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Domingo III de Pascua

5 mayo 2019

Jn 20, 19-31

En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de
Tiberíades. Y se apareció de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás
apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos
discípulos suyos. Simón Pedro les dijo: “Me voy a pescar”. Ellos contestaron:
“Vamos también nosotros contigo”. Salieron y se embarcaron, y aquella noche
no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la
orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dijo: “Muchachos,
¿tenéis pescado?”. Ellos contestaron: “No”. Él les dijo: “Echad la red a la
derecha de la barca y encontraréis”. La echaron y no tenían fuerzas para
sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le
dijo a Pedro: “Es el Señor”. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba
desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron
en la barca, porque no distaba de tierra más que unos cien metros, remolcando
la red con los peces. Al salir a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto
encima y pan. Jesús les dijo: “Traed de los peces que acabáis de coger”. Simón
Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces
grandes; ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dijo: “Vamos, almorzad”. Ninguno de los discípulos se atrevía a
preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca,
toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que
Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Después de comer dijo Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas
más que estos?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le
dice: “Apacienta mis corderos”. Por segunda vez le preguntó: “Simón, hijo de
Juan, ¿me amas?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Él le
dijo: “Pastorea mis ovejas”. Por tercera vez le preguntó: “Simón, hijo de Juan,
¿me quieres?”. Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si
lo quería y le contestó: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Jesús
le dijo: “Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te
ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos,
otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”. Esto dijo aludiendo a la muerte
con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: “Sígueme”.

SOMOS VIDA Y CAUCE, A LA VEZ


El capítulo 21 del cuarto evangelio constituye un apéndice
tardío, cuyo objetivo parece claro: legitimar la tradición joánica sobre
la base de la figura del “discípulo amado”, frente a la gran Iglesia,
representada por Simón Pedro. De ahí que todo este apéndice gire en
torno a ambas figuras, para subrayar, por un lado, que es el discípulo
amado el primero en reconocer al resucitado y para clarificar, por otro,
el destino diferente de ambos discípulos. En la misma línea
“apologética”, concluirá garantizando la veracidad de lo atestiguado.

En el texto presente hallamos una catequesis, mucho más


elaborada que otras, sobre la presencia inequívoca de Jesús en medio
de la actividad (misión) del grupo y, especialmente, en la eucaristía
(representada aquí por el pescado y el pan).

La barca era símbolo de la propia comunidad –todavía hoy se


oye hablar de la “barca de Pedro” para referirse a la Iglesia– y la pesca
era imagen de la misión.

Toda la noche –en el cuarto evangelio, este término denota


oscuridad interior– han estado trabajando, pero solo cuando toman
consciencia de la presencia de Jesús, el trabajo da fruto. Esa toma de
consciencia no hay que leerla en un sentido mágico –alguien, desde
fuera, opera un milagro–, sino como una presencia interior que nos
hace anclarnos en nuestra verdadera identidad. Al hacer así, venimos
a descubrir que somos solo cauce, puente, canal, a través del cual la
Vida, gratuita, fluye. Y es entonces cuando se opera el milagro, en
todas las dimensiones de nuestra existencia. Hasta que no nos
percibimos como canal, nuestro propio ego –con el que nos
mantenemos identificados– constituye un bloqueo que tapona la Vida.

Finalmente, el relato aporta otra constatación, que tampoco es


superflua, al afirmar que “ninguno de los discípulos se atrevía a
preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor”. La
presencia del Resucitado no es idéntica a la del Jesús terreno; aunque
no se palpa como anteriormente –y esto resulta frustrante para
nuestros sentidos y nuestra mente–, la certeza permanece.

Se trata, sin duda, de una certeza experimentada a nivel


“transpersonal”. Acallada la mente, emerge la evidencia de la Unidad
en la que todo es sin costuras de ningún tipo, la Unidad no-dual en la
que los discípulos se perciben no-separados de Jesús, compartiendo
comida, misión y vida en la Presencia atemporal que todos somos.

El trabajo que da fruto es aquel que brota limpiamente de nuestra


verdad interior; el que es consecuencia de nuestro alinearnos con la
Vida y su sabiduría.
El ego puede esforzarse hasta el agotamiento e incluso, en un
cierto nivel, creer que los frutos son resultado de su propio mérito. La
realidad, sin embargo, es que la apropiación del trabajo, antes o
después, pervierte el resultado. Por el contrario, al ajustarnos al fluir
de la Vida, brotará la acción adecuada en cada momento: esa es, vista
desde otro ángulo, la sabiduría del presente.

¿Vivo el gozo de saberme Vida que se expresa a través del cauce de


mi persona?

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