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Estudio y trabajo en el cine argentino

Guido Fernández Parmo


guido@fernandezparmo.com.ar

Introducción
En la presente comunicación nos proponemos analizar las representaciones del cine
argentino de las décadas del 30 y 40, referidas al trabajo y el estudio de las mujeres.
Intentaremos hacer un arco de lectura que tiene al trabajo y al estudio como dos
elementos que se combinan, a su vez, con la clase social. De esta forma, el análisis
resultará de una combinatoria entre las siguientes variables: hombres-mujeres,
estudio-trabajo-, ricos-pobres.
No pretendemos que este esquema sea exhaustivo, sino, simplemente, una
guía práctica para la interpretación y comprensión del cine de esta época (o al menos
del cine seleccionado).
Entre el cine de los años 30 y el de los 40 aparecerá una variable más cuando
cierto discurso “feminista” se instale en la imagen cinematográfica, si bien sólo para
ser negado en lo que constituye el dispositivo narrativo por excelencia: el casamiento
como télos (fin) de toda historia.
Utilizaremos algunos conceptos de la filosofía de Deleuze y Guattari como
marco teórico-metodológico, fundamentalmente aquellos que realizan lo que
podemos llamar el «giro nietzscheano» al estructuralismo. El concepto que mejor
expresa este giro es el de «rizoma», que nos permite comprender formas de
producción de sentido siempre abiertas, nunca saturadas, superando el reduccionismo
binario. Lo rizomático nos pone en la búsqueda de identidades que surgen siempre por
el medio, como diría Bhabha, «in-be-tween», que abren la posibilidad de las
diferencias. La influencia de Nietzsche en el estructuralismo nos habla del carácter
histórico y social de las estructuras, y, por lo tanto, nos permite pensar al cine como
una invención histórico-social y no sólo como producto de una racionalidad invariante.
Si siguiéramos una perspectiva estructuralista, habría que identificar las
oposiciones binarias como esos lugares que cumplen la función de lo femenino y lo
masculino. Así, podríamos pensar en la función masculina con respecto al trabajo, y la
función femenina con respecto a lo doméstico, como si se tratara de los lugares
asignados por el cine. Como veremos, esta perspectiva en parte es cierta, desde el
punto de vista de la producción de sentido, de la producción histórica y social de ese
lugar o esa función. Sin embargo, nos gustaría agregar algo más propio de la
perspectiva postestructuralisa. Vamos a pensar que los lugares producidos no siempre
se reducen a esquemas binarios y de oposición binaria, sino, más bien, que pueden ser
la resultante de una combinatoria abierta en donde cada lugar será definido por un
complejo de elementos. El lugar de la mujer no será sólo, como diremos, el del trabajo
y el del estudio en sentido negativo, será una combinatoria de trabajo-estudio-y-
pobreza o trabajo-estudio-y-riqueza. Se trata de pensar en una clasificación que antes
que extraer invariantes extrae posiciones o lugares singulares, como si se tratara de
una variación dentro de la clasificación general. Lo femenino no queda identificado
como el territorio opuesto al del varón, como si fuera un único territorio. Lo femenino

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admite variaciones internas, moleculares, que es preciso identificar para no caer en un
análisis reduccionista. Enfrentar la oposición trabajo-estudio en términos únicamente
de lo masculino y femenino deja afuera una de la variante que se produce cuando la
cruzamos con la oposición rico-pobre. Mujeres que traban de una clase, mujeres que
trabajan de otra clase; o, dicho más fácil, hay que pensar en la diferencia entre
mujeres-ricas y mujeres-pobres. De esta manera, podremos dar cuenta de la
singularidad de las múltiples posiciones de lo femenino, singularidad que aparece en
cuanto abandonamos el plano formal y abstracto y hacemos pié en el plano material y
concreto. Recordando a Borges, podemos decir que la historia y la sociedad inventan
combinaciones heterogéneas que dan lugar a clasificaciones singulares siempre
diferentes.
Para comprender esto es necesario recordar un viejo tema de la filosofía
metafísica. En todo ser se pueden reconocer elementos distintivos que hacen a su
identidad. Entre todos ellos, algunos serán esenciales, necesarios, y otros serán
accidentales, contingentes. Decimos de un mamífero que su aparato respiratorio es un
elemento más esencial que el color de su piel, de ahí que la identidad de un animal se
produzca tomando únicamente el tipo de aparato respiratorio y no el color de la piel.
Un mamífero luego se podrá dividir entre los acuáticos y los terrestres: nuevamente,
se piensa en el medio en el que vive como un elemento esencial, por sobre una
infinidad de elementos posibles que se desechan como contingentes: nuevamente, el
color de la piel, el sonido del canto, la forma de los ojos, etc. La metafísica produce
identidad distinguiendo las notas esenciales de las no esenciales. Esta distinción entre
esencia y accidente, por otro lado, define la tradicional distinción entre realidad y
apariencia: definirse por notas contingentes es definirse según una apariencia, algo
que, en el fondo no es real.
Desde la perspectiva que proponemos, desde una perspectiva nietzscheana-
borgeana, no existe la distinción entre nota esencial y nota accidental, por lo cual la
combinatoria puede ser infinita. Será necesario pensar en la posibilidad de una
clasificación más abierta para comprender la singularidad de la identidad femenina en
el cine argentino.
Esto último nos lleva a un segundo marco teórico y metodológico que puede
encontrarse en una línea de autores que va desde Marx a Foucault, pasando por
Gramsci. El cine como producción cultural garantiza la reproducción capitalista
mediante una hegemonía. Las relaciones de género, en este caso, están fuertemente
entrelazadas con las de la producción, si bien de ninguna manera se explican
exclusivamente a partir de ellas. Son estas relaciones entre la cultura y la economía las
que nos permitirán evaluar la construcción de género en torno a la educación y al
trabajo en algunas películas argentinas de las décadas del 30 y del 40. Desde la
perspectiva de la producción hegemónica de identidades, el cine clasifica también lo
femenino en función del lugar que ocupa dentro de las relaciones de producción. No
es lo mismo ser una mujer en la clase obrera que en la burguesa, la relación con el
trabajo y el estudio (o al menos con la posibilidad del estudio), varía cuando abrimos la
clasificación estructuralista al universo de la producción social de identidades. La
producción hegemónica, sin ser metafísica, intentará limitar las clasificaciones posibles
a las necesidades de la reproducción de las relaciones de producción. Por esto,

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podemos pensar que es la hegemonía la que inventa las posiciones y los lugares, la que
define a cada uno de esos lugares o funciones eligiendo de entre la multiplicidad de
características posibles, aquellas que serán entendidas como esenciales y como
accidentales, definiendo, también, lo real y lo aparente para cada caso. Esto tiene
como consecuencia la posibilidad de posiciones múltiples y no sólo binarias, es decir, la
posibilidad de que las clasificaciones no se reduzcan a ser del tipo masculino-femenino.
Si la estructuración no es producto de una naturaleza invariante, del pensamiento
salvaje, como lo llamaba Lévi-Strauss, entonces puede ser de cualquier manera. La
hegemonía se encargará de distinguir una variación dentro del polo femenino y
distinguirá a las mujeres ricas de las pobres.

Muchachas que estudian, mujeres que trabajan


Una primera forma de estructurar las representaciones gira en torno al trabajo y al
estudio. El trabajo y el estudio son dos lugares que, con infinidad de variantes, pueden
ser ocupados por hombres y mujeres. Existe así una distribución que define a la
subjetividad masculina y a la femenina en función de este lugar ocupado en esta
relación.
Esta clasificación sirve tanto para el universo masculino como para el femenino,
a condición de que pensemos en el valor que adquiere cada lugar: positivo para los
varones, negativo para las mujeres, real para unos, aparente para otras. Esta distinción
en el valor nos permite jugar con un criterio más abierto en donde, para el cine, el
lugar del trabajo y del estudio no son lugares exclusivos de los hombres, es decir, son
lugares que podrán ser ocupados por mujeres a costa de que se invierta su valor.
Narrativamente, el trabajo y el estudio son lugares de lo femenino, son lugares a partir
de los cuales las mujeres entran en el discurso cinematográfico, aunque sólo estén
para ser negados, para salir de ellos.
Sucede con el cine de esta época, y su relación con la representación de la
mujer, lo mismo que ocurría con el cine negro de Hollywood: ponen un discurso sobre
el Otro que roza por momentos su defensa y reconocimiento, que pueden generar
cierta identificación espectador-personaje, pero que queda capturado por un discurso
mayor, definido en el nivel estructural-hegemónico, en donde el Otro termina siendo
condenado. Se produce una primera identificación con el delincuente o con la mujer
pero la estructura hegemónica social sutura esa heterogeneidad, esa “desviación”, a
las representaciones dominantes. Dentro de una estructura general o molar, como la
llaman Deleuze y Guattari, en donde las identidades son del tipo hombre-mujer, rico-
pobre, adulto-niño, blanco-negro, podemos reconocer variaciones moleculares que
son lo propio de la narración del cine, son la materia prima para una narración.
Podríamos pensar que el cine pone en clave de variaciones moleculares lo que desde la
perspectiva del modelo tradicional narrativo del cine sería el problema a resolver. El
cine de esta forma pone en escena una posibilidad real, que las mujeres estudien,
dando cuenta de una singularidad, y hace de esa posibilidad el nudo problemático que
estructura la narración cinematográfica. En definitiva, la tensión narrativa se jugará
entre el plano de lo real y de lo aparente: la resolución del problema es volver a la
realidad y alejarse de las oscuras y engañosas apariencias.

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Sobre todo en el cine de Romero, la mujer comienza a ocupar lugares
típicamente masculinos, como el trabajo y el estudio, o al menos a invertir su valor.
Mientras dura esa posición, el discurso se vuelve el discurso “feminista” de defensa de
los derechos de las mujeres. Sin embargo, todo ese discurso que tiene consistencia y
coherencia, terminará por ser negado en honor del amor y del matrimonio. El
problema se habrá resuelto, las variaciones moleculares habrán sido sofocadas y
negadas, las apariencias habrán sido despejadas. El cine narrativo reproduce el pecado
metafísico de reconocer sólo alguno de los elementos propios de la identidad
femenina como esenciales para desechar al resto como contingentes, como
problemáticos. Mujer esposa-ama de casa: ahí tenemos un elemento, una nota
esencial, una mujer real. Mujer-estudiante: ahí tenemos una variación contingente,
desechable, una mujer aparente. La narración, de esta forma, es la manera de
diferenciar los elementos necesarios de los contingentes y de producir la
jerarquización natural entre ellos. Allí está la narración y la resolución del problema.
Todo el film, no importa cuál, tratará de realizar esta distinción y jerarquización a la
cual el personaje deberá ajustarse. De que se ajuste o no a dicha clasificación depende
la resolución feliz o no del problema. Podríamos pensar que la resolución de un
problema, por ejemplo del problema de estas mujeres que no quieren casarse y
quieren estudiar, es una cuestión de metafísica. Si recordamos la frase de Godard, “No
una imagen justa, sino justo una imagen”, este cine busca una imagen justa, es decir,
una imagen que se corresponda con las representaciones hegemónicas, que se ajuste a
ellas y les haga justicia.

Volviendo al par trabajo-estudio, las películas emblemáticas de Manuel Romero son


Mujeres que trabajan (1938) y Muchachas que estudian (1939). En la primera, la trama
gira en torno a la caída del personaje de Mecha Ortiz de la alta burguesía a la clase
trabajadora. La película comienza con una escena en donde los niños ricos salen a la
madrugada de una boite y se cruzan con las jóvenes que están saliendo a trabajar. En
una cafetería en donde coinciden desayunando, los ricos se burlan de los pobres. Las
mujeres que trabajan son mujeres de clases bajas o medias: para unas estarán los
talleres y las fábricas, para otras las tiendas. Las mujeres que trabajan son siempre las
mujeres que no tienen un marido rico que pueda mantenerlas, y esa es la única razón,
como en gran parte de las películas de Tita Merello. En Mercado de Abasto, estrenada
en 1955, Tita trabaja en el Mercado y queda embarazada de un mal hombre. Cría al
hijo y trabaja todos los días. Una compañera le dice: “realmente merecerías llevar
pantalones”. Como lo dicen las mujeres de Mujeres que trabajan, ellas trabajan por
necesidad, y si el trabajo puede ser ocupado por las mujeres es por la necesidad.
Cuando una mujer ya no lo necesita, vuelve al hogar. Nuevamente estamos ante una
identidad contingente, y por ello pasajera, frente a otra esencial.
Por otro lado, el estudio. El estudio femenino ha sido representado
puntualmente en la película de Romero Muchachas que estudian. La película
comienza, también, con una defensa del derecho de las mujeres a estudiar. En un
pizarrón, leemos: “Hoy: Discusión en Libre Tribuna. Tema: El matrimonio y la mujer
que estudia”. La oradora, comienza su discurso: “una vida dedicada al estudio no
necesita amor; el matrimonio hace de la mujer una esclava y la convierte en un ser

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inferior al hombre, su dominador secular”. La película presentará a dos modelos de
mujer: la mujer liberal, que niegan al amor, y la mujer pura, soñando siempre con el
amor. El grupo de estudiantes comienzan luchando contra la idea de que tienen que
mezclar el estudio con el amor. Si leemos la película desde las estructuras que
propusimos, la alternativa se vuelve una disyunción exclusiva: o bien se estudia o bien
se ama. El problema, así, está inicialmente mal planteado, en realidad, planteado de
tal manera que reproduzca las representaciones hegemónicas. Una mujer que ama y
que dedica su vida a su marido y al hogar, la mujer con signo positivo, y la mujer que
estudia y niega el amor, la mujer con signo negativo. Así como las mujeres pueden
trabajar, las mujeres también pueden estudiar, si bien a costa de adquirir un signo
negativo definido a partir de la idea naturalizada de la mujer como esposa y madre.
Si pensamos con categorías dicotómicas, binarias, no podemos más que caer en
esa contradicción. Si la mujer se definiera exclusivamente por oposición al universo de
lo masculino, como ocurre con el trabajo, lo que puede hacer es hacer de hombre
(“deberías llevar pantalones”). Estas mujeres que quieren estudiar hacen de hombres,
incluso visten como ellos, fuman, viven solas, etc. Lo que en ningún momento queda
planteado es la posibilidad de estudiar y amar, así como no queda planteada la
posibilidad de trabajar y casarse en la oposición trabajo-hogar. Esto es así porque,
como dijimos, la metafísica opera aquí una jerarquización entre lo esencial y
contingente que excluye la posibilidad de una combinatoria igualmente real entre el
trabajo y el hogar, y porque nuestra mente estructuralista nos tiene acostumbrados las
clasificaciones binarias que deben oponer en territorios relacionados pero asilados lo
masculino, con su serie de características, y lo femenino, con su otra serie de
características.
Comenzando con discursos claramente feministas, la película se encargará de
desmentir tales ideas al mostrar que todas ellas, en el fondo, deseaban casarse. El
mejor personaje que representa esta tendencia es el de la bióloga que, en el fondo,
está enamorada de su compañero de estudio. Ella insiste en mantener una relación
platónica, en donde el deseo sexual se encuentra sublimado en el deseo de
conocimiento. Y entonces, ocurre lo que tantas veces ocurre en el cine de esta época:
un estímulo externo provocará la reacción natural de la naturaleza femenina. Hacia el
final de la película, aparecerá la joven huérfana cantante de tangos, Magda, y el
profesor compañero de la bióloga se verá algo atraído por ella (sobre todo frente a las
insistentes declaraciones de su compañera de estudio). En una fiesta, en donde
profesores y alumnas bailan y charlan, la bióloga, como un animal, se llena de celos
frente a la jóven Magda y aceptará su condición femenina. Como si se trataran de
naturalezas que reaccionan involuntariamente, las mujeres no pueden impedir que los
celos aparezcan cuando un hombre coquetea con otra mujer. Al final, se quiebra:
“estoy cansada de engañarme a mi misma, y yo te quiero por encima de todos los
protosaurios del mundo... todas hemos vivido en un mundo falso, creyendo pertenecer
a otra humanidad superior, pero somos mujeres, nada más que mujeres... ellos (Pedro
y Alcira) son los más inteligentes porque no se preocupan por ideologías, sino por el
amor”.
El final de la película hará despertar del sueño aparente a las mujeres. En otra
de las historias de la película, un conflicto entre parejas terminará también como un

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conflicto entre lo real y lo aparente. Uno de los personajes, Isabel, que había
abandonado a su novio y a su vida burguesa, para dedicarse al estudio, finalmente
reconocerá su error: Isabel reconoce que sigue queriendo a Emilio: “Cuanta mentira
inútil, cuanto pretender engañarnos a nosotras mismas, ha bastado el miedo a perder
nuestro amor para bajar de las nubes… tenía razón Ana, no somos más que mujeres”; a
lo que Mercedes, otro personaje, le responde entusiasta: “Eso es lo más grande, ¿no
comprendes, Isabel? Mujeres”.

Conclusión: mujeres ricas, mujeres pobres


Si volvemos a la escena del comienzo de Mujeres que trabajan, podemos ver cómo el
par trabajo-estudio, con su doble valor de positivo y negativo, está también en
relación con el par ricos-pobres. Si enfrentamos estas dos estructuras podemos ver
cómo se resignifican. Por un lado teníamos que las mujeres deberían quedar fuera del
trabajo y del estudio, encontrando su verdadero y real lugar en el matrimonio. Sin
embargo, esta distribución se redefine si la oponemos al par ricos-pobres. Las mujeres
no deben estar ni en el trabajo ni en el estudio; sin embargo, cuando las mujeres son
pobres, las mujeres trabajan. El trabajo de las mujeres pobres, si bien representado
negativamente en relación al ideal femenino, es diferente del trabajo de las mujeres
ricas, en donde definitivamente no hay cómo explicarlo. Existe, sobre todo cuando nos
aproximamos al peronismo, una dignidad en el trabajo que sobre el valor negativo del
trabajo femenino pone un valor positivo que viene de la valoración de la clase obrera.
Esto no invalida en ningún momento que la mujer deba ocupar otro lugar, pero cuando
se trata de mujeres pobres, las mujeres comienzan a ser mujeres trabajadoras. Como si
para la clase obrera el trabajo se dignificara, mientras que para la burguesa el trabajo
siguiera siendo algo puramente negativo, sin ningún sobre-valor.
Queremos leer este sobre-valor del trabajo femenino en este tipo de películas
como una justificación no del discurso feminista que circula a veces por estos films,
sino como una justificación de la división de clases. El trabajo femenino no está
valorizado en tanto trabajo femenino, sino que está valorizado en tanto trabajo
femenino de las pobres. El valor del trabajo se encuentra en ese valor agregado propio
del peronismo y no en la posición del trabajo en tanto tal.
Volvamos a la escena primera de Mujeres que trabajan. Las mujeres pobres,
frente a los niños ricos, dicen: “gente inútil, y pensar que uno trabaja para que ellos se
diviertan… Ja, si hubiera unión”. Entonces, al discurso clasista le sucede lo mismo que
al feminista, quedará capturado por una estructura hegemónica superior que
podríamos identificar con la ideología peronista de la alianza de clases. Entre las
mujeres que trabajan en la película se encuentra una que es el prototipo de la mujer
moderna, de la Otra mujer, que fuma, tiene un estilo ligeramente masculino y busca su
independencia. Además, lee a Marx. En una conversación con Ana María (Mecha
Ortiz), dice: “A Ud. personalmente no le guardo ningún rencor, es a su clase”. Y del
personaje de Lusiardo, que sigue llevando con su auto a Ana María luego de su “caída”
en la pobreza, dice: “Es un pobre esclavo del capital”. Por último, Catita también
marcará el error de su amiga al criticar al jefe: “siempre con las ideas comunistas en la
cabeza”.

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Sin embargo, en última instancia, esas mismas mujeres que critican a los ricos
serán las que reconozcan la dignidad de una mujer de mundo como el personaje de
Mecha Ortiz. Cuando ésta haya perdido todo, en primer lugar, su chofer, el personaje
de Tito Lusiardo que vive con las mujeres que trabajan en la pensión, saldrá en su
ayuda. Dice Ana María: “me burlé de la pobreza y ahora estoy sola”, a lo que Lusiardo
responde: “No se preocupe, niña, si le fallan sus amigos ricos, sepa que habrá uno,
Lorenzo Ramos, con sueldo o sin sueldo, que estará siempre a su servicio”.
El trabajo de estas mujeres es digno porque ellas son pobres no porque sean
mujeres trabajadoras. Hacia el final de Mujeres que trabajan Ana María recupera su
posición al casarse con su novio que, pese a las diferencias de clase, la siguió
queriendo. La alianza de clases peronista en clave de género: todo se soluciona con un
buen casamiento, es decir, con el casamiento con un hombre dispensador de bienes. A
partir de allí termina el problema de la mujer trabajadora. Tal vez le faltó a la Argentina
más alianza de género.
Esta alianza fracasa siempre, sea de clase, sea de género, porque lo que está en
juego es la producción hegemónica de representaciones que no sólo distingan entre
varones y mujeres, sino, más perversamente todavía, entre mujeres ricas y pobres. La
hegemonía, como adelantamos, puede elegir arbitrariamente qué notas distintivas
elegir para producir las posiciones o funciones estructurales, y lo que hace es distinguir
dos niveles de realidad para las mujeres: además de dominadas algunas son también
explotadas. Para que esto pueda imponerse es preciso naturalizar esta clasificación, de
ahí que aparezcan nuevamente los grados ontológicos que harán de algunas mujeres,
las ricas, más mujeres que otras, las pobres. La representación, así, pone en escena ya
no una naturaleza femenina más o menos ajustada al ideal, más o menos real, si no
que, además, nos muestra cómo existen en realidad dos naturalezas femeninas (que
dependiendo de las circunstancias se podrán refundir nuevamente) en cuanto nos
ponemos a hablar del trabajo.
Esto es posible porque puede, en primer lugar, elegir notas distintivas
diferentes para grupos de mujeres diferentes en la medida en que la clasificación no
responde a una invariante formal. Elegidas arbitrariamente estas características, la
hegemonía distinguirá dos realidades ontológicamente diferentes para las mujeres: las
mujeres ricas y las pobres, las primeras más próximas a la realidad, las segundas un
poco más alejadas. Es interesante entender que se trata de dos realidades diferentes
que surgen al naturalizar la pobreza: no es un disparate que Tita Merello trabaje, o que
Catita trabaje, pero es un disparate que Mirta Legrand trabaje, por ejemplo, en Esposa
último modelo. En esta película, al personaje de la Legrand le queda sólo cumplir el
papel de la esposa y ama de casa, pero en ningún momento se piensa que pueda
trabajar en la empresa familiar. Para las mujeres pobres el trabajo es más real que
para las ricas (dignidad del trabajo), si bien las aleja al mismo tiempo de su realidad
ideal. Esto no es contradictorio, ya que no se trata de clasificaciones racionales, sino
ideológicas. El argumento funciona perfectamente, quienes peor la pasan son las
mujeres pobres, condenas siempre a estar en falta con respecto a su naturaleza, a
estar definidas según una naturaleza segunda, degradada. Aquí está el componente
ideológico y de clase de la clasificación que no pretende ser coherente y racional, sino
dominar y explotar.

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Bibliografía
Bhabha, H. El lugar de la cultura, Manantial, Buenos Aires, noviembre 2007
Deleuze, G.-Guattari, F. Mil Mesetas, Pre-Textos, Valencia, julio 1997
Gramsci, A. La filosofía y la filosofía de Benedetto Crocce, Nueva Visión, Buenos Aires,
marzo 2003
Lévi-Strauss, C. El pensamiento salvaje, Ed. FCE, México, abril 1999

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