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Yaya Hernández

Neurótica, aprendiz de escritora. Observo todo con la misma


curiosidad de un niño de cinco años, del mismo modo me enojo y me alegro, con
una rapidez que podría indicar bipolaridad. Desde pequeña me imagino historias
tan solo con ver algunos rostros, ventanas o momentos. A veces siento que robo el
sentir de los otros, como si me pusiera en sus zapatos, pero no para comprenderlo,
sino para robar un poco la historia de su cara, de su ropa, de su enojo o alegría.
Este espacio es la cueva donde colecciono esos hurtos. Son robos escuchados,
vistos, imaginados o incluso, vividos.

Cleptómana de historias

“Ven aquí”

Te robé un día la risa. Era una noche cualquiera, de esas en las que tomas con los
amigos de siempre, en el bar sucio de siempre. Lo frecuentábamos porque era el
único lugar que nos aceptaba después de las dos de la mañana, que era la hora en
que salíamos a trabajar. Una de esas amigas reconoció tu sonrisa. Dijo tu nombre y
al pronunciarlo te creó en mi mundo. No sabía que era el comienzo de mi pequeña
muerte y al mismo tiempo de mi renacimiento. Te volviste una persona molesta en
mi vida, llegabas inundando todo de sol, mientras yo llevaba meses con una nube a
cuestas que me mojaba todos los días de tristeza; no te quería en mi vida, pero te
quedaste. Ahora sé que al alejarte también tejía una telaraña para que no te fueras,
te conté mi vida, te invité a mi playa, hice que te quedaras a beber una tacita de
café. Recuperé la alegría que había perdido y robé tu presencia a otras personas,
me volví mentirosa para tenerte cerca, mientras te prometía tesoros inmensos
llenos de placeres lascivos con otros cuerpos que dije conocer, pero que jamás
pretendí que tú conocieras. No sé que telaraña enredó la historia, pero un día tu
cama se hizo oasis y tu risa se volvió religión. Tú no necesitabas mentir, nunca lo
hiciste, sólo llamabas: Ven… Y cual Lázaro yo iba a tu encuentro a ser parte de la
arena. Nunca los atardeceres fueron más bellos, ni octubre tan soleado, ni tu olor
tan anhelado. No eras de nadie, eras del amor. Y así como es él, te llevaba a otros
lugares que no eran mi puerto, pero yo, esperaba, no importaba si era un guiño, o
una plática sobre los ángeles que querías en tu cielo; no importaba, yo sólo quería
estar. Sólo tenías que llamarme: Ven… estoy a la vuelta… estoy afuera… estoy
sólo… estoy a una hora… es viernes.

Nunca intenté no ir, siempre iba, estaba atorada en el sol que traías a mi historia.
Sólo quería que me llamaras, que condujeras por la ciudad, mientras yo cantaba y
te decía un hechizo para que me llevaras. Si alguna ves tuve magia me la gasté
contigo, me la gasté esa noche que te acompañé a pasear a tu perro, o los días de
cine, o los miles de tazas de café, donde moríamos de risa, o aquella vez en la
montaña donde nos llenamos de lodo; en tus mudanzas, en tus bailes de reggae o
cuando me llevabas a todos lados y te valía si los otros no querían que fuera,
siempre iba. Cuando me llamabas. Cuando me decías que fuera.
Después el amor te reclamó y supe en una tarde soleada que ya no me alumbrarías
a mí, porque frente a mis ojos otra boca te besó, otro cuerpo intentaba ser el único
en tu vida, ya no cantarías conmigo, ya no harías el guiño hacía mí, tampoco te
tocarías el corazón para decirme lo mucho que me querías y que yo estaba ahí.

Ahora estaba atrás del poema que te regalé, que resumía mi papel: “puedo
enseñarte a volar, pero no seguirte el vuelo”.

“Ven aquí” cantan Los Bunkers y el video se proyecta en el pizarrón blanco de mi


salón y yo no estoy. Estoy pensando, tratando de regresar, apretando los dientes
para estar un viernes mal puesta y brillar.

Cuando vuelvas a pensar


que una vez te conocí
y que nomás porque sí
te compuse una canción,
cantará en tu corazón
lo poquito que te dí.

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