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Los siguientes textos, autoría de la Lic.

Indira Páez, serán utilizados únicamente con


fines educativos para cumplir con los requisites académicos dentro de la Fundación
CICA y no con fines de lucro.

VETE DE MÍ

Sexo, sexo, sexo, todo el mundo habla de sexo: la televisión, los psicólogos, los maestros,
los mormones y hasta los curas. Yo, yo estoy harto de este planeta. ¿Y cómo hago si a mí no
me gusta el sexo? Sí, ya sé, ya sé que da risa. Macho que se respete... me criaron para ser
un semental, para rasparme a cuanta mujer se me parara al frente. Para jamás decirle que
no a ninguna. ¿Yo? ¿El hijo de mi papá? ¿Quedar como un marico?, ¡jamás! Primero
muerto. Y yo no soy, de verdad. No soy. Marico, digo. Pero tampoco me entusiasma eso,
pues... eso, eso de estar intercambiando fluidos con otra gente. Yo me baño. Me baño
mucho. Soy muy pulcro. ¿Y cómo hago, pues? A mí me gusta la pulcritud. No soporto la idea
de los pelos. Los pelos por todas partes. Un pelo en la garganta me resulta sencillamente
nauseabundo.

¡Y los olores! Los olores que se concentran ahí. Ahí, donde todos ustedes saben. ¿Saben,
verdad? Ahí. Siempre huele feo. Feo, y no me digan que no. Un olor acre, agrio aunque esté
limpio. Aunque esté recién lavado. Ya saben. Eso. Porque si no está recién lavado, es
sencillamente intolerable. Pero si está recién lavado, es desagradable. Rancio. Húmedo.
Guardado. ¿Yo? ¿Meter mi lengua allí? ¿Mis dedos? ¿Cualquier adminículo de mi cuerpo?
¡No gracias!

No, no soy religioso, ni siquiera creo en Dios. Y no es que sea ateo tampoco. Pero en todo
caso esto no tiene nada que ver con religión. Es una cuestión de higiene básica: los pelos
van en la cabeza, no en la boca. Uno no se traga la saliva de los otros, y mucho menos otro
tipo de humores corporales. Uno no tiene por qué pegar la nariz en la pecera de nadie y no,
yo no quisiera ser el pez de Juan Luís Guerra jamás y nunca. A mí me enseñaron a ser
limpio. ¿Y entonces? ¿Se imaginan algo más sucio que “eso”? Eso, eso, eso... ese pasticho
de olores, sabores y sudores. ¡Asco! Lo único que pido es un poco de respeto, señores, para
mis sanos y muy respetables escrúpulos. Pero entonces resulta lo peor: que yo soy hombre.
Hombre, y parece que no fuera “hombre”, sino “hombro”, porque como que estoy obligado a
que todo el mundo se recueste de mí. Obligado por la historia, por la física, por la biología,
por la cultura, la sociedad, la moral y las buenas costumbres, a cogerme a cuanta jeva se me
pare enfrente y me abra las piernas. ¡Noooooooo! ¡Es demasiado, yo ese peso no lo
aguanto! Yo no quiero nada. De verdad, yo lo único que quiero es estar limpio. Oler bien.
Que no se me pegue ninguna enfermedad extraña. No quiero meter ninguna parte de mi
cuerpo en ningún lado, y mucho menos si ese lado es húmedo y oscuro. Sólo quiero un poco
de respeto, señores. Un poco de respeto por mi higiene. ¿Estoy loco? ¿Estoy loco por querer
un poco de pulcritud en mi vida?
LA VERDAD DE LA MUJER MARAVILLA

Hoy he decidido confesarme. Sí, ya sé que es una aberración, que no tengo perdón de Dios
ni de nadie que tenga autoridad alguna para perdonar. Que he hecho mal durante años, que
no he obedecido las normas que me enseñaron mis tías, mi madre, mis dos abuelas, mi
tatarabuela todavía viva, mi comadre, mi vecina de arriba. No he seguido los consejos de la
literatura marginal que durante años coleccioné y religiosamente acumulé debajo de mi
cama. Ya sé que soy terrible, que soy un monstruo del nuevo milenio, que no soy ejemplo
para nadie, ni para mis hijas, ni para mis sobrinas, ni siquiera para la señora de servicio que
durante años ha creído en mí con fe ciega, jurando que soy una suerte de modelo perfecto,
de paradigma incuestionable. ¿Cómo podría auto calificarme? ¿Transgresora?
¿Pecaminosa? ¿Perversa? ¿Encarnación del mal? ¿Vergüenza para el género? Ustedes
dirán, ustedes serán los que me juzguen. Hoy estoy aquí, abierta a la mitad, dispuesta a
todo, afrontando mi verdad, asumiendo mi desparpajo con todo y caradurismo a ultranza. He
aquí mi confesión descarnada, que diré una sola vez y no repetiré, que gritaré a riesgo de ser
execrada para siempre de mi gremio, de mi seno, de mis raíces. A riesgo de convertirme
para siempre en una paria, en una suerte de Edipo contemporáneo que vagará día tras día
sin concilio alguno ni paz. Yo, yo... yo jamás me quito el maquillaje por la noche. Ya. Lo dije.
Me baño con agua caliente, como frituras, soy carnívora hasta los huesos, no me cepillo los
dientes después de cada comida, jamás hago otro ejercicio que no sea mover los dedos para
ubicar en el control del televisor el canal que quiero ver. Leo las contratapas de los libros y
discuto a voz en cuello con cuanto intelectual se me pare por delante, odio los ciclos de cine
francés y español, finjo mis orgasmos cada tres veces, odio a las feministas porque me han
hecho trabajar dieciséis horas diarias e inventarme una identidad falsa que me agota. Prendo
inciensos sólo por hacer creer a mis amigos que soy espiritual y no riego las matas, se me
mueren inevitablemente y las boto, sin misericordia alguna, sin hacer ningún intento por
sacarlas de su marchita existencia en mi cocina. Ahora ya lo saben. Soy un monstruo y no
merezco ser una mujer de nuestros días. Condénenme entonces, porque me niego a la
esbeltez obligatoria, a la inteligencia siempre a punto, a la misa de seis y al café en la
mañana, al éxito como modus vivendi y a la felicidad sin cortapisas. Mándenme al siglo
diecinueve, por favor. Déjenme usar corsés y desmayarme de tanto en tanto, ser virgen
hasta que me dé la gana y replegarme en los brazos de un macho proveedor que vaya a
cazar bisontes por mí. Y si me pega de vez en cuando, lo más seguro es que sea porque me
lo merezco. He dicho.

LA INSOPORTABLE INSATISFACCIÓN FEMENINA

Yo lo he intentado todo. Absolutamente todo. La verdad, he dedicado mi vida prácticamente


a eso. Pero he decidido abdicar. Es imposible, sería más fácil desenterrar la Atlántida,
encontrar la piedra filosofal o finalmente, guiado por los arcanos de la alquimia, convertir el
metal vulgar en oro. Mi misión era mucho más difícil, mucho más noble y mucho más loable,
pero me di cuenta de que no se iba a poder. Yo quería hacer feliz a mi mujer. Lo intenté todo.
Ya les dije. Todo. Al principio, ella me decía que le encantaba mi sentido del humor. Después
de cierto tiempo, le empezó a molestar mi risa fácil y mi manera mordaz, según ella, de
burlarme de todo el mundo. Entonces cambié. Cambié, sí, porque sentía que mi misión en la
vida era hacer feliz a esa mujer. Esa mujer que se había dignado a posar sus ojos sobre esta
pobre e insignificante criatura. Un mujerón, para más señas. Cambié y me decidí a ser más
serio. Ese fue el primer paso hacia el despeñadero. Entonces ella me decía que era un
amargado, que no soportaba mi cara de cañón eterno y que le daba pena con sus amigas
tener un marido tan serio. Probé a instalarme en la cara una media sonrisa que sirviera para
cualquier ocasión, incluyendo los entierros. Al principio ella me decía que yo era el hombre
más apasionado con el que ella había estado. Yo me sentía feliz y orgulloso de mis
habilidades sexuales. hasta que me enteré que aquella mujer no sabía lo que era un
orgasmo. Me empeñé en hacerle conocer los delirios del sexo, en hacerla alcanzar en clímax
a como diera lugar. Entonces ella empezó a acusarme de sexohólico, de animal, de enfermo
y de psicópata. Decidí olvidarme del sexo y meterme en Karate para no molestarla con mis
deseos mundanos y mis bajos instintos. Entonces me decía que ya yo no la buscaba, me
preguntaba si ya no la encontraba atractiva, me reclamaba atención, y yo, inexperto para
aquel entonces acerca de las complicadas artimañas de la psique femenina, caía redondo
entre sus trampas y comenzaba a perseguirla otra vez. Entonces ella me decía que lo único
que me interesaba era el sexo, que ella para mí no era más que un objeto, que no era
posible que lo único que me interesara en la vida era cogérmela. En fin, yo seguía con mi
Karate, tirando patadas. Al principio, le encantaba que yo fuera poeta. Ella quería que le
leyera poesía todo el tiempo. Después, me decía que me dejara de tantas pendejadas y que
saliera a la calle a buscar dinero porque ella no iba a estar manteniendo vagos toda su vida y
pidiéndole dinero a su papá para la quincena. Me olvidé de la poesía y me puse a trabajar en
una publicidad. Al principio le divertían mis amigos, le parecían una manga de locos
encantadores sin ningún otro oficio que reírse de la vida y vacilarse la existencia en este
planeta en frente de un trago de ron. Después, los fue botando de la casa a uno por uno por
borrachos, con la excusa de que eran malas influencias para mí y que todos eran vagos
como yo, o peores que yo. Todo cambió. Cada vez era más difícil complacer a esa mujer. Si
le llevaba flores, me preguntaba con mirada capciosa: “¿Qué hiciste?” “Así será el cacho.
¡Mira que el tamaño del cacho es proporcional al tamaño del regalo!” Si salía con mis amigos
me acusaba de desconsiderado. Si me quedaba en la casa me acusaba de antisocial. Si
dejaba mis zapatos en la sala me armaba un lío mayúsculo, y si los guardaba en el closet me
acusaba de jala bolas. Pero yo estaba allí, resignado a mi rol de varón domado, siendo la
burla de todos mis amigos, absolutamente decidido a morir en brazos de aquella, mi única
mujer, y más aún, de hacerla feliz.

Todo empeoró cuando nació mi hijo. Aquella mujer se fue transformando: de ser una cuaima
más o menos manejable, pasó a ser un monstruo de fiereza insospechada, capaz de

asesinar el más mínimo intento de acercamiento. El sexo quedó en el olvido. ¿Salir de


noche? ¿Con tantos secuestros, robos de niños, maltrato infantil y tuberculosis en el mundo?
¿Viajar? ¿Con el niño recién nacido? ¿A ver si le daba una enfermedad tropical en un país
desconocido? O peor aún, ¿y si lo secuestraba la narco mafia internacional para venderlo?
En fin, nos encerramos en la casa, no salíamos sino a comprar los alimentos necesarios para
sobrevivir a nuestro encierro. Ella comenzó entonces a enfermarse. Le dolían partes del
cuerpo que yo ni sabía que existían. Entonces, un día que fui a la farmacia a comprarle una
medicina para el dolor en general, respiré profundo, no miré hacia atrás, no pensé, corrí.
Corrí muy lejos, sin parar, sin voltear, sin respirar y todavía sigo corriendo. Corriendo,
huyendo. Me le perdí, me le perdí a aquella mujer de infelicidad crónica. Me le perdí para
siempre y les confieso que me da pánico que me encuentre, estoy apenas superando ese
pánico.

El otro día en un telecajero una muchacha se me acercó. Era hermosa. Me sonrió y me


saludó muy amablemente, demasiado amablemente. Por supuesto, salí corriendo. Nunca
revelen mi paradero, por favor.
YO VOMITO, TÚ VOMITAS, ÉL VOMITA...

Yo vomito. ¿Qué? Vomito. ¿Les parece raro? Bueno, sí. Hay gente que juega cartas, gente
que lee, gente que canta o que escribe, en fin, cada quien tiene un talento, ¿no? Yo vomito.
Desde muy chiquitica todo me daba náuseas. Los pelos de los gatos, la saliva acumulándose
en mi boca, las pelusitas esas que tiene el aire y que se ven a través de los rayos de la luz.
Hay sucio por todas partes, sucio, el mundo es un lugar muy sucio y a mí me da mucha
náusea y vomito. La comida en la boca es tan... pastosa. De sólo imaginarme que todo lo
que comemos se va al mismo sitio, se vuelve algo con un nombre tan horroroso como “bolo
alimenticio”, vomito. De sólo imaginarme los jugos gástricos atacando con furor desmedido la
pizza enorme que me acabo de comer, peleándose con las paredes de mi estómago por
quedarse la mejor tajada de masa descompuesta, vomito. Pero aprendí que podía usar mi
don para llamar la atención. Mi mamá, por ejemplo, que nunca me quiso mucho, se empezó
a angustiar cuando se dio cuenta de que yo vomito. “Esa niña vomita”, le dijo a mi papá. Y mi
papá le dijo al médico: “esa niña vomita” y el médico me examinó. Y con un ceño fruncido le
dijo al especialista: “esta paciente vomita”, y después de años y años de vómito, el psiquiatra
me dio un diagnóstico definitivo: “usted vomita”. Y sí, ¿qué quieren que les diga? Vomito. ¿Mi
psiquiatra? ¿Qué dice mi psiquiatra? Bueno, ya les dije: que yo vomito. Pero ¿por qué? A
ver: llevo quince años en terapia, acostándome semana tras semana cada dos días en un
diván a hablar de que en mi casa mi papá maltrataba a mi mamá, mi mamá me maltrataba a
mí, yo maltrataba al gato que teníamos, el gato maltrataba el sofá y el sofá, con los resortes
salidos por los rasguños del gato, nos maltrataba a todos. Todo ese maltrato me da náuseas,
¿a ustedes no? Mi psiquiatra pasó quince años escuchándome. Compró un apartamento y
cambió de carro tres veces a costa de mis confesiones desquiciadas y siempre me decía,
con aquella sonrisota enorme, tan bello: “nos vemos en la próxima sesión”. Y yo, vomitando y
vomitando. Y no, no me meto el dedo ni nada de eso. No quiero ser flaca, no soy bulímica,
no me provoco el vómito, ni siquiera me da vergüenza vomitar. Es más, hasta un marido
tengo. Sí, un marido, ¿no me creen? Tengo un marido que se preocupa muchísimo por mí y
mi vomitadera. Si yo no vomitara, a lo mejor me dejaría. Porque él se preocupa y a mí me
gusta que se preocupen.

Cada día de mi vida vomito dos o tres veces, y mi marido se preocupa por mí dos o tres
veces al día. Y mi mamá y mi papá, mi psiquiatra y mi médico. Tengo a todos fascinados con
mi vómito. Entonces. ¿para qué voy a curarme? Es más, ¿estaré enferma? He decidido tener
un hijo, y cuando nazca, le enseñaré a él también a vomitar. A lo mejor no será necesario
enseñarle. A lo mejor él nacerá ya con ese don. A lo mejor le dará asco todo, como a mí. Es
normal que a uno le dé asco todo. Todo está tan sucio, tan sucio. Permiso... tengo náuseas.

¿Y SI FUÉRAMOS INFIELES?

Qué fastidio con la paranoia. Mi mujer... mi mujer se la pasa revisándome los bolsillos a ver si
encuentra rastros de cachos, evidencias de cachos. ¿Cuál es la obsesión con los cachos,
digo yo? ¿Cuál es el gran tema, pregunto? Que si de quién es esta pintura de labios que
apareció en tu carro, que si este celular que aparece treinta veces en la factura del teléfono,
que si el otro día llegaste tarde y me embarcaste, que si no me llamaste. ¡Qué fastidio! Mi
mujer me pregunta cada dos minutos que si la quiero y yo estoy cansado de decírselo: mira,
chica, mientras yo no te diga lo contrario, quédate tranquila, pero no. Ella se empeña. Roe.
Se mete. Como un topo. Muerde todo con su sospecha venenosa. ¿Qué? ¿Qué si tiene
razón? ¿Razón en qué? ¿En creer que yo le monto cacho? ¿En celarme? ¡Ah, yo no sé! El
celo es gratis, es libre. La inseguridad es cuestión de cada quien. ¿Yo? ¿Qué si yo soy infiel?
Bueno, yo creo en la libertad de expresión, en que la vida es una sola y hay que vivirla. Y en
cuanto a la fidelidad, yo creo que ella es relativa. Déjenme decirles algo, y no es por defender
los cachos, sino por ser realista: sexo es sexo, y amor es amor. Y una cosa no tiene nada
que ver con la otra. Es más, yo opino que el grave problema de este hemisferio occidental,
es que la fidelidad está sobrevaluada. Todo el mundo habla tanto de ella, piensa tanto en
ella, la desea tanto, que la pobre se ha asustado, se ha ido corriendo, jugando al escondite
con nosotros, pobres mortales, estúpidos mortales enamorados, creyendo todavía que
vamos a encontrarla debajo de la mesa, y vamos a gritar: “un, dos tres, ¡por la fidelidad!”,
pero resulta que no, que ella no aparece así de pronto, que ella es casi inexistente, y que
cuando aparece, no sirve para casi nada.

A ver. Las mujeres quieren maridos fieles. ¿Para qué? “Él es tan bueno, nunca le he
descubierto un cacho, no llega tarde, no se trasnocha, no sale con los amigos. Es tan
bueno”... y a lo mejor es un desgraciado, un patán que no la oye, que no comparte sus
éxitos, que no le presta el hombro para llorar sus fracasos, que no es amigo, que no es
amante, pero es taaaan fiel que ella sepa.

Ahora, los hombres creemos que nuestras mujeres son fieles. Lo damos por hecho. Es que
ni nos pasa por la mente que nuestra mujercita pueda ver para otros lados, tener otros
deseos, quitarse las gríngolas que automáticamente les ponen en los ojos el día que dicen
“sí, acepto”. No se nos ocurre que nuestras espositas puedan saltarse las normas del
documento de propiedad que firman cuando se casan. Los hombres damos por hecho la
fidelidad de nuestras mujeres. Y punto.

Entonces todos jugamos a ser fieles. Con el cuerpo, al menos. Las mujeres hacen dieta,
mucha dieta. Se inyectan silicona y van al gimnasio para que sus maridos las deseen mucho.
Se vuelven amantes expertas y aprenden artificios de geishas para que sus maridos no
deseen otros cuerpos. Y los hombres, que damos por hecho la fidelidad de nuestras
mujercitas, bueno, nos esforzamos por cumplir con el débito conyugal: dos veces por
semana dejamos a esa mujercita feliz y contenta en la cama. Y si ella tuvo o no tuvo
orgasmo no importa, ya uno cumplió. Ahora, si uno es o no es feliz no importa, ella se ve bien
buena con todas esas liposucciones. Y si la mente de ambos está en otra parte, no importa,
ahí están los cuerpos, la epidermis, jurándose fidelidad eterna. Y si la cotidianidad es una
miseria, una mediocridad de vida que necesita una bomba atómica para tener algo más que
comentar, no importa. Todos somos fieles.

¿Y si fuéramos infieles? ¿Y si todos echáramos por tierra ese mito occidental llamado
monogamia y admitiéramos nuestros instintos? Ahí están los musulmanes, con su cuerda de
esposas, gozando un puyero o torturándose para siempre, pero en fin, ¡con libertad de
expresión, pues!. Esos sí fueron inteligentes, esos sí se sinceraron. Entonces, digo yo: ¿Y si
todos, por una vez en la vida, asumiéramos que es imposible dormir treinta años al lado de
un mismo cuerpo sin desear, por lo menos por un segundo, el sobresalto de la variedad?
¿Seríamos menos neuróticos? ¿Mi mujer me reclamaría menos perfección? ¿Y nosotros?
¿Seríamos más considerados con nuestras mujeres? ¿Seríamos todos más felices? ¿Menos
hipócritas? ¿Más desquiciados? ¿Más atormentados? ¿Menos fieles y más leales?

¡Ah, los cachos! A veces pienso que las palabras fidelidad y felicidad se parecen tanto, y
están tan lejos.
SEXO, SEXO, SEXO

Yo tengo un problema, algo difícil de confesar. Yo tengo un marido talentoso, sensible,


complaciente, con sentido del humor, excelente carácter... y muy mala cama. Sí. Ya lo dije.
Mi marido es mala cama. ¿Qué hago? Ya he probado de todo: desde indirectas sutiles hasta
directas salvajes como ponerle en su mesita de noche el Kama Sutra y los manuales del
sexo de la Sonrisa Vertical y nada. Lo peor del caso es que él se jura toda una máquina
sexual. Está tan feliz consigo mismo, que alardea de su sexualidad como si se tratara de un
don que le dio la naturaleza. El cree, que por el simple hecho de tener pipí, ya es un
graduado en materia de erotismo.

A veces he llegado a pensar que para los hombres, o al menos para el mío, el sexo no es
muy diferente a una suerte de olimpíadas de resistencia corporal. Una carrera de cien metros
planos en donde el ganador es el que más tiempo tarda en alcanzar la meta, pero más alto
salta a la hora de la competencia con garrocha. Y se va al centro de la cancha, de una, sin
pasearse por las posibilidades inmensas e infinitas de todo el estadio. Se olvida de las
gradas, de recorrer poco a poco el trayecto desde los vestidores hasta el punto de partida, de
trazar una línea que suavemente deslice las miradas hacia el terreno húmedo que rodea la
meta. Se olvida de hacer calentamiento antes de comenzar la carrera y lo más importante: se
olvida de hacerle mantenimiento a la grama...

Yo no he podido hacerle entender que mi cuerpo no es simplemente una cosa que rodea la
vagina... que la piel es un órgano extensísimo, y que existen los brazos, las piernas, la nuca,
la espalda, en fin, toda clase de extremidades y partes que uno se aprende en clases de
anatomía básica, pues. Pero es que él pareciera haberse saltado todas esas lecciones y
estar interesado solamente en mi entrepierna. Lo que no hay forma ni manera de que
entienda, es que cuando llega allí, la diversión está a punto de acabar... literalmente.

¿Cómo hago para explicarle a mi marido que mis senos no son de chicle? Que me gusta que
dure, pero no para siempre. Que me encantaría que fuera sutil por una vez en la vida, que
me tratara como a una virgen y no como si estuviera haciendo un mandado al abasto: llega,
pide, espera su vuelto y se va. ¡Horror! Además, otra confesión: mi marido no me besa. ¡No,
no me besa! O sea, ya saben, me pega los labios así, de vez en cuando, pero ¿besos
apasionados? Solamente en el momento cumbre, y eso con una torpeza enorme: tapándome
la nariz, metiéndome la lengua hasta la garganta y asfixiándome con su cachete izquierdo.
Muchas veces le he dicho que lo voy a enseñar a besar, que me encanta su lengua, que use
sus labios. En fin, yo no soy de esas mujeres que quiere que le adivinen el deseo. No. Yo
hablo. Y bastante. A lo mejor demasiado. Pero ¿qué hago? Lo único que me falta es
ponérselo por escrito: “Mi amor (dos puntos). El motivo de la presente es para decirte, de una
vez y por todas, que te considero bien mala cama. Sinceramente, tu mujer”. No. Me parece
demasiado fuerte. Entonces las indirectas. A veces estoy a punto. Y le digo: “Mi amor,
espérame, estoy a punto. Espérame... espérame... espé...”. Demasiado tarde. “Lo lamento”,
me dice, con aquella cara de vergüenza, de perrito regañado. Y a mí se me parte el alma,
claro. Entonces no le digo más nada. Él se da vuelta, me besa la frente y cinco segundos
más tarde está roncando como un desquiciado. Feliz, satisfecho. ¿Y yo? Viendo al techo,
dándome cuenta por enésima vez de que hay una filtración al lado de la lámpara

colgante y de que si no la arreglo se me va a despedazar el techo entero... a lo mejor mucho


antes que el matrimonio.
SE EQUIVOCÓ LA CIGÜEÑA

Yo nunca quise ser madre. Nunca fui de esas mujeres que se paraban en medio de la calle
cada vez que veían un bebé a decir: “Ay, qué lindo, qué bello, ¡yo quiero uno igualito!”. No.
La verdad, los bebés me tienen muy sin cuidado. No creo que una mujer para ser completa
tenga que tener un hijo, y me parece de lo más grotesco tener a una persona dentro de ti
como un alien, comiéndote por dentro y alimentándose de tu sangre ¡Guácala! ¿Que qué
bello el milagro de la maternidad?, ¡por Dios! Ahí están mis hermanas: llenas de várices, de
estrías, con los senos caídos y el vientre fláccido. Estresadas porque nunca consiguen con
quién dejar al niño y la mujer de servicio se les va, y el jefe las quiere botar del trabajo, y el
niño se enferma, tiene fiebre, pide cosas, come, llora, grita. ¡Ay no! Mis hermanas sin sexo,
sin vida, sin cine, sin otro tema de conversación que no sea las palmitas de sus niños, las
medallas de sus niños, la natación o las clases de guitarra del mayorcito y qué bien está
comiendo el menorcito... ¿Y el olor? “Qué rico huelen los bebés”, dice la gente. Y digo yo,
¿rico?: a buche de leche, a pañal sucio, a tetero rancio, a jabón de yodo. “Ay pero es que
míralo que bello cuando se ríe”. ¿Pero cómo lo vas a ver? ¿Con qué cara lo vas a apreciar?
Si duermes tres horas diarias y te levantas de paso cada media hora a ver si respiró, si hizo
pipí, si tuvo pesadillas o si se volteó. ¡Ay no!, eso no va conmigo. Yo... yo soy fotógrafa, yo
tomo fotos de viajes, ¿entienden?, y un bebé no me cabe en el equipaje, así de sencillo.

Dicen que los hijos escogen a los padres. Y digo yo: algunos tienen muy mala puntería.
Algunos escogen muy mal porque yo no sirvo para ser mamá de nadie. Y no me miren así,
no soy ningún monstruo. Soy buena amiga, buena hija, buena amante y buena fotógrafa.
Pero me niego a ser madre, pues. Así que lo único que quiero aclararle a este niño que tengo
dentro de mí, es que se equivocó de gente, que apuntó mal y que yo lo voy a tener, porque
soy ecologista, defensora de la vida y bla, bla, bla. Pero realmente espero que venga con un
manual de instrucciones debajo del brazo, porque de lo contrario lo devuelvo. Es que dudo
mucho que yo pueda dar la talla. Porque dicen que a uno se le despierta un instinto ahí... y el
mío sigue más que dormido. El mío está desmayado y si no despierta en los próximos seis
meses, no sé dónde voy a ir a comprar una botellita de ese instinto... espero que lo vendan.

EL ODIANTE

Antes que nada, quiero aclarar algo: Yo estoy aquí por equivocación. Absolutamente cierto.
Soy un tipo de lo más sano, no entiendo qué les ha hecho pensar que necesito desahogarme
de algo, curarme de algo, y mucho menos confesarme por algo. Y entiendo que los doctores,
los terapeutas de la nueva era, los psicólogos, los renacedores, los que hacen programación
neurolingüística, los astrólogos y hasta los brujos piensen que todo el mundo está loco. Se
entiende, tienen que trabajar, tienen que comer. Pero yo no, aunque les duela, yo no estoy
loco. Todo lo contrario. Estoy harto del montón de locos que habita este planeta. Gente que
quiere desesperadamente ser sana, evolucionar, tener pareja. Gente que quiere ser feliz,
¡qué fastidio! ¿Habrá algo más insípido, más perfectamente aburrido, más inútil, menos
teatral que la felicidad? Y díganme odioso, eso sí, lo admito. Yo soy un odioso. Y es que el
mundo está lleno de gente con potencial para ser odiada. De cosas potencialmente odiables,
y momentos y situaciones definitivamente detestables. Así que yo, sencillamente, odio todo.
Sí, odio. Odio. Odio a los testigos de Jehová, a los Hare Krishna, a la gente que no toma ni
vino un treinta y uno de diciembre, odio los avisos de no fumar, odio a los ecologistas, a la
gente buena que quiere a todo el mundo, a los optimistas a ultranza que no se quejan de
nada y a todo le buscan la vuelta, odio a los vegetarianos, a las parejas felices, a los niños
con su escándalo y sus manos empegostadas de dulce, odio las fiestas familiares, odio los
domingos, y en general, odio buena parte de la existencia sobre esta tierra. En fin, soy un
odioso. O un odiante. Eso. Me declaro un odiante, el odiante mayor. Y eso no me hace feliz.
Pero tampoco me importa. Es más, creo que tengo derecho a defender mi infelicidad a como
dé lugar. ¿Dónde está escrito que uno tiene que andar por la vida riéndose de todo,
pensando que todo está bien en mi mundo y que cada día estoy mejor, mejor y mejor? ¡Pues
no! Me niego a sumarme a esa comparsa de desquiciados que quieren componer el mundo,
que total nació descompuesto y que fue y será una porquería como dice la canción. ¿Y qué?
Me niego a pasar el resto de mi vida buscando algo tan abstracto, efímero y cursi como “la
felicidad”, a sabiendas de que no existe y de que es una utopía tan grande como la vida en la
Luna. Me niego a dejar de fumar, a comer sano, a preservar mi existencia en este mundo
como si fuera una experiencia maravillosa que hay que alargar per sécula seculorum...
¡noooooooooooo! Yo sí fumo, y sin embargo no ando por ahí pegando cartelitos que digan
“FUME AQUÍ”. ¿Por qué me tengo que calar entonces que me digan que no fume allá, que
no fume acullá, que respete mi vida, que me cuide? ¿Por qué me tengo que cuidar, para qué,
para quién? Y sí, tomo, bastante, en cantidades altamente condenables. Y soy inmoral,
promiscuo, desvergonzado y pecador. Y pienso que el mundo se divide sencillamente en dos
grupos: la gente como yo, y unos cuantos hipócritas que son igualitos a mí, pero que no lo
dicen. Es más, ¿saben qué? No le temo a la muerte. Y una cirrosis hepática me parece una
forma de lo más respetable de morirse. Además, ¿acaso existe una buena forma de morir?
¿No se trata al final de estirar la pata y punto, bien sea que te atropelle un carro o que te
mueras en tu casa frente al televisor como un imbécil comiendo zanahorias, haciendo
ejercicios y repitiéndote que la vida es bella y que Dios te ama? Pues no, señores. A mí
déjenme con mi odio que yo no ando proclamando nada ni convenciendo a la gente de nada.
No ando entregando folletos para que la gente sea como yo, para que todos seamos una
partida de odiantes sin remedio, para que el mundo siga siendo imperfecto y la vida invivible.
¿Entonces? ¿Por qué yo sí tengo que aguantarme el discursito y la imposición de ser feliz a
ultranza, sin elección? Yo defiendo mi derecho a odiar, a amargarme la vida, a corroerme de
envidia, a sentir gula, avaricia, ira, pereza, vanidad y toda la gama de pecados

veniales, capitales y hasta mortales, porque de paso, no les niego que más de una vez he
deseado cogerme a la mujer de mi vecino. Y me voy, porque odio hablar de más. Y no digo
adiós, porque odio las despedidas.

EL ESCRITOR DE EPITAFIOS

(Leyendo lo que ha escrito) “Si existe el cielo, nadie más que tú mereces estar en él” No,
no, demasiado vulgar. (Arruga el papel, lo bota) A ver... “Ojala Dios sea justo y te reciba
como te mereces: con una fiesta en el cielo”. No, no, demasiado lugar común. (Mira al cielo)
¡Dios! ¡Una musa! ¡Una musa! Después de todo, este mensaje es casi para ti, ¿no? Es para
toda la eternidad. Es... como tú, pues, o sea, no tiene final, va a quedar grabado en piedra,
en mármol, en bronce, para los que pagan más, claro. ¡Dios, ilumíname! La gente cree que
escribir epitafios es cualquier cosa. ¡Qué va! ¡Esto es más difícil que escribir telenovelas, que
escribir ópera, que hacer poesía, que inventar guiones de cine! Porque es que uno tiene que
resumir la vida entera de un hombre en una frase, una frase que quepa en una lápida de 50
por 70 y que de paso te la cobran por letra. Uno tiene que ser sensible pero ahorrativo. Qué
va, esto no es soplar y hacer botellas. Claro que yo hubiera querido ser escritor, escritor en
serio. No porque no sea escritor en serio. ¿Qué puede ser más serio que la muerte? Y yo le
escribo nada más y nada menos que a la muerte. Pero soy anónimo. ¿Y qué? Los publicistas
también son anónimos. ¿Quién sabe quién inventó esas frases gloriosas como “puede pasar
con confianza, a verme limpiecita como un sol”? ¿O la de “fino fino como bambino”? Esas
son frases, frases que han cambiado la historia, o al menos le han dado una pinceladita,
pues. Frases tan válidas como que moral y luces son nuestras primeras necesidades. Pero
claro, como no lo dijo Bolívar no sirven para nada. Eso te tiene el anonimato: es cruel, cruel.
Entonces nosotros los escritores de epitafios, que somos como los publicistas de la muerte,
de la vida, de la eternidad, sufrimos del látigo insufrible de la indiferencia que dicta el
anonimato, ¡coño! ¿Estás viendo, Dios? Esa frase me quedó del carajo, por ejemplo: “el
látigo insufrible de la indiferencia que dicta el anonimato”, la voy a escribir para que no se me
olvide. Claro que de repente no me sirve para ningún epitafio. Mi mamá cree que esto no es
un trabajo serio. “Con ese talento que tú tienes, mijo, pudieras ser abogado, o médico, ¡o al
menos periodista!”. Pero es que yo nunca quise ser médico, ni abogado ni mucho menos
periodista. Yo siempre quise ser escritor, poeta, pero no conseguí nunca un aviso clasificado
que solicitara poeta con experiencia, o poeta con buena presencia, o poeta con moto
propia... y aquí estoy, escribiendo epitafios. Pero tiene su ciencia, tiene su ciencia. La gente
viene y me dice: pon ahí esto y esto; y yo les digo, no, qué va. Déjeme a mí hacer el trabajo,
y los entrevisto, a los deudos, digo. ¿Cómo era tu papá, mi amor? ¿Le gustaba el béisbol?
Entonces me inspiro: “Allá arriba estás, viejo, ahora sí la bateaste de jonrón”, o “Que el cielo
te reciba con las bases llenas”. ¿Qué era aficionado a los toros?: “Aquí desde el tendido te
damos el rabo y las dos orejas... ¡y olé!”. ¿Qué tal? Tengo talento, ¿no? Y no se crean, yo
estudio mi cosa. Me voy a los cementerios, me leo los epitafios de todas las tumbas, de
todas las lápidas. Hay unos que detesto: “De tus hijos, tu esposa y tus seres queridos”. ¿Qué
es eso? Un hombre se faja a trabajar cincuenta años, a pagar hipotecas, a criar hijos, a
mandarlos a la universidad, a hacer el amor, a enviarle flores a su mujer en los aniversarios,
a pasarle plata a la mamá, a prestarle real al compadre, a complacer a todo el mundo, a
compartir la cama, el cuarto, el sofá y el control del televisor ¿para que le pongan esa mierda
en su lápida? ¡No, qué va, eso no puede ser!

Ese hombre se merece mínimo un aplauso en el epitafio, una frase inteligente, un


agradecimiento más pensado, un poema, un verso, ¡una vaina! Porque es que el epitafio es
como la carta de presentación de ese señor allá arriba, ¿ven? Es como la tarjeta, el currículo,
la carta de recomendación. ¿Y qué va a decir Dios cuando vea ese epitafio pendejo? ¡Coño,
mínimo lo devuelve al purgatorio! Por eso es que mi labor es tan importante, ¿ven? Yo le
hago salvoconductos a la gente para el cielo, nada más y nada menos. Yo le limpio le
imagen a la gente, porque también hay unos coños de madre que merecen de vaina la fecha
en la lápida y yo contribuyo a que no sean recordados tan mal. Por algo dicen que no hay
muerto malo. Los epitafios son para eso, para que a la gente se la recuerde como era o
como uno hubiera querido que fuera. Lástima que no los puedo firmar, se vería feo firmar un
epitafio, pero algún día escribiré mi libro. Un libro con todos los epitafios que he escrito y de
repente algunos se hacen famosos. Famosos como la pocetica que dice que pasen con
confianza a verla limpiecita como un sol. Famosos como quisiera mi mamá. (Vuelve a la
libreta) “Que Dios te tenga en la gloria ahora que te moriste, y a nosotros los que quedamos
vivos también nos arrime una pa ́l mingo”. ¿Qué tal?

VI

¿Cómo se mata uno? No, sí, en serio, ¿cómo? Porque uno dice muy fácil “me mato”, “me
pego un tiro”. Pero, pongamos mi caso, por ejemplo. ¿Qué hago yo si me quiero matar? El
día que me quiera matar, porque uno nunca sabe. A veces la vida se vuelve como
demasiado fastidiosa. ¿Y si de repente me canso y me quiero jubilar? Retirarme de la vida,
pues, dignamente. ¿Tengo que esperar que me venga a buscar la pelona con guadaña y
esqueleto? ¿No le puedo hacer un favorcito y adelantármele? Y no es que me quiera morir.
Es que no quiero vivir más.

¡Me lanzo al metro! Dicen que no todos los que se lanzan al metro se mueren. Algunos
quedan vivos, pero destrozaditos. Eso no me gustaría. Qué pena no saberse ni suicidar uno.
No servir ni para eso en la vida. Pero dicen que si uno se pega de la pared y se lanza justo
cuando el metro va llegando sí te matas segurito. Entonces voy y compro el ticket más
barato. Porque no voy a comprar el ticket más caro con integrado y todo para matarme. Pero
hay más gente que nunca en el metro. Me da como pena, es hora pico. ¡Coño! ¿Por qué
escogí la hora pico para suicidarme? Voy a hacer que la gente llegue tarde a su trabajo. Así
no se puede morir uno. Esta gente no tiene la culpa de nada. Vengo otro día, en hora que no
sea pico. La idea no es causar caos, ni escándalo. Yo me quiero matar de incógnito. Sin
bulla. Me monto en mi metro tranquilita para bajarme en la próxima estación porque compré
el ticket más barato.

Fracasé en mi primer intento suicida. Sigo pensando cómo matarme. Yo no tengo pistola. Mi
papá sí, tiene una que usa solamente los 31 de diciembre. Es su cañonazo particular. De
resto mi mamá se la tiene escondida, no vaya a ser que un día le entre una depre y agarre la
pistola aunque no sea treinta y uno de diciembre y se dé un cañonazo pero en el cuello. En
fin, hablábamos de mí, no de mi papá. Que también tiene harto motivos para suicidarse. Pero
yo, ¿qué hago? ¿Llego y le pido la pistola prestada a mi mamá? ¿Y ella? ¿Qué me va a
decir? Me va a preguntar que para qué la quiero. Con lo metida que es mi mamá. Y yo: “no,
que voy a practicar en el polígono, tú sabes cómo están las cosas, una nunca sabe cuándo
va a necesitar saber disparar”. Y ella: “Ay mija, mucho cuidado, eso es muy peligroso, usted
no tiene porte de armas”. Y yo: “Mamá, tranquila, yo me sé cuidar, voy con un amigo que sí
tiene porte, es experto, es miembro de club de tiro”. Y ella: “¿Qué amigo es ese?”. Y yo me
callo. Y ya no sé cómo decirle que lo que quiero es usarla para darme un tiro. Me fastidio y
me voy. Así que la posibilidad de pegarme un tiro queda descartada. No es fácil. Al menos
para mí, que no tengo pistola. Ni sé disparar, y me da una impresión horrible que se me
quede el dedo magullado en el gatillo. Y llegar al hospital con el dedo enganchado ahí, y
tener que explicarle al médico que era que me quería suicidar, pero que no supe disparar y
se me quedó el pellejo del dedo gordo enganchado en el gatillo. Qué pena con esos señores
de la emergencia, que están atendiendo a un señor que vino desangrado y otro con un
infarto.

Así que decido cortarme las venas. Pero yo siempre he visto en las películas que la gente se
corta las venas con unas hojillas de doble filo que eran las que usaba mi papá para afeitarse
cuando yo estaba chiquita. Y ya no se consiguen. Y una no puede cortarse las venas con
una prestobarba. Viene con humectante, con protector, con un plastiquito para sacar los
pelitos. Una no puede cortarse las venas con eso, eso no corta profundo, eso no llega ni a la

epidermis. Además, no sé, el sangrero, el desastre. Me imagino a la pobre Leidy (mi señora
de servicio) limpiando el sangrero. Con aquella impresión. Con aquel asco. La bañera
manchada de sangre. Porque yo he visto en las películas que la gente siempre se corta las
venas en las bañeras. Y el agua manchada de sangre. ¡Qué feo!

Entonces otra posibilidad: el balcón. Pero resulta que vivo en un segundo piso. Así que si me
lanzo lo más seguro es que me fracture las piernas. O si acaso los tobillos. Y entonces me
llevan a la emergencia y el médico que me sacó el dedo del gatillo me pregunta que por qué
yo me estaba lanzando del segundo piso. Y yo –qué pena con ese señor- no le digo que me
quiero suicidar porque no quiero que me mande a suicidas anónimos ni nada de eso. Le digo
que me caí, que me tropecé, que me resbalé. El médico me mira capcioso. Salgo. ¿Qué
hago? ¿Le pido prestado el balcón a la vecina del piso trece? Si me lanzo del piso trece me
muero seguro. Pero es que ni siquiera sé cómo se llama la vecina. Me da pena pedirle el
balcón sólo para suicidarme. “Permiso, señora, ¿me presta su balcón? Es un momentico
nada más”. Ay, no sé.

En el metro voy pensando. Y es que no quiero sentir dolor. Ni fracturas, ni golpes, ni heridas.
Ay no. Todo eso es grotesco y duele. ¿Y si me enveneno? Tengo una prima que una vez se
tomó un frasco de champú. Fue un revuelo en la familia, le hicieron un lavado de estómago y
vomitó como tres días seguidos un montón de espuma que olía muy bien, a pesar de ser
vómito. Me quedó una moraleja: el champú no mata.

¿Entonces? ¡Pepas! ¡Claro! ¡Me tomo unas pepas! Pero, ¿Qué pepas? Reviso el gabinete de
mi baño: antiácidos, aspirinas, pastillas para el dolor de vientre. Nada que mate. Pienso.
Diablo Rojo. Creolina. Vensol. ¡Ay no! Todo sabe horrible y además, quema por dentro y te
mueres como al mes. Sufriendo horrores. Y de paso la gente ni se apiada de ti porque quién
te manda de suicida y de hereje. Entonces se me ocurre: ¡Unas pepas que me duerman!
Resulta que si tomo barbitúricos me quedo dormida y ni cuenta me doy que me morí. Pero
para comprar los benditos barbitúricos se necesita un récipe especial. ¿Y qué le digo al
médico? ¿Al farmaceuta? ¿Qué enfermedad me invento?

Bueno, ¿y si aguanto la respiración? Me tapo la nariz con mucha fuerza de voluntad y


aguanto. Hasta que esté morada. Hasta que la cabeza me explote. No sé. ¿Aguantaré? Yo
que no tengo fuerza de voluntad ni para dejar de fumar. ¿Qué hago? Me estoy
desesperando. ¿Y si me pongo una bolsa en la cabeza y me asfixio? ¿Y si meto la cabeza
en el horno como Silvya Plath? Pero mi horno es eléctrico, me voy a achicharrar. Y no hay
nada peor que el olor a pelo quemado. No va a ser nada poético como lo de Sylvia Plath.
¡Qué vaina! ¿Cómo es que la gente se suicida tan fácilmente? ¿Y si me guindo? ¿Pero de
dónde? ¡Las lámparas de mi casa son como de utilería! Si me guindo de una se cae con
techo y todo. De paso no sé ni amarrarme el cordón de los zapatos. Estoy jodida. ¿Y si le
pido a alguien que me haga el nudo? ¿Cómo se vería eso? “Señor, por favor, ¿me hace un
nudo de horca que me quiero matar?”.

Llego a la estación en donde me tengo que bajar. Compré el ticket más barato, ¿se
acuerdan? He decidido no morirme. Es demasiado complicado.

XII

Una mujer llega con una urna de cenizas, se sienta frente a ella.
¡Ay Olavarría! ¡Qué buena vaina me echaste, chico! Venirte a morir el día de mi cumpleaños.
¡Con lo que a mí me gusta cumplir años! Y mírame, disfrazada de viuda. En vez de soplar
velas, recibí pésames. En vez de tarjetas, coronas. ¡Es que hasta muerto sigues jodiendo,
Olavarría! Veinticinco años. Veinticinco años te di, y tú no podías darme un cumpleaños
tranquilo. ¡Y mira que estabas sanito! ¿Por qué te tuvo que dar ese infarto justo el día de mi
cumpleaños? ¿Ah? ¿Tú sabes lo que eso significa? ¡Que de ahora en adelante yo no cumplo
más años sino aniversarios de viuda! Es que tú siempre tienes que ser el centro de atención.
¿Ah? Hasta después de muerto e incinerado. Y yo claro, allí el cementerio, con mi cara de
arrecha. Ni una lágrima boté. Y te digo, yo sé que se ve feo no llorar cuando el marido de una
se muere. ¿Pero cómo hacía? Si lo que estoy es eso, arrecha. La gente me preguntaba que
si estaba en shock, me decían que tomara lexotanil. ¡Qué lexotanil ni qué nada! Yo no estoy
en shock, yo no estoy traumatizada, yo lo que estoy es arrecha. ¿Qué soy una coño de
madre porque no lloro a mi marido? Soy. Soy coño de madre. ¿Y qué? Aquí en este país los
coños de madre viven de lo mejor, andan en carros de lujo, tienen apartamentos en Miami y
hasta ganan las elecciones. ¡Soy coño de madre y estoy arrecha! ¡Arrecha contigo,
Olavarría! Me quitaste los mejores años de mi vida. Aguanté veinticinco años de indiferencia,
de tu mala educación, de tus olores gástricos, de tus ronquidos, de tus mujercitas, de los
hijos que tuviste con la otra, de tu familia insoportable. Aguanté porque a mí me enseñaron
que el matrimonio era eso, aguante, resistencia. Y porque sabía que este día iba a llegar.
Este día en que te ibas a morir, digo. En que me ibas a dejar descansar. Y yo viuda sí, pero
divorciada jamás. Es tan bonito ser viuda. Una tiene una dignidad. Una sigue siendo la
señora de. ¡Pero coño, no tenías por qué darme ese regalo de cumpleaños! ¡Y encima ni
tuviste la decencia de dejar pagado tu entierro! ¡Tuve que gastar lo poco que había ahorrado
para el bendito viaje a París que nunca me diste, en una cremación! ¡Y yo sé que tú querías
que te enterraran, pero no! ¡Lo lamento! ¡Yo no voy a estar pagando lápidas y mucho menos
manteniendo tumbas! ¿Yo? ¿Irte a llevar flores todos los años? ¡Y el día de mi cumpleaños!
¡Tremenda celebración! ¡Así que te cremé, chico, te cremé! ¡La cremación era más barata!,
¡Entonces te callas y te conformas! ¡Te callas! ¡Te callas! (Cambia, cae en cuenta, se
emociona) Ay Olavarría, ¿Te diste cuenta? ¡Primera vez en veinticinco años que te mando a
callar, chico! ¡Qué maravilla! ¡Olavarría, qué maravilla! ¡No tengo que aguantar que me
mandes a callar tú a mí! ¡Que me digas: mira mija, no divagues, escoge un tema, vete al
grano, concreta! Voy a divagar. Voy a divagar cuanto me dé la gana. ¿Y sabes qué? Me voy
a bañar a las tres de la mañana. ¡Sí! ¡Voy a gastar toda el agua caliente! ¡Y voy a leer toda la
noche con la luz bien prendida y con un bombillo de 200! Y voy a decorar la casa color
salmón, con encaje en las pocetas y alfombras por todos lados. Me voy a comprar un carro
deportivo, voy a vender el “conquistador” que tanto te gusta y que yo detesto porque no se
puede estacionar en ninguna parte. ¡Me voy a comprar un perro! ¿Te acuerdas, que odias los
perros, que te dan alergia, que te dan picazón? ¡Pues me voy a comprar uno de esos bien
grandes y peludos! ¡Es más, dos! ¡Voy a usar pantalones! ¡No! ¡Pantalones no! ¡Shorts! Sí,
Olavarría, me voy a destapar. Soy capaz hasta de aprender a bailar. ¿Te acuerdas tanto que
odiabas bailar? ¡Pues voy a bailar merengue, tango, polka, balada, lambada y hasta samba!
¡Voy a hacer lo que me dé la gana, Olavarría, porque estás muerto, porque yo soy libre, y
porque esta viudez yo
me la he ganado con el sudor de mi frente, carajo! ¡Y voy a fumar! (enciende un cigarrillo)
¡Voy a fumar sin esconderme! ¡Voy a fumar delante de ti! (abre la caja de las cenizas)
¡Mírame! ¡Huele, pendejo! Y me voy a decir todos los días a mi misma en el espejo: Mi
misma, eres la viuda más bella de este país. La más arrecha. Y no voy a dejar que nadie me
subestime, que nadie me humille, que nadie me maltrate. ¡Coño Olavarría, tenías razón!
¡Tenías que morirte el día de mi cumpleaños! ¡Gracias, Olavarría! ¡Este ha sido el único
regalo de cumpleaños bueno que me has dado en los últimos veinticinco años! ¡Gracias!
(Canta) ¡Cumpleaños a mí, cumpleaños a mí, cumpleaños, viuda de Olavarría, cumpleaños a
mí! (Apaga el cigarrillo en las cenizas. Hace ademán de irse, se devuelve)
¿Sabes una cosa, Olavarría? ¡Lo único que lamento es que te hayas muerto antes de que te
matara yo!

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