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Poco antes de que Valladolid se convirtiese en ciudad –es decir, a fines

del siglo XVI-, el regidor Alonso de Verdesoto ya había mandado


reimprimir unas ordenanzas de 1549 que tenían que ver con el
comportamiento de las personas, el correcto funcionamiento de los
gremios y oficios y la mejora del buen orden de la Villa. La simple
lectura de esas Ordenanzas invita a una reflexión. A la curiosidad que
pueden despertar en cualquier persona atenta a los avatares históricos y
a la evolución de la ciudad en que vive, hemos de añadir el valor
específico que contienen los capítulos -vistos como fuentes documentales
de conocimiento- para aclarar importantes incógnitas sociales o
urbanísticas. Ese corpus normativo contribuye en gran medida a que
consideremos la Valladolid histórica desde dentro, es decir, sumergidos
en una realidad vital en la que se adivina un latido poderoso. Claro está
que a esta reflexión positiva se puede ofrecer como contraste otra bien
distinta: si las leyes que se imprimen a mediados del siglo XVI llegan
íntegras, y susceptibles de ser aplicadas, casi al siglo XX, quiere ello decir
que siguen sin cumplirse sus mandatos y que continúa vigente el vicio
social que quiso corregirse con su promulgación. Sabido es que las
normas las imponen siempre quienes gobiernan y que el espíritu que las
alienta no suele coincidir con el pulso de la sociedad, pues o se anticipa a
éste o trata de ponerle freno. En realidad, Valladolid ha practicado de
forma consciente o inconsciente una autofagia incontrolada que lo mismo
ha hecho desaparecer un rincón entrañable o unas venerables piedras
que ha eliminado de un plumazo una costumbre tan antañona como
inútil; siempre ha tenido entre sus fauces la ciudad algún pedazo de sí
misma, como obsesionada por purificarse de una mancha que ni las
aguas de los dos ríos que la surcan consiguieron lavar. Las Ordenanzas
trataban de controlar la limpieza e higiene de la Villa, la comodidad, el
vestido, el comercio y, naturalmente, los gremios y oficios que componían
la trama social. Quien desee cotejar las ordenanzas con los bandos de los
siglos XIX y XX comprobará que, salvando leves diferencias debidas a los
tiempos y las circunstancias, se seguían prohibiendo los fraudes, los
intermediarios ventajistas y los regatones aprovechados, amén de las
condiciones sanitarias deficientes, los muladares, los cohetes, la
mendicidad, el daño a los árboles y la turbación del reposo de los
habitantes de la ciudad.
Esas normas se publicaron durante tres siglos sin apenas alteración, lo
que indica que no sólo fueron oportunas y adecuadas en su momento
sino que se incumplieron sistemáticamente desde que salieron de la
imprenta hasta que se derogaron. Las ordenanzas contemplan un
apartado dedicado a la molinería y dedican 12 capítulos al pan y a la
harina, especialmente a su pesado y venta.
Una de las preocupaciones de los gobernantes fue siempre la de
"normalizar" las pesas y medidas para evitar fraudes. A la torre de Babel
de los sistemas de unidades vino a poner coto el sistema métrico decimal.
O al menos a intentarlo: hubo una enorme resistencia entre los usuarios
e incluso entre las propias autoridades del medio rural a cambiar unas
normas centenarias que incluían fanegas, estadales, celemines y cientos
de medidas consolidadas por la práctica y el uso.
En 1849 se adoptó por ley la resolución de cambiar todas las unidades
anteriores al sistema métrico. En 1852 se publicó una Real Orden con las
equivalencias entre las medidas primitivas y las nuevas.
Todavía en 1863 anunciaba el Norte de Castilla: "En vista de la
indiferencia y punible abandono de la mayor parte de los
ayuntamientos de esta provincia para llevar a efecto en las respectivas
localidades el planteamiento del sistema métrico-decimal de pesos y
medidas, el Sr. Gobernador ha acordado prevenir a los alcaldes que
prohíban en su totalidad el uso de pesas, medidas y balanzas sin
contrastar y, muy especialmente, el uso de romanas y básculas que
tengan indicaciones o se hallen picadas por el métrico al propio tiempo".
En 1868, una fábrica de romanas, "La castellana", anunciaba que había
comenzado a cambiar las romanas según el nuevo sistema.
En 1870 salió otro anuncio previniendo a los usuarios de la necesidad
de adaptarse a las nuevas normas: "Desde el día 15 de Mayo será
obligatorio el uso de unidades lineales, itinerarias y ponderales del
sistema métrico decimal".
En 1873 se publica un Bando de la alcaldía de Valladolid sobre el
almacenamiento de sustancias peligrosas dentro de la ciudad y sobre la
utilización de las pesas y medidas del sistema métrico decimal.
En 1880 -30 años después de la primera ley-, se fijó la obligatoriedad del
nuevo sistema.
El pequeño comercio y los mercados eran, sin embargo, el último
eslabón de una cadena cuyo primer anillo habría que situar en el
despegue industrial que se produjo en la ciudad a partir de mediados
del siglo XIX, principalmente con la actividad de las fábricas de harinas
y la sustitución de los antiguos molinos de piedra hidráulicos por el
sistema austro-húngaro de cilindros. Para comprender el entramado
productivo que se crea alrededor de la industria harinera aportaré un
ejemplo: Hilario González, propietario de la Fábrica de tejidos "La
Vallisoletana", llegó a la ciudad desde la provincia de Logroño, donde
explotaba la Real Fábrica de lonas, vitres e hilazas de Cervera de Río
Alhama fundada en el siglo XVIII y que se dedicaba a la producción de
lonas y velas para barcos. La fábrica tenía 3.000 husos de hilatura y 12
telares mecánicos que tejían 5.000 piezas diarias. En 1852 Hilario
adquirió Solá y Coll, una empresa que se dedicaba a la comercialización
de tejidos de algodón en Castilla, y además consiguió formar sociedad
con José León para construir una fábrica de algodón que abasteciese el
mercado castellano. José León (posteriormente propietario y constructor
del teatro Lope de Vega) ya era propietario de una fábrica de tejidos de
lino en Valladolid, que Hilario quería convertir en productora de
algodón. La sociedad no duró mucho y se disolvió, pero entretanto
Hilario González atrajo a un nuevo socio, un comerciante de origen
catalán, Antonio Jover y Vidal, que regentaba una fábrica de harinas
próxima a León y llevaba el comercio de tejidos de su tío José Ramón
Vidal en Valladolid. El nuevo establecimiento, levantado junto a la
estación de ferrocarril, se llamó "La Vallisoletana", y se inauguró a
principios de 1857 con varios socios vallisoletanos y santanderinos. Dos
años después pasó a llamarse "Príncipe Alfonso", probablemente con
motivo del nacimiento del príncipe. Tenía 5.000 husos y 84 telares
movidos por máquina de vapor. Era la única fábrica de Valladolid que
producía indianas, tejido de algodón estampado que estuvo de moda
mucho tiempo. En 1864 trabajaban en ella 420 personas y los telares
mecánicos habían aumentado a 154. El algodón llegaba a Castilla en
los mismos barcos que llevaban harinas a América, y ello unido al
Canal de Castilla y posteriormente al ferrocarril otorgó a la zona una
posición ventajosa a la hora de adquirir esta materia prima.
Posteriormente, en 1878, Hilario González puso una yutera en
Santander, con la idea de confeccionar sacos de arpillera, lana y lino,
que sirviesen para el envase y transporte de las harinas destinadas al
mercado nacional.
Es decir, alrededor del negocio de la harina, que comenzó después a
decaer a partir de la pérdida de las últimas colonias, se fue tramando
una red industrial –fundiciones, fábricas de sacos, construcción de
edificios para las nuevas fábricas, carpintería de madera, instaladores
de mecanismos de cilindros, transportistas (ferrocarril, carretería,
transporte fluvial), etc., etc.-.

Pese a la variedad de actividades, tal vez no sería ningún disparate


afirmar que Valladolid tuvo durante la segunda parte del siglo XIX una
clase única. Philippe Lavastre explica muy claramente en su magnífico
trabajo sobre Valladolid y sus élites que esa clase única, formada por
las diferentes burguesías, mantuvo su hegemonía porque el desastre
industrial y financiero fue compensado por la actividad creciente y la
sensatez y buen juicio del comercio vallisoletano, integrado por
emprendedores recién llegados de Levante (como estereros, jugueteros,
propietarios de bazares y vendedores de loza), de Santander (pequeños
molineros y comerciantes de harinas), de Cataluña (tejidos y zapatos),
del País Vasco (fundiciones y maquinaria agrícola), de Extremadura y
Salamanca (choriceros y fabricantes de embutidos) o los propios
comerciantes locales.
A pesar de que la sociedad vallisoletana tenía una única aspiración
burguesa, podría hablarse de varios modelos de burguesía que tuvieron
mayor o menor protagonismo según las épocas en el siglo XIX: la alta
burguesía, compuesta por hacendados y propietarios, generalmente
poseedores de grandes extensiones de suelo rústico procedentes de las
desamortizaciones, y por grandes industriales; la burguesía media,
integrada por agricultores cuya renta les permitía vivir en la ciudad, por
comerciantes fuertes y por profesionales de determinados oficios
denominados liberales como abogados, ingenieros, médicos, etc. cuyos
ingresos doblaban por lo general los de cualquier integrante de la
pequeña burguesía, constituida habitualmente por artesanos,
comerciantes con negocios familiares y trabajadores y obreros de las
fábricas e industrias, pequeñoburgueses en sus gustos pero proletarios
en su economía.
La ruina del Banco de Valladolid en 1864 afectó a algunas de las
familias que habían estado más implicadas en esa crisis aunque otras
se salvaron adoptando una actitud insolidaria. Pese a que los informes
acerca de la actividad bancaria eran excelentes a fines de la década de
los 50 ("todo hace esperar un brillante porvenir al Banco de Valladolid",
decía el comisario real en su informe al Ministerio de Hacienda) la
realidad es pronto bien contraria al comportarse la burguesía harinera
de forma inesperada y aprovecharse del interés de las obligaciones
emitidas por la entidad, que además podían ser usadas como billetes de
banco y ser pagadas al portador.
No todos los miembros de esas élites, sin embargo, se vieron
perjudicados por la crisis. Las familias Pombo, López Morales, Silió,
Delibes, Alba, Semprún, Lecanda, Iztueta, Jalón, Álvarez Taladriz,
Gamazo, Dibildos, Alzurena, Zorita, Alonso Pesquera, Reynoso, etc.
mantuvieron o acrecentaron su estatus, favorecido en algunos casos
por los enlaces matrimoniales y la consiguiente unión de sus
patrimonios. En algunos casos, incluso (el de los apellidos Gamazo,
Alba y Silió), se convirtieron en cabezas visibles de importantes partidos
políticos -el liberal-fusionista, el liberal y el conservador- e influyeron en
el desarrollo industrial con su actividad o con sus decisiones desde las
carteras ministeriales que ocuparon.

Pero el principal cambio en la sociedad y en la economía, vuelvo a


insistir, estuvo en las fábricas de harinas dedicadas a la transformación
y molturado de cereal y en particular del trigo, que sustituyeron el
ingenio de piedras de la molinería tradicional por un sistema de rodillos
que permitió reducir los costos y aumentar la producción obtenida con
cada kilo de grano. El invento se debía a diferentes patentes aunque la
más usada fue la del ingeniero suizo Adolf Bühler, cuyo nombre quedó
para siempre ligado a la obtención de harina de calidad y a la
fabricación de los tipos de pan que ahora disfrutamos.

Otro modelo de fábrica, la de chocolate, tuvo en Valladolid y provincia


mucho predicamento. Para los adictos había innumerables calidades y
buena prueba de que el cacao era un producto muy demandado es que
el propietario Basilio Santos, dueño de dos fábricas, cuando tiene que
desprenderse de una de ellas por la crisis, opta por quedarse con la más
productiva, la de chocolate. La tableta de chocolate se inventó en
Inglaterra hacia 1847 y en España entró en 1854, comercializada por la
Compañía Colonial. Valladolid fue una de las capitales de provincia que
más fábricas de chocolate tuvo en el siglo XIX, contabilizándose a
comienzos del siglo XX más de diez, entre las que estaban la de Dimas
Alonso, la de Modesto Mata, la de Miguel Uña, la de Alejandro Tejedor,
la de Eulogio Santillana y la de Eudosio López.

Industriales como Manuel Pombo, Toribio Lecanda o José María Iztueta


–santanderinos los tres- unen sus nombres a propietarios como
Mariano Miguel de Reynoso o Blas López Morales que compran grandes
extensiones agrícolas o terrenos cercanos a la ciudad, provenientes de
las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, para hacerse con la llave
del desarrollo urbano y del incremento en la producción y exportación
de trigo, por ejemplo. Dos fundiciones, la de Julio Cardailhac y Félix
Aldea y la de Agustín Mialhe, serán precursoras de una próspera
industria que tendrá a Leto Gabilondo o a Miguel de Prado como
ejemplos más importantes. Durante ese período se crean casi 50
sociedades comerciales en la ciudad y en la lista de los mayores
contribuyentes a la hacienda pública figuran en lugares destacados los
fabricantes de harinas. Al abrigo de determinadas fortunas se abren las
primeras entidades financieras serias: el Crédito Castellano, La Unión
Castellana, el Banco de Valladolid, la Caja de Ahorros o la Sociedad de
Crédito Industrial Agrícola y Mercantil.

Es decir, y con esto termino y podemos pasar a la exposición, Valladolid


y su historia, tanto en la ciudad como en la provincia, no habrían sido
las mismas sin el cereal, sin el trigo y sin sus derivados y el procesado
de sus productos. Buena prueba de ello es la existencia de un magnífico
museo como éste dedicado al tema, y de la exposición que hoy se
inaugura para celebrar los diez años de su existencia.

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