall, a propósito del “Buen Pastor”, que “es el
consejo senequista y renacentista del ‘sequere naturan’, de la
cual el humanismo cristiano ha extraído un racionalismo
práctico que afirma el primado del buen sentido natural y la
subordinación de éste a la voluntad, que es de este modo,
una voluntad concorde con la razón”2. Sin duda, el ideal de
la Sancta rusticitas se halla presente en la interpretación de
la vida familiar que Fray Luis presenta y, aparentemente,
afirma también un racionalismo práctico y el primado del
buen sentido natural y la razón. Del mismo modo que la in­
fluencia cristiana y evangélica, a la que se superponen
influencias clásicas y estoicas que van de Virgilio y Ovidio a
Séneca, da origen a una interpretación de la acción política
de los Reyes Católicos o de Carlos V en términos de “Bue­
nos Reyes” o “Buenos Pastores”. Estos mismos elementos
cristianos, clásicos y estoicos, sirven para interpretar la vida
económica y las obligaciones e ideales de la mujer casada.
En cuanto a las corrientes de pensamiento que influyen
en la obra de Fray Luis, no hay ninguna dificultad en reco­

1A. Domínguez Ortiz, El Antiguo Régimen. Los Reyes Católicos y los


Austrias, Madrid, Alfaguara, Alianza Universidad, 1976, págs. 239 y 232.
2 José Antonio Maravall, Carlos Vy el pensamiento político del Re­
nacimiento, Instituto de Estudios Políticos, 1960, págs. 226 y ss.
nocerle como un hombre del Renacimiento, y La perfecta
casada podría también considerarse formalmente una obra
renacentista. La palabra y la imagen son tratadas con maes­
tría por Fray Luis de León, y es tal la belleza y el vigor de su
lenguaje que esta obra, que toma como base los Proverbios
de Salomón, se convierte por derecho propio en una pieza de
gran valor literario, con independencia de su contenido ideo­
lógico y normativo.
En cuanto a la estructura de su pensamiento, esto es, los
criterios de validez manejados por Fray Luis, son múltiples,
pero recurre a todos ellos con profusión, sin plantearse en
ningún momento la posible contradicción entre los diversos
órdenes. Destaca, en primer lugar, el núcleo de la obra, que
es una exposición de filosofía económica en la que toma la
“casa” como unidad fundamental del proceso productivo. En
segundo lugar, puede detectarse la fundamentación religiosa
de su discurso, ya que interpreta las reglas de la vida econó­
mica como si fuesen emanaciones directas de la voluntad
divina (por lo que habría hecho las delicias de Max Weber,
sin duda). Fiel al espíritu de la época, busca su apoyatura no
tanto en la Iglesia contemporánea cuanto en textos “inspira­
dos por el Espíritu Santo” (las Sagradas Letras, San Pablo,
Tertuliano, San Basilio, etc.). La fundamentación religiosa
de su obra no le parece suficiente, aunque sí necesaria, y
recurre asimismo a la aportación de textos clásicos griegos
que aumenten su legitimidad (Aristóteles, Sócrates, Home­
ro, Eurípides). Finalmente, recurre también a la “naturaleza”
como última instancia. La naturaleza y la razón son, no obs­
tante, instancias legitimadoras de menor rango, ya que siem­
pre las presenta como subordinadas al designio divino e ins­
trumentos de este mismo designio.
Pero si La perfecta casada es renacentista en su forma,
cabe dudar de que signifique un verdadero Renacimiento en
su contenido; y no por la realidad que describe e interpreta,
sino por la valoración que hace de esta misma realidad.
Maravall destaca la progresiva implantación de la razón
como una característica de la mentalidad social en el Estado
Moderno3. Ahora bien, a la mujer prototípica de La perfecta
casada no se le reconoce el derecho a la razón, que es más
un privilegio del enjuiciador (el propio Fray Luis) que de la
enjuiciada. De esa “ratio” que, según Vives, había de organi­
zar las comunidades humanas y que se transforma en la vir­
tud renacentista por antonomasia, la prudencia, hay poco en
la vida de La perfecta casada. Fray Luis de León desconfía
múltiples veces a lo largo del texto de la capacidad de las
mujeres para obtener autonomía en sus juicios personales,
de la capacidad para basar su propia vida y su pensamiento
en la autonomía de su razón.
Por eso puede dudarse de que realmente haya existido un
Renacimiento para todos. El humanismo y el modernismo
del Siglo de Oro brillaron escasamente en lo que se refiere al
pensamiento de sus grandes ideólogos sobre las mujeres, y
tiene razón Maravall al señalar que esto fue sólo el comien­
zo de una época; yo iría más lejos, afirmando que fue un flo­
recimiento parcial y tan poco profundo que aun sus mejores
representantes lo circunscribieron a una pequeña parte de sus
actividades y de su pensamiento.
Incluso cabría dudar de si, siquiera hoy, hemos entrado
de verdad en la Edad Moderna. Los problemas de periodi-
zación (en definitiva, de designación de los rasgos funda­
mentales que permiten reconocer una época) que Artola
planteó a propósito de la “Edad Moderna”, “El Modo de
Producción Feudal” y el “Antiguo Régimen”, tendrían que
volverse a ver bajo nuevos puntos de vista4. Porque: ¿son tan
diferentes las “corveas” feudales, o sea, la apropiación di­
recta de la fuerza de trabajo de los siervos, su trabajo com­
pulsivo y gratuito, del panorama económico que Fray Luis

3 José Antonio Maravall, Estado Moderno y mentalidad social. Si­


glos XVy xvi, vol. II, Madrid, 1972, especialmente págs. 66 y ss.
4 Miguel Artola, “El Antiguo Régimen”, en Estudios sobre Historia
de España, Madrid, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 1981,
tomo I (págs. 149-166), especialmente págs. 151 y ss.
describe y justifica para las mujeres, y que llega casi intacto
hasta nuestros días?

II. E l id e a l e c o n ó m ic o d e F ray L u is d e L eón

Fray Luis de León fue en cierto modo, al igual que Vi­


ves, un defensor de la mujer y un adelantado respecto a su
época. Conceden ambos a la mujer suficiente interés y valor
como para ocuparse de ella y, en comparación con otros
escritos anteriores y posteriores de filósofos o literatos espa­
ñoles (por ejemplo, Los diálogos de apacible entretenimien­
to, de Gaspar Lucas Hidalgo [1605], donde se expresa la
idea de la inferioridad de la mujer), son naenos despreciati­
vos en sus consideraciones.
La perfecta casada, de Fray Luis de León, es, según la
interpretación habitual, un texto religioso de gran valor lite­
rario. Es un conjunto sistemático y elaborado de ideas sobre
la mujer, que ha sido considerado tradicionalmente como el
mejor exponente del hogar cristiano o el modelo de virtudes
de la mujer católica. Desde 1583, esta obra del famoso ca­
tedrático de Teología Ecolástica y Filosofía Moral de la Uni­
versidad de Salamanca, que fue dedicada a doña María Va-
lera Ossorio con ocasión de su matrimonio, se ha seguido
reeditando ininterrumpidamente. A través de la herencia es­
pañola, su influencia se ha extendido a Latinoamérica. A tí­
tulo indicativo basta con recordar que, entre 1938 y 1968
(o sea, casi cuatro siglos después de escribirse), una sola edi­
torial laica de Madrid publicó nueve ediciones de La perfec­
ta casada en su colección de libros de bolsillo, récord este
alcanzado por muy pocos libros. Todavía en 1982 era fre­
cuente su utilización y recomendación como libro de guía o
de referencia.
La finalidad de La perfecta casada no es literaria sino
moral, esto es, se destina a orientar la conducta de los matri­
monios cristianos, especialmente de las esposas, influyendo
en su comportamiento social. Sería difícil hacer una estima­
ción cuantificada de su grado de influencia, pero sin duda ha
sido un texto amplísimamente utilizado en actos públicos,
sirviendo de inspiración o guía para la vida religiosa en ge­
neral (educación y confesión especialmente) y sobre todo
para los actos públicos o ceremoniales (preparación, cere­
monia nupcial, etc.) relacionados con el matrimonio.
Sin embargo, y sin que ello suponga negar su dimensión
literaria o religiosa, el objetivo de este trabajo es ofrecer una
reinterpretación de La perfecta casada, señalando lo que
creemos que es su principal sentido: esto es, su interpreta­
ción (y apología) de unas formas específicas de división del
trabajo entre los sexos y de participación en el proceso pro­
ductivo. Según nuestra interpretación, es un texto fundamen­
tal en la historia del pensamiento económico, ya que explica
y defiende el cometido económico de la mitad de la pobla­
ción adulta, exponiendo para ello una teoría sumamente ela­
borada de las fuentes de la riqueza y de sus mecanismos de
crecimiento5.
El papel de teórico de la economía no se le ha reconoci­
do a Fray Luis de León, ni siquiera en trabajos como el de
Pierre Vilar sobre los primitivos españoles del pensamiento
económico, dedicados precisamente a escritores como

5 Una primera versión de este epígrafe se publicó con el título “El


pensamiento económico de Fray Luis de León”, en las Actas de las I
Jomadas de Investigación Interdisciplinaria sobre la Mujer, Seminario
de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma de Madrid (1981),
vol. II, Nuevas perspectivas en Economía y Sociología, Madrid, 1982.
Estando ya redactadas estas páginas se ha publicado bajo la dirección de
Enrique Fuentes Quintana el primer volumen de la obra Economía y eco­
nomistas españoles, Barcelona, Círculo de Lectores, Fundación de las
Cajas de Ahorros Confederadas, 1999 (8 volúmenes). En un próximo
volumen, todavía no publicado, se dedicará un capítulo a la Escuela de
Salamanca, contemporánea de Luis de León. En la extensa introducción
de Fuentes Quintana hay algunas referencias a Aristóteles pero no a su
precursor Jenofonte, autor del Oykonomikos, ni a Fray Luis de León,
principal tratadista de los recursos no monetarizados de los que hace res­
ponsables a las mujeres.
Fray Tomás de Mercado, en los que confluyen pensamiento
religioso y pensamiento económico. De ellos reconoce Vilar
su sensibilización a los problemas de la economía, al decir
que “los cuantitativistas españoles, confesores escrupulosos
en distinguir entre beneficios lícitos y beneficios ilícitos,
han captado la relación entre el precio de las mercancías y la
cantidad de moneda en circulación; por un lado, al recoger
sobre este punto una tradición escolástica bien cimentada; y
por otra parte, al advertir empíricamente en las Indias y en
España, el doble fenómeno simultáneo y brutal de la afluen­
cia de metales y subida de precios”6. Pero no reconoce esta
misma sensibilización ante los deberes económico-religio­
sos de las mujeres que tan sistemáticamente analiza Fray
Luis de León.
Evidentemente, aceptar que este texto pertenece por
derecho propio a la historia de las ideas (o de las ideologías)
sobre la vida económica, implica un cambio importante en
la interpretación de lo que se entiende por economía. Si la
economía, como ciencia, ha de ocuparse solamente de la cir­
culación de los bienes y productos a través del mercado, el
texto al que nos referimos es irrelevante para ella. Pero si la
economía, como conjunto de fenómenos y como ciencia
que los estudia, es la producción global de bienes y servi­
cios, así como su distribución, consumo, acumulación e in­
tercambio, este texto es de la máxima importancia y debe
servir como punto de partida en una nueva línea de investi­
gaciones que ponga el acento en la interacción entre ideolo­
gía y economía y que, en el plano de las unidades de análi­
sis, dedique un mayor énfasis del que hasta ahora se le ha
concedido al estudio de la formación y uso de los “patrimo­
nios” familiares.
No se me oculta que el empeño es difícil y debe ser aco­
metido con prudencia. Aunque empiezan a tener influencia

6 Pierre Vilar, Crecimiento y desarrollo, Barcelona, Ariel, 1980,


pág. 140.
en España los estudios sistemáticos sobre formación de pa­
trimonios familiares7, es todavía una corriente muy mi­
noritaria en la investigación histórica o económica, y el pa­
pel económico de la producción de servicios (donde es ma-
yoritaria la participación de las mujeres) está todavía oculto
por el gran énfasis concedido a la producción de bienes.

III. La tr a n s ic ió n e n tr e e l “C a n ta r d e lo s C a n ta r e s ”
y “L a perfecta c a sa d a ”

Fray Luis de León tardó mas de veinte años desde que


empezó a preparar la traducción del Cantar de los Cantares
hasta la publicación completa, con las tres explanaciones
(1589). En la primera edición, que sólo tenía dos explana­
ciones, no había ninguna mención a La perfecta casada, que
se publicó en 1583, pero en la última versión aparece un
fragmento nuevo, tomado de esta obra. Lo hace a propósito
de los elogios que se intercambian el Amado (“Ay cuán her­
mosa, Amiga mía [eres tú], y cuán hermosa! Tus ojos de
paloma”. “Ay, cuán hermoso, Amigo mío [eres tú], y cuán
gracioso! Nuestro lecho [está] florido. Las vigas de nuestra
casa son de cedro, y el techo de ciprés” [cap. I, 14, 15, 16]).
En la primera explicación, que es la literal, Fray Luis señala
la capacidad de irradiación del amor, que transforma en her­
moso todo lo que toca. A continuación recuerda el Libro de
los Proverbios (7), que es el que sirve de armazón a La per­
fecta casada, aunque sin citar esta última. Introduce una
división de papeles que en el Cantar de los Cantares no es
tan evidente, y que responde más al Oykonomikos de Jeno­
fonte o la Economía de Aristóteles que al propio Cantar. De­
riva desde el amor hacia la justificación natural de la divi­
sión del trabajo, diciendo:

7 Vid., por ejemplo, Georges Duby, Economía rural y vida campesina


en el occidente medieval, Barcelona, Península, 1973.
Aunque también en lo que la esposa en este lugar ha­
bla del lecho y su amenidad, representa el papel, como se
ve. Pues como la naturaleza engendró al varón para el
ejercicio forense y exterior, así entregó a la mujer la pre­
ocupación de los negocios domésticos; le dio un varón
que muchas veces permaneciera a la intemperie, y que
soportara calores y fríos, anduviera caminos, soportara
luchas tanto por asuntos privados como públicos. Y pre­
paró la obra de la mujer para la diligencia doméstica.
Y así, entre otras cosas quiso que perteneciera a su pre­
ocupación el tener la casa limpia y libre de suciedades,
que los ábacos estuvieran adornados, los triclinios lim­
pios, todo muy brillante y en primer lugar los lechos ten­
didos muy hermosamente. Pues este cuidado induce a
los varones a que quieran estar y permanecer con gusto
en casa. Aquélla de quien se hablaren los Proverbios (7),
con la ostentación de su cuidado, invita al varón a morar
juntamente consigo.

La “mujer ideal” que introduce el comentario tiene ya


muy poco que ver con la Amada que Salomón canta, y
menos aún con la amante que canta al Amado. De esta
mujer, hacendosa y recluida, no podría esperarse nunca que
tomara la iniciativa en el amor, como hace la esposa del Can­
tar: “Béseme de los besos de su boca” (cap. I, 1); “Llévame
en pos de ti: corramos” (cap. 1,3); “Enséñame donde sesteas
a mediodía: porque seré como descarriada entre los ganados
de tus compañeros” (cap. 1,6); “Levantarme he ahora, y cer­
caré por la ciudad, por los barrios y por los lugares anchos,
buscaré al que ama mi alma” (cap. III, 2); “Ven; Amado
mío, salgamos al campo, moremos en las granjas. Levanté­
monos de mañana a las viñas; veamos si florece la vid, si se
descubre la menuda uva, si brotaron los granados. Allí te
daré mis amores” (cap. VII, 10 y 11).
Lo que en el Cantar es goce, inquietud y placer de los
sentidos, en el comentario a Los Proverbios se va transfor­
mando en eficiencia, anclaje y hacienda.
IV D ie z t k m a s b á s ic o s d f .l p e n s a m i e n t o

e c o n ó m ic o /m o ral

Además del literario, respecto a La perfecta casada pue­


den llevarse a cabo otros tipos de análisis8. De ellos nos inte­
resan sobre todo tres, muy poco desarrollados hasta ahora:

a) Económico.
Este tipo de análisis se ocupa del modo en que des­
cribe Fray Luis de León la economía doméstica, esto
es, los posibles modos de producción u obtención de
riquezas, de los que selecciona el único que le parece
adecuado (el agrícola-casero). Describe cómo funcio­
na, mediante el estrangulamiento del consumo y la
aplicación continuada a la producción, y señala las
contradicciones latentes entre el hombre y la mujer y
entre la mujer-empresaria y el resto de los trabajado­
res en la empresa-casa. En este artículo nos ocupare­
mos principalmente de este tipo de análisis.

b) Ideológico.
En el segundo nivel de análisis, o análisis ideológico,
del que nos ocupamos con más detalle en “Ideología
y pedagogía en el Siglo de Oro ” (vid. cap. VI), se tra­
ta de la justificación ofrecida por Fray Luis de este
modo de producción a través de todas las instancias
legitimadoras posibles. En primer lugar, la voluntad
divina, interpretada en la versión humanista erasmia-
na, a través de las Sagradas Escrituras. En segundo
lugar, la justificación por medio del argumento de
autoridad, concedido, como corresponde a su condi­
ción de hombre culto del Renacimiento, a los clásicos

8 Todas la citas corresponden a La perfecta casada, Madrid, Espasa


Calpe, 1965.
del mundo griego, y entre ellos, más a Aristóteles que
a Platón. En tercer lugar, como un síntoma de futuras
aproximaciones no teológicas al conocimiento del
hombre y como un avance de lo que serían las futuras
aportaciones positivistas, Fray Luis de León acepta
como instancias legitimadoras la “naturaleza”, la “ra­
zón” y la “observación” o experiencia propia.

c) Psicosociológico.
De este tipo de análisis, sólo presentamos aquí un es­
bozo. No puede construirse un modo específico de
división de trabajo y creación y apropiación de rique­
zas sin que entrañe un correlato axiológico, una atri­
bución de capacidades y valores a cada uno de los
sujetos de la relación social prescrita, y sin que se dis­
pongan las bases para el mantenimiento de esta mis­
ma relación. La fragmentación, la dispersión, el auto-
desprecio, la prohibición de cualquier actividad po­
tencialmente concienciadora (la comunicación, el
estudio, la creatividad artística, la toma de contacto
con otros sujetos en la misma posición) son, junto con
la creación de un mundo de premios y castigos de
orden sobrenatural, psicológico y material, las vías
que Fray Luis de León, interpretando y justificando
su época, propone para mantener la adscripción de las
mujeres a la posición que ocupan en el proceso pro­
ductivo. Y, lo más importante, al hacerlo cree actuar
“a favor de las mujeres”, como si su obra fuese una
defensa u homenaje.

Como en cualquier otro intento de tipificación de un


“modelo” o de un “modo de producción”, el modelo expli­
cado y propuesto por Fray Luis es una simplificación, una
reducción a los rasgos esenciales del fenómeno que estudia.
Es un modelo abstracto y se resiente de ahistoricidad y de
falta de concreción espacio-temporal, que se justifican por
tratarse de un modelo propuesto como ideal de perfección,
del que el propio autor reconoce que existen en la práctica
social pocos ejemplares puros.
Llevado de esta necesidad de reducción a los rasgos
esenciales del “modelo de perfección”, Fray Luis de León ha
de recurrir repetidas veces al “como si ñiera”, o sea, a la
reducción, al esquema simplificado de la complejidad real
de situaciones concretas. Esta reducción afecta sobre todo a
dos tipos de variantes. Por una parte, todas las “perfectas
casadas” han de comportarse como si se tratara de labra­
doras, aunque Fray Luis reconozca la existencia de “casa­
das” que viven de la mercadería, de la contratación, de los
oficios mecánicos, de la navegación, de la guerra y de otras
muchas formas de obtención de riquezas. Esto es lo que lla­
mamos la “reducción funcional” de su modelo. La segunda
reducción, que llamamos “reducción gradacional”, es la que
supone a la casada como gestora de una unidad económica
de tamaño medio, a la que las demás deben parecerse, aun­
que se trate de “reinas y duquesas” o “no tenga gañanes ni
obreros”. No elude Fray Luis el reconocimiento de que den­
tro de una unidad económica de tipo empresarial-familiar
puedan presentarse oposiciones de intereses entre los dueños
y los criados. De hecho, se refiere a este conflicto de intere­
ses en términos durísimos, como una guerra permanente en
la que la casa fuera “como un castillo en frontera” en el que
los criados desempeñan el papel de “los enemigos”. Sin em­
bargo, considera secundario el papel de los criados o asala­
riados en la producción de riquezas, que descansa pre­
ferentemente en la capacidad productiva y gerencial de la
mujer casada. Por ello, lleva a cabo el tercer reduccionismo,
el de la multicausalidad del conflicto social a la monocausa-
lidad, en aras de la mejor comprensión de lo que para él son
los rasgos esenciales del proceso productivo.
Las diez ideas principales del pensamiento económico-
moral de Fray Luis de León acerca de la familia y la mujer
son las siguientes:
1) La agricultura y la casa son modos legítimos de ob­
tención de riquezas. Las otras formas de obtención de
riquezas (contratación, oficios mecánicos, rentistas,
navegación, guerra, etc.) son moralmente condenables.
2) Las unidades económicas fundamentales son las fa­
milias o casas. La mujer y el buey son los fundamen­
tos económicos de las “casas”.

3) La gestión empresarial y la solución de los conflictos


intrafamiliares en la casa corresponde a la casada. El
conflicto latente es permanente e inevitable.

4) La división del trabajo entre los sexos ha sido dis­


puesta por el Espíritu Santo, la Naturaleza y la Razón.

5) La funcionalidad productiva y reproductiva de la mu­


jer es la causa de su creación por Dios.

6) El estado de casada equivale a un oficio. La casada


tiene obligación moral grave de dedicarse a él y no
puede delegarlo.

7) La restricción del consumo personal es moralmente


obligatoria, especialmente en el vestido, la alimenta­
ción y el descanso de la casada. También es moral­
mente obligatoria su aplicación a la producción direc­
ta e indirecta.

8) El trabajo de la mujer debe hacerse sin parecer que se


hace; consecuentemente, se hace invisible y se niega.

9) Es legítima la participación formal de la casada en la


titularidad (propiedad) de los productos de su trabajo,
pero no en su disposición en propio beneficio.
10) La ampliación del capital familiar es moralmente
obligatoria.
A continuación se analizarán con mayor detalle cada una
de estas proposiones.

IV. 1. Medios legítimos e ilegítimos de obtención de riquezas

Según Fray Luis, la agricultura y la casa son modos legí­


timos de obtención de riquezas. Las otras formas (contrata­
ción, oficios mecánicos, rentistas, guerra, etc.) son moral­
mente condenables.
Fray Luis condena el naciente mercado de mano de obra,
así como los indicios de conversión de las explotaciones
agrarias en simples generadoras de capital para sus propieta­
rios. Defiende un modelo de economía tradicional, de sub­
sistencia, y la organización social (las “familias” o “casas”)
que lo sustenta. Percibe el cambio que se está introduciendo
en el sistema económico, y sintiéndose sin fuerzas para opo­
nerse a la aparición de rentistas y contratantes, trata al me­
nos de evitar que las mujeres se sumen a estos dos nuevos
grupos económicos. Enérgicamente proclama la obligación
de la casada de comportarse como si fuese labradora, sea cual
fuere el origen de la riqueza que comparte con su marido.
No convenía en ninguna manera que el Espíritu San­
to, que pretende poner aquí una que sea como perfecto
dechado de las casadas, pusiese o una mercadera, mujer
de los que viven de la contratación, o una señora rega­
lada y casada con un ocioso caballero, porque la una y
la otra son suertes imperfectas y menos buenas, y por la
misma causa inútiles para ser puestas por ejemplo gene­
ral y por dechado (op. cit., pág. 51).
Pues dice agora el Espíritu Santo que la primera par­
te y la primera obra con que la mujer casada se perfec­
ciona, es con hacer a su marido confiado y seguro que,
teniéndola a ella, para tener su casa abastecida y rica no
tiene necesidad de correr la mar, ni de ir a la guerra, ni
de dar sus dineros a logro, ni de enredarse en tratos [eco­
nómicos] viles e injustos, sino que con labrar él sus here­
dades, cogiendo su fruto, y con tenerla a ella por guarda
y por beneficiadora de lo cogido, tiene riqueza bastante
(pág. 34).

En su obra, Fray Luis enfrenta moralmente a los ganade­


ros y cultivadores de tierras con otros sectores económicos:
los de “contratación” y los rentistas. Los que viven de la
labranza, y no sólo los que tienen un par de bueyes, sino
también los que “con muchas yuntas y con copiosas y grue­
sa familia [incluye la servidumbre] rompen los campos y
apacientan grandes ganados”, tienen “ocupación loable y
necesaria, y maestra de toda virtud”; “su ganancia es ino­
cente, natural y sin agravio o disgusto ajeno” (pág. 49). La
perfecta casada, fuera cual fuera la ocupación y ganancia de
su esposo, debe ocuparse de dirigir su fámilia y hacienda
como si fuera de labranza, porque ésta es “la más perfecta y
mejor vida”.
La contratación, que incluye “al tratante pobre, y al mer­
cader grueso, y al oficial mecánico, y al artífice, y al solda­
do, y finalmente, a cualquier que vende su trabajo y su arte
o su ingenio”, tiene “algo de peligroso y de menos reputa­
ción”, por cuanto recoge su ganancia “de las haciendas aje­
nas, y las más de las veces con disgusto de los dueños dellas,
y pocas veces sin alguna mezcla de engaño” (pág. 49). La
vida de los rentistas, “los que tienen renteros o vasallos de
donde sacan sus rentas es muy ociosa, y por la misma causa
ocasionada a daños y males gravísimos”.

IV2. La mujer y el buey como fundamentos


de la economía familiar

Para Fray Luis de León, las unidades económicas funda­


mentales son las familias o casas. La mujer y el buey son los
fundamentos económicos de las “casas”.
La “casa” o “la familia” y la mujer como su soporte eco­
nómico principal van a conservar el tipo de organización
económica y social característico de sistemas económicos ya
arrumbados: la economía de autoconsumo y de subsistencia
va a recibir, al menos en lo que a la mujer se refiere, la justi­
ficación ideológica y la bendición religiosa por parte de Fray
Luis, que sigue casi literalmente a Aristóteles. De este modo
se consolida en el plano ideológico y productivo la escisión
entre la economía básica o doméstica y la economía exterior
o de mercado. Esta escisión progresará lenta e irremediable­
mente hasta nuestros días, invirtiendo la relación de depen­
dencia descrita por Fray Luis: de ser el mercado exterior la
salida ocasional ante el fracaso de la unidad doméstica, se
convertirá en el origen de la riqueza, o cuando menos en la
garantía de subsistencia de la mayoría de la población. La
herencia y la heredad, que son las bases materiales e institu­
cionales en que se apoya el discurso de Fray Luis, perderán
importancia económica, social y legal para la mayoría de la
población, que no sólo no será propietario agrícola o ga­
nadero, sino que ni siquiera aspirará realmente a convertirse
en ello.
La mujer continuará, no obstante, sometida a la condena
religiosa y moral por el intento de abandonar el viejo orden
económico. La perfecta casada representa exactamente esta
prohibición religiosa de cambio económico, tal como vamos
a ver en el análisis de los textos.
La unidad familiar que sirve de referencia a Fray Luis de
León tiene poco que ver con la familia nuclear contemporá­
nea. Es una unidad con un número elevado de hijos en la que
conviven muchas personas unidas por lazos de sangre y de
clientela. Fray Luis rechaza la conducta de las mujeres que
se contentan con “parir un hijo de cuando en cuando” (pág. 9),
así como la de quienes se hacen ayudar por nodrizas.
A la casada, esto es, a la dueña de la casa, le correspon­
de ordenar la contribución de cada uno a la producción
doméstica. Su supervisión se dirige muy directamente al tra­
bajo de las demás mujeres de la familia, entre las que se
incluye la servidumbre [“el aprovechamiento y labor de una
mujer... acompañada de sus mujeres...” (pág. 68)], pero se
extiende también a los criados varones. Es además la depo­
sitaría del conocimiento tecnológico y artesanal imprescin­
dible para la producción y tiene que encargarse de la trans­
misión, conservación y puesta en práctica de esta tecnología.
La casa no es sólo el lugar de residencia, sino un taller y un
almacén.
Tomen la rueca, y armen los dedos con la aguja y el
dedal, y cercadas de sus damas, y en medio dellas, hagan
labores ricas con ellas, y engañen algo de la noche con
este ejercicio, y húrtense el vicioso sueño, para entender
en él, y ocupen los pensamientos mozos de sus doncellas
en estas haciendas, y hagan que, animadas con el ejem­
plo de la señora contiendan todas entre sí, procurando de
aventajarse en el ser hacendosas (pág. 54).
Por donde dice bien un poeta que los fundamentos de
la casa son la mujer y el buey: el buey para que are y la
mujer para que guarde. Por manera que su misma natu­
raleza hace que sea de la mujer este oficio; y la obliga a.
esta virtud y parte de su perfección, como a parte princi­
pal y de importancia (pág. 35).

IV3. Los conflictos dentro de la familia


La gestión empresarial y la solución de los conflictos
intrafamiliares en la casa corresponden a la casada. El con­
flicto latente es permanente e inevitable. Fray Luis de León
analiza las relaciones con los criados con gran detalle, cap­
tando el difícil equilibrio entre la oposición y la cooperación.
La contribución al proceso productivo debe ser vigilada y
empujada constantemente, en una interpretación claramente
empresarial del papel de la casada, que distribuye materiales
y decide en cada momento dónde debe aplicarse el trabajo
ajeno para que sea más productivo. Al mismo tiempo debe
constituirse en promotora social de sus propios criados,
especialmente de las doncellas que la sirven, ayudándolas a
situarse socialmente. La relación económica no es de asala-
riamiento, sino de clientela, ya que la casada no paga sólo
en dinero o especie, sino en enseñanza (la tecnología artesa-
nal), en garantía económica y en facilitamiento de las rela­
ciones sociales y de la instalación económica o emanci­
pación (pág. 82).
Gobierne su gente y mire lo que se ha de proveer y
hacer aquel día, y en cada uno de sus criados reparta su
oficio ... y así ella ha de repartir a sus criados sus obras
y poner orden en todos... (págs. 65 y 66).

El conflicto y la oposición de intereses está siempre la­


tente, y sólo se mantiene la productividad cuando la casada
ejerce eficazmente su labor de impulsión y vigilancia:
Mucho se engañan las que piensan que mientras ellas
duermen y se descuidan, cuidará y velará la criada, que
le toca y que al fin lo mira todo como ajeno. Porque, si
el amo duerme, ¿por qué despertará el criado? Y si la
señora, que es y ha de ser el ejemplo y la maestra de su
familia, y de quien ha de aprender cada una de sus cria­
das lo que conviene a su oficio, se olvida de todo, por la
misma razón y con mayor razón, los demás serán olvi­
dadizos y dados al sueño.... Ha de entender que su casa
es su cuerpo, y que ella es el ama del, y que, como los
miembros no se mueven si no son movidos del alma así
sus criadas, si no las menea ella, y las levanta y mueve en
sus obras, no se sabrán menear (pág. 60).
Como en el castillo que está en frontera o en lugar
que se tome de los enemigos nunca falta la vela así en la
casa bien gobernada, en tanto que están despiertos los
enemigos, que son los criados, siempre ha de velar el
señor. Él es el que ha de ir al lecho postrero, y el prime­
ro que ha de levantarse del lecho. Y la señora y la casa­
da que esto no lo hiciera... un día sentirá el daño y otro
verá el robo, y de continuo el enojo y el mal recaudo y
servicio, y que, al mal de la hacienda, acompañará tam­
bién el mal de la honra. Y, como dice Cristo en el Evan­
gelio, que mientras el padre de familia duerme, siembra
el enemigo la cizaña; así ella, con su descuido abrirá las
puertas y falseará las llaves y quebrantará los candados...
(pág. 66).

IV4. Razón, Naturaleza y Espíritu Santo

Fray Luis se hace eco del pensamiento de Galeno, reco­


gido por Aristóteles, sobre los humores. Esta doctrina afir­
maba que los varones son secos y calientes y, consecuente­
mente, activos; en tanto que las mujeres son húmedas y frías
y, consecuentemente, pasivas. Este “ser” no es coyuntural o
perteneciente al carácter individual de la persona, sino esen­
cial y correspondiente al conjunto de los varones y al con­
junto de las mujeres. Para mantener este carácter esencial
concuerdan los tres órdenes de legitimidad que Fray Luis de
León puede invocar: la razón, la naturaleza y el Espíritu
Santo.
Que pertenezca al oficio de casada y que sea parte de
su perfección, aquesta guarda e industria, además de que
el Espíritu Santo lo enseña, lo demuestra también la ra­
zón, porque cierto es que la Naturaleza ordenó que se
casasen los hombres... porque para vivir no basta ganar
hacienda, si lo que se gana no se guarda. Y el hombre
que tiene fuerzas para remover la tierra y para discurrir
por el mundo y contratar con los hombres, negociando
su hacienda, no puede asistir a su casa, a la guarda della,
ni lo lleva su condición; y el revés, la mujer que, por su
naturaleza flaca y fría, es inclinada al sosiego y a la esca­
sez y es buena para guardar, por la misma causa no es
buena para el sudor y el trabajo de adquirir... Y así la
Naturaleza, en todo proveída, los ayuntó (al hombre y a
la mujer) para que prestando cada uno dellos al otro su
condición, se conservasen juntos los que no se pudieran
conservar apartados (pág. 34).
El razonamiento de Fray Luis de León a propósito de la
mujer es marcadamente teleológico. Para él, la funcionali­
dad productiva y reproductiva de la mujer es la causa de su
creación por Dios. Destaca, sin embargo, la fundamentación
claramente económica de su teleología, sin duda más que
cualquier otro teleologismo estrictamente espiritual.

Aunque el estado del matrimonio en grado y perfec­


ción es menor que el de las vírgenes... por la necesidad
que hay de él en el mundo para que se conserven los
hombres y para que salgan dellos los que nacen para ser
hijos de Dios, y para honrar la tierra y alegrar el cielo
con gloria, fue siempre muy honrado y privilegiado por
el Espíritu Santo en las Letras Sagradas... Dios por su
persona concertó el primer casamiento que hubo... Cris­
to, nuestro bien, con ser la flor de la virginidad y amador
sumo de la virginidad y limpieza, es convidado a unas
bodas, y las santifica... (págs. 10 y 11).

El matrimonio es un estado de perfección menor, pero


necesario. La mujer es precisamente el instrumento que re­
solverá esta necesidad.

Dios, cuando quiso casar al hombre, dándole mujer,


dijo: Hagámosle un ayudador su semejante (Gén. 2); de
donde se entiende que el oficio natural para que Dios la
crió, es para que sea ayudadora del marido... Es decir,
que ha de estudiar la mujer, no en empeñar a su marido
y meterle en enojos y cuidados, sino en librarle dellos y
en serle perpetua causa de alegría y descanso (pág. 41).

El fin para el que ordenó Dios la Mujer y se la dio por


compañera al marido fue para que le guardase la casa...
(pág. 129).
IV6. La obligación moral grave de dedicarse cada cual
a su oficio

La condición de casada se hace equivalente a un oficio.


En este oficio se aúnan dos obligaciones: la de conocerlo
bien y la de identificarse con él, amándolo. A la casada no le
queda otra alternativa religiosa y moral que desempeñar bien
su oficio, y no puede delegarlo:

Bástele saber que Dios se lo manda... No quiere Dios


en su casa al que no hace el oficio en que le pone (pági­
nas 14 y 15).
La mujer casada, por razón de su estado... como en
cualquier otro negocio y oficio que se pretenda, para
salir con bien d’él son necesarias dos cosas: la una, el
saber lo que es, y las condiciones que tiene, y aquello en
que principalmente consiste; y la otra, el tenerle verda­
dera afición (pág. 14).
La cruz que cada uno ha de llevar y por donde ha de
llegar a juntarse con Cristo, propiamente es la obligación
y la carga que cada uno tiene por razón del estado en que
vive (pág. 15).
Cuando la mujer asiste a su oficio, el marido la ama,
y la familia anda en concierto, y aprenden virtud los
hijos, y la paz reina, y la hacienda crece (pág. 19).

El contenido del oficio, junto al aspecto estrictamente


religioso, se desdobla en tres bloques de obligaciones: a) el
servicio al marido; b) el gobierno de la familia (que incluye
a los criados); c) la crianza de los hijos.

El servir al marido, y el gobernar la familia, y la


crianza de los hijos, y la cuenta que juntamente con esto
se debe al temor de Dios y a la guarda y limpieza de la
consciencia (todo lo cual pertenece al estado y oficio de
la mujer casada), obras son que cada una por sí pide mu­
cho cuidado, y que todas ellas juntas no se pueden cum­
plir sin favor particular del cielo (pág. 9).

IV7. La restricción del consumo personal y del descanso


Para Fray Luis, la restricción del consumo personal de la
casada es moralmente obligatorio, especialmente en el vesti­
do, la alimentación y el descanso. También es moralmente
obligatoria la aplicación a la producción directa e indirecta.
La raíz de todos los provechos de sus hijos, y de que se
críen “sanos y valientes, y alegres y dispuestos para cual­
quier linaje de bien”, es la “buena guarda e industria de la
madre”. La buena industria se concreta en que:
a) Sea hacendosa (aplicación a la producción):
El Espíritu Santo... pone la piedad y sabiduría divina
copiosamente en todo aquello que es necesario y convie­
ne a cada estado, y señaladamente en este de las casadas
se revee y desciende tanto a lo particular del, que llega
hasta, entrándose por sus casas, ponerles la aguja en la
mano, y ceñirles las ruecas, y menearles el huso entre los
dedos(pág. 10)
La casera, de lo que parece perdido hace ella dinero,
y compra lana y lino, y junto con sus criadas lo adereza
y lo labra, y verá que, estándose sentada con sus muje­
res, volteando el uso en la mano y contando madejas... la
obra anda, y se teje la tela y se labra el paño, y se acaban
las ricas labores, y cuando menos pensamos... sale de allí
el abrigo para los criados, y el vestido para los hijos, y
las galas suyas, y los arreos para el marido, y las camas
ricamente labradas, y los atavíos para las paredes y salas,
y los labrados hermosos, y el abastecimiento de todas las
alhajas de casa, que es un tesoro sin suelo ... La buena
casada no encomendó ese cuidado a alguna de sus sir­
vientas y se queda ella regalando con el sueño de la ma­
ñana descuidadamente en su cama; sino que se levantó
la primera, y que ganó por la mano al lucero, y amane-
ció ella antes que el sol, y por sí misma y no por mano
ajena, proveyó a su gente y familia, así en lo que habían
de hacer, como en el que habían de comer... Aunque no
tengan gañanes ni obreros que enviar al campo, tienen
cada una en suerte y estado otras cosas que son como
éstas y que tocan al buen gobierno y provisión de su casa
ordinario y de cada día, que las obligan a que despierten
y se levanten y pongan en ello su cuidado y sus manos
(págs. 58 y 59).

b) No sea dispendiosa (restricción del consumo):


Por tanto, benditas, lo primero, no deis entradas a las
galas y riquezas de los vestidos, como a rufianes que
sin duda son y alcahuetes; lo otro, cuando alguna usare
de semejantes arreos, forzándola^ ello su linaje o sus
riquezas, o a dignidad de su estado, use dellos como
moderación cuando les fuera posible, como quien pro­
fesa castidad y virtud (pág. 110).
Señala aquí Dios vestido sano, más no dice los bor­
dados que se usan agora, ni los recamados, ni el oro
tirado en hilos delgados. Dice vestido, más no dice dia­
mantes ni rubíes; pone lo que se puede tejer y labrar en
casa, pero no las perlas que se esconden en el abismo
del mar. Concede vestidos, pero no permite rizos, ni
encrespos, ni afeitados (págs. 84 y 85).
No ha de ser costosa ni gastadora la perfecta casada,
porque no tiene para qué lo sea...: porque, lo que toca al
comer, es poco lo que les basta, por razón de tener me­
nos calor natural, y así es en ellas muy feo ser golosas o
comedoras. Y ni más ni menos, cuando toca vestir, la
Naturaleza las hizo por una parte ociosas, para que rom­
piesen poco, y por otra aseadas, para que lo poco les
luciese mucho... Que aunque el desorden y demasía, y el
dar larga rienda al vano y no necesario deseo es vitupe­
rable en todo linaje de gentes, en el de las mujeres, que
nacieron para sujeción y humildad es mucho mas vicio­
so y vituperable (págs. 37 y 38).
La restricción del consumo personal se extiende al auto-
cuidado. Claramente especifica Fray Luis que la casada debe
madrugar más que nadie en su casa, pero no para que “ro­
deada de botecillos y orquillas” “se esté sentada tres horas
afilando la ceja y pintando la cara, y negociando con su es­
pejo que mienta y la llama hermosa” (pág. 65).
El consumo de la casada debe restringirse, especialmen­
te por comparación con el del marido:

Los hombres, si les acontece ser gastadores, las más


veces son en cosas, aunque no necesarias, pero durade­
ras u honrosas, o que tienen alguna parte de utilidad o de
provecho, como los que edifican suntuosamente y los
que mantienen grande familia (y servidumbre) o como
los que gustan de tener muchos caballos: mas el gasto de
las mujeres es todo en el aire; el gasto en que se gasta
muy grande y aquello en que se gasta, ni vale ni luce ...
El gastador en la mujer es ajeno a su oficio, y contrario,
y demasiado para su necesidad, y para los antojos vicio­
sos (págs. 40 y 41).

Para Fray Luis, el ocio y el exceso de gasto van unidos


en la mujer, por lo que propugna la lucha simultánea contra
ambos.

IV8. Invisibilidady negación del trabajo


de la mujer casada

El esfuerzo económico de la mujer, su aportación a la


estructura demográfica y productiva ha de olvidarse, ocul­
tarse, convertirse en invisible: ha de ser “como sin dar cuen­
ta”, “cuando menos pensare”. Condición esta de tipo psico­
lógico (ausencia de consciencia y reivindicación, podríamos
decir) difícilmente conciliable con las condiciones objetivas
de producción y productividad, por parte de la casada, que
requiere el éxito de su empresa.
Compara a esta casada, Salomón, a un navio de mer­
cader, abastecido y rico. En lo cual y eficazmente da a
entender la obra y el provecho desto que tratamos y lla­
mamos casero y hacendoso en la mujer ... así esta nave
que vamos pintando ha de convertir en riqueza lo que
pareciera más desechado, y convertirlo sin parecer que
hace algo en ello, sino en tomarlo en la mano y tocarlo,
como hace la nave, que sin parecer que se menea, nunca
descansa, y cuando los otros duermen, navega ella, y
acrecienta con sólo mudar el aire el valor de lo que reci­
be; y así, la hacendosa mujer estando asentada, no para;
durmiendo, vela, y ociosa, trabaja y cuasi sin sentir
cómo o de qué manera, se hace rica (págs. 56 y 57).

De las cosas que sobran y parecen perdidas, y de


aquello que no hace cuenta el marido, haga precio ella,
para proveerse de lino y de lana, y de las demás cosas
que usan como éstas, las cuales son como las armas y el
campo adonde descubre su virtud la buena mujer. Por­
que, ajuntando a esto ella su artificio, y andando con la
vela e industria suya y de sus criadas, sin hacer nueva
costa y como sin sentir, cuando menos precisare, hallará
su casa abastada y llena de riqueza (pág. 47).

Gran parte dello consiste en que ninguna cosa de su


casa quede desaprovechada, sino que todo cobre valor y
crezca en sus manos y que, como sin saber por qué, se
haga rica y saque tesoro, a manera de decir, de entre las
barreduras de su portal (pág. 55).

No sea la perfecta casada costosa, ni ponga la honra


en gastar más que su vecina, sino tenga su casa más bien
abastada que ella y más reparada, y haga con su aliño y
aseo que el vestido antiguo esté como nuevo y que, con
la limpieza, cualquier cosa que se pusiere le parezca
muy bien y el traje usado y común cobre de su aseo della
no usado ni común parecer (pág. 41).

En resumen, las propuestas económicas aquí enunciadas


en relación con la casada son las siguientes:
a) Condiciones de trabajo más duras que las de los de­
más trabajadores de la unidad familiar, como garantía
para su éxito económico.
b) Gestión y dirección personal de la economía familiar.
No sólo trabajo directivo, sino producción directa
(“su cuidado” y “sus manos”).
c) Trabajo incesante, generador de riqueza.

IV9. Propiedad de los bienes comunes sin disponibilidad


en propio beneficio

Fray Luis de León reconoce a la mujer casada como


dueña de su hacienda, aunque le niegue el derecho a usar en
provecho propio sus beneficios. La “casa” y la “familia” son
entidades con su propia dinámica económica y la dueña y
señora es más su servidora que su usufructuaria. Los hijos
aparecen como beneficiarios de la hacienda en la próxima
generación, y no hay un tratamiento extenso, probablemente
consciente, de los beneficios materiales del trabajo de la ca­
sada en el presente. Solamente en el contexto de un pasaje
dedicado a demostrar el gran poder que la mujer puede al­
canzar dentro de la unidad doméstica (“si alguien puede con
el marido, es la mujer sola... ¿Quién no da crédito al amor y
a la razón cuando se juntan?”) (págs. 132 y 133), Fray Luis
concluye así: “¿Qué beneficio hay que iguale al que recibe el
marido de la mujer que vive como aquí se dice?”

IV10. El crecimiento de la hacienda

Las obligaciones económicas de la casada no se limitan


a la conservación de su capital: a través de su explotación,
del valor añadido con su trabajo, deberá ampliar el capital,
convertir su ahorro en inversión y hacerlo crecer. En este
punto, Jenofonte decía en el Oykonomikos algo similar.
Añadiendo una virtud en otra virtud... quiere que la
industria y el cuidado de la buena casada llegue, no sólo
a lo que basta de su casa, sino aún a lo que sobra, y que
las sobras las venda y las convierta en riqueza suya, y en
arreo y provisión ajena (pág. 120).

A los demás títulos que, siendo esta doctrina de Dios,


habernos dado a la buena mujer, añadimos agora éste:
que sea adelantadora de su hacienda, no como título
diferente de los primeros, sino como cosa que se sigue
dellos. Y así, decir que compró heredamiento y que
plantó viña del sudor de su mano es avisarle que del ser
casadera, que se le pide, su propio punto es no parar has­
ta esto, que es no sólo bastecer su casa, sino también
delantar su hacienda, no sólo hacer que lo que está den­
tro de sus puertas está bien proveído, sino hacer también
que se acrecienten en número los bienes y posesiones de
fiiera ... Y es decirle que pretenda y se precie ella tam­
bién de, señalando como con el dedo alguna parte de sus
posesiones, poder decir claramente: “Este es íructo de
mis trabajos, mi industria añadió esto a mi casa; de mis
sudores fructificó esta hacienda” (págs. 67 y 68).

V La c o n d e n a m o r a l d e la s fo r m a s a lte r n a tiv a s
D E D IV IS IÓ N D E L T R A B A J O

Fray Luis de León no acepta fisuras en su argumenta­


ción, ni plantea en ningún momento la posibilidad de inter­
pretaciones alternativas a los hechos o los textos que comen­
ta. Entre Dios, las Escrituras y su propia interpretación de
unos y otros no puede haber más que una correspondencia
perfecta, sin sombra de dudas o de subjetivismo. La razón, la
naturaleza y la voluntad divina se aúnan en una complemen-
tariedad perfecta que alcanza su expresión magistral en el
pasaje en el que comenta la obligación de la casada de levan­
tarse al amanecer, sin desatender su trabajo aunque “padez­
ca un poco, en el estómago de flaqueza o en la cabeza de pe­
sadumbre”, porque “mayor dolor y enfermedad es traer de
continuo su familia desordenada y perdida” (pág. 61).
Guarda en esto Dios, como en todo lo demás, la dul­
zura y suavidad de su sabio gobierno, en que aquello a
que nos obliga es lo mismo que más conviene a nuestra
naturaleza y en que recibe por su servicio lo que es nues­
tro proyecto. Así que no sólo la casa, sino también la sa­
lud pide a la buena mujer que madrugue (pág. 62).

El oficio de casada se define como una obligación moral


y, consecuentemente, todo lo que aparta a la casada de su
dedicación al oficio recibe una condena moral. El rechazo,
por razones morales y religiosas, se extiende incluso a la de­
dicación excesiva a la oración o prácticas piadosas, porque
no es compatible con el programa de obligaciones producti­
vas ya expuesto. También excluye, sin que sean excepción
las mujeres de la nobleza o la realeza, la cultura o la expre­
sión artística.
Lo propio y particular que pide [Dios] a cada uno es
que responda a las obligaciones de su oficio, cumplien­
do con el cargo y suerte que le ha cabido y que, si en esto
falta, aunque en otras cosas se adelante y señale, le ofen­
de (pág. 14).
Hay casadas que toda la vida es el oratorio y el devo­
cionario, y el calentar el suelo de la iglesia, tarde y
mañana, y piérdese entretanto la moza y cobra malos
hábitos la hija, y la hacienda se hunde, y vuélvese demo­
nio el marido (pág. 16).
El bien de su alma está en ser perfecta en su estado...
La diferencia que ha de haber entre las buenas religiosas
y casadas: porque, en aquélla, el orar es todo su oficio...
Ésta ha de tratar con Cristo para alcanzar de Él gracia y
favor con que acierte a criar el hijo, y a gobernar bien la
casa, y a servir como es razón al marido. Aquélla ha de
vivir para orar continuamente; ésta ha de orar para vivir
como debe. Aquélla place a Dios regalándose con Él;
ésta ha de servir trabajando en el gobierno de su casa por
Él (pág. 18).

Traten las duquesas y las reinas el lino, y labren la


seda, y den tarea a sus damas, y pruébense con ellas
estos oficios y pongan en estado y honra aquesta vir­
tud... y que sus maridos las excusen y libren de leer en
los libros de caballería y del traer el soneto y la canción
en el seno, y del billete y del donante de los recaudos y
del terreno y del sarao, y de otras cien cosas de este
hacer... (pág. 54).

Si la casada no trabaja, ni se ocupa en lo que pertene­


ce a su casa, ¿qué otros estudios o negocios tiene en qué
se ocupar? Forzado es que si no se trata de sus oficios
emplee su vida en los oficios ajenos, y que dé en ser ven­
tanera, visitadora, callejera, amiga de fiestas, enemiga
de su rincón... (pág. 72).

Tampoco las malas relaciones conyugales son causa jus­


tificadora de la interrupción del proceso productivo. Fray
Luis, glosando textos de Salomón y de San Basilio, exhorta
a los maridos a tratar bien a sus mujeres, pues:

En la casa, a la mujer, como parte más flaca, se le


debe mejor tratamiento ... y corre además el riesgo el
marido poco cuerdo de que ... como son pusilánimes las
mujeres de su cosecha, y poco inclinadas a las cosas que
son de valor, si no las alientas a ellas, cuando son mal­
tratadas y tenidas en poco de sus maridos, pierden el áni­
mo más y descáenseles las alas del corazón, y no pueden
poner ni las manos ni el pensamiento en cosa que buena
sea... (pág. 45).

No obstante, las obligaciones económicas de la mujer se


mantienen aun cuando el marido no atendiera a las suyas:
Bien a propósito de esto es el ejemplo que San Basi­
lio trae, y lo que acerca de él dice: “La víbora, dice, ani­
mal ferocísimo entre las sierpes, va diligente a casarse
con la lamprea marina; llegada, silba, como dando señas
de que está allí, para desta manera atraerla de la mar a
que se abrace maridalmente con ella. Obedece la lam­
prea, y júntase con la ponzoñosa fiera sin miedo. ¿Qué
digo en esto? Que por más áspero y de más fieras condi­
ciones que el marido sea, es necesario que la mujer le
soporte y que no consienta por ninguna ocasión que se
divida la paz. ¡Oh, que es un verdugo! ¡Pero es tu mari­
do! ¡Es un beodo! Pero el matrimonial lo hizo contigo...
¡Un áspero, un desapacible! Pero miembro tuyo ya, y
miembro el más principal ... porque... es verdad que
naturaleza y estado pone obligación en la casada, como
decimos, de mirar por su casa y de alegrar y de cuidar
continuamente a su marido, de la cual ninguna mal con­
dición dél la desobliga (págs. 43 y 44).

VI. L a s b a s e s a f e c t iv a s y e c o n ó m ic a s

D E L A S U B O R D IN A C I Ó N

Hemos expuesto cuáles son las ideas de Fray Luis de


León acerca de la división del trabajo y de los mecanismos
por los que se genera y apropia la riqueza.
Este orden o modo de producción económico necesita
un correlato de tipo psicológico que resuelva en el nivel de
la personalidad lo que se da por supuesto en el orden de la
producción. Las características psicológicas y morales de
la mujer que responde a esta interpretación son de dos tipos:
unas, las que se describen como reales, esto es, como empí­
ricamente comprobadas; otras, las que se proponen como
ideales, y de las cuales Fray Luis confiesa que son difíciles
de hallar, y poco frecuentes en la vida cotidiana de sus con­
temporáneas. El resultado es una bien trabada teoría para la
subordinación, cuya circularidad puede resumirse así: las
mujeres no están capacitadas, ni física, ni intelectual, ni
moralmente, para otro oficio que el de casadas. Este oficio
es poco valioso. Las mujeres son poco valiosas, y sólo ten­
drán valor en tanto que se asemejen y complementen al va­
rón. La naturaleza, la razón, la práctica social, la historia, los
intelectuales, los artistas y la propia voluntad divina así lo
han reconocido o dispuesto.
En el plano valorativo, el texto muestra claramente el
escaso aprecio que le merecen a Fray Luis las condiciones de
la mujer, su “naturaleza femenil”, coherente en el mejor de
los casos con su origen subordinado como ayudadoras del
varón. Desconfía de su debilidad para “desenfrenarse”, con
las graves consecuencias económicas que esto trae consigo a
las haciendas familiares, y sólo merecen el calificativo de
casadas perfectas las mujeres de valor, equivalente ello a
mujeres varoniles.
Se desenfrenan más que los hombres y pasan la raya
mucho más y no tiene tasa ni fin su Apetito..., y si co­
mienza a destemplarse, se destemplan sin término... y
son ... como una carcoma que de continuo roe, y como
una llama encubierta, que se enciende sin sentir por la
casa y por la hacienda, hasta que la consume..., y si dan
en golosear, toda la vida es el almuerzo y la merienda, y
la huerta y la comadre, y el día bueno; y si dan en galas,
pasa el negocio de pasión y llega a increíble desatino y
locura, porque hoy un vestido y mañana otro... y ya no
les place tanto lo galano y hermoso como lo costoso y
preciado..., y todo nuevo y todo hecho de ayer, para ves­
tirlo hoy y arrojarlo mañana... (págs. 38 y 39).
En las Sagradas Letras se lee: “Mujer de valor: ¿quién
la hallará? Raro y extremado es su precio”. Es dificulto­
so hallarla y son pocas las tales (pág. 24).
Lo que aquí decimos mujer de valor: y pudiéramos
decir mujer varonil, como Sócrates acerca de Jenofon,
llama a las casadas perfectas, así que esto que llamamos
varonil o valor... quiere decir virtud de ánimo y fortaleza
de corazón, industria y riqueza y poder y aventajamien-
to, y finalmente, un ser perfecto y cabal en aquellas
cosas a quien esta palabra se aplica: y todo esto asesora
en sí la que es buena mujer, y no lo es si no lo atesora
(pág. 26).
En cuanto a las condiciones reales, Fray Luis resuelve
sin siquiera plantearlo el posible problema de la disparidad
entre la naturaleza potencial, la fáctica y la experiencia per­
sonal. En el texto no hace ninguna referencia a la posible
contradicción o falta de coincidencia entre estos niveles.

¿Por qué les dio a las mujeres las fuerzas flacas y los
miembros muelles, sino porque las crió no para ser por­
tas, sino para estar en su rincón asentadas? (pág. 129).
Y pues no las dotó Dios ni del ingenio que piden los
negocios mayores, ni de fuerzas las que son menester
para la guerra y el campo, cuídanse con lo que son y
conténtese con lo que es de su parte, y entiendan en su
casa y anden en ellas, pues las hizo Dios para ella sola.
Los chinos, en naciendo, les tuercen a las niñas los pies,
porque cuando sean mujeres no los tengan para salir fue­
ra, y porque, para andar en su casa, aquéllos torcidos les
bastan. Como son los hombres para lo público, así las
mujeres para el encerramiento, y como es de los hom­
bres el hablar y el salir a la luz, así dellas el encerrarse y
encubrirse (pág. 130).

En el ininterrumpido cuidado de su casa por la casada, el


silencio se convierte en una obsesión para el predicador.
El silencio es la garantía de que la desobediencia y la rebel­
día se mantienen contenidas en niveles no peligrosos, que no
arriesgan la pervivencia del sistema productivo defendido.
Apoyándose en Demócrito, convierte el silencio de la
mujer en belleza:

Así como la Naturaleza hizo a las mujeres, para que


encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerra­
sen la boca (pág. 124).
Cuenta Plutarco que Fidias, noble escultor, hizo a los
elienses una imagen de Venus que afirmaba los pies so­
bre una tortuga, que es animal mudo y que nunca desam­
para su concha: dando a entender que las mujeres, por la
misma manera han de guardar siempre la casa y el silen­
cio (pág. 125).

El ocio no es visto como una interrupción del proceso


productivo, sino como un gravísimo atentado contra el orden
moral, más grave en la mujer que en cualquier otro de los
sujetos implicados:

Si los hombres que son varones, con el regalo con­


ciben ánimo y condición de mujeres y se afeminan, las
mujeres ¿qué serán sino lo que hoy día son muchas
dellas?... Y agradecezcamos que tan blandamente las
nombre (pág. 170).
En ella el regalo es rejalgar [veneno], y guárdense de
él como huyen de la muerte y conténtense con su natural
poquedad, y no le añadan bajeza ni la hagan más apoca­
da, y adviertan y atiendan que su natural es femenil, y
que el ocio, él por sí afemina, y no junten lo uno con lo
otro, ni quieran ser dos veces mujeres (pág. 71).

A la casada no le concede Fray Luis el derecho al des­


canso ni al placer, pero el trabajo permanente no debe alterar
su equilibrio psicológico, porque amenazaría indirectamente
su aportación al proceso productivo:

Ni la diligencia, ni la vela, ni la asistencia a las cosas


de la casa, ha de hacer áspera y terrible, bien ni menos
la buena gracia y la apacible habla y semblante... (pági­
na 121).
Los varones, por su compostura natural y por el peso
de los negocios en que de ordinario se ocupan, tienen
licencia para ser algo ásperos. Y el sobrecejo, y el ceño
y la esquivez está bien en ellos a las veces; más la mujer,
si es leona, ¿qué le queda de mujer? (pág. 125).

A la mujer casada no le cabe excusa alguna para la rebel­


día frente al orden económico y frente al lugar que en él le
han adscrito, según Fray Luis, Dios y la Naturaleza. Ni la
aspereza, ni la bravura, ni el desaliento, le están permitidos.
Su iniciativa debe limitarla a los asuntos directamente enca­
minados al acrecentamiento de su hacienda. Fray Luis desta­
ca que la primera consecuencia de su hacendosidad es que,
sin necesidad de que el marido provea la compra de lino,
sabrá ella producirlo “de los salvados y desechos de su
casa”. Incluso en el terreno de la caridad al que Fray Luis la
insta (“produzca no sólo para sí y los suyos, sino para los
necesitados y pobres”, pág. 75), su iniciativa y limosna debe
mantenerse al nivel de los pequeños socorros, reservándose
para el marido las decisiones de limosnas mayores (pág. 71).

De su guarda e industria depende su propia felicidad,


la estima y amor de su marido y la salud y alegría de sus
hijos. Pero si se quejan o regañan, seguro que es sin ra­
zón (en estas bravas, si se apuran bien todas las causas
desta su cólera desenfrenada y continua, todas ellas son
razones de disparate) (pág. 127).
Y si no tienen buenos hijos, gran parte dello es por­
que no les son ellas enteramente sus madres (pág. 135).

Para mantener el orden económico propuesto, el contac­


to con el exterior es un riesgo que ha de evitarse a cualquier
precio. De ahí que Fray Luis proponga el aislamiento de la
casada dentro de su casa, sin apenas salir “del campo de su
carrera, que es su casa propia, y no las calles, ni las plazas,
ni las huertas, ni las casas ajenas” (pág. 128).
El aislamiento va dirigido claramente a impedir que apa­
rezca una conciencia reivindicativa, a la par que mantener
constantemente activo el proceso de producción doméstico
de bienes y servicios. Inevitablemente, la adscripción a la
unidad económica familiar implica la pérdida de contacto
con cualquier agente perturbador. Por eso, Fray Luis toma el
recuerdo de San Pablo y el de Eurípides.
Acerca de San Pablo, pone en sus labios la fiase siguiente:
es de advertir que... debe tener gran recato acerca de las
personas que admite a su conversación y a quién da en­
trada en su casa... (pág. 77).

En cuanto a Eurípides, recoge aprobatoriamente esta cita:

Dice bien el que dice: Nunca, nunca jamás; que no


me contento con decirlo una sola vez, el cuerdo y casa­
do consentirá que entren cualesquier mujer a conversar
con la suya, porque siempre hace mil daños... Contra
esas mujeres y las semejantes a éstas, conviénele al ma­
rido guarnecer muy bien con aldabas y con cerrojos las
puertas de su casa, que jamás estas entradas peregrinas
ponen en ellas alguna cosa sana o buena sino siempre
hacen diversos daños (pág. 79).

VII. “ P o s t s c r i p t u m ”

No pudo Fray Luis ser consciente de lo que su doctrina


contenía de condena para las mujeres. Aún faltaba mucho
tiempo (aunque Platón lo hubiera adelantado veinte siglos)
para que surgiese un tipo de humanismo consciente de las
bases materiales de la libertad, y más tiempo aún, para que
este nuevo humanismo reparase en las condiciones materia­
les de vida y producción de los hogares.
Para las mujeres que siguen la doctrina de Fray Luis, no
hay escapatoria posible hacia otros modelos de vida. Su con­
clusión es muy tajante: para remediar lo inevitable, acéptese
como tal, sométase a ello. Quiébrese toda posible duda, toda
concienzación, toda resistencia, todo posible nacimiento de
sentimientos de solidaridad. Si el esquema falla, la mujer
será la culpable, y su desobediencia extenderá la miseria y el
dolor no sólo a su propia vida, sino a la de quienes la rodean.
Ya que ellas están condenadas a desempeñar el oficio inde-
seado, prohíbaselas también cualquier apartamiento del ofi­
cio: niégueseles cualquier posibilidad de aprender otro o de
ejercer otras potencialidades negadas, elimínese todo riesgo
de que descubran en sí otras cualidades, otros deseos y otros
poderes.
Las palabras de Fray Luis duelen hoy, sobre todo porque
pretendieron ser justas, y siguen siendo bellas. Forman parte
de nosotros, y aunque quisiéramos olvidarlas, no podríamos.
En la portada de su libro sobre el Cantar de los Cantares,
aparece un árbol podado, y un hacha. La alusión al tribunal
de la Inquisición que le había denunciado y mantenido cinco
años en la cárcel era tan evidente que de nuevo fue objeto de
denuncias, aunque esta vez, afortunadamente, se pararon a
mitad del camino. El hacha y el árbol simbolizan el pensa­
miento, la vida, y la censura que corta o impide crecer. Tam­
bién hoy, en el desarrollo de las ciencias, el hacha sigue anti­
cipándose y cortando el pensamiento que llevamos dentro.
Para que la Vida sea más fuerte que el Miedo, para que
las raíces cortadas no nos impidan florecer y dar frutos, fue
escrito este ensayo.
Femina sapiens, homo testiculans

P r e s e n t a c ió n

Tenía quince años y estudiaba bachillerato cuando me


hablaron por primera vez de las teorías de Darwin. Mi pro­
fesor dijo categóricamente que era una superchería, que los
huesos se habían lijado para aparentar similaridad con los
humanos. A pesar de eso, y de otros episodios similares,
creo que recibí una buena formación elemental y que fui
muy afortunada por comparación con el resto de las niñas de
aquella época. Cuarenta años más tarde, mientras se inau­
gura en el Museo de Ciencias Naturales la exposición sobre
El Hombre de Atapuerca, recuerdo con ternura mi colegio
de Madrid. En su memoria he escrito las páginas siguientes.
Lo he hecho porque las ideas más profundamente arrai­
gadas son las que se reciben en la infancia, cuando todavía
no se dispone de mecanismos intelectuales de filtraje o críti­
ca. A partir de cierto momento de desarrollo intelectual, las
enseñanzas empiezan a aceptarse o rechazarse, y no tienen el
arraigo que tuvieron en etapas anteriores: pueden adoptarse
con plena identificación, sedimentarse con indiferencia como
un mero conocimiento instrumental o añadido, o incluso re-
chazarse. Pero lo que ya no volverá a suceder es su instala­
ción en la mente como un modo natural y aparentemente
espontáneo de ver el mundo. Si parte de las ideas recibidas
como visión del mundo tienen que desinstalarse más tarde,
porque entran en conflicto con ideas aceptadas posterior­
mente, esa desinstalación es costosa y desencadena un pro­
ceso de inestabilidad y sufrimiento personal. También supo­
ne a menudo la pérdida de identificación con grupos pri­
marios, de gran importancia afectiva o social, que mantienen
en vigor el sistema de ideas inicialmente recibido, sin cues­
tionarlo.
Lo que este ensayo plantea a propósito de Linneo (si­
glo xvill), o en torno a él, es la cuestión de la posición de
mujeres y hombres en la naturaleza, y los efectos que sobre
la identidad de todos nosotros tiene la utilización de catego­
rías aparentemente neutrales, como “mamíferos”, en lugar
de otras posibles. La biología es un excelente vehículo de
propagación de ideologías sociales, tanto más eficaz cuanto
más desprevenido sorprende al lector respecto a su escondi­
da carga ideológica. De entre todos los biólogos, Linneo es
uno de los más excelsos. Pocos sabios han conocido en vida
el prestigio que él consiguió. Si en otros cursos universita­
rios había cincuenta o sesenta alumnos, a sus clases asistían
más de trescientos. Sus clases eran didácticas, novedosas y
divertidas. Con frecuencia salía con sus estudiantes a reco­
lectar plantas o continuaba trabajando con ellos fuera de sus
horas docentes. Los reyes (entre ellos, el de España) se dis­
putaban el favor de tenerle como invitado, o el de que envia­
se a alguno de sus ayudantes a dirigir los Jardines Botánicos
y las expediciones científicas en busca de nuevos materiales.
Linneo introdujo la clasificación moderna de las especies
vegetales y animales, y delimitó el hueco que corresponde a
la especie humana en el gran árbol de la vida. Sólo cien años
después de que se publicase la décima edición del libro más
famoso de Linneo, su Systema naturae, Darwin hizo la pri­
mera exposición pública de la teoría de la evolución, en la
Sociedad Linneo de Londres, 1858. Con ello ponía punto
final a un camino emprendido por sus precursores que
Frángsmyr ha llamado el proceso de la muerte de Adán.
La tradición patriarcal ha creado lenguaje, inconsciente­
mente, en todos los campos del saber, y es mucho más fácil
recibir las palabras sin ponerlas a prueba que detenerse a
analizar la historia social que encierran. Incluso, como va­
mos a ver, en un campo tan alejado aparentemente de la his­
toria o la política como es la Biología. Quizá a algunas per­
sonas les choque el título de este ensayo. Si se sorprenden,
esa es precisamente la prueba de que hacía falta escribirlo,
porque no debiera haber nada extraordinario en la asociación
entre mujer y sabiduría, o entre varón y testículos.

I. E l “ h o m o s a p ie n s ” d e L in n e o

1.1. El poder de la taxonomía

Las nomenclaturas nunca son gratuitas, ni neutrales.


Todas rezuman historia, y en tanto que históricas, son el pro­
ducto de situaciones sociales anteriores.
El primero en utilizar la pareja de palabras homo sapiens
para referirse a la especie humana fue el naturalista sueco
Linneo (1707-1778)1. Linneo firmó sus obras en latín como
Linneaus, y después de su ennoblecimiento, como Von Lin-
né, por lo que puede resultar confusa su localización entre
esta tríada de nombres. La confusión en el propio nombre
podría resultar muy embarazosa para una persona como
Linneo, que siendo un niño pequeño ya demostró pasión
por dar nombre a las cosas y clasificarlas con minuciosi­
dad. Linneo, que ejerció como médico en Estocolmo y fue

1 Quiero agradecer la ayuda y sugerencias bibliográficas de José Luis


Peset y Andrés Galera, historiadores de la Ciencia en el Consejo Supe­
rior de Investigaciones Científicas. Naturalmente, las conclusiones de
este estudio son sólo mías.
luego catedrático en la Universidad de Upsala, gozó en su
época de un extraordinario prestigio internacional; sus discí­
pulos, que a sí mismos se llamaban “apóstoles”, expandieron
su sistema de clasificación botánico por todo el mundo.
Tampoco le faltaron enemigos y detractores, que juzgaron su
sistema clasificatorio fácil pero artificial.
De la ingente obra linneana, de sus viajes a Laponia y
sus estancias en Alemania, Holanda e Inglaterra, no vamos a
ocupamos aquí. Tampoco de su vida personal, fácilmente
accesible a través del libro de W. Blunt, El naturalista. Vida,
obra y viajes de Cari von Linne (1707-1778). Lo que nos in­
teresa de Linneo es la superposición de distintos planos de
actividad intelectual. En Linneo convive el más radical em­
pirismo con un teleologismo también radical; en él se reu­
nieron la capacidad de innovación y el conservadurismo
intelectual, hasta límites que hoy resultan difícilmente com­
prensibles. Como a tantos hombres del Siglo de las Luces, le
preocupaban temas como el lugar físico del Paraíso o las
huellas del Diluvio Universal2.
Siendo todavía muy joven, Linneo escribió la obra Spon-
sal-plantorum, que le valió las críticas de los timoratos por­
que demostraba la existencia y funcionamiento de órganos
sexuales (estambres, pistilos) en las flores. Los órganos se­
xuales de las plantas eran los órganos esenciales, los que
las definían y diferenciaban de otras. Por motivo similar al
que llevó a los contemporáneos de Galileo a ver un desafío
político en las doctrinas heliocéntricas, a algunos coetá­
neos de Linneo les pareció indecente que pudiera hablarse
de plantas monogámicas, poligámicas y hermafroditas, o
por citar una referencia suya, de plantas en las que había
“seis maridos para tres esposas” o “una esposa y un mari­
do”. Temían que la constatación de esta variedad natural
pudiese servir como justificación para el relajamiento de

2 Andrés Galera, El principe de las flores, Asclepio, vol. XLVIII-2,


1996, págs. 219-223.
las costumbres sociales; otros, simplemente encontraron ri­
dicula la adaptación del vocabulario social a las plantas.
Blunt relata cómo Linneo, en su viaje a Laponia, vio
colgada a un lado del camino una quijada de caballo, con
los dientes desgastados, y se le ocurrió que “con que supie­
ra cuántos dientes tiene cada animal, y de qué clase, cuántas
mamas y cómo se disponen, podría elaborar un sistema ab­
solutamente natural para la ordenación de todos los cuadrú­
pedos”. El párrafo es muy revelador, y también lo reprodu­
ce Frangsmyr en la obra Linneaus. The man and his work
(1994). Fue en esta obra sobre la flora y la fauna de Lapo­
nia donde por primera vez (1732) Linneo mencionó las
mamas como un criterio relevante para la clasificación zoo­
lógica, aunque no tanto como los dientes. Esta idea no se le
ocurrió de golpe, aunque la visión de los restos del caballo
pudieran precipitarla, sino que fue el resultado de muchas
observaciones y reflexiones previas históricamente condi­
cionadas.
Hasta que Linneo hizo pasar a primer plano las mamas
como señal distintiva de un tipo de animales llamados ma­
míferos, la clasificación en vigor de los animales era todavía
la aristotélica, y el ser humano formaba parte de los cuadrúpe­
dos, aunque en una posición diferenciada.
Desde el punto de vista estrictamente biológico, Linneo
podía haberse fijado en otros rasgos morfológicos, como los
testículos, aunque éstos tienen menor grado de variabilidad
en los grandes animales que las mamas. Con independencia
de su utilidad taxonómica, si Linneo hubiese elegido un ele­
mento tan asociado al aparato reproductor masculino para
referirse a este grupo de animales, habría resaltado la faceta
animal de los varones, y eso es algo que a Linneo no se le
podía ocurrir. Ni a él ni a sus contemporáneos; ni, todavía en
la actualidad, a la mayoría de quienes usan para fines cientí­
ficos un vocabulario cargado de historia y valores sociales
sin reparar en las consecuencias que tiene para las personas
sometidas a su escrutinio.
1.2. Los sistemas continuos y discontinuos

La elección del lugar del hombre en la naturaleza ha


tenido siempre un fuerte componente filosófico y político, y
expresa tanto el conocimiento como los deseos. En la Histo­
ria Animalium de Aristóteles ya estaba implícita la idea de
que los seres constituyen una cadena, aunque no menciona­
se expresamente el lugar del hombre en ella. La doctrina
aristotélica del alma se transformó, por obra de los aristo­
télicos cristianos, en la idea del hombre dotado de “alma in­
mortal”. Había que aislar al hombre de la Historia Natural,
reservarle una posición propia y aparte.
Según Frángsmyr, en la enseñanza escolástica se acep­
taba que el hombre es un animal, pero esta aceptación tie­
ne un componente semántico diferente en las lenguas lati­
nas y en las germánicas. En latín, el género “animal” inclu­
ye tanto a los hombres como a las bestias (los brutos), por
lo que no resulta tan difícil aceptar la identificación del
hombre (nivel superior o neutral) con los animales (nivel
inferior) como sucede en las lenguas germánicas, en las
que este matiz no existe. Para los escolásticos, el hombre
era “sustancia corpórea, vivens, sentiens, rationalis” (que
vive, siente y razona) o, más resumidamente, un “animal
racional”.
A la hora de situarse en la cadena de la naturaleza, Des­
cartes (siglo XVII) y los cartesianos habían enfatizado el dua­
lismo, rechazando que los animales tuvieran cualquier tipo
de alma, ni siquiera inferior. Sin embargo, Linneo se opuso
a que la zoología fuese la “ciencia de los brutos”, y abogó
por un sentido más global, el de “ciencia de los animales”,
que también incluyera al hombre. De hecho, su disertación
Anthropomorfa comienza con la Historia Animalium de
Aristóteles. La base del sistema linneano se deriva de la lógi­
ca aristotélica. Prefería dar a sus éxitos una forma escolás­
tica, argumentando a favor y en contra como un doctor me­
dieval3. Para él no representaba ningún problema el recono­
cimiento de la proximidad entre los monos y el hombre.
Aunque se le ha acusado de fijismo (la teoría de que todas
las especies se crearon terminadas, desde el primer momen­
to), los estudios posteriores apuntan a que Linneo tuvo en
este aspecto una posición más abierta de la que se pensó en
un principio, aunque íúe muy cauteloso en sus exposiciones
públicas para no dar pie a que le identificasen como libre­
pensador y despertar la hostilidad de los sectores mas con­
servadores del clero. Drouin plantea claramente que, a pesar
del fyismo aparente de Linneo, hay un hilo conductor que
vincula sus clasificaciones a la transformación realizada por
Darwin en genealogía un siglo más tarde4.

1.3. Sirenas y golondrinas: la antropomorfización


de la naturaleza

En el siglo XVII hubo mucho interés por los seres mons­


truosos y las especies semihumanas, como por ejemplo las
sirenas. Las sirenas despertaban interés no por sí mismas,
sino por el papel que desempeñaban en una disputa episte­
mológica sobre el grado de relatividad de las definiciones de
lo humano.
En este tema, Linneo mostró una ingenuidad poco cohe­
rente con sus otras condiciones intelectuales. Por ejemplo,
fue capaz de descubrir, casi a primera vista, engaños de fal­
sos animales disecados (una hidra de siete cabezas), o de
rechazar como procedentes de criaturas marinas los restos
de algunos animales ahogados, deduciéndolo por la falta de
correspondencia morfológica y fisiológica de los restos o

3 Ch. C. Gillispie, Dictionary of Scientific Biography, Nueva York,


Charles Scribneas Sons, vol. VIII.
4 Jean-Marc Drouin, “De Linneo a Darwin: los viajeros naturalistas”,
en M. Serres (ed.), Historia de las ciencias, Madrid, Cátedra, 1991,
págs. 362-379.
por la disfuncionalidad de los órganos. En cambio, aceptó
hasta el final de sus días la creencia de que las golondrinas
invernaban en el fondo de los lagos, idea que estaba muy
difundida entre los campesinos suecos.
Su interés por las criaturas extrañas, singulares, iba mu­
cho mas allá de la curiosidad, incluso más allá de la curiosi­
dad científica. Tenía que ver con lo que su contemporáneo
Jean Baptiste Robinet llamó La vue philosophique de la gra-
dation de l'étre (1768), o sea, la cadena de los seres y los
consiguientes problemas epistemológicos que plantea. Para
Robinet, que fiie un caso extremo de antropomorfización de
la naturaleza, sólo existía un prototipo, que es el hombre, y
el resto de los seres vivos no eran más que variaciones del
prototipo. De ahí su enorme interés por las sirenas y otros
animales fantásticos que se creían reales. Linneo se sintió
fascinado por los casos raros o singulares (por ejemplo, los
albinos), y aceptó trabajar sobre fuentes escasas y poco fia­
bles, hasta el punto de dar nombre y clasificar a especies
como el “homo caudatus” (hombre con cola) o el “homo tro-
glodytus” o “noctumus”. Sobre el hombre con rabo escribió
Linneo en la edición del Systema naturae de 1766, llamán­
dole Lucifer, y sin tratarle como una especie diferente, cosa
que haría en Anthropomorpha llamándole ya “homo cauda­
tus”, y afirmando que, según sus informantes, estos hombres
viven en Java y en las montañas de Borneo. Su rival e irre­
conciliable enemigo Buffon, al que sólo citó Linneo en letra
impresa dos veces, se mofó de él a propósito de los troglodi­
tas (de quienes Linneo suponía que vivían en cuevas y agu­
jeros, tenían el pelo blanco, eran casi ciegos de día, no llega­
ban a superar los veinticinco años, y vivían del robo), porque
para Buffon no eran más que orangutanes mal clasificados.
A Linneo le interesaban los faunos, los sátiros, las esfin­
ges y otras criaturas mitológicas; estas criaturas han tenido
durante siglos existencia social, aunque no biológica, porque
para quienes creían en ellas resultaban reales. No es fácil
saber hasta qué punto Linneo se limitaba a tratar de explicar
científicamente las criaturas mitológicas, lo que hablaría a
favor de su modernidad como investigador, o realmente
mantenía los mitos dentro de su sistema de clasificación, lo
que indicaría poca capacidad de selección y criterio en su
propia disciplina.
Estos “casos singulares” cumplen un papel importante en
relación con las ideas de la evolución; si los hijos de padres
negros son albinos, puede interpretarse como evolución, o
sea, como Historia Natural; pero también puede interpretarse
como enfermedad y excepción que no se consolidará. La
elección entre ambas interpretaciones no es sólo científica,
porque sus consecuencias son claramente sociales. Como
prueba del interés que estos temas suscitaban puede citarse a
Voltaire, que vio en París a un albino negro en 1744, y este
caso le impresionó suficientemente como para escribir una
obra sobre ello (Relation touchant un maure blanc, 1745).
Hasta hace poco más de cien años, el aislamiento zooló­
gico del hombre en el reino animal era suficiente para que se
pudiera definir la especie humana por características pura­
mente anatómicas. Actualmente, los paleontólogos han de­
mostrado la existencia de homínidos erectos y con manos y es
prácticamente imposible llegar a saber si tenían lenguaje oral.
En el trasfondo de esta fascinación, lo que se debate es
el problema de las especies: ¿Qué es lo esencial y qué lo ac­
cesorio del ser humano? ¿Qué papel desempeñan los datos
“externos”? ¿Para el reconocimiento de que un ser es huma­
no basta que haya nacido de mujer? ¿O hacen falta, además,
otras características, como la racionalidad? En el caso de que
por enfermedad (anomalías congénitas, locura, senilidad,
etc.), un ser nacido de mujer carezca de razón, ¿es a pesar de
todo racional? ¿Cuál es el estatuto de estos seres?
La respuesta a estas preguntas no era meramente una
cuestión de ciencia y no importaba solamente a los investi­
gadores. Según cómo se respondiera a ellas, la posición en
temas tales como la administración de sacramentos había de
ser de una manera u otra, y el asunto de los sacramentos ha
sido tan importante en algunas épocas que ha motivado
autos de fe, persecuciones y guerras.
La imagen de la gradación en la cadena de los seres
adopta dos perspectivas. La primera es la proyección del
hombre (o del varón) sobre el resto de los seres vivos (antro-
pomorfización) y el reconocimiento de la afinidad del resto
de los seres vivos con el hombre. La antropomorfización ha
dado lugar a muchos excesos, igual que la “botanización” o
“zoologización” del hombre. A Linneo le tocó sufrir —y le
amargaron mucho— las críticas de algunos coetáneos por
esta última tendencia, especialmente a causa de su librito
L’homme plante, que escribió Buffon para ridiculizarle. En
el polo opuesto a la antropomorfización y botanización, que
son manifestaciones del gradacionismo, se encuentran los
esencialistas; contemporáneo de Linneo fue Blumenbach,
quien se opuso firmemente a la idea de la cadena de seres.
Frángsmyr recoge una reflexión de Lovejoy expresada
en su obra The great chain o f being (1936), según la cual
existen dos tipos de hábitos mentales: “el de pensar en clases
de conceptos discretos, muy bien definidos, y el de pensar
en términos de continuidad, o infinitas gradaciones de todo en
otras cosas, en una superposición de esencias, de tal modo
que la misma definición de especie puede verse como un ar­
tificio del pensamiento, realmente no aplicable a la fluidez y
superposición universal del mundo real (pág. 193).
A veces, estos dos tipos de hábitos coinciden en una mis­
ma persona: por ejemplo, en Aristóteles, que inspiró el co­
mentario de Lovejoy; o en Linneo, discípulo de Aristóteles.

II. R e a c c io n e s a n t e e l “S is t e m a n a t u r a l ” de L in n e o :
B u ffo n , K a n t y B en th a m

Los investigadores viven en un mundo relativamente pe­


queño de referentes, y la opinión de los miembros de este
reducido círculo de iguales tiene para ellos/as una gran
importancia. Aunque haya otros círculos mucho más pode­
rosos (políticos, mecenas, perseguidores, etc.), las opiniones
de los legos siempre son relativamente ajenas y carecen del
acicate o el aguijón de los que comparten las mismas preo­
cupaciones intelectuales o científicas. En cualquier proceso
de investigación hay siempre algo de camino en búsqueda de
la verdad, y las críticas o los elogios no conllevan solamente
castigos o recompensas sociales, sino señales de alerta sobre
posibles equivocaciones en ese camino, que es mucho más
profundo y decisivo que el mero quehacer profesional.
A Linneo le importaban, y mucho, las opiniones de sus
colegas, aunque pensase que su obra estaba por encima de la
mayoría de ellos. Acostumbrado a recibir felicitaciones y a
trabajar duramente, toleraba mal las críticas, cosa que suele
suceder a quienes, como él, se sienten encargados de una
misión. No era sólo un científico, sino, como él mismo gus­
taba de llamarse, un “reformador” o un profeta. Algunos de
sus coetáneos le rindieron menos admiración de la que él
consideraba justo merecimiento: un colega francés, Buffon,
fue su ariete en vida. Buffon dirigía el Jardín du Roy, en
París, y no aguantó que el rey Luis XV promulgara la orden
de adopción del sistema linneano. No sólo discutió su siste­
ma de clasificación botánico (le dijo que con sus criterios de
observación no podía distinguirse una hierba de un árbol y le
acusó de que su método era arbitrario y requería el análisis
de partes demasiado pequeñas de las plantas, como los es­
tambres y los pistilos, para las que hacía falta el uso de mi­
croscopio), sino que empleó armas menos elegantes en la
batalla dialéctica: le ridiculizó, haciendo chirigota de sus an-
tropomorfizaciones botánicas.
Dice el refrán popular que, en la guerra y en el amor,
valen todas las armas: en la guerra entre teorías científicas la
crítica rara vez se mantiene en los límites exquisitos de la
discusión intelectual y la confrontación de pruebas. La pug­
na se desborda y contamina las relaciones humanas, entran
enjuego elementos extracientíficos, y la ironía o la mordaci­
dad, junto con la descalificación personal, son moneda re­
lativamente corriente. Linneo ha tenido, pues, también de­
tractores. Unos se le opusieron frontal y abiertamente. Buf­
fon prescinde de todo tipo de clasificación en su Histoire
naturelle (1749-1804, 44 volúmenes muy bien ilustrados) y
lo hace para resaltar la importancia de la geografía, especial­
mente del clima. Este interés por la geografía lo comparten
muchos naturalistas de la época, que se esfuerzan en pre­
parar atlas geográficos. Las islas serán un laboratorio pri­
vilegiado para analizar las similitudes y diferencias de las
especies.
Otros científicos o filósofos fueron más cautos, como
Kant, que sin duda prefirió en conjunto las propuestas cien­
tíficas clasificatorias de Buflfon. Aunque en algunas de sus
obras Kant reconoce el valor histórico de la nomenclatura
linneana, especialmente sus conceptos de género y especie,
en la Crítica del juicio (1790), a propósito del fin último de
la Creación, dice quejosamente que “según el caballero Lin­
neo, el hombre puede ser visto sólo como un instrumento
para alcanzar un cierto equilibrio ecológico”5. Y es que la
indagación sobre la finalidad por la que han sido creados los
seres admite muchas vías, y quizá no todas deban ser tan an-
tropocéntricas como las que los humanos hemos elegido.
Tanto Buffon como Kant entran en la discusión de los
tipos de clasificaciones. Bufifon ejemplifica en Linneo las
clasificaciones “artificiales”, “de escala”, “basadas en el
concepto de semejanza”. Kant, más complejo y articulado,
le acusa de ser “meramente empírico”, de construir “agrega­
dos artificiales” en lugar de sistemas.
En los grandes y apasionados debates científicos, ningu­
no de los participantes puede pretender salir ileso. Linneo
respondió principalmente a Buffon por el procedimiento de
“no hay mayor desprecio que no hacer aprecio”, y sólo citó
su nombre en dos ocasiones. Pero los partidarios de Linneo
acusaron a Buffon de haber leído poco y de no haber capta­
do el espíritu de la obra linneana. También dijeron, y se si­
gue diciendo hoy, que la capacidad de observación y la in­

5 Silvestre) Marcucci, Bentham e Linneo. Una interpretazione singo-


lare, Lucca, M. Paccine Fazzi, 1979, pág. 5.
ventiva de Linneo llevaron la botánica hasta el límite que im­
ponía su época, y que ningún otro investigador con los recur­
sos disponibles en aquel momento hubiera podido llegar más
lejos o superar la artificiosidad de sus clasificaciones.
Un siglo más tarde, en el XIX, Linneo seguía levantado
pasiones intelectuales, y su nombre seguía siendo invocado
para establecer genealogía y referencias. El jurista y filósofo
moral inglés Bentham, que emprendió una obra de reforma
en el campo de la legislación y en el de la moral, y cuyas teo­
rías han sido esenciales para el desarrollo de la economía
moderna, tuvo muy presentes, como modelos, a Newton y a
Linneo. Reconocía a Newton como “reformador” en el cam­
po de la física, y a Bentham en el de la botánica. En su obra
postuma Deontology (1834) afirmó que “Linneo había res­
taurado el orden y la armonía en la historia natural” (Mar-
cucci, op. cit., pág. 28), aunque todavía faltaba por llevar a
cabo la reforma científica/moral, a la que él iba a dedicarse
por completo.
Para Bentham, la crítica estaba muy por encima de la
mera exposición; el “expositor” se limita a explicar las leyes,
mientras que el “censor” (término todavía entonces no
degradado) se ocupa de cómo deben ser las leyes: posición
que le conecta claramente con el criticismo kantiano.
Las nomenclaturas o sistemas de clasificación son im­
portantes epistemológicamente porque se asocian al proble­
ma fundamental, que tanto preocupaba, y casi por las mis­
mas fechas, a Kant y a Bentham: el de la “verdadera natura­
leza de las cosas”, sea en el plano científico (Kant) o en el
jurídico y moral (Bentham). Kant contraponía las clasifica­
ciones que él llamaba “de escuela” o escolásticas, basadas en
la memoria, a las “naturales”, basadas en la inteligencia. Las
primeras describen las criaturas según nombres o títulos; las
segundas, según leyes. A ambos, para conocer la “verdadera
naturaleza de las cosas” les parecía esencial la teleología,
que significa aplicarles la pregunta de su finalidad, de para
qué fueron creadas.
Los científicos son clasificadores natos: clasifican todo
lo que cae en su campo de atención, tanto si pertenece al rei­
no de los vivos como al de los muertos, a los objetos o a las
ideas. No hacen sino llevar a su vida profesional ese deseo
de “orden y armonía” que también late en el viejo adagio de
que “la mujer debe tener un lugar para cada cosa y casa cosa
en su lugar” y que permite distinguir rápidamente al ama de
casa primorosa de la desastrada por el modo en que dispone
en sus armarios los productos de limpieza o las bobinas de
distinto grosor y colores en la caja de la costura. Entre unas
y otros no hay diferencias básicas, sino solamente de grado
y contexto.
En definitiva, las clasificaciones son necesarias: pero
pueden resultar muy engañosas, o dificultar ciertos tipos de
investigación a la par que favorecen otros. Mientras Kant
ponía en duda veladamente la clasificación de Linneo, Ben-
tham reconocía expresamente su autoridad y la deuda con él
contraída. En su opinión, sólo con una “buena y natural” cla­
sificación, no meramente “técnica”, podría avanzar la cien­
cia y la jurisprudencia.

III. La e s e n c ia d e l o m a s c u l in o y lo f e m e n in o

En la frontera del siglo XXI, la definición de la “esencia”


de lo humano sigue siendo motivo de discusión entre filóso­
fos, moralistas, legisladores y científicos. Es una cuestión de
gran trascendencia para la gente común, y muy especial­
mente para las mujeres, aunque no se plantee de modo tan
consciente y explícito. Del modo de resolverse depende en
gran parte la actitud ante la planificación familiar, la inge­
niería genética, la experimentación con embriones, la euta­
nasia o el aborto.
El problema de la esencialidad y la escala no se plantea
solamente en relación con la posición del hombre en la natu­
raleza; también afecta a la definición de los hombres y las
mujeres. Todos los problemas y debates epistemológicos a
los que nos hemos referido a propósito de la definición de lo
humano, se plantean de nuevo al aplicarlo a las semejanzas
y diferencias entre hombres y mujeres. Usando las palabras
de Kant o de Bentham: ¿Cuál será su “verdadera naturale­
za”? ¿En qué medida les afecta el modo en que a través de
los siglos se ha resuelto la pregunta sobre el fin para el que
unos y otras han sido creados? Las respuestas, por lo que a
los seres humanos se refiere, han sido bastante diferentes,
como también ha sido el grado de teleologismo y los órga­
nos o partes del cuerpo que se han considerado mejores
exponentes de esa finalidad. Platón enfatizó las piernas por­
que permiten caminar erguidos, con la frente alta. Las pier­
nas, a diferencia de las patas, permiten la existencia de
manos. Aristóteles, en De Partibus Animalium, decía que
pensamos porque tenemos manos (Blunt, op. cit., pág. 160)
y Galeno nos llamaba “homo faber” por la capacidad de
construir cosas.
Ya hemos señalado que Aristóteles consideró que los
seres tenían alma, y que esa alma aristotélica se convirtió,
por obra de los cristianizadores de su doctrina, en el “alma
inmortal” que ha formado parte del conjunto de creencias
básicas en la cultura occidental hasta la época contemporá­
nea. La localización de la esencia en el “alma” no hace sino
alargar un paso más la cadena de preguntas: ¿Dónde radica
el alma? ¿Desde cuando, hasta cuando? ¿Qué sucede en el
momento de la muerte? ¿Qué es, cómo pueden definirse y
medirse la muerte y la vida?
En un pasaje muy bello del Timeo, Platón explicaba que
el alma se localiza en la frente. Por eso, dice, levantamos la
cabeza y caminamos erguidos, mirando al cielo.
Mucho más recientemente, el escritor José Saramago ha
dedicado bastantes páginas a la reflexión sobre el alma, entre
otras obras en su excepcional novela Memorial del conven­
to. Si no es continuación directa del pasaje de Platón, esta
novela es continuidad indirecta, porque como el propio Sara­
mago ha manifestado repetidamente, todos los miembros
de una sociedad heredan y participan del mismo sistema de
creencias, aunque expresamente se opongan a ellas. Las mis­
mas precauciones y autocensuras que hemos recogido a pro­
pósito de Galileo o de Linneo pueden haber facilitado que
algunos debates intelectuales y morales tomen la forma de
novelas, esto es, de creaciones literarias sin pretensiones
de veracidad. Tanto en Memorial del convento como en El
evangelio según Jesucristo, Saramago ha planteado con la
máxima profundidad, aunque en un contexto novelado, los
problemas de la esencia y la circunstancia, de lo individual y
lo colectivo, de la perfectibilidad, de la capacidad de cono­
cer, y de la relatividad y mutua interacción entre el Mal y el
Bien.
En lugar de situarla en la frente como Platón, en esta
novela Saramago sitúa el alma en el aliento, bajo la forma de
una nubecilla blanca que su personaje de ficción, Blimunda,
va guardando en frascos de cristal para que sirvan de motor
a una invención fantástica, un pájaro volador que recorrerá
los cielos. A pesar de tratarse de una novela, y de haberse
escrito a finales del XX, al autor le costó las iras de sectores
muy conservadores que se sintieron amenazados por su
obra. Todavía, en el palacio/convento de Mafra, donde trans­
curre la acción de la novela, no hay nada que recuerde al pre­
mio Nobel portugués.
Por lo que se refiere a la esencialidad y la gradación en
lo femenino y lo masculino, hay mucha investigación ya rea­
lizada que pone de relieve la complejidad del tema, y los
varios criterios posibles de definición (morfológico, fisioló­
gico, psicológico, legal, etc.) del sexo, el género y las carac­
terísticas asociadas con ello.
Desde una perspectiva epistemológica, un problema di­
fícil de revolver es el de la correspondencia entre diversas
escalas, y la priorización de unas escalas sobre otras en los
casos de disparidad. Si las interpretaciones “ontológicas” de
las mujeres y los hombres conllevan muchísimos problemas
(¿qué es una “mujer-mujer” o un “hombre muy hombre”?),
tampoco faltan problemas en las interpretaciones meramen­
te gradacionistas, que reducen todo a la puntuación numéri­
ca obtenida en un test o en un análisis de laboratorio. Las
corrientes científicas dominantes en el siglo XX se corres­
ponden mejor con la “positivización” o cuantificación de los
masculino y de lo femenino, pero producen cansancio y
vaciamiento. Su apertura e inconclusión es imprescindible
para re-pensar el cambio, pero es comprensible que entre las
más avanzadas investigadoras actuales se produzcan mo­
mentos de nostalgia, de recuerdo embellecido de aquellos
lejanos días en que el ser se definía de una vez por todas, con
una voz tonante e indesafiable que no dejaba resquicio a la
lenta y constante erosión de las escalas.
Las escalas psicológicas (por ejemplo, los tests de carac­
teres o habilidades) sólo miden lo que se produce en un
momento determinado: y ha sido necesario esperar muchas
décadas en el desarrollo de la psicología diferencial para que
investigadores como Eleanor Maccoby deshagan muchos
estereotipos bien establecidos y “medidos y demostrados”
sobre, por ejemplo, la habilidad de las niñas y niños para las
matemáticas o la gimnasia. Si las escalas son múltiples, lo
que en otras definiciones es una “esencia” acaba convirtién­
dose en un mero “grado”, definido estadísticamente. Se pue­
de en ese caso hablar de “promedios”, “ponderaciones”, “lí­
mites” y “desviaciones respecto a promedios”, trasladándo­
se la discusión al modo de determinar las escalas, hacer las
mediciones, sintetizar las varias escalas y dar posterior tra­
tamiento a los datos recibidos. Para las doctrinas que sostie­
nen una asociación muy fuerte entre alguna característica
(por ejemplo, el valor o la inteligencia) y la masculinidad,
las mujeres que posean esa característica serán considera­
das “varoniles”, que es el modo como Fray Luis de León
llamaba, elogiosamente, a las “mujeres fuertes” de su épo­
ca. O, como Ramón y Cajal, a las mujeres “con virtudes
viriles”.
Todos los movimientos sociales tienen un correlato en
los modelos de personalidad a los que sus miembros aspiran.
Ya hemos señalado lo que a este respecto dijeron Platón y
Aristóteles, o sus seguidores renacentistas españoles Juan
Luis Vives y Fray Luis de León. En la determinación de los
modelos de personalidad desempeña un papel decisivo el
lenguaje, porque es vehículo de interiorización de lo que los
otros esperan de uno mismo. Es en este contexto en el que
resulta importante la introducción en el lenguaje de la bio­
logía de la categoría “homo sapiens”, tal como fue propues­
ta por Linneo6.

IV. E l q u e g o l p e a p r im e r o , g o l p e a d o s v e c e s

La utilización del término “homo” para referirse a toda


especie humana tiene algunas consecuencias que Linneo no
pudo prevenir, porque no estaba en el aire de su época. Sin
embargo, no reparar en estas consecuencias cuando se acaba
de inaugurar un nuevo milenio significaría no estar a la altu­
ra del tiempo actual, retrasarse respecto a la época que vivi­
mos. Si Linneo no hubiera sido Karl, sino Carola, probable­
mente se habría sentido tan incómodo en sus propias pala­
bras que habría tenido que reflexionar e inventar algo para
desembarazarse de esa sensación de hostigamiento. Eso es
lo que sucede actualmente en los países anglosajones, en los
que se está produciendo una paulatina sustitución de pala­
bras terminadas en “man” para referirse a cargos (chair-man,
ombuds-man, etc.) por terminaciones en “person”, para no
inducir a la creencia de que sólo pueden ser desempeñados
por varones, o para facilitar la tarea y aliviar la tensión de las
mujeres que acceden a desempeñarlos. Claro que esa cir­
cunstancia no se produjo en la vida de Linneo: ni siquiera
tenemos constancia de que Fru Linné, su esposa, tuviera
algún asomo de malestar al verse obligada a cambiar de
nombre e identidad al casarse con Linné y tomar el apellido
de su esposo. Para una persona como Karl Linneo, von Lin­
né, tan amante de la taxonomía, que dedicó una energía tan

6 G. Broberg, “Homo Sapiens. Linneaus’s Classification of Man”, en


T. Frangsmyr, Linneaus. The man and his work, Science History Publi-
cations, Estados Unidos, 1994, págs. 157-194.
considerable a clasificar y dar nombre a los seres que le
rodeaban, hubiese sido muy desagradable tener que reclasi-
ficarse, reconocerse bajo otra apelación, con otra semántica,
como consecuencia del amor por su esposa Sara Lisa Mo-
raeus. ¿Podría imaginarse a sí mismo convertido en una
segunda edición de su suegro, teniendo que modificar su fir­
ma o perdiendo el reconocimiento de la autoría de sus escri­
tos previos, publicados bajo una identidad diferente?
Linneo, con toda seguridad, no fue consciente del im­
pacto que para las mujeres y los hombres de los siglos si­
guientes iba a tener su selección de las características dis­
tintivas del Hombre, distanciadoras o asimiladoras respecto
a otras especies. En su novedosa clasificación, Linneo deli­
mitó una gran categoría de animales llamados mamíferos,
los que “son amamantados”; es el amamantamiento lo que
sirve a Linneo de señal de identidad principal, lo que iguala
a los humanos con otros animales próximos, como la oveja,
el dromedario o el perro.
La especie humana podría haberse denominado por refe­
rencia a los varones, a las mujeres o a un indeterminado que
integrase a ambos. Evidentemente, la especie no se ha deno­
minado por referencia a las mujeres, pero tampoco por un
indeterminado que cubriese por igual a los dos géneros. Al
elegir el “homo” como representante de mujeres y varones,
y al ser “homo” al mismo tiempo una representación es­
pecífica de los varones, pero nunca de las mujeres, se ha
introducido una ambigüedad semántica y una subsidiaridad
fastidiosa que trae hasta la Modernidad y los sustratos de la
Ciencia actual una larga retahila de viejos cuentos y viejos
agravios. Ahí asoma la nariz la historia del Génesis, contan­
do a una generación tras otra, metafóricamente, que el varón
nació del barro primigenio, criatura directamente salida de la
mano del Creador, en tanto que la mujer nació ya de una crea­
ción de segundo grado, como costilla o derivado del prime­
ro. También asoma el recuerdo de Aristóteles y su Historia
de los animales, que sobrevivió al derrumbe medieval de la
cultura grecorromana a través de la cultura árabe y perpetuó
para el mundo occidental, prácticamente hasta hoy, la idea
de que en la procreación las mujeres no aportaban vida, sino
simple territorio nutricio.
Habría podido Linneo, con la misma lógica y evidencia,
elegir los testículos en lugar de las mamas para señalar nues­
tro parentesco con otros seres vivos. Nada, salvo la ideolo­
gía, se lo impedía: porque son naturales y necesarios a nues­
tra especie tanto los testículos como las mamas. ¿Por qué
Linneo eligió los atributos más visibles de las mujeres en
lugar de los atributos masculinos? Podemos suponer diver­
sas razones para ello, pero lo incuestionable es que su elec­
ción ha sido aceptada por la comunidad científica y hoy for­
ma parte, con toda “naturalidad”, del modo en que nos ve­
mos y clasificamos a nosotros mismos.
Probablemente, a Linneo le pareció “natural” o “nor­
mal” asociar la especie, en su entorno animal, con un rasgo
femenino tan claramente visible como las mamas, necesarias
para el mantenimiento aunque no para la procreación de la
especie. Sin embargo, a la hora de encontrar un rasgo, una
identificación o una palabra que resaltase los aspectos más
elevados de la especie humana, Linneo eligió la capacidad
de conocer, y nos bautizó a todos como integrantes de la
gran familia del “homo sapiens”, aunque en su honor haya
que reconocer que dentro del “homo” incluyó otras varias
especies además de la nuestra. Podría habernos reconocido
por la genealogía de la madre, la que ya resaltó por referen­
cia a las mamas: pero no lo hizo. Podríamos haber sido (¿lo
seremos, tal vez, en otros lenguajes, o lo serán quizá en épo­
cas venideras?) conocidos y clasificados como parte de la
gran familia de la “femina sapiens” (o como mejor se expre­
se esta idea en el macarrónico latín de los científicos natura­
les). Pero no ha sido así.
Para Linneo, la categoría homo era amplia, como ya
hemos dicho, y cobijaba otras especies además de la nuestra.
Nunca se planteó la posibilidad de excluir a las mujeres de la
categoría de los sapiens, pero tampoco se le ocurrió nunca
que al calificar a toda la especie como “homo” creaba iden­
tidades y desidentidades de base semántica. ¿Qué le impedía
calificar la especie humana, igual que cualquier otra especie,
con el nombre de las hembras en lugar de con el de los
machos? ¿Por qué no imaginó un nuevo sistema de clasifi­
cación que comenzase por la femina sapiens, incluyendo en
ella a los machos de la especie? Obviamente, no fue por algo
que tuviese que ver con la biología, donde tanto podría utili­
zarse una opción como otra, en el supuesto de que no que­
dara más remedio que realizar opciones. La idea de nombrar
la especie como homo le llega a Linneo con tanta naturalidad
que ni siquiera se da cuenta de ello. Es la herencia aristotéli­
ca y judeocristiana de que el varón es el primer creado
(Génesis) o el ser completo (Aristóteles). La mujer es para
Linneo, inconscientemente, la segunda en el orden de cre­
ación, el ser incompleto: es lo que Simone de Beauvoir
nombraría, ya en el siglo XX, El segundo sexo. La femina
sapiens no podrá ser un calificativo “natural” hasta que no se
entierren las obras de tantos fundadores que disociaron
ambas ideas, haciéndolas aparecer como antitéticas y utili­
zándolas como motivo de burla: por ejemplo, el muy racio­
nalista Moliére, en Las mujeres sabias, o nuestro muy iróni­
co Quevedo en La culta latiniparla1 (1626).
De este modo tan poco sometido a crítica científica, Lin­
neo puso en circulación un lenguaje que pronto fue adopta­
do por la comunidad científica internacional. Luego pasó al
lenguaje común y cotidiano, y ahora forma parte del currí­
culum educativo de los niños y niñas en la enseñanza de

7 Francisco de Quevedo, La culta latiniparla. Catecismo de vocablos


para instruir a las mujeres cultas y hembrilatinas, citado por Juan Luis
Alborg, Historia de la literatura española, tomo II, “El Barroco”, pági­
na 626 (2a. ed., Madrid, Gredos, 1980). Quevedo arremete contra las ma-
nieristas y culteranas como parte de su enfrentamiento con Góngora: su
Catecismo tiene artículos de verdadera gracia, aunque otros con muchas
groserías escatológicas. Su crítica se dirige a la moda de hablar afecta­
damente que iba extendiéndose entre las “damas con más nominativos
que galanes”.
las Ciencias Naturales. Les guste o no, si quieren aprobar la
asignatura de Biología tendrán que introducir la terminolo­
gía linneana en el modo de referirse a sí mismos/as.
Aristóteles, Fray Luis de León, Juan Luis Vives o Lin­
neo hubieran dado un salto en sus asientos si alguien les pro­
pusiera nombrar la especie humana como femina sapiens, o
como homo testiculans; pero, a fin de cuentas, sería sólo el
reverso de la medalla de lo que ahora tenemos que aprender
y difundir las mujeres sin que se nos mueva al leerlo ni una
pestaña.
Autores y lectores

Pr e s e n t a c ió n

Cuando en la década de los 60 comenzó a extenderse la


corriente de los “Estudios de la Mujer”, principalmente en
las universidades estadounidenses, todas las disciplinas se
vieron afectadas por una nueva demanda de conocimientos.
Las mujeres, como grupo social en busca de una nueva
consciencia, querían saber lo que cada área de conocimiento
—lo que generalmente llamamos cultura— había acumula­
do en relación con ellas, y este conocimiento acumulado se
sometió a un vigoroso ejercicio de cuestionamiento: ¿quién
había sentado las bases de cada área o disciplina?, ¿cuáles
eran las teorías, conceptos o productos básicos?, ¿cómo
avanzaba la creación o investigación?, ¿a través de qué pro­
cedimientos se transmitía?, ¿a quién?, ¿con qué finalidad?
Fuera cual fuese la formación de quien iniciaba estas
preguntas, su discurso devenía inevitablemente en un discur­
so sociológico porque lo que motivaba este cuestionamiento
era la inquietud de un grupo socialmente definido, que trata­
ba de convertirse en un para sí a través de su articulación en
movimiento social. El movimiento por la igualdad de las
mujeres —constituido también por los hombres que com­
partían esta preocupación social— comenzó a demandar y
producir un nuevo tipo de conocimiento, en un proceso simi­
lar al que otros grupos sociales (movimientos obreros, étni­
cos, nacionalistas, etc.) habían seguido anteriormente o esta­
ban siguiendo al mismo tiempo.
En España, con algunas anticipaciones brillantes pero
escasas y aisladas, la ola de cuestionamientos sobre la rela­
ción entre cultura y posición social de la mujer llegó a fina­
les de los años 70, y desde entonces ha producido una fruc­
tífera cosecha de replanteamientos y revisiones en la mayo­
ría de los parcelados saberes académicos. Las publicaciones
con un fuerte contenido crítico y con una clara, aunque no
siempre explícita, dimensión de sociología del conocimien­
to, empezaron a florecer en la década siguiente, la de los 80.
En 1983 se publicó Liberación y utopía, obra colectiva diri­
gida expresamente a replantear las bases metodológicas y
los objetivos de la investigación en varias áreas disciplinares.
En los años siguientes continuaron in crescendo este nuevo
tipo de reflexiones y de trabajo de investigación, tanto den­
tro como fuera de los medios académicos.
Los medios literarios, y especialmente el de los estudio­
sos de la literatura, no podían quedar al margen de esta
inquietud y de esta renovación. En abril de 1984, en el con­
texto de las IV Jornadas de Investigación Interdisciplinar
organizadas por el Seminario de Estudios de la Mujer de la
Universidad Autónoma de Madrid, se celebraron las prime­
ras sesiones de trabajo sobre Literatura y Vida Cotidiana. La
convocatoria respondía a una preocupación social y socioló­
gica, pero sus artífices fueron —en su mayoría— creadores
literarios y profesores de literatura. Las ponencias presenta­
das en aquellas Jomadas se publicaron en un libro titulado
Literatura y vida cotidiana (1986), con edición a cargo de
M. A. Durán y José Antonio Rey. En la mayoría de las apor­
taciones, la vida cotidiana sólo aparece como trasfondo,
como marco implícito, y la reflexión se encaminaba a las re­
laciones entre mujer y literatura.
Pero ¿cómo acotar las relaciones entre mujeres y litera­
tura?, ¿no es el tema de la mujer tan extenso como la lite­
ratura misma?, ¿no equivale la literatura entera —por ausen­
cia o por presencia— a este mundo dual en el que mujeres y
hombres convivimos y nos descubrimos, nos amamos y nos
detestamos?
A diferencia de otras materias como el derecho o la eco­
nomía, de orientación más formalista y superestructural, no
ha habido en el arte español ni en sus estudiosos una ausen­
cia de la representación femenina. En la literatura española
hay personajes femeninos reales o simbólicos desde sus pre­
cursores e inicios (véase, por ejemplo, la Medea de Séneca,
en los precursores latinos, o Los Milagros de Nuestra Se­
ñora, de Berceo, en los inicios del castellano) hasta nuestros
días.
En el medio siglo transcurrido desde que P. Oñate publi­
case su obra pionera sobre El feminismo en la literatura
española (1938), no había vuelto a aparecer en el panorama
de la investigación sobre la mujer en la sociología de la lite­
ratura y de la crítica literaria otra obra de alcance y rigor
semejante a Literatura y vida cotidiana. Este campo se ha
enriquecido considerablemente en otros países y en el pano­
rama de la literatura española destacan también una docena
de excelentes trabajos monográficos (en su mayoría, tesis
doctorales) dedicados a obras o autores específicos. De esté
enriquecimiento da buena prueba el largo índice bibliográfi­
co recogido para esta ocasión.
Algunas de las preguntas que se plantean en este ensayo
son relativamente fáciles de responder en su primera fase,
pero otras requerirán de años y generaciones de estudio. Por
ejemplo, la acotación de las autoras —las mujeres escrito­
ras— es relativamente fácil por su relativa escasez, pero es
difícil la de las lectoras, oidoras o, en época actual, televi­
dentes. Los “ismos” de filias y fobias son también relativa­
mente fáciles de rastrear, pero el trabajo es duro en cuanto
que abundan los misóginos y, afortunadamente, también los
feministas, al menos de cara a sus heroínas de ficción. La
dificultad de acotar los contenidos de la literatura en relación
con las mujeres es tanto mayor cuanto más grande sea la
producción literaria (poesía, novela, teatro, ensayo, etc.) y
paraliteraria, y ésta varía de una época a otra, de región a
región y de autor a autor. Finalmente, mayor dificultad radi­
ca en el análisis estrictamente sociológico de la búsqueda de
correspondencias entre sociedad y literatura y entre literatu­
ra y sociedad; difícil búsqueda, porque con frecuencia lo
poco que se conoce sobre la sociedad en la que la obra se
produjo es precisamente lo que queda de su producción
artística y no cabe separar con claridad el medio de su con­
tenido.
Junto a la literatura, pero difícilmente deslindable de ella
en ocasiones, la sociolingüística también es un campo pro­
metedor.
La mayoría de los trabajos que se presentaron en las cita­
das Jomadas de la Universidad Autónoma de Madrid, de las
que este ensayo trata de ser una síntesis, intentaban respon­
der a una o varias de estas preguntas: a) ¿quién escribe?;
b) ¿qué escriben?; c) ¿para quién escriben?; d) ¿por qué?;
e) ¿cómo?
Algunas de estas aportaciones recientes de la investiga­
ción se han centrado en las criaturas femeninas de la ficción
literaria (como los estudios sobre Medea o Las malcasadas
de Lope de Vega), y comparan la evolución de sus rasgos en
función de la sociedad en que el autor se enraíza y el papel
que en ella corresponde a las mujeres. Otras se centran en las
mujeres escritoras (como los estudios sobre escritoras con­
temporáneas), en la recepción de los libros para mujeres, o
en los escritores feministas y misóginos. Algunas se refieren
a la evolución literaria de un tema específico (como el cuer­
po femenino, los estados civiles o la vestimenta femenina), y
otras al modo en que se articula el discurso literario (como
en los estudios sobre la exaltación amorosa en la lírica trova­
doresca o sobre la literatura esperpéntica). Hay estudios
sobre la producción literaria, esto es, sobre el aspecto indus­
trial de la comunicación que sigue a la creación y convierte
la obra literaria en producto de intercambio. Finalmente,
otros artículos de carácter metodológico introducen la discu­
sión sobre las relaciones entre mujer, literatura y sociedad y
reflejan la diversidad de posiciones que los autores mantie­
nen sobre este tema.

I. La r e l a c i ó n d e h o m b r e s y m u je r e s
CON l a lite r a tu r a

Hay tres temas de especial relevancia para una sociolo­


gía de la literatura interesada en el papel de las mujeres en la
vida cotidiana. El primero es el de las mujeres como objeto
de la literatura: o sea, lo que la literatura dice sobre las mu­
jeres y el modo como lo dice. El segundo es el de las muje­
res como sujeto de la literatura, como artífices de la crea­
ción literaria: lo que escriben las mujeres. Y el tercer tema es
el de las mujeres como receptoras de la obra literaria, como
lectoras o consumidoras de productos literarios.
Esta primera aproximación se revela desde el principio
insuficiente, puesto que ya hemos señalado que el silencio y
la ausencia son “modos de estar” eminentemente femeninos
y la literatura no constituye excepción. Por ello, la sociología
de la literatura tendría que proponerse simultáneamente dos
tareas: la de dar razón de lo que hay (el lado visible, fácil de
acotar, del tema) y, sobre todo, la de explicar lo que no hay
Tarea esta, sin duda, mucho más arriesgada y difícil, porque
de alguna manera presupone “lo que podría haber” o lo que
“debería haber”. Pero, volviendo a los temas prioritarios, en
cualquier obra real, además de las posibles, pero inexisten­
tes, se combinan los elementos de autoría, contenido y
audiencia. Existen obras escritas por mujeres, sobre mujeres
y para mujeres, aunque sean muy escasas, pero es más fre­
cuente cualquier otra de las combinaciones posibles; por
ejemplo, las obras escritas por hombres, sobre hombres y
mujeres, para hombres, con la explícita pretensión de diri­
girse a un público no femenino (desde obras de guía espi­
ritual para confesores, hasta literatura pornográfica). Salvo
los autores —y ni eso en las obras anónimas o colectivas, o
en las que median de forma importante los editores, comen­
taristas, traductores, etc.—, los personajes y la audiencia
pueden ser variados, sin responder a una clara adscripción de
género.

1.1.Los autores

¿Tiene sentido la selección de literatura escrita por


mujeres? ¿Basta esta condición para hacerla distinta de la
otra, la mayoritaria literatura hecha “desde” los hombres?
Y si es diferente, ¿en qué consiste la diferencia? La polé­
mica es viva.
Sin decantamos ahora por el sí o por el no, queremos
apuntar algunas preguntas para futuras investigaciones: ¿qué
condiciones tendrían que darse para que las mujeres acce­
dieran paritariamente al oficio de la escritura?, ¿a qué litera­
tura acceden ahora?, ¿de dónde (lugar, clase, ideología, con­
dición familiar) proceden las que lo intentan y las que lo
consiguen?, ¿cómo son y dónde están —“dónde” como ubi­
cación social, claro— las mujeres que forman parte del pro­
ceso global de comunicación a través de la palabra, esto es,
las que inventan cuentos, recitan, interpretan, cantan o guar­
dan memoria de los relatos orales?
A la escasa presencia de la literatura hecha por mujeres
se superpone la escasa representación de mujeres en los tex­
tos didácticos de literatura o crítica literaria, y la frecuente
asimilación de las pocas que lo hacen a los estándares y
reglas del juego convencional.
Por ejemplo, en una obra de cierta resonancia, que sirve
a muchos de sus lectores de verdadero “golpe de vista” ini-
ciático a la cultura española (P. E. Russell, Introducción a la
cultura hispánica, 1982), apenas aparece otra autora que
Santa Teresa. La preocupación fundamental del comentaris­
ta es su estilo, su lenguaje similar al oral del vulgo. ¿No se
parece extraordinariamente esta descripción del lenguaje te-
resiano al tipo de discurso “típicamente femenino” analiza­
do por Lakoff? ’. ¿Es casual la perspectiva o responde a una
“mirada ajena” estereotipada? ¿No hay otras “miradas” po­
sibles?
La literatura escrita por mujeres no siempre es, ni si­
quiera habitualmente, producida por mujeres. Aunque los
escritores sean el eslabón principal en la cadena de produc­
ción de obras literarias, éste es un proceso social muy com­
plejo y en la divulgación de la obra intervienen protectores,
patronos o padrinos2, editores, comités de selección, pu­
blicistas, críticos, traductores, adaptadores, ilustradores,
antologistas, jurados de concesión de premios, reeditores,
estudiosos, comentaristas positivos o desacreditadores, etc.
Como promueve Escarpit3, una sociología de la literatura
no puede dejar de reflexionar, y de apoyar empíricamente
sus afirmaciones, sobre el modo diferencial en que se reali­
za la difusión de la obra de hombres y mujeres, sobre el
valor social añadido que la identidad genérica del autor le
proporciona.
Una anécdota bien conocida en España es la de Con­
cepción Arenal, quien escribía de hecho los artículos que
firmaba su marido. Al fallecer éste, su editorial no quiso
seguir admitiéndolos, y sólo después de muchas súplicas
por parte de la autora llegaron a un acuerdo, que rebajó su
precio a la mitad. Pero tal vez en el siglo y medio que dista
de este hecho, las condiciones sociales hayan variado sensi­
blemente.

1Robin Lakoff, El lenguaje y el lugar de la mujer, Barcelona, Hacer,


1981. Violeta Demonte, “Mujer y lenguaje”, en Durán (ed.), Liberación
y utopia, Madrid, Akal, 1982.
2 Levin L. Schucking, El gusto literario, México, Fondo de Cultura
Económica, 1978.
3 Roger Escarpit, Sociología de la Literatura, Barcelona, Oikos-tau,
1971.
1.2. Heroínas y antiheroínas

En cuanto a la literatura sobre mujeres, la aproximación


es aparentemente más fácil, porque no requiere un trabajo
empírico de desvelamiento del autor o al menos no lo re­
quiere con la misma intensidad que en la perspectiva ante­
rior. Salvo raras excepciones, las obras literarias están in­
mediatamente disponibles para su análisis, y, a diferencia de
lo que ocurre en campos como la economía o la historia, en
la literatura son muy frecuentes los “documentos” en los que
aparecen mujeres o en los que son mujeres las protagonistas.
Pero ¿en qué consiste el análisis sociológico de la literatura?,
¿basta con asumir como objeto de estudio los textos aisla­
dos, como si fueran piezas independientes del resto de la
obra del autor y de sus contemporáneos?, ¿no habrá que bus­
car algún tipo de conexión entre las condiciones sociales de
la época y el propio medio del escritor y sus lectores?
En el fondo de esta duda late el problema de si estamos
utilizando la sociología para mejor entender la literatura o
si la literatura proporciona los elementos, la información
literaria para el conocimiento sociológico: de si la literatura
es invención hasta cuando pretende realismo o, por el con­
trario, no puede escapar a su condición especular ni cuan­
do trata de ser fantástica y calculadora. De hecho, los mate­
riales literarios son una fiiente permanente para estudiosos
de otras disciplinas, y con ellos se ha tratado de suplir en
muchas
• r A
ocasiones la ausencia de otras fuentes de informa-
cioir.

4 Buena prueba de este “recurso de la literatura” es que los materiales


literarios han sido la fuente principal de información en alguna ponencia
en todas las sesiones anteriores organizadas por el Seminario de Estudios
de la Mujer de la Universidad Autónoma de Madrid: entre ellas, en las
varias sesiones sobre Historia (Antigua, Medieval, Moderna), “La ima­
gen de la mujer en el arte español”, “Al Andalus”, “El uso del espacio en
la vida cotidiana”, “Economía”, “Biología y Medicina”, “Los sistemas
No parece que una simple enumeración de personajes
femeninos en una obra literaria ayude a comprender la posi­
ción social de las mujeres en la sociedad y el periodo en los
que el autor la concibió; pero a medida que la enumeración
se enriquece con la apreciación de rasgos sociales y psicoló­
gicos de los personajes, las relaciones entre ellos, la valora­
ción implícita o explícita que el autor hace de estas criaturas
suyas, el grado de protagonismo en la obra, el contenido y
aspectos formales del discurso del personaje, etc., la posibi­
lidad de servir como material para la investigación socioló­
gica se hace mayor.
Cuando el análisis se vuelve comparativo y enfrenta
constelaciones de personajes en la obra de un mismo autor
(“sus” hombres, “sus” mujeres) o de varios autores coetáneos,
o cuando estudia las variaciones de personajes que, arran­
cando de narraciones míticas o importadas desde culturas
foráneas, reaparecen bajo distintas manifestaciones en escri­
tos sucesivos hasta convertirse en “tipos”5, la indagación es
simultáneamente literaria y sociológica6. La frontera con
otras disciplinas puede ser también muy tenue, y es extensa
la lista de estudios sobre la mujer en obras de psicología (el
“carácter” de los personajes, los arquetipos, prejuicios, etc.)7,

de reproducción ideológica” y “El papel de las mujeres en la fusión de


culturas en Iberoamérica”.
5 Carmen Naranjo, Mitos culturales de la mujer, y A. R. Domenella,
D. Morán y E. Negrin, “Imágenes de la mujer en la narrativa mexicana
contemporánea”, en C. Naranjo (ed.), La mujer y el desarrollo. La mujer
y la cultura. Antología, México, UNICEF. SEP-DIANA, 1981.
6 A título de ejemplo, La perfecta casada de Fray Luis de León es un
texto literario/moral/económico/sociológico. A. M. Rocheblave basa su
libro sobre “lo masculino y lo femenino en la sociedad contemporánea”
en la utilización de adjetivos para describir conductas femeninas o mascu­
linas, y yo he utilizado esta misma técnica en España en un estudio iné­
dito.
7Los estudios sobre “caracteres” de personajes son numerosísimos, y
podemos citar entre otros: Marie La Franque, “Encuentro y coexistencia
de dos sociedades en el Siglo de Oro: La Gitanilla de Miguel de Cer­
de historia, de historia de la medicina, de psiquiatría8, de
moral9, de economía10, etc., realizados sobre textos literarios
o de usos del lenguaje.

1.3. Lectores, oyentes y espectadores

Las mujeres lectoras de literatura son, como ya señalá­


bamos antes, mucho más escasas que las receptoras de otras
expresiones de la palabra". Entre las mujeres de medios ur­
banos semidesarrollados actuales, se recibe la palabra habla­
da a través de la radio, y la palabra/imagen de la televisión y
el cine en toda su variada gama de formas; en otros medios
sociales, la palabra se recibe principalmente a través de otros
tipos de comunicación verbal, tales como las canciones, los

vantes”, Actas del V Congreso Internacional de Hispanistas, vol. II, pá­


ginas 549-561.
8 Sobre aspectos psicopatológicos, podemos ver: Lucio Personneaux,
“La búsqueda de la madre en La Familia de Pascual Duarte de Camilo
José Cela”, Actas del VI Congreso Internacional de Hispanistas, Toron-
to, 1980, págs. 569-570. Albert Bensoussan, “Camilo José Cela y el in­
cesto: Mister Caldwell habla con su hijo ", Actas del V Congreso Inter­
nacional de Hispanistas, vol. I, págs. 179-183.
9 Sobre aspectos éticos y morales, la lista es inacabable. Aquí sólo
citamos algunos textos: M. Barat, “La mujer y la moral en las cantigas”,
Historia 16, núm. 29, Madrid, septiembre 1978, págs. 117-127. Bruno
Damiani, "La lozana andaluza. Tradición literaria y sentido moral”, Ac­
tas del III Congreso Internacional de Hispanistas, México, 1970, pági­
nas 241-249. Robert Krisner, “La ironía del bien en Misericordia”, Ac­
tas del III Congreso Internacional de Hispanistas, México, 1970, pági­
nas 495-501.
10 Sobre aspectos jurídico-económicos, a título de ejemplo: Henri
Ziomek, “El mayorazgo y el dote en el teatro de Lope de Vega”, Actas
del IV Congreso Internacional de Hispanistas, Salamanca, 1982, vol. II,
págs. 865-875.
11 Margit Frenk, “Lectores y oidores. La diñisión oral de la literatura
en el Siglo de Oro”, Actas del VII Congreso Internacional de Hispanis­
tas, Roma, Bulzoni, 1982, vol. I, págs. 101-123.
cuentos o las prédicas religiosas, aunque esta afirmación es
igualmente válida para los hombres de muchos estratos so­
ciales, tal vez incluso para la mayoría de los hombres de la
España de fines del siglo X X .
¿Quiénes son, pues, las mujeres que leen literatura, y
qué tipo de literatura leen? ¿Es literatura elegida individual­
mente u obligada por el sistema educativo? ¿Cómo, para
qué, cuándo, se dedican a esta actividad? ¿Por qué leen, es­
cuchan la radio o ven cine y televisión?
Sabemos poco sobre estas cuestiones, aunque ya hay al­
gunos estudios empíricos sobre ello en España. Instituciones
como las bibliotecas de préstamo o innovaciones comercia­
les como la publicación de libros por fascículos o la creación
del Círculo de Lectores con un sistema de ventas a plazos
pueden contribuir a la creación de una demanda literaria o a
la generalización de un gusto literario específico12. La rela­
ción precio/salario de los aparatos de radio y televisión ha
sido más importante en la configuración de la audiencia que
el propio contenido de las emisiones. Lo que es innegable es
que cuando un objeto literario se consume masivamente, y
obtiene un éxito extraordinario, tanto el texto en sí como su
proceso de producción y consumo social merecen un cuida­
doso análisis sociológico.

II. P o d e r y r ie s g o d e l a c o n s c ie n c ia

José María Valverde, refiriéndose a Barthes (“el gran


virtuoso de ese nuevo instrumento que cabe llamar el grafó-
grafo: escribir sobre el escribir...”), dice que la mayor ame­
naza actual para el escritor se llama la autoconsciencia. Esta
visión de la autoconsciencia como un proceso inicialmente
fascinante, embriagador, que a la larga termina disolviendo

12 Amold Hauser, Historia social de la literatura y del arte, 17.a ed.,


Barcelona, Guadarrama, 1982, págs. 141 y ss.
la figura del creador ante sí mismo, corroyendo su palabra y
haciéndole extraño ante su propia voz13, es inquietante por­
que resulta convincente.
Pero no es sólo el escritor quien se arriesga a la paraliza­
ción por exceso de autoconsciencia; para el científico tam­
bién puede ser fatal el ensimismamiento en problemas meto­
dológicos, y los políticos y activistas sociales detraen una
parte preciosa de su tiempo en el análisis de la situación de
la que parten y a la que quieren llegar. Llevados más allá del
punto feliz de equilibrio, ni los unos crean, ni los otros
aprenden, ni se pone manos a la obra para la construcción de
nuevas formas sociales.
Sin embargo, aun con ser real el riesgo del exceso de
autoconsciencia, es más frecuente y grave el desequilibrio
de signo contrario, y entre los políticos o activistas sociales
las consecuencias de la no-reflexión sobre sí mismos y sobre
las condiciones en que se desarrolla su acción pueden ser
muy graves. Un movimiento social como el de la igualdad
para las mujeres no conseguirá generar una conciencia co­
lectiva sino tras muchas horas de reflexión acumuladas, y
esta búsqueda de la consciencia tiene que extenderse a todas
las manifestaciones de la vida social. La literatura, que es al
mismo tiempo lenguaje, objeto, tradición, juego y placer
estético, no puede quedar al margen de esta nueva mirada
con la que se escudriña el mundo. La consciencia ilumina lo
invisible, y al desvelarlo lo hace real.

III. Lo G E N E R A L Y L O C O L E C T IV O

Al interés por la sociología de lo cotidiano puede llegar­


se de modos muy diferentes, y en nuestro caso es una conse­
cuencia directa de los problemas que plantea la investigación

13 José M.a Valverde, La literatura, Barcelona, Montesinos, 1982,


pág. 115.
sobre la mujer desde las disciplinas o perspectivas más con­
vencionales.
Como las mujeres —aún más que el común de los varo­
nes— ni detentan coronas ni conducen guerras, pasan inad­
vertidas a la mirada de los historiadores. Como están exclui­
das —o lo han estado— de las cámaras legislativas, de los
tribunales y de los gobiernos, tampoco interesan a los juris­
tas y la ley no se hace ni aplica desde ellas sino sobre ellas.
Como tampoco acceden a la palabra escrita —o muy pocas
lo hacen—, su obra no existe para los lingüistas o filólogos,
y los economistas desdeñan ocuparse de otras relaciones
económicas que las mercantiles o las que tienen al Estado
como gerente. Dicho de otro modo, las mujeres no partici­
pan en la creación de ideologías, pero son objeto y receptor
pasivo para todas ellas.
A partir de estas condiciones, si la investigación tradi­
cional —en objeto y método— se aplica a las mujeres, no
puede encontrar otra cosa que ausencias. Ausencias en la
Historia, en la Lengua, en la Economía, en el Derecho. Una
larguísima e inacabable ausencia, de la que sólo se puede
salir acotando nuevos ámbitos de estudio y rescatándolos
para la dignidad del objeto de atención y recuerdo. Ese
ámbito de vida social que no deja memoria singularizada,
que se funde día tras día hasta alcanzar la fascinante condi­
ción de millonariamente repetido y al mismo tiempo imper­
ceptible, es la vida cotidiana. En este ámbito, en esta cotidia­
nidad es donde las mujeres, por adscripción social, están ins­
taladas: donde viven a diario su vida de diario, dejando
escasa memoria de su vivir personal y colectivo.
No hay texto español de la última década dedicado a la
vida cotidiana que no tome como referencia la Sociología de
la vida cotidiana de Agnes Heller. Como cuenta en su pró­
logo a la edición castellana (1977), Heller recibió dos tipos
de impulsos para la concepción de la obra. Entre los positi­
vos, el principal fue el de Lukács, porque para él el pensa­
miento cotidiano “representa la fuente primitiva del pen­
samiento —es decir, del comportamiento— estético y cien­
tífico”. Entre los impulsos negativos, Hegel y Heidegger.
“Hegel se convirtió en la figura decisiva porque en él la vida
cotidiana queda por principio fuera de la filosofía... el hom­
bre particular sólo cuenta, únicamente puede ser tema filo­
sófico en Hegel en la medida en que es portador del espíritu
universal y, con ello, una personalidad histórico-universal.”
“En el caso de Heidegger, el planteamiento de la polémica
fue distinto..., ya que colocó la vida cotidiana y su análisis en
el centro de la filosofía... Pero Heidegger describe la vida
cotidiana como una vida enajenada por principio... sin otra
salida para el individuo que la elección del ser para la muer­
te como ser auténtico”14.
A partir de estos polos de referencia de tan opuesto sig­
no, Heller quiso construir una teoría de la vida cotidiana
centrada en la personalidad individual —rica, racional,
plural y libre a pesar de todo y de los “todos”— que tomara
por escenario, aunque no por protagonista, lo que ella llama
“la estructura de las objetivaciones”, constituida en su pri­
mer nivel por el lenguaje, el sistema de hábitos y el uso de
objetos.
De lo que se trata no es de la relación entre lo común y
lo extraordinario, sino entre lo general y lo particular, entre
el mundo y el hombre singular. Y cuando decimos del hom­
bre, usando sus propias palabras, queremos resaltar que en
las largas y apretadas páginas de la obra de Heller aparece
citado este término más de un millar de veces, pero no hay
un solo epígrafe dedicado a deslindar la “singularidad” de
las mujeres en la vida cotidiana respecto a la general situa­
ción de lo “humano”. ¿Es que no hay diferencia alguna?, ¿es
que es indistinguible el modo en que unos y otros construyen
socialmente su personalidad o se mueven en el objetivado
mundo del lenguaje, los hábitos y los objetos?
Para Heller, la vida cotidiana es “el conjunto de activi­

14 Agnes Heller, Sociología de la vida cotidiana, Barcelona, Penínsu­


la, 1977, pág. 5 (l.'ed. en húngaro, 1970).
dades que caracterizan la reproducción de los hombres par­
ticulares, los cuales, a su vez, crean la posibilidad de la re­
producción social”15. Sin embargo, sólo algunas líneas des­
perdigadas aquí y allá se refieren en esta obra al cuidado de
los hijos o a la relación mujer/hombre. El trabajo domés­
tico y el control reproductivo quedan al margen de este
conjunto analítico de reflexiones en las que el trabajo y la
política ocupan capítulos enteros. ¿Qué cotidianidad tan
parcial es esta que se ofrece a los ojos de la autora de So­
ciología de la vida cotidiana?, ¿qué particularidad de parti­
cularidades es la de las mujeres que ni siquiera en una obra
como ésta pueden recabar el protagonismo de la atención,
de la antropo/logía (¿coincidencia de nombre o señal de avi­
so?) crítica con que Heller mira el mundo de las relaciones
sociales?
Una vez asumido que este tipo de sociología de la vida
cotidiana no nos conduce a la reflexión explícita sobre el
tema que nos ocupa, queda por decidir si a pesar de todo vale
la pena seguir adoptándola como marco de referencia. ¿Qué
hay, en el trabajo de Heller, que le confiere atractivo y méri­
to propio, por encima —aunque no al margen— de las con­
sideraciones sobre su posición política y sus relaciones de
heterodoxia/disidencia de partido?
Una de las dificultades que lleva aparejada la obra de los
autores críticos, sea cual sea su tipo de criticismo, es la per­
manente superposición (que ellos quieren explícita y eviden­
te) del plano analítico y del plano valorativo. Es la preten­
sión de decirlo todo en todo momento lo que conduce a una
cierta recarga, a un cansancio por la acumulación de proce­
sos en lectura. En Heller, especialmente en la primera parte
de esta obra, esa densidad es patente; por otra parte, muchos
de los temas que plantea, por ejemplo la socialidad, han sido
tratados con mayor extensión y no menos hondura desde la
psicología social, por ejemplo por Berger y Luckman, y ca­

15 Op. cit., pág. 19.


recen de la belleza literaria con que otros antropólogos se
han ocupado de la vida cotidiana, como Mircea Eliade a pro­
pósito del tiempo y del espacio.
Si Heller ha logrado convertirse en punto obligado de
mira se debe en gran parte a ese criticismo que comentamos,
cuyas consecuencias se perciben, aunque a partir de otros
supuestos, en la obra de tantas mujeres cuyos análisis con­
tienen simultáneamente mensajes de denuncia y aportacio­
nes “académicas”. Bajo el fárrago de su léxico reiterativo se
manifiesta el talante subterráneo, la vitalidad del palpitar
utópico, que concede a su obra una calidez y proximidad
difícil de hallar en otros estudiosos. En su tesonero intento y,
al menos, parcialmente victorioso, por reencontrar a la per­
sona bajo los condicionantes políticos y económicos estruc­
turales, es probablemente donde radica su atractivo.

IV G r a f f i t i , n o v e l o n e s y l it e r a t u r a c u l t a

Si resulta difícil de acotar el campo de la vida cotidiana,


no lo es menos el de la literatura. A diferencia de otros pro­
ductos sociales, la literatura no reclama pretensiones de
“universalidad” y la mayor parte de las obras literarias sólo
pretenden ser creaciones particulares de sujetos particulares
para consumidores particulares, por lo que se inscriben en la
cotidianidad. Pero para nuestros propósitos no es sólo el tex­
to escrito lo que interesa, y menos aún el texto escrito culto.
Ni siquiera podemos —o deberíamos— conformamos con
el límite de la palabra: aunque ésta sea el núcleo central de la
literatura, son pocas las mujeres que acceden a la escritura y
mayoría las que se quedan en la palabra hablada y sus mati­
ces del tono y el gesto. La comunicación de las mujeres rara
vez se objetiviza a través de documentos o textos, pero nadie
desconoce la maestría con que utilizan los mecanismos “pri­
vados” de comunicación y la eficacia con que asumen en
casi todas las sociedades el papel de transmisoras del len­
guaje y de los hábitos y usos de objetos en la vida cotidiana.
Para ello se sirven de acompañamientos que refuerzan,
debilitan o incluso invierten el sentido estricto de la palabra:
es el apoyo de la burla, de la mímica, del canto, de la sonri­
sa, del grito, del lloro... y, sobre todo, del silencio. Silencio
de prohibición, de desafío, de acatamiento, de fervor. Todos
estos elementos enriquecen su comunicación, pero en el
ámbito privado, particular: raramente se puede “transportar”
o “retener” el silencio, y esta rica comunicación no puede
trasplantarse, salvo en casos excepcionales, al ámbito pú­
blico y al “objeto” escrito.
En cualquier caso, los graffiti, las canciones, las prédi­
cas16, los eslóganes publicitarios, las cartas17, la novela rosa,
el cómic, las revistas del corazón y la radio/tele/novela son
medios de comunicación (¿literarios?) utilizados por las
mujeres, en cuanto receptoras del contenido, con mucha
mayor frecuencia que la literatura en su sentido restringido:
y en opinión de Amorós, pronto se incorporarán las “subli-
teraturas” como tema de estudio en los cursos universita­
rios18 españoles, como ya ha sucedido en otros medios uni­
versitarios.
De modo que una sociología de la literatura, si pretende
ser crítica y está motivada, como en este caso, por una refle­
xión sobre el sentido y significado de la vida cotidiana de las
mujeres, tendrá por objeto un campo muy amplio e impreci­
so que sólo a fuerza de trabajo acumulado irá trazando sus
fronteras convencionales. Sus límites con la sociología del

16 Valentina Fernández Vargas, “El pulpito como medio de comuni­


cación de masas”, Revista Internacional de Sociología, núm. 29, 1979,
págs. 105-116.
17 Vid. Izvetan Torodov, Littérature et signification, París, Librairie
Larousse, 1967. Es una tesis doctoral sobre las cartas de Les Liasons
Dangereuses. En Portugal, Ana de Vicente ha publicado recientemente
un análisis de las cartas recibidas en un consultorio femenino, bajo el
título de Mulheres em discurso, Lisboa, Imprensa Nacional Casa da
Moeda, 1986.
18 Andrés Amorós, Subliteratura, Barcelona, Ariel, 1974, pág. 10.
Vid. asimismo Sociología de una novela rosa, Madrid, Taurus, 1968.
lenguaje serán, a buen seguro, difíciles de estimar y difícil
será también la simple definición del objeto/lenguaje o de
sus aspectos dignos de estudio. De los muchos problemas
interesantes que plantea la sociología del lenguaje desde la
perspectiva de las mujeres, apuntaremos algunos sobre los
que esperamos promover investigación a corto plazo:
1) La estructura del lenguaje, y el lugar que en ella co­
rresponde a la formación de los géneros (los feme­
ninos, los masculinos, los neutros) y las reglas de
conversión en plural y en los impersonales19.
2) El léxico de los idiomas españoles: la asociación de
ideas contenida en cada vocablo y su vínculo con la
definición y valoración de las relaciones entre hom­
bres y mujeres20.
3) El habla, o uso diferencial del lenguaje (escrito, ha­
blado) por hombres y mujeres y el modo en que los
unos/unas se expresan para referirse a las otras/
otros21.
4) Las influencias entre lenguas y el papel de las muje­
res en su transmisión, jerarquización o especializa-
ción funcional: lenguas españolas (castellano y
otras lenguas de España) y lenguas no españolas (de
otros países, hispanohablantes o no)22.

19 Vid. Alvaro García Meseguer, “Lenguaje y discriminación sexual”,


Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1977; y Violeta Demonte, “Len­
guaje y sexo. Notas sobre lingüística, ideología y papeles sociales”, en
Durán (ed.), Liberación y utopía, Madrid, Akal, 1982.
20 A título ilustrativo, vid. Jacques De Bruhne, “Hacia una definición
de ‘guapetona’”, Actas del Vil Congreso Internacional de Hispanistas,
Gante, Rijksuniversiteit, págs. 345-353.
21 A título ilustrativo, vid. Robert Russel, “De Fortunata y su habla”,
Actas del IV Congreso Internacional de Hispanistas, Universidad de
Salamanca, 1982, vol. II, págs. 543-553.
22 M.a Jesús Buxo, Antología de la mujer. Cognición, lengua e ideo­
logía, cultura, Barcelona, Promoción Cultural S. A., 1978.
V. La b ú s q u e d a d e c o r r e s p o n d e n c ia s : m u je r e s,
M IS Ó G IN O S Y F E M IN IS T A S E N L A L IT E R A T U R A E S P A Ñ O L A

Cuando dos palabras se engarzan con una “y”, adivina­


mos muy poco sobre la relación que las une. En todo caso,
vida cotidiana y literatura pueden ser descritas meramente
como dominios colindantes, y la “y” es sólo una puerta
abierta que las comunica a condición de abandonar uno para
entrar en el otro: se habla de vida cotidiana y se habla de lite­
ratura, pero de la una primero y de la otra después. O, por el
contrario, la “y” puede apuntar a la superposición, a la
correspondencia o reflejo: la literatura refleja la vida coti­
diana, la vida cotidiana se mira en el espejo de la literatura.
¿O, tal vez, queremos indicar una relación de causalidad o
provocación sin hacer otra cosa que esbozarla, para mante­
ner implícito y no manifiesto el sentido, la dirección y la
fuerza de esa sugerida influencia? ¿Se trata de la influencia
—avasalladora o leve, simultánea o sucesiva— de la literatu­
ra sobre la vida cotidiana, o de la vida cotidiana sobre la
literatura?
La “y” de pura yuxtaposición no presentaría problemas,
pero resulta poco atractiva. A la inversa, la “y” como corres­
pondencia o como causalidad implica infinidad de proble­
mas, posiblemente sin solución unánimemente aceptada,
pero promete una indagación muy atrayente. En tanto que la
laxitud de una “y” de yuxtaposición no obliga a definir con
exactitud los límites del objeto estudiado —la literatura, la
vida cotidiana—, cualquier intento de lanzarse a la búsque­
da de correspondencias o causalidades tiene que empezar
definiendo con absoluta claridad aquello cuya correspon­
dencia se presupone. No sólo hay que precisar lo que se
entiende por literatura (si son los textos, ¿qué textos?; si son
los autores, ¿qué autores?) y por no-literatura, sino que hay
que justificar la variación de acotaciones entre estudiosos de
orientación diferente, y hay que precisar los aspectos de la
literatura que se seleccionan para medir la corresponden­
cia: ¿textos?, ¿estilos?, ¿personajes?, ¿lenguaje?, ¿ideolo­
gía? ¿Tratamos de estudiar a las mujeres o a los que escri­
bieron sobre las mujeres desde las fobias y las filias?
El problema es aún más difícil cuando el ensayo de aná­
lisis estructural se aplica al estudio de obras anónimas, como
el romancero, o los cuentos populares, con múltiples varia­
ciones locales o transformaciones a través del tiempo23.
Para muchos sociólogos de orientación estructuralista, el
análisis no es completo si no se establecen las corresponden­
cias entre la sociedad que produce la obra literaria (definida
a su vez básicamente por el tipo de relación entre las fuerzas
productivas) y el propio texto o conjunto de textos. No hay
duda de que la pretensión es sugestiva, atrayente por la per­
fección del diseño de simétrica geometría de influencias,
pero resulta dudoso que en muchos casos el investigador
pueda ofrecer un apoyo realmente concluyente, demostrativo
a sus interpretaciones. ¿Respeto a qué aspectos del texto
(personaje, estilo, léxico, acciones, etc.) se establece la co­
rrespondencia?, ¿y cómo se establecerá la correspondencia
con la sociedad sin disponer previamente de un “modelo” de
esta misma sociedad para no caer en las explicaciones del
tipo ex post facto?
Tampoco puede olvidarse la dimensión política del tex­
to, ni el destino que quiso darle el autor. En un bello ensayo
de Barthes sobre la Madre Coraje de Brecht, la conexión
entre autor, heroína y público se establece con nitidez, así
como su evidente propósito de que el espectáculo transfor­
me la inconsciencia en consciencia ¿No puede trazarse un
paralelismo, por ejemplo, con la Misericordia de Galdós?
¿No es también un espectáculo de inconsciencia elegido
para combatirla? ¿No es un texto en el que se pide indirecta­

23 Vid. Manuel Gutiérrez Estevez, El incesto en el romancero popular


hispánico. Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid, Servicio
reprográfico, 1981, 3 vols., basado en los romances de “Blanca Flor y
Filomena”, “Delgadina”, “Silvana” y “Tamar”. Se estudian las variacio­
nes narrativas, la estructura del lenguaje, los símbolos y el sentido.
mente la participación activa del lector, su recreación de lo
que lee?

Madre Coraje es ciega... soporta sin comprender;


para ella, la guerra es una fatalidad indiscutible.
Para ella, pero no para nosotros: porque nosotros
vemos que Madre Coraje es ciega, nosotros vemos lo
que ella no ve... Así el teatro opera en nosotros, especta­
dores, un desdoblamiento decisivo; somos a la vez
Madre Coraje y los que la explican...; para Brecht la
escena cuenta, la sala juzga: la escena es épica, la sala es
trágica24.

El análisis deviene más complejo cuanto mayores son la


heterogeneidad, la innovación y el cambio en la producción
y gustos literarios. Las sociedades no son homogéneas, y la
producción literaria, tampoco, y coexisten en una misma
época y cultura restos de culturas anteriores y anticipaciones
de corrientes futuras. En la literatura española es importante
la influencia inter/cultural, tanto respeto a las culturas origi­
nales en la Península (cristiana, árabe, judía, etc.) y otras cul­
turas europeas, como respecto a las culturas colonizadas.
¿De qué modo se resolvió en España, por ejemplo, la tensión
entre la literatura misógina de los predicadores y el hecho
incontrovertible de la devoción mañana? ¿Cómo ha resuelto
la literatura en lengua española la tensión entre los varios
modelos femeninos peninsulares y los múltiples modelos
femeninos no peninsulares? Resulta difícil de aceptar un
análisis como el de Boxer sobre este tema25, de tanta reper­

24 Roland Barthes, “La ceguera de Madre Coraje”, en Ensayos críti­


cos, Barcelona, Seix Barral, 1967, pág. 58. Vid., en el mismo volumen,
“Sobre la Madre Coraje de Brecht”, págs. 173-176.
25 C. R. Boxer, Mary and Misogyny. Women in Iberian expansión
overseas 1415-1815. Some facts, fancies and personalities, Worcester,
Trinity Press, 1975. Boxer aporta muchas referencias literarias, religio­
sas y de documentos públicos y privados; pero desde luego no puede
aceptarse —porque significa no “entender” la época— que meta en el
cusión entre estudiosos extranjeros de la cultura española, y
sólo la explícita declaración del autor de que no pretende
otra cosa que aportar algunos datos y curiosidades, limita las
críticas de frivolidad que podrían dirigírsele.
La medición presenta dificultades específicas: entre la
simple sugerencia de correspondencias y su demostración
estadística o experimental, la gama de gradaciones es inaca­
bable. En cualquier caso, la correspondencia entre vida coti­
diana y literatura no tiene por qué ser, irremediablemente, de
una a otra, y ambas pueden —o puede que no— considerar­
se como reflejos o correspondencias de otro elemento más
fuerte que simultáneamente las origina: la estructura de cla­
ses, por poner un ejemplo de laiga tradición en la sociología
de la literatura, o la estructura patriarcal, que es el referente
básico en las relaciones entre hombres y mujeres.

mismo saco a Baltasar Gracián (sobre cuya misoginia ha preparado un


estudio reciente M. Teresa Cacho) y a Juan Luis Vives, a quien llama
“anti-feminine and misogynistic writer...” (pág. 99).
C a p ít u l o XI

La difícil relación con los Padres Fundadores

P r e s e n t a c ió n

Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua,


clásico es “el autor o la obra que se tiene por modelo digno
de imitación en cualquier literatura o arte”.
El problema con los clásicos —autores u obras— es que
suelen ser modelos en algunos aspectos, pero mucho menos
en otros. Resulta así que su lectura, magnífica para formarse
y aprender en los temas en que ellos brillaron, conlleva ine­
vitablemente el someterse a su influencia en temas en los
que preferiríamos no tenerlos en cuenta.
En todas las ciencias o disciplinas, los grandes nombres,
los de clásicos o fundadores, son de varones. No es raro
encontrar textos de historia de la ciencia (por ejemplo, de la
sociología) que se titulen exactamente así: Los padres fun­
dadores. O, dicho en inglés, como en la versión original de
T. Raison, The founding fathers o f Social Science. Entre los
fundadores de cualquiera de los sistemas de conocimientos
que dieron origen a las actuales Facultades Universitarias no
hubo una sola mujer, una “Madre Fundante” que equilibrase
tanto punto de vista masculino sobre el mundo, tanta reduc­
ción del ancho universo al punto de mira de unos pocos. El
peso de la perspectiva es menos evidente en las ciencias físi­
cas o químicas, pero es abrumador en las ciencias humanas:
en la Historia, la Lengua, el Arte, el Derecho, la Psicología,
la Economía, la Filosofía, y tantas otras.
El ejercicio de lectura de los clásicos es agridulce: por
una parte, leerlos resulta imprescindible, y grato. Por otra, no
pueden leerse sin defensas, con la guardia bajada, porque
cada dos por tres, en medio de los pasajes más atrayentes, se
deslizan juicios de valor despectivos, asimilaciones de su
circunstancia histórica a lo que consideran el orden natural
de las cosas. Por poner un ejemplo inmediato: ¿cómo podría
leer y asimilar una estudiante de Derecho de los años 60 o 70
aquella colección de códigos y leyes que seguía sustentán­
dose en la creencia básica de la “imbecilitas” femenina?
En las páginas que siguen he tratado de acercarme a dos
Padres Fundadores: el uno, de la biología y anatomía patoló­
gica; el otro, de la filosofía y sociología. Con don Santiago
Ramón y Cajal, que es de ciencias, tuve poco que ver mien­
tras anduve por las Facultades de Económicas, de Derecho o
de Sociología. (¿Por qué algunos personajes conservan los
tratamientos o títulos en el modo en que la gente los cita?)
Con él no hay puntos intermedios: o le llaman la retahila
completa y parece un regimiento, o le cortan el nombre por
la mitad dejándole reducido a Cajal, a secas. Cuando llegué
al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde
Humanidades y Ciencias Sociales constituyen menos del
diez por ciento de los investigadores, Cajal empezó a con­
vertirse en un nombre que escuchaba repetidamente. Del li­
bro suyo al que hago referencia, las Reglas y consejos sobre
investigación científica, se han hecho numerosas reedicio­
nes, y siguiendo el expreso deseo de su autor, para “repartir­
se de balde a los discípulos más aprovechados, si los alba-
ceaS no disponen otra cosá”. Como el lector o lectora verá,
las reglas y consejos de Cajal no sirven a “las discípulas más
aventajadas”, pues de hacerle caso lo más probable es que
abandonasen toda pretensión de dedicarse a la ciencia. Hay
que confiar en que, al menos en sus opiniones sociales, tam­
poco los discípulos de don Santiago le hayan hecho mucho
caso.
En cuanto a Ortega, fue el autor principal del curso
introductorio de Filosofía, en mi primer año de estudiante en
la Facultad de Ciencias Políticas. Luego, mucho más tarde,
tuve que volver sobre él, porque no puede avanzarse en el
pensamiento sin reconstruir las genealogías. Suficientemen­
te lejos como para no implicarme, suficientemente cerca
como para reconocer su influencia, Ortega es un “clásico”
perfecto para ejemplificar este desasosiego de la vuelta a los
orígenes. Volví a leerle como consecuencia de una invita­
ción, muy cordial por cierto, por parte de la Fundación que
lleva su nombre, para hablar sobre la visión orteguiana de las
mujeres. Más que un encuentro, la relectura y el análisis de
sus textos fue para mí un encontronazo. Para diluir lo que
pudiera interpretarse como una reacción personal, preferí
acompañarme con la visión de Ortega desde otros autores:
con un símil pictórico, presenté trabajos de copista, panegí­
ricos, aguafuertes.
Hubiera preferido que esta relectura me afectase lo me­
nos posible, que apenas me dejara huella. Sin embargo, des­
pués de aquel seminario de doctorado en la Fundación Orte­
ga, seguí dando vueltas al tema en lugar de aparcarlo: y el
desasosiego acabó transformándose en un texto escrito, que
forma parte de mi libro Mujeres y hombres en la formación
de la teoría sociológica (CIS, colección Academia, 1996),
del que este capítulo es una versión modificada.
Noto que desde que escribí este último texto, mis citas
de Ortega menudean. Lo tengo presente, ha vuelto a cobrar
vida como referencia. Ése es el riesgo de dialogar con los
grandes, que nos dejan huella de su influencia incluso cuan­
do pretendemos marcar distancias. Pero no me arrepiento de
haber mirado hacia atrás, y de haberle encontrado. Formaba
parte de mí, del pensamiento de mi generación, y más vale
que para bien y para mal sea consciente de ello.
1.1. Los científicos naturales y sus actitudes sociales

En España hay pocos premios Nobel, y menos aún en el


campo científico. Así que de los pocos que tenemos hace­
mos un uso intensivo y hasta podría decirse que abusivo. De
los logros de Santiago Ramón y Cajal como histólogo nada
hay que objetar, y todos nos alegramos de que su trabajo
contribuyera al avance de la ciencia y fuese reconocido en su
propio país e intemacionalmente. Lo que resulta chocante,
en cambio, es la falta de sentido crítico con la que se recibe
la parte de su obra en que expresa como buenamente puede
sus opiniones particulares de ciudadano. Si bien en su época
no desentonaron con lo que muchos pensaban, hoy parece­
rían ofensivas si no fuese porque resultan jocosas. La hagio­
grafía laica, que es una modalidad poco virulenta del culto a
la personalidad, ha hecho de Ramón y Cajal un modelo de
investigadores tan potente que su nombre sirve para bautizar
colegios y hospitales. Su efigie se repite en medallas y se
cita en discursos oficiales, al mismo tiempo que se reedita su
discurso de ingreso en la Academia, subtitulado Los tónicos
de la voluntad.
Para las mujeres investigadoras o docentes de hoy, las
ceremonias de “invocación” de Cajal resultan provocadoras:
sobre todo porque nadie, entre quienes tan elogiosamente
recuerdan sus palabras, hace la más mínima referencia a lo
que constituyó su ideario social y su modelo de familia. Si
en lugar de referirse a las mujeres hubiera expresado opinio­
nes similares sobre algún colectivo autonómico (por ejem­
plo, catalanes o manchegos) o sobre algún grupo religioso o
étnico, los invocantes tendrían sumo cuidado en desmarcar­
se o poner distancias, para evitar las quejas de la audiencia.
Y sin embargo, las mujeres son hoy mayoría entre quienes
acceden a las Facultades que se sienten sus herederas, a las
instituciones docentes e investigadoras e, incluso, a los ac-
tos públicos (centenarios, conmemoraciones, homenajes) en
que se le recuerda como prototipo y modelo.
Su discurso de ingreso en la Academia Española, que
tuvo lugar en 1897, se titulaba Reglas y consejos sobre inves­
tigación científica. En un epígrafe titulado “El investigador
y la familia” que ocupa diez páginas, Cajal expuso sus opi­
niones sobre las mujeres y el matrimonio. Son diez páginas
inefables, que no pueden pasar sin comentario bajo la cober­
tura del resto del texto. Con los padres fundadores tenemos
una deuda de gratitud y Cajal es sin duda uno de ellos: pero
hay que separar la parte de su pensamiento que sigue Viva y
la que más vale que olvidemos para buscar modelos en otra
parte. Esa pérdida de vigencia nos hace recordar el adagio
sic gloria transit mundi, cuya traducción aproximada puede
ser: “así se van las glorias de este mundo”, “no somos na­
die”, o “pronto en polvo nos convertiremos”.

1.2. Sobre “el celibato masculino y los abandonos


del libertinaje ”

Dice Cajal que la vida cenobítica resultaría para la ma­


yoría de los sabios un sacrificio intolerable: pero “si la mujer
es un mal, convengamos en que es un mal necesario” (pá­
gina 106). El sacrificio del investigador no debe llegar tan
lejos que prescinda de fundar una familia. Aunque difícil,
no es imposible que logre conjugar “con igual devoción sus
ideas y sus buenos instintos” (pág. 107), y por eso recomien­
da calurosamente el matrimonio, la compañía de una mujer
desde la juventud a la vejez: “Para el hombre de ciencia, el
concurso de la esposa es tan necesario en la juventud como
en la ancianidad. Como la mochila en el combate es la mu­
jer: sin ésta se lucha con desembarazo, pero ¿y al acabar?”
(pág. 108).
La situación del varón soltero, aunque se trate de uno de
esos investigadores que Cajal describe como sabios distraí­
dos, parece amenazada por un constante torbellino de pasio­
nes. “En varón robusto y normal, el celibato suele ser invita­
ción permanente a la vida irregular, cuando no a los abando­
nos del libertinaje. Y las ideas son flores de virtud que no
abren sus corolas o se marchitan rápidamente en el vaho de
la orgía. Por otra parte, el soltero vive en plena preocupación
sexual. En él la intriga galante interrumpe demasiado la mar­
cha de la intriga especulativa” (pág. 108).
Para calmar tales excesos, nada mejor que buscarle al
científico una compañera que además aportará benéficos
efectos de tipo social y político: “No hay más seguro medio
para despreocuparse de mujer, que satisfacerse de mujer.
Además, el hogar destierra del alma el egoísmo, ennoblece
el instinto sexual, genera altos anhelos sociales y fortalece el
patriotismo” (pág. 108).
No obstante, el matrimonio por sí solo no es suficiente
antídoto contra las turbulencias que amenazan al varón sol­
tero interesado en la ciencia. “¡Cuántas obras importantes
fueron interrumpidas por el egoísmo de la joven esposa!
¡Qué de vocaciones fhxstró la vanidad o el capricho juve­
nil!... Podríamos citar más de veinte jóvenes de gran capaci­
dad y excelente preparación cuya labor, apenas empezada,
naufragó con el matrimonio” (pág. 109).
Ante tantos riesgos, no es raro que los investigadores
coetáneos de Cajal se mostrasen remisos a contraer nupcias:
“por lo que le toca a la biología casi todos nuestros mejores
productores son celibatarios” (pág. 109).
Siendo el matrimonio un remedio comprobado para los
males del celibato, aunque no suficiente, hay que elegir con
sumo cuidado la futura consorte: una mujer conveniente,
“cuya mejor dote será la tierna obediencia y la plena y cor­
dial aceptación del ideal de vida del esposo”. No es, anima
Cajal, tan difícil como parece, sobre todo si se busca entre
las mujeres de la clase media.
Las mujeres con instrucción general sólida y variada
“constituyen especie muy rara en España... No es excepcio­
nal en las venturosas naciones del Norte... pero ese ave
fénix, la doctora seria y discreta... no se ha dignado todavía
aparecer en nuestro horizonte social” (págs. 110-111).
Hay, pues, según Cajal, que renunciar a tan grato tipo de
compañía; pero no es tan triste, porque “los pocos ejempla­
res de doctoras que hemos conocido en ateneos, laboratorios
y salones (salvo un par de excepciones) parecen empeñadas
en consolamos de su inaccesibilidad”.
No es muy explícito Cajal en este punto, aunque sí algo
malicioso; y resulta difícil averiguar si lo que insinúa es que
las doctoras que ha conocido son tan feas que le quitan las
ganas de acercarse a ellas, o que son tan cariñosas que no
sabe cómo quitárselas de encima.

1.4. “La mujer opulenta ”

A Cajal le parecería muy bien que “una heredera rica e


ilustre, abandonando los caprichos y vanidades del sexo,
consagrara su oro al servicio de la ciencia”. Pero lamenta
que, al igual que las buenas intelectuales, este tipo de mujer
sólo se cultive al norte de los Pirineos. ¡Qué lástima! Entre
las ricas hembras pueden reconocerse dos subespecies: aun­
que las dos son dañinas para la ciencia, una es mucho más
fastidiosa que otra. Las ricas de la primera subespecie son
las que, “víctimas de su incultura”, “paralizan las honradas
actividades del esposo” por el procedimiento de compade­
cerle en su duro trabajo, contraponiéndolo a la vida descan­
sada que podría disfrutar gracias a su patrimonio. La segun­
da especie de ricas, mucho más antipática, la forman quie­
nes “sin miramiento alguno echan en cara al infeliz consorte
su condición parásita e incapacidad financiera”... Y lo que
es peor aún, “le obligan a trabajar como bestia de carga a fin
de sufragar por entero el fausto de una vida tan llena de va­
riedad como vacía de ideales”, después de disipar su dote en
“adornos, alhajas, muebles lujosos y jiras a balnearios y pla­
yas de moda” (pág. 112).

1.5. “Las artistas y literatas ”

El implacable juicio de Cajal contra las mujeres consigna


su mayor cota de acidez a propósito de las artistas o literatas
profesionales. No les perdona su pertenencia a estas catego­
rías. “Salvo honrosas excepciones, tales hembras constituyen
perturbación o perenne ocasión de disgusto para el cultivador
de la ciencia. Desconsuela reconocer que, en cuanto goza de
un talento y cultura viriles, suele la mujer perder el encanto
de la modestia, adquiere aires de dómine y vive en perpetua
exhibición de primores y habilidades...” (pág! 113).
A fin de cuentas, las ricas se pagan su propios antojos:
pero las literatas no disponen de peculio y “pasean con igual
codicia sus miradas por los escaparates de alhajas y sombre­
ros y por las muestras de los libreros” (pág. 113).

1.6. “Las señoritas hacendosas y de buen carácter”

Como no podía ser menos, Cajal acaba remitiendo a sus


lectores al ideal que ya expuso Aristóteles dos mil cuatro­
cientos años antes, el mismo que Fray Luis de León alabó en
La perfecta casada. A diferencia de la de Fray Luis, la “per­
fecta casada” de Cajal no es labradora, sino consorte de fun­
cionario, y no gestiona tanto los bienes cuanto los servicios
que presta en el hogar de los esposos. Pero, salvando las pe­
queñas diferencias impuestas por los tres siglos que separan
una y otra obra, las afinidades son extraordinarias. La carac­
terización psicológica de este tipo de mujer merece un desa­
rrollo más extenso del que vamos a dedicarle ahora.
Al investigador que busque esposa no le queda “como
probable y apetecible compañera” más que “la señorita ha­
cendosa y económica, dotada de salud física y mental, ador­
nada de optimismo y buen carácter, con instrucción bastante
para comprender y alentar al esposo, con la pasión necesaria
para creer en él y soñar con la hora del triunfo” (pág. 113).
Esta perla escondida puede hallarse si se busca bien:
“por fortuna, ese tipo delicioso de mujer no es raro en nues­
tra clase media... El toque está en conquistarla para la obra
común, en constituirse en su director espiritual, en modelar
su carácter, plegándolo a las exigencias de una vida seria... y
de hacer de ella un órgano mental complementario, absorbi­
do en lo pequeño (si pequeñez puede llamarse al gobierno
del hogar y la educación de los hijos) para que el esposo,
libre de inquietudes, pueda ocuparse en lo grande, esto es, en
la germinación y crianza de sus queridos descubrimientos y
de sus especulaciones científicas” (pág. 114).
Cien años después de la publicación de este libro, las
mujeres son mayoría entre los estudiantes de Biología. ¿Qué
modelo de compañero les habría recomendado hoy Cajal?
¿Seguiría instruyendo a los investigadores varones en las
mismas teorías y taxonomías sociales, y los animaría a reali­
zar matrimonios convenientes, en los que la esposa ofrezca,
además de su trabajo, una tierna obediencia?
Si Ramón y Cajal pudiera volver a escribir hoy sus Re­
glas y consejos, encontraría que los modelos de colabora­
ción intelectual y científica entre mujeres y hombres (o, más
bien, por respetar sus palabras, entre un varón y su esposa)
que en su época estaban limitados a las “venturosas naciones
del Norte”, son hoy bastante frecuentes en España. Todavía
no ha habido ninguna mujer dirigiendo el Consejo Superior
de Investigaciones Científicas, pero ya hay algún Instituto de
ciencias dirigido por una investigadora y, en un orden jerár­
quico superior al del Consejo, ya ha habido una mujer diri­
giendo el Ministerio de Investigación y Ciencia. Parafra­
seando a Aristóteles podríamos decir que el siglo XX trajo a
la ciencia española, por primera vez (antes hubo ilustrísimas
excepciones), un modelo generalizado de mujeres que no
son “opulentas”, ni “artistas”, ni “señoritas educadas y ha­
cendosas”, sino que llevan la investigación y el deseo de sa­
ber como parte esencial de sí mismas y de esa “perfección
o acabamiento de las cosas” a la que Aristóteles llamaba
naturaleza.
¿Aceptaría don Santiago Ramón y Cajal de buen grado
estos cambios e incluso colaboraría personalmente para im­
pulsarlos?
Nunca podremos saberlo, pero el juego de las adivinan­
zas es gratuito y al alcance de todos.

II. O r t e g a y l a s m u je r e s

II. 1. Reflexiones con el trasfondo de El eco, de Delvaux

En un libro importante sobre Ortega, Cerezo Galán se­


ñala el momento, después de la guerra civil, en que Ortega
dejó de ser un intelectual, un intérprete de su mundo, para
“reducirse al mero papel de profesional de la filosofía”1. La
mayor parte de las mujeres apenas hemos llegado todavía a
conquistar el papel de profesionales (de buenas profesoras,
incluso de investigadoras excelentes). Por eso no nos atreve­
mos a dar un paso más lejos y asumir el papel de evaluado­
ras e intérpretes de la obra intelectual y de los hechos socia­
les que vivimos. El acontecimiento que con más frecuencia
nos lanza a asumir este papel es el del rechazo ético, el pro­
fundo sentido de la injusticia que subyace en la apariencia
neutra del pensamiento científico. No es cortedad intelec­
tual, sino pasión de conocer y de vivir lo que nos mueve a re­
pensar los temas de mujeres, porque son la muestra más
inmediata y flagrante de la incapacidad del pensamiento.

1 P. Cerezo Galán, La voluntad de aventura. Aproximamiento crítico


al pensamiento de Ortega y Gasset, Barcelona, Ariel, 1984.
Otro para representamos y adoptar nuestra perspectiva2.
Bammer ha mostrado muy bien el componente utópico en
los movimientos de mujeres en los años 60 y 70 de los que
se alimenta ética y políticamente la producción posterior
nacida de los estudios de mujeres: no es por casualidad que
el primer libro publicado en España sobre la mujer y la cien­
cia se titulase precisamente Liberación y utopía7’.
Si se me permite la licencia —que Ortega tanto usó— de
poner un cuadro como telón de fondo a mis reflexiones, yo
diría que El eco de Paul Delvaux es buena síntesis plástica
del modo como el propio Ortega cree y piensa las mujeres:
desnudadas de cultura, repetidas hasta el infinito, sin nacer
de sí mismas sino de la mirada del otro, ajustadas a una pers­
pectiva que no marcan ellas sino el espectador. A diferencia
del gesto de contentamiento y felicidad que Ortega les supo­
ne en su papel natural e histórico, mejor encajaría, a juzgar
por la rapidez con que han abandonado sus ámbitos tradicio­
nales en todo el mundo, representarlas con el dolor y el dis-
locamiento que Munch supo condensar en El grito.
Ortega habla de las mujeres, como la mayoría de los fun­
dadores de la sociología, cuando quiere “decir” sobre el
amor y otros lindos sentimientos. Sin negar que las relacio­
nes de género están también basadas en el amor, han tenido
que transcurrir muchas décadas para que otros temas menos
hermosos, pero no menos reales, como la explotación,
el conflicto, la violencia, el miedo, el desconocimiento o el
desprecio, pasen a ocupar un lugar relevante en la reflexión
sociológica sobre el género o las relaciones entre hombres y
mujeres. Aunque con menos fuerza, también otros tipos de
aproximación, como el humor y la risa, han traído interesan­
tes e innovadoras aportaciones, especialmente en medios

2 A. Bammer, Partial visions: feminism andutopianism in the 1970’s,


Nueva York, Routledge, 1991.
3 M. A. Duran (ed.), Liberación y utopía. La mujer ante la ciencia,
Madrid, Akal, 1982.
m asivos de com unicación com o la televisión, la radio y la
prensa.
Tras el primer periodo de centramiento en la realidad
inmediata (mujeres que piensan sobre lo que se ha dicho so­
bre las mujeres, o sea, sobre la cultura masculina), los obje­
tivos intelectuales del feminismo tienen que ampliarse a la
reflexión sobre el componente masculino de la relación de
género y, en cuanto sea posible, a la integración en un pen­
samiento equilibrado, capaz de aunar las perspectivas que,
hoy por hoy, son parciales y contradictorias en tantos cam­
pos. No creo que sea posible mirar para otro lado. Los padres
fundadores están ahí, son nuestra raíz inmediata y más vale
encararse que olvidarlos. Buscar su contradicción, su parcia­
lidad y sus límites, pero también su alcance. No podemos
renunciar a toda la herencia, aunque entre ella se encuentren
tantas piezas hirientes y oxidadas.

II.2. Los escritos de Ortega sobre las mujeres

La Sociedad de Amigos del Arte presentó en 1918 una


exposición retrospectiva de retratos femeninos españoles, y
Ortega escribió a propósito de ella su “Divagación ante el
retrato de la marquesa de Santillana”, un ensayo sobre las re­
laciones de género4. Este tema es recurrente en la obra de
Ortega y la exposición de sus ideas presenta cierta dificultad,
no sólo porque varían a lo largo del tiempo (sobre todo en el
modo de expresarlo, que en su juventud es más literario y
florido), sino porque lo hace de un modo relativamente dis­
perso, sin detenerse en ningún texto a resumirlo y sistemati­
zarlo. Esta tarea de selección y síntesis le ha correspondido
a sus sucesores y comentaristas, que son muchos, y tampoco
es fácil la selección del intérprete más adecuado.

4 J. Ortega y Gasset, “Divagación ante el retrato de la marquesa de


Santillana”, en Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, 1966,
vol. II, págs. 687-694.
De las muchas páginas que Ortega escribió sobre hom­
bres y mujeres, las más conocidas e influyentes fueron sus
ensayos sobre el amor, escritas y publicadas a partir de 1926,
y recopiladas por Garagorri en 1957 bajo el título Sobre el
amor5, así como el epílogo al libro de Victoria Ocampo De
Francesca a Beatrice (1924), que tituló “Sobre el influjo de
la mujer en la historia”6. En muchos artículos y ensayos su­
yos hay menciones a este tema, entre los que destacan “El
rostro maravillado” (1904)7, “Divagación ante el retrato de
la marquesa de Santillana” (1918), “Esquema de Salomé”
(1921 )8, “Oknos el soguero” (1923)9, “Paisaje con una corza
al fondo” (1927)10, “Excursión hacia ella” (1934)11. Las re­
ferencias plásticas aparecen en casi todos ellos, en el sentido
de puesta en escena o teatralidad de la situación en que el
sujeto emerge.
Esta recurrencia y vitalidad del tema de las relaciones
entre mujeres y hombres en la obra de Ortega ha tenido un
efecto peculiar en sus analistas, tanto entre los que acuden a
analizar el género en Ortega principalmente porque son orte-
guianos como por parte de quienes, estando interesados en el
análisis de las relaciones de género, acuden a Ortega como

5 J. Ortega y Gasset, Sobre el amor, en Obras Completas, ed. cit.,


vol. V, págs. 551-626.
6J. Ortega y Gasset, “Sobre el influjo de la mujer en la historia”, epí­
logo al libro de V Ocampo, De Francesca a Beatrice, en Obras Comple­
tas, ed. cit., vol. III, págs. 317-338.
7 J. Ortega y Gasset, “El rostro maravillado”, en Obras compelías,
ed. cit., vol. I, págs. 33-37.
8 J. Ortega y Gasset, “Esquema de Salomé”, en Obras compelías,
ed. cit., vol. iy págs. 360-363.
9J. Ortega y Gasset, “Oknos el soguero”, en El Espíritu de la letra, en
Obras Completas, ed. cit., vol. III, págs. 593-600.
10J. Ortega y Gasset, “Paisaje con una corza al fondo”, en Teoría de
Andalucía y otros ensayos, en Obras Compleías, ed. cit., vol. VI, pági­
nas 139-147.
11 J. Ortega y Gasset, “Excursión hacia ella”, en El hombre y la gen­
te, iniciado en 1934, edición postuma en 1957, en Obras Completas,
ed. cit., vol. VII, págs. 154-374.
uno más entre los muchos teóricos sociales. El efecto al que
me refiero es un excesivo apego a lo explícito, a lo que Orte­
ga dijo sobre las mujeres, en lugar de a lo que dijo sobre
otros temas que son hoy especialmente relevantes para los
movimientos sociales y para el feminismo.
Esta tercera vía de repensar a Ortega desde la teoría so­
ciológica del género es la aplicación de sus ideas no referidas
al género a los problemas con que se enfrenta la construcción
de una teoría social integradora, que incorpore la perspectiva
de las mujeres. Pero por importante que a nosotros nos pa­
rezca, el tema de las relaciones de género es sólo una parte
pequeña en el conjunto de la obra orteguiana, y siempre re­
sulta arriesgado presentar un autor a partir de un fragmento,
aunque sólo a través de este acercamiento de lente pueda
verse lo que de otro modo sería difícilmente perceptible.

II.3. Posiciones ante la obra orteguiana:


antagonismo, mimesis y laudes

Hay una amplia galería de retratos intelectuales sobre


Ortega, incluso sobre ese pequeño fragmento de su obra re­
presentado por las relaciones de género. Entre ellos he selec­
cionado tres, que representan diferentes modos de mediar,
siete décadas más tarde, entre la obra del pensador y sus lec­
tores. En unos predomina la mimesis, esto, es, la mera repe­
tición o exposición de lo que el maestro dijo. Hay buenas y
malas mimesis, y en saber reproducir el pensamiento de un
autor (encontrarlo, ordenarlo, presentarlo) hay un mérito que
no todo el mundo alcanza. En el antagonismo, un autor re­
chaza, acusa o rebate lo que otro ha dicho. Los argumentos,
el estilo y el tono hacen que el antagonismo sea de gran valor
o que no valga la pena siquiera prestarle atención, porque se
quede al mero nivel de rechazo sin explicación o se trate de
insultos o descalificaciones personales que dañan a quien
los emite. El tercer tipo de relación con los maestros es la
alabanza, la crítica elogiosa. Puede ser burda o elegante,
acertar en lo esencial o caerle encima como un florero sin
base. Los tres estudios seleccionados son buenos en su esti­
lo, y útiles como ejemplo del modo posible de relacionarse
con los maestros.

II.3.1. Galería de retratos intelectuales

Ningún otro intelectual de este siglo, fuera de los que de­


jaron tras sí una organización política, ha tenido una reper­
cusión similar a la de José Ortega y Gasset, quien no sólo co­
noció una enorme popularidad en vida, sino una influencia
prolongada hasta la transición postfranquista, que se mantie­
ne activa en la actualidad. Aranguren ha recordado que Orte­
ga ejercía el imperio cultural en los años anteriores a la gue­
rra civil, y que la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid,
foco de influencia sobre todas las demás, era absolutamente
orteguiana12. También ha propuesto repetidamente su lectu­
ra, aun en épocas de escaso aprecio por Ortega en las co­
rrientes dominantes. Ortega sigue siendo un punto principal
de referencia entre los filósofos españoles, hasta tal punto
que no son raros los encuentros, seminarios o cursos que lo
incorporan a sus títulos. Tanto la Revista de Occidente como
la Fundación que lleva su nombre han desempeñado un
papel clave en el mantenimiento de su influencia, y aunque
comúnmente se le considera filósofo más que sociólogo,
ese carácter lo comparte con casi todos los padres fundado­
res de la sociología.
En la obra de Ortega tiene un peso considerable la pintu­
ra; no es extraño que quien tan a menudo firmó como Espec­
tador cultivase cuidadosamente el arte de la mirada y detu­
viera su atención ante cuadros y paisajes. Buena parte de sus

12 J. L. López Aranguren, La ética de Ortega, Madrid, Cuadernos


Taurus, 1958. La referencia a la Universidad proviene de una entrevista
a Aranguren en P. Roldán et al., La mujer en el pensamientofilosófico de
Don José Ortega y Gasset, obra inédita, 1981.
artículos sobre las relaciones de género arrancan de la con­
templación de alguna pintura que le resultaba peculiarmente
atractiva o estimulante, convirtiéndola en un ejercicio de
hermenéutica, de interpretación y proyección de su propio
pensamiento. Así lo hace a propósito de Velázquez y de
Goya, y de otros muchos pintores. La metáfora del espejo es
común en sus escritos, y forma parte esencial en su teoría del
“yo” y del “otro” como reciprocidad y ajenidad; es también
un recurso pictórico, como si todo texto tuviese un trasfondo
en el que se refleja —como Velázquez en Las Meninas— la
figura del pintor. Ante la ingente cantidad de textos poste­
riores sobre Ortega, yo tengo la misma impresión que le pro­
dujo a él la “Marquesa de Santillana” pintada por Jorge
Inglés: esto es, que cada uno de sus ensayos es un retrato (ya
sea esbozo o pintura elaborada) en el que el autor relata el
mundo al mismo tiempo que se relata a sí mismo.
Como precio de su enorme impacto, el retrato de Ortega
que ha llegado a la mayoría de sus conocedores actuales es
una transcripción casi literal de algunos de sus rasgos, simple­
mente exponiéndolos —con indicación de procedencia—,
en el marco de un libro de texto, una antología o una revista
de divulgación. Este trabajo de copia no tiene interés, salvo
por el importante hecho de crear opinión, aunque la selec­
ción o la edición completa entrañe ya una toma de postura.
Sin embargo, hay otro tipo de trabajos que espejean al autor
de modo diferente, exponiéndolo bajo un ángulo y luz tan
diferentes que se abren posibilidades de interpretación dis­
tintas a las anteriores. Éstos son los que incorporan el pintor
al cuadro, convirtiendo el retrato del otro en autorretrato. En
algunos casos, el comentarista se presenta con toda claridad,
y sus posiciones son nítidas: precisamente, lo que intenta es
destacar la diferencia de posición, la distinta perspectiva, el
desacuerdo. Así, por ejemplo, un curioso trabajo de I. Sin-
ger, “Ortega on Love”13, de 1964, que caracteriza a Ortega

131. Singer, “Ortega on Love”, Publications in the Humanities, núme-


por su condición esencial de español, y condensa el “alma
española” en sus reflexiones sobre el amor, contextuadas en­
tre referencias a los toros y al baile gitano. En otros casos,
sin embargo, la presencia del pintor no es tan obvia y su tra­
bajo de filtro o encuadre es tan sutil que escapa fácilmente a
la percepción de los espectadores.

II.3.2. Mimesis

La elección del primer estudio se debe a que es el tipo


más extendido de acercamiento a Ortega. Es un inédito (si
después ha habido una edición, lo desconozco, pero no pare­
ce probable), relativamente largo, depositado en la biblioteca
de la Fundación Ortega y Gasset y fechado en 198114. Se ti­
tula La mujer en el pensamiento filosófico de Don José Orte­
ga y Gasset, lo firman cuatro mujeres (P. Roldán, B. García y
L. Suárez, supervisadas por M. T. Rodríguez Pérez), lleva un
lema, y da la impresión de haber servido en su momento
para presentarse a algún premio o concurso, aunque el texto
no lo dice expresamente.
A lo largo de sus 44 páginas, los autores pasan revista
casi exhaustiva a las referencias que hizo Ortega sobre la
mujer y recogen conversaciones mantenidas ex profeso con
el entorno intelectual y familiar de Ortega. Es una pieza
detallista, cuidadosa, honrada en su modestia, que para resal­
tar la relativa modernidad de su pensamiento sitúa al autor
contra el telón de fondo de otros escritores españoles coetá­
neos. Pero no pretende otra cosa que un ejercicio colectivo
de taller de copia, una ampliación de fragmentos.

ro 65, Cambridge, Dept. of Humanities, Massachusetts Institute of Tech­


nology, 1964, págs. 145-154.
14 P. Roldán, B. García y L. Suarez, La mujer en el pensamiento filo­
sófico de Don José Ortega y Gasset, obra inédita, multicopiada, 44 pági­
nas, 1981.
Las autoras adoptan una posición de identificación res­
petuosa ante Ortega (“Don José”), a quien a menudo se
refieren a través de otros autores españoles a quienes ante­
ponen el título de posición (“dice el profesor tal...”) al conte­
nido de su pensamiento. Consideran a la mujer en la obra
orteguiana como un género literario (op. cit., pág. 8), y, en
general, procuran ser invisibles, no intervenir en la presen­
tación, limitarse a resumir, ordenar y describir. Sin embargo,
a propósito de “Paisaje con una corza al fondo”, donde Or­
tega dice textualmente que no tiene sentido desear que la
mujer deje de ser sustancialmente confusa, las autoras no
dejan de distanciarse, al decir que parece “inexplicable” el
argumento de que el carácter confuso de la mujer se deba a
las curvaturas y redondeces del cuerpo y al alma femenina.
Tampoco pasan por alto los comentarios superficiales y des­
pectivos de Ortega sobre las solteronas (op. cit., pág. 32) ni,
sobre todo, la aplicación de una teoría de las “esencias” o
“naturaleza” a la mujer, desproporcionada para un autor que
sostiene que el ser humano es historia y proyecto (op. cit.,
págs. 34 y 35).
Al final de su análisis, las autoras hacen explícito su pro­
pósito intelectual y su relación global con el autor estudiado:
“Creemos que Ortega supo encumbrar el tema femenino
sobre la indiferencia y el olvido al que estaba relegado en su
época. A nosotros nos cupo el honor de desempolvarlo y mos­
trarlo lo más refulgente que pudimos, en la medida de nues­
tras posibilidades” (op. cit., pág. 41; la cursiva es mía).

II.3.3. Antagonismo

El segundo retrato es también obra de una mujer, Paz


Ezcurra, y se publica por un centro asociado de la UNED de
Navarra, en 1993l5. No es un texto de gran circulación, pero

15 M. P. Ezcurra, Ortega y las mujeres, Euridica, UNED, Centro Aso­


ciado de Navarra, 1993, vol. III, págs. 134-154.
tiene una clara vocación docente. Y, lo que resalta para una
aproximación desde la sociología del conocimiento, es que
la autora adopta una postura ante Ortega desde el comienzo
de su ensayo en dos planos muy explícitos: el de las ideas y
el de los valores.
Si el estudio anterior es sobre todo presentación y copia,
en este retrato cada afirmación es discutida, enjuiciada. Re­
sulta un vivísimo aguafuerte, cargado de fuerza y de indig­
nación. Los temas en que subdivide el estudio son los mis­
mos que atraen la atención de la sociología actual: a) dife­
rencia, igualdad y jerarquía; b) el hacer del hombre y el ser
de la mujer; c) la relación de género como minoría; d) los
símbolos sexuales del poder; e) las clasificaciones binarias;
f) las elites y las masas; g) las generaciones.
La lectura que Ezcurra hace de Ortega se parece a la in­
terpretación de Francis Bacon sobre el retrato de Inocencio
X por Velázquez; apasionada y cierta, parcial y tremenda al
mismo tiempo. El resumen (“abstract” como requieren los
nuevos tiempos) es lapidario: “Se describe cómo Ortega,
basándose en la diferencia biológica entre los sexos, justi­
fica la situación de opresión, sometimiento y marginación
de la mujer, afirmando que ésta es esencialmente inferior
al hombre. Ortega descalifica tanto a la mujer que se some­
te al modelo patriarcal como a la que se rebela contra él.
Hace uso de terminología propia de la biología para dotar
de tono científico a sus afirmaciones, así como para natu­
ralizar fenómenos de origen cultural. Se ponen en relación
las ideas de Ortega sobre la mujer con sus opiniones sobre
la masa y la minoría, la decadencia de España o el con­
cepto de generación. Se señala que el afán del hombre por
controlar y someter a la mujer revela el temor masculino
a la potencialidad de poder femenino, un poder desconoci­
do simbolizado por el útero” (op. cit., pág. 135; la cursiva
es mía).
El tercer tipo de análisis es el más sugestivo e influyente
de todos los relatos orteguianos sobre el género. Lo realizó
Julián Marías para su audiencia del Instituto de España, en
una solemne sesión conmemorativa del centenario del naci­
miento de Ortega (1983)16. El Instituto de España era, como
dice Marías en su introducción, la reunión de todas las Rea­
les Academias, o sea, el templo máximo o congregación de
los saberes oficialmente reconocidos en España en esa épo­
ca. Allí se juntaban las cúspides de la literatura, la moral, las
bellas artes, la farmacia y el derecho, todas las ciencias natu­
rales y sociales. De allí han estado excluidas hasta hace muy
poco tiempo las mujeres, y todavía hoy su presencia es exi­
gua entre los miembros: al contrario que entre el personal
que colabora en los estudios de las Academias, y en sus
sesiones públicas, donde forman mayoría en los asientos del
auditorio.
En la introducción, Marías cuenta que le costó trabajo
decidirse por el tema de su intervención sobre Ortega, y que
buscaba algo que no fuese excesivamente especializado, de
interés para una u otra Academia: “Al final he pensado que
sería interesante hablar de la mujer en su obra. La mujer nos
interesa a todos, hombres y mujeres, y en la obra de Ortega
tiene un puesto relevante. Y no solamente en su obra, sino en
su biografía; creo que es una cuestión central, que en cierto
modo ilumina aspectos muy profundos de su pensamiento
filosófico ” (op. cit., pág. 15; la cursiva es mía).
El escenario en que tuvo lugar la representación no pue­
de ser más formal, más impresionante. Un gran maestro,
receptor de los máximos reconocimientos oficiales, habla
sobre otro maestro, que lo fue suyo. Es una pintura entre

16 J. Marías, La interpretación de la mujer en la obra de Ortega, Ma­


drid, Instituto de España, 1983, sesión conmemorativa del Instituto de
España en su función.
iguales, de grande a grande; y las mujeres son sólo (pero no
menos) el tema no especializado e interesante que convoca a
la audiencia. ¿Qué va a decirles? ¿Qué rasgos seleccionará,
con qué aproximación, con qué distancia? ¿Qué Ortega y
qué mujeres emergerán de su retrato?
Marías comienza destacando que Ortega, a diferencia de
Sartre, vivió siempre dominado por el entusiasmo, por el
asombro y ternura ante lo maravilloso que es el mundo (17).
Uno de los objetos centrales del entusiasmo de Ortega fue la
mujer, tanto en lo biográfico y personal como en el plano
intelectual: entusiasmo que le llevó a tomar desde su juven­
tud una actitud pedagógica en demanda de mayor libertad en
las relaciones entre hombres y mujeres, en el contexto de
una sociedad tan cerrada en ese aspecto como la española
coetánea.
Luego centra su estudio en los pasajes de Ortega sobre
los sentimientos, no sólo en los ensayos sobre el amor, sino
en otros puntos de su obra. Retrata a un Ortega que vuelve
una y otra vez al tema de Don Juan, presentando el amor
como una escena que concluye: pocos hombres y mujeres,
piensa, se enamoran. El amor es sobre todo descubrimiento
y el valor de la verdad se deteriora con el paso del tiempo;
“las verdades ya poseídas adquieren una costra utilitaria”
(op. cit., pág. 22). El amor logra en Ortega, según Marías, la
capacidad de mejorar el conocimiento del otro en lugar de
obnubilarle; a la inversa de la imagen ciega que usan los pin­
tores, el amor es perspicaz, nace de la atención, del deteni­
miento, y permite descubrir lo que permanece oculto al indi­
ferente (op. cit., pág. 25). Pero pocos poseen el talento nece­
sario para producir en el otro encantamiento, en el sentido
más fiierte de la palabra, ese encantamiento o maravilla que
propicia la entrega, “física o del espíritu”.
Marías resalta también el tema de la mujer en la historia,
que Ortega sitúa en el terreno de los sentimientos, puesto
que es a través de la adustez o la sonrisa como las mujeres
orientan y dirigen a los hombres. Ante “la mujer que es ple­
namente mujer, el hombre tiene —y suscribo las palabras
de mi maestro— una impresión de absoluta superioridad”
(op. cit., pág. 28). Frente a la fortaleza radical y específica de
las mujeres en sus papeles de madres, hermanas, esposas o
hijas, piensa Ortega que el feminismo y sus objetivos sólo
pueden lograr una influencia superficial.
Lo que Marías destaca de Ortega es su lado más amable,
los pasajes de sus escritos que no hieren los sentimientos ni
la capacidad analítica de buena parte de los oyentes. Pero
precisamente por la finura o paso de puntillas con que Ma­
rías “elige” los textos, su estudio es en sí mismo una pieza
digna de estudio, un botón de muestra para el análisis socio­
lógico de la literatura filosófico/social española de fin del si­
glo XX. Al final de su ensayo, Marías introduce un cierto
distanciamiento respecto a Ortega, que atribuye sobre todo
al carácter circunstancial (del yo y su circunstancia) de la
doctrina orteguiana, ligada a una generación dos veces ante­
rior a la suya. Comparado con sus contemporáneos españo­
les (Pérez de Ayala, Eugenio D’Ors, Madariaga), es cierto
que Ortega fue menos negativo respecto a la mujer, y tam­
bién lo es que algunas mujeres intelectuales como María
Zambrano o María de Maeztu formaron parte de su círculo.
Yo también opino, como Marías, que las relaciones entre
hombres y mujeres son un tema central que “ilumina aspec­
tos muy profundos de su pensamiento filosófico”. Pero no
en el mismo sentido en que lo piensa Marías.
Igual que la referencia inicial a Sartre puede muy bien
interpretarse como una forma elíptica de situarse frente a
Simone de Beauvoir, a quien descalificó Ortega17, también
la anécdota con que concluye el ensayo, en la que Ortega “da
su brazo a torcer” en una discusión sobre el tema de la mujer,

17 Sobre la crítica de Ortega a Beauvoir, vid. J. M. Oses Gorraiz, “La


mujer: Ortega frente a Simone de Beauvoir”, en Actas de las VII Jorna­
das de Investigación Interdisciplinaria del Seminario de Estudios de la
Mujer de la Universidad Autónoma de Madrid, Prensas Universitarias
de la Universidad Autónoma de Madrid, 1988, vol. I, págs. 43-65. Ree­
dición posterior en Anthropos, Suplemento 10, págs. 127-155.
puede verse como un guiño implícito al lector, como una
manera silenciosa de decir que, si hubiese tenido más tiem­
po de vida, Ortega habría abandonado algunas de sus inter­
pretaciones sobre el modo de relacionarse hombres y muje­
res, y sobre los sentimientos posibles entre unos y otros.
La pintura que Julián Marías hace de Ortega es un retra­
to de cámara; suave, armonioso, discreto y serio, pero mu­
cho más parcial que el aguafuerte de Ezcurra. Todo lo que
dice de Ortega es cierto, pero olvida recordar los rasgos que
el oyente de hoy desaprobaría en el retrato, tanto o más abun­
dantes y centrales que el primero. A diferencia de Ezcurra,
que hace evidente su posición y su perspectiva, o sea, su
autorretrato, Marías vela su participación activa en la pintu­
ra de Ortega. Sólo con un gran esfiierzo complementario se
puede salir de la amabilidad, de la tibieza de la atmósfera
que recrea, para reecontrarse con el otro Ortega escondido,
el de “la mujer confusa y débil”, el del “alma policentrada de
los hombres”, el de la naturaleza femenina y el horror ante
las mujeres independientes, el que mira el sufragio y el
empleo como irrelevantes para el papel de la mujer en la his­
toria y en la constitución de su propio proyecto de vida.
El texto de Julián Marías es un ejercicio casi obligado de
sociología del conocimiento, un patrón por el que releer a
otros autores de hoy cuando enseñan las ideas de los funda­
dores, de los grandes y poderosos pilares de las respectivas
ciencias. Lo que importa no es tanto lo que el presentador
dice —y al lector le toca rastrear y tratar de responder a las
ausencias—, sino cómo produce la selección de las ideas,
cómo sugiere sin decir, cómo apaga las luces ante tantos
pasajes (empleemos aquí la misma metáfora de la linterna y
la mano que dirige, que usaba Ortega para ilustrar el proce­
so del conocimiento) y por qué y para quién lo hace.
Si Ortega defiende el perspectivismo como necesario en
el proceso de conocer al mismo tiempo que niega validez al
subjetivismo, hay que decir que la perspectivación que hace
Marías es tan extrema que nos lleva a dudar de los límites
de elasticidad del procedimiento. No hay duda de que su
perspectiva disfrutó de la máxima capacidad de influencia:
la academia, los seguidores, los medios de comunicación, la
continuación del tema de la mujer en su propia obra18. Pero
es radicalmente distinta de la que asumen la mayoría de
quienes reflexionan hoy sobre las relaciones de género19.
Para los lectores de fin de siglo, espectadores de Ortega
y de Marías como los de las siguientes décadas lo serán de
nosotros, ambos son cuadros en una exposición. Podemos
detenemos o pasar de largo20. En la misma galería les acom­
pañan los retratos de sus coetáneos, la obra que dejaron los
otros fundadores. ¿Preferimos negamos a visitar la sala, sólo
porque su pintura es distinta y ni sus temas ni sus juicios sin­
tonizan con los nuestros?

III. ¿ H o m b res o v a r o n e s? U n a n á lis is


S O C IO L IN G Ü ÍS T IC O D E O R T E G A

Si se aplicase un análisis sociolingüístico a la obra de


Ortega, uno de los resultados inmediatos sería la visibiliza-
ción de la frecuencia con que hace titular de sus reflexiones
al hombre; pero no es fácil deslindar si utiliza el vocablo

18 J. Marías, La mujer en el siglo XX, Madrid, Alianza, 1982, y La


mujer y su sombra, Madrid, Alianza, 1986. En ambos libros se desarro­
llan ideas expuestas inicialmente en la “estructura social” (Madrid, Re­
vista de Occidente, 1972), que ganan en matización al exponerlas con
mayor extensión.
19R. Osbome, “‘Simmel y la cultura femenina’ (Las múltiples lectu­
ras de unos viejos textos)”, Revista Española de Investigaciones Socio­
lógicas, núm. 40, octubre-diciembre, 1987, págs. 97-111. Vid. epígrafe
sobre Ortega, págs. 105-106.
20 Un ejemplo reciente de glosa de Ortega sobre las mujeres, limita­
do a recontar su discurso a partir de unos pocos fragmentos, dándole al
mismo tiempo divulgación en otras lenguas y ámbitos culturales, es el
de A. Savignano, “L’immagine della donna secondo Ortega y Gasset”,
Aquinas, Universidad Pontificia Lateranense, mayo-agosto, 1992, pági­
nas 237-246. La glosa es, en sí misma, una perspectiva, especialmente
si se produce medio siglo más tarde.
“hombre” para nombrar todo lo humano o sólo se refiere a
los varones de la especie. Usando sus propias palabras, es
difícil saber cuándo “habla” y cuándo “dice”.
El problema de los juicios de valor contenido en el len­
guaje no es nuevo. En el libro de P. Aries y G. Duby Histo­
ria de la vida privada se interpreta la leyenda sobre el deba­
te del Concilio de Mácon (año 585) sobre si las mujeres
tenían o no alma como un problema sociolingüístico. Según
M. Rouche, colaborador en este volumen, “el obispo que
proclamó que las mujeres no podrían ser llamadas ‘hom­
bres’ revelaba en realidad una mutación lingüística que, to­
davía en la actualidad, pone de manifiesto la pobreza de vo­
cabulario de la lengua francesa... el obispo entendía ‘homo’
en el sentido de ‘vir’, hombre como ser masculino, en vez de
hombre en general... Su latín era ya francés,... que carece, al
contrario que el inglés y el alemán, de un vocablo específico
para designar hombre en sentido masculino... El doble senti­
do de hombre (ser masculino, ser femenino) no podría sino
perpetuar la convicción de la superioridad del uno sobre el
otro, siendo así que el texto bíblico implicaba su estricta
igualdad... El desajuste es... todavía en la actualidad irrever­
sible; hasta tal punto puede el significante ocultar el signi­
ficado”.
La confusión generada por el Concilio de Mácon sigue
viva catorce siglos después. En Ideas y creencias aparecen
varios sujetos o interlocutores implícitos en el discurso, entre
los cuales el relator principal es el propio Ortega, casi invisi­
ble bajo la impersonalidad a que su voluntario papel de
espectador le confina. En algunas ocasiones esporádicas, ese
sujeto al que Ortega se dirige, o para quien piensa, es “el lec­
tor”, y en esos casos el texto toma coyunturalmente un aire
de diálogo, en gesto de complicidad intelectual no manifies­
ta. También, con cierta frecuencia, utiliza el “nosotros” para
crear el mismo clima, o en alguna ocasión aislada se refiere
a “la persona”, como un sujeto más distante y globalizador.
No obstante, quien domina la relación entre el filósofo y su
discurso es “el hombre”: en las veintidós páginas del artícu­
lo emplea setenta y dos veces esta palabra, una cada quince
líneas. De la mujer no hay ninguna referencia, salvo en una
ocasión en que se refiere a “la distancia que nos separa de la
mujer amada”.
Es cierto que el sujeto/hombre puede representar a todos
los seres de la especie, si así lo exigen las reglas gramatica­
les; y no es menos cierto que utilizó el generalizado “varón”,
que sería el equivalente exacto a mujer. Sin embargo, el
desasosiego que tan machacona “representación” del lector
o del oyente causa en los lectores actuales, sobre todo en las
lectoras, es patente21. Si cuando se refiere a las mujeres está
claro que no se refiere a los varones, cuando se refiere a los
hombres no es posible adivinar, salvo algunas veces por el
contexto, si las mujeres están o no incluidas en la referencia.
Su modo de referir crea una circunstancia aseguradora y
cierta para los varones, pero ambigua, inestable e insegura
para las mujeres. Aunque sea pregunta sin respuesta, no pue­
do evitar la tentación de intentar la prueba inversa. Si Ortega
hubiese sido mujer: ¿se habría sentido confortable en su dis­
curso sobre “el hombre” y habría sembrado el texto con tal
abundancia de llamadas? Un autor tan rico en registros lite­
rarios: ¿habría pasado por alto la cuestión de los plurales
generizadores, de los impersonales coercitivamente masculi-
nizantes?
Ortega era consciente del papel intermediario del len­
guaje en el conocimiento, pero no lo fue respecto al lengua­
je que aplicaba a las relaciones de género22. El lenguaje de
cada época es el resultado de un consenso —y de una impo­

21 C. Roldán, “La individualización, una categoría masculina” (recen­


sión al libro de M. P. Cavana, Der Konflict Zwischem dem Begzinff des
Individiuums und der Geschlech-tectheorie bei Georg Simmel und José
Ortega y Gasset, Pfaffenweiler, Centauras-Verlagsgesellschaft, 1991),
Isegoria, núm. 6, noviembre, págs. 193-196.
22 J. Ortega y Gasset, “El decir de la gente: la lengua. Hacia la nueva
lingüística”, en El hombre y la gente, vol. VII, págs. 71 -274; especial­
mente págs. 233-258.
sición— gestada a lo largo de muchas generaciones. Aunque
contemos con el lenguaje como si fuese una creencia, para
cambiar el “modo de estar” de mujeres y hombres hay que
teorizarlo, convertirlo en idea. No es de extrañar que se ensa­
yen ahora nuevas formas de referirse a los titulares o recep­
tores de las acciones, como los bienintencionados o/a y a/o,
o los “person” que sustituyen al previo “man” en la jerga
pseudoinglesa de los encuentros internacionales. Todavía
son, más que otra cosa, gestos de buena voluntad, incómo­
dos y faltos de gracia: pero cuando en la obra de un autor tan
relevante como Ortega se percibe la fuerza con que las pala­
bras encarcelan las ideas, se comprende el surgimiento de
asociaciones como Nombra23 encaminadas a cambiar activa­
mente el lenguaje; a tratar de que, en este campo, las creen­
cias se alumbren explícitas como ideas y éstas se transfor­
men a través de otras ideas y otras prácticas.
La utilización del sujeto “hombre”, como singular, fren­
te al uso de “hombres”, en plural, tiene una réplica casi exac­
ta dentro del movimiento de mujeres, donde existe cierta
desazón ante el uso de una u otra palabra por sus implica­
ciones teóricas y estratégicas.
La utilización de la palabra “mujer” resalta más los ele­
mentos que unen dentro de la diferencia, y tiene la clara ven­
taja de oponerse a una categoría preeminente en el lenguaje
filosófico, político y religioso. En una cultura como la espa­
ñola, en que hasta a Dios se le llama “el hijo del Hombre”,
hace falta un referente de fuerza similar para rescatar el sen­
tido de protagonismo entre las mujeres. No obstante, puede
ser utilizada en sentido contrario al que aquí resalto, como
elemento desvalorizado del grupo binario. También puede
levantar suspicacias entre quienes menos se identifican con
los perfiles medios que la palabra sugiere, sean de clase, de
preferencia sexual, de tendencia ideológica o de cualquier

23 Nombra es una organización no gubernamental creada en España


para introducir cambios en la utilización del lenguaje.
otro tipo. En ocasiones se evita la necesidad de elegir remi­
tiendo a una adjetivación, feminismo, cosa que es frecuente
en las clasificaciones de la obra intelectual de mujeres. No
es una sustitución correcta, puesto que el ismo revela la pos­
tura valorativa a favor de las mujeres, aunque provenga de
los hombres. El conocimiento nace con frecuencia de los
valores previos, de las pasiones y los sentimientos que lo
espolean: pero antes o después, y al menos analíticamente,
hay que separar la posición del contenido, el sujeto del obje­
to y éstos de la mediación del afecto o el rechazo24. En las
ciencias sociales hay memoria reciente de intercambios pa­
recidos entre el “ismo” de socialismo u otras doctrinas socia­
les y el “logos” de sociología, y no es raro encontrar —toda­
vía hoy— productos intelectuales que logran reconocimien­
to de logos cuando lo que realmente les franquea el paso es
su visible pertenencia a los ismos. O al contrario.

IV C o n s t r u c c ió n y d e c o n s t r u c c ió n d el s is t e m a

d e id e a s

Tanto las ideas como las creencias son, para Ortega, pro­
ductos del pensamiento. Pero las ideas se “tienen” o se “ocu­
rren”, en tanto que en las creencias se vive, se está. No se
formulan las creencias, sino que sólo se alude a ellas, como
parte de la realidad “Las teorías, en cambio, aun las más
verídicas, sólo existen mientras son pensadas: de aquí que
necesiten ser formuladas” (op. cit., pág. 385). “Todo aquello
en que nos ponemos a pensar ocupa en nuestra vida un lugar
secundario si se le compara con nuestras creencias auténti­
cas. En éstas no pensamos ahora o luego: nuestra relación
con ellas consiste en algo mucho más eficiente: consiste en

24 N. Glacer, “Del socialismo a la sociología en Berger”, en M. Ben-


net, La sociología como profesión, Madrid, Publicaciones del Ministerio
de Trabajo y Seguridad Social, 1993, págs. 295-324.
contar con ellas, siempre, sin pausa” (op. cit., pág. 385). “Lo
que decisivamente actuaba en nuestro comportamiento,
como que era su básico supuesto, no era pensado por noso­
tros con conciencia clara y aparte. Estaba en nosotros, pero
no en forma consciente, sino como implicación latente de
nuestra conciencia o pensamiento.”
Para referirse a la construcción del sistema de ideas, Or­
tega utiliza la metáfora del “edificio imaginario”, en el que
se aproximan la ciencia y el arte. “La verdad de las ideas se
alimenta de su cuestionabilidad... La idea se sostiene y afir­
ma apoyándose en otras ideas que, a su vez, cabalgan sobre
otras formando un todo o sistema. Arman, pues, un mundo
aparte del mundo real, un mundo interpretado exclusiva­
mente por ideas de las que el hombre se sabe fabricante y
responsable [...] El valor de la evidencia misma es, a su vez,
mera teoría, idea y combinación intelectual. Frente a nues­
tras concepciones gozamos un margen, mayor o menor, de
independencia. Por grande que sea su influencia sobre nues­
tra vida, siempre podemos suspenderlas, desconectamos de
nuestras teorías...” (op. cit., págs. 389 y 390).
La metáfora del edificio imaginario puede dar mucho de
sí. La construcción del sistema elabora e imbrica, unas en
otras, las ideas. Y las ideas sobre la relación entre mujeres y
hombres no quedan fuera de este proceso creativo. Visto
desde la distancia a que obliga la exclusión, al saberse “no
perteneciente”, el edificio parece inexpugnable. Pero el de­
rribo de una pequeña pieza (en la historia, en el lenguaje, en
el arte, en la biología: en cualquier punto del sistema de ide­
as) arrastra también a las adyacentes, las mismas que antes
lo reforzaban y protegían.
Piensa Ortega que “entre las creencias del hombre ac­
tual, la cuna de las más importantes es su creencia en la
‘razón’, en la inteligencia, que ha aguantado imperturbable
los cambios más escandalosos de sus teorías, incluso los
cambios profundos de la teoría sobre qué es la razón misma”
(op. cit., pág. 390): pero si para el “Hombre” parece porten­
toso el mantenimiento de la fe en la razón, por encima de sus
productos, para las mujeres semejante fe debería considerar­
se casi milagrosa. Sin alejarse mucho, basta recordar la co­
lección de “ideas” sobre la mujer que han expuesto los pa­
dres fundadores de la sociología en general y de la española
en particular, o la falta de ideas, como para coincidir con
Ortega en que la fe en la razón se encuentra muy por encima
de cualquier producto concreto. Dicho de otro modo: si las
mismas ideas que los fundadores de la teoría sociológica
(por poner algunos ejemplos: Huarte de San Juan, Comte,
Marx, Severino Aznar, Parsons) han expuesto sobre las mu­
jeres, se hubiesen referido a los hombres, ¿cuántos de estos
autores seguirían gozando de un lugar en los libros de texto?
De ahí la pertinencia de la reflexión orteguiana sobre la
capacidad de distanciamiento respecto al sistema de ideas.
Puesto que, en su conjunto, la representación de las relacio­
nes hombre/mujer es claramente negativa para éstas, las
mujeres no pueden “integrarse” acríticamente en la cultura.
El acceso a la educación elemental (conquista europea de los
siglos XIX y XX) y a la educación superior e investigación
(siglo XX y, con toda seguridad, del XXI) es, en su primera
fase, un forzamiento, un aprendizaje técnico que conlleva
una inevitable colonización intelectual. Antes o después, las
mujeres que acceden al mundo de las ideas sistematizadas
tienen que cambiar el contenido de estas ideas: y entretanto,
sobrevivir con los recursos intelectuales y psicológicos que
estén a su alcance; por ejemplo, con el desinterés, la parcia­
lidad, el descreimiento y la creación25.
El propio Ortega se convierte en espectáculo cuando los
espectadores, y más aún las espectadoras, dejan de intere­
sarse por sus ideas manifiestas y tratan de “hacer hablar” o
interpretar sus creencias. ¿Qué metodología, qué técnicas
de investigación podrían recomendarse desde las aulas que
convirtieran en visible lo invisible?, ¿en claro y consciente

25 Vid. M. A. Durán, “Creer, descreer, crear”, en J. Beneyto, España a


debate, Madrid, Tecnos, 1991, vol. II, págs. 35-54.
lo que, siendo básico, no tiene forma?, ¿qué refrendo o tri­
bunal reconocería el éxito o la verdad de semejante descu­
brimiento?
Mucho me temo que estas preguntas no tienen respuesta
y, si la hay, va más hacia la literatura o la psicología que ha­
cia lo que actualmente consideramos filosofía o sociología.
Pero no creo que la mejor solución sea no tomarlas en cuen­
ta, sino tratar de buscar soluciones conjuntamente, abriendo
la sociología a técnicas más cualitativas y a la colaboración
con los expertos que aportan la mirada complementaria o
fronteriza de otras disciplinas.

V E l lu g a r d e la duda

Dice Ortega que en el área básica de las creencias se


abren “enormes agujeros de dudas”, y describe esas dudas
con un patetismo extremo:
También en la duda se está. Sólo que en este caso el
estar tiene un carácter terrible. En la duda se está como
en un abismo, cayendo...Viene a ser como la muerte
dentro de la vida, como asistir a la anulación de nuestra
propia existencia. Sería muy cómodo que bastase dudar
de algo para que ante nosotros desapareciese como rea­
lidad. Pero no acaece tal cosa, sino que la duda nos arro­
ja ante lo dudoso, ante una realidad tan real como la
fundada en la creencia, pero que es ella ambigua, bicé­
fala, inestable, frente a la cual no sabemos a qué atener­
nos ni qué hacer. La duda [...] es estar en lo inestable
como tal; es la vida en el instante del terremoto, de un
terremoto permanente y definitivo. Al hombre no le es
dado ningún mundo ya determinado [...] A ese fin ensa­
ya figuras imaginarias de mundos y de su posible con­
ducta en ellos. Entre ellas, una le parece idealmente más
firme y a eso llama verdad [...] Pero lo verdadero, y aun
lo científicamente verdadero, no es sino un caso par­
ticular de lo fantástico [...] No hay modo de entender
bien al hombre si no se repara en que la matemática
brota de la misma raíz que la poesía, del don imagina­
tivo (op. cit., págs. 392-394).

Ortega dedica a la duda las páginas más bellas de Ideas


y creencias. Sus metáforas del terremoto (“las creencias son
la tierra firme en que nos afanamos...”) y del naufragio (“el
hallarse en un mar de dudas, en una realidad líquida en que
el hombre no puede sostenerse”) tienen una fuerza extraor­
dinaria, que darían base a interesantes interpretaciones del
propio inconsciente del autor. Si hubiese vivido suficiente
para conocer El mar de las dudas del pintor Pérez Villalta,
probablemente lo habría incorporado a las imágenes duras y
dolorosas que estimularon su vocación hermenéutica. Sólo
por eso, merecen ya ser resaltadas en estas notas, como una
animación al buen hacer literario que, siendo un valor de la
tradición cultural española, hoy se practica tan poco entre los
sociólogos profesionales.
Ortega resalta que el mundo interior o de las ideas surge
de la necesidad de enfrentarse a lo dudoso, a lo insuficiente.
El mundo real no fuerza sólo a reaccionar con ideas científi­
cas o filosóficas; también crea las ideas religiosas, poéticas,
y la experiencia de la vida. Cada uno de esos mundos se vive
con una dosis diferente de seriedad o de ironía: y aunque
Ortega no lo responda, es útil preguntar aquí por el sujeto de
ese impersonal “se vive”. ¿Quién es el que vive? ¿Viven de
modo diferente sus ideas científicas los investigadores y los
religiosos, los artistas y los jubilados? ¿Viven distinto la
“experiencia de la vida” los hombres y las mujeres? ¿Cómo
pueden “conservar la historia” del mismo modo quienes has­
ta hace dos décadas tenían legalmente prohibido el acceso a
instituciones específicas de enseñanza y todavía hoy lo si­
guen teniendo a las ocupaciones de intermediación con lo
divino?
La llamada de atención sobre la intermediación de las
ideas (o sea, de la imaginación) en la construcción de la
ciencia sigue siendo necesaria hoy. A pesar del crecimiento
de los movimientos de las mujeres y de la presencia de muje­
res en los medios científicos, no hay una actitud básica de
duda ante el quehacer de los investigadores, ante las concep­
ciones básicas sobre mujeres y hombres que funcionan
como creencias. A ello no escapan siquiera los investigado­
res en ciencias sociales. Decía Ortega que quien cree, no
duda, “no moviliza su angustiosa actividad de conocimiento:
el conocimiento se alimenta de la energía de la duda, por lo
que el hombre de ciencia tiene que estar constantemente
ensayando dudar de sus propias verdades, fabricando sus
certezas. Y eso es imposible si cree que carece de fuerzas
para ello”.
Yo no comparto este patetismo de Ortega ante la duda y
me pregunto si el género desempeña un papel relevante en
nuestra diferente posición intelectual respecto a la cultura
heredada. Ortega describe al dudante como un hombre soli­
tario, un náufrago: y yo siento la duda como un acto genera­
cional y colectivo de nacimiento al que pueden —y proba­
blemente, necesitan— sumarse las mujeres. Por eso, pro­
bablemente, prefiera el sentido en que el filósofo Michael
Serres utiliza la misma metáfora del terremoto: “Quién soy
yo ahora, durante algunos segundos? Soy la Tierra misma.
En comunión los dos, en amor ella y yo, doblemente desam­
parados, palpitando juntos, reunidos en el esplendor”26.
La duda puede ser “la muerte dentro de la vida” para
quien las creencias de la época confieren un lugar positivo.
Pero para quienes están confinados en un “terreno firme”
compulsivamente impuesto y son además conscientes de
que no verán en propia vida más que el comienzo de muchos
cambios venideros, la duda es una conquista, un temblor de
gozo. La constatación de que los mundos no están determi­
nados le anticipa la fantasía, que se adelanta a la medición y
a la encuesta, al censo, a la prueba de la matemática. Pero no
es el hundimiento en el abismo, sino el vuelo, la considera­
ción de la vida como proyecto y como aventura.

26 M. Serres, Le contrat naturel, París, Flammarion, 1992, pág. 191.


No dice nada Ortega, aquí, sobre el modo de movilizar la
actividad del conocimiento. Pero si éste nace de la duda, y
la duda es agonía, la reflexión sobre el coste colectivo de la
movilización para el conocimiento es necesaria.
Con otras palabras y en otros términos, pero claramente
reconocible, este problema se plantea permanentemente en­
tre los movimientos sociales, en su estrategia de captación y
de enfrentamiento con otros movimientos o con aspectos
específicos del sistema de ideas. ¿Qué precio hay que pagar
por el contagio, por la expansión de la duda?
Los movimientos de mujeres tienen una vertiente inte­
lectual que rechaza ideas y creencias firmemente estableci­
das. La religión y el arte, la ciencia y los intereses econó­
micos han producido un edificio imaginario muy sólido,
muy cohesionado, y los esfuerzos individuales por alterar
algunos de sus componentes se pagan generalmente a un
alto precio. Son tentadoras las posibles estrategias de coop­
tación, así como las de construir “edificios imaginarios”
paralelos, discretos o semiencovados.
Por eso, es decisivo que con el soporte de las organiza­
ciones, el conocimiento se movilice colectivamente: con el
estímulo de las matemáticas y la experimentación, de los
ritos y de la poesía. Para que puedan nacer nuevas ideas y
creencias alternativas.
C a p ít u l o XII

Los nombres en las calles de la ciudad

P r e s e n t a c ió n

En el Atlas que usaban mis hijos para EGB (Gran


Atlas Columbus, Sopeña, 1981), las islas Falkland sólo se
llamaban Malvinas. En la Enciclopedia Británica que hay
en la biblioteca de mi lugar de trabajo como obra de con­
sulta (31 volúmenes), las islas Malvinas no se mencionan,
no existen. La distancia entre el archipiélago y el continen­
te americano, o entre Port Stanley y la costa británica, será
la misma aunque se mida en kilómetros o en millas. Pero lo
que no será lo mismo es el objetivo de medirla, ni el tipo de
preguntas a las que dé lugar la constatación de su aleja­
miento o cercanía.
La denominación de los lugares no es irrelevante, por­
que el nombre concede identidad, configuración política,
resonancias fonéticas, asociación de ideas. El año pasado
visité una exposición de mapas antiguos en la Biblioteca del
Instituto de Economía y Geografía, del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas. Cada mapa, cada época, ilustra­
ba una distinta concepción del mundo: variaban los espacios
cartografiados, las fronteras, los nombres, el poblamiento de
los territorios y las vías de comunicación. Detrás de cada
dibujo, de cada viejo papel coloreado, había un propósito y
un deseo diferente. Con el paso de los años, una ciudad
como Madrid cambiaba no sólo de tamaño, sino de apela­
ciones.
Algún tiempo atrás visité el Café Pedrocchi, un lugar afa­
mado y antiguo en la ciudad italiana de Padua. Justo enfrente
de mi velador colgaba un enorme mapa flanqueado de espe­
jos y mármoles pulidos. Me costó un buen rato hacerme con
él, identificar cada sitio y situarme: creo que no lo logré del
todo. ¿Motivo de la dificultad? Los nombres estaban escritos
en francés y las divisiones correspondían a la geopolítica de
hace dos siglos; pero, sobre todo, el punto de mira difería en
muchos kilómetros, más hacia Oriente y hacia el Norte, de
lo que aquí estamos acostumbrados. La pequeña Península
Ibérica no ordenaba el mundo a su alrededor, arriba, abajo,
derecha, izquierda. Apenas resultaba reconocible, situada en
un borde, como una protuberancia desdibujada y perfecta­
mente prescindible en una masa apretada de placas conti­
nentales.
Hace pocos días, en los Reales Alcázares de Sevilla, la
guía que nos enseñaba el bellísimo palacio llamó nuestra
atención sobre un tapiz que representaba un mapa del Medi­
terráneo. África se veía encima, y Nápoles a la izquierda,
porque el punto de vista era el de un tejedor del norte de
Europa que mirase hacia el sur desde un observatorio eleva­
do y dibujara lo que sus ojos veían, sin interpretarlo ni salir­
se para contemplar el mundo desde fuera.
Si recuerdo todo esto ahora, es para afirmar que incluso
la más estricta y tecnificada de las geografías físicas tiene
algo de humana, de movediza y política. Los temas de estu­
dio en geografía no son inamovibles, como tampoco los
deseos de la gente. La investigación no se reparte al azar,
sino en función de los intereses de patronos y estudiosos. Por
eso, este artículo tiene un destinatario específico: me gusta­
ría que sirviese como incentivo a los jóvenes estudiantes de
geografía o urbanismo (y profesores, claro, con independen­
cia de su edad) para recorrer sus ciudades y sus territorios
con mirada fresca, pensando que lo que hay no siempre
coincide con lo que puede, o debe, haber. Si no tienen mejor
laboratorio que la calle, o esos planos que regalan los hote­
les con anuncios de los centros comerciales próximos, basta
con ello para pensar juntos sobre la distribución del espacio
y sobre el modo (conocimiento, acceso, exclusión) en que lo
viven o querrían vivirlo. El reconocimiento de los nombres
es sólo un modo, el más sencillo, de iniciar esta reflexión
sobre los componentes humanos del espacio, y de hacer la
prueba de cambiarlo.

I. E l in c o n fo r m is m o e n g e o g r a f í a

Henri Lefebvre planteó en La vida cotidiana en el mun­


do moderno la fractura entre el estudio de las necesidades
sociales y culturales y el de las necesidades individuales, lo
que según él habría llevado hacia la concentración del es­
fuerzo intelectual en el conocimiento —por otra parte, inte­
resado— de la llamada “demanda solvente”1. Tras el enorme
impacto de orientaciones similares a la de Lefebvre en los
años 70 y principios de los 80, luego ha habido una ralenti-
zación del pensamiento urbanístico crítico en España. Por
eso me ha llamado la atención un artículo reciente sobre éti­
ca, estética, política y didáctica de la geografía. Incluye la
propuesta de enseñar geografía respondiendo a los retos
planteados a los docentes por las nuevas corrientes geográfi­
cas, particularmente las llamadas radicales y humanistas.
Para lograr la “aplicabilidad” de la geografía sugiere la inte­
racción entre los estudiantes y los lugares, y con otros alum­
nos y profesores. Y no conforme con la transcripción de lo
que simplemente “existe”, pide la implicación del estudioso
y de su audiencia en la aprobación y rechazo de los hechos,

1H. Lefebvre, “La producción del espacio”, Papers, núm. 3, 1979.


en el análisis de las razones que sustentan las actitudes y las
propuestas2.
Este tipo de posiciones es bastante común en otras disci­
plinas, como la sociología o el urbanismo, pero no había
tenido hasta ahora la ocasión de encontrar una formulación
tan explícita entre los geógrafos españoles, y menos aún
acompañada de un proyecto pedagógico.
La cuestión por la que me interesa es por la presuposi­
ción de una previa demanda o reto provocada por las co­
rrientes radicales o humanistas. ¿Existía realmente, en la
década de los 90, una fuerte demanda de este tipo? Y si se
produce, ¿quiénes la sostienen y qué tipo de investigación
están produciendo?
No sé hasta qué punto tienen hoy cabida en España, en
instituciones moderadamente conservadoras como la Uni­
versidad o los Centros de investigación científica, una geo­
grafía humanista o una geografía radical que cubra simultá­
neamente los requisitos de rigor científico y fuerte compro­
miso político o ético respecto a la realidad estudiada. Sin
embargo, no me cabe duda acerca de la necesidad de nuevos
tipos de conocimiento, sentida y expresada por todos los
colectivos sociales que tratan de acceder a la condición de
sujeto histórico.
La institucionalización de la influencia de las asociacio­
nes, que tan lúcidamente ha expuesto Offe a propósito de las
políticas europeas, no se detiene en los partidos o las ad­
ministraciones públicas, y llega a todos los órdenes del pen­
samiento. Donde la duda se plantea es en la posibilidad o
grado de conciliación entre las orientaciones teóricas más
conservadoras o establecidas y las nuevas orientaciones.
Y también, en la incertidumbre sobre el resultado de la con­
frontación entre los distintos procedimientos, estilos y valo­

2 A. Moreno, “Por una ampliación de la didáctica de la geografía: la


ética, la estética y la política en la enseñanza de disciplina”, Estudios
Geográficos, tomo LI, núms. 199-200, abril-septiembre, 1990, pági­
nas 589-600.
res que dominan en la primera y en la segunda, que tan bien
ha analizado García Ramón para los países anglosajones y
cuyos paralelismos con la situación española son —a pesar
de las distancias— bien evidentes3.
Si las demandas de conocimiento de los colectivos
sociales que se consideran excluidos del corpus científico
y cultural son reconocidas como “necesarias”, esta condi­
ción de “necesidad” se reviste de una “licitud” nueva, lo
que Hill ha definido acertadamente como una “prioridad
reconocida”4. Y, a título de posible pista sobre colectivos
sociales excluidos de la participación en el corpus tradicio­
nal de ciencia y cultura, podrían recordarse los criterios
que la propia Constitución española de 1978 expone en el
artículo 14 para señalar que “no podrán dar origen a discri­
minación”; esto es, reconociendo implícitamente que en
otros momentos la han dado (raza, clase, sexo, origen, ideo­
logía, etc.).
Es en el contexto de estas consideraciones donde tiene
que entenderse la propuesta contenida en este ensayo. La
idea de realizarlo surgió tras la lectura del estudio de J. Gó­
mez Mendoza sobre W. Bunge, titulado Las expediciones
geográficas radicales a los paisajes ocultos de la América
urbana5. Tanto el estudio de Gómez Mendoza como la obra
de Bunge que analiza podrían ser considerados ejercicios de
sociología del conocimiento, y eso es lo que pretendo repetir

3 M. D. García Ramón, “Género, espacio y entorno: ¿Hacia una re­


novación conceptual de la geografía? Una introducción”, Documents
d ’análisi geográfica, núm. 14, 1989, págs. 7-13. “El enfoque del género
en la geografía internacional”, ponencia multicopiada, presentada en el
XI Congreso Nacional de Geografía, AGE, Madrid, septiembre, 1989.
“La geografía radical anglosajona”, Document d ’análisi metodológica
en geografía, núm. 1, 1977, págs. 59-69.
4 M. Hill y G. Bramley, Analysing social policy, Oxford, Blackwell,
1990, especialmente págs. 56-76.
5 William Bunge, “The first year of the Detroit Geographical Expe-
dition: A personal report”, en Richard Peet, Radical Geography, Lon­
dres, Methuen and Co., 1978, págs. 31-40, especialmente pág. 37.
aquí. Los “paisajes ocultos” que Bunge descubriera para la
geografía norteamericana (slums, barrios marginales, guetos
negros) no son, evidentemente, los mismos de esta propues­
ta. Pero el estilo y los riesgos que el viaje comporta tienen
muchos puntos comunes con el suyo.
Gómez Mendoza señala que “Bunge y los bungianos
apenas hacen concesiones a las reglas formales en la pre­
sentación de sus libros... No dicen las fuentes, ni las refe­
rencias bibliográficas de los afines o los contrarios... y
muestran altanería ante las críticas”. Califica al geógrafo de
“exasperante, sermoneador, compulsivamente colérico, con
aspiraciones de profeta vidente”: esto es, la antiimagen del
investigador o el académico, del científico profesionali­
zado.
Sin embargo, rescata su figura para el juicio definitivo
cuando concluye: “pero también se merece el reconocimien­
to intelectual por su excelente sensibilidad geográfica, por
sus muchas y fascinantes ideas, por la emoción que siente
ante un lugar” (op. cit., págs. 163 y 174).
¿Se puede viajar, hoy, por los “paisajes ocultos” del Ma­
drid urbano? ¿Hay “formas de mirar” que revelan lo que
otras miradas no descubren?
El viaje o expedición no es una mera salida para toma de
datos. La conexión entre los viajes de los viajeros ilustrados
del siglo XVIII y las pretensiones sociales reformistas ha sido
bien demostrada por A. Morales Moya6 y por N. Ortega
Cantero7. En otro ensayo de este mismo volumen, dedicado
a Linneo, se analizan con detalle estas conexiones. Por su
parte, Carlos Sambricio ha expuesto con brillantez la co­
rrespondencia entre ideología política y concepción del

6 A. Morales Moya, “Conocimiento de la realidad y pretensión refor­


mista en el viaje ilustrado”, en Josefina Gómez Mendoza et al, Viajeros
y paisajes, Madrid, Alianza Universidad, 1988, págs. 11-31.
7 Nicolás Ortega Cantero, “La experiencia viajera de la Institución
Libre de Enseñanza”, en Josefina Gómez Mendoza et al., op. cit., pági­
nas 67-89.
territorio, en “La utopía en la España de la Razón”8 espe­
cialmente en su estudio sobre el mito del buen salvaje y los
viajes imaginarios. Pero los temas u objetivos de los viajes
no son comunes a todas las épocas, ni a todos los colectivos
sociales.
Si en las décadas de los 70 y 80 de este siglo se produjo
en España la explosión de la demanda de estudios relaciona­
dos con las clases sociales (un tema casi tabú, con frecuen­
cia peligroso, durante las décadas de los 50 o 60), en la de
los 90 aparecen demandas sociales nuevas, relacionadas con
nuevos problemas o con grupos sociales emergentes. Y es en
respuesta a las demandas de colectivos organizados de muje­
res por lo que he concretado esta reflexión sobre “los nom­
bres de la memoria” en la ciudad y por lo que ha surgido la
propuesta pedagógica de organizar este viaje, esta toma de
notas para interpretar una “dimensión oculta” del paisaje
urbano, que encaja mal con el proyecto de “la ciudad para
todos” auspiciado por la sociedad democrática.
Los “viajes” del siglo XVIII a los que antes me he referi­
do fueron viajes efectivos. Sus estudiosos han trabajado
sobre materiales o fondos documentales ya existentes, y han
tratado de organizar y dar sentido a estos datos. En este caso,
los problemas son algo diferentes y sin duda mayores, pues­
to que se trata de recuperar y entender una memoria suma­
mente débil, unos testimonios casi inexistentes. Si la cuan-
tificación de los rasgos materiales existentes fuese un impe­
rativo científico, los colectivos carentes de grandes huellas
tendrían que renunciar completamente al ejercicio de la
lógica para la reconstrucción de su historia; les estarían to­
talmente vedados los instrumentos historiográficos y no ten­
drían otro medio de autocomprenderse que la imaginación y
el sentimiento.

8 C. Sambricio, Territorio y ciudad en la España de la Ilustración,


Madrid, Instituto del Territorio y Urbanismo, Ministerio de Obras
Públicas y Transporte, 1991, vols. I y II.
En definitiva, tendrían que proyectarse exclusivamente
en el Arte. Y aunque el arte y la estética son imprescindibles
en la expresión de cualquier colectivo, y hace falta a veces,
como dice Bachelard, que “quienes han seguido tan clara­
mente como han podido el eje del racionalismo activo, olvi­
den su saber y rompan con todos sus hábitos de investiga­
ción, y descubran los problemas planteados por la imagi­
nación poética”9, el Arte, aun siendo necesario, no basta.
Necesitamos también de la ciencia, y el rigor lógico no sólo
puede aplicase al análisis de “lo que hay”, sino también a “lo
que no hay”.
El complemento del volumen es el vacío, y el de las no­
tas musicales, el silencio. Y aunque las presencias —cuanto
más materiales, más accesibles--- sean decisivas en la re­
composición de la memoria, no lo son menos las ausencias.
Una vez detectadas, algunas ausencias cobran tal preemi­
nencia que no sólo se hacen estruendosas, sino que iluminan
presencias menores —aunque importantes, tanto cuantitati­
va como cualitativamente—, que en recorridos anteriores
podrían haber resultado desapercibidas.

II. Los N O M B R E S D E L A C IU D A D

Dar nombre es, en cierto modo, crear. Carecer de nom­


bre es no-ser, desaparecer, des-existir. Y borrar el nombre es
morir, hacer morir. Entre los nombres y los lugares no hay
solamente una relación unidireccional. El espacio indiferen-
ciado se singulariza, se conviene en lugar cuando tiene un
nombre propio: pero al mismo tiempo, el lugar se funde con
el nombre y le devuelve parcialmente sus propias caracterís­
ticas. Hay muchas maneras de nombrar y de desnombrar,
como ha señalado Hanks en su libro sobre la relación entre

9 Gastón Bachelard, Poética del espacio, México, Fondo de Cultu­


ra, 1965.
palabras y espacio10. De ahí que la geografía comience con
ejercicios de topo-grafía, de descripción de lugares. Y de ahí
que en un ejercicio de geografía innovadora, la búsqueda de
los lugares descritos, nombrados, sea sólo el contraste para
la búsqueda de los “ectopónimos”, los lugares excluidos de
nombre y los nombres excluidos de lugares.
Cada cambio político cambia el mapa de nombres de la
ciudad y este cambio es bien evidente en Madrid, en algunas
de las principales arterias urbanas (Gran Vía, Castellana).
Los lugares perpetúan los nombres, que se mantienen vivos
a través de ellos, y se asocian con la identidad de los nom­
brados como parte de la memoria del lugar.
Una idea del valor de su nombre puede dárnosla que de
la etimología de Madrid se hayan ocupado figuras tan rele­
vantes como Ramón Menéndez Pidal, Manuel Gómez Mo­
reno o Manuel de Terán, y hayan sostenido distintas inter­
pretaciones11. Para Menéndez Pidal, Madrid era un nombre
de origen céltico y significaba vadoluengo (“mageto” =
grande, y “ritu” = vado o puente); sin embargo, para Gómez
Moreno era de origen púnico o latino y derivaba de la misma
voz que majada (choza); y Manuel de Terán aceptó la tesis
de J. Oliver Asin, para quien derivaba de la palabra árabe
“mayra” o canal de agua subterráneo12.
Si aceptamos la distinción de Corominas entre la “to­
ponimia” como conjunto de los nombres de lugar y la “topo­

10 William F. Hanks, Referential practice, Chicago, Chicago Univer-


sity Press, 1990.
11 Al corregir estas páginas mecanografiadas coinciden sobre la mesa
con el periódico del día, donde aparece un titular de media columna titu­
lado: “El alcalde inaugura una calle para Madrid en Bulgaria.” La publi­
cación de la noticia en un periódico de gran tirada, así como que el alcal­
de viajase acompañado de un importante séquito, da idea del alto valor
simbólico concedido al hecho (vid. El País, viernes 11 de febrero de
1991, pág. 3.
12Jaime Oliver Asin, Historia del nombre de Madrid, Madrid, CSIC,
Instituto Miguel Asin, 1958.
nomástica” como estudio de los mismos13, tendríamos que
hacer una primera toponimia de los nombres existentes en
Madrid para proceder después al análisis toponomástico,
que superaría ya la mera relación de los nombres “existen­
tes”: esto es, analizaría sus mutuas relaciones de exclusión o
sustitución, presencia y ausencia. A pesar de la divergencia
de las tres versiones sobre Madrid, hay algo en común a
todas ellas, y es que no contienen ninguna referencia de
género, al contrario de lo que suele suceder en las ciudades
de “fundación” o levantadas en honor de una personalidad
política o una advocación religiosa. Esta falta de connota­
ción genérica no es extensiva a los nombres de sus lugares
interiores.
Quizá sea el momento de preguntarse por la imagen de
la ciudad y el papel que los nombres desempeñan en ella. Un
autor tan sugerente y con tantos seguidores como Lynch,
interesado por la legibilidad, la identidad y la imagen de la
ciudad, se detiene casi exclusivamente en sus elementos ma­
teriales o formales. Sin embargo, gran parte de su discurso
podría referirse a los nombres de los lugares, con tanta o más
adecuación que a las torres, colinas o edificios singulares
que centran su atención en el análisis de las ciudades. ¿No
son esenciales los rótulos de las calles para la claridad y la
facilidad de orientación en la ciudad? ¿No contribuyen los
nombres y las parcelaciones de los espacios cubiertos por
ellos a la estructura e identidad de la ciudad?
Sin duda, los nombres forman también parte de la ima­
gen global, definida como “la representación mental genera­
lizada del mundo físico exterior que posee un individuo, o
una colectividad” y contribuyen poderosamente a “actuar
como marco de referencia de las creencias o del conoci­
miento...” y a “proporcionar la materia prima para los sím­
bolos y recuerdos colectivos de comunicación del grupo”,

13 J. Coraminas, Diccionario crítico etimológico, Madrid, Gredos,


1974.
aunque ni Lynch ni la mayoría de los análisis urbanísticos o
arquitectónicos reparen en ellos.
Por ejemplo, resulta sumamente sorprendente que Bucha-
nan no se plantee el tema de los nombres al referirse a la
“accesibilidad” de las ciudades14. Sin embargo, los cambios
políticos y sociales se reflejan enseguida en el cambio en los
nombres o en el tipo de nombres dados a los nuevos lugares.
La comparación entre los nombres del casco histórico de
Madrid y los nombres del barrio cruzado por las calles de
Comandante Zorita o General Moscardó, ofrece una visión
muy rápida de los recuerdos privilegiados por la ciudad en el
momento en que uno y otro barrio se construyeron.
La relación entre el nombre y el lugar no es siempre del
mismo tipo, y el análisis de su evolución histórica plantea
problemas metodológicos interesantes, como el de la co­
rrespondencia entre fuerzas sociales y presencia simbólica
en los nombres, o como el de la inercia y perdurabilidad de
las toponimias a pesar de la progresiva desconnotación res­
pecto a sus significados originales. También son intere­
santes los problemas de delimitación de las unidades de
referencia (calles, barrios, plazas, monumentos, parques,
edificios singulares, etc.) y la atribución de peso o relevan­
cia, así como la utilización de indicadores complementarios
sobre la dispar importancia de los lugares para los usuarios
de la ciudad (obtenidos por medio de encuesta o entrevistas
en profundidad)15.

14 Peter Buchanan, “Tras la década dorada. El desafío de los noven­


ta”, Arquitectura y Vivienda, núm. 24, 1990, págs. 10-21.
15 Uno de los pocos estudios dedicados en España a la percepción y
significado del medio construido es el de José Antonio Corraliza, La ex­
periencia del ambiente. Percepción y significado, Madrid, Tecnos, 1987.
Trabaja sobre todo con fotos y pares antitéticos de adjetivos. A los entre­
vistados se les pide que elijan los adjetivos (por ejemplo, “agradable” y
“desagradable”) que mejor describen las cualidades afectivas del am­
biente, y se establece después el grado de coincidencia. Sin embargo, no
analiza la variación de la respuesta de los sujetos según género, edad, etc.
Con todo, los problemas metodológicos más difíciles de
resolver son los de contaminación o trasferencia de tipo sim­
bólico entre el sujeto recordado, el nombre que los convier­
te en signo y símbolo y el lugar cuya previa identidad se
modifica al asignarle el nombre.
Ni el personaje, ni el lugar, ni el nombre pueden conti­
nuar inmodificados después de estas transferencias, que lle­
varían a lo que Cazeneuve llama en su Sociología del rito la
pérdida de pureza o contagio, entendiendo el hecho de nom­
brar como un ritual, y la posterior utilización del nombre
como una práctica del rito16.

111. G u ía s y a c o n s e j a d o s (m etá fo ra de la d is p u t a

E N T R E P O S IT IV IS T A S Y R A D I C A L E S )

La investigación en ciencias sociales —y en buena par­


te, en arquitectura— se encuentra delimitada por fronteras
metodológicas que la separan del estricto dominio del Arte,
de la Técnica y de la Etica. Pero estas fronteras son suma­
mente imprecisas y es —para mí— bastante evidente que
una buena sinergia puede producirse gracias al abandono de
la contención en los límites propios.
Cuando en 1989 realicé el primer “viaje por los nombres
de la memoria”, presionada por la invitación a presentar una
ponencia sobre “Espacio y género” en el Congreso de la
Asociación de Geógrafos Españoles, no tuve otro material
de referencia documental que un plano de Madrid algo anti­
cuado. Después he repetido el viaje en otras ciudades, y en
Madrid con más apoyo documental, pero la primera impre­
sión sigue siendo la más fuerte, la más lúcida y la más tensa.
Después de la tensión de aquel primer viaje, tuve que echar
mano de recursos intelectuales ante los que habitualmente
nos autocensuramos los académicos, recabando ayuda en

16Jean Cazeneuve, Sociología del rito, Buenos Aires, Amorrortu, 1972.


referencia éticas y estéticas. Incluso descubrí la imperiosa
necesidad de dar salida a la ironía y la broma, dos recursos
casi ausentes en la investigación y docencia universitarias
convencionales, pero profundamente utilizadas en muchos
movimientos artísticos y culturales de los que el surrealismo
pictórico es el mayor exponente.
Curiosamente, sólo en 1993, después de este intento de
“comprender” la ciudad de Madrid, he podido entender
muchas obras del surrealismo que en su primera visión me
provocaron (y aún me siguen provocando) aversión y dis­
tancia17.
Para el viaje de hoy no dispongo de una colección de
cuadros, sino de algo mucho más modesto. He traído un
objeto popular, casi tan común para los madrileños como el
plano; se trata de un callejero, una Guía urbana de Madrid,
en dos volúmenes, edición decimotercera18.
Si a Bunge, o a otros geógrafos radicales, se les hubiera
propuesto una “expedición radical” a través de los nombres
recogidos en el plano de la ciudad, probablemente se habrían
sorprendido. Y, sin embargo, es una manera eficiente, bara­
ta, rápida y accesible de estudiar las relaciones de poder y las
marginaciones de los grupos sociales sobre el territorio
de cualquier ciudad o cualquier pequeño núcleo urbano, y de
rastrear los cambios históricos en estas relaciones.
El primer contraste del libro aparece entre la imagen
común del objeto —la que la mayoría de los usuarios tene­
mos de él— y la que el objeto quiere dar de sí mismo; o lo
que podríamos llamar el conflicto de identidades entre la
identidad que colectivamente le hemos adscrito y la identi­
dad que para sí reclama. Éste es un objeto que la mayoría de
los usuarios ha conocido —con prisas— en la cabina de un

17 Simón Marchán Fiz, Contaminaciones figurativas, Madrid, Alian­


za Forma, 1986. Vid. especialmente sus interpretaciones de la obra de
Emst, Delvaux, Magritte, Klee y Dalí.
18 Guía urbana de Madrid, Madrid, Pamias. La última edición (31 .a)
es de 1994, en 2 volúmenes. Contiene 23.519 referencias.
taxista, sacado de la guantera para recorrer el índice en bus­
ca de una dirección dudosa, en estado regular de conserva­
ción —los cantos agrisados— y vuelto a guardar en su
encierro apenas utilizado.
Sin embargo, el objeto dice de sí mismo, impreso en
la cubierta, que es mucho más que un simple “callejero” o
recolección ordenada de calles, puesto que se trata de una
guía: y cuando un objeto se autotitula “guía” es porque el
usuario ha de adoptar la posición de “necesitado de ayuda”
de “seguidor voluntario” o “guiado”. ¿Ante qué duda, pro­
blema o ausencia ejercerá su función de “guía” el callejero?
¿De qué dificultades implícitas e inesperadas se propone li­
bramos? ¿Llegará su capacidad de “guía” a libramos de la
mala memoria?
Como señala también en su primera página, el callejero
no es sólo una guía ofrecida desde sí mismo o bajo la mera
responsabilidad de sus autores. Los autores están a su vez
“autorizados” por una autoridad más alta, que confiere con­
sistencia y firmeza a su condición de guía. La autorización
proviene del Consejo Superior Geográfico (Ministerio de
Obras Públicas y Urbanismo), que es la institución capacita­
da para reconocer el estatuto de oficialidad a las toponimias.
Y hay cierta redundancia en la acumulación de sentidos; la
“guía” (que presupone un guiado), el Consejo (que presupo­
ne un mensaje dirigido a los aconsejados), y el hecho de que
sea “Superior”, esto es, que se eleve por encima no sólo de
la implícita condición “inferior” de los aconsejados, sino de
las otras posibles, tácitas, instituciones aconsejadoras de
menor altura.
Traer aquí el recuerdo de Bunge y la geografía radical es
casi inevitable. Sólo he leído una obra de William Bunge,
incluida en el libro de Peet Radical Geography, y sólo he lle­
gado a ella tras la curiosidad que me produjo la referencia de
Gómez Mendoza. Pero no puedo por menos de imaginar la
situación de cualquier hipotético Bunge acometiendo una
“expedición geográfica” por los lugares de Madrid, y trope­
zándose en su itinerario con el mismo callejero con el que he
iniciado estas reflexiones. Para un autor que contraponía la
investigación “orientada hacia la gente” a la académica, que
establecía que “la pronunciación correcta de los nombres de
los sitios es la que usa la gente del lugar” y que señalaba que
“el poder de la expedición, el de firmar los cheques y cosas
similares, debe estar en la gente explorada y no al revés”, la
referencia a la “auctoritas” que se presenta en el callejero
madrileño habría sonado terriblemente inconveniente19.

IV L u g a r e s m ayores y m en o r es .
La p e r s p e c tiv a d e l o b s e r v a d o r

Los nombres son un elemento de identificación esencial


de los lugares, y así es entendido por los estudiosos de la
geografía y la historia española. A título de ilustración, en la
voluminosa obra de Ubieto Historia de Aragón. Los pueblos
y los despoblados20, que ocupa 3 volúmenes, y en la que se
describen de modo expreso las categorías o claves de infor­
mación que han de ser reseñadas respecto a cada pueblo
(nombre con que se conoce el lugar, su situación geográfica
en el mapa topográfico, las variaciones en el nombre, las ex­
plicaciones de su origen, las descripciones antiguas, la evo­
lución de su situación administrativa, la primera mención
documental, la forma de posesión de la tierra, la historia
eclesiástica, la evolución demográfica y la bibliografía dis­
ponible sobre el lugar), el nombre o nombres constituyen
tres de estas menciones.
La variedad es tal en la investigación toponímica que
algunos especialistas han dedicado gran parte de su vida
a campos tan acotados como la hidronimia hispanoára­

19 Richard Peet, Radical Geography. Altemative viewpoints on con-


temporary social issues, Londres, Methuen and Co., 1977.
20 A. Ubieto, Historia de Aragón. Los pueblos y los despoblados,
Zaragoza, Annubar, 1980.
be21. Sin embargo, no he encontrado todavía ningún autor o
autora que haya consagrado su esfuerzo, ni en el seno de una
institución como el CS1C, ni en ningún otro centro, a la
toponomástica del género. Las demandas sociales y el punto
de vista del observador (tanto demandante como aspirante a
serlo, e incluso como observador silenciado) son insepara­
bles. A fin de cuentas, los demandantes de conocimiento no
son sino observadores conscientes que confían en la capaci­
dad de la ciencia y sus servidores para responder a sus nece­
sidades intelectuales.
Por eso, a efectos de una revisión sobre los nombres de
los lugares y la identidad o memoria colectiva, me ha resul­
tado sugerente (aunque no nombra siquiera el tema del géne­
ro, y sólo de pasada se refiere a la relación entre memoria
individual y colectiva) el libro de J. Román del Cerro y
M. de Epalza Toponimia mayor y menor de la provincia de
Alicante11. La distinción tan clara, tan resaltada, entre mayor
y menor es en sí misma una poderosa provocación intelec­
tual, o si se quiere, una sugerencia para posteriores reconsi­
deraciones: ¿mayor, respecto a qué, para quién?
La sola enumeración de los tipos de lugares recogidos
bajo la casilla “descripción geográfica” es en sí misma un
catálogo de posibilidades (“camino, finca, zona, granja, par­
tida, playa, montaña, balsa, barranco, cala, colina, paraje,
cuesta, acequia, azarbe, era, fuente, huerto, molino, puente,
sierra, río, pico, mina, peña, senda, casa, caseta, caserío, er­
mita, iglesia, masía, ciudad, pueblo, etc.”), en el sentido de
que la encuesta oral que dio base a la recogida de los 15.684
nombres de lugar en la provincia alicantina podría también

21 E. Terés, “Material para el estudio de la toponimia hispanoárabe”,


Nómina fluvial, tomo I, Madrid, CSIC, Instituto de Filología, Departa­
mento de Estudios Árabes, 1986.
22 Juan Luis Román del Cerro y Miguel Epalza, Toponimia mayor y
menor de la provincia de Alicante. Listado por municipios, Alicante,
Publicaciones de la Caja de Ahorros Provincial, 1983.
haber servido de base a un análisis de los lugares relevantes
para la propia identidad, la propia memoria enraizada en los
lugares, derivada o asentada en ese conocimiento. Es muy
ilustrativo que los propios autores reseñan en el preámbulo
el papel de los ancianos en la conservación de la memoria de
los lugares y que citen a “un pastor viejo que conocía los
nombres de todas las peñas, cuevas y accidentes de la mon­
taña de su municipio” (op. cit., pág. 8).
Si el viejo pastor conocía los lugares y los identificaba
con un nombre diferenciado o propio es porque se trataba de
lugares vividos, los que otros no habían necesitado recono­
cer. Y si el pastor necesitaba los nombres de peñas y cuevas
para mantener su identidad en su memoria, no hay nada sor­
prendente en esperar, paralelamente, que haya otra “geogra­
fía vivida” en los espacios interiores o domésticos tradicio­
nalmente vividos por las mujeres, tanto en las zonas rurales
como en las ciudades y en el interior de las construcciones
habitadas. ¿Es que no son, también, observadores posibles y
necesarios? ¿No habrían identificado y recordado, en caso
de solicitárselo, otros lugares menores imprescindibles para
su vida cotidiana? ¿No es asimismo valiosa su experiencia,
el trazado de sus sendas y sus hitos?23.
Si el tiempo y el espacio son grandes concretadores,
como los condicionantes kantianos ilustrados por Amelia
Valcárcel a propósito de “los modos de conocer”24, nada más
“científico” que esperar un dimorfismo de hombres y muje­
res en la experiencia de la geografía vivida, en el modo de
conocer y dar relevancia a los lugares.

23 Hay un tratamiento interesante, a veces mordaz, del tema de la


“identidad cultural” en el libro de Alain Finkielkraut, La derrota del pen­
samiento, Barcelona, Anagrama, 1987. Sus ironías sobre el peso exce­
sivo de la cultura local o nacional, y sobre la vida cotidiana, podrían en
cierto modo extenderse a la cultura del género, aunque el autor no toca
este aspecto.
24 Amelia Valcárcel, Sexo y filosofía. Sobre mujeres y poder, Madrid,
Anthropos, 1991.
O, lo que en forma ligeramente diferente y más aplica­
da, han recogido Aurora García Ballesteros y J. Bosque
Sendra en su obra El espacio subjetivo de Segovia25, al se­
ñalar que las mujeres marcan sus “hitos espaciales” en tor­
no a la Residencia de la Seguridad Social y el mercado, en
tanto que los varones estructuran su espacio en un entorno
más móvil, que incluye las carreteras y los municipios de la
periferia urbana.

V Pa r a u na h e r m e n é u t ic a c a l l e j e r a .
M e m o r ia s y s ig n if ic a d o s d e M a d r id

Llamaban los griegos palimpsestos a los escritos, gene­


ralmente en tablillas o cincelados sobre muro de piedra,
que podían borrarse y volverse a escribir. La ciudad moder­
na es un palimpsesto vivo y sus habitantes tienen que ejer­
cer cotidianamente la condición de interpretadores, de her-
meneutas. Los dioses Hermes y Hestia se complementaban
en la cosmogonía griega; mientras Hestia protegía la esta­
bilidad, el centro y los hogares, la efigie de Hermes presi­
día las puertas de las ciudades y los caminos y daba pro­
tección a los viajeros. Doblemente viajeros —por el lugar
y por su significado—, iniciamos aquí un ensayo de her­
menéutica, de interpretación de los mensajes que la ciudad
ofrece: pero para hacerlo hemos de abandonar el lugar res­
guardado por Hestia, el lugar de la privacidad y las memo­
rias familiares. El tránsito de lo privado a lo público entra­
ña riesgos, y no es el menor la posible debilitación de iden­
tidades.
Cándida Martínez ha estudiado el papel de las “Oratio”
fúnebres en la dotación de nombres al mobiliario urbano en
las ciudades romanas, especialmente a través de las escultu­

25 A García Ballesteros y J. Bosque El espacio subjetivo de Segovia,


Madrid, Ed. Universidad Complutense, 1989.
ras y otros embellecimientos monumentales26. Si la memoria
urbana es parte de nuestra memoria, si la identidad indivi­
dual se fragua en una historia de previas identificaciones:
¿podremos crecer y afirmar una personalidad colectiva aun
careciendo de un puesto visible en la memoria de la ciudad?
¿Qué forma de identidad propician las ausencias, las identi­
ficaciones vicarias o derivadas a través de los ajenos?
La Guía urbana de Madrid tiene, como ya señalábamos,
más de veinte mil voces, y un análisis sistemático tendría
que combinar la información textual o documental con otras
informaciones orales sobre atribución de importancia, fre­
cuencia de uso y sentido. El análisis de la frecuencia de uso
nos llevaría al reconocimiento de las “sendas” o “itinerarios”
habituales para distintos tipos de población, y los nombres o
memorias relevantes serían los más asociados con esos reco­
rridos. No siempre coinciden las calles, en su entero trazado,
con los “lugares” dotados de identidad o de relevancia, ni
coinciden los observadores en conceder la misma importan­
cia a los lugares. Pero, no obstante, los lugares identificados
en los planos de la ciudad son sobre todo sus calles y plazas.
En el recorrido por los nombres de la ciudad se plantean
algunos problemas semánticos; los nombres pueden inter­
pretarse como signos o señas de identidad del lugar, y eso los
dota, sin más, de una “comprensibilidad” o sentido. Dicho
de otro modo, aunque estuviesen escritos en un lenguaje o
alfabeto que el lector desconociera, serían “eficientes” sim­
plemente por la posibilidad de “identificarlos”, esto es, de
reconocerlos y reproducirlos. Sin embargo, algunos nom­
bres evocan otro sentido; por ejemplo, la calle del “Arenal”
o de “Los Olmos” remite al significado de la palabra fuera
del contexto de la placa en que está dibujada. Y este sentido
es, a veces, doble o cruzado, porque remite a la relación entre

26 Cándida Martínez, Nuevas aproximaciones históricas al estudio de


la ciudad, Conferencia en el Colegio de Arquitectos de Málaga, 13 de
octubre de 1993 (en prensa).
el significado del nombre (árbol, personaje, actividad, etc.),
y el lugar al que se aplica.
El interés de este último tipo de significados es, de cara
al viaje que nos ocupa, la introducción de los problemas de
“verdad” y “certeza” en la lectura urbana, por la vía de la
posible disparidad entre los significados “objetivos” de los
nombres y las “atribuciones” de significado, por lo demás
variables, que realizan los observadores o viajeros urbanos.
¿Es posible el análisis de la memoria generalizada de la
ciudad a través de sus nombres?
El callejero de Madrid es una recolección de signos, en
tanto que las obras de Pedro de Répide27 o de Bravo Mora-
ta28 tratan de conocer el significado, generalmente la historia
de los signos o nombres del callejero. Pero entre el primero
y las segundas hay un filtro, una selección basada en crite­
rios de importancia o disponibilidad de información que
reduce el censo inicial de veinte mil signos a menos de una
vigésima parte de significados ya publicados.
Para tratar de responder a esta pregunta nos movemos en
tres planos diferentes:
1) El de la mera presencia de rasgos dimórficos en los
nombres de los lugares urbanos.
2) El del significado (historia del personaje o hecho
recordado) de esos nombres.
3) En la atribución de significado que los observado­
res (los participantes en este viaje) conceden a los
nombres, con independencia del otorgado o “reco­
nocido” por los expertos.
Es evidente que un recorrido completo por los veinte mil
términos, en los tres niveles, y contrastando no una sino va­

27 Pedro de Répide, Las calles de Madrid, Madrid, Afrodisio Agua­


do, 1981.
28 Federico Bravo Morata, Los nombres de las calles de Madrid, 2.aed.,
Madrid, Fenicia, 1984.
rías fuentes documentales y varias atribuciones de significa­
do emitidas por los participantes en la expedición, rebasaría
los límites de lo alcanzable, aquí y ahora, para esta propues­
ta. Pero, al menos, puede ensayarse, poner en marcha el pro­
ceso y cosechar los primeros resultados.
Vayamos, pues, al callejero y analicemos cada uno nues­
tras propias percepciones y experiencias.
Según la Guía urbana de Madrid, las cuatro primeras
voces del listado corresponden a cuatro calles llamadas “A”,
en el distrito de Villaverde. Pero aunque la “a” sea por anto­
nomasia la terminación feminizada de los nombres en caste­
llano, no puede atribuírsele connotación genérica a estas
voces del listado alfabético. La “A” significa en este caso
una pura reducción, la primera y más simple de las posicio­
nes en un esquema formalizado y simbólico que en el con­
texto de un plano como el nuestro no evoca pureza sino esca­
sez, y remite más a la imagen de un acceso trasero o un pro­
yecto inacabado que a un ejercicio minucioso de trazado.
Vienen después, entre otros nombres desprovistos —al
menos, para esta observadora— de significado, las calles de
la Abada, de los Abades, de la Abadesa y de la Abadía. La
calle de la Abada permite reconocer inmediatamente un
lugar, una función, un ambiente; es una calle estrecha, per­
pendicular a la Gran Vía, definida sobre todo por su condi­
ción de salida lateral al edificio de unos grandes almacenes.
Sin embargo, al preguntarme reflexivamente por su signifi­
cado, se me aparecen dos asociaciones diferentes de sentido:
me doy cuenta de que de modo más o menos inconsciente
siempre he asociado este nombre con el de abacería, que
según el Diccionario de la Real Academia es la tienda o
puesto donde se venden al por menor aceite, vinagre, legum­
bres secas, bacalao y otros productos: y supongo que ese
deslizamiento fonético de la “c” hacia la “d” se ha produci­
do a través de la tienda de “abarrotes”, tan popular en los
cómics de Miguelito y Mafalda. El trazado y emplazamien­
to de la calle hace creíble que se encontrase allí, en otros
tiempos, una abacería de la que tomase el nombre.
Sin embargo, como consecuencia del proceso intelectual
del que este viaje forma parte, se me hace evidente otro posi­
ble, y probable, sentido. Se trataría de la feminización de
abad, esto es, la superiora de un monasterio.
Al consultar el Diccionario de la Real Academia, y los
libros de Pedro de Répide y de Bravo Morata sobre las calles
de Madrid, aprendo algunas cosas; que la abada es un rino­
ceronte que el gobernador de Java regaló en 1501 a Felipe II
y se guardaba en los corrales donde hoy se alza la calle. Esto,
según Répide, porque Bravo da una versión menos palacie­
ga de la misma abada y otorga su posesión a unos cazadores
o viajeros portugueses que viajaban en compañía de este
animal, “algo amaestrado”.
Tanto Répide como Bravo recogen la historia de que el
animal mató en aquel lugar al panadero de un homo cerca­
no, que le molestaba. Aun después de adquirir la “certeza”
científica de que el nombre no es lo que a mí me parece,
siguen vivas las asociaciones de ideas con que antes se me
presentaba, y me resulta difícil sustraerme a la imagen de la
tienda antigua. No puedo por menor de preguntarme cuál de
estos significados u otros que no se me ocurren evoca la
calle en el imaginario colectivo. Y en el supuesto de que en
este imaginario la abada sea también, preferentemente, el
femenino de abad, la “ciencia” o conocimiento verdadero
produciría una transmutación imaginaria entre la rinoceron-
ta brava y la monja superiora.
En cuanto a la calle de los Abades, pensaba que recor­
daría algún monasterio o reunión de monjes o canónigos
importantes. Aunque la lengua castellana admite la posibili­
dad (por estar en plural) de imaginar tal lugar como referido
a un grupo mixto de varones y mujeres, la experiencia o
memoria colectiva y propia me dificultaba hasta cerca del
veto tal expansión imaginativa. Aun siendo posible, mis aso­
ciaciones de ideas se retraen ante el plural integrador, devol­
viéndome solamente las imágenes de un cenáculo habitado
por varones.
La ceremonia de los nombres en el callejero responde a
un criterio de organización formal, alfabético, y no refleja
proximidad de los lugares nombrados. Pero también los
nombres provocan lo que Amheim ha llamado “psicología
del ojo creador”, o capacidad de la percepción para descubrir
los componentes del arte más allá de las formas singulares29.
Vistos juntos, uno al lado del otro, no es posible obviar las
conexiones semánticas entre la abada, los abades, la abadesa
y la abadía: en la imaginación se articulan como una unidad
dotada de sentido propio, como un cuadro surrealista de
Picasso o de Delvaux en el que fuesen cayendo la rinoceron-
ta vengadora, los abades y la abadesa, todos encerrados en
los contornos venerables de la cerca de la abadía.
Resulta luego que tampoco los Abades eran clérigos,
sino dos ricos hermanos, Rodrigo y García, que llevaban tal
apellido. Pero esta brusca ruptura de las imágenes errónea­
mente asociadas en la primera lectura no tiene que desani­
marme en la expedición urbana. Al contrario, son una buena
prueba de la capacidad equivocante de los signos, de las plu­
rales simióticas, de la tensión y el desencuentro entre los que
escriben y los que leen, entre los que lanzan el mensaje y los
que lo reciben.
Si he comprobado sobre el terreno en el primero y en el
segundo de los nombres de cuya historia me he preocupado,
y en una ciudad en la que habito desde hace medio siglo, que
el sentido originario no coincide con el sentido que yo le
estaba dando: ¿dónde marcar los límites de la certeza?, ¿has­
ta dónde llega la transparencia en la lectura de los signos de
la ciudad? O, dándole la vuelta al argumento: si en lo que
parece sólido o al menos altamente probable hay tanto ries­
go de confusión, ¿por qué asustarse o alejarse del uso cons­
ciente de la imaginación creadora, del renombramiento o la
redesignación de los lugares?30. Si ha habido construcciones

29 Rudolf Amheim, Arte y percepción visual. Psicología del ojo crea­


dor, Madrid, Alianza, 1993.
30 Aunque con objetivos muy diferentes, he encontrado claros juegos
semánticos en dos artículos recientes sobre Madrid y en la parte intro­
ilusorias, lugares imaginarios y prospectivas de ciudades y
edificios de ciencia-ficción, ¿por qué no, también, nombres
imaginados?
En el listado de nombres, siguen las calles del Abanico
y de la Abertura. Aunque Bravo Morata señala en la historia
de esta calle que el abanico se impuso entre las mujeres es­
pañolas, principalmente, como instrumento del lenguaje no
verbal, para decir lo que no querían manifestar explícita­
mente con palabras (abanico abierto o cerrado, hacia arriba
o hacia abajo, etc.), renuncio por ahora a contrastar el men­
saje que los nombres me transmiten a mí —en 1994, viaje­
ra urbana—, con su posible historia verdadera.
Ignoro dónde se encuentran estos lugares y no recuerdo
haber transitado por ellos. No sé si el nombre me hizo algu­
na vez un guiño de sentido, si asocié su presencia en la pla­
ca y el muro con otra situación u otra experiencia; y en caso
de que hubiera existido este precedente, sin duda mi lectura
habría sido distinta al ver los nombres en otro contexto, que
hoy, cuando los veo juntos sobre el papel como piezas de un
rompecabezas al que trato de darle estructura.
En una decisión aparentemente trivial, me impongo la
renuncia a asumir el papel de “relacionador/a”. Pero si
renuncio a la búsqueda del papel de las partes en el conjun­
to o el todo, tendré que negar un principio básico del cono­
cimiento científico.
Siguen, en el callejero, “Abel” y “Abella”. Abel tiene
—al menos, eso parece— un claro sentido como nombre del
primer padre, el que murió a golpes de osamenta en el pri­
mer fratricidio. Pero, “Abella”, ¿qué será?, ¿qué fue en su

ductoria de una cuidadísima edición de la Dirección General de Arqui­


tectura de la Comunidad Autónoma de Madrid titulada El espacio renova­
do. Plazas, calles y espacios públicos en la Comunidad de Madrid. Se tra­
ta del artículo de Luis Fernández Galiano sobre “Plazas”, en que contra­
pone esta idea y la de los desplazados, y en el de Enrique Gil Calvo sobre
“La Corte de los villanos”, en el que contrapone la idea grandiosa de cor­
te a la degradada de villanos o habitantes de la Villa de Madrid (pág. 32).
origen?, ¿cóm o “leen” su nombre los transeúntes?, ¿qué
m e “d ice” a mí?
De nuevo se plantea el problema de la falsa —o real—
asociación de ideas, de la machacona querencia de estructu­
ras. Vistos así, uno junto a otro, “Abella” parece una conti­
nuidad sintáctica, una feminización de Abel, la segunda
mitad del primer nombre propio hasta ahora leído. Es el se­
gundo sexo en todas las listas por orden alfabético, por ser el
más largo y por todas las consideraciones que Simone de
Beauvoir contrastó en El segundo sexo31. Pero no hay ningu­
na garantía de que Abella restaure, siquiera secundariamen­
te, el equilibrio simbólico en la ponderación de los nombres.
Nunca he oído hablar de mujeres cristianadas en memoria de
Abel, y sí de familias que lo llevan (con tilde y golpe tónico
en su última vocal) como gentilicio.
Aún me parece más probable que esa consonante tan
eufórica, la doble ele, italianizante o levantina, sea sólo una
variante del duro sonido de la jota, una transmutación de la
abeja en abella por una vía diferente que la transmutada
rinoceronta en abadesa. Y en ese caso, el precario equilibrio
se rompería, y en los primeros signos de identidad que mi
ciudad me ofrece, el nombre del hijo de Adán no iría acom­
pañado del nombre de su hermana, la hija de Eva, sino del
de un animal pequeño, femenino según el diccionario, ha­
cendoso y parco, creador de la miel y de la cera, encerrado
por la naturaleza entre los límites intocables de la casta de
los machos (nombrados por la lengua con la voz distinta y
despectiva de zángano) y la de las solitarias abejas/madres,
reinas únicas y garantes de la reproducción de toda su
especie.
Si la guía que tengo entre manos recoge varios miles de
menciones, y he consumido tantas horas en la expedición en
recorrer solamente treinta y cuatro nombres, se hace eviden­

31 Simone de Beauvoir, El segundo sexo, 4a. ed., Madrid, Cátedra,


2000.
te la necesidad de acelerar, de encontrar algún sistema de
muestreo para lograr, al menos, una visión de conjunto.
Paso, casi de golpe y desestimándolos por la escasa cla­
ridad genérica de su sentido, los nombres de muchas calles.
Entran ahora en liza dos “Adelas” seguidas casi inmediata­
mente de tres “Adrianes”, una “Afrodita”, un “Agapito”, dos
“Ágatas”, dos “Águedas”, diez “Agustines” y dos “Agusti­
nas”. En total, ocho recuerdos de personajes femeninos y
catorce de personajes masculinos.
Siguen en el callejero setenta y una referencias de esca­
sa o ambigua significación, que desestimo para los objetivos
específicos de este recuento. Luego entran nueve “Albertos”
y un “Albino”, seguidos de dos páginas de nombres sin nin­
guna referencia genérica y personal directa. Y a continua­
ción aparecen un “Alexandre”, un “Alejandro”, una “Alejan­
drina” y quince nuevos “Alejandros” acompañados de diver­
sos apellidos. En total, tras este nuevo recuento, nueve
recuerdos de personajes femeninos y treinta y un recuerdos
de personajes masculinos, que ocupan además y en su con­
junto, identificaciones de lugares “mayores” o “más relevan­
tes” que el conjunto de las identificaciones femeninas.
En las páginas siguientes se inicia la sucesión de nom­
bres coronados, ordinales: “Alfonso VI”, “Alfonso X”, “Al­
fonso XI”, “Alfonso XII”, “Alfonso XIII”... Ninguna reina
entre esta primera dinastía callejera alfabética: pero tampoco
hay Alfonsas entre los Alfonsos comunes, nominales y or­
dinales, individualizados por su apellido y no por su posi­
ción en la serie. Y ninguna Alfreda tras los subsiguientes
Alfredos.
Si lo que estamos haciendo fuese un índice de impacto
como los que E. Garfield propone para medir la influencia
de los científicos en la Citation indexing32, la “influencia”
de las mujeres en el mapa urbano de Madrid sería sin duda

32 Eugene Garfield, Citation indexing. Its theory and application in


science, technology, and humanities, Nueva York, Wiley and sons, 1979.
muy poco relevante. La lista es demasiado larga para seguir­
la a este ritmo. Hago recuento de presencias y de ausencias:
la ciudad de Madrid consagra algo más de un tercio de sus
nombres a la memoria de personajes humanos dimorfizados,
y de ellos, la proporción aproximada es de seis a uno para los
hombres y para las mujeres. La misma proporción que ocu­
paban las estudiantes universitarias a principios del siglo XX
en la Universidad española. La misma proporción de muje­
res con escaño en las Cortes durante el franquismo. La mis­
ma proporción de mujeres que llegaron a las cátedras en la
década siguiente a la Constitución democrática del 78, du­
rante esa década esperanzada y activa de los 80.
Cuando contrasto estos datos del callejero (referidos a
todos los lugares, pero sólo a sus signos/nombres) con el li­
bro de Bravo Morata, muchos de los nombres que en una
lectura rápida no tuvieron connotación genérica, ahora la ad­
quieren.
Son lugares identificados por un gentilicio y al aparecer
la historia del nombre se desvela la del personaje, hombre o
mujer, cuya memoria conservan. La relación ya no es (en el
recorrido de los que comienzan por A) de uno a seis, sino
tres veces más fuerte, de uno a veinte. Y me permite cons­
tatar que la calle de Arenal no conmemora a la primera
mujer que logró acceder a las aulas universitarias disfrazada
de hombre, sino a los terrenos arenosos que allí había. Con­
cepción Arenal, la innovadora, la grande, sólo disfruta de un
recuerdo pequeño, casi una “toponimia menor”, en una
calle corta y poco transitada entre las glorietas de Bilbao y
San Bernardo.
La ciudad, con sus nombres, ha compuesto un texto
dotado de sentido. A nosotros nos toca asumir el papel de in­
térpretes, descifrar su significado y asentir o no ante el men­
saje que entraña.
La escalera en el lenguaje, el cine
y la arquitectura

P r e s e n t a c ió n

A principios del verano de 1993, el Consejo Superior de


los Colegios de Arquitectos nos encargó a tres profesoras de
Arquitectura (Rosa Barba, de la ETS de Barcelona; Adriana
Bisquert, de la ETS de Madrid; Pascuala Campos, de la
ETS de La Coruña) y a mí, la preparación de un curso sobre
“Nuevas visiones del espacio” como parte de un programa
NOW. Sugerí que se incluyera una sesión sobre los espacios
de uso compartido en las viviendas: portales, escaleras,
accesos, jardines. Como a menudo sucede, el simple interés
inicial acabó convirtiéndose en la obligación de buscar por
mí misma ese conocimiento, y transmitirlo. Poco encontré
de lo que buscaba, y estas páginas son el relato de aquella
peregrinación entre fuentes dispares: me parece una buena
metáfora del proceso de producción científica, en que los
temas no existen de antemano, sino que se hacen a medida
que alguien los inicia y otros los recogen y aceptan como
propios.
Cuando se acabó el tiempo de preparación del semina­
rio sobre “Espacios comunes”, estaba convencida de que
cualquiera de nosotros sabe tanto de puertas y escaleras
como los libros. El intento de ordenar y hacer aflorar las
experiencias acumuladas a lo largo de mi vida —y de quie­
nes participaban en el curso— era ineludible, como comple­
mento necesario a la ya agotada búsqueda a través de biblio­
tecas. La preparación de materiales duró algo más de nueve
meses, y estuvo entrecruzada de incontables consultas y ayu­
das ajenas; tantas, que no puedo agradecerlas por separado,
una a una.
En este ensayo no hay pretensión de conocimiento sobre
los elementos mecánicos (materiales, resistencias, etc.) de
las escaleras o las zonas comunes de las viviendas: todo el
esfuerzo se concentra en el intento de entender la relación de
cada uno de los oyentes o lectores con su propia experiencia
personal de los espacios compartidos.
Mi búsqueda personal en la memoria de las escaleras
que he vivido sólo son una excusa, un hilván o pasarela para
facilitar el viaje interior al que invito a participar a los lecto­
res. Si el ensayo sirve para lo que pretendía, su lectura será
principalmente un ejercicio de sustitución: habrá tantas ver­
siones del texto como oyentes o lectores, porque cada uno lo
hará propio, convirtiéndolo en una indagación personal dife­
rente.
En recuerdo del carácter compartido de este trabajo, he
mantenido algunos elementos del lenguaje oral de los se­
minarios. El sujeto dominante del discurso es el imperso­
nal, el “es” característico del habla de los científicos; pero
como deliberado contrapunto, asoma a veces el “yo” del
sujeto que encabeza la búsqueda, y del “vosotros” o el “no­
sotros” del grupo con que la comparte. En algunos pasajes,
el “es” afirmativo, final, cede protagonismo a la duda, a los
interrogantes. Son los interrogantes sobre el qué, quién,
cómo, cuándo y dónde del proceso de construcción de la
ciencia.
No he querido recoger con detalle los resultados de mi
propio ejercicio de introspección, porque de lo que se trata­
ba era de despertar las memorias individuales y propiciar la
memoria colectiva. Creo que en los dos seminarios en que
expuse este texto (Málaga, diciembre de 1993; Toledo, abril
de 1994) cumplió su objetivo, y queda para más adelante el
intento de sintetizar lo mucho que las experiencias vividas
por los participantes del curso tenían en común y de explicar
y entender lo que había de diferente o contradictorio.

I. E l e s p a c i o s i n l í m i t e s : m e d i r , p r e d e c i r , e n t e n d e r

El espacio matemático no tiene límites. Es un agregado


continuo de puntos, un número infinito de dimensiones. En
el siglo III a. C., en Alejandría, Euclides compiló el saber de
su tiempo sobre las relaciones entre posiciones en este mun­
do abstracto y dio a su obra el nombre de Elementos. Se lla­
ma desde entonces espacio euclidiano, en geometría, al es­
pacio en que existe una correspondencia de uno a uno entre
todos los puntos y los múltiplos ordenados de un número
real o complejo. A este tratamiento de la distancia entre pun­
tos se le llama métrica euclidiana.
El espacio geométrico es homogéneo e imperturbable.
Sus reglas de relación son exactas y están ahí desde siempre,
esperando a ser descubiertas (las proporciones entre los án­
gulos, las formas de los poliedros), pero sin tiempo de pro­
mulgación ni de vigencia social. La capacidad humana de
desenvolverse en este infinito continuo de posiciones ha
sido, desde siempre, objeto de reflexión: primero, de la filo­
sofía y, después, de otras ciencias.
Es el sentido de la vista el que transmite la mayoría de
las percepciones, pero no el único. También contribuyen el
oído, la kinestesia, el olfato, la experiencia gustativa, y otras
capacidades perceptivas más complejas, como el sentido del
equilibrio. A través de la vista se recibe la información sobre
los tres planos humanos esenciales del espacio: la altura o
plano vertical, la anchura o plano horizontal y la profundi­
dad o plano sagital.
La visión resultante no es binocular, o separada para
cada ojo, sino única, lo que se ha llamado integración cicló­
pea. De entre las infinitas dimensiones del espacio euclidia-
no, tanto el arquitecto como el común mortal se han habi­
tuado a “representar” y ordenar la “realidad espacial” sobre
esta simplificación, en estos estrechos límites.
El espacio mismo es una “idea”, aunque lo vivamos, fre­
cuentemente, como una creencia. Todas las ideas, el sistema
total de “nuestras” ideas y de las ideas de la cultura o época
en que vivimos, son creaciones, formulaciones “inventadas”
por los seres humanos. Lo mismo la ciencia que la tecnolo­
gía, la religión o el arte. Entre los conceptos y la realidad no
hay identidad completa. Ortega decía que “no podemos gol­
pear las ideas contra la realidad, como si fuese una piedra de
toque”. Hamlet y el triángulo tienen el mismo pedigrí, son
ambos hijos de la imaginación, de la fantasía.
También la arquitectura y la ciudad han sido creadas a
partir de productos mentales, y no sabemos con exactitud
cuál es la equivalencia entre nuestras ideas y la “realidad
exterior”. Para referirnos a ella tenemos que generar concep­
tos, palabras, definiciones, aplicar sistemas de medidas,
pesos y escalas. Y, cuando aplicamos mediciones, por preci­
sas que sean, sólo puede tratarse de aproximaciones. Apro­
ximaciones suficientes o no, y que cada época trata de
hacer más exactas y precisas en algún sentido: que nos sir­
ven con cierta eficacia para prevenir acontecimientos ex­
ternos. O aproximaciones —y esto es más difícil— que no
sólo ayudan a predecir, sino a entender los hechos que vivi­
mos (Fernández Alba, 1986).
La arquitectura y el urbanismo están en el límite de la
difícil síntesis entre estos dos tipos de saberes que pretenden
conocer por la medida o predicción desde fuera y por el en­
tendimiento desde dentro.
¿Qué es, en realidad, conocer? ¿Quién conoce y qué pue­
de llegar a conocer? ¿Qué papel desempeña la observación
en el proceso de conocimiento y a quiénes se otorga el papel
de observadores y de observados?
El proceso de conocimiento es abierto, acumulativo, in­
terminable: Ovidio decía en Las Metamorfosis que el supli­
cio de Proteo, el hombre sabio, no sólo provenía de la en­
vidia de los dioses, sino de la desgarradora autocondena a
querer saber siempre más, en necesidad incurable. La pro­
ducción de la ciencia es un proceso colectivo en el que todos
participamos de un modo u otro, dando y rechazando, crean­
do y confundiendo, repitiendo y olvidando, priorizando y
relegando. En el proceso histórico de producción del sistema
de ideas, de la ciencia y de la técnica: ¿qué papel han desem­
peñado las diferencias entre varones y mujeres?, ¿escapan a
este proceso la construcción social de los espacios arquitec­
tónicos, las ciudades y los monumentos, los foros y los al­
macenes, los jardines y las viviendas?
Si el conocimiento fuese una piedra, con los contornos y
la estructura terminados, invariable al paso de los años; o si
esa piedra continuase allí, invariable, millones de años des­
pués que nosotros hubiéramos desaparecido... Pero no. El
conocimiento es un proceso fluido, sometido a todas las in­
fluencias y las luchas sociales, tanto en su origen como en su
dilatada generación y en su consolidación. La ciencia, la téc­
nica, la arquitectura, son sociales de principio a fin, prohija­
dos y prohibidos por los grupos sociales, objeto simultáneo
de rechazo, de olvido y de veneración. Los grupos u organi­
zaciones sociales desempeñan un papel más füerte que los
individuos aislados en el proceso de producción de conoci­
miento. De ahí que los innovadores precisen de reuniones,
de clubs, de asociaciones y congresos, para hacerse oír y dia­
logar con mejor cobertura frente a los mantenedores de otras
ideas o intereses.
La ciencia es un poder y hay un Poder sobre la Ciencia.
Hay un Poder que la estructura en jerarquías, en sistemas de
selección y cooptación, que exige conocimientos dominan­
tes respecto a conocimientos dominados. Relaciones de
dominación que encuentran fácilmente sus equivalentes y
representaciones espaciales, sus celebradoras arquitecturas,
sus columnarios: más allá de la tensión entre el orden y el
caos, la predictibilidad y la obediencia, se encuentra el pun­
to de fricción del pensamiento creativo. Y porque es social
en su origen, la impronta de su nacimiento lo dejará marca­
do irremediablemente. Para re-novar no habrá más camino,
muchas veces, que desandar lo andado.
Si el conocimiento es un proceso social, el árbol de la
ciencia se revela enseguida como una metáfora en exceso
complacida. No son tantas las armonías cuando se echan en
falta los frutos de las ramas podadas. No es tan jugoso y pro­
metedor lo que se ve cuando se aperciben los muñones secos
de lo que no ha llegado a brotar. Son muchas las cicatrices
de lo arrancado y sólo mirando para otro sitio se desaperci­
ben: pero ¿vale la pena hurgar en la vieja herida? Sólo el de­
seo de conocer alimentará el conocimiento: pero ¿en qué di­
rección le llevará, donde lo corta o lo sumerge?, ¿cómo ha­
cerle fluir para que se funda con otros, y se haga grande y
estabilizado?
Es justa la desconfianza de los movimientos sociales
innovadores en la neutralidad de los números, en los resulta­
dos. ¿Hay que recurrir a la imaginación para ver mejor?
¿Hay que fertilizar la lógica de lo que se ve con la angustia y
el dolor de lo que falta? La metáfora y la parodia ven y ense­
ñan más que la suma de las obviedades presentes: ¿Necesi­
tan los movimientos sociales de la poderosa ayuda de los
sentimientos para crear conocimientos nuevos? ¿Hay que
recabar emociones (amor, odio, coraje), para tensar el es­
fuerzo del deseo intelectual insatisfecho, del conocimiento
intuido y no existente? ¿Hay que llorar por los sujetos que no
pudieron contribuir al parto de nuestra cultura, por los ex­
cluidos, los olvidados, por los “tutelados” y “representados”,
por los conocimientos perdidos? ¿Hay que rescatar el dolor
y la ira o domeñarlos con bálsamos desmemorizadores, pac­
tar, prometerles nuevo cauce, acallarlos?
Muchas mujeres opinan que ha llegado el momento de
olvidar los días de ausencia y de lucha, de descubrir el pla­
cer de conocer en libertad y buena acogida, de trocar en lúdi-
co lo que fue vivido como agónico. Piensan que somos ya,
de verdad, invitadas iguales en la fiesta de la vida y el pen­
samiento, con derecho a entrar y a salir por la puerta princi­
pal, sin los disfraces y prudencia que Concepción Arenal
tuvo en su primer entrada al universitario —pero no univer­
sal— recinto de la cultura.
El conocimiento no es una abstracción, ni una piedra,
sino un proceso en que los humanos, mujeres y hombres,
intervenimos de principio a fin. Si no hay conocimiento
universal: ¿por cuál de sus múltiples escaleras transitamos
ahora?, ¿en cuántos tramos coincidimos, qué pasajeros
compartimos subida, bajada o rellano? Si la escalera no es
objetivo en sí sino instrumento: ¿qué esperamos encontrar
al otro lado?, ¿qué nos mueve a transitarla?, ¿se comunican
entre sí los caminos, o cabe cambiar la dirección si se des­
cubre errada?

III. V ia j e a la s fu e n t e s . Im á g en es y m etá fo r a s

DE L A ESC A L E R A

Si las escaleras, como los soportales y zaguanes, los as­


censores y los aparcamientos, las marquesinas y las azoteas,
no corresponden a un campo delimitado de conocimiento, ni
son tan universales que están en el principio de cualquier
conocer, ¿adonde acudiré para saber de ellas?, ¿tendré que
convertirme yo misma, como por acto de decisión, en explí­
cito “sujeto cognoscente”?, ¿habré de trazarme un mapa de
posibles caminos, diseñar una estrategia de búsquedas y de
evitamiento de potenciales filtros equivocantes? Tendré, sí,
que echar mano de cualquier ayuda que otros me brinden,
expurgándola entre masivas acumulaciones de mensajes des­
clasificados. Así inicio este viaje, peregrina casi, a la búsque­
da de las fuentes.
A falta de guías más precisas, empezaré por los terrenos
que me son más accesibles, más familiares. En mi memoria,
y en la memoria colectiva, debe de haber muchas huellas de
escaleras, hechas humanas por la humana mirada.
¡Por favor, acompañadme en esta aventura del des-cubri­
miento, del encuentro con las bibliotecas, con los libros, con
el museo, con la casa, con la ciudad! Revolveremos en nues­
tros propios archivos, en los textos acumulados. Miraremos
atentamente, visitaremos librerías especializadas. Y sobre
todo, hablaremos de escaleras y de soportales con cuantos lo
consientan: ellos nos darán su versión y su propia perspectiva.

III. 1. Viaje al lenguaje: escala, escalera, puerta, vecinos

La escala es una idea y un objeto. Como idea, la “esca­


la” es el tamaño al que se desarrolla un plan. Como objeto,
el Diccionario de la Real Academia Española la define por
minoración, como una “escalera de mano, hecha de madera,
de cuerda o de ambas cosas”. Y en lenguaje marino —y no
sólo marino— es “el puerto o paraje donde tocan de ordina­
rio las embarcaciones entre el punto de origen y aquel adon­
de van a rendir viaje”: o lo que es lo mismo, una pausa en un
proceso, una detención momentánea.
La escalera es una idea, una función, una forma: un
modo de salvar la verticalidad y la distancia. Pero también
es, y aún más, una comunicación y un proceso. La escalera
conecta lo de abajo con lo de arriba, lo de afuera con lo de
dentro, el principio con el fin. Pero también conlleva el re­
verso, y devuelve el fin al principio, el dentro a afuera y el
arriba abajo. La escalera remite perentoriamente al observa­
dor y al sujeto que la transita, para darle sentido. La escalera
es, al mismo tiempo, el todo y la parte; el conjunto y sus
fragmentos o peldaños.
El lenguaje es rico en acepciones de la escalera y en
palabras relativas a ella. El Diccionario de la Real Academia
de la Lengua Española señala que el término proviene del
latín “scalaria”, escaleras o peldaños. En la acepción prime­
ra, la define como “serie de escalones que sirve para subir y
bajar y para poner en comunicación los pisos de un edificio
o dos terrenos de diferente nivel”.
Hay otras muchas acepciones de la palabra “escalera” en
el DRAE. La número siete acepta que en algunas partes se
llama así al “peldaño o escalón”: esto es, que la relación
entre todo y parte no siempre es unívoca, y puede a veces
representarse a través de las palabras. Otras referencias
hablan del “ojo de la escalera”, lo que en cierto modo con­
fiere o transfiere al objeto la humana facultad de ver: y no
sólo de ver lo estático, sino el movimiento. La escalera de
caracol, describe el Diccionario, es “la de forma espiral, se­
guida y sin ningún descanso”: la escalera de caracol sería la
metáfora más pura del proceso, del avance ininterrumpido
desde el principio hasta el fin. Pero inevitablemente el pro­
ceso ha de ser breve o acabará traicionándose, y el travesaño
se convertirá en meseta, en descansillo. Es aquí, en el len­
guaje, muy visible la presencia relacional del usuario, pues­
to que no es el instrumento sino quien lo utiliza el que ha de
cansarse. Y esta sensación de cansancio, de compulsividad
en el proceso, genera agobio y agotamiento como si la ausen­
cia de la pausa atrajera por sí misma la carencia, la necesidad
perentoria de satisfacerla.
También son interesantes las acepciones de la “escalera
de desahogo” y la “escalera excusada”: ahogo y desahogo
son situaciones sociales límite, excepcionalidades momentá­
neas y consentidas, igual que las excusas: son la previsión de
la infracción tolerada a la norma, de la complicidad y la
cobertura. La escalera de escapulario, de uso en minería, es
“la de mano que se cuelga pegada a la pared de los pozos”:
escalera de descenso a las profundidades, connotada al mis­
mo tiempo de resonancias antropomórficas (los hombros y
el pecho, como asideros) y las religiosas (como un “detente”
o súplica de protección divina). La de espárrago, de analogía
vegetal, es la formada por un madero atravesado por estacas
pequeñas salientes.
La “de mano” es, esencialmente, un aparato portátil,
móvil, “por lo común de madera, compuesto de dos largue­
ros en que están encajados transversalmente y a iguales dis­
tancias unos travesaños que sirven de escalones”. La de tije­
ra o doble está compuesta por dos de mano unidas con bisa­
gras por la parte superior. Éstas han sido las escaleras
usadas para varear la aceituna, colgar la chacina y las uvas,
encalar la casa, subir al tejado: pero esta acepción, tomada
de la edición de 1970, refleja bien el cambio en el uso de
materiales, puesto que un cuarto de siglo más tarde la mayo­
ría de las escaleras de mano dedicadas al uso en interiores
se fabrican en aluminio u otros metales ligeros, y buena par­
te de las funciones exteriores que antes se realizaban me­
diante escaleras portátiles se hacen ahora con extensores
mecánicos o grúas.
La escalera “de servicio” es “la que tienen algunas
casas para dar paso por ella a la servidumbre y a los abas­
tecedores”. Sólo “algunas casas” tienen este tipo de escale­
ra, porque sólo en algunas casas tiene sentido la función.
¿Y qué sucede cuando la arquitectura sobrevive a las fun­
ciones? ¿Cómo se mantiene o cambia la equiparación entre
“abastecedores” y “servidumbre” y la distancia social o
separación funcional entre éstos y el resto de usuarios del
edificio?
La escalera “falsa” es “la que da paso a los sobrados y a
las habitaciones interiores de la casa”: traslada la idea de
“verdad” al lenguaje arquitectónico, que aplica este criterio
solamente a la escalera externa, la que conduce realmente
fuera del espacio doméstico.
Finalmente, cuando la escalera deviene monumental o
grandiosa, se transforma en escalinata: y ésta es (como en la
iglesia de los Jerónimos de Madrid), aunque no lo diga el
diccionario, la que prefieren las novias para lucir el traje de
boda.
La escalera no sólo es un objeto, un sustantivo. Se con­
vierte a veces en calificador, en adjetivo, y así, se llaman “de
escaleras abajo”, según el DRAE, “los sirvientes domésti­
cos, y especialmente de los que se ocupan de las faenas más
humildes, cuando hay otros”, en recordatorio de las épocas
en que los pisos “principales” o primeros eran los residen­
ciales y los bajos albergaban establos, leñeras y bodegones.
Y escalar, además de “subir, trepar por una gran pendiente o
una gran altura”, quiere decir, en sentido figurado, “subir, no
siempre por buenas artes, a elevadas dignidades”.
También la puerta es una imagen muy fértil, muy usada
en el lenguaje figurado. Aunque la escalera conecta dos pla­
nos, rara vez basta esta conexión para que sea diáfana la
comunicación entre toda la superficie conectada. La puerta
es la síntesis del camino, del principio o entrada en el proce­
so para “entablar una pretensión u otra cosa”. En tiempo de
sultanes, el gobierno turco se denominó a sí mismo “La
Sublime Puerta”. Según el DRAE, la puerta (del latín porta)
es el “vano de forma regular abierto en pared, cerca o veija,
desde el suelo hasta la altura conveniente, para entrar o
salir”. La puerta es metáfora de la vivienda entera, y señal
externa de identificación de los que habitan en ella. El len­
guaje recoge múltiples acepciones, tanto descriptivas como
figuradas. Hay puertas principales, accesorias, secretas y
traseras. Las hay ciegas y de vidriera, dobles y sencillas, de
invierno y de verano, simples y guarnecidas de contrapuer­
tas; hay portillos y portezuelas modestas, conviviendo den­
tro de las portadas monumentales, y puertas con batientes y
con gateras.
Puerta cochera es la no humana, aquélla “por donde pue­
den entrar o salir carruajes”. La franca es la entrada o salida
libre que se concede a todos. La giratoria corta el viento y
obliga a entrar de pocos en pocos, o de uno en uno. La reglar
es la que entra a la clausura de las religiosas: y el dicciona­
rio no dice el nombre de la puerta de acceso a la clausura de
los religiosos, lo que nos deja en la duda de si su clausura
es menos severa o si se llama de otro modo.
Más modestamente, “abrir puerta” es dar ocasión o faci­
lidad para una cosa, y “reunirse a puerta cerrada” equivale a
conversación secreta. “Cerrar a uno la puerta” es hacer
imposible o dificultar mucho una cosa, y “cerrársele a uno
todas las puertas” es faltarle todo recurso, llegar al borde de
la desesperanza. A la negación brusca y desairada se le lla­
ma “dar con la puerta en las narices”, y “andar de puerta en
puerta” equivale a mendigar. “Echar las puertas abajo” es
llamar muy fuerte, excesivamente, en tanto que quien “llama
a las puertas de uno” implora un favor. Ir “de puerta a puer­
ta” es transportar directamente, mientras que “ponerle a uno
en la puerta” es despedirle o echarle de casa. “Tomar uno la
puerta” es irse voluntariamente. Estar “a las puertas de la
muerte” es ver de cerca el fin. Y, para terminar, “poner puer­
tas al campo” es un hallazgo del lenguaje figurado para dar
a entender la imposibilidad de poner límites a lo que no los
admite. Con lo que podríamos usarlo como metáfora del
intento de parar el proceso de producción de nuevos conoci­
mientos, como los que pretenden que una vez que las muje­
res accedan a la enseñanza y a la escritura, sigan repitiendo
lo que otros acumularon en su ausencia y no incorporen nue­
vos temas ni nuevas perspectivas.
Así como escalera y puerta son realidades materiales,
“vecino” (del latín vicinus, de vicus, barrio o lugar) se refie­
re al “que habita con otros en un mismo pueblo, barrio o
casa, en habitación independiente”. Según la segunda acep­
ción del DRAE es el “que tiene casa y hogar en un pueblo, y
contribuye a las cargas o repartimientos, aunque actualmen­
te no viva en él”, y en sentido figurado, lo cercano, próximo
o inmediato en cualquier línea. La vecindad es la calidad de
vecino, o (2) “conjunto de las personas que viven en los dis­
tintos cuartos de una misma casa, o en varias inmediatas las
unas de las otras”.
Siendo la vecindad una condición tanto física como
social, el DRAE, (que no es todo el lenguaje aunque sí su
oficial regla) recoge matizaciones importantes, como la con­
dición de independencia fisica, y de participación económi­
ca (que puede eximir de la presencia física), señalando tres
posibles ámbitos de vecindad: el pueblo (no dice, sin embar­
go, ciudad), el barrio y la casa. Como de costumbre, el DRAE
recoge los epítetos que usan sobre todo los varones, y resul­
ta muy desigual el reparto de honores y deshonores. Con ello
refleja la sociedad en que el idioma se habla, pero también
los gustos y preocupaciones de quienes (sólo varones duran­
te siglos) escriben diccionarios y gramáticas. Una leve dife­
rencia de matiz (no es de la Academia sino de Uso) hace ya
visibles las diferencias entre el diccionario de María Moliner
y el DRAE. Pero igual que en tomo a las escaleras sólo una
acepción se refería explícitamente a las mujeres (la puerta
reglar), respecto a los vecinos sólo un término se connota de
género según el diccionario: es “la vecindona”, término des­
pectivo con que designa a la “mujer del pueblo aficionada a
comadrear”.

III.2. Viaje a los mitos. Inmana, entre el cielo y la tierra

Mircea Eliade, en su análisis del eterno retomo, distin­


guió entre los espacios sacros y los espacios profanos; los
espacios únicos y los espacios indiferentes o repetibles. Des­
tacó los lugares de conexión entre el cielo y la tierra, entre lo
divino y lo humano, como el prodigioso Museo de los Gla­
ciares, de Noruega, en que las formas purísimas de la arqui­
tectura moderna convergen en la perspectiva de un alto mon­
te, circundado de nubes. Un monte cuya meseta o cima cen­
tra el mundo, donde confluyen las miradas del cielo y de la
tierra, donde pierden sentido y se encuentran las nociones de
arriba y de abajo. Montes que simbolizan el monte de todos
los montes, como el Olimpo o el Machupichu.
El mito sumerio de Inmana acompaña el recuerdo de las
torres escalonadas del templo de Ur: es un mito antiguo,
reproducido de una u otra forma por todas las civilizaciones.
Inmana quiso ser el lazo entre el cielo y la tierra, y en su
camino hacia la sabiduría hubo de escalar siete terrazas de
siete escalones, llevando como única llave siete velos, de los
que tuvo que desprenderse, uno a uno, hasta alcanzar la per­
fección.
Otro mito de ascenso es el de ícaro, el griego. No encon­
tró escalera tan alta que le alzase definitivamente del suelo,
y creyó en un artilugio, una humana construcción imitada de
las aves, para elevarse. Este aspirante a pájaro, aleteante,
merodeador de fuegos demasiado poderosos, murió estrella­
do. Éste es el símil del proyecto excesivo, de la desmesura,
de la ilusión falta de base: el destino de la fábula es cortar las
alas de los que quieren volar, antes siquiera de que lo sueñen.
Entre ícaro e Inmana: ¿hay algún mito intermedio? Poca
ayuda encuentro en Las Metamorfosis de Ovidio, pobladas
de mujeres resplandecientes, pero extrañas, donde Adriana
pone el hilo que salva a Teseo y mata a Minotauro, sólo para
ser luego abandonada en Naxos. ¿Habrá que inventarse una
nueva Inmana, un sujeto conocedor exitoso, próximo a Hes­
tia, que nos acompañe en la dura búsqueda de nuevos cono­
cimientos?

III.3. Viaje a la literatura: el último peldaño

III.3.1. Saramago: la sustitución del centro del mundo

El arte es una forma de conocer, un producto del pensa­


miento. Pero, a diferencia de la ciencia, no aspira a la certe­
za. Esta “desobligación” respecto a lo verídico permite a
veces a la literatura llegar más lejos, más rápido y más pro­
fundamente de lo que el pensamiento científico consigue.
Por eso he recurrido a ella, como una fuente. En muchas
obras literarias, la escalera o la escala tienen un papel rele­
vante. Así, en la Divina comedia de Dante, el tema de la
bajada y el rescate de los infiernos es central. En Las Mora­
das de Santa Teresa, donde es básica la idea del ascenso mís­
tico, la metáfora utilizada para el alma es la del Castillo, y
mide la longitud del proceso igual que en el mito sumerio de
Inmana, en siete tramos o Moradas. También se utiliza a ve­
ces al escalera para simbolizar el cosmos social y enmarcar
el desarrollo de la trama, como hace Buero Vallejo en la His­
toria de una escalera. Otros autores, como Carmen Martín
Gaite, tratan cuidadosamente los interiores urbanos (Entre
visillos o Nubosidad variable). Pero en este viaje a la litera­
tura sólo quiero centrarme en dos obras recientes, que com­
parten el tratamiento de la escalera desde la perspectiva final
del proceso, esto es, desde la muerte.
La primera es la Historia del cerco de Lisboa, de Sara-
mago. En esta obra se superponen tres discursos diferentes.
El primero y más visible es la historia contemporánea de
amor entre un traductor lisboeta y su editora: pero esta histo­
ria no es relevante para nuestro propósito. La segunda narra­
ción da cuenta del proceso que se opera cuando el traductor,
hasta entonces minucioso y fiable, se cansa de reproducir
clónicamente las “historias contadas por otros”, y decide
sustituir una simple palabra (un “sí” por un “no”) en la entre­
ga parcial del texto traducido.
Nos interesa esta narración por lo que tiene de ejempla-
ridad, de ilustración. El traductor, como el copista, como el
transmisor, como el intérprete de planos, tiene una misión
asignada y es recompensado por ello. Pero no puede inter­
pretar, ni crear, ni apartarse de lo “ya dado”. El traductor
encama la obediencia, y la desobediencia o la traición son
sus tentaciones naturales. Si la ciencia se interpreta funda­
mentalmente como “objeto dado”, cualquier apartamiento es
punible, y la “traducción” tiende a sustituir al pensamiento
innovador. En el proceso de construcción del conocimiento,
a los grupos socialmente dominados se les asigna el papel de
conservadores o difusores: la desobediencia intelectual es,
con frecuencia, el primer signo de inicio de un proceso inno­
vador, creativo.
Pero, como en la historia del traductor en el libro de
Saramago, no es fácil restaurar los principios si la transgre­
sión se produce, y el desarrollo del proceso se altera radical­
mente, sin posible retomo, a partir del punto en que el cam­
bio (la “traducción” indebida y desobediente) se introduce,
por pequeño que sea.
La tercera narración tiene un componente espacial muy
importante: describe el asedio y caída de la ciudad medieval
musulmana, y las fortificaciones y las escalas desempeñan
un papel decisivo en la superación de la verticalidad defensi­
va. La narración utiliza la ciudad como alegoría del “noso­
tros”, de la organización social. A medida que el asedio de
Lisboa se prolonga, el centro de la ciudad, su onphalos', se
desplaza.
Al comienzo de la narración, cuando las murallas son
todavía fuertes, el centro de la ciudad es la mezquita, y la voz
del almoacín hace subir las plegarias hasta el centro del cie­
lo, hasta el Dios musulmán. A medida que la guerra aprieta
el cerco, a medida que el hambre se extiende y ya no quedan
ni gallinas, ni perros, ni ratas para comer, cuando desapare­
ce el primer niño y llega el horror extremo, el centro se des­
hace. Se excavan escaleras interiores para minar los cimien­
tos de los muros, se repelen con aceite hirviendo las escalas
engarfiadas de los cristianos, que asaltan desde fuera.
La guerra y el exterminio de sus habitantes redefinen la
ciudad. Un nuevo credo sustituye al que antes servía de
interpretación del mundo, y la voz del almoacín deja de oír­
se. Se bendice la ciudad, se re-nombra y re-bautiza; la mez­
quita, destruida, es solar del nuevo onphalos cristiano, repre­
sentación del centro de todas las cosas en el centro de la ciu­
dad. La verticalidad, el dominio de la altura, cede su lugar para
la cruz y el mundo se reordena de nuevo desde el comienzo
de la nueva escalera, del nuevo proceso que se inicia en el
centro de Lisboa. Cada peldaño que lleva a la perfección cris­
tiana es un peldaño de muerte y aniquilación de la memoria
de los que allí vivieron: la transición se hace a través del fue­
go cruzado, el que vomitan piras, cañones, calderos.

1 Onphalos es un término de origen griego. Significa el centro, el om­


bligo.
La metáfora de Lisboa es extensible a cualquier momen­
to, a cualquier lugar. Vale para hoy, para las relaciones de
intercambio desigual, para los hombres y las mujeres que
siguen (seguimos) peleando para tomar al asalto fortalezas,
para hacer y deshacer ideas y representaciones. ¿No hay po­
sibilidad de una creación universal, de una escalera libre de
cercos, de escalas, de terror y de quemados?

III.3.2. Borges y los procesos dentro de procesos.


La escalera del tiempo

La segunda obra a la que quiero referirme es el poema


de J. L. Borges titulado “La Recoleta”2. La Recoleta es un
cementerio de Buenos Aires, muy hermoso, situado en una
zona en la que abundan restaurantes y lugares divertidos.
El poema se dedica a un onphalos o lugar central, lo que
Borges llama “el lugar de mi ceniza”, o lugar último de su
materia.
No hubiera reparado en este escrito si, en el curso de
estos meses últimos, no me hubiera preguntado por el senti­
do que la ciudad (mi ciudad, la ciudad donde vivo) tiene para
mí; y si no hubiera descubierto que me enraíza en ella la
consciencia de que es el lugar de los que me importaron y
han muerto. Borges dibuja un proceso de procesos múl­
tiples, en el que los lugares definitivos no coinciden en el
tiempo: mientras unos pasean su peldaño, otros aguardan ya
definitivamente. Pero todos los tiempos se igualan —hacia
atrás— en la interrupción del tiempo, en “los muchos ayeres
de la historia hoy detenida y única”.
Borges logra una delicadísima integración literaria de
arquitectura y de paisaje, un diálogo entre elementos pétreos
(masas, volúmenes, consistencia, formas) y vegetales (fragi­

2 Jorge Luis Borges, Obras completas, Madrid, Emecé, vol. I, pági­


nas 91-92.
lidad, cambio, olor, temperatura). Pero el núcleo del poema,
la afirmación más rotunda, es que “sólo la vida existe”. No
importa que “la caducidad nos convenza”, que lleguemos a
“desear la dignidad” de los que ya no se conmueven. Fuera
de la vida, dice, no hay tiempo, ni espacio, ni muerte.

LA RECOLETA
Convencidos de caducidad
por tantas nobles certidumbres del polvo,
nos demoramos y bajamos la voz
entre las lentas filas de panteones,
cuya retórica de sombra y de mármol
promete o prefigura la deseable
dignidad de haber muerto.
Bellos son los sepulcros,
el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,
la conjunción del mármol y de la flor
y las plazuelas con frescura de patio
y los muchos ayeres de la historia
hoy detenida y única.
Equivocamos esa paz con la muerte
y creemos anhelar nuestro fin
y anhelamos el sueño y la indiferencia.
Vibrante en las espadas y en la pasión
y dormida en la hiedra,
sólo la vida existe.
El espacio y el tiempo son formas suyas,
son instrumentos mágicos del alma,
y cuando ésta se apague,
se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,
como al cesar la luz
caduca el simulacro de los espejos
que ya la tarde fue apagando.
Sombra benigna de los árboles,
viento con pájaros que sobre las ramas ondea,
alma que se dispersa en otras almas,
fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser,
milagro incomprensible,
aunque su imaginaria repetición
infame con horror nuestros días.
Estas cosas pensé en la Recoleta,
en el lugar de mi ceniza.

¿Por qué la inclusión de este texto en una reflexión sobre


las escaleras?
Borges describe la atmósfera del tránsito, el umbral:
“Convencidos de caducidad por tantas nobles certidumbres
del polvo...” Es caduco lo que empieza y acaba, lo que for­
zosamente tiene fin. Tantas caducidades de polvo, tanto
noble, tanto procer de la patria entre las lentas filas de pan­
teones. Pero los panteones están quietos: los lentos somos
nosotros, que nos demoramos al pasar por ellos.
Detrás de la metáfora está la idea de Razón, de Progre­
so. La Ilustración es la escalera optimista, proyectiva, que
lleva hacia arriba. El progreso llega, y nosotros subiremos
uno a uno todos los escalones: desaparecerán el hambre, la
miseria, el dolor y el olvido. Será el Cielo en el cielo y en la
tierra, el camino del cielo diferido eternamente en el que
espera el Amigo, el Señor.
Borges nos recuerda la sombra del panteón, la que da la
memoria, la de la flor. El mármol quieto, la escalera firme.
La luz que se apaga, el interruptor, la escalera vacía: la retó­
rica de la ausencia y del silencio. Cuando llegue la hora de
trabar las fechas fatales, la escalera se cortará. Era el último
escalón.
El paso de la vida nos promete la deseable dignidad de
haber muerto. Los muertos son/somos/seremos dignos, al
final de la escalera. Pero hay muchas escaleras, y tenemos
que elegir bien: la escalera que lleva hacia la luz; la escalera
que baja a los infiernos; o la de Babel, que empuja hacia
arriba sin llegar nunca a destino.
A los muertos los llevamos dentro: es la dignidad que a
todos nos iguala, a la que de un modo u otro llegaremos.
¡Qué bien trabadas las fechas fatales, aunque sólo las enlace
un pequeño signo! ¿Cuáles serán nuestras fechas? ¿En qué
tiempo y espacio nos tocará vivirlas? ¿En qué conjunción
del mármol y de la flor, en qué plazuela con frescura de
patio?

111.4. Viaje a la pintura: Babel y los espacios imaginarios

Decía Ortega que la contemplación de un cuadro es un


ejercicio de hermenéutica, de interpretación. Y que cada cua­
dro es como es porque refleja el estilo de una época y la vo­
cación específica de un pintor.
En este viaje a las fuentes, la pintura me ha mostrado
muchas escaleras, reales o inventadas. La escala de Jacob es
un tema recurrente en la pintura religiosa. En cualquier caso,
las escaleras de los pintores suelen ser escalinatas magnífi­
cas, escenarios para actuaciones dramáticas o grandiosas. La
frontera entre la descripción y la invención no es clara en
muchas obras, ni tiene por qué serlo.
Aunque he recorrido cuatro museos con la pretensión de
“ver” imágenes de escaleras (el Prado, la Tate Gallery, el
Louvre y el Pompidou), mi mejor hallazgo en esta búsqueda
han sido dos libros sobre pintura: las Construcciones iluso­
rias: arquitecturas descritas, arquitecturas pintadas, de Juan
Antonio Ramírez, y Contaminaciones figurativas, de Simón
Marchán Fiz. Estos dos libros me acompañaron un trayecto
en la búsqueda y me prestaron algunas ideas, como la
“arquitectonización de los cielos”, “los limites del espacio”,
la “espacialización del tiempo en el relato” o los “mundos
suspendidos y los desplazables”, por parte de Ramírez. Y por
parte de Marchán, la “arquitectura del deseo” y las “ciuda­
des invisibles”.
De las pinturas que he re-visto con ojos nuevos, me ha
impresionado sobre todo La construcción de la Torre de Ba­
bel, de Brueghel.
En la representación de Brueghel destaca el inacaba-
miento. Impresionan las siete rampas, que la hacen accesible
a hombres y animales; los corredores circulares, interiores,
que comunican entre sí los huecos o espacios vacíos; las nu­
bes que preludian el cielo o el cambio de atmósfera, y ase­
mejan la torre a una cordillera.
Todo en esta torre/escalera remite a la noción de tiempo,
de decurso: la febril actividad de los constructores, los anda-
mios y armazones que ayudan a elevar las plantas. Las bes­
tias cargadas y arreadas a palos. Pero, también, los matorra­
les crecidos ya en los taludes. El niño (tan propio, como si
fuese su lugar de nacimiento), de la mano de su madre, en el
primer piso. Las pequeñas cabañas adosadas a los muros
majestuosos, efímera y modesta arquitectura, cobijo natural
de los subordinados constructores. La arena acumulada en
los pasajes, como contraste entre lo firme o pétreo y su echa­
dizo y deleznable relleno, como contraestructura informe
que soporta la severa y noble piedra tallada. El fuego inicia­
do en un alojamiento, que presagia tragedia.
Y sobre todo ello, los hombres que, alrededor, levantan
defensas hasta donde la vista alcanza, en prevención de ata­
ques y conflictos. Y los que se hacen o vienen de la mar, o
del río, atracando en veleras balsas, en comunicación con
otros lugares.
El contrapunto de tanta actividad lo ofrece, en el ángulo
inferior izquierdo, la pareja real que recibe genuflexión en su
visita, imponiendo un orden de sumisión. Ellos afloran y
hacen explícito el sistema de posiciones y de reglas sociales.
La escala de Babel no llegará a ningún sitio, y el orden
social se derrumbará en el caos. ¿Será entonces el momento
natural de las aguas, de las matas, de la corrosión de los
arcos y cimientos?
III.5. Viaje al cine: la escalera como marco privilegiado
de la acción

La escala y la escalera son temas recurrentes en el cine.


La pantalla permite mostrar encuadres inesperados, acercar
y alejar el enfoque, destacar o diluir las masas, los volúme­
nes, las quiebras, la forma, la textura, el contraste. El cine
permite alterar muy fácilmente el ritmo y las proporciones,
hacer escalas por aumento y por disminución, escalas simé­
tricas por repetición y escalas deformadas por derivación;
escalas, en fin, por proyecciones del todo sobre la parte y de
la parte sobre el todo.
He tratado de recordar, para hoy, los juegos de escalas y
de escaleras que he visto en el cine. El recuerdo me ha de­
vuelto, a la vez, formas y contenidos. Los ejercicios de for­
mas (simétricas y no simétricas, simples y complejas, curvas
y rectas, superficiales y profundas) son en sí mismos intere­
santes, pero los de contenido lo son aún más. Habitualmen­
te, el cine narra historias que giran en tomo a un protagonis­
ta. La escalera no tiene sentido por sí misma, sino como
marco espacial en el que se sitúa la acción.
Por su orden en el tiempo, las primeras escaleras son
vegetales; palos, lianas, troncos de árboles vivos, como en
las muchas películas de Tarzán o En busca delfuego (1980),
que sirven para escapar del peligro o para acceder a lugares
que serían inaccesibles sin su ayuda. Escalera real y de hoy,
la que mostraba Mondo Cañe, construida para sustentar un
remedo de avión, destinado a interceptar el vuelo de los pája­
ros metálicos que los hombres blancos atraen con engaños y
que llevan en sus entrañas los regalos que los antepasados
muertos devuelven a sus primitivos hermanos. Escalas sim­
ples y móviles, las que sirven al Aladino de W. Disney para
reconocer —por las azoteas— toda la ciudad.
En las películas de romanos hay casi siempre escaleras:
unas son caminos de gloria, y las otras, armas de guerra. Las
escaleras de gloria son un recurso escénico para situar en lo
alto las trompetas y los pífanos, para reforzar con la imagi­
nería, la música y la altura, la celebración del poder. Para
prolongar el momento del acceso y la distancia entre los que
suben o se exhiben y los que quedan abajo. También, para
hacer más patente la tensión del sacrificio. Las escaleras de
guerra son ingenios arquitectónicos, torretas rodantes con
escalas interiores que permiten salvar la verticalidad de las
murallas y gozar de la ventaja del asalto horizontal o desde
arriba (Masada).
También hay escaleras en las películas de espadachines:
unas son para subir a la torre, y otras, para bajar a las maz­
morras: aunque la peor torre es la que carece, incluso, de
escalera, y tiene su trasunto en la prisión/pozo o la prisión/
agujero. Casi siempre se resuelve la lucha entre el bueno y el
malo de la historia en un rellano. Abusando de superioridad
de arma, o de la posición de entrada, el malo empuja al bue­
no a la caída, y un golpe de habilidad o de fortuna restaura el
orden simbólico de las cosas, devolviendo el bueno al lugar
preeminente, a su pequeño cielo.
La distinción entre escaleras de subida y de bajada, que
Bachelard recuerda, tiene su correspondencia en la metáfora
cotidiana que habla, como lugar común, del “desván de la
memoria”: es ahí donde guardamos las cosas que no quisié­
ramos recordar, aunque, por si acaso, mantenemos arrimada
y a mano una escalerilla. A pesar de todo, el desván de la
memoria escupe a veces sus contenidos y nos devuelve las
historias escondidas al nivel central, a la presencia de donde
hubiésemos preferido excluirlas, como sucede en Arsénico
por compasión (Frank Capra).
La escalera permite narrar la acción con economía de
recursos, imprimiendo movimiento y efecto de masas a un
número reducido de participantes. El acorazado Potemkin,
(Eisenstein, 1925) es un ejemplo magistral de este ejercicio.
Pero también hay mucho de escénico en las escaleras vulga­
res de la vida cotidiana. El que sube o baja ocupa un lugar
estrecho, en equilibrio relativo, y con mayor riesgo que el
que camina por una superficie llana. Por eso se somete con
más facilidad al examen detenido del observador, sin posi­
bilidad de apartarse o escabullirse del punto de mira, obli­
gado a cruzar por el único camino transitable.
La escalera es un marco preferente en las películas de
angustia (Vértigo, Hitchocock, 1958), de intriga o de repre­
sión urbana. La escalera de incendios o de escape es habitual
entre los thrillers. Hay muchos filmes que eligen la escalera
y la madrugada, como en el verso de Bertolt Brecht, para
representar los conflictos, el colaboracionismo, la obsesión y
el miedo. No hace falta mostrar más que algunos signos (el
borde de un pantalón, la puntera de unas botas) y el especta­
dor reconstruye la escena entera: el deseo de intervenir, la es­
cucha, la rendija de la puerta apenas entreabierta, los pasos
arrastrados. El ascenso de la escalera y la perspectiva de los
tramos crecientes da dimensión de tiempo al proceso, y el es­
pectador participa en ello. Nos situamos, nosotros, espectado­
res ajenos, detrás de la puerta; sentimos el alivio de que no fue
nuestra puerta la elegida, desistimos del proceso, no, no po­
demos. ¿Importa o no importa en qué otra puerta puedan lla­
mar? Es la comunidad de vecinos, de desconocidos, de ami­
gos, de enemigos, la que vigila o duerme, la que interviene o
calla. El peligro que sube por la escalera, el silencio conteni­
do, no ver, no oír, oír, ver, hacer, no hacer. Repliegue ante el
poder y los poderes, solidaridad y delación en el marco de la
escalera.

IV L a s fuen tes de la p e r c e p c ió n :
L A S M E D IA C IO N E S A F E C T IV A S

IV1. La escalera como límite entre lo público y lo privado

Los espacios de uso común se encuentran en la frontera


entre lo público y lo privado. La idea de “espacio privado”
aplicada a la utilización de la vivienda es reciente. Prost ha
señalado, a propósito de Francia, algo que puede aplicarse
igualmente a España: que hasta el siglo XIX las clases traba­
jadoras se veían obligadas a conocer formas variadas de inter­
penetración de su vida privada y su vida pública (Prost, 1989).
La especialización y adscripción individualizada de los
espacios es también resultado del mayor tamaño per cápita
de las viviendas y de la nivelación del poder entre las posi­
ciones familiares. A Sartre le llamaba la atención, en Nápo-
les, que la calle atrajera a sus habitantes: “salen a ella para
ahorrar los gastos de la luz de sus lámparas, para tomar el
aire y también, creo, por humanismo, para sentirse hormi­
guear con los demás. Sacan sillas y mesas a la calle, o al um­
bral mismo de su cuarto, mitad dentro y mitad fuera, y es
precisamente en este mundo intermedio donde tienen lugar
los actos principales de su vida”.
El sentido de la privacidad no es el mismo en los países
latinos y en los anglosajones. Hall ha analizado la “distan­
cia personal” de unos y otros. Prost señala que cuando en
Orleans se vendieron los chalés abandonados por los mili­
tares norteamericanos, la primera medida de los propieta­
rios franceses fue levantar vallas sobre el antiguo césped
continuo, más elevadas detrás y a los lados que delante.
Detrás, el espacio es más íntimo y privado, ahí tienen lugar
las comidas al sol, ahí se tiende la colada y se cultivan le­
gumbres; delante, la valla que delimita el espacio impide el
acceso pero no la vista, y tiene una función de identifica­
ción social, una función estética y ostentatoria de la que el
espacio de atrás carece. La experiencia francesa de Orleans
se ha reproducido casi exactamente en Madrid, en las urba­
nizaciones realizadas por empresas internacionales que han
importado el modelo anglosajón de hábitat suburbano (Le-
vitt, Monteclaro).
En las viviendas compartidas, especialmente en los edi­
ficios de pisos y apartamentos, la escalera es la vía de circu­
lación entre el espacio propio y el espacio externo. A ella se
aplican los versos de Miguel Hernández:
... difíciles barrancos de escaleras,
calladas cataratas de ascensores
¡qué impresión de vacío!3.

El ascensor y las viviendas de altos bloques han modifi­


cado las relaciones de vecindad: no es lo mismo la vía verti­
cal del ascensor (que transporta a los pasajeros al abrigo de
miradas, aunque en estrecha proximidad, si coinciden en él)
y que deposita a los vecinos en rellanos indiferenciables,
delante de puertas fáciles de confundir, que la calle tradicio­
nal por la que se ve pasar a la gente.
La escalera vecinal delimita una frágil intimidad, la de
los vecinos. Alrededor de la escalera se definen los papeles
sociales (los “partícipes de la comunidad”, los “usuarios”,
los “responsables”, el “presidente, rotatorio o elegido”, el
“administrador”, el “portero”, los “vigilantes nocturnos”,
el “dueño”, etc.) y las normas de uso que remiten a un mar­
co legal.
El clima social de la escalera propicia unas veces a los
huraños y otras a los entrometidos. Los niños y los perros
son, habitualmente, vehículos de comunicación. Cada veci­
no aprende a moverse por códigos sutilísimos de señales:
aprende a ver y a no ver, a oír y a no oír, a oler y a no oler, a
hablar y a no ser oído. Aprende cómo, cuándo y por qué pue­
de o no puede “salir a la escalera”. Cada rellano de acceso a
un piso es, además de un distribuidor, una encrucijada, un
lugar propicio al trasvase de informaciones.
La escalera es una transición, la frontera de cada puerta:
el lugar en que el habitante se convierte en residente, aban­
dona el anonimato y se recupera para otros como sí mismo.
La escalera y el portal son fronteras que se cierran a los aje­
nos (cerraduras, porteros, vídeos, alarmas, veijas) y se abren
a los propios, o a los autorizados. Categoría esta última inter­

3 Citado por Luis Fernández Galiano, “Arquitectura, cuerpo, lengua­


je”,^ & V núm. 12, 1987, págs. 3-16.
media en la que cabe el cartero (¿quién se hace cargo de los
certificados?), el repartidor del butano, el revisor del gas, las
asistentas, el médico, los chicos del “paquete-express” o la
“tele-pizza” y los del supermercado. Categoría que se hace
compleja cuando conviven en el edificio muchos tipos de
usuarios: familias, tiendas, consultas y oficinas.
La escalera cambia de ambiente y de reglas, según ciclos
conocidos y en circunstancias excepcionales. Durante la
noche, los fines de semana, las vacaciones y los puentes, las
escaleras acusan la escasez de vecinos: en los pisos del cen­
tro urbano se quedan casi vacías, en el límite de la soledad y
el miedo. Abundan entonces, más que en otros momentos,
los asaltos desde fuera. En Navidades, y por influencia an­
glosajona, las coronas de muérdago o acebo se multiplican
sobre las puertas. Circunstancias excepcionales como robos,
incendios, averías o súbitas enfermedades ponen también a
prueba la socialidad de la comunidad de vecinos.
Hay temas de conflicto comunes a todas las vecindades:
el reparto del esfuerzo de conservación, de las innovaciones
o mejoras. Y la obediencia o desobediencia a las implícitas o
explícitas normas de uso: las reglas de seguridad respecto a
la puerta, el ruido, los olores, la basura, el uso o cuidado de
los elementos comunes.
La escalera es un marco o escenario, muy propicio al
ejercicio expresivo, capaz de manifestar la especificidad y la
diferencia (Rizzi, 1988): pero en los edificios de viviendas
es frecuente que la heterogeneidad reduzca a nada las aspi­
raciones enfrentadas de los vecinos. Los posibles elementos
expresivos (colores, olores, luz, plantas, felpudos, alfombras,
cuadros, mobiliario, música) ceden paso a una discreta neu­
tralidad, a la des-expresión, al anonimato o el vacío. Los in­
tentos de renovación que acometen de cuando en cuando
algunos vecinos especialmente animosos suelen terminar en
una decrepitud prolongada, especialmente en el caso de las
plantas vivas. Todo lo contrario que los graffiti, que incansa­
blemente se renuevan y “okupan” las superficies disponibles
de las zonas colectivas.
Todo indica que los noventa serán muy diferentes de
los ochenta, no sólo desde el punto de vista político y
económico, sino también en lo que se refiere a los valo­
res básicos que sustentan todo estilo de vida y toda vi­
sión del mundo. Algunos de estos cambios ya son visi­
bles. Pero incluso aquellos que todavía no han pasado de
ser conjeturas y/o se encuentran en la periferia de la
ciencia y de la sociedad merecen la pena ser investi­
gados... Todos afectarán finalmente a la arquitectura.
Y toda arquitectura verdaderamente noble y satisfactoria
encierra una visión del mundo o un mito ennoblecedor y
trascendental... Este anticipado nuevo mundo es lo que
necesitamos para enfrentarnos a la presente crisis
medioambiental, de la cual la confusión arquitectónica y
la degradación de las ciudades no son sino dos elemen­
tos más... probablemente ello nos conducirá a una arqui­
tectura mejor y más benigna4.

Quiero comenzar, lega yo en arquitectura, con las pala­


bras de Buchanan, un arquitecto, crítico de arquitectura y
subdirector de The Architectural Review, que se ha atrevido
recientemente a hacer un balance y pronóstico social de las
ciudades. Eso equilibra mi posición. Y, en cualquier caso,
coincido en lo esencial de su propuesta, bien que sea tan
poco específica y conceda (a mi modo de ver) demasiado
peso a los problemas ecológicos y se quede corto en cuanto
a temas específicamente sociales, como (por ir directamente
al centro de mi propia propuesta) a las necesidades nuevas
de los colectivos sociales (trabajadores, mujeres, enfermos,
niños, inmigrantes, etc.).
Frente a los espacios complejos, sean o no construidos,
los sujetos suelen elegir un punto de referencia fiindamen-

4 Peter Buchanan, “Tras la década dorada. El desafío de los noventa”,


A & V, núm. 24, 1990, págs. 10-21, especialmente pág. 11.
tal, llamado “punto de anclaje”, que es el trasunto psicoso-
ciológico del “punto de fuga” en el perspectivismo pictó­
rico. A partir de ese punto central, el sujeto observador o
usuario ordena el resto de los elementos, da sentido a todo
el conjunto y lo sitúa tanto en las coordenadas afectivas
como en las estrictamente espaciales (abajo, arriba, dentro,
fuera, etc.).
En cuanto a la percepción del espacio construido, esto
es, el punto de arranque de la relación entre el sujeto obser­
vante y el objeto observado, se plantea la polémica sobre la
prioridad temporal de las relaciones espaciales: ¿Se estable­
ce en primer lugar la dimensión afectiva o la cognitiva?
La relación cognoscitiva es simultáneamente analítica y
sintética. La dimensión analítica conlleva la diferenciación,
el reconocimiento y la memorización de los componentes.
La dimensión sintética conlleva la fusión, integración y ar­
monización de las partes en un todo único. Es aquello que
los filósofos pitagóricos consideraban la cualidad suprema
de la belleza y el conocimiento, la armonía o proporción: el
número que reflejaba estas relaciones.
En la relación afectiva se inician los procesos de identi­
ficación a través de la aceptación o el rechazo, la tranquili­
dad o el miedo, el placer o el desagrado. Aunque existan par­
tidarios de la preeminencia o prioridad de uno u otro com­
ponente, ambos (conocimientos y afectos) están presentes en
cualquier proceso de relación con una obra arquitectónica, e
igualmente en la relación con los espacios o paisajes natura­
les, no intervenidos. La relación no se reduce, aunque sea
muy intensa, a los momentos iniciales, y ambos procesos re-
definen constantemente la relación del sujeto con el espacio
de referencia.
Recientemente, J. A. Corraliza5 ha aplicado esta pers­
pectiva psicosociológica al análisis del recinto arquitectóni­
co de la Universidad Autónoma de Madrid. El estudio se lle­

5J. A. Corraliza, La experiencia del ambiente, Madrid, Tecnos, 1987.


vó a cabo presentando a varios colectivos (estudiantes, pro­
fesores, gente no académica), simultáneamente, fotografías
de la Universidad (accesos, pasillos, aulas, exteriores, etc.) y
listas de adjetivos antitéticos (agradable-desagradable, feo-
bonito, vivo-inerte, monótono-variado, acogedor-inhóspito,
amenazador-tranquilizador, activo-pasivo, desordenado-or-
denado, insignificante-grandioso, áspero-suave, afectivo-se-
rio, melancólico-vivaz, confúso-nítido, peligroso-inocuo,
deprimente-estimulante, amoroso-odioso, encendido-apaga-
do, duro-blando, etc.).
¿Qué sucedería si aplicásemos una técnica parecida a los
espacios arquitectónicos, interiores y exteriores, por los que
habitualmente transitamos? ¿Qué grado de conocimiento,
analítico y sintético, demostraríamos sobre ellos? ¿Qué tipo
de proyecciones y cargas afectivas? ¿En qué medida lo “pro­
pio” se mostraría distinto de lo ajeno, y qué sería lo que con­
virtiese en “propio” lo no poseído y aun en ajeno aquello de
lo que legalmente somos “propietarios”? ¿Qué sucede cuan­
do aplicamos estas preguntas a nuestros espacios de uso co­
mún, como las puertas o las escaleras?

V R eto rno y v ia j e in t e r io r :
EL C O N O C IM IE N T O IN T R O S P E C T IV O

V 1. Las huellas en la memoria

Las preguntas con las que se cerraba el epígrafe anterior


son buen punto de partida para un ejercicio de introspección
en el que los espacios vividos aparecerán como la primera
fuente de conocimiento sobre el espacio en general y tam­
bién, claro es, sobre los concretos espacios de las escaleras.
Hasta aquí, hemos dado vueltas en tomo a escaleras uni­
versales, a escaleras ajenas. Se impone ahora un cambio de
tumo, un giro. Llega el momento de la introspección, de la
búsqueda de las experiencias particulares y del intento de
comprender lo que las zonas comunes —y, más concreta­
mente, las escaleras— han supuesto en el modo de vivir
nuestra propia vida. Se trata de recordar y hacer explícito lo
que probablemente se encuentra arrinconado en algún lugar
de nuestra memoria; y se trata, como señalábamos al co­
mienzo, de buscar (si es que existe) ese punto de anclaje
afectivo e intelectual que nos liga con porciones privilegia­
das del espacio construido y vivido.
A partir de ahora, no importa mucho lo que yo escriba, y
si he de hacerlo es sólo para abrir mi propia introspección.
Lo que realmente cuenta es el acompañamiento, el proceso
paralelo de búsqueda y comprensión que hagan los lectores
de su propia experiencia.
De las escaleras que he pisado, por las que he transitado
duraderamente, he elegido tres. Propongo al lector/a que
sustituya mis imágenes por sus propios recuerdos: que haga
introspección, filtre sus espacios comunes, sus distribucio­
nes y usos, sus modos de acceso y salida al centro de la
vivienda. Que lo someta a un esfuerzo de análisis, descom­
poniéndolo en todas sus pequeñas partes: la altura, la exten­
sión, la forma, los materiales; la puerta, la mirilla, el felpu­
do, el timbre, el marco; el letrero, el peldaño, la lámpara y el
interruptor; el hueco, el pasamanos, el rodapié, el pavimen­
to; los colores, la luz, el precio; la dirección, la distancia, la
frecuencia, la repetición, la simetría.
Que pueble luego ese espacio de usos: el suyo, el de los
otros; el de los usuales y el de los extraños, el de amigos y
enemigos; que le imprima un ritmo de cambio, de ciclos dia­
rios, semanales, anuales, de envejecimiento y renovación en
vidas enteras.
Finalmente, que recuerde y haga nítidos los sentimientos
y las actitudes que se unieron a ese espacio, integrando en el
trabajo que acaba de hacer esta nueva dimensión humana:
ahí encontrará la síntesis del odio o del amor, del deseo y la
indiferencia, del olvido o de la perduración.
Al tratar de recordar mis propias escaleras, han revivido
muchas más de las que esperaba: algunas son escaleras con
la que sólo tuve un contacto ocasional, pero que por una u
otra razón me impactaron. Por ejemplo, las del Sacré Coeur
de París, que conocí siendo muy joven, las empinadísimas de
las casas de estrecha fachada en Amsterdam o los peldaños
de hierro que trepan por los morros en Río de Janeiro. Pero
de todas ellas, sólo he elegido las de tres viviendas: la de la
casa en que nací; la de la casa en que viví de niña y de joven;
y la de la casa, en el campo, que fue de mi familia y sigue
siéndolo.
La casa en que nací está en Madrid, en la calle de Alca­
lá, y es de antes de la guerra: tiene una puerta grande, de hie­
rro y cristal, un portal espacioso de mármol blanco y una
puerta de cristales, al fondo, donde se sentaba el portero. Un
gran vestíbulo da paso a dos nuevas escaleras a derecha e
izquierda, con unos pocos escalones hasta el rellano del
ascensor, que era antes de madera. Del vestíbulo salen otros
dos corredores, de pavimento distinto, que van a parar a los
montacargas y escaleras traseras.
Seguí visitando mucho esa vivienda mientras vivió mi
abuelo, y ahora, cuando hago introspección, recuerdo la di­
ferencia en el sentido de vecindad que tenían para mí la esca­
lera izquierda (“la nuestra”) y la de la derecha, que no sólo
era “no nuestra”, sino doblemente ajena por haber allí un
hostal que generaba paso de extraños, de “no vecinos”.
La segunda casa, también de antes de la guerra, está cer­
ca de Conde de Peñalver, antes Torrijos. Vivió allí mi padre
cuando era estudiante, con sus hermanos, y allí pasaron par­
te de ellos los tres años de guerra civil. A pesar de que viví
en esa casa veinticuatro años, en mi memoria se anteponen,
casi con igual fuerza, dos ciclos de historias y de relaciones
con la escalera: las que oí contar, referidas a esos tres años
terribles, y las que viví yo luego, personalmente. Casi tienen
igual fuerza las primeras que las segundas, quizá porque las
mías son experiencias sin fuerza dramática, o quizá porque
el mejor conocimiento y el realismo cotidiano quitan brillan­
tez a los acontecimientos. Sucede, además, que los años de
guerra sitúan la edad y condición de sus personajes en un
límite de tiempo muy acotado. Sin embargo, en mi propia
vida, medio siglo dilatada, se confunden los que viven y los
que han ido muriendo, el olor de la pintura reciente y el de las
manchas y desconchones, las relaciones con los vecinos que
hubo antes y con los que hay ahora. De esta escalera única,
de esta caja del ascensor, de este pavimento en mármol y en
baldosa, de los exteriores e interiores, de los cambios en la
portería y en el portero electrónico, de la descarga del car­
bón, del peldaño mellado desde siempre en el piso primero,
recuerdo sobre todo el sistema de relaciones entre vecinos
(los íntimos, los próximos, los desconocidos), las prohibicio­
nes explícitas e implícitas (lo que podía hacerse y lo que no),
y las expectativas y aspiraciones, logradas o insatisfechas.
La casa ha generado unas relaciones profundas de vecin­
dad, y se ha ido llenando de personas mayores. Realmente es
una casa trabada, con sus alquileres antiguos y sus relaciones
complejas entre los dueños, los administradores, los porte­
ros, los residentes y los visitantes habituales. Ha muerto ya
buena parte de los vecinos que conocí mientras vivía allí.
En las reuniones, es difícil ponerse de acuerdo sobre los
gastos que corresponde pagar a cada uno. Si se subieran los
alquileres, más de la mitad tendrían que marcharse. Durante
medio siglo, se ha impuesto al mercado unas normas protec­
cionistas que no encajan en el contexto de la libre empresa:
el resultado es que la casa se ha deteriorado. Hace tres años
hubo un pequeño incendio.
Los nuevos vecinos, que pagan alquileres altos, están
más dispuestos a pintar la escalera y otras mejoras necesa­
rias, pero los jubilados tienen pensiones escasas y se confor­
man con menos. A los ancianos les importa el ascensor, por­
que no pueden subir andando hasta los pisos altos: pero lo
demás les interesa poco, o no pueden permitirse el lujo de
necesitarlo. Hay que elegir entre dos opciones contradicto­
rias: o se protege a los pensionistas, o se protege el edificio
y sus futuros inquilinos6.
En este contexto de envejecimiento, los verdaderos hé­
roes de la escalera son las vencindonas, esas mismas muje­
res que el diccionario degrada. Porque, habitualmente, la que
comadrea es la misma que se ofrece a llamar a la puerta de
los enfermos o impedidos y les presta la mínima atención
que garantiza su supervivencia.
La tercera escalera pertenece a una casa rural, y en rea­
lidad no hay una, sino muchas escaleras. La casa se hizo por
agregación. Hace doscientos años, ya estaba “muy deteriora­
da”. En algún momento, mis tatarabuelos compraron la casa
de al lado y las juntaron, por lo que es una casa distinta de
cualquier otra, con fachadas contiguas que miran la una para
delante y la otra para atrás, desniveles internos, escalones y
puertas inesperadas. Los muros, de un metro, son a veces de
piedra y a veces de adobe, y tiene al lado un molino y un
huerto. Como en casi todas las casas del pueblo, el zaguán
se llama patio, y se entra en él por una puerta de tres hojas,
con llamador de aldaba y cerrojos de hierro desusado. Des­
de arriba, por un hueco, podía verse al que llegaba, aunque
era antes obligado a llamar y, luego de entrar dentro, volver
a presentarse diciendo “Ave María Purísima...”. Desde arriba
contestaban “¿Quién es?” y se respondía “Gente de paz”. Se
acabaron estos diálogos introductorios, y un timbre eléctrico
está instalado desde hace años.
Por la escalera de piedra rugosa, de dieciséis peldaños,
circulaba la gente y la leña; el maíz para guardarlo en el des­
ván, las perdices, el aceite y el jabón de los bodegones. La
fregaban, con cepillo de raíz, mujeres que apoyaban las rodi­
llas en el suelo. Había luego otra escalera, muy carcomida,
que subía de la planta primera a los desvanes, cobijo de rato-

6 Ya se ha producido la puesta al día que autorizó la Ley de Arrenda­


mientos Urbanos, 1994.
ñeras, fuente inagotable de crujidos. Pero la escalera que
quiero recordar hoy no es ésta. Siempre hubo otra escalera,
tapiada con cielo raso, que comunicaba la cocinona y el mo­
lino, sin uso desde que —ni se sabe cuándo— se fusionaran
las dos casas primitivas y perdió la segunda su condición de
independiente. La cocinona era una despensa grande, donde
se guardaba chacina, uvas colgadas y magdalenas. Apenas
se usaba y solía estar a oscuras, llena de trastos arrincona­
dos, o herramientas para la viña y la matanza. Estaban me­
dio sueltas algunas cañas y los niños sabíamos que de una
patada el cielo raso se caería. Eso le daba misterio, un poco
tintado de miedo, como un regusto inquieto que no llegaba a
asustar del todo, y era arriesgado y tranquilo a un mismo
tiempo.
Hace algunos años murió mi madre. La casa estaba muy
vieja y hubo que decidir si tirarla o hacer arreglos. Propusi­
mos, entre los hermanos, hacer en aquel hueco un cuarto de
baño nuevo, cómodo y con agua caliente. Cuando los alba­
ñiles vinieron a tirar la escalera encontraron otra habitación
desconocida, que ni los más viejos recordaban, un espacio
que en tiempos pasados ganaron para una rueda del molino
contiguo, corriendo el tabique del fondo de la despensa.
En ese hueco nuevo, en esa cocinona, tengo ahora mi
lugar en la casa de la familia extensa. Ese es mi dormitorio,
mi centro. Y me pregunto por qué cuido y conservo un sitio
al que apenas puedo acudir a dormir dos veces al año. En
este curso me habéis obligado a pensar. A tratar de entender
el porqué de mis casas y de mis espacios personales. Esta
casa, esta escalera, no puede entenderse desde una perspec­
tiva exclusivamente funcional. Es un hueco distinto, un con­
trapunto a mi existencia razonable, competitiva y urbana.
Como en el verso de Borges, es un lugar próximo a los sue­
ños, al paso del tiempo, a la memoria de los que, antes que
yo y con mi nombre, han sido. Su modesto entramado de
madera y hierros viejos me permite fundir, dos veces al año,
la memoria y el futuro. El lugar de las cenizas sostiene, me­
jor que ningún otro asiento, el peso de mis proyectos.
Los fabricantes de espejos

P r e s e n t a c ió n

Oí decir una vez a un estadístico marroquí que las esta­


dísticas son como la luz: dejan en la oscuridad lo que no ilu­
minan.
Ni antes ni después de aquella ocasión he encontrado
otro símil tan eficaz para sintetizar en lenguaje cotidiano las
relaciones entre los conceptos reproducidos en series y las
otras dimensiones de la realidad social que no se incorporan
a conceptos de gran circulación.
De entre todas las series a las que el símil de la luz y de
la sombra podría aplicarse con justeza, a ninguna le va tan
acertadamente como a las Cuentas Nacionales o Contabili­
dad Nacional. Y, de todos los conceptos y series estadísticas
ligadas a la Contabilidad Nacional, ninguno tan brillante
(tan iluminador y cegador al mismo tiempo) como los de
la Renta Nacional y el Producto Interior Bruto. Estos con­
ceptos se han incorporado plenamente al vocabulario de
los no-economistas, como parte del patrimonio intelectual
común de la época, y se utilizan de modo intuitivo, como
un referente cuya legitimidad no entra en discusión aun-
que sus fundamentos y detalles permanezcan relativamente
difusos.
Entre los sociólogos, la Contabilidad Nacional y el con­
cepto y cuantificación de la Renta Nacional o el Producto
Interior Bruto tienen un atractivo evidente: basta con medir
la cantidad de estudios en que esta magnitud es utilizada
para comprender el alcance de la atracción. Pero resulta, por
seguir con el símil, que el foco de luz y el esfuerzo colectivo
depositado en la elaboración de las cuentas nacionales, y
específicamente en las de renta, ha hecho más densas las
sombras que cubren otros aspectos de la vida social y eco­
nómica, que resultan opacas o invisibles por comparación
con la notoriedad y la solidez de la construcción lógica/esta­
dística de las cuentas nacionales.
Se echa en falta, por consiguiente, una reflexión sobre el
proceso de estimación de las magnitudes de las cuentas
nacionales desde una perspectiva sociológica, y eso trataré
de hacer en este ensayo. Para quienes trabajan con sus datos
como punto de partida, el giro del haz de luz hacia los ci­
mientos y entresijos de las Cuentas, así como a las activida­
des económicas habitualmente oscurecidas, es una necesi­
dad vivamente sentida. Es una necesidad tan evidente que se
ha formado una red mundial llamada “Si las mujeres conta­
ran”, que trata de modificar los sistemas contables para dar
cabida a los recursos no monetarizados. En la Conferencia
de Naciones Unidas de Pekín (1995) se firmó una recomen­
dación en este sentido para que los gobiernos hagan visible
el trabajo no remunerado de las mujeres. Y en España, el
Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad, en mar­
zo de 1998, una propuesta no de ley para incorporar a la
Contabilidad Nacional, por vía de una cuenta satélite, la esti­
mación de los recursos aportados por el trabajo no moneta­
rizado. Según estimaciones realizadas durante diez años en
el Departamento de Economía del IEG (Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, Madrid), si se añade a la estima­
ción habitual del Producto Interior Bruto de España el traba­
jo doméstico no remunerado, el Producto Interior Bruto inte­
gral resultante es más del doble (123% más alto) del que se
reconoce habitualmente.
Confío en que a este ensayo, cuya primera versión se
publicó en la revista Política y Sociedad con el título “Invita­
ción al análisis sociológico de la Contabilidad Nacional”,
sigan otros acercamientos a la Contabilidad Nacional y a sus
principales aportaciones desde perspectivas diferentes a la
estricta técnica contable.

I. L a s e s t a d ís t ic a s s o n co m o la luz

Cada época produce sus propios objetos culturales, y la


estadística ha sido un producto cultural tan característico
del siglo XX (y lo será del XXI, muy probablemente) como
los coliseos o las catedrales góticas lo han sido de siglos an­
teriores. La comparación no es casual. También las estadísti­
cas se producen gracias a enormes esfuerzos colectivos, y la
Contabilidad Nacional (Social) es un espejo en que todos y
cada uno de los componentes de la sociedad se reflejan, o al
menos eso intenta: y nadie está condenado, en principio, a la
invisibilidad o la ausencia1.
Nada impide que las peticiones ya expresadas por los
movimientos sociales de una mayor “democracia informati­
va” o participación en el acceso y en el destino de las gran­

1 Debido al carácter esencialmente cualitativo de este volumen, en


este ensayo sólo se presenta la evolución histórica y el análisis concep­
tual de la Contabilidad Nacional. Para estimaciones y tablas estadísticas,
vid. las obras de M. A. Durán: La contribución del trabajo no remunera­
do a la economía española: alternativas metodológicas, Instituto de la
Mujer (en prensa); El trabajo no remunerado en el ámbito doméstico en
la Comunidad de Madrid, Consejería de Economía y Empleo, Comu­
nidad de Madrid (en prensa); The Future of Work in Europe, Bruselas,
D.G.V, Equal Opportunities Unit, 1999; “El papel de hombres y mujeres
en la economía española”, Revista de Información Comercial Española,
núm. 760, febrero, 1997, págs. 9-29.
des estadísticas, se vincule a la producción de las cuentas na­
cionales.
La Contabilidad Nacional surgió como respuesta a una
necesidad de conocer. Vistos retrospectivamente, los con­
ceptos que hoy parecen cerrados muestran las muchas evo­
luciones que antes sufrieron, y es fácil reconocer que tam­
bién en la actualidad siguen abiertos y en condiciones de
recibir cambios. Para España, el primer intento de medir la
Renta Nacional lo realizó un estadístico británico, M. Mul-
hall, entre 1880 y 1899 (Bustelo, 1992; Carreras, 1989)2.
En el primer tercio del siglo XX hubo una decena de eva­
luaciones del Producto Nacional, pero sólo a partir de 1944
se intentó de modo sistemático. Entre los historiadores
económicos son frecuentes las disensiones a la hora de in­
terpretar los niveles de Renta o Producto Nacional alcanza­
dos en épocas anteriores, debido no sólo a la escasez de
fuentes, sino al rigor o capacidad descriptiva atribuido a las
mismas.
Los indicadores actuales, cuya relación directa de susti­
tución respecto a los fenómenos a que se refieren cuesta es­
fuerzo poner en duda, resultan más fácilmente observables
desde una perspectiva crítica si se recuerda lo muy “indirec­
tos” que han demostrado ser otros indicadores que los pre­
cedieron. A título de ejemplo, algunos de los indicadores
utilizados en otras épocas para estimar la renta de varios paí­
ses han sido el número de cartas enviadas, el carbón consu­
mido por habitante, los ingresos fiscales o el índice de ma­
trimonios.
La Contabilidad Nacional de España se ajusta a un tipo
de modelo que tiene su origen en el clima prebélico de los
años previos a la Segunda Guerra Mundial, cuando se hizo

2 Francisco Bustelo, Los cálculos del Producto Nacional en los siglos


xixy XXy su utilización en la historia económica, Madrid, Departamen­
to de Historia e Instituciones Económicas, Universidad Complutense,
1992. Albert Carreras (coord.), Estadísticas históricas de España, Ma­
drid, Fundación Banco Exterior, 1989.
más acuciante la necesidad de conocer los recursos produc­
tivos disponibles, especialmente en Gran Bretaña y Estados
Unidos. Hubo una clara concatenación entre el primer pre­
cedente inmediato de las actuales cuentas nacionales, un
White Paper publicado en 1941 en Gran Bretaña por el Pre­
supuesto, y la publicación del primer libro de Meade y Sto-
ne National Income and Expenditure, en 1944. El originario
“White Paper” se transformó después en un “Blue Book”
oficial sobre Renta y Gasto Nacional, publicado cada mes
de septiembre, que “proporcionaba la base para la mayoría
de los informes acerca de la situación de la economía” en
Gran Bretaña, en el Economic Reports. En 1960 se publi­
có la obra Renta Nacional, Contabilidad Social y Modelos
Económicos, de Ray G. Stone, que introducía ya los perfec­
cionamientos estadísticos y las novedades relativas a la
Contabilidad Nacional, casi inexistente quince años antes
(Stone, 1969)3. Con ello se daba una proyección académica
mundial a los trabajos oficiales de la Contabilidad británica,
muy similares a los de su casi homólogo “United States
Income and Output”. Sus múltiples traducciones y edicio­
nes lograron normalizar intemacionalmente la interpreta­
ción de las economías nacionales como modelos sociales y
económicos.
El cálculo directo de la producción de las ramas y secto­
res más importantes había comenzado a hacerse en España a
partir de 1957, por parte del Ministerio de Hacienda, en co­
laboración con un equipo de profesores universitarios (entre
otros, José Luis Sampedro, Enrique Fuentes y Julio Alcai­
de). En 1965 se encargó de la Contabilidad Nacional de
España al Instituto Nacional de Estadística, que mantiene
esta competencia desde entonces. Ya en 1971, Prados Arrar-
te señalaba el carácter relativamente modesto de la Contabi­
lidad Nacional: “La riqueza o el patrimonio nacional es de

3 Ray G. Stone, Renta Nacional, Contabilidad Social y Modelos Eco­


nómicos, Barcelona, Oikos Tau, 1969.
muy difícil cálculo y es poco probable que llegue a consti­
tuirse un objeto anual de estudio. Parece por tanto conve­
niente encontrar ‘sucedáneos’ más sencillos de estimar que
ofrezcan un orden de magnitud sobre las variaciones del pa­
trimonio nacional. El mejor sistema es la confección pe­
riódica de un balance de todas las sociedades anónimas del
país, o sector empresas —al que se sumaría el sector públi­
co—, y el balance de pagos con el exterior, para conseguir
un balance continuado sobre la Riqueza Nacional” (Prados
Arrarte, 1971)4.
Desde 1972 se aplicó el sistema Naciones Unidas-CEE.
Las razones aducidas en aquel momento para cambiar la
anterior serie basada en 1964 por una nueva serie con base
en 1970 era que no se adaptaba ya a la nueva estructura ins­
titucional del país, ni a sus disponibilidades estadísticas, ni
a las necesidades de la política económica. No podían resol­
verse estos problemas con retoques parciales porque “de
hacerlo, se hubiera perturbado la evolución de los agregados
y distorsionado la coherencia interna de la misma. El empleo
de nuevas fuentes estadísticas sólo es posible cuando se rea­
liza una revisión completa, una estimación ‘ex novo’ de un
año base distinto” (Alvarez Blanco, 1977)5. El cambio del año
base significa que se establece un cuadro completo de con­
ceptos, definiciones y clasificaciones, es decir, un sistema
contable; y que, además, se determinan los valores absolutos
de las magnitudes del sistema, cuantificados a través de indi­
cadores. Desde 1985 se aplica una versión mejorada y más
compleja, el llamado SEC o Sistema Europeo de Cuentas.
A lo largo del siglo XX de sucesivos perfeccionamientos, los
conceptos se han solidificado, en el sentido de que han gana­
do rigor y eficiencia, pero, sobre todo, se han convertido en

4 Jesús Prados Arrarte, La contabilidad social, Madrid, Guadianá,


1971.
5 Rafael Álvarez Blanco, “Presentación de la nueva contabilidad na­
cional en España”, Revista Hacienda Pública, 44, 1977, págs. 129-152.
“conceptos pactados”, en “modos intemacionalmente con­
venidos” de aproximarse a los hechos económicos.
La introducción de esta primera perspectiva histórica tie­
ne por objeto mostrar el carácter procesual, abierto, del
conocimiento de la realidad económica. O lo que es lo mis­
mo, despertar en el lector la curiosidad por conocer el desa­
rrollo futuro de estas y otras formas posibles de aproxima­
ción a la realidad; porque, si la historia demuestra la varie­
dad de espejos en que cada época anterior se ha reflejado,
también induce a pensar que los espejos del futuro serán
múltiples, y muy probablemente diferentes de este espejo
casi único en que ahora miramos o nos miran.

II. Lo Q U E N O S E IL U M IN A Q U E D A E N S O M B R A

La Contabilidad Nacional es un relato renovado periódi­


camente, con unos personajes repetidos y unas actuaciones
previsibles, aunque no garantizadas. Pero este relato puede
aspirar o renunciar a representar la realidad.
La decisión sobre qué vale la pena medir es un acto polí­
tico, y también lo es la asignación de recursos a la medición.
La Contabilidad Nacional puede publicarse porque millones
de personas producen información sobre sí mismos, sobre
sus hogares, sobre sus empresas y sobre otras instituciones,
y porque otros muchos miles de personas se dedican a la ela­
boración y síntesis de los datos.
Una primera distinción entre las partes implicadas en el
proceso de medición sería la que separase a los medidores y
a los medidos, y a éstos, de los usuarios de la medición. En
el caso de la Contabilidad Nacional, todos los ciudadanos
resultan de un modo u otro medidos, como también las ins­
tituciones intermedias en que participan, y el propio Estado
y sus instituciones. El medidor es, por delegación, el Institu­
to de Estadística; y los usuarios son múltiples, aunque pre­
dominen entre ellos los investigadores académicos y los po-
Uticos o administradores de servicios públicos. El punto de
vista del observador es decisivo en el suministro de in­
formación en las ciencias sociales, y la Contabilidad Na­
cional descansa en informaciones proporcionadas por indi­
viduos y entidades sociales. Entre los observadores y los
observados, las relaciones nunca son de total transparencia,
aunque al aplicar el mismo instrumento se obtengan los
mismos resultados. Así que el problema no es sólo qué se
mide, sino cuánto, una vez aceptado el objeto de medición
(Durán, 1994)6.
No hay muchas resistencias explícitas por parte de estos
sujetos a participar en las cuantificaciones previas a la Con­
tabilidad Nacional, aunque 1994 y 1995 fueron años pródi­
gos en referencias, en los medios de comunicación, a la
práctica de las cajas B, cuentas S, artificios contables, fon­
dos de contabilización excusada y desvíos millonarios hacia
opacos paraísos contables. Sin embargo, como señala Jón-
sen, “es poco probable que los managers proporcionen in­
formación que les peijudique”. Más grave parece el proble­
ma de quienes no resultan contabilizados porque no tienen
posibilidad de hacerse visibles: los sujetos de actividades ile­
gales, sumergidas o domésticas. Si la finalidad de las Cuen­
tas Nacionales es, como señalaba Stone, “proporcionar la
base para la mayoría de los informes acerca de la situación
en la economía”, ¿cómo podrán tenerse en cuenta las necesi­
dades o las aportaciones de los invisibles, de los no contabi­
lizados?
El objetivo de la Contabilidad Nacional fue producir un
sucedáneo de las variaciones del patrimonio nacional, más
fácil de estimar anualmente. No obstante, el patrimonio
como acumulación ha ido perdiendo su carácter inicial de
objetivo prioritario, cediéndolo a la producción anual y a los
flujos de dinero o mercancías. No es ajeno a este desplaza­

6 María Ángeles Durán, “Las bases familiares de la economía espa­


ñola”, Actas del Congreso de Sociología de la Familia, Burgos, 1994.
miento el problema de la dificultad relativa de medir los flu­
jos y los stocks o acumulaciones.
La medición de los primeros, cuando se realizan a través
del mercado, es relativamente sencilla, puesto que básica­
mente consiste en aplicar el precio o valor de mercado a las
cantidades producidas o que circulan; sin embargo, la me­
dición del patrimonio es técnicamente más complicada, ya
que ninguna operación contable reciente ayuda a estimar su
valor.
La conversión contable de un bien en su valor entraña
una operación conceptual complicada, que necesita —para
ser aceptable por otros— la coincidencia en múltiples su­
puestos tácitos que no llegan a hacerse explícitos. Meyer
señala que lo que diferencia la estadística de la contabilidad
es, precisamente, que la segunda sólo trabaja con estimacio­
nes de valor, con evaluaciones o promedios de utilidades
objetivas. “Contabilidad y valor están ligados de manera
indisoluble. La contabilidad no comprende más que la eva­
luación de la actividad económica, que es sólo el aspecto
más aparente del valor” (Meyer, 1971)7.
El problema del valor es central. Si la contabilidad se
limita a dar razón de los flujos a los que asigna valores,
¿cómo resuelve la integración conceptual de los cambios en
el patrimonio o de los flujos que no tienen asignada una con­
trapartida monetaria? Algunos especialistas asumen que los
intentos de realizar contabilidades sobre producción e inter­
cambio de bienes no evaluados —como se intentó hacer en
la contabilidad soviética, o como harían las sociedades co­
munistas ideales— no pueden tener éxito. Pero si la propia
Contabilidad Nacional es un sucedáneo reconocido, ¿por
qué negarse a reconocer la necesidad de otros métodos sen­
cillos que permitan, al menos, “aproximaciones al orden de
magnitud sobre las variaciones del patrimonio nacional glo­

7 Jean Meyer, Contabilidad nacional y contabilidad de empresa, Bar­


celona, Hispano Europea, 1971.
bal”, y no solamente de la selección de recursos que actual­
mente recogen las cuentas nacionales?
Desde los años 60, numerosas voces han pedido que la
contabilidad, y más concretamente las cuentas nacionales,
introduzcan en su marco algunos elementos que no se inclu­
yen en los informes convencionales. Entre ellos, lo que ge­
neralmente se ha llamado “contabilidad social”8. Esta conta­
bilidad social responde a la preocupación por lo que Roslen-
der llama “el creciente catálogo de prácticas de negocios que
socialmente se están empezando a considerar inaceptables”,
y que si no preocupan directamente a propietarios o accio­
nistas de las empresas, sí son preocupación para la sociedad
en general. Entre estas nuevas preocupaciones destacan la
contaminación, el desperdicio de recursos, la infrautilización
de capacidades, el precio excesivo, la producción de mala
calidad o peligrosa, el trato inadecuado de los asalariados,
etc. La presión para producir contabilidad social ha venido,
sobre todo, de los sectores profesionales, académicos e inte­
lectuales. Dentro de las profesiones contables, los más in­
teresados en estas nuevas formas de contabilidad han sido
los contables académicos, como consecuencia de su dedica­
ción a la investigación más que a la ejecución de la práctica
contable. En los años 70 se produjo un considerable creci­
miento de la literatura sobre estos temas, que decreció en la
década —más conservadora y sumergida en la crisis econó­
mica— de los 80.
Estas peticiones de innovación se han producido desde
el sector de las empresas y, posteriormente, desde las orga­

8 El término “contabilidad social” se emplea por algunos autores en


un sentido completamente distinto. De hecho, la obra pionera de Stone
utilizó el término “social” para referirse a la contabilidad del país o na­
cional. Recientemente, los expertos en contabilidad destacan las diferen­
cias entre la contabilización por suma de contabilidades de unidades me­
nores, o agregación, y la “contabilidad social” que procede por estima­
ción de la actividad de conjuntos de unidades (vid. Viaña, Lecciones de
contabilidad nacional, Madrid, Civitas, 1993).
nizaciones sin fines de lucro. Aunque más que una auténti­
ca contabilidad social, lo que pretenden es dotar de mayor
orientación social a los informes o cuentas financieras tradi­
cionales.
Desde finales de los ochenta, y en los noventa, las peti­
ciones de cambios importantes en la Contabilidad Nacional
cuentan con el apoyo de organizaciones que nada tienen que
ver con las empresas o el Estado. Forman parte del conjunto
de reivindicaciones de algunos movimientos sociales, funda­
mentalmente de los movimientos de mujeres y de los ecolo­
gistas, pero también los radicales (Mathews, 1994)9, los movi­
mientos cooperativos y las instituciones sin ánimo de lucro.
Para los ecologistas es inadmisible que no exista un sis­
tema de medición del patrimonio ecológico y —lo que sue­
le ser más llamativo— de los daños causados al mismo. Los
movimientos de mujeres reclaman una visibilización de la
aportación al bienestar colectivo realizada desde los hogares.
Si la Contabilidad Nacional, tal como ahora se produce, sólo
puede integrar los bienes y servicios fácilmente valuables a
través del mercado, hay que resolver de algún modo —sea
en la Contabilidad Nacional o trasladándolo a otro lugar— el
problema de los recursos que no tienen cotización en merca­
do pero son escasos y susceptibles de uso alternativo, como
el medio ambiente o el trabajo no remunerado. Negarles un
lugar en las cuentas nacionales no resuelve el problema, sim­
plemente lo relega o retrasa el avance hacia soluciones más
satisfactorias.
Los intentos, los fracasos y los éxitos de los investigado­
res de la economía pretérita son un buen referente para quie­
nes desean introducir cambios en el modo de interpretar la
economía presente y futura. Lo que diferencia la tarea del
historiador económico de la del sociólogo o político es el
distinto ritmo, la diferente urgencia que dimana de referirse

9 M. R. Mathews, Socially Responsible Accounting, Londres, Chap-


man and Hall, 1994.
al mundo de los vivos o de los muertos. A éstos, ha de guar­
dárseles una justa y ajustada memoria. Pero a los vivos, a los
que necesitan una interpretación de sí mismos como parte de
su modo de estar y ser en el mundo, no puede exigírseles
paciencia si cuando se miran en el espejo de las cifras sólo
encuentran una imagen distorsionada o imperceptible de su
propia presencia.

III. Los E S P E JO S D E L A R E A L ID A D

La Contabilidad Nacional es un modelo descriptivo que


integra un número elevado de magnitudes. Como todo
modelo complejo, la Contabilidad Nacional tiene que adop­
tar decisiones metodológicas que no son —al principio— las
únicas posibles, pero que van conformando la realidad a
medida que se consolidan por el uso.
Algunas de estas decisiones tienen claras implicaciones
sociales y políticas, tanto “ante” como “post”. O sea, reco­
gen condicionantes sociopolíticos previos a la realización de
la Contabilidad Nacional y ocasionan posteriormente efec­
tos sociopolíticos mediante su uso. Entre estos condicionan­
tes destacan:

1 ° La delimitación de los periodos de referencia.


2.° La delimitación del territorio de referencia.
3.° La delimitación de la ciudadanía de los sujetos de
referencia.

1.° El Tiempo es un elemento constantemente presente


en la Contabilidad Nacional: la información ha de
referirse a una misma fecha o periodo (anual, tri­
mestral), lo que obliga a la síntesis entre los distintos
momentos comprendidos en el periodo. La necesi­
dad de “cierre” del ejercicio contable dota de una
sustantividad añadida, y hasta cierto punto artificial,
a actividades continuas o con intervalos reales dife­
rentes. Además, hay una presión constante para
homogeneizar la información, por lo que algunos
años se toman como referencias privilegiadas o
“años base”: pero la elección no se debe a aconteci­
mientos económicos decisivos, sino a la adopción de
innovaciones metodológicas.
La publicación de series implica la adopción de
decisiones respecto a los periodos que constituyen el
referente temporal del medio-plazo. Y, finalmente,
la complejidad de la preparación de los datos impli­
ca que haya un desfase de dos o tres años entre la
fecha de publicación y la de los avances o datos pro­
visionales, con lo que éstos sirven mejor para la
interpretación a posteriori que para la interpretación
del presente o el inmediato futuro: destino este que
comparten con todas las obras de cierta envergadura
de las Ciencias Sociales.
En la investigación social no hay ningún tipo de
contabilización, ni de conceptos, que pueda asimi­
larse en formalización o regularidad de producción
con la Contabilidad Nacional. Los diversos ensayos
de síntesis social o sociológica (Caritas, Foessa,
Complutense, etc.) no han logrado nada parecido, y
la búsqueda del sistema de indicadores sociales pro­
movido por Unesco choca con obstáculos difícil de
superar. Pero no es esto, con ser importante, lo más
notorio para el sociólogo. Lo que destaca es el tra­
sunto de la voluntad colectiva, del “aparato” que la
produce y hace posible, reflejado sobre todo en la
distinción entre cifras “provisionales” y “definiti­
vas”: son esas anotaciones, cada año corregidas, las
que permiten percibir el avance incesante de la ma­
quinaria de observaciones/recuentos/procesos que
finalmente lleva a la elaboración y puesta al día de
las cuentas. Pero que, al mismo tiempo, recuerdan al
usuario su condición “procesual”, inacabada, más
propia de una “presentación” o “imagen ante otros”
que de una pretensión de ser “sustantivo”.
2.° La Contabilidad Nacional española tiene actualmen­
te dos referentes territoriales principales: los del
Estado Español (operaciones dentro del territorio
español y operaciones con el Resto del Mundo) y los
regionales. El territorio económico nacional es
mayor que la suma del de sus Comunidades Autó­
nomas, porque incluye el de las Embajadas, explota­
ciones marítimas, etc.: este territorio “no regional”
constituye una unidad regional a efectos contables,
identificada como “Extra-Regio”. Respecto a las
regiones, el SEC distingue tres tipos de unidades
estadísticas territoriales: el nivel I (regiones comuni­
tarias europeas, RCE), el II (unidades administrati­
vas de base, que en España se corresponden con las
Comunidades Autónomas) y el III (unidades más
pequeñas, que en España se corresponden con las
provincias). La contabilidad regional o SEC-Reg
sólo se refiere a los sectores cuya actividad puede
ser adscrita sin ambigüedad a un territorio económi­
co regional: los Hogares o familias y las Adminis­
traciones Públicas locales10. Esta “adscripción con­
table” de los hogares a un territorio, que no encaja en
la creciente desterritorialización real de las familias
españolas, contribuirá sin duda a reforzar una cierta
perspectiva del análisis económico de las familias,
que es la compatible con estas premisas contables.
La territorialización de la actividad económica
será cada vez más difícil de precisar a medida que la
innovación tecnológica y rapidez en las comunica­
ciones permita separar los lugares de radicación y
producción (telemática, subcontratación), de monta­
je, de consumo, y de propiedad y control.

10INE, Contabilidad Regional de España, Base 1985, Madrid, 1991.


3.° También la nacionalidad o residencia legal de los
sujetos económicos es motivo de decisiones meto­
dológicas en la Contabilidad Nacional. El uso del
término “nacional” no es el mismo en el lenguaje
común, el político y el económico. En el lenguaje co­
mún, “nacional” se aplica a los derivados de nación,
entendiendo por nación en algunas ocasiones el
Estado y en otras las nacionalidades históricas o
incluso las Comunidades Autónomas. En lenguaje
político, la “nacionalidad” se asocia preferentemen­
te a la soberanía, a la condición de ciudadano, al
reconocimiento de la relación de pertenencia a un
país con su propio Estado.
En el lenguaje económico de la Contabilidad
Nacional, hay que diferenciar las magnitudes “inte­
riores” de las “nacionales”. La economía nacional se
define como “el conjunto de unidades residentes en
España: esto es, el conjunto de unidades que tienen
un centro de interés en el territorio económico espa­
ñol”11. Se dice que una unidad tiene “un centro de
interés” si realiza operaciones durante un año o más
en dicho territorio, por lo que las empresas radicadas
en el territorio, los inmigrantes, los exiliados o los
pensionistas que residen durante este periodo son
considerados “nacionales” en sentido económico.
A la inversa, no forman parte de la economía “na­
cional” los emigrantes de larga duración, aunque
envíen remesas para mantener a sus familias en sus
lugares de origen.
El Producto Interior Bruto se define como el
resultado final de la actividad de producción de las
unidades productoras residentes. Equivale a la ofer­
ta final de bienes y servicios producida en el interior

11 INE, Contabilidad Nacional de España, Base 1985, Madrid, 1990,


págs. 20-21.
del país, y puede ser mayor o menor que el Produc­
to Nacional Bruto, porque éste se estima añadiéndo­
le el saldo entre ingresos recibidos y enviados del
resto del mundo.
Es bastante evidente la superposición léxica en­
tre los distintos tipos de “nacionalidad”, y la necesi­
dad de un nuevo vocabulario o nomenclatura que
permita identificar con precisión cada uno de estos
aspectos de la realidad socioeconómica. Tarea esta
en la que resultaría útil la investigación interdiscipli-
nar o la colaboración entre expertos en estadística y
en sociología política.
Los viajeros de paso o turistas definen su consu­
mo como “consumo final en el territorio económico
de hogares no residentes”. Más difícil resulta la esti­
mación de las actividades de los residentes de hecho
y no de derecho, especialmente inmigrantes, por ser
sujetos estadísticamente opacos que contribuyen
inadvertidamente a mejorar la imagen que España
ofrece a través de sus cifras “per cápita”.

IV A c u e r d o s y c o n v e n c io n e s s o b r e e l m o d o

D E M E D IR L A R E A L ID A D S O C IA L Y E C O N Ó M IC A

En un artículo titulado “Ideology and the Sociology of


Scientific Knowledge”, W. Lynch analiza las conexiones
entre el concepto de ideología y de ciencia, tan intrincado y
variable según la acepción de ideología que las distintas
corrientes teóricas han manejado.
Según Lynch, “el concepto de ideología sigue siendo
fructífero como base para investigar los medios por los que
las formas de conocimiento verdaderas o falsas, exitosas o
no exitosas, racionales o irracionales, desempeñan un pa­
pel en mantener las relaciones de poder. La sociología del
conocimiento científico puede contribuir a hacer disminuir
las disparidades de poder... pero puede requerir que se
comprometa a persuadir a los que disienten de este propó­
sito” (Lynch, 1994)12.
Lo que tiene de interesante este estudio es su propuesta
de una sociología del conocimiento activa, interviniente en
los procesos de producción de ideas, cifras y reproducciones
de unas y otras. No es una propuesta meramente intelectual,
sino organizativa, puesto que requiere una aplicación para
“hacer disminuir las disparidades de poder” que empujan la
producción de conocimiento científico en una dirección a
expensas de otras. Que la propuesta no es sencilla, ya se hace
notar, y que puede levantar resistencias, también. Y no ser­
viría de gran cosa el enunciado del sesgo en la dirección o
contenido de las investigaciones si no fuese acompañado por
el compromiso de evitarlo, aun cuando implique el innega­
ble coste de comprometerse a intentar “persuadir a los que
disienten de este propósito”.
La contabilidad en general y las Cuentas Nacionales en
particular son formas de conocimiento y pocos podrían
poner en duda que se trata de conocimientos racionales y
exitosos. ¿Quién no ha admirado su elegante lógica interna?
¿Qué otro tipo de conocimiento logra tanta dedicación de
tiempo, trabajo y dinero, y es capaz de perpetuar durante
décadas el esfuerzo de homologación internacional? Donde
el problema se plantea es en la consideración de sus conoci­
mientos como “verdaderos”, o incluso como paradigmáticos
(Arkhipoff, 1986)13. ¿Qué clase de “verdad” hay, por poner
algunos ejemplos, en la contabilización del producto inte­
rior bruto, de la renta per cápita, o de los impuestos corrien­
tes sobre la renta y el patrimonio? ¿Qué implicaciones tiene
la decisión de definir y clasificar de una manera y no de
otra?

12 W. Lynch, “Ideology and the Sociology of Scientific Knowledge”,


Social Studies of Science, vol. 24,2, mayo, 1994, págs. 197-227.
13 Oleg Arkhipoff, “Sobre algunos paradigmas de la ciencia econó­
mica”, Información Comercial Española, 634, 1986, págs. 9-19.
S. Jónsson ha puesto el dedo en la llaga sobre los pro­
blemas de poder que surgen en torno a las operaciones con­
tables. En Accounting regulation and elite structures plan­
tea muy vividamente los conflictos soterrados que subyacen
a una actividad aparentemente técnica y neutral (Jónsson,
1988)14: a fin de cuentas, dice, una contabilización es un
relato, un modo de mostrar algunas de las relaciones entre
los sujetos implicados, y no todos los sujetos quieren exhibir
la información que otros les solicitan o se resignan a que no
se exhiba la información que están interesados en mostrar.
Y si no hay unanimidad: ¿quién actúa como árbitro para
decidir lo que vale la pena contar? ¿Quién fija las reglas del
juego, y paga los costes de su montaje?
Aunque la contabilidad sea una ciencia, también actúa
como fuente de normas. Los procesos de contabilización son
procesos sociales altamente regulados, tanto más cuanto
mayores puedan ser las diferencias de intereses entre todas
las partes implicadas: sin embargo, los intereses de las par­
tes no tienen posibilidad de hacerse patentes a menos que
dispongan del poder suficiente para ello. No ya para domi­
nar el sentido del proceso contable, sino, como mínimo, para
hacer notar sus propios intereses. De ahí que el silencio que
trasluce la absoluta falta de poder de los disidentes pueda
interpretarse erróneamente como una señal de aquiescencia.
El proceso contable es un proceso consensuado, pacta­
do. A mayor capacidad de las partes implicadas para hacer­
se oír, mayor crecimiento de las instrucciones metodológi­
cas, de los convenios y acuerdos. Como ilustración, basta
señalar que ya el estudio de V Montesinos sobre Las normas
de contabilidad en la Comunidad Económica Europea
(Montesinos, 1980)15 dedicaba una extensión de más de se­

14 Sten Jónsson, Accounting regulation and elite structures, Gran


Bretaña, John Wiley and Sons, 1988.
15V Montesinos Julve, Las normas de contabilidad en la Comunidad
Económica Europea, Madrid, Instituto de Planificación Contable, Mi­
nisterio de Hacienda, 1980.
tecientas páginas a reproducir estos acuerdos, referidos bási­
camente a las empresas. Y cuando los convenios son ne­
cesarios es porque se ha reconocido explícitamente la nece­
sidad de pactar y de establecer una jerarquía entre los posi­
bles modos de interpretar y contar un mismo hecho.
Los técnicos que diseñan las grandes líneas del instru­
mento contable están con frecuencia próximos a los medios
académicos y a los medios políticos. Una teoría contable es
una forma de situar las actuaciones de los sujetos contabiliza­
dos dentro de un marco general, y en unos esquemas de inter­
pretación de sus relaciones. Estos sujetos pueden presentar
sus propios marcos generales de interpretación, su propia
delimitación de las actuaciones que hay que contabilizar y las
que no. Pero, como señala Jónsson, “donde no hay perspecti­
vas articuladas compitiendo, una teoría contable normativa se
convierte en una fuerza conductora dominante”.
Las consideraciones sobre la base ideológica de la con­
tabilidad ganan —para bien y para mal— su máxima fuerza
al aplicarlas a la Contabilidad Nacional. Si de la contabilidad
aplicada a las empresas puede decirse como aigumento a
favor de su regulación que “la contabilidad abierta y com­
pleta contribuye a la eficiencia del mercado”, más aún po­
dría aplicarse a los recursos globales —del mercado y ajenos
al mercado— que una nación ha de administrar.
Los componentes ideológicos aparecen tanto en los pro­
cesos de definición (la frontera de la producción o el consu­
mo) como en los de valoración (el mercado). Si el temor a
que la inexistencia de contabilidad lleve a crear “desigualdad
en la distribución de la información” es relevante para las
empresas, tanto más para los restantes agentes económico-
sociales. Y, finalmente, si en la contabilidad empresarial
puede esperarse que “los gestores son reacios a suministrar
la información que pueda resultarles desfavorable”, este te­
mor es igualmente fundado respecto a la gestión de los re­
cursos globales, sobre todo respecto a los recursos globales
que actualmente no contabiliza la Contabilidad Nacional.
Existe, igual que en una democracia en el acceso al voto, una
posible democracia en el acceso a la producción de informa­
ción, que raramente se lleva a término.

V Los q ue q u ed a n fuera

VI .E l objeto de la Contabilidad Nacional

La delimitación de los flujos observados es la decisión


más importante para los investigadores que trabajan con los
datos de la Contabilidad Nacional. No sólo por lo que selec­
cionan, sino por lo que dejan de seleccionar.
De entre los posibles objetivos de observación en las
cuentas nacionales, sólo se han asumido los bienes y servi­
cios que pasan por mercado o se destinan al mercado. La
consecuencia más importante de esta limitación ha sido (en
la práctica) la opacidad de los cambios en los recursos hu­
manos, tanto los disponibles como los efectivamente utiliza­
dos, y asimismo la opacidad de los cambios, positivos y ne­
gativos, en los recursos naturales y medio ambiente.
Subyacente a la delimitación del objeto de la Contabili­
dad Nacional está la definición de qué se entiende por pro­
ducción. Es ya un lugar común entre estadísticos y econo­
mistas españoles (Tamames, 1964; Sampedro, 1975; Muñoz
Cidad, 1988) que no todos los bienes y servicios efectiva­
mente disfrutados por la comunidad se recogen dentro de la
frontera de la producción, y que la opción final o línea fron­
teriza siempre tendrá algo de excluyente. Sin embargo, cada
vez son más fuertes y fundadas las quejas respecto a las con­
secuencias del modo habitual de trazar esta frontera (Durán,
1988; Martínez Alier, 1987)16. Lo que no puede sostenerse,
en puridad es el argumento de que “sólo se incluyen aquellos

16 M. A. Durán, De puertas adentro, Madrid, Ministerio de Cultura,


1988. J. Martínez Alier, “Economía ecológica: cuestiones fundamenta-
les”, Revista Pensamiento Iberoamericano, 12, 1987, págs. 41-60.
bienes y servicios cuya existencia puede conocerse con razo­
nable nivel de aproximación y cuya medición puede efec­
tuarse con niveles de error no superiores a cierto límite”
(Muñoz Cidad, op. cit., pág. 22), porque éste es un argumen­
to circular, que origina los resultados que propone como
causa. Obviamente, a menos que se investiguen los fenóme­
nos de la “zona de sombra”, nunca podrán ser conocidos. El
problema no radica en la dificultad intrínseca de la medi­
ción, sino en el interés manifestado por los distintos grupos
sociales en conocerlos.
Tampoco son aceptables las supuestas ventajas de dejar
fuera de observación la parte peor conocida, esto es, “aun­
que lo que se incluye no sea todo lo que se ‘produce’, su
medición es más precisa que si se hubiera incluido todo” y
que “permite comparaciones internacionales sobre bases
más sólidas, por ser más objetivas” (ídem). Al contrario: la
comparación interregional o internacional se hace sobre es­
tructuras sumamente diferentes, aparentemente homogenei-
zadas por los mismos datos.
La comparación entre pequeñas diferencias en el PIB
entre países de la UE —por poner un ejemplo— puede ser
más engañosa que realista si se desconocen las grandes dife­
rencias en la estructura productiva no monetaria entre estos
países (Durán, 1995)17.
El instrumentalismo de los profesionales —como en
cualquier disciplina— inclina al uso de las operaciones ma­
temáticas que encajan con los datos proporcionados por los
métodos de la contabilidad nacional.
Pocos datos son tan atractivos para su proceso posterior
como los de las cuentas nacionales; y frecuentemente, en
consecuencia, los Departamentos académicos, los jurados
de premios o los comités de selección en las editoriales pri­
man los aparatajes matemáticos frente a la relativa pobreza

17 M. A. Durán, The International Comparison of Gmss National


Products: a Time and Gender Approach, Florencia, European Institu-
te, 1995.
formalizadora de las investigaciones realizadas por los disi­
dentes, los que se ocupan de actividades o aspectos econó­
micos no incluidos en el marco sobresaliente de la Contabi­
lidad Nacional.

V2. Los sujetos de la Contabilidad Nacional

Arkhipoff señala que la economía sólo puede progresar


si aúna el progreso del discurso “teórico” (los argumentos)
con el progreso del discurso “experimental” (las medicio­
nes). El discurso experimental caracteriza a la metrología, o
disciplina encaminada a apreciar la precisión, credibilidad y
fiabilidad de las estimaciones económicas, y la medida en
que éstas se apartan de la teoría: en definitiva, la producción
de las estadísticas adecuadas18. Pero hoy ya no es posible
creer en la posibilidad de “experimentar”, de construir mo­
delos partiendo de las masas de datos (términos, cifras) que
se ofrecen al estudioso, si no es a partir de las previas teo­
rías económicas que han posibilitado su producción, su naci­
miento. Textualmente, AxkhipofF dice que “... la economía
nos enseña que la objetividad de las cifras no es más que un
epifenómeno”19 y que economía y estadística se unen cada
vez más en una “comunidad de bienes”.
El problema de los sujetos económicos se plantea al
pasar del análisis de unos pocos o unos muchos a un todo
que a su vez se representa como sujeto; sujeto desagregable
y recomponible, elásticamente, en otros macrosujetos. ¿Pue­
de suponerse que las ecuaciones contables son identidades
reales, o sólo aproximadas? Para Arkhipoff, “cuando se pre­
coniza el empleo de la contabilidad para la descripción de la
economía nacional en su totalidad, lo que se propone es ya
un paradigma, en el sentido kuhneano, y deja de ser una téc­

18Arkhipoff, art. cit., pág. 12.


19 Arkhipoff, art. cit., pág. 13.
nica especial o una disciplina de trabajo”20. La Contabilidad
Nacional tiene que resolver si pretende ser una teoría formal
o una teoría modélica: la teoría formal “sólo se basa en su
éxito”, esto es, en su aceptación como convención entre pro­
fesionales y usuarios; en tanto que la teoría del modelo, que
otros autores prefieren llamar “estructural”, pretende que lo
que describe es real, una estructura objetiva.
Arkhipoff no cree que pueda esperarse otra cosa que una
coherencia relativa, y una integración flexible de distintos
sistemas contables que dan lugar a un sistema inevitable­
mente “compuesto”, donde coexisten diversidad de fuentes
y de aproximaciones.
Uno de los aspectos que más incomodidad intelectual
produce al sociólogo o político que se acerca al estudio de la
Contabilidad Nacional es la escasa visibilidad de los sujetos
o actores de la acción económica contabilizada: ¿quiénes
son los sujetos que dan entidad a las corrientes o flujos que
la contabilidad estudia?, ¿quiénes otorgan sentido a la acción
posibilitando el análisis de “bienes” o “utilidades”?
El problema de la opacidad de los actores (¿quiénes son?,
¿los individuos, los hogares, las empresas, el Estado?) está
ligado al de la dificultad de establecer, por agregación, una
“voluntad general” integradora, radicada en todos o cada
uno de estos sujetos susceptibles de acción.
El “bienestar nacional” difícilmente puede estimarse
como una simple suma de los bienestares individuales, pero
menos aún como una suma del “bienestar” de las entidades
intermedias (empresas, instituciones públicas, etc.). Proble­
ma que ya preocupaba en el siglo XVIII a Condorcet y que
sigue preocupando hoy día a los seguidores del “paradigma
de la imposibilidad” o teorema de Arrow, que preconiza la
imposibilidad de medir la utilidad colectiva.
No es casualidad que los manuales de contabilidad pa­
sen muy ligeramente sobre el problema de la agregación de

20 Arkhipoff, art. cit., pág. 15.


voluntades, o de utilidades, y que frecuentemente recurran a
una deliberada simplificación, proponiendo que los sectores
agregados (por ejemplo, las familias, o las empresas) se ana­
licen como si fuesen un sujeto único: la Gran Familia o la
Gran Empresa, en el Pequeño país. Y, para extremar el pro­
ceso, que el argumento o actuación económica de estos suje­
tos recaiga de modo recurrente en un “cabeza de familia” o
“empresario” que expresa sin mayores dificultades ni resis­
tencias la voluntad colectiva del grupo al que —según el
modelo contable— le toca representar.
En el texto de la Contabilidad Nacional de España no
hay ningún reconocimiento expreso de sujetos o actores: al
fin y al cabo, de lo que se trata es de medir flujos o circui­
tos. Pero los sujetos se pueden rastrear en el texto, al menos
semánticamente, para diferenciarlos de las magnitudes que
serían su predicado. Y, así, podemos reconocer al menos
tres grandes categorías de sujetos: la Nación, el Mundo (o,
más bien, el resto del Mundo, una vez excluida la Nación)
y los sectores institucionales. De estos últimos, los que re­
ciben tratamiento diferenciado, como si fuesen verdaderos
sujetos económicos, son cinco: las sociedades y cuasisocie-
dades no financieras; los hogares; las instituciones de cré­
dito; las empresas de seguros; y las Administraciones Pú­
blicas.
En esta delimitación de los sujetos/sectores se superpo­
nen criterios sustantivos y criterios formales; así, las empre­
sas de seguros tienen un volumen minúsculo de movimiento
en comparación con los restantes sectores, pero logran una
presentación diferenciada gracias a su especificidad conta­
ble, y en cambio, los hogares son subsumidos en el sector
“sociedades y cuasisociedades no financieras” en la cuenta
de producción, debido precisamente a su especificidad res­
pecto a las definiciones contables.
Es una convención contable que toda la riqueza de las
sociedades es riqueza de las familias que la integran: “Las
empresas se limitan a administrar parte de esa riqueza, ha­
ciendo uso de bienes temporalmente cedidos por las prime­
ras” (Viaña, 1993, pág. 35)21. Pero, sin duda, esta conven­
ción choca con la experiencia personal de muchos ciudada­
nos, tanto en lo que se refiere a su relación con las familias
(en realidad, la Contabilidad Nacional no emplea el término
familias, sino hogares) como con el tratamiento no-producti-
vo de los trabajos domésticos y con la relación con las
empresas (nacionales y ajenas) y las restantes entidades eco­
nómicas (Administración Pública, organizaciones interme­
dias, etc.). Y choca también esta delimitación de sectores o
actores, que trasluce la presunción de que todo lo que existe
es propiedad de alguien (el patrimonio, que en los actores
no-familiares se denomina “pasivo neto no exigible”), con la
experiencia vivida de que existe un patrimonio común, o
infraestructura físico-ambiental, cuyas importantes altera­
ciones parecen contablemente irrelevantes a menos que se
“apropien” o conviertan en mercancías.

V3. Cambio y equilibrio en la Contabilidad Nacional

Los modelos contables tienen que enfrentarse a dos fe­


nómenos contrapuestos: el equilibrio y el cambio. La nece­
sidad de “cuadrar” o igualar a cero las diferencias entre par­
tidas obliga a un ejercicio minucioso, estricto, muy imagina­
tivo en algunas ocasiones, en especial semánticamente. Por
referirse la Contabilidad Nacional a flujos de dinero o cir­
cuitos, el “cierre” de las unidades de referencia, tanto espa­
ciales como temporales e institucionales, cobra especial re­
lieve. El final del ejercicio o del balance (anual, trimestral,
nacional, regional, internacional) equivale a una reafirma­
ción de la identidad de lo estudiado.
La Contabilidad Nacional es un instrumento más orien­
tado a analizar el equilibrio que los cambios, salvo cuando

21 Enrique Viaña, Lecciones de contabilidad nacional, Madrid, Civi-


tas, 1993.
éstos son meras modificaciones de volumen en las magnitu­
des ya recogidas en el modelo inicial. El precio que paga por
su complejidad es, precisamente, una fuerte inercia y difi­
cultad para reflejar rápidamente los cambios estructurales o
para dar cabida a nuevos componentes en el modelo “com­
puesto” al que antes nos referíamos.

VI. Ec o n o m ía a l t e r n a t iv a : lo s r ec u r so s n o

M O N E T A R IO S E N L A E S T IM A C IÓ N D E L P R O D U C T O
In t e r io r B ruto

La Contabilidad Nacional es un documento extenso, en el


que se utilizan varios centenares de términos para referirse a
los agregados macroeconómicos y otros tantos para las tablas
input-output. El trabajo no figura literalmente en ninguno de
estos términos, sea o no remunerado; de modo que hay que
rastrearlo entre los términos con los que le une una conexión
lógica. A partir de sus datos, la aportación del trabajo a la pro­
ducción de bienes y servicios, o al bienestar general, sólo pue­
de hacerse por estimaciones indirectas posteriores.
La composición del PIB según la oferta se muestra se­
gún las ramas de la producción. Los conceptos o agregacio­
nes que utiliza (agraria y pesquera, industria, construcción,
servicios destinados a la venta, impuestos e IVA) son una
referencia obligada para la sociología, porque se acepta gras-
so modo que corresponden también a sistemas sociales suje­
tos a investigación social. O lo que es lo mismo, para mu­
chos investigadores, estas ramas responden a modelos es­
tructurales y no sólo formales.
El sector servicios plantea muchos problemas metodoló­
gicos y teóricos, similares a los del trabajo no remunerado.
Entre ellos, la superación del dualismo entre actividad pro­
ductiva y no productiva (Cuadrado y del Río, 1990)22 y el

22 J. Cuadrado y C. del Río, “Los economistas y los servicios”, Pape­


les de Economía, 42, 1990, págs. 2-18.
reconocimiento de la productividad indirecta, en el sentido
de que los servicios son inversiones no materiales que cons­
tituyen apoyos a la producción, sustitutivos de los prestados
anteriormente casi en exclusiva por las inversiones materia­
les (Brand, 1990)23.
Estas afinidades son especialmente visibles en la rama
de producción denominada “servicios no destinados a la
venta”, que incluye el trabajo no remunerado realizado por
los colaboradores de las instituciones sin fines de lucro: éste
es un tipo de organizaciones de creciente importancia, hasta
ahora insuficientemente contabilizado, cuyas relaciones de
complementariedad y sustitución respecto a los servicios
públicos y a los servicios para la venta merecen mayor aten­
ción de economistas, sociólogos y administradores públicos
(Hay y Wilson, 1992).
Si la Contabilidad Nacional introdujese algún tipo de
registro del trabajo no remunerado, la clasificación y magni­
tudes de las ramas sufrirían modificaciones importantes,
porque el trabajo no remunerado no se distribuye homogé­
neamente entre ellas.
La composición del PIB según la demanda refleja la es­
tructura social del consumo. La magnitud del consumo in­
termedio respecto al consumo final es un indicador del gra­
do de elaboración de los productos ofrecidos por la econo­
mía. Es posible que los contables reciban sin problemas la
actual distinción entre consumo intermedio y consumo final,
y acepten que éste, a su vez, es realizado por los hogares y
las Administraciones Públicas. Sin embargo, para los intere­
sados en Recursos Humanos, Hogares o Medio Ambiente, la
recepción de este concepto presenta muchas dudas razona­
bles. ¿Por qué ha de considerarse consumo final lo que los
hogares perciben como inversión en educación o en innova­
ción tecnológica? La propia Contabilidad Nacional ha teni­

23 J. Brand, “El problema de la productividad en el sector servicios”,


Papeles de Economía, 42, 1990, págs. 52-67.
do que hacer una excepción entre las adquisición de la vi­
vienda para uso propio, y ha aceptado la convención de que
se trata de inversiones reales.
La perspectiva de la demanda aporta las estimaciones y
distribución porcentual del consumo privado nacional, con­
sumo público, formación bruta de capital fijo, variación de
existencias, exportación e importación. La proporción del
consumo público respecto al consumo privado nacional es
un indicador del grado de estatalización de la economía
española.
El alto crecimiento del consumo de las Administracio­
nes Públicas, y su distribución entre los distintos tipos de ad­
ministraciones (Gobierno Central, Comunidades Autóno­
mas, Administraciones locales, Organismos públicos, etc.)
es un dato político y sociológico de primera magnitud. Ade­
más, desde el punto de vista metodológico, el consumo pú­
blico es similar al trabajo no remunerado en cuanto a la difi­
cultad de asignar valor a sus actividades, porque carece del
referente del precio de mercado. La convención contable, en
el caso del consumo público, es que el valor de lo producido
se iguala a su coste.
Aunque la formación bruta de capital fijo no es, por sí
misma, un indicador de potencial de cambio social, es útil
para la investigación en este campo: tanto la acumulación
como la des-acumulación de capital revelan actitudes y
orientaciones hacia el futuro que trascienden el ámbito pura­
mente monetario y son un complemento muy importante a
las declaraciones verbales expresadas a través de las encues­
tas de opinión.
Las dos últimas magnitudes de la demanda (exportación
e importación) son indicadores del grado de intemacionali-
zación de la economía española, y de la capacidad relativa de
vender fuera lo propio o de comprar lo ajeno: no hay corres­
pondencia directa e inmediata con ningún indicador de inter-
nacionalización de la sociedad española, pero puede contri­
buir a formar este indicador o a complementarlo. En los ser­
vicios (turismo, empleados de hogar, hostelería, cultura, ocio,
atención religiosa, salud) tanto exportados como importa­
dos, hay un elevado componente de trabajo, y estas magnitu­
des son, por ello, dignas de recordarse en los estudios sobre
desplazamientos de población (por ocio o trabajo) y sobre
migraciones.
En la subsección dedicada a la composición del PIB des­
de la perspectiva de las rentas, éste se divide entre remunera­
ción de asalariados, excedente neto de explotación, consumo
de capital fijo, impuestos y subvenciones. Cuando se trata de
dar un tratamiento común o integrador a todas las formas del
trabajo, sea o no remunerado, los datos sobre trabajo asala­
riado constituyen una fuente de información imprescindible,
posible referente para la “traducción” o evaluación económi­
ca del trabajo no remunerado. Sin embargo, también se in­
cluye trabajo, en proporciones no especificadas, en el exce­
dente neto de explotación; es el trabajo de los autónomos o
profesionales independientes, trabajadores a comisión y pe­
queños empresarios y sus familias. A efectos de compara­
ción con el trabajo no remunerado, ambas magnitudes son
relevantes, aunque la segunda no se presenta desagregada
entre remuneración del trabajo y beneficios; podría, inclu­
so, inducir a error en su interpretación, puesto que su incre­
mento —o su disminución— puede deberse al crecimiento
o disminución del número de trabajadores autoempleados
en malas condiciones de trabajo, y no a la mejora de su efi­
ciencia.
Además de estos conceptos, hay otros muchos en la
Contabilidad Nacional que se vinculan lógicamente al traba­
jo, tanto remunerado como no remunerado, entre ellos, las
indemnizaciones de seguro de accidentes, las cotizaciones
sociales, las prestaciones sociales, las transferencias (ingre­
sos sin contrapartidas) recibidas por los hogares, el ahorro
neto de los hogares y la capacidad o necesidad de finan­
ciación de los hogares. Las dos últimas se vinculan clara­
mente al trabajo no remunerado, y las restantes, al trabajo
remunerado. La capacidad de ahorrar de las familias se vincu­
la estrechamente a su capacidad de añadir trabajo a los bie­
nes y servicios comprados en un bajo nivel de acabamiento,
para su transformación en verdaderos productos finales.
Este rasgo es sorprendente —referido a la economía españo­
la— cuando se analiza el comportamiento del sector hogares
en países de la OCDE con desiguales niveles de renta, y
resulta que las familias españolas tienen unas tasas de ahorro
más altas que otros países más ricos: pero no es sorprenden­
te desde una perspectiva económica integrada de los recur­
sos monetarios y no monetarios (Durán, 1995)24.
La renta es el concepto económico más utilizado en la
investigación sociopolítica. Tan común es su uso que, según
Stone, “si tratamos de profundizar en su definición y medi­
ción, someteremos a investigación casi todo el campo de la
estadística económica” y “acabaremos haciendo la anatomía
del sistema económico, obteniendo una imagen clara del flu­
jo circular de la actividad económica, y un instrumento esen­
cial para comprender muchos de los problemas centrales que
la misma encierra” (Stone, 1969)25. Un estudio de tan gran
impacto entre los universitarios españoles como la “Estruc­
tura económica de España” (Tamames, 1964)26 decía que
“La renta nacional, magnitud macroeconómica básica, es la
síntesis de los resultados anuales de todo el sistema econó­
mico del país, de toda su compleja estructura, y el desarrollo
de la renta es el índice que mejor expresa su progreso o
estancamiento. Sobre la base de la renta nacional puede afir­
marse que el bienestar de la comunidad será tanto mayor
cuanto mayor sea aquélla, cuanto más equitativamente esté
distribuida, cuanto más rápidamente se incremente, y cuanto
con mayor productividad (es decir, con menos esfuerzo) se
obtenga” (Tamames, 1964, págs. 599 y 600).
A diferencia de otros conceptos económicos, el de la
renta tiene un componente intuitivo, familiar; podríamos de­

24 M. A. Durán (1995), op. cit.


25 Ray G. Stone (1969), op. cit.
26Ramón Tamames, Estructura económica de España, Madrid, Alian­
za, 1964, págs. 599 y 600.
cir que es un concepto con carga afectiva que no sólo se estu­
dia o comprende, sino que, además, se siente.
El distanciamiento respecto al concepto de renta no la
produce el concepto en sí, sino su utilización, implícita o
explícita, como si fuese lo que no es: error que no tiene por
qué atribuirse a sus “padres fundadores”, o a los técnicos que
alimentan posteriormente con datos este concepto, sino a
quienes lo aplican en sustitución de otros conceptos más
adecuados, y no tienen perspicacia suficiente para darse
cuenta de la sustitución, o el valor para pedir algo distinto y
la imaginación y el esfuerzo necesarios para intentarlo por sí
mismos.
Por eso, la crítica del concepto de renta es más profunda,
tiene más consecuencias y de tipos más diversos que las de
otros conceptos como el excedente de explotación o el con­
sumo de capital fijo. ¿Qué sucede cuando algunos movi­
mientos sociales demuestran incomodidad o inquietud inte­
lectual o política ante el concepto de renta? De seguir el hilo
del razonamiento antes citado, pero llevándolo en sentido
inverso, se desharía la anterior interpretación del funciona­
miento de todo el sistema económico, y se derrumbaría la
confianza en casi todo el campo de la estadística económica.
La desconfianza respecto al concepto de renta viene de
dos frentes principales: uno, de la delimitación de su objeto;
otro, de su distribución.
La desconfianza respecto a la renta como indicador so­
cial viene dada, en primer lugar, de su objeto. La Renta Bru­
ta no es un buen indicador, porque incluye todavía el consu­
mo de capital fijo. La Renta Nacional Neta Disponible a Pre­
cios de mercado, que lo excluye, se utiliza con frecuencia de
modo inadecuado, como si fuese un indicador de las rentas
que llegan a los ciudadanos de un país, especialmente cuan­
do se expresa en forma de renta por habitante. La proporción
de renta que llega a los hogares es sólo, con variaciones de
unos años a otros, del orden de dos tercios de la total; el res­
to permanece en el sector de las sociedades (empresas) y de
las Administraciones Públicas.
Estas proporciones varían entre países, años y unidades
territoriales. Aunque no sea probable, pueden producirse
incrementos o descensos de la renta nacional neta disponible
por habitante sin que la renta distribuida por los hogares se
modifique, o a la inversa.
En segundo lugar, la distribución de la renta no es homo­
génea; ni por funciones, ni por sectores de producción, ni
por regiones, ni por posición socioeconómica, ni por edades,
ni por género. Pero tampoco es homogénea la distribución
de los recursos no monetarizados. Si los estudios sobre la
distribución de la renta incluyesen también la consideración
del trabajo no remunerado, tanto su volumen como su distri­
bución variarían considerablemente.
Como hemos podido ver, la consideración de “pobre­
za” y “riqueza” es siempre relativa, y la llamada “escala de
Oxford” (ponderación de las necesidades monetarias en el
hogar en función de su composición), que actualmente se
utiliza en España para las estimaciones de desigualdad, ten­
dría que complementarse con una utilización equivalente de
la llamada “escala de Madrid” (ponderación de la detranme
o demanda de trabajo no monetarizado según la composi­
ción del hogar) (Durán, 1994)27.
No hay pobreza tan rigurosa como la que aúna la pobre­
za de recursos monetarios con la ineludible necesidad de
tiempo ajeno.

27 M. A. Durán (1994), op. cit.


El lugar de los libros
(Fragmentos de un diario)

P r e s e n t a c ió n

Este ensayo es diferente de los restantes que componen


el volumen. Formó parte de una obra de homenaje a las
bibliotecas titulada Siempre estuvimos en Alejandría (1997),
que coordinó la directora de la Biblioteca del Instituto de
Filosofía del CSIC, Julia García Maza. Para mí, este texto
tiene un valor especial, porque fue la primera ocasión en que
alguien me pidió un escrito sin importarle que fuese “cientí­
fico” o “literario”. Tuve total libertad para elegir tema y esti­
lo, y finalmente me decidí a llevar un diario sobre mi propia
relación con los libros. Durante cuatro meses fui tomando
notas sobre las fuentes y bibliotecas que consultaba; pero,
sobre todo, traté de ser consciente de los pequeños aconteci­
mientos que alegran o empañan la vida cotidiana en los cen­
tros dedicados a la investigación y la ciencia.
Los primeros apuntes fueron breves, impersonales, rela­
tivos al uso de la documentación y a la preparación del futu­
ro texto mediante trabajos de archivo. Luego, poco a poco,
esta visión desde fuera fue ganando soltura y profundidad,
en un crescendo que culminó con un traslado de despachos
y el derrumbe de mi pequeña biblioteca personal.
Las últimas páginas no se refieren ya a los libros, sino al
proceso de escribir. A partir del 12 de septiembre, los apun­
tes diarios son claramente introspectivos. Hay en ellos ten­
sión, rebeldía y memorias de infancia. Como metáfora de
la continuidad entre las generaciones, y de la sucesión de la
muerte y la vida, el texto termina con el recuerdo de mis
padres mientras amanece el Día de Todos los Santos.

I. A p r o x im a c io n e s

(Notas del diario de trabajo. 10 de mayo a 7 de septiembre)

1.1. Plural y singular

10 de mayo

Julia Maza quiere hacer un libro de homenaje a las bi­


bliotecas y me ha pedido que colabore. El tema es libre. Vale
un ensayo, una experiencia personal, un poema. Además, hay
varios meses de plazo.
Le he dicho que sí.

15 de mayo

No sé qué harán los otros autores. Casi todos son filóso­


fos, y aunque conozco a la mayoría, tengo poco trato con ellos.
El título del libro va a ser Siempre estuvimos en Alejan­
dría. Por la biblioteca, claro.

22 de mayo

Yo no he estado nunca en Alejandría.


Cuando hace siete años fuimos en las vacaciones de Na­
vidad a Egipto, subimos hasta Abu-Simbel: pero el guía dijo
que Alejandría era sólo una moderna ciudad portuaria, y lo
dejamos. Por eso, el título me contradice, y me remueve un
poco. Podría intentar olvidarme, pero no confío en ser capaz
de hacerlo. Los títulos siempre marcan y a mí me hacen dar
vueltas con mis propios textos. Algunos están claros desde el
principio, pero a veces hay varios compitiendo: cada cual
tira de una idea, de una intención. Algunos son tan peleones
que se resisten a desaparecer y tratan de quedarse al menos
como subtítulos: entonces tensionan con el que sale en pri­
mer lugar, anticipando las distintas corrientes que subyacen
en la escritura. Otros reafloran años más tarde en un texto
nuevo, o se hacen presentes intermitentemente, aparcados
pero no quietos en el fondo de la memoria.

23 de mayo

Los plurales son intrigantes. La identificación en el sin­


gular es más sencilla, aunque no siempre. Pero los plurales
son borrosos en los límites: ¿quiénes seremos los que estuvi­
mos en Alejandría?, ¿los firmantes?, ¿los futuros lectores?,
¿será un nosotros por representación o por la voluntad de
serlo?
Siempre es una palabra tan larga que lo dura todo. Sin
embargo, la compañía del estuvimos (un pretérito del todo
terminado) la deja como partida por la mitad. ¿Dirá que “hu­
biéramos” querido estar allí, aunque no estábamos?

2 de junio

Creo que haré el artículo sobre la relación del autor con


su propia obra: lo que se llega a publicar y lo que no, y el
modo en que luego los demás la clasifican. Pero ahora no
puedo ponerme. Tengo todavía por corregir la de Santiago
de Compostela, no he empezado con el artículo de la REIS y
debo la ponencia de la LATUR. Además de las cosas del día
a día, que consumen mucho tiempo.
Libertad viene de libre. Y libro, ¿de dónde viene?
En el DRAE leo: “Libro, del latín liber, libri.” Se me ha
olvidado el poco latín que supe, pero sigue pareciéndome
que las dos palabras vienen del mismo origen, de la misma
idea.
Se non é vero, é ben trovato. Aunque para decirlo, vale,
para escribirlo no podrá quedarse tan en el aire. A ver si ten­
go un hueco libre y me escapo a mirar el Diccionario etimo­
lógico de Corominas.

16 de junio, por la tarde

No me ha sacado de dudas la consulta. El Diccionario


dice así: libre es “descendiente semiculto del latín liber-a-
um", primera documentación de 1200; Berceo, etc. Es ya
frecuente en la Edad Media (Juan Manuel, etc.) y en todas
las épocas ha sido voz de uso general y frecuente en el
idioma escrito y no ajeno al oral, aunque poco empleada
en sus estratos más populares. Como derivados, librar
(Cid), de liberare, ‘libertar’: liberal [hacia 1295, Primera
Crónica General, en la acepción de generoso y dadivoso;
tomado del latín liberalis ‘propio de quien es libre’]. Y de li­
bro, dice: “tomado del latín liber-bri ", primera documenta­
ción en los orígenes del idioma (Cid, etc.). De uso general
en todas las épocas, tiene forma culta en todos los roman­
ces. Derivados: librero, librería, libresco, libreta, libreto, li­
brillo, lebrillo, libelo. Sigue la pelota en el tejado. El liber-
libri es un objeto y los liber-a-um son los seres humanos en
su condición de libertad; pero el Diccionario ni siquiera
sugiere el puente, el común nacimiento de las dos ideas.
¿Estaré equivocada? Sin embargo, parece tan lógico, tan de
acuerdo con la experiencia cotidiana... Supongo que no ten­
go otro remedio que buscar un diccionario etimológico de
latín para seguir remontando un rastro más antiguo, pero eso
lo complica mucho. En las bibliotecas a las que tengo fácil
acceso no lo hay, y en las otras a las que puedo acceder está
prohibido sacar los diccionarios en préstamo interbiblioteca-
rio. Si voy a Medinaceli pierdo entera la mañana. Tal vez se
lo pregunte a un amigo de Filología, que lo sabrá sin siquie­
ra consultarlo.
También he buscado “biblioteca”. El DRAE dice que la
palabra latina deriva del griego biblos (libro) y teca (caja).
Más o menos viene a decir que es la caja de los libros, y, por
extensión, su lugar. Pero la transcripción de biblos y teca que
yo hago es sólo aproximada, no repito sus caracteres griegos.
Por trasladarlos del diccionario a este papel, en mi simple
labor amanuense, ya he alterado la mitad de los signos.
¿Cuántos copistas, cuántos exégetas y cuántos traductores
habrán reconvertido los textos que leían?
Intenté luego seguirle la pista a Byblos a través de la ciu­
dad, buscar la conexión entre los nombres: pero las referen­
cias que he encontrado no me lo permiten. No lo niegan,
pero tampoco lo afirman. Si fuese filóloga, esta ausencia de
datos me detendría. Pero como no lo soy, puedo seguir ima­
ginando lo que quiera, sin contenciones. E imagino una ciu­
dad antiquísima de palmeras, donde nacen manantiales y los
primeros libros.

21 de junio

He preguntado en la biblioteca nuestra, la del IEG, por


los préstamos con la Universidad Complutense. Es un servi­
cio reciente, que funciona desde hace poco y no hemos usa­
do todavía. Creo que vale la pena estrenarlo.
Al principio no había modo de entrar en la red, el pro­
grama lo escupía. Nieves lo intentó casi una hora, y al final
lo logró por otro sistema. Estaba buscando bibliografía sobre
Contabilidad Nacional en los fondos de la Facultad de Eco­
nómicas, para ampliar la que tenemos aquí para el proyecto.
También buscaba algo sobre Paul Delvaux, por el artículo
que tengo entre manos en la Universidad de Santiago. De la
Contabilidad Nacional salieron cientos, en su mayoría esta­
dísticas que puedo consultar en sitios más próximos: pero
había dos libros que parecen prometedores. De Delvaux sólo
ha salido un libro que está en la biblioteca de Bellas Artes.
El acceso a los artículos, a pesar de las facilidades que da el
CINDOC, es más difícil. Nieves sacó las signaturas por la
impresora, y Mavy los ha pedido a través de la central de
préstamos.

1.2. 26 de junio. Los territorios desconocidos

El mayor orgullo de la biblioteca de nuestro centro es la


colección de mapas antiguos. Yo participo algo lateralmen­
te de ese orgullo, porque no soy historiadora ni geógrafa,
pero me gusta que a la gente le guste lo que toca. A veces
miran sus bordes desgastados como si los acariciaran, y es
hermoso.
Yo bajo sobre todo a ver los libros de consulta, y las esta­
dísticas de economía y trabajo. Algunas revistas, también, y
fondos que en buena parte se deben a proyectos anteriores.
Pero, sobre todo, esta biblioteca tan próxima es un balcón o
mirador sobre otras bibliotecas.
Es curioso. Las bibliotecas suelen ser sitios cerrados,
contenidos en sí mismos y aislados del exterior. El lenguaje
y el gesto de los que están allí es muy pausado. Sin embar­
go, la consulta de los ficheros me produce una sensación
casi física de exposición, de apertura, como si subiese a lo
alto de un monte a respirar aire fresco y gozar de buenas
vistas. Si la búsqueda es muy concisa, o forma parte de un
trabajo estabilizado durante meses, la sensación no es tan
aguda. Por eso, salvo después de ausencias largas, no me
emocionan las bibliotecas de Sociología, o Políticas y Eco­
nómicas, que son las mías. Ésas son las bibliotecas conna­
turales a las que siempre vuelvo, y allí me siento como en
casa. Una casa que se repite en casi cualquier lugar del
mundo, porque el punto 3 de la clasificación universal, y to­
dos sus números derivados (las ciencias sociales), es un te­
rritorio tan familiar, tan amigo, que en él no soy nunca
extranjera. Diría que me está esperando con la puerta abier­
ta, sin necesidad de presentarme o llamar al timbre, en cual­
quier biblioteca que visite.
Pero otra cosa distinta son las búsquedas inhabituales,
los territorios desconocidos a los que de vez en cuando aso­
mo. Hace un año, cuando escribí para la REIS un comenta­
rio sobre “La abadesa preñada” de Berceo, y necesité usar
los fondos de literatura, o hace dos, cuando preparé una po­
nencia sobre “Las escaleras” en un curso en el Colegio de
Arquitectos de Málaga, hice una de esas incursiones por
lugares desconocidos. Notaba la excitación de la búsqueda,
la aventura, la proximidad de la risa y la sorpresa, como
dicen que les sucede a los que suben al Himalaya.
A veces, la biblioteca produce dependencia, y vértigo.
Es tanta la energía y la tensión que desprenden los libros
acumulados, en el sentido de estímulo o invitación a otras
realidades, que te atrapa. Con su sola disponibilidad, con su
existencia, la biblioteca demuestra que hay algo todavía más
lejos, información a la que no has llegado y que nunca
podrás abarcar completa. Si no se reconoce ese límite, el
equilibrio del propio trabajo peligra. El momento del corte
es delicado. Si demasiado pronto, da inseguridad al que sabe
que le falta; y peor aún si ni siquiera percibe la insuficien­
cia. Y si se demora en exceso, si se alarga, el comienzo de
la urdimbre se afloja, se descohesiona, empieza a tirar para
otros lados, y los plazos de entrega caen y peligran. Conoz­
co bastantes ágrafos y semiágrafos, lectores empedernidos,
que podrían enseñamos mucho y no lo hacen porque son
incapaces de cortar el cordón umbilical con su penúltimo
libro.
Continúo trabajando en el artículo sobre “Desigualdades
sociales” que debo para la REIS. He encontrado un refrán
que antes no había oído, que encierra una teoría completa de
la movilidad social ascendente. Dice así:

Por los libros suben los porqueros a obispos.

Es cierto que durante siglos, en España, los hijos de los


porqueros tuvieron muy pocas posibilidades de ser algo dis­
tinto de lo que fueron sus padres. Ni la propiedad de tierras
ni las armas les resultaban accesibles. Pero la Iglesia, hasta
cierto punto, era una institución más abierta, y posibilitaba el
ascenso social. Como antes lo fue la milicia romana o
recientemente lo han sido los partidos políticos. Todavía he
conocido, sobre todo en los medios rurales, esa mezcla inse­
parable de instrucción, adiestramiento, servicio y carrera
eclesiástica. “De porquero a obispo”, dice el refrán. Por los
libros, sí, pero no sólo, ni siquiera principalmente. Ha conta­
do también, y cuenta, la renuncia a naturaleza, la obediencia
estricta, y el olvido.

8 de julio

Acabo de enterarme de que cada préstamo de la Univer­


sidad cuesta seiscientas pesetas. Así no podré consultar mu­
chos libros, sólo los que esté muy segura de lo que tienen
dentro y no pueda conseguirlos de otro modo.
Los préstamos de la red del CSIC en Madrid funcionan
bastante bien, son gratis y se conceden por una semana.
Aunque tal vez a la institución que presta y recibe le salga
más caro, porque tiene que pagar los gastos de envío, el per­
sonal que atiende el préstamo y las pólizas de seguros.
Hablando de préstamos, me remuerde un poco la mala
conciencia. En comparación con el volumen de libros que
manejo al año, soy de fiar. Pero debo algunos que no en­
cuentro. Seguro que están detrás de otros, descolocados. En
Ann Arbor ya me hubieran multado. Debo dos de la facultad
de Económicas, de la Autónoma, que me reclaman desde
hace años, puntualmente, cada vez que hacen balance en pri­
mavera. Estoy dispuesta a pagar su importe, pero lo difícil es
comprarlos de nuevo.

1.3. Desalojo, primer acto

12 de julio

Se me cayó el cielo encima.


Esta mañana me ha llamado la directora de mi centro.
Van a incorporarse once personas nuevas, provinientes del
antiguo instituto demográfico. Como no hay despachos va­
cíos, y el mío es muy grande, alojarán aquí los servicios de
secretaría.
Repartidos entre dos habitaciones, tenemos ahora veinte
módulos de librerías y están llenos. En el sitio que nos van a
dar sólo caben siete módulos, y algunas mesas. ¿Dónde nos
metemos con la gente de paso, los becarios y los libros? Ten­
dremos que hacer tumos, y Gabriel acabará de redactar la
tesis en casa. Menos mal que la compañía de los demógrafos
me alegra. Si no, no sé qué haría.

17 de julio

Además del cambio de sitio, este año toca pintar el se­


gundo piso. El año pasado le tocó al primero y al bajo. Los
pintores nos urgen a desalojar, ellos llevan su propio ritmo y
sus plazos. Parte de los despachos del otro ala ya están va­
cíos, y contratarán ayuda extema para mover los muebles
más pesados en días fijos.
Cuando me lo dijeron, no caí del todo en el desastre que
auguraba. Pero ahora ya está aquí. Desolación, ésa es la pala­
bra. ¿Qué hago? Parte de los libros son préstamos semiper-
manentes de la biblioteca de mi propio centro, comprados
con cargo a mis proyectos anteriores. Como ya están regis­
trados, tienen sitio previsto en el depósito, y no es difícil
devolverlos. Así desaparece el primer cajón por el pasillo.
Las carpetas instrumentales no me dan mucho proble­
ma. Desprovistas de afecto, organizarías mejor y reducirlas
es sólo cuestión de eficacia. Si tuviese un escáner o no fue­
se tan caro, las metería en un solo disco. Pero no tengo.
A ver cómo lo expurgo. En esta limpia apresurada de pape­
les emergen carpetillas de facturas, circulares, material de
oficina, currículos propios y ajenos. Hay correspondencia
de varios años, dividida entre dar y recibir. La frontera del
tiempo la pongo en un trienio: lo anterior va al cesto de
desechos. Algún vertedero se alimentará de su humo en los
días próximos.
Luego le toca el tumo a los clasificadores y a las otras
carpetas. Hay docenas, y cada una es un proyecto en proce­
so o los restos de un proyecto concluido. O abandonado. Su­
pongo que, si se dejasen, acabarían convirtiéndose en lo que
los bibliotecarios llaman “bibliotecas de documentos” o ar­
chivos. Pocos llegarán a la posteridad modesta de la próxima
semana. Pero encararse con ellos es encarar la propia bio­
grafía. Ahí están, envejeciendo, las más cercanas a mi mesa
y a mi mano, las carpetas del nonato libro sobre “Estructura
social y salud”. Fueron preparatorias de un curso de docto­
rado que di en Sociología, y de ahí tomaron el nombre. Hay
en ellas resultados de encuestas, listas de bibliografía, pági­
nas manuscritas, borradores de índices, esquemas, fotoco­
pias de materiales útiles, separatas de artículos, hasta croquis
y fotos. De vez en cuando las saco para una conferencia o un
congreso, o las miro con sentimiento de culpa. Debería po­
nerme a ello sin dilatarlo más: algunas tienen ya casi diez
años. Hasta ha salido un informe del CIS con el mismo títu­
lo. Si hubiese comprometido la edición ya estarían converti­
das en libro y en la calle, pero algo pasa siempre y otro tema
más urgente o más activo se les pone por delante.
Al lado hay un estante sobre “Tiempo y género”, del cur­
so de Florencia. Sólo ha salido por ahora un working paper,
y la edición colectiva se retrasa, aunque está a punto. Des­
pués van dos carpetas con las gomas a punto de estallar, que
contienen los originales y las pruebas de imprenta del libro
del CIS que va a salir. Pero hasta que no vea y toque los pri­
meros ejemplares no las tiro. Luego se quedarán flaquitas,
y sólo una, y la etiqueta dirá: “Restos de materiales no utili­
zados”.
Esas carpetas parecen cartón, pero están vivas: son se­
milleros, plantíos, promesa de cosechas. Intocables y sagra­
das. Donde yo vaya, van ellas. Entiendo a los antiguos, que
se enterraban con su vasija y con su espada.

1.4. 21 de julio, domingo. Interludio

A la primera vez, yo tardo casi cinco minutos en leer una


página. Si el tema es fácil o conocido, y voy muy aprisa,
puedo bajar hasta uno. Cuando sólo hago catas, con ayuda
del índice y los titulares de los epígrafes, acabo un libro en
media hora: y apurando, en diez minutos. Menos de lo que
se tarda en contarlo, y mucho menos que en llegar hasta la
biblioteca, hacer la ficha y que lo entreguen. Pero si el texto
es de otro idioma, o materia que no domino, o el autor es
enredoso, o la luz mala, o los de al lado hablan, el tiempo
necesario se multiplica. Me confundo y pierdo el hilo. Si
suena el teléfono o me interrumpen, el ritmo se rompe y ten­
go que empezar de nuevo.
Sé que en términos comparativos mi velocidad de lectu­
ra caería en el decil alto. Eso lo da el oficio, y me habrían
echado ya si no fuera así. Pero aun de esa manera, la capaci­
dad de leer es limitada. Aunque dedique a la lectura muchas
horas, muchos años, sólo alcanza para una ínfima parte de lo
que me interesa. Es difícil, aunque imprescindible, priorizar
los libros, los artículos, los informes, las revistas. Hasta los
letreros del tablón de anuncios que ponen “urgente” se que­
dan sin leer al pasar, por la falta de tiempo. A veces es una
lotería lo de ver o no ver. Tengo colegas que prefieren el
modelo monorrollo, y leen todo sobre casi nada. Otros son
picaflores y van por aquí y por allá, sin apretar. Los libros
vistos y no leídos, los que no pasan del contacto breve y el
hojeo (hojear y echar el ojo es casi lo mismo, porque van
juntos), son conocidos lejanos. Pero eso es mucho más que
nada. Quedan ubicados en la memoria como mojones de
orientación en las topografías mentales. Cada uno dice algo,
aunque sea mínimo: un tema, un campo, un autor o un esti­
lo. A mí me recuerdan esas ciudades que bordea el tren o se
ven fugazmente al despegar los aviones, que se dejan a la
espalda sin olvidar el lugar y el nombre. Algunas, sin es­
pecial deseo. Pero otras, sabiendo que volverás a por ellas.
Y aún hay una categoría extraña, como en suspensión, que
conservas registrada en la memoria por sus virtudes salutí­
feras, de antídoto. No tienes interés en esos libros, pero
puede que algún día hagan falta; y si surgiese la necesidad
(como surgen, sin quererla, la fiebre o las picaduras), ya
conoces de antemano el modo de acceder a ellos y el límite
y alcance de su remedio.
Me he ido muy lejos de la mudanza, y mis libros siguen
ahí, ocupando estantes a los que ya no tienen derecho, no
son suyos. OKUPAS. Eso son ahora, los pobres libros.
¡Quién hubiera imaginado que llegarían a caer en esta rela­
ción violenta e ilícita con los centímetros lineales!

1.5.25 de julio, desalojo. Segundo acto

En el mundillo académico, con los años se acumulan los


comités de redacción o de consulta editorial de los que se
forma parte. Y las listas de envío en que amablemente te in­
cluyen los autores y editores afines, los doctorandos de cuyo
tribunal formas parte, e incluso algunos desconocidos. Cada
vez recibes más productos periódicos, y colecciones. Antes
me alegraba al recibirlos, pero ahora se ha desbordado la
presa. Los mozos de la mudanza dijeron que vendrían el jue­
ves, y todavía quedan sin tocar muchos módulos, a pesar de
que estamos mañana y tarde en ello.
Al final, empujada por la urgencia, he arbitrado tres cri­
terios para afrontar la criba: en primer lugar se quedan los
libros con los que estoy trabajando ahora y usaré profusa­
mente en los próximos meses; después se salvan de la des­
bandada los libros con los que estoy en deuda, los viejos
maestros que me guiaron en otras épocas, aunque lleven qui­
zá cerrados veinte años; y en tercer lugar guardaré un sitio
para los libros que me han regalado personas a las que apre­
cio, y que reflejan su labor personal y sus aspiraciones, aun­
que ni tema ni objetivo sean afines a los míos.
Ahora el descarte va más aprisa. Hay cuatro cajas gran­
des de cartón etiquetadas: una para tirar, otra para devolver,
otra para guardar hasta que lleguen tiempos mejores, otra
para ofrecerlo a quien lo quiera. Y al lado crece el montón
irritante de los dudosos, los que no caben claramente en nin­
guna de las categorías.

26 de julio

Me resulta embarazoso tirar un libro. Cuando Carvalho,


el detective de Vázquez Montalbán, enciende su chimenea
de Vallvidriera con un clásico de su antigua biblioteca de
filosofía, hace un guiño revulsivo y cómplice a los lectores.
¿Quemar un libro? ¡Qué escalofrío de índice y persecucio­
nes en el olor a pira!
También en el campo los pastores echan el perro al cor­
dero para que la madre dudosa o cansada lo prohíje rápido y
lo ampare.

1 de agosto

Tras la prórroga mínima, el ultimátum ha llegado. Esté


como esté, mañana salen. Lo que no se haya deshecho orde­
nadamente se hará a golpe de mozo. Los libros caerán en tro-
peí, estante tras estante, en las cajas abiertas que esperan en
el suelo.

2 de agosto

Ya ha sucedido. Ya engulleron las cajas a los libros, has­


ta el nivel en que el cartón resiste su pesadísimo peso. Como
patatas, como melones. Ya suena la maquinita del papel
adhesivo sellando el borde: “sst, sst, sst...”. ¡Ay, lágrima fiir-
tiva!, ¡ay, tiempo!
Esa pila de cajas amontonadas, esas tripas revueltas en
que cohabitan los anuarios y la iconografía de Panofsky era
ayer todavía, ordenada por temas y funciones, pequeña y
particular, una historia de trabajo, una vida.
Sólo hace algunos años, desde que ficho la jomada labo­
ral en el CSIC, que he dejado de escribir por las noches. No
puedo levantarme pronto, por costumbre, si no he dormido.
Pero con los despachos abiertos al teléfono, a las mil menu­
dencias de las comisiones y los requisitos administrativos, es
difícil concentrarse. ¡Se acumulan tanto los papeles y las
citas! Por eso, y también porque mis hijos crecen y compiten
por el espacio limitado, pensé en donar mis libros a la Uni­
versidad. Y por eso he ido llevando tantos libros, bolsa a bol­
sa, cesto a cesto, a ese gran espacio que antes tenía y ahora
he perdido.

5 de agosto

En el nuevo lugar han puesto ya algunas estanterías y


dos mesas. El día que vinieron, los mozos se llevaron las
cajas cerradas, pero faltan muchas y no hay nadie para seguir
con el goteo estos días. Por el pasillo adelante, poco a poco,
vamos y venimos arrastrando un tablón con ruedas y correa
que nos han prestado, al que llaman “el perro”. Como los
perros de verdad, también tiene voluntad propia y no avanza
en línea recta sino como quiere, zigzagueante, mordiendo de
paso los tobillos y los quicios de las puertas.
Ahora me debato entre reclasificar los libros o concen­
trarme en los pocos que están sobre la mesa y necesito para
acabar el paper de Viena. Aquí van los últimos resultados
del proyecto, y las series de CIRES sobre los presupuestos
temporales; todo lo que hemos preparado en el equipo en los
últimos meses. Ya estaban justos los plazos, y si además nos
detenemos, no podremos terminarlo. Pero, por otra parte, con
las cajas amontonadas en pilas inestables de dos y tres pisos,
lo que se busca no se encuentra. No vamos a poder coger las
vacaciones hasta que se enderece un poco todo esto.
Paloma, que es muy alta, se sube en la plataforma redon­
da del depósito que hace las veces de escalera, y yo voy
alcanzándole los libros desde abajo. Puestos en doble fila,
porque no hay otro remedio, no se ven los de detrás. Hay que
inventar un criterio nuevo, por tamaños. No es tan raro, tam­
bién le ocurrió a la biblioteca general de Cambridge, y po­
niendo los estantes por alturas ganaron un veinte por ciento
de espacio, además del sonrojo. Aquí tenemos también que
llenar los huecos libres con libros tumbados, casi metidos a
presión hasta llenar el hueco que dejan por arriba los que
están colocados rectos. Poco a poco van saliendo los libros
de las cajas y llenando de nuevo los estantes. Ya no se nota
tanto la hecatombe: pero el desorden real es grandísimo.
Ahora están parejos los lomos de los libros. Pero las ideas, lo
que llevan dentro, no.
¿Cuándo podremos parar y clasificarlos de nuevo? La
máquina de escribir, la de hacer sobres, estorba el paso. Por
el suelo, arrimados a un rincón, andan el tablero y el cuadro
del Museo de Ciencias Naturales. La palmenta, la kentya, se
ha caído y languidece en la maceta con la guía rota; no hay
tiempo para cuidarla. El reloj de madera, apretujado, ya no
reina desde el centro espacioso de su balda.
De este descalabro de la biblioteca me va a costar meses
recuperarme, y algunas cosas se atascarán ya para siempre.
Quizá fue un error traer tantos libros personales al Consejo.
Quizá es cierto, como tantos dicen, y en contra de lo que
siempre he sostenido, que las bibliotecas deben estar al al­
cance permanente de sus dueños o usuarios principales, y en
España no es eso posible más que en la propia casa. Pero me
parecía una duplicación de esfuerzos. O quizá esto sea sólo
una mala temporada y luego no tenga problemas para encon­
trar de nuevo los libros y usarlos, y me alegre.
Los días van pasando con un rastro de sudor y de polvo.
Sólo nos falta El Cid y el hierro.

II. E n bu sc a de A l e j a n d r ía

II. 1.6 de agosto, noche. Las bibliotecas que he conocido

Derrengada de arrastres, descanso en casa. Tras la acti­


vidad frenética viene la melancolía. Si la pérdida de un tras­
lado es tan triste, ¿qué será un exilio, una guerra?
Desfilan, como si los estuviese viendo, los libros y las
bibliotecas que me han acompañado en medio siglo. En Ma­
drid, la librería de madera oscura, tallada, de mi padre. En
Cilleros, el Madoz y los papeles arratonados del desván,
entre balanzas oxidadas y pipetas de cristal llenas de polvo.
Los veranos de Elena Fortún en casa de tía María. Y los pri­
mos, que a los absortos en la lectura nos llamaban leones.
Luego fueron, en los sesenta, los años de la biblioteca de
la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas: estaba en el
antiguo Noviciado que aún da nombre a la calle lateral, pero
la gente solía llamar al edificio “el viejo caserón de San Ber­
nardo”. Hoy alberga, con problemas, la Asamblea de la
Comunidad de Madrid. Ninguna biblioteca ha sido tan deci­
siva para mí como fue aquella. Allí fueron los seminarios,
las prácticas, los inicios. Lugar de encuentro con compañe­
ros y amigos, con profesores jóvenes que se esforzaban. Tar­
des de comienzo y de aprender los vaciados de revistas, y las
primeras recensiones que encargaban, como un tanteo, los
maestros. Prolongado aquello, a veces, en otros seminarios
en el Instituto de Estudios Políticos, hoy Senado. Allí empe­
zó casi todo, y mucho de lo que aún queda.
En un armarito de hierro se guardaba bajo llave El capi­
tal; diez años más tarde, Martha Hamecker llenaría los esca­
parates y batiría récords de ediciones con su Materialismo
dialéctico, vulgarmente llamado El Catecismo. Llegó a estar
recomendado en la lista de lecturas de once asignaturas. Sic
gloria transit mundi. Hoy vuelve a estar El capital lleno de
polvo, aunque sin llave.
A fines de los sesenta fue el traslado a los modernos edi­
ficios de la Ciudad Universitaria. Hubo (las ha habido siem­
pre, en todas partes) tensiones entre las bibliotecas de los
Departamentos y las de las Facultades. Como expresión físi­
ca del desacuerdo, los muros y los suelos no estaban previs­
tos para soportar tanta carga. Pasaron circulares advirtiendo
del peligro de un exceso de libros en las paredes de los semi­
narios. Entre las bibliotecas de las Facultades y la Biblioteca
Central de la Universidad Complutense no hay tensiones
porque esta última no existe. Pasa igual en el CSIC. El pro­
yecto de hacerla nunca llega a cuajar.
En la Universidad Autónoma pasó al principio algo pa­
recido, pero es más moderna y más pequeña, y se llegó a un
consenso. La Biblioteca Central fue una de las pioneras, con
su gran torre y sus espacios diáfanos, y mantuvieron descen­
tralizadas las de las Facultades. Ésta es la única biblioteca
que he visto hacerse; nacer y crecer rápido, como los niños,
desde su primera ubicación en Alfonso XII hasta esta de
ahora en Cantoblanco. Nació y creció al mismo tiempo que
crecían mis hijos, y también la quiero.
La del Ministerio de Trabajo fue un paréntesis. Estaba
en el sótano, se accedía a ella desde el hall, y no la frecuen­
taban mucho los funcionarios ni otros lectores. Detrás de
unas mamparas había un rincón con una lámpara de flexo,
modestísimo, donde podías olvidarte de todo. ¡Qué bien he
leído en aquel sitio tan malo!
En 1973 fue Ann Arbor, Michigan. El deslumbre orga­
nizativo. Un horario increíble de apertura, de ocho a doce de
la noche. Abría en sábados, festivos. Se podía alquilar un
despachito donde dejar los libros a medias varios días. La
dotación, las redes con otras bibliotecas. Los inéditos y tesis.
Los plazos estrictos para las devoluciones. El prestigio del
staff y el enjambre eficiente de estudiantes que trabajaban a
media jomada en las tareas auxiliares. La distancia respecto
a las bibliotecas españolas era astronómica, aunque se ha
acortado de modo casi milagroso (para nuestro bien) en es­
tos veinticinco años.
Las demás bibliotecas ya no me han marcado tanto, por­
que sólo los años jóvenes son centrales y dejan huellas inde­
lebles. En ese rango digno pero menos vital están las biblio­
tecas de Economía en la Universidad de Zaragoza (era la
antigua Facultad de Medicina y mi despacho olía a clorofor­
mo), las de Cambridge (la grande y la pequeña, del SPS; yo
usé más la pequeña), las del CSIC, las de la University of
Washington, la del Hospital Puerta de Hierro de Madrid y
las dos que usé en Florencia (la del Museo de la Ciencia y la
del Instituto Europeo).
Con todo, y salvo en época de estudiante, las grandes
bibliotecas no han sido para mí las principales. La principal
es la de casa, la que hemos ido haciendo por partida doble en
los últimos treinta años. Además de un acopio de recuerdos,
esta biblioteca es el capital de la familia, el manantial y el
agujero en que se entierran o nacen buena parte de los recur­
sos escasos de tiempo y de dinero. Con ese ahorro, con ese
pequeño capital, otros habrían montado un negocio o darían
la vuelta al mundo: o pagarían coche y trajes nuevos, o entra­
das al fútbol, o buenas cenas. Sin ella no hubiera podido pre­
parar la Memoria de la cátedra, ni muchas de las cosas que
he escrito. En los duros años de las oposiciones, llegué a te­
ner una cama en mi estudio, y dormía cuando podía o cuan­
do el cuerpo ya no aguantaba. Se empalmaban los días de
encierro, en tensión permanente por los plazos y la tarea
inconclusa. ¡Cómo detestaba entonces las interrupciones!
A la larga, he agradecido mucho aquellos años de privacio­
nes, casi sin sol, introspectiva, viviendo lo justo nada más,
sin ver a los amigos: porque leí (sobre la ciencia y el méto­
do, sobre todo) lo que de otro modo no habría leído.
¡Qué pudor siento ahora ante los nombres íntimos! ¡Qué
resistencia a descubrirlos en la letra impresa! ¿Hará falta que
diga quién comparte mi vida y me deja compartir su biblio­
teca?

II.2. 11 de agosto. Vacaciones

Estamos de vacaciones en Asturias. Sin reserva, con


todos los hoteles llenos, acabamos en un bar que alquila
habitaciones y nos toca la de la hija de los dueños. Hay dos
camas, un armario-librería y una silla. En los estantes se ali­
nean los libros de los chicos de la casa, el nombre de cada
uno y su firma en la primera página. Casi todo son lecturas
escolares, de tirada masiva, complemento de cursos de EGB
en lengua y literatura. También hay libros de “Los cinco”, de
Enid Blyton, y varios de aventuras. Destaca un manual de
contabilidad y una introducción a la informática: son del hijo
mayor y su madre nos dice que le va muy bien y trabaja fue­
ra de casa. Vi también el dormitorio principal, de matrimo­
nio, y allí no había libros.
Pero no sé si lo que veo es lo que hubo o lo que hay. Tal
vez en su otra casa, donde viven en verano, haya más libros,
y éstos son sólo una selección. ¿Con qué criterio se llevan o
se dejan, para exponerlos al alquiler, a la curiosidad ajena?
Los libros dicen mucho sobre sus dueños, pero los dueños
saben decir y callar sobre sus libros. No los habrían dejado
tan a la vista si fuesen comprometedores. O caros, o peligro­
sos, o muy queridos.
En cualquier caso, me atraen estas colecciones modes­
tas. Tanto o más que las grandes bibliotecas institucionales.
También los dormitorios de mis hijos son así, una estantería
llena de textos entre la cama y la mesa mínima; un programa
compartido por millones de familias, por toda una genera­
ción que ha accedido a la enseñanza plenamente, sin restric­
ciones. Muy distinta, por fortuna, de algunos de mis recuer­
dos de niña, cuando en los pueblos pobres de España los
escolares no tenían cuadernos y el único papel que entraba
en muchas viviendas era el de los periódicos viejos, tijere­
teados en guirnalda, que adornaban los vasares de la cocina.

II.3. En busca de Alejandría

1 de septiembre

He visitado la Biblioteca Nacional en el Prunksaal, en


Viena. Sale en todas las guías de la ciudad y fue erigida
en 1723-1726 sobre planos de Johann Fischer von Erlach.
En las fotos se ven más brillantes los colores de las colum­
nas corintias y de los mármoles. La estatua del emperador
que preside el hall barroco no resulta tan atractiva vista a su
lado; más que presidir, estorba, y algo parecido les ocurre a
los Príncipes del Imperio que adornan las paredes. También
han perdido lustre los dorados.
No puedo seguir pensando y tomando notas para el ar­
tículo de la biblioteca sin saber algo más sobre Alejandría. El
fin de semana promete unas horas tranquilas y al menos lee­
ré lo que venga en los libros de consulta que hay en casa. El
DRAE, el Casares, la Enciclopedia Británica y algún otro
que caiga.

7 de septiembre, domingo

Coseché media docena de páginas con notas, copia tex­


tual de las referencias que he encontrado sobre la biblioteca
de Alejandría. Juntando un poco de aquí y un poco de allá he
apañado una chuleta, un resumen de urgencia. Como es tra­
ducción del inglés en buena parte, suena un poco rígido
(sujeto, verbo, predicado): pero es que las enciclopedias van
a lo esencial y no atienden a esas sutilezas.

Los nombres de Alejandro, Alejandría y su biblioteca


van unidos. Alejandro fue discípulo de Aristóteles entre
los trece y los dieciséis años y heredó su interés por la
filosofía, la medicina, la geografía y la historia natural.
Su leyenda se ha construido sobre la base real de sus
conquistas militares y de su apoyo a la investigación.
Fundó la ciudad de su nombre en la boca occidental del
Nilo, cuando pasó allí el invierno del 332 a.C. Lo hizo
sobre la antigua ciudad egipcia de Rakotis, que existía
desde más de mil años antes: ocupó la isla de Faros, cuya
linterna daría después nombre a todos los faros del mun­
do, y llamó Neopolis al barrio nuevo, que protegió con
una muralla. El destino de la ciudad era servir de base
naval y de centro de la cultura griega.
Cuando Alejandro murió, fue enterrado en Alejandría.
Dejaba tras sí un espacio de conexión económica y cul­
tural que iba desde Gibraltar hasta el Punjab, con el grie­
go Koiné como lengua franca. Sin su previa apertura de
conexiones no habría sido posible el Imperio romano ni
la expansión del cristianismo que se produjo más tarde.
El virrey Cleomenes continuó la construcción de
Alejandría, que se convirtió en el centro del creciente co­
mercio entre Oriente y Occidente. La ciudad albergó el
gran museo y el instituto de investigación planeado por
Ptolomeo I (muerto el 283 a.C.). Según Estrabón, se
hizo tomando como modelo la biblioteca de Aristóteles
en Atenas. Trataron de reunir toda la literatura griega en
las mejores copias disponibles, colocadas en un orden
sistemático, de forma que recogiese también los comen­
tarios publicados. Situada en el templo de las Musas lla­
mado el Museion, estuvo dirigida y administrada por
equipos numerosos de escritores e investigadores grie­
gos, entre ellos el gramático y poeta Calimaco, el filóso­
fo Aristófanes de Bizancio y el crítico Aristarco de Sa-
motracia. No sólo fue el centro del helenismo, sino tam­
bién de los estudios semíticos. Su colección de papiros y
rollos llegó a cientos de miles de ejemplares, sin duda la
más grande de la Antigüedad y no superada hasta mu­
chos siglos después.
Bajo los romanos, Alejandría se convirtió en capital
de provincia, sólo superada por Roma. Sin embargo, en
la guerra de Marco Antonio y Octavio, la ciudad fue
castigada con la fundación de una ciudad rival y la acti-
vidad de su puerto se redujo al embarque de trigo. Tan­
to el museo como la biblioteca fueron destruidas du­
rante la guerra civil del siglo ni d.C., y una biblioteca
auxiliar superviviente fue quemada por los cristianos en
el año 391.
Con la conversión del Imperio romano al cristianis­
mo, la ciudad de Alejandría cobró nueva importancia
como centro de teología y gobierno de la Iglesia. La sep­
tuagésima traducción del Viejo Testamento al griego se
hizo allí. Como secuela de su propio florecimiento reli­
gioso, también nacieron derivaciones respecto a la doc­
trina ortodoxa de Roma. El obispo San Anastasio tuvo
que luchar tanto contra la reacción pagana como contra
el arrianismo, movimiento hereje que sostenía que Cris­
to no era divino sino criatura humana, y cuya cimenta­
ción teológica fue formulada en Alejandría.
Para los egipcios, Alejandría siempre representó una
cultura ajena, un foco difusor del Imperio griego o roma­
no, o del pensamiento cristiano; y cuando la pax romana
terminó y se debilitó el control sobre los territorios inte­
riores, la ciudad perdió poder comercial y población.
Durante un milenio alternó decadencias y breves esplen­
dores, estos últimos ligados a las campañas de los cruza­
dos, al dominio marítimo de los mamelucos y al comer­
cio de las especias. Cuando, a fines del siglo xv, los por­
tugueses abrieron la ruta sur hacia Oriente, se hundió
definitivamente, y en el siglo XVIII no era más que un
poblado de pescadores. Sólo se recuperó con la moder­
nización de Egipto a mediados del siglo xx, y actual­
mente es una ciudad industrial y de servicios marítimos,
la segunda en importancia detrás de El Cairo.

Bueno, al menos ya sé en qué está pensando la editora


del libro. Aunque no es seguro que su idea coincida cien por
cien con lo que he recogido: y eso que no se me ha ocurrido
a mí, sino a los de la Encyclopedia.
Han pasado casi cuatro meses desde que empecé con
este artículo, y por todas partes veo que las bibliotecas van
mezcladas con reyes y presidentes, siguiendo los vaivenes de
las cortes y los desplazamientos del poder económico o del
poder religioso. En Nippur, la más antigua, las tablillas de
cerámica se encontraron en un templo. Y las veinticinco mil
tablillas de la biblioteca de Asurbanipal (600 a.C.) estaban
en el palacio de Nínive. Aprovechando un seminario en Ate­
nas, he tratado de ver por mis propios ojos lo que queda de
las famosas bibliotecas griegas, anejas a los templos. Sólo
hay piedras numeradas. Al final, de las de los epicúreos ha
quedado casi lo mismo que de las de los estoicos, que como
no creían en la propiedad privada, no tenían. Dicen que Eurí­
pides, el trágico, era un gran coleccionista de libros, y que
Aristóteles fue el primero en organizar su famosa biblioteca
para facilitar el acceso a los investigadores. Fueron bibliote­
cas de escuela y no sólo personales, por eso duraron más. La
de Aristóteles la heredó su discípulo Teofrastro y luego fue
propiedad de Apellicon de Teos. Como todo lo que perma­
nece en pie muchos años, acabó convirtiéndose en un botín
de guerra. Igual que otras bibliotecas españolas y extranjeras
contemporáneas, de cuyos nombres no quiero acordarme.
Cuando Sulla conquistó Atenas en el año 84 a.C., se llevó la
biblioteca a Roma. Y Cicerón, el respetable romano, hombre
de letras y de leyes, amante de los libros, fue uno de los be­
neficiados con el disfrute de tan exquisito despojo.

II.4. El mismo día, un rato más tarde

De los diccionarios tomé otras notas que no he incluido


en el resumen anterior porque no tenían relación directa con
la biblioteca. Pero para la fantasía sí cuentan, tanto o más.
Son palabras bonitas, y combinan con un nombre ya de por
sí armonioso y bello.

Alejandría: n. p. v. rosal de Alejandría.

Alejandrino, na: adj. Natural de Alejandría. Ú. t. c. s. //


Perteneciente a esta ciudad de Egip­
to. // Neoplatónico. // Laurel alejan­
drino II Perteneciente a Alejandro
Magno.
Alejandrino: (por el metro en que está escrito el
poema de Alejandro): adj. V verso
alejandrino. Ú. t. c. s. [nota mía: vie­
ne en la página 1.336: “el de catorce
sílabas dividido en dos hemistiquios”].

II.5. 4 de septiembre. Los lugares míticos de las bibliotecas

Alejandro dio su nombre a la ciudad de Alejandría: y la


ciudad dio el nombre a su biblioteca.
Hoy, el equivalente de la biblioteca de Alejandría es la
Library of Congress, en Washington, ciudad que también
prolonga la identidad de un estadista. Es tremenda la afic-
ción de los que pueden hacerlo a dar su nombre a los lugares
y las instituciones para perpetuarse: o la de que lo hagan por
ellos sus seguidores.
El resumen que he sacado, tras un barrido rápido, dice así:
Fundada en 1800, es la más grande del mundo y una
de las mejores. Se ha convertido en una importante ins­
titución entre los centros culturales y guarda una magní­
fica colección de libros, manuscritos, música, documen­
tos y mapas. También ofrece conferencias y conciertos.
Sirve como centro nacional para el servicio de ciegos,
editando libros en braille y hablados. Contiene el Natio­
nal Union Catalog, que recoge los volúmenes contenidos
en dos mil quinientas bibliotecas. Edita catálogos para el
uso de bibliotecas e instituciones científicas. Ha desarro­
llado un sistema de catalogación ampliamente utilizado.
Además de sus quince millones de libros (de los cuales,
cinco mil seiscientos se imprimieron antes de 1501) y
veintinueve millones de manuscritos, la biblioteca con­
tiene la mayor colección actual de materiales gráficos en
Estados Unidos, así como microfilms, grabaciones, pe­
lículas de cine, etc. Gracias a las copias gratuitas que le­
galmente están obligados a enviar los copyrights regis­
trados en Estados Unidos, cada año añade un millón de
nuevas piezas a su colección.

Para parecerse más a la de Alejandría, a la de Washing­


ton sólo le falta resistir cuatrocientos o quinientos años, has­
ta que el inglés pierda su actual condición de lengua franca y
sea sustituido por una nueva lengua, y luego desaparecer
dramáticamente en algún acontecimiento turbulento. Su me­
moria se conservará mejor, y más cariñosa, que si conoce un
lento decaimiento y llega a la incuria o abandono. Los héro­
es no mueren en la cama, y Alejandría y Alejandro (treinta y
tres años al morir) se han incorporado al imaginario colecti­
vo, a la leyenda, porque ambos desaparecieron cuando eran
todavía jóvenes, poderosos y bellos.

II.6. 12 de septiembre. Los nudos del guión

A estas alturas, tendría que saberme ya el guión del artícu­


lo, la trama. Poner las cartas boca arriba y decidir la partida.
Pero no es fácil. Hay tres nudos enredados, tres conflictos.
El primero es el reparto: quiénes serán el actor principal,
los secundarios y los extras. E incluso, tal vez, los artistas
invitados. Al principio, parecía claro que el protagonismo
sería de la biblioteca: en el dúo entre los biblos y su caja, se
impondría la segunda. Por eso lleva de título “El lugar de los
libros”, para resaltar el componente espacial y construido.
Para prepararlo visité edificios, recogí fotos sobre distribu­
ción y accesos: anticipaba, de paso, el trabajo que tendo pen­
diente para el seminario de Arquitectura. Pero no puede ser,
no sigo. Han ganado los libros. Quizá en otro momento vuel­
va a tirar de estas notas acumuladas y prometedoras, de estos
dibujos mal hechos en que cuatro líneas rectas son cuatro
mesas corridas, y una cruz, una ventana.
No me parece mal; a fin de cuentas, los libros son el
principio y el fin de la biblioteca y el sentido de sus estantes
no es acumularlos ni exhibirlos, sino tenerlos puestos para
iniciar una relación individual cuando el lector venga a lle­
várselos.
Me dan pena los libros importantes, los que no se pres­
tan: encerrados en sus cubiles ceremoniosos, momificados,
tesoro solamente de bibliófilos y coleccionistas. ¿Quién más
les quiere? Si fuese libro, preferiría el destino de los corrien­
tes: ser manual escolar (amor de un solo curso) o libro de
prácticas. Novela de biblioteca circulante, atlas de geografía
o callejero desgastado por tantos dedos índices. Libro próxi­
mo y accesible, de salir y entrar, que dura poco pero vive
mientras vive.
El segundo problema es el del tiempo: tengo que optar
entre anclarlo en un “se” impersonal y acrónico o dejarlo fluir.
Los que ganamos el salario como profesores o miem­
bros de instituciones científicas estamos compelidos a bus­
car el “se” y ocultar al narrador en nuestros escritos. Así lo
exigen las pruebas experimentales y los cánones de la cien­
cia; que el observador permanezca al margen del resultado,
sin contagiar los procesos con su amor y con su odio, con sus
temores o sus preferencias. Trabajamos mucho en esa labor
de desaparecer, de borrar huellas. Tenemos que convencer a
los Otros, a los que cuentan, de que el tema de nuestra tesis
es valioso por sí mismo, y no por las circunstancias. De que
los recursos instrumentales fueron los correctos, y no sólo
los disponibles. Siempre huidos de nosotros, desdoblándo­
nos entre el ser que queda y el hacer que se va, anónimo o
anonimizable, en cuanto está hecho. Pero hoy y aquí no es
necesario. En este hueco de composición libre no hay que
atenerse a esas reglas. Al lector no le importa la condición
ontológica del texto; no pretende recibir un fragmento des­
cubierto del ser legal del cosmos, y acogerá también con
gusto un trozo de vida, o una quimera.
Este nudo lo rompo ahora. Ya está decidido. No preten­
deré que lo que digo es válido en cualquier sitio. Este artícu­
lo no figurara en la lista del currículum que aspira a quin­
quenios y sexenios.
El nudo tercero, y peor, son los materiales que ya tengo:
si no los uso parece ruinoso, después de tanto esfuerzo de
mirar para afuera y para adentro, tantas horas invertidas que
no fueron a parar a otras cosas. Pero no cabe todo. Ni en un
artículo ni en veinte. Y si los pongo tal como están ahora sal­
dría el camarote de los hermanos Marx, con unas notas inter­
firiendo en otras, empujando, revueltas, tan pronto triunfan­
tes como caídas en el suelo simbólico del descarte. Para aca­
barlo de complicar, los materiales se solapan: la misma idea,
con distinto nivel y desarrollo, o tomada de diferentes fuen­
tes, aparece en varios sitios, y hay que hacer un lento trabajo
de trasvase. Ya he roto muchos folios, después de cruzar con
dos rayas lo que está usado: pero quedan las intocadas com­
pletas y los trozos sueltos, indultados del rasgue por un círcu­
lo rojo, o por un desigual paralelepípedo que enmarca las
fronteras de lo servible y lo inservible. A veces, una línea
suelta que tiene algo dentro. A veces, una página demasiado
íntima con la señal de precaución recogida en un asterisco
grueso: “No publicar. Cuidado.”
Hay docenas de notas, y no puedo seguir acumulando.
Tendré que parar, cerrar los ojos. El input cede lugar al out-
put: interrumpir la llegada, procesar solamente lo que ha en­
trado. Es la hora de la ejecución, no del diseño. Lástima de
folios animosos, escritos aprisa y preñados, donde cada lista
de palabras es un arcón de ideas contenido. Lo más probable
es que se queden ya así, a medio nacer, sin dar de sí lo que
podrían. La editora sólo ha pedido diez folios: con un poco
de suerte, me dejará extenderme hasta quince o veinte, pero
no más. Sería imprudente porque los otros artículos y activi­
dades me esperan; y porque es el número que ha pedido tam­
bién a los demás autores. Además, Juanto dice que los ar­
tículos cortos mantienen la atención y son mejores.
Postdata: He pedido permiso para alargarme y me lo han
dado. Hay precedente.
Se me ha colado un ritmo sin quererlo. Tal como estaba
escrito, con las palabras colocadas una junto a otra, el ojo no
lo percibía: pero el oído sí.
No sé exactamente a qué se debe, ni si me gusta o me
disgusta. Las sílabas son desiguales y no riman, pero hay
algo raro que bulle por debajo, se lo noto. Sale una dulzura
desacostumbrada y de conjunto, las cadenas tónicas ligan
unas con otras y no me dejan alterar el orden sin romperlas.
Es una insubordinación de los fonemas, una desfachatez y
un riesgo inútil: pero no consigo recomponer el párrafo.
¿Será contagioso? ¿Lo tiro? ¿Desmerece?
Bueno, lo dejo. Lo contaré en lugar de camuflarlo. Así
era:

Creo que el esquema ya está urdido. El hilo conduc­


tor va al descubierto y se verá correr el tiempo en el Dia­
rio. Me falta inventar el final. No sé si “allegro”, “pia­
no”, o simple desenganche. También puedo volver la
rueda a su principio, pero eso lo diré más adelante. Toda­
vía me quedan dos semanas y, aunque cerca, aún no es
tarde.

III. E n c u e n t r o co n l o s l ib r o s

III. 1.26 de octubre, sábado. Desde las diez de la mañana

Sábado, 26 de octubre: Sigo con “libro”. En primera


acepción: “Reunión de muchas hojas de papel, vitola, etc.,
ordinariamente impresas, que se han cosido o encuadernado
juntas con cubiertas de papel, cartón, pergamino u otra
piel, etc., y que forman un volumen.”
Doy la vuelta al Diccionario de la RAE que tengo entre
manos para ver la fecha de la edición. Es la novena, y aun-
que impreso en 1983, la que manejo es realmente de 1970.
Me sorprende que en los setenta se describiesen así los
libros, como “reunión de hojas de vitela —creo que no he
oído este nombre, hablado, más que en los restaurantes por­
tugueses para decir ternera— que se han cosido juntas con
cubierta de pergamino u otra piel ”. Veinticinco años sólo y
qué lejos ya, qué añejas y románticas suenan las palabras.
Ahora los libros cosidos son raros, exquisiteces. Mi amiga
Eulalia los encuaderna así como labor artesana, por placer y
para regalo de amigos. Pero hace ya muchos años que la
mayoría de los libros que compro están pegados, y ninguno
es de pergamino.
Ordinariamente impresas. La ausencia de la coma hace
rara esta precisión, parecería que la impresión es basta o de
mala calidad: y no, como quiere decir, que queden pocos
libros manuscritos. Antes, claro, de que hubiese imprentas
los libros eran incisos en tablillas, o papiros, o se pintaban
artísticamente sobre pieles secas. El Diccionario recoge, un
poco retrasada, la tecnología de su época. Todavía vale lo de
impresas, pero por poco tiempo. En los últimos tres años, en
mi biblioteca particularísima, y sobre todo en la de mis hijos,
ya lo ha desbancado el soporte magnético. Los jóvenes jue­
gan, trabajan y se conectan sobre pantalla.
Pero lo que me hace dar vueltas es la “reunión de hojas
que forman un volumen”. ¿Qué da sentido o unidad a las ho­
jas?, ¿el cosido?: ¿el argumento?
Hojas, hojas. Me cuesta identificar las de papel, porque
otras hojas vegetales tiran de mí en este momento. Hojas
son, en otoño, las que caen de los árboles. Veo el jardín por
la ventana y está tupido de hojas. Reunidas en montones
sobre la hierba crecida, el aire las revuelve y se arrastran con
ruido de rasguños. Se deshacen los montones. (A veces, las
reuniones son también montones, o ni siquiera eso.)
III.2. 4.45 de la tarde: la algarada de los objetos

4.45 de la tarde: Me vine a esta mesa porque las sillas


son más cómodas, y puedo apoyar la espalda en el respaldo
y los codos en los brazos. Traje una taza de café y las fichas
de la semana pasada de la biblioteca de Políticas. Sobre el
tapete, otro lector se ha dejado La metamorfosis de Kafka,
de la biblioteca “Clásicos del siglo XX”. También hay un
dominical de El País, una guía vieja de teléfonos, un “Eau de
Toilette Axe Marine” de alguien que se perfumó rápidamen­
te, cuando salía, y tres CD Rom en sus cajas de plástico
transparentes. ¿Será la guía un libro? ¿O es mejor llamarla
agenda? Los americanos USA la llaman notebook, que es
palabra mestiza o híbrida. Esta tiene las cubiertas de hule
negro y los cantos desgastados y grises. Se me haría raro
incluirla en la familia de los libros, aunque bien mirado tie­
ne más méritos que muchos. Ella es mi memoria, mi ayuda.
Y no sólo mía. A medida que los hijos aprendieron a escri­
bir y a tener amigos, ocuparon lugares en sus páginas. El
orden de esta agenda no cumpliría los requisitos de un cla­
sificador estricto porque los criterios son variables, pero sir­
ve. Fontanero en la F, porque prima el oficio. Castillo en
la C, porque siendo profesor hace raro ponerle en la P de
Pepe. Y Quique, Oscar, Coco, Virginia y María en sus nom­
bres propios, ¿es que puede hacerse otra cosa?

6.00: Hasta ahora todo iba bien. Yo escribía embalada,


en uno de esos cuadernos que regalan en los congresos y lle­
van impreso en la parte de arriba el nombre de la institución
patrocinadora. Aunque pesan mucho en el equipaje de vuel­
ta y dan ganas de tirarlos, los guardo por eso de la Amazonia
y de que un papel es un árbol perdido.
Sobre el plano de la mesa, cada cosa ocupaba su espacio
y servía para escribir o no contaba. Yo nada más veía las fal­
das verdes de la camilla, la rimera de folios blancos, y los
morenos, reciclados, que asomaban debajo, de repuesto. De
repente, el orden visual se descolocó. Entró en el campo de
atención el libro de Kafka alborotando y luego la taza: recla­
mando más mirada, más diálogo. Tuve que parar para pedir­
les silencio. O pactaban una tregua de invisibilidad o tendría
que marcharme.
Creo que de momento se han callado y no me llaman.
Estoy en mala posición negociadora con todos los objetos
que comparten la mesa, porque no son míos. Si los llevo a
otro sitio, los que los dejaron no los encontrarán cuando
vuelvan. Así que estiro el brazo cuanto puedo y despejo el
centro del campo. Ahora, los extremos están abarrotados,
pero como el brazo es más largo que lo que abarca mi mira­
da fija hacia abajo, no los veo. Todavía, por el rabillo y de
refilón, sigo adivinando a Kafka. Pero las letras quedan al
bies, casi no se reconocen y es fácil convencerse de que ya
no estorban, no dicen nada.

6.30: Son las seis y media y cae la tarde. A la ropa del


tendedero ya no le llega el sol, aunque se mueve un poco
porque hace aire. ¿Faltará mucho para que se seque? Pronto
tendré que meterla dentro para que no coja frió y humedad
con el relente.

7.00: El artículo se me está metamorfoseando. Lo que


sale no es un poema, ni un ensayo, ni nada. O lo arreglo aho­
ra mismo, o pronto asomará la antena del escarabajo. Tener
tan cerca a Kafka es un riesgo. Como la chicharra del des­
pertador, no para de enviar señales. Definitivamente lo quito
de en medio y me lo llevo lejos para que no distraiga.
Lo he dejado en la mesita baja del sofá, con la cubierta
hacia abajo. Vuelvo a las notas, las que tomé esta mañana
y las del jueves y el viernes. Ayer creí que lo tenía acabado y
ahora veo que estoy empezando.
Acepción 7 de libro. “Para los efectos legales, todo im­
preso no periódico que contiene 200 páginas o más. Con
arreglo a la ley de 12 de mayo de 1960 el número de páginas
ha de ser 49 o más, excluidas las cubiertas.”
Esta mañana me pasó un cosquilleo por la espalda cuan­
do tomé esta nota; me recordó otros tiempos, en los años 60,
cuando los “efectos legales” de un impreso podían traer ma­
las consecuencias. Yo no tuve problemas especiales, pero
muchos de cerca los tuvieron. También me tocó retrasar un
año un libro, porque no lograba los permisos preceptivos.
Nihil obstat. A veces, según qué ley y qué momento, en
un límite mágico que sólo los iniciados conocen, los ejem­
plares dejan de ser copias y se convierte en propaganda. Son
límites raros los de los números. Doscientas, y ya es un libro.
Ciento noventa y nueve, y se queda en folleto. Con el DRAE
no me aclaro si la ley del 60 está en vigor, y si las 49 que cita
servían para antes o para ahora. ¡Qué inflación de libros,
multiplicando o dividiendo hojas! Al paso que voy, y con
esas rebajas en las páginas, esto se sale de artículo y acaba
en libro.

III.4. 28 de octubre: la quinta fachada

Hace poco escuché un dicho de otro país: “No juzgues


un libro por su portada.” Sin embargo, la cubierta es parte
esencial del libro, y eso no suelen saberlo los autores, porque
son artes u oficios diferentes. Compré sin dudarlo Como
agua para chocolate en la primera edición mejicana, porque
me lo habían recomendado mucho. Pero si en Méjico hubie­
se tenido la misma cubierta con que salió en la primera edi­
ción española, tan violenta de colores y tan morbosa, tal vez
hubiese desistido de la compra, o habría requerido más tiem­
po para hojearlo, en competencia con otras ofertas, en la
duda de si sí o de si no. No me extrañó verlo luego con dis­
tinta cubierta en otras ediciones.
Las cubiertas y la distribución son decisivas en los libros
dirigidos al gran público, que no tiene intereses muy defini­
dos y elige entre una gama muy amplia de productos que
entre sí compiten. Pero la cubierta es importante también en
los libros científicos y en las colecciones académicas. De
eso no me di cuenta hasta 1981, cuando en el Seminario de
Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma de Ma­
drid iniciamos una línea editorial en el Servicio de Publica­
ciones. Como responsable del primer volumen, me ocupé de
los detalles, y el único programa que se me ocurrió fue éste:
“Letras blancas, rectas, sobre fondo rojo y el nombre de los
autores en portada.” Quedó discreto. Al año siguiente se
encargó Pilar Folguera. Tenía un amigo experto en estas
cosas, profesional espléndido. Nos hizo la maqueta de porta­
da y salieron simultáneamente dos volúmenes de las mismas
Actas, con una ilustración de La mujer leyendo de Picasso.
Un volumen tenía el fondo color violeta, y recogía el equili­
brio de los colores del cuadro. El otro tenía el fondo verde,
un verde algo bilioso, incómodo. No creo que fuera por su
contenido, sino por el acierto de la portada, por lo que se
agotó el primero mucho antes que el segundo.
Ayer vi un vídeo de Pi Michael sobre la Opera de Syd­
ney, de Utzon, y llamaban a las techumbres la quinta facha­
da. Las cubiertas son fachadas para los libros; las guardas y
los logotipos, la contracubierta y las solapas, el tamaño y la
textura, el color y el grueso. Ésa es su fachada primera y últi­
ma, la más inmediata y la más difícilmente perceptible.

11.45: Es noche cerrada. Ya no se oyen pájaros, pero


suenan ladridos a lo lejos y canta un grillo. Ahora, el grillo
se ha callado. Ya vuelve. Ya deja. Ya vuelve.
No quiero escucharle más, porque no escribo. También
suena el timbre del teléfono, pero eso no puedo (no debo)
dejar de oírlo.
IV H ora d e c ie r r e

IV1. 29 de octubre. Inventario de restos


Ya sólo quedan dieciséis clips de páginas con notas, pero
son de las malas de arrumbar, de las preñadas. A ver si in­
ventariándolas se conforman mejor y ya termino.
1) Notas del DRAE sobre “biblioteca”. Es interesante
la distinción entre la definición externa y la de con­
tenido, pero ya van suficientes referencias a los
nombres. Puede esperar.
2) Un trozo de papel reciclado en que pone: “Por qué
todas las españolas nos llamamos María.” Fue una
idea que apunté para el epígrafe de los autores y las
clasificaciones. Llevaría demasiado tiempo desarro­
llarla, y se sale. Lo siento, porque habría dado juego
para una o dos páginas de humor.
3) Una página casi entera sobre las bibliotecas medie­
vales, donde los libros estaban aferrados con cade­
nas que sólo permitían trasladarlos hasta los bancos
de trabajo. Entresaco esto:
La biblioteca de El Escorial, erigida en 1584, fue
la primera en abandonar este hábito y en ordenarlos
en estanterías alineadas en las paredes.
4) Dos hojas sobre la biblioteca de la Facultad de Cien­
cias Políticas y Sociología, donde estuve trabajando
el otro día. Las medidas de seguridad y los ladrones
de libros son un tema de actualidad y rescato el avi­
so que copié. Estaba junto a la puerta de salida:
Las etiquetas de barras no contienen la detección
anti-robo.
P o r f a v o r , n o la s q u i t e n .

5) Notas sobre “Función y diseño en la arquitectura de


bibliotecas”. Nada. Imposible. Pero valdrán cuando
se haga el seminario.
6) Sobre otras bibliotecas famosas. Hay fotocopias, fo­
tos. También hay listas de bibliotecas reseñadas en
las que he marcado con rojo las españolas, con indi­
cación de la especialidad de los fondos, si procede.
No caben. Pero me sorprende cuántas hay, y qué po­
cas conocía.
7) Cuatro líneas sueltas sobre por qué los ingleses
dicen library y todos los demás decimos bibliote­
ca. Además, conducen por la izquierda. Son muy
suyos.
8) En Japón, las bibliotecas se llaman tosho-shitsu. En
lugar de veintiocho letras tienen cientos, miles de
cangis, y escriben del revés y de arriba abajo. ¡Qué
sensación de ceguera, estar rodeada de libros sin
entender nada!
9) Unos cuantos apuntes sobre los libros oídos. Las
lecturas de refectorio, los contadores de cuentos, la
anticipación del culebrón en los pliegos de ciegos y
las novelas de cordel. El libro como organizador del
silencio en la clase de costura. Siento dejarlo así,
porque me gusta. Mi tía Fely nos cantaba a veces es­
tos libros de coplas y romances.
10) Más sobre cajetines, cartulinas agujereadas, fichas,
los carnés de socio, el Alef y las pantallas.

* * *

Pausa. Cada vez es más difícil descartar. Lo que


ahora queda promete mucho, y da angustia.
Sigo.
* * *

11) Clasificaciones de bibliotecas. Casi todos los libros


que he mirado traen alguna, y sólo en parte coinci­
den. También hice una mía al empezar para uso pro­
pio. No es un criterio que los bibliotecarios (o biblió­
grafos, que también existen) reconocerían, pero a mí
me gustan especialmente tres subepígrafes:
a) El dedicado a “bibliotequillas municipales”, por­
que es un recuerdo de la de Orgañá, Lérida. Era
pequeñita y modesta, pero muy buena para los
niños, sobre todo en verano. Supongo que segui­
rá existiendo.
b) El que dice: “Bibliotecas bien localizadas, céntri­
cas, calientes y tranquilas”. Es bueno para jubila­
dos y estudiantes con poco dinero.
c) Las bibliotecas que, además de buenos libros, tie­
nen “armarios guardarropa, cafetería para hablar,
fotocopiadora con bonos y aparcamiento”. Un
paraíso.
12) Los espacios privilegiados. Apenas está apuntado el
tema, pero pesa: son las novedades, las vitrinas, el
expositor, los tablones de anuncios, los letreros de
avisos y prohibiciones, los libros a examen, los acce­
sos restringidos. Lo que cada biblioteca selecciona y
quiere decir de sí misma, y lo que ofrece preferente­
mente a la mirada del visitante.
13) Ésta es una página descolgada sobre los libros. No la
puse con las otras porque quería hacer un epígrafe
sobre la proyección externa de las bibliotecas, sobre
su prolongación más allá de los muros estrictos del
edificio. No voy a hacer el epígrafe, pero rescataré el
fragmento. Dice:
El libro volverá a recogerse en su lugar, pero la
vida le va en irse, en salir, en ser abierto. Con la luz
verde puesta, como los taxis, el libro almacenado
siempre espera cliente, y su valor aumenta cuando
le cuelgan el cartelito de ocupado. El orden de las
filas es solitario. Fuera de su cubil, los libros acce­
den gozosos al desorden. Se mancillan un poco, y
envejecen, pero no es malo. Así aprenden de Vival-
di y los rockeros, según el gusto de quien los tomó
en préstamo. Conocen el trepidar de las motos, y
el olor del metro, y la prisa del equipaje de mano
en los aeropuertos. Se hacen contertulios y vecinos
del café y la colilla. Correcaminos. Compañeros del
viejo y del enfermo. Sostendrán al estudiante, al
opositor, en los exámenes. Y los más afortunados
(la luz sobre el papel, el negro sobre el blanco, y
el silencio) velarán la noche y la mañana con su
dueño.

14) De la espera en la sala de reuniones. Llegué dema­


siado pronto a la reunión de la RIS y escribí a vuela­
pluma algunas notas. Son éstas:

a) Hago repaso de los bibliotecarios que he conoci­


do, y casi todos son mujeres. Ya era así en la bi­
blioteca de la Universidad cuando estudiaba, y
sigue siéndolo en el Consejo. ¿Por qué? Tal vez
no tenga mucha relación, pero a mí me hace acor­
darme de Vesta y las vestales.
b) El lector frente al oráculo. La relación entre el
lector y el libro es silenciosa e individualizada.
No requiere intermediarios, ni intérpretes. En la
lectura, la autoridad del autor se pone a prueba,
porque el libro puede cerrarse: es el propio lector
quien oficia, quien hace de neófito y de portavoz
del texto. Aunque se vendan las copias por millo­
nes, el libro de hoy es radicalmente distinto de los
libros de coro de otras épocas. No creo que su
expansión sea ajena al espíritu intimista y racio-
nalizador del protestantismo.
c) El libro es un puente entre generaciones, un lega­
do. Hay muchos refranes sobre ello, señal de que
cuando eran escasos esta función resaltaba más
todavía.
d) ¿Será la introspección una forma sublimada de
narcisismo?
15) Ya sólo quedan cosas sueltas, y una página de letra
apretada con refranes. Copié veintidós del Martínez
Kleiser, la cuarta parte de los que recoge sobre li­
bros. Sobre bibliotecas no había ninguno. No tendría
sentido reproducirlos aquí tal cual, porque si los se­
leccioné fue por lo mucho que me sugerían, y ya no
queda espacio ni tiempo para ellos. La mayoría son
encomiásticos, y comparan los libros con los buenos
amigos o con los maestros. Por contraste, voy a
reproducir los dos más expeditivos.

Núm. 36.624:

Si recibes algún libelo, dalo a leer al ojo moreno.

Aunque se aplica a los libelos, a los libros malos


y difamatorios, no deja de ser cómico este destino es-
catológico. Seguramente muchos libros buenos han
seguido también la misma y sucia suerte.

Núm. 36.656:

Tonto con libros, tonto y medio.

Yo no me reconozco, pero reconozco a otros.


Otros que no se reconocerán, pero tal vez me reco­
nozcan a mí. ¿No conocen a nadie a quien le cuadre
este retrato?

IV2. 30 de octubre: rebeldía

Las notas del número 16 corresponden a las páginas ín­


timas. Parece mentira que algo tan visible y público como la
ciencia genere páginas íntimas, pero así es. El alma de buró,
carne de horarios, no entiende de estas cosas. La pasión de
estudiar, el riesgo y la aventura: ¡Ay!
Seguiré procesando números vencidos de antemano, en­
tre huecos que brillan por su ausencia. Acabaré casi en pla­
zo los informes finales, los intermedios, las instancias. Ten­
drá el tamaño correcto, estará discretamente presentado y no
le faltará bibliografía. Todo un limbo de quehaceres tranqui­
los, que no incordian. ¡Horchata de sangre! ¿Dónde se apa­
gó el grito?
Mediciones precisas, al milímetro, con chi cuadrado, y
erre, y etadós. Con lupa miramos, y no vemos. ¡Qué nostal­
gia del ser y del hacer, frente a la escala!
Me da miedo el soliloquio. Sin otros que recojan o que
inicien, no hay frontera entre la paz del pensamiento y la
locura: aunque siempre tuvo que ser uno el primero, y empe­
zar solo.
De las líneas que escribe la pasión de conocer, nacen
pensamientos afilados que rasgan sin notarlo. Son las uto­
pías que otros sienten como amenazas. Innovaciones que
cuestionan órbitas establecidas. Desobediencias. Temores.
Me he asomado a las grietas en edificios de imponente
fachada y he palpado el barro que hay debajo, en los cimien­
tos. Barro espeso y endurecido entre las piedras sólidas. Po­
dría echar agua para ablandar su rutina, pero me da miedo el
derrumbe, el arrastre. Alguna vez he visto entreabrirse las
puertas del cielo y del infierno, aunque de lejos. También he
conocido brevemente el éxtasis que acompaña al nacer de
las ideas, y la paz que derrama la respuesta de las ecuacio­
nes. La pasión de conocer es un amor intenso, casi desespe­
rado, que deriva —cuando se apodera— en enfermedad ago­
tadora e incurable.
Escribir esas páginas fue una conmoción, una catarsis.
A diario, en el pensar y en el sentir no llegamos más allá de
la corteza: pero aquí hay demasiado deseo y sentimiento. No
podrán verlas otros ojos que los míos. La duda, ahora, es qué
hacer con los papeles: si los rompo o los escondo.
Aurea mediocritas. ¡Qué hilo tan cortés teje la araña!
¡Qué hondo amarra! El sueldo a fin de mes asegurado, el
currículum vitae, los comités, y todo eso. ¿Dónde ha que­
dado el fuego, la luna y el incendio en la palabra? ¿Para qué
valen los libros si no detienen la ruina en Sarajevo, ni separan
a los hutus de los tutsis? ¿De qué sirve conocer si no se hace?
Impotencia. Ni siquiera me sirve la gramática española
en la sintaxis, y la uso. No tengo otra. Querría llamar a pen­
samientos nuevos y no sé. Encontrar las categorías que me
faltan, y se escapan. ¡Galileo, Galileo! ¡Tráeme el giro del
mundo, descorre de nuevo las esferas de la estrella polar,
hazme un sitio en tu destierro de Santa María de Roma! En
los días de gloria canto tu “Eppur si muove”, pero ahora es
de noche y hace frío.
Las páginas de este bloque son ascuas y ceniza. Sólo por
dejarlas salir ya fui muy lejos. Tal vez cuando pasen los años
y se enfríen... No las quiero olvidar, ni verlas vivas. Un pen­
samiento solo, ¿a quién le sirve? La memoria es traidora, y
hoy es hoy. Mañana no ha llegado todavía, y la voz no vol­
verá después a obedecerme. ¿O sí? Serán distintas las ideas
y sus formas, si repiten. ¡Qué silencio y clamor al mismo
tiempo!
Ya están hechas pedazos. Ya no existen. Queda el rastro.
Porque han sido, son. Porque pasaron, quedan. Confiaré.
Pero cae tibieza de sal sobre mis manos.

IV3. 1 de noviembre: del espejo y la memoria

Son las tres de la madrugada, a caballo entre la fiesta de


Todos los Santos y el Día de Difuntos. Mañana no iré al ce­
menterio con claveles, pero recordaré a mis muertos.
A mis padres iba dedicado el primer libro. Cuando esta­
ba a punto de salir el segundo, mi madre me pidió que no
quitase el segundo apellido de mi nombre. Y así fue: Heras.
Pero las clasificaciones del ordenador son inexorables y no
entienden de los ruegos de las madres. Cada nombre sería
una larga historia si no se cortase; en la base de datos, en la
casilla de este apartado, sólo caben imas cuantas letras.
Los anglosajones lo resuelven rápido: todos olvidan a la
que les trajo al mundo. A los hombres aún les queda el pri­
vilegio de concentrar su identidad en esas letras, pero las
mujeres se renombran de marido después de nombrarse de
padre. A veces parecen tres mujeres y sólo son una, porque
cambian. A veces no sabes quiénes son o quiénes eran.
Asomarse al espejo del fichero y buscar el propio nom­
bre desconcierta. En Atenas me apellidaron una vez como
Ángeles, reconociendo María pero no el resto. En Estados
Unidos soy Heras, si lo pongo, porque es el último, y lo de­
más se reduce al “middle”. Aquí voy por María Ángeles,
M. A., A., o Ángeles a secas, combinando con dos o un ape­
llido. A veces, me encubre el V A. (Varios Autores) sencillo
o doble, o el promotor del evento, o el que luego publica los
papeles. Yo también encubro a otros cuando hago de “ed.”
o de “coord.”; o si encabezo la lista; o si sus letras (E-Z) van
detrás de la mía en el orden alfabético.
En los lenguajes lejanos ni siquiera me encuentro. Cada
signo es un misterio. El del vecino y el mío se confunden.
¿Cuál es mi clave, mi espacio reservado?
Mi nombre es poca cosa, y sólo unos cuantos lo cono­
cen. Pero a los grandes les pasa igual, al poco tiempo. Ni si­
quiera es seguro que Shakespeare fuese Shakespeare. Los
rescatan los vivos, que los usan, pero es un uso a medida, en
traje de otro. Ediciones incompletas siempre, hasta en facsí­
mil. Huyó lo principal, que era su aliento, y eso no vuelve.

IV4. 2 de noviembre: ya termino

Se escurre la noche entre las páginas. Pasó la metáfora y


la fecha.
Todos los Santos: ese plural sí que es grandioso. No le
arredra el desgaste de las horas. Le da continuidad: de los
padres a los hijos. De los libros antiguos a los nuevos. Acer­
ca lo de lejos. Junta lo grande a lo pequeño. Lo que ya ha
sido a lo que está germinando lentamente, para nacer en si­
glos venideros.
Repaso lo que he escrito en cuatro meses. Ya estaban el
plural y el singular desde el principio. Ahí siguen, uno y
todos.
El título dice Siempre estuvimos allí. Tal vez tenga ra­
zón: que allá y aquí sea lo mismo. Tal vez sigan flotando en
el aire las pavesas. Quizá, más allá del próximo milenio, si­
gan vivos el rosal y el laurel de Alejandría. Quizá haya libros
de materiales insólitos en las naves siderales y alguien cuen­
te las sílabas de las palabras para que vibre la música del he­
mistiquio.
Siempre. Antes de antes y después de después. Arranca­
dos de la órbita y el círculo, ganando en trayectoria y en sen­
tido. Puede ser.
Ya termino. Ya me voy. Entra la luz por las rendijas. Ha
amanecido.
Epílogo.
Ciencia para la vida, ciencia para la libertad

A muchas instituciones docentes o de investigación les


gusta reconocerse en el árbol de la ciencia, un anagrama
con forma de árbol estilizado. De sus ramas, llamadas pre­
cisamente las ramas del saber, cuelgan hermosos frutos,
como naranjas o granadas que simbolizan los resultados del
conocimiento. Este árbol adornaba en otras épocas los vi­
trales de los edificios universitarios más representativos,
flanqueaba las puertas principales y presidía las salas de los
claustros. Todavía hoy sigue repitiéndose en el papel tim­
brado, en las condecoraciones y en los grabados que dan
seña de identidad a algunos objetos anodinos, como carta­
pacios o plumas.
Desde hace años me pregunto si ese hermoso arbolito,
tan simétrico, frondoso y cuajado de frutos, traduce adecua­
damente la idea que yo tengo del pasado y del presente de la
ciencia. Esa imagen contrasta con el Árbol de la vida, un
cuadro de Julio Barrionuevo que vi hace poco. Representa
un laberinto en ocres y rojos; en el centro hay un espacio
vacío donde se yergue un pequeño árbol seco.
Los dos árboles juntos, vivo el uno y seco el otro, com­
ponen una imagen mucho más adecuada de la ciencia. Uno
es el anverso y el otro el reverso de una misma realidad. La
ciencia parece una realidad sin mutilaciones, sin dolor, acce­
sible a todos, con un único tronco y una cosecha renovada
constantemente. Pero bajo esta apariencia de crecimiento
natural, la ciencia que hoy tenemos es también la historia de
una mutilación, de una poda gigantesca. Ha dejado crecer
muñones de pensamiento, mientras impedía el desarrollo de
otros al no permitir acercarse a las instituciones académicas
a quienes provenían de grupos sociales excluidos. El cuadro
de Julio Barrionuevo expresa de forma plástica mis objecio­
nes al árbol florido de la ciencia. Vi en él los colores de la
tierra quemada. Me mostró los caminos infructuosos, el
tiempo perdido, los obstáculos propios y ajenos que se inter­
ponen al avance. Rodeado de vallas o laberintos por los cua­
tro costados, el árbol ya no se ofrece como un regalo: cada
hilera de cuerdas o líneas fragmentadas sirve de punto cardi­
nal y orienta sobre las direcciones. No es un árbol ubicuo,
impreciso, sino un árbol concreto que puede situarse en un
sistema realista de coordenadas. El árbol florido se represen­
ta sin entorno, como si el espacio lo generase él mismo. En
cambio, el árbol seco ocupa el centro de un lugar, baldío por
ahora, pero con hueco para que florezcan plantas nuevas.
Las imágenes de los dos árboles se mezclan y luchan por
imponerse. Si se impone la primera, no veo el hueco de lo
que falta, la ausencia provocada por la exclusión y las que­
mas. Si se impone la segunda, creo que todo está perdido y
no vale, por tanto, la pena esforzarse. De la superposición de
los dos árboles, en esa cuerda floja en la que bailan ambas
imágenes, empieza a nacer un tercero, leve como un sueño,
cálido como una aspiración. Pero antes tiene que perder su
arrogancia el primer árbol para dejar al descubierto las heri­
das, las cicatrices y las ausencias; y tiene que perder su en-
claustramiento y acidez el segundo para que germine. Cuan­
do me abruman con el triunfalismo del árbol frondoso, se me
borra la imagen y sólo veo el árbol seco. Pero después, en la
tranquilidad de mi mesa de trabajo, o en esas reuniones en
que se debate apasionada y seriamente sobre los problemas
de la incorporación de las mujeres y otros grupos sociales a
la investigación y a la enseñanza, las dos imágenes se funden
y fructifican, y me parece ver cómo empiezan a despuntar
brotes en las nuevas ramas. Son las ramas de una ciencia
abierta, que se construye cada día a favor de la vida y a favor
de la libertad.
índice
Prólogo .................................................................................. 7

Capítulo primero. Si Aristóteles levantara la cabeza....... 23


Presentación ....................................................................... 23
I. Orden Natural y subordinación en La Política de Aris­
tóteles .......................................................................... 24
1.1. La complacencia del intérprete ........................... 24
1.2. Los que nacen para obedecer: esclavos, mujeres
y animales .............................................................. 27
1.3. La naturaleza de los vencidos ............................. 29
1.4. El papel de la voz y la palabra ............................ 31
II. Aristóteles y el determinismo biológico ................... 32
II. 1. La “Historia de los animales” ......................... 32
11.2. Osos y leopardos: dos excepciones en el sistema
de clasificación aristotélico ............................... 36
III. Si Aristóteles levantara la cabeza ............................. 40
III. 1. Rebeldía intelectual e innovación social ........ 40
111.2. Las mujeres y la política en el siglo xxi ......... 42

C a p ít u l o II. Viaje a la Osa Mayor ..................................... 45


Presentación ....................................................................... 45
I. Los animales y la visión del mundo ........................... 47
1.1. La excepción de arktos, la osa ............................ 47
1.2. “Los animales son buenos para pensar”, según
Lévi-Strauss .......................................................... 50
1.3. Las ideas contagiosas: fábulas y tratados zooló­
gicos ....................................................................... 53
1.4. El cielo, el agua y los animales benditos ........... 57
1.5. Tierra y Naturaleza: el género de los planetas .... 61
II. El largo viaje en busca de la Osa Mayor .................. 65
II. 1. La transformación de Apolo ........................... 65
11.2. Artemisa y las cruces de mayo ....._.................... 70
11.3. El rastro de arktos: Andrea, Arturo, Úrsula y Ber­
nardo ..................................................................... 73
11.4. Los territorios imaginarios de la Osa Mayor: la
Amazonia y el Círculo Polar ............................. 74
11.5. Vuelta al punto de partida .................................. 76
11.6. El semillero de mitos .......................................... 78

C ap ítu lo III. De la oykonomia a las Ciencias Económicas 83


Presentación ....................................................................... 83
I. Los orígenes griegos de la economía: diálogo en la ave­
nida de columnas .......................................................... 84
II. Matrimonio y gestión de la propiedad ...................... 87
III. Los herederos del Oykonomikos ............................... 89
IV Dos mil años más tarde: el papel de mujeres y hom­
bres en la economía española .................................... 94
IV 1. Los usos de la palabra “economía” .................. 94
IV2. La economía del tiempo .................................... 97
IV3. El reparto del trabajo remunerado entre hombres
y mujeres en España ........................................... 102
IV4. El acceso al mercado de trabajo: altas y bajas 103
IV5. El precio del tiempo vendido por hombres y mu­
jeres ...................................................................... 104
IV6. Las remuneraciones indirectas: prestaciones por
desempleo y pensiones ...................................... 107
V El reparto del trabajo no remunerado y la carga global
de trabajo ....................................................................... 109
VI. Estimación alternativa del Producto Interior Bruto 111

Capítulo IV El Renacimiento que vivimos hoy .............. 115


Presentación ....................................................................... 115
I. La leyenda del Libro de la Ciencia ...........,................ 117
II. Procesos y resultados. Las condiciones de vida de
los(as) investigadores(as) ............................................ 121
III. Las mujeres y la formación de la ciencia ................. 123
III. 1. La herencia clásica ............................................ 123
111.2. El miedo, el silencio y la razón. La ruptura re­
nacentista ........................................................... 127
111.3. El proceso de autonomía de las Ciencias Natu­
rales .................................................................... 129
111.4. El orden de la Naturaleza y el orden de la Li­
bertad .................................................................. 131
IV La batalla por el acceso a la Universidad ................ 136
V Renovación intelectual y ruptura de paradigmas ..... 138
VI. Ciencia, tecnología y cambio social ........................ 142
VII. Eppur si muove: el Renacimiento que vivimos hoy 148

C ap ítu lo V Un tesoro del siglo XIII: “La abadesa preña­


da” y Los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de
B erc eo .................................................................................. 153

Presentación ....................................................................... 153


I. La maternidad como destino ....................................... 156
II. “La abadesa preñada”, en Los Milagros de Nuestra Se­
ñora, de Gonzalo de Berceo, siglo xiii (fragmentos) 160
III. Traducción al lenguaje llano del año 2000 (sólo para
lectores que no disfruten con los diccionarios) ....... 165
IV El juicio a la abadesa .................................................. 170
IVI. Venganzas y lealtades ........................................ 170
IV2. La judicialización del embarazo ...................... 171
IV3. El recurso a la Madre ........................................ 172
IV4. Eximentes, comisiones y expertos ................... 172
IV5. La reinserción a la vida cotidiana .................... 173
V La maternidad como opción. Oración de las mujeres
del siglo xxi .................................................................. 174

C ap ítu lo VI. Ideología y pedagogía en el Siglo de Oro ... 177


Presentación ....................................................................... 177
I. La producción de ideas ................................................. 180
II. El papel de la mujer en la estructura demográfica en
el Siglo de Oro ............................................................. 181
III. Molinos, talleres y hogares ....................................... 184
IV La imagen de la mujer en los tratados y sermonarios 190
V El programa educativo de Juan Luis Vives ............... 192
C a p ítu lo VII. Eros transfigurado: comentarios al Cantar
de los Cantares .................................................................. 195

Presentación ....................................................................... 195


I. Sobre el riesgo de decir las cosas de modo que se en­
tiendan ............................................................................ 197
II. Los amores transfigurados del rey Salomón ............ 201
III. Una lectura del Cantar para el siglo xxi ................. 206

Capítulo VIII. Matrimonio y división del trabajo ........... 209

Presentación ....................................................................... 209


I. ¿Por qué los llamamos humanistas? ............................ 211
II. El ideal económico de Fray Luis de León ................ 215
III. La transición entre el Cantar de los Cantares y La
perfecta casada ......................................................... 218
IV Diez temas básicos del pensamiento económico/moral 220
IV1. Medios legítimos e ilegítimos de obtención de ri­
quezas .................................................................. 224
IV2. La mujer y el buey como fundamentos de la eco­
nomía familiar .................................................... 225
IV3. Los conflictos dentro de la familia .................. 227
IV4. Razón, Naturaleza y Espíritu Santo ................. 229
IV5. Origen y función de las mujeres ...................... 230
IV6. La obligación moral grave de dedicarse cada cual
a su oficio ............................................................. 231
IV7. La restricción del consumo personal y del des­
canso ..................................................................... 232
IV8. Invisibilidad y negación del trabajo de la mujer
casada ................................................................... 234
IV9. Propiedad de los bienes comunes sin disponibili­
dad en propio beneficio ..................................... 236
IV 10. El crecimiento de la hacienda ......................... 236
V. La condena moral de las formas alternativas de divi­
sión del trabajo .............................................................. 237
VI. Las bases afectivas y económicas de la subordina­
ción .............................................................................. 240
VII. Postscriptum ............................................................... 245
Presentación ....................................................................... 247
I. El homo sapiens de Linneo ......................................... 249
1.1. El poder de la taxonomía ..................................... 249
1.2. Los sistemas continuos y discontinuos .............. 252
1.3. Sirenas y golondrinas: la antropomorfización de
la naturaleza .......................................................... 253
II. Reacciones ante el Sistema natural de Linneo: Buffon,
Kant y Bentham .......................................................... 256
III. La esencia de lo masculino y lo femenino .............. 260
IV El que golpea primero, golpea dos veces ................. 264

Capítulo X. Autores y lectores .......................................... 269

Presentación ....................................................................... 269


I. La relación de hombres y mujeres con la literatura ... 273
1.1. Los autores ............................................................ 274
1.2. Heroínas y antiheroínas ....................................... 276
1.3. Lectores, oyentes y espectadores ....................... 278
II. Poder y riesgo de la consciencia ................................ 279
III. Lo general y lo colectivo ............................................ 280
IV Graffiti, novelones y literatura culta ........................ 284
V La búsqueda de correspondencias: mujeres, misóginos
y feministas en la literatura española ....................... 287

Capítulo XI. La difícil relación con los Padres Fundadores 291

Presentación ....................................................................... 291


I. Los consejos de Ramón y Cajal .................................. 294
1.1. Los científicos naturales y sus actitudes sociales 294
1.2. Sobre “el celibato masculino y los abandonos del
libertinaje” .............................................................. 295
1.3. “Las mujeres intelectuales” ................................. 297
1.4. “La mujer opulenta” ............................................. 297
1.5. “Las artistas y literatas” ....................................... 298
1.6. “Las señoritas hacendosas y de buen carácter” .. 298
II. Ortega y las mujeres .................................................... 300
II. 1. Reflexiones con el trasfondo de El eco, de Del-
vaux ....................................................................... 300
II.2. Los escritos de Ortega sobre las mujeres ... 302
II.3. Posiciones ante la obra orteguiana: antagonismo,
mimesis y laudes ................................................. 304
11.3.1. Galería de retratos intelectuales ................ 305
11.3.2. Mimesis ....................................................... 307
11.3.3. Antagonismo ............................................... 308
11.3.4. Laudes .......................................................... 310
III.¿Hombres o varones? Un análisis sociolingüístico de
Ortega .......................................................................... 314
IV Construcción y deconstrucción delsistema de ideas 318
V El lugar de la duda ....................................................... 321

Capítulo XII. Los nombres en las calles de laciudad ..... 325


Presentación ....................................................................... 325
I. El inconformismo en geografía ................................... 327
II. Los nombres de la ciudad .......................................... 332
III. Guías y aconsejados (metáfora de la disputa entre po­
sitivistas y radicales) .................................................. 336
IV Lugares mayores y menores. La perspectiva del obser­
vador ............................................................................. 339
V Para una hermenéutica callejera. Memorias y signifi­
cados de Madrid ........................................................... 342

Capítulo XIII. La escalera en el lenguaje, el cine y la arqui­


tectura .................................................................................. 353
Presentación ....................................................................... 353
I. El espacio sin límites: medir, predecir,entender ........ 355
II. La ira, el olvido y la esperanza .................................. 357
III. Viaje a las fuentes. Imágenes y metáforas de la esca­
lera .............................................................................. 359
III. 1. Viaje al lenguaje: escala, escalera, puerta, ve­
cinos ..................................................................... 360
111.2. Viaje a los mitos. Inmana, entre el cielo y la
tierra ..................................................................... 365
111.3. Viaje a la literatura: el último peldaño ............ 366
111.3.1. Saramago: la sustitución del centro del
mundo ........................................................ 366
111.3.2. Borges y los procesos dentro de procesos.
La escalera del tiempo ..................... 369
111.4. Viaje a la pintura: Babel y los espacios imagina­
rios ..................................................................... 372
III.5. Viaje al cine: la escalera como marco privilegia­
do de la acción .................................................. 374
IV. Las fuentes de la percepción: las mediaciones afec­
tivas .............................................................................. 376
IV1. La escalera como límite entre lo público y lo pri­
vado ..................................................................... 376
IV2. Percepción y uso del espacio construido ........ 380
V Retomo y viaje interior: el conocimiento introspectivo 382
VI. Las huellas en la memoria ................................... 382
V2. Retomo y viaje interior ....................................... 384

Capítulo XIV Los fabricantes de espejos ........................ 389


Presentación ....................................................................... 389
I. Las estadísticas son como la luz .................................. 391
II. Lo que no se ilumina queda en sombra .................... 395
III. Los espejos de la realidad ......................................... 400
IV Acuerdos y convenciones sobre el modo de medir la
realidad social y económica ...................................... 404
V Los que quedan fuera ................................................... 408
V 1. El objeto de la Contabilidad Nacional .............. 408
V2. Los sujetos de la Contabilidad Nacional .......... 410
V3. Cambio y equilibrio en la Contabilidad Nacional 413
VI. Economía alternativa: los recursos no monetarios en
la estimación del Producto Interior Bruto .............. 414

C apítulo XV El lugar de los libros (Fragmentos de un


diario) ................................................................................. 421
Presentación ....................................................................... 421
I. Aproximaciones ............................................................. 422
1.1. Plural y singular .................................................... 422
1.2. 26 de junio. Los territorios desconocidos .......... 426
1.3. Desalojo, primer acto ............................................ 429
1.4. 21 de julio, domingo. Interludio .......................... 431
I.5.25 de julio, desalojo. Segundo acto ................... 432
II. En busca de Alejandría ................................................ 436
II. 1. 6 de agosto, noche. Las bibliotecas que he cono­
cido ....................................................................... 436
11.2. 11 de agosto. Vacaciones ................................... 439
11.3. En busca de Alejandría ...................................... 440
11.4. El mismo día, un rato más tarde ........................ 443
11.5. 4 de septiembre. Los lugares míticos de las bi­
bliotecas ............................................................... 444
11.6. 12 de septiembre. Los nudos del guión ............ 445
11.7. 3 de octubre. Las cosas de la métrica ............... 448
III. Encuentro con los libros ........................................... 448
III. 1. 26 de octubre, sábado. Desde las diez de la ma­
ñana ...................................................................... 448
111.2. 4.45 de la tarde: la algarada de los objetos ...... 450
111.3. 27 de octubre, domingo: nihil obstat .............. 452
111.4. 28 de octubre: la quinta fachada ...................... 452
IV Hora de cierre .............................................................. 454
IV 1. 29 de octubre. Inventario de restos .................. 454
IV2. 30 de octubre: rebeldía ...................................... 458
IV3. 1 de noviembre: del espejo y la memoria ....... 460
IV4. 2 de noviembre: ya termino .............................. 461

E p íl o g o . Ciencia para la vida, ciencia para lalibertad ...... 463

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