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Domingo II de Pascua

28 abril 2019

Jn 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos


en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró
Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les
enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al
Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
“Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Tomás, uno de
los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros
discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo
en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los
clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. A los ocho días, estaban
otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando
cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a
Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi
costado y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y
Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que
crean sin haber visto”. Muchos otros signos, que no están escritos en este
libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que
creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis
vida en su nombre.

DICHOSOS LOS QUE CONFÍAN, PORQUE PUEDEN VER

A juzgar por los elementos que contiene, nos hallamos ante una
catequesis “completa” sobre la resurrección. Una catequesis que tiene
como destinatarios –el evangelio de Juan se escribe en torno al año
100– a los discípulos de la “segunda generación”.

¿Por qué a no pocos cristianos les cuesta aceptar que se trata


de una catequesis? Los motivos pueden ser varios: por un lado,
venimos de una tradición que ha entendido estos relatos en una tal
literalidad, que resulta difícil abandonarla; por otro, nuestra
imaginación –con ayuda también de pintores y predicadores– “creó” la
escena, y eso nos hace pensar que lo imaginado tiene que ser real; por
otro todavía, nuestra mente exige una prueba “tangible” –como el
apóstol Tomás en este relato–, sin percibir que se trata de un ámbito
al que la mente nunca puede tener acceso.
Por todo ello puede resultar difícil reconocer que este relato sea
una escenificación catequética, a través de la cual, el autor del
evangelio quiera comunicarnos la experiencia de los primeros testigos,
el mensaje que encierra la resurrección y la invitación a “creer sin ver”.
De no ser así, ¿cómo se explicaría que un hecho tan contundente no
haya sido narrado por los otros evangelistas?

En esta catequesis, se hace referencia a algunos datos


significativos. Las dos apariciones ocurren “el primer día de la semana”,
y simplemente con ello se le están diciendo al lector dos cosas: que la
resurrección es una “nueva creación”, y que las apariciones “ocurren”
en el domingo, en la celebración comunitaria de la eucaristía o “fracción
del pan”. Con lo cual, se le está invitando a descubrir al Resucitado en
la eucaristía compartida. De hecho, Tomás no “ve al Señor” por estar
ausente, fuera de la comunidad.

Todo apunta a que la escena de Tomás es un añadido tardío,


que tenía como objeto señalar la igualdad básica de la fe de la
comunidad actual con aquella de los primeros discípulos. El centro de
la narración se encuentra justamente en la bienaventuranza con que
concluye: “Dichosos los que crean sin haber visto”.

¿Por qué entonces la insistencia en los agujeros de los clavos en


las manos y de la lanza en el costado? Sin duda, es el modo portentoso
de señalar que los humanos tendemos a exigir pruebas físicas para
creer en el resucitado. De hecho, en ningún momento se dice que
Tomás accediera a tocar las heridas.

En realidad, se trata de una invitación a la fe, que se expresa


en la confesión final: “¡Señor mío y Dios mío!”. Por eso, los
destinatarios del relato son precisamente “los que crean sin haber
visto”, a quienes se les llama “dichosos”.

“Dichosos los que creen sin haber visto”. En el cuarto evangelio,


el tema de “creer” –que aparece unido a “nacer de nuevo”– presenta
una especial relevancia y remite a algo paradójico: no se trata de “ver”
para poder “creer”, sino justo al revés: solo cuando se “cree”, se “ve”.

Aunque de entrada pueda sonar extraña, en realidad esa


paradoja responde ajustadamente a lo que es la condición humana. Si
sabemos que “creer” significa “confiar”, caeremos en la cuenta de que
el niño, antes de “saber”, confía… Y sobre esa confianza se empieza a
construir su personalidad.

¿Qué significa, pues, “creer” o “confiar”? Aquí está la clave de


toda esta cuestión. Se trata de acceder a un estadio de consciencia
donde la confianza resplandece, porque descubres que, en ese nivel,
todo está bien. Acalla la mente y su vagabundeo errático, silencia el
ego y su cúmulo de deseos, y emergerá la Quietud, el estado de
Presencia, caracterizado por la Confianza y la Certeza: es justo ahí
cuando empiezas a “ver” o a comprender.

Esa es precisamente la bienaventuranza: se proclama felices o


dichosos a quienes, trascendiendo la mente y el yo, experimentan la
confianza radical, en ese estado que permite “ver”.

De este modo, parece que el autor del evangelio buscaba


motivar a los cristianos de la segunda generación para que acogieran
la fe en la resurrección y, de ese modo, llegaran a la profesión de fe
cristiana: “Señor mío y Dios mío”. Porque es ahí –viene a decir– donde
se juega la fe, no en el hecho de haber tocado o no las llagas del
resucitado.

Lo que se percibe y vive en ese nivel –trascendida la mente y


el yo– es Paz y Perdón. Ahí se ha dejado el reino del ego y se es
introducido en el reino del Espíritu. No es extraño que sean
precisamente esas las palabras del resucitado.

¿Me abro a ver más allá de la mente, en el Silencio consciente?

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