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Domingo de Pascua

21 abril 2019

Jn 20, 1-9

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer,


cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y
fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien quería Jesús, y les
dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han
puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos
corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro, se adelantó y
llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no
entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio
las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no
por el suelo como las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces
entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio
y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había
de resucitar de entre los muertos.

NADA PUEDE APLASTAR LA VIDA

El simbolismo de este texto, de una riqueza extraordinaria,


empieza jugando con contrastes. Para quien ha vivido la experiencia,
se trata del “primer día de la semana”; para María Magdalena, sin
embargo, todavía es de noche: “aún estaba oscuro”. Sabemos que
para el autor del cuarto evangelio, la noche es sinónimo de oscuridad,
confusión, ignorancia; el “primer día”, por el contrario, alude a la
“nueva creación”. A la oscuridad de quienes aún no lo han
experimentado, los testigos proclaman: Jesús ha resucitado y su
resurrección constituye una “nueva creación” del mundo, sobre
cimientos de vida y certeza definitivas.

Un contraste similar es el que muestra a María marchando al


sepulcro –el “sepulcro” es el lugar de la muerte y de la
desesperanza–, cuando la realidad es que “la losa estaba quitada”, es
decir, la muerte había sido vencida. Imagen que, entre líneas, nos
sugiere algo profundamente sabio: debajo de cada “losa” que parezca
aplastarnos, hay vida que quiere resucitar.

Más profundamente aún, no hay ninguna “losa”: nada es capaz


de aplastar la vida. Cualquier “losa” que nuestra mente pueda
imaginar ha sido ya “quitada”: lo que somos, se halla siempre a
salvo; la vida no puede ser derrotada.
Pero María sigue sin “ver” –no ve más allá del Jesús difunto– y
recurre a una explicación “racional”: “Se lo han llevado”. Con todo, no
deja de buscar; echa a correr… y contagia a los discípulos en su
misma búsqueda, aunque también estos no piensan más que en el
“sepulcro”, es decir, en la muerte como final.

Continúa el simbolismo: lo que ven no es al Resucitado, sino


“vendas” y “sudario”. El apunte que habla del “sudario enrollado en
un sitio aparte” parece querer indicar que no se ha tratado de un
robo del cadáver. Pero tanto las vendas como el sudario no son
elementos que “produzcan” por sí mismos la fe en la resurrección: es
lo que le ocurre a Pedro. Se requiere una forma de “ver” que vaya
más allá de la materialidad, o mejor, que sepa descubrir en lo
material la Presencia inmaterial que todo lo ocupa y alienta.

Quien sabe “ver” de ese modo es “el otro discípulo, a quien


quería Jesús”. Se trata del “discípulo amado” que, en el cuarto
evangelio, es imagen del verdadero discípulo.

En el plano simbólico, es indudable que el amor –que “corre”


más deprisa que la autoridad– capacita para ver. Vienen a la
memoria palabras como las de Pascal: “El corazón tiene razones que
la razón no conoce”; o las de El Principito, de Antoine de Saint-
Exupéry: “Lo esencial es invisible a los ojos; solo se ve bien con el
corazón”. Y es que el amor, por su propia estructura integradora y
unificadora, nos hace descubrir la dimensión más profunda de lo real
que, de otro modo, se nos escapa.

El relato, pues, es una catequesis: una invitación a saber mirar


con el corazón para poder descubrir, en las “vendas” que nos rodean,
al Resucitado, la Presencia de Lo Que Es.

¿Sé ver más allá de las “vendas” que me rodean por doquier?

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