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El psicoanálisis

Nuestros sueños nos fascinan, nos dejan perplejos y a menudo nos descontrolan. A
menudo, están llenos de extraños movimientos del destino, explosiones salvajes, fuertes
imágenes sexuales, situaciones inesperadas, personas que amamos o rechazamos, impulsos
que tenemos en la vida consciente, etc. Estos sueños pueden causarnos placer o nos pueden
aterrorizar. A menudo estos sueños nos hacen preguntarnos a nosotros mismos por nuestro
sentimientos; contemplar nuestros deseos inenarrables; y aun dudar de la naturaleza de la
realidad misma. ¿Los sueños – pensamos – contienen algún grado de verdad? ¿Tienen
acaso, una función útil?

El químico Friedrich August Kekule contestó estas interrogantes de manera


afirmativa. Por años, Kekule investigó la estructura molecular del benzene. Una noche el
vio en un sueño, un resorte de átomos con forma de serpiente y tragándose su cola.
Recordando el sueño, Kelule dibujó la figura serpentina en su libreta y se dio cuenta que
ésta era la figura gráfica del anillo de benzene, el cual él había estado luchando por
descifrar.. Cuando reportó sus hallazgos en una reunión científica de 1890, él declaró,
“déjennos aprender de los sueños, caballeros, y entonces, podríamos encontrar la verdad.”

Tal como le ha sucedido a numerosos científicos y compositores, muchos escritores


han expresado que ellos también han recibido lagunas de sus mejores ideas de sus propios
sueños. Robert Louis Stevenson , por ejemplo, sostuvo que muchas de sus ideas de la obra
Dr. Jekill y Dr. Hyde vinieron directamente de sus sueños o pesadillas. De igual manera,
Dante, Goethe, Blake, Shakespeare, Moliere y muchos otros, atribuyeron la autoría de sus
obras al mundo de los sueños.El que nuestros sueños y los de otros nos fascinen, es algo
que no puede ser negado. Ya sea que estos sueños a menudo tengan contenidos extraños o
eróticos, o tengan poderes proféticos, éstos nos inducen a reflexionar y explorar una parte
de nuestra mente sobre la que no tenemos control: el inconsciente.

Sin ninguna discusión, el más sobresaliente investigador de la actividad inconsciente


fue Sigmund Freud, quien con la publicación de su obra La Interpretación de los Suños, en
1900, puso los cimientos de un modelo que nos permite entender cómo trabaja la mente.
Freud creía que el inconsciente psicológicos estaba separado o inadvertido de la mente
consciente, y que tiene que ver en gran medida con la forma en que actuamos, pensamos y
sentimos. Según Freud, la mejor forma de descubrir el contenido y la actividad del
inconsciente es mediante nuestros sueños. Es en la interacción de lo inconsciente y lo
consciente, trabajando juntos, arguye Freud, le damos forma a nuestro mundo y a nosotros
mismos. Freud se volvió el pionero del psicoanálisis al desarrollar un cuerpo de teoría y
una metodología práctica. El psicoanálisis es entonces, un método para tratar los
desórdenes emocionales y psicológicos.
Durante el Psicoanálisis, Freud podía tener a sus pacientes hablando libremente sobre sus
sueños y las experiencias de su niñez. Cuando aplicamos estos métodos a nuestra
interpretación de las obras literarias, entonces, estamos hablando de la crítica psicoanalítica.

En el siglo XX, el psicoanálisis a continuado desarrollándose con Carl Jung, quién


estableció la psicología analítica.

DESARROLLO HISTÓRICO

Modelos de las psiquis humana: el Modelo Dinámico

A través de su vida, Freud desarrolló varios modelos de la psiquis humana, los cuales se
convirtieron en las bases de la teoría psicoanalítica y su práctica. Temprano en su carrera, él
creo el Modelo Dinámico, el en cual se afirma que nuestras mentes son una dicotomía que
consiste de lo consciente ( racional) y lo inconsciente ( lo irracional). Lo consciente,
percibe y registra la realidad externa y es a la vez, la parte razonable de la mente.
Desapercibido de la presencia de lo inconsciente, nosotros operamos conscientemente,
creyendo que nuestro razonamiento y habilidades de análisis son solamente
responsabilidad de nuestra conducta, no obstante, Freud es el primero en sugerir que quien
tiene una participación en la manera como razonamos y analisamos las cosas es nuestro
inconsciente.

La parte irracional de nuestra psiquis, el inconsciente, recibe y almacena nuestros


deseos ocultos, ambiciones, miedos, pasiones y pensamientos irracionales. Según Carus, el
inconsciente es un sistema estático que recolecta y mantiene nuestras memorias. Para
Freud, el inconsciente es el almacén que no solamente contiene nuestras memorias, sino
que es un lugar donde se disfrazan nuestras verdades y deseos que quieren salir a luz por
medio del consciente. Estas verdades disfrazadas y deseos se harán conocer por medio de
nuestras errores de pronunciación o de movimientos. Freud le llama a esos errores desliz
freudiano o parafrases. Mediante lo que parecen inocuas acciones, tales como
movimientos accidentales de la lengua, pérdida momentánea de la memoria, la colocación
equivocada de los objetos o la mala LECTURA de algún texto, conscientemente traemos a
nuestra mente consciente nuestros inconscientes deseos e intensiones. Es en nuestros
sueños, nuestra arte, nuestra literatura, y nuestros juegos que estas parapraxes revelan
nuestras verdaderas intensiones y deseos.

El modelo económico

El segundo modelo de Freud de la psiquis humana se explica la batalla inconsciente por el


control de las acciones de una persona. En este y el anterior modelo, los deseos
inconscientes de una persona lo forzarán por la vía del estado consciente. No obstante, en
el Modelo Económico, Freud introduce dos nuevos conceptos que describen y gobiernan la
psiquis humana: el principio del placer y el principio de la realidad. De acuerdo con Freud,
el principio del placer anhela solamente el placer y éste desea la satisfacción instantánea
de nuestros instintos carnales, olvidando las fronteras sexuales y morales fijados por la
sociedad. El inmediato socorro de todo dolor y sufrimiento es la meta. El principio del
palcer es reprimido por el principio de la realidad, que es la parte de la psiquis que
reconoce la necesidad estándares y regulaciones sociales para el placer. Freud creía que
ambos principios estaban en guerra en nuestra psiquis.

El Modelo Tipográfico

En su larga carrera, Freud desarrolló otro modelo de la psiquis humana. Él separó la


psiquis humana es tres partes: el consciente, el preconsciente y el inconsciente. El
consciente es la mente ligada directamente a la realidad externas, y con la cual se percibe y
se reacciona ante el ambiente externo, lo que permite ordenar este mundo exterior.

El preconsciente es el almacén de las memorias que la parte consciente de la mente nos


permite traer a la consciencia sin enmascarar estas memorias en alguna u otra forma. Tal
como en su modelo previo, Freud consideró que la tercera parte de la psiquis, el
inconsciente, guarda los deseos reprimidos, las imágenes, deseos y pensamientos de
naturaleza humana. Debido a que estos deseos no están alojados en el preconsciente, no
pueden ser traídos o profundizados al estado consciente. Estos impulsos reprimidos deben
por lo tanto viajar en una forma encuvierta u oculta a la parte consciente de la psiquis, para
después aparecer en nuestros sueños, nuestra arte y en otras formas insospechadas de la
vida.

El más famosos modelo de la psiquis humana, no obstante, es el Modelo Tipográfico. En


este modelo la psiquis se divide en tres partes: el ID, el EGO y el SUPEREGO. Lo
Irracional, lo instintivo, desconocido y subconsciente de la psiquis humana, Freud lo llama
el ID. Conteniendo nuestros deseos secretos, las obscuras pasiones, nuestros miedos más
intensos, a la ID solamente le interesa satisfacer la urgencia del principio delplacer.
Adicionalmente, el ID contiene el LIBIDO, la fuente de todo nuestros deseos psicosexuales
y de toda nuestra energía psíquica. Sin la revisión de ninguna voluntad controladora, el Id
opera por impulso, esperando una satisfacción inmediata de todos los deseos por instinto.

El complejo de Edipo, castración y electra


Según Freud, los infantes pasan por tres fases: oral, anal y fálica. En la fase oral, el niño
mama los pechos de su madre hasta quedar satisfecho. Su líbido se activa al mamar, por lo
que más adelante sentirá satisfacción al chuparse los dedos y después al besar.
En el estado anal, elk niño siente satisfacción al defecar. En el estado fálico, el estado
sexual es estimulado cuando se toca los genitales.

El principio del palcer controla a la niñez, pero al crecer y volverse adulto, la persona
desarrolla un sentido de sexualidad, de masculinidad y de feminidad.

El complejo de Edipo es una enorme contribución al psicoanálisis y al análisis literario.


Según Freud, la experiencia de la historia de Edipo es universal. Freud explica que durante
la última etapa infantil, todos los niños tienen una atracción hacia el sexo opuesto, o sea,
hacia su madre o hacia su padre. El varón ve a su madre y hermanas y siente que es
diferente a ellas, pero igual a su padre, al cual toma como modelo y decide que será igual
que su padre y tomará mujer para sí, cuando el sea mayor. Lo mismo ocurre con la niña.

El significado de los sueños


Aunque el paso a la masculinidad o feminidad sea exitoso, el niño conserva deseos
sexuales reprimidos, enojos y culpabilidad. Desde que la consciencia y la inconsciencia son
parte de la misma psiquis, el inconsciente con sus deseos ocultos, continúa afectando lo
consciente en la forma de inferioridad, sentimientos, pensamientos y sentimientos
irracionales, sueños y pesadillas.

Freud expresa que lo inconsciente expresará esos sentimientos y deseos reprimidos.


Aunque la mente consciente haya suprimido estos deseos y los haya empujado al
inconsciente, tales deseos pueden ser muy fuertes para controlar por el consciente, sin
producir una rabia interna. El inconsciente redigirá estos sentimientos reprimidos en
actividades socialmente aceptables., presentándola en la forma de imágenes, símbolos en
nuestros sueños o en nuestros escritos. En ese proceso, la psiquis crea una ventana para el
ID, al permitirle esos suaves y aceptables deseos llevados al estado consciente.

La psiquis puede crear esta ventana al ID en una variedad de formas. A través del proceso
de DESPLAZAMIENTO, por ejemplo, el inconsciente puede cambiar el odio por una
persona llamada Manzano, por soñar con una manzana podrida. O por medio de la
CONDENSACIÓN, la piquis puede consolidar el odio hacia una cantidad de personas u
objetos en una simple oración ( Hijos de p.., Semejante pen..). Cualquiera sea el caso, a
través de los símbolos e imágenes, pero no directamente, el inconsciente continuamente
lleva esta influencia a nuestros motivos y conductas.

Cuando ciertos deseos reprimidos o ideas no pueden ser aliviados a través del sueño,
chistes, u otros métodos,, el ego debe actuar y bloquear cualquier inconveniente respuesta.
Al hacerlo, el Ego y el Id se enfrascan en una terrible guerra interna llamada neurosis.
La ciudad en el mar.
The city in the sea, Edgar Allan Poe (1809-1849)

¡Mira! La muerte ha levantado su trono


en una extraña y solitaria ciudad
allá lejos en el Oeste sombrío,
donde el bueno y el malo y el mejor y el peor
han ido a su reposo eterno
Allí hay cúpulas y palacios y torres
(torres devoradoras de tiempo que no se estremecen)
que no se asemejan a nada que sea nuestro.
En los alrededores, olvidadas por vientos inquietos,
resignadas bajo el cielo,
reposan las aguas melancólicas.

La luz del santo cielo no desciende


a esta ciudad de la noche eterna.
Pero el brillo lívido del mar
proyecta silenciosas columnas,
-resplandecen los pináculos por todas partes-
Cúpulas-agujas, salones reales,
pórticos, paredes de estilo babilónico,
sombrías y olvidadas glorietas
de hiedra tallada y flores de piedra,
y muchos, muchos maravillosos templos
cuyos imposibles frisos entrelazan
la viola, la violeta y la vid.

Resignadas bajo el cielo


reposan las aguas melancólicas.
Tanto se funden las torres y las sombras
que parecen péndulos en el aire
mientras que desde una altiva torre en la ciudad
la muerte atisba hacia abajo desde su enormidad.

Allí las tumbas abiertas


bostezan sobre las olas luminosas,
pero no sobre las riquezas que yacen
en cada ojo diamantino del ídolo
-los muertos alegrementes enjoyados no
tientan las aguas desde sus lechos;
pues no se rizan las ondas, ¡ah!,
en este desierto de cristal-
Ninguna temblor sugiere que los vientos
están en algún mar lejano y feliz.
Ninguna ola sugiere que los vientos han estado
en mares menos espantosamente serenos.

¡Pero, mira! ¡Algo se agita en el aire!


La ola. ¡Hay un movimiento allí!,
como si las torres se hubieran apartado,
sumergiéndose lentamente, la cansada marea,
como si sus cimas débilmente hubieran dejado
un vacío en el brumoso cielo.
Las olas tienen ahora un tono rojizo
respiran desmayadas y lentas.
Y cuando ya no hay lamentos terrenales
baja, baja esta ciudad hasta donde se quedará eternamente.
El infierno, elevándose desde mil tronos,
le hará reverencias.

Edgar Allan Poe (1809-1849)

TAREA:

1.- Usando la lectura de El Extranjero de Alber Camus, analice a los protagonistas desde la
perspectiva Freudiana. Sea intenso en su análisis.

2.- Escriba un análisis psicocrítico a los siguientes cuentos:

 Fragmento de Blanca Olmedo


 El perro rabioso de Quiroga
 La mujer del boticario

3.- Analice el siguiente poema de Pablo Neruda desde la perspectiva psicocrítica.

El perro rabioso
[Cuento. Texto completo.]

Horacio Quiroga

El 20 de marzo de este año, los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino persiguieron
a un hombre rabioso que en pos de descargar su escopeta contra su mujer, mató de un
tiro a un peón que cruzaba delante de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el
monte como a una fiera, hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y
aullando de un modo horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.

*****
Marzo 9

Hoy hace treinta y nueve días, hora por hora, que el perro rabioso entró de noche en
nuestro cuarto. Si un recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es el de las dos horas que
siguieron a aquel momento.

La casa no tenía puertas sino en la pieza que habitaba mamá, pues como había dado
desde el principio en tener miedo, no hice otra cosa, en los primeros días de urgente
instalación, que aserrar tablas para las puertas y ventanas de su cuarto. En el nuestro, y a
la espera de mayor desahogo de trabajo, mi mujer se había contentado -verdad que bajo
un poco de presión por mi parte- con magníficas puertas de arpillera. Como estábamos
en verano, este detalle de riguroso ornamento no dañaba nuestra salud ni nuestro miedo.
Por una de estas arpilleras, la que da al corredor central, fue por donde entró y me
mordió el perro rabioso.

Yo no sé si el alarido de un epiléptico da a los demás la sensación de clamor bestial y


fuera de toda humanidad que me produce a mí. Pero estoy seguro de que el aullido de un
perro rabioso, que se obstina de noche alrededor de nuestra casa, provocará en todos la
misma fúnebre angustia. Es un grito corto, metálico, de agonía, como si el animal
boqueara ya, y todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un animal rabioso.

Era un perro negro, grande, con las orejas cortadas. Y para mayor contrariedad, desde
que llegáramos no había hecho más que llover. El monte cerrado por el agua, las tardes
rápidas y tristísimas; apenas salíamos de casa, mientras la desolación del campo, en un
temporal sin tregua, había ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.

Con esto, los perros rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su casa había
andado uno la noche anterior, y que había mordido al suyo. Dos noches antes, un perro
barcino había aullado feo en el monte. Había muchos, según él. Mi mujer y yo no dimos
mayor importancia al asunto, pero no así mamá, que comenzó a hallar terriblemente
desamparada nuestra casa a medio hacer. A cada momento salía al corredor para mirar
el camino.

Sin embargo, cuando nuestro chico volvió esa mañana del pueblo, confirmó aquello.
Había explotado una fulminante epidemia de rabia. Una hora antes acababan de
perseguir a un perro en el pueblo. Un peón había tenido tiempo de asestarle un
machetazo en la oreja, y el animal, babeando, el hocico en tierra y el rabo entre las patas
delanteras, había cruzado por nuestro camino, mordiendo a un potrillo y un chancho que
halló en el trayecto.

Más noticias aún. En la chacra vecina a la nuestra, y esa misma madrugada, otro perro
había tratado inútilmente de saltar el corral de las vacas. Un inmenso perro flaco había
corrido a un muchacho a caballo, por la picada del puerto viejo. Todavía de tarde se
sentía dentro del monte el aullido agónico del perro. Como dato final, a las nueve
llegaron al galope dos agentes a darnos la filiación de los perros rabiosos vistos, y a
recomendarnos sumo cuidado.

Había de sobra para que mamá perdiera el resto de animación que le quedaba. Aunque
de una serenidad a toda prueba, tiene terror a los perros rabiosos, a causa de cierta cosa
horrible que presenció en su niñez. Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente
encapotado y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que entraban al
trote por la portera.

Había un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde la gente pobre
tiene muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches
merodeadas por perros hambrientos, a que los peligros del oficio -un tiro o una mala
pedrada- han dado verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los
músculos flojos. No se siente jamás su marcha. Roban -si la palabra tiene sentido aquí-
cuánto les exige su atroz hambre. Al menor rumor -no huyen porque esto haría ruido,
sino se alejan al paso, doblando las patas. Al llegar al pasto se agazapan, y esperan así,
tranquilamente, media o una hora, para avanzar de nuevo.

De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas,
estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían
el camino nocturno.

En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio
hacia la portera, oí su grito:

-Federico! ¡Un perro rabioso!

Un perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al verme
llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí, sin volver el cuerpo, para descolgar la
escopeta, pero el animal se fue. Recorrí inútilmente el camino, sin volverlo a hallar.

Pasaron dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número
de perros rabiosos aumentaba. Como no se podía exponer a los chicos a un terrible
tropiezo en los caminos infestados, la escuela se cerró, y la carretera, ya sin tráfico,
privada de este modo de la bulla escolar que animaba su desamparo, a las siete y a las
doce, adquirió lúgubre silencio.

Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba sobresaltada
hacia la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre el pasto ojos fosforescentes.
Concluida la cena se encerraba en su cuarto, el oído atento al más hipotético aullido.

Hasta que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de haber oído
un grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un rato. Y de pronto un aullido
corto, metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el corredor.
-¡Federico! -oí la voz traspasada de emoción de mamá- ¿sentiste?

-Sí -respondí, deslizándome de la cama. Pero ella oyó el ruido.

-¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡Dile a tu
marido que no salga! -clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer.

Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima
lluvia de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más
profundamente lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz
desesperada de mamá.

-¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡Dile a tu
marido!...

-¡Federico! -se cogió mi mujer a mi brazo.

Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y
encendiendo la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta,
y no vi más que el negro triángulo de la profunda tiniebla de afuera. Tuve apenas tiempo
de asomar el cuerpo, cuando sentí que algo firme y tibio me rozaba el muslo; el perro
rabioso se entraba en nuestro cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza con un golpe
de rodilla, y súbitamente me lanzó un mordisco, que falló en un claro golpe de dientes.
Pero un instante después sentí un dolor agudo.

Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.

-¡Federico! ¿Qué fue eso? -gritó mamá que había oído mi detención y la dentellada al
aire.

-Nada: quería entrar.

-¡Oh!...

De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.

-¡Federico! ¡Está rabioso! ¡Está rabioso! ¡No salgas! -clamó enloquecida, sintiendo el
animal a un metro de ella.

Hay cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Salí
afuera con la lámpara en una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para
buscar a una rata aterrorizada, que me daría perfecta holgura para colocar la luz en el
suelo y matarla en el extremo de un horcón.

Recorrí los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la
tremenda angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.

El perro se había ido.

-¡Federico! -exclamó mamá al sentirme volver por fin-. ¿Se fue el perro?

-Creo que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.

-Sí, yo también sentí... Federico: ¿no estará en tu cuarto?... ¡No tiene puerta, mi Dios!
¡Quédate adentro! ¡Puede volver!

En efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que fueron fuertes
las dos horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz prendida hasta que amaneció, ella
acostada, yo sentado en la cama, vigilando sin cesar la arpillera flotante.

Antes me había curado. La mordedura era nítida, dos agujeros violeta, que oprimí con
todas mis fuerzas, y lavé con permanganato.

Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior se había
empezado a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía en
pro de la estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos modos me
inclinaba a lo primero. De aquí, seguramente, mi relativo descuido con la herida.

Llegó por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte mató de un
tiro de revólver al perro negro que trotaba en inequívoco estado de rabia. En seguida lo
supimos, teniendo de mi parte que librar una verdadera batalla contra mamá y mi mujer
para no bajar a Buenos Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había sido bien
oprimida, y lavada con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los cinco minutos
de la mordedura. ¿Qué demonios podía temer tras esa corrección higiénica? En casa
concluyeron por tranquilizarse, y como la epidemia -provocada seguramente por una
crisis de llover sin tregua como jamás se viera aquí- había cesado casi de golpe, la vida
recobró su línea habitual.

Pero no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta del tiempo.
Los clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en mamá, y aún hoy, con
treinta y nueve transcurridos sin el más leve trastorno, ella espera el día de mañana para
echar de su espíritu, en un inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda de aquella
noche.

El único fastidio, acaso, que para mí ha tenido esto, es recordar punto por punto lo que
ha pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia,
que mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en mi
expresión el primer indicio de enfermedad.
*****

Marzo 10

¡Por fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre cualquiera, que no
tiene suspendidas sobre su cabeza coronas de muerte. Ya han pasado los famosos
cuarenta días, y la ansiedad, la manía de persecuciones y los horribles gritos que
esperaban de mí, pasaron también para siempre.

Mi mujer y mi madre han festejado el fausto acontecimiento de un modo particular:


contándome, punto por punto, todos los terrores que han sufrido sin hacérmelo ver. El
más insignificante desgano mío las sumía en mortal angustia:

-¡Es la rabia que comienza! -gemían.

Si alguna mañana me levanté tarde, durante horas no vivieron, esperando otro síntoma.
La fastidiosa infección en un dedo que me tuvo tres días febril e impaciente, fue para
ellas una absoluta prueba de la rabia que comenzaba, de donde su consternación, más
angustiosa por furtiva.

Y así el menor cambio de humor, el más leve abatimiento, provocáronles, durante


cuarenta días, otras tantas horas de inquietud.

No obstante esas confesiones retrospectivas, desagradables siempre para el que ha


vivido engañado, aún con la más arcangélica buena voluntad, con todo me he reído
buenamente.

-¡Ah, mi hijo! ¡No puedes figurarte lo horrible que es para una madre el pensamiento de
que su hijo pueda estar rabioso! Cualquier otra cosa... ¡pero rabioso, rabioso!...

Mi mujer, aunque más sensata, ha divagado también bastante más de lo que confiesa.
¡Pero ya se acabó, por suerte! Esta situación de mártir, de bebé vigilado segundo a
segundo contra tal disparatada amenaza de muerte, no es seductora, a pesar de todo.
¡Por fin, de nuevo! Viviremos en paz, y ojalá que mañana o pasado no amanezca con
dolor de cabeza, para resurrección de las locuras.

*****

Marzo 15

Hubiera querido estar absolutamente tranquilo, pero es imposible. No hay ya más, creo,
posibilidad de que esto concluya. Miradas de soslayo todo el día, cuchicheos incesantes,
que cesan de golpe en cuanto oyen mis pasos, un crispante espionaje de mi expresión
cuando estamos en la mesa, todo esto se va haciendo intolerable.
-¡Pero qué tienen, por favor! -acabo de decirles-. ¿Me hallan algo anormal, no estoy
exactamente como siempre? ¡Ya es un poco cansadora esta historia del perro rabioso!

-¡Pero Federico! -me han respondido, mirándome con sorpresa-. ¡Si no te decimos nada,
ni nos hemos acordado de eso!

¡Y no hacen, sin embargo, otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y noche, a ver si
la estúpida rabia de su perro se ha infiltrado en mí!

*****

Marzo 18

Hace tres días que vivo como debería y desearía hacerlo toda la vida. ¡Me han dejado en
paz, por fin, por fin, por fin!

*****

Marzo 19

¡Otra vez! ¡Otra vez han comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima, como si
sucediera lo que parecen desear: que esté rabioso. ¡Cómo es posible tanta estupidez en
dos personas sensatas! Ahora no disimulan más, y hablan precipitadamente en voz alta
de mí; pero, no sé por qué, no puedo entender una palabra. En cuanto llego cesan de
golpe, y apenas me alejo un paso recomienza el vertiginoso parloteo. No he podido
contenerme y me he vuelto con rabia:

-¡Pero hablen, hablen delante, que es menos cobarde!

No he querido oír lo que han dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que llevo!

*****

8 p.m.

¡Quieren irse! ¡Quieren que nos vayamos! ¡Ah, yo sé por qué quieren dejarme!...

*****

Marzo 20 (6 a.m.)

¡Aullidos, aullidos! ¡Toda la noche no he oído más que aullidos! ¡He pasado toda la
noche despertándome a cada momento! ¡Perros, nada más que perros ha habido anoche
alrededor de casa! ¡Y mi mujer y mi madre han fingido el más perfecto sueño, para que
yo solo absorbiera por los ojos los aullidos de todos los perros que me miraban!...

*****

7 a.m.

¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! ¡Al lavarme había tres
enroscadas en la palangana! ¡En el forro del saco había muchas! ¡Y hay más! ¡Hay otras
cosas! ¡Mi mujer me ha llenado la casa de víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas
que me persiguen! ¡Ahora comprendo por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora
comprendo todo! ¡Quería irse por eso!

*****

7.15 a.m.

¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!... ¡Socorro!...

*****

¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!... ¡Ah, la escopeta!...
¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero no importa...

*****

¡Qué grito ha dado! Le erré... ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una enorme!... ¡Ay!
¡Socorro, socorro!!

*****

¡Todos me quieren matar! ¡Las han mandado contra mí, todas! ¡El monte está lleno de
arañas! ¡Me han seguido desde casa!...

Ahí viene otro asesino... ¡Las trae en la mano! ¡Viene echando víboras en el suelo!
¡Viene sacando víboras de la boca y las echa en el suelo contra mí! ¡Ah! pero ese no
vivirá mucho... ¡Le pegué! ¡Murió con todas las víboras!... ¡Las arañas! ¡Ay! ¡Socorro!!

*****

¡Ahí vienen, vienen todos!... ¡Me buscan, me buscan!... ¡Han lanzado contra mí un
millón de víboras! ¡Todos las ponen en el suelo! ¡Y yo no tengo más cartuchos!... ¡Me
han visto!... Uno me apunta...

FIN
La mujer del boticario
[Cuento. Texto completo.]

Anton Chejov

La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño
profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Sólo a lo lejos, en algún lugar
seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El
amanecer está próximo.

Hace tiempo que todo duerme. Tan sólo la joven esposa del boticario Chernomordik,
propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama;
pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a
la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente
tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué...? No sabría decirlo, pero un nudo en la
garganta la oprime constantemente... Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra
la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido
a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que
toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con
pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!

La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el
límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja,
como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos
arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna,
cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente,
en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen
voces.

"Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento", piensa la mujer
del boticario.

Poco después, en efecto, surgen dos figuras vestidas de uniforme militar blanco. Una es
grande y gruesa; otra, más pequeña y delgada. Con un andar perezoso y acompasado,
pasan despacio junto a la verja, conversando en voz alta sobre algo. Al acercarse a la
botica, ambas figuras retrasan aún más el paso y miran a las ventanas.

-Huele a botica -dice el oficial delgado-. ¡Claro..., como que es una botica...! ¡Ah...!
¡Ahora que me acuerdo... la semana pasada estuve aquí a comprar aceite de ricino! Aquí
es donde hay un boticario con una cara agria y una quijada de asno. ¡Vaya quijada...!
Con una como ésa, exactamente, venció Sansón a los filisteos.
-Si... -dice con voz de bajo el gordo-. Ahora la botica está dormida... La boticaria estará
también dormida... Aquí, Obtesov, hay una boticaria muy guapa.

-La he visto. Me gusta mucho. Diga, doctor: ¿podrá querer a ese de la quijada? ¿Será
posible?

-No. Seguramente no lo quiere -suspira el doctor con expresión de lástima hacia el


boticario-. ¡Ahora, guapita..., estarás dormida detrás de esa ventana...! ¿No crees,
Obtesov? Estará con la boquita entreabierta, tendrá calor y sacará un piececito. Seguro
que el tonto boticario no entiende de belleza. Para él, probablemente, una mujer y una
botella de lejía es lo mismo.

-Oiga, doctor... -dice el oficial, parándose- ¿ Y si entráramos en la botica a comprar


algo? Puede que viéramos a la boticaria.

-¡Qué ocurrencia! ¿Por la noche?

-¿Y qué...? También por la noche tienen obligación de despachar. Anda, amigo...
Vamos.

-Como quieras.

La boticaria, escondida tras los visillos, oye un fuerte campanillazo y, con una mirada a
su marido, que continúa roncando y sonriendo dulcemente, se echa encima un vestido,
mete los pies desnudos en los zapatos y corre a la botica.

A través de la puerta de cristal, se distinguen dos sombras. La boticaria aviva la luz de la


lámpara y corre hacia la puerta para abrirla. Ya no se siente aburrida ni desazonada, ya
no tiene ganas de llorar, y sólo el corazón le late con fuerza. El médico, gordiflón, y el
delgado Obtesov entran en la botica. Ahora ya puede verlos bien. El gordo y tripudo
médico tiene la tez tostada y es barbudo y torpe de movimientos. Al más pequeño de
éstos le cruje su uniforme y le brota el sudor en el rostro. El oficial es de tez rosada y sin
bigote, afeminado y flexible como una fusta inglesa.

-¿Qué desean ustedes? -pregunta la boticaria, ajustándose el vestido.

-Denos... quince kopeks de pastillas de menta.

La boticaria, sin apresurarse, coge del estante un frasco de cristal y empieza a pesar las
pastillas. Los compradores, sin pestañear, miran su espalda. El médico entorna los ojos
como un gato satisfecho, mientras el teniente permanece muy serio.

-Es la primera vez que veo a una señora despachando en una botica -dice el médico.

-¡Qué tiene de particular! -contesta la boticaria mirando de soslayo el rosado rostro de


Obtesov-. Mi marido no tiene ayudantes, por lo que siempre lo ayudo yo.

-¡Claro...! Tiene usted una botiquita muy bonita... ¡Y qué cantidad de frascos distintos..!
¿No le da miedo moverse entre venenos...? ¡ Brrr...!

La boticaria pega el paquetito y se lo entrega al médico. Obtesov saca los quince kopeks.
Trascurre medio minuto en silencio... Los dos hombres se miran, dan un paso hacia la
puerta y se miran otra vez.

-Deme diez kopeks de sosa -dice el médico.

La boticaria, otra vez con gesto perezoso y sin vida, extiende la mano hacia el estante.

-¿No tendría usted aquí, en la botica, algo...? -masculla Obtesov haciendo un


movimiento con los dedos-. Algo... que resultara como un símbolo de algún líquido
vivificante...? Por ejemplo, agua de seltz. ¿Tiene usted agua de seltz?

-Si, tengo -contesta la boticaria.

-¡Bravo...! ¡No es usted una mujer! ¡Es usted un hada...! ¿Podría darnos tres botellas...?

-La boticaria pega apresurada el paquete de sosa y desaparece en la oscuridad, tras de la


puerta.

-¡Un fruto como éste no se encontraría ni en la isla de Madeira! ¿No le parece? Pero
escuche... ¿no oye usted un ronquido? Es el propio señor boticario, que duerme.

Pasa un minuto, la boticaria vuelve y deposita cinco botellas sobre el mostrador. Como
acaba de bajar a la cueva, está encendida y algo agitada.

-¡Chis! -dice Obtesov cuando al abrir las botellas deja caer el sacacorchos-. No haga
tanto ruido, que se va a despertar su marido.

-¿Y qué importa que se despierte?

-Es que estará dormido tan tranquilamente... soñando con usted... ¡A su salud! ¡Bah...! -
dice con su voz de bajo el médico, después de eructar y de beber agua de seltz-. ¡Eso de
los maridos es una historia tan aburrida...! Lo mejor que podrían hacer es estar siempre
dormidos. ¡Oh, si a esta agua se le hubiera podido añadir un poco de vino tinto!

-¡Qué cosas tiene! -ríe la boticaria.

-Sería magnífico. ¡Qué lástima que en las boticas no se venda nada basado en alcohol!
Deberían, sin embargo, vender el vino como medicamento. Y vinum gallicum rubrum...,
¿tiene usted?

-Sí, lo tenemos.

-Muy bien; pues tráiganoslo, ¡qué diablo...! ¡Tráigalo!

-¿Cuánto quieren?

-¡Cuantum satis! Empecemos por echar una onza de él en el agua, y luego veremos. ¿No
es verdad? Primero con agua, y después, per se.

-El médico y Obtesov se sientan al lado del mostrador, se quitan los gorros y se ponen a
beber vino tinto.

-¡Hay que confesar que es malísimo! ¡Que es un vinum malissimum!

-Pero con una presencia así... parece un néctar.

-¡Es usted maravillosa, señora! Le beso la mano con el pensamiento.

-Yo hubiera dado mucho por poder hacerlo no con el pensamiento -dice Obtesov-.
¡Palabra de honor que hubiera dado la vida!

-¡Déjese de tonterías! -dice la señora Chernomordik, sofocándose y poniendo cara seria.

-Pero ¡qué coqueta es usted...! -ríe despacio el médico, mirándola con picardía-. Sus
ojitos disparan ¡pif!, ¡paf!, y tenemos que felicitarla por su victoria, porque nosotros
somos los conquistados.

La boticaria mira los rostros sonrosados, escucha su charla y no tarda en animarse a su


vez. ¡Oh...! Ya está alegre, ya toma parte en la conversación, ríe y coquetea, y por fin
después de hacerse rogar mucho de los compradores, bebe dos onzas de vino tinto.

-Ustedes, señores oficiales, deberían venir más a menudo a la ciudad desde el


campamento -dice-, porque esto, si no, es de un aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de
aburrimiento!

-Lo creo -se espanta el médico-. ¡Una niña tan bonita! ¡Una maravilla así de la
naturaleza, y en un rincón tan recóndito! ¡Qué maravillosamente bien lo dijo Griboedov!
"¡Al rincón recóndito! ¡Al Saratov...!" Ya es hora, sin embargo, de que nos marchemos.
Encantados de haberla conocido..., encantadísimos... ¿Qué le debemos?

La boticaria alza los ojos al techo y mueve los labios durante largo rato.
-Doce rublos y cuarenta y ocho kopeks -dice.

Obtesov saca del bolsillo una gruesa cartera, revuelve durante largo tiempo un fajo de
billetes y paga.

-Su marido estará durmiendo tranquilamente... estará soñando... -balbucea al despedirse,


mientras estrecha la mano de la boticaria.

-No me gusta oír tonterías.

-¿Tonterías? Al contrario... Éstas no son tonterías... Hasta el mismo Shakespeare decía:


"Bienaventurado aquel que de joven fue joven..."

-¡Suelte mi mano!

Por fin, los compradores, tras larga charla, besan la mano de la boticaria e indecisos,
como si se dejaran algo olvidado, salen de la botica. Ella corre a su dormitorio y se
sienta junto a la ventana. Ve cómo el teniente y el doctor, al salir de la botica, recorren
perezosamente unos veinte pasos. Los ve pararse y ponerse a hablar de algo en voz baja.
¿De qué? Su corazón late, le laten las sienes también... ¿Por qué...? Ella misma no lo
sabe. Su corazón palpita fuertemente, como si lo que hablaran aquellos dos en voz baja
fuera a decidir su suerte. Al cabo de unos minutos el médico se separa de Obtesov y se
aleja, mientras que Obtesov vuelve. Una y otra vez pasa por delante de la botica... Tan
pronto se detiene junto a la puerta como echa a andar otra vez. Por fin, suena el discreto
tintineo de la campanilla.

La boticaria oye de pronto la voz de su marido, que dice:

-¿Qué...? ¿Quién está ahí? Están llamando. ¿Es que no oyes...? ¡Qué desorden!

Se levanta, se pone la bata y, tambaleándose todavía de sueño y con las zapatillas en


chancletas, se dirige a la botica.

-¿Qué es? ¿ Qué quiere usted? pregunta a Obtesov.

-Deme..., deme quince kopeks de pastillas de menta.

Respirando ruidosamente, bostezando, quedándose dormido al andar y dándose con las


rodillas en el mostrador, el boticario se empina hacia el estante y coge el frasco...

Unos minutos después la boticaria ve salir a Obtesov de la botica, le ve dar algunos


pasos y arrojar al camino lleno de polvo las pastillas de menta. Desde una esquina, el
doctor le sale al encuentro. Al encontrarse, ambos gesticulan y desaparecen en la bruma
matinal.
-¡Oh, qué desgraciada soy! -dice la boticaria, mirando con enojo a su marido, que se
desviste rápidamente para volver a echar a dormir-. ¡Que desgraciada soy! -repite.

Y de repente rompe a llorar con amargas lágrimas Y nadie... nadie sabe...

-Me he dejado olvidados quince kopeks en el mostrador -masculla el boticario,


arropándose en la manta-. Haz el favor de guardarlos en la mesa.

Y al punto se queda dormido.

Pablo Neruda

La canción desesperada
Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy.
El río anuda al mar su lamento obstinado.

Abandonado como los muelles en el alba.


Es la hora de partir, oh abandonado!

Sobre mi corazón llueven frías corolas.


Oh sentina de escombros, feroz cueva de náufragos!

En ti se acumularon las guerras y los vuelos.


De ti alzaron las alas los pájaros del canto.

Todo te lo tragaste, como la lejanía.


Como el mar, como el tiempo. Todo en ti fue naufragio!
Era la alegre hora del asalto y el beso.
La hora del estupor que ardía como un faro.

Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego,


turbia embriaguez de amor, todo en ti fue naufragio!

En la infancia de niebla mi alma alada y herida.


Descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!

Te ceñiste al dolor, te agarraste al deseo.


Te tumbó la tristeza, todo en ti fue naufragio!

Hice retroceder la muralla de sombra,


anduve más allá del deseo y del acto.

Oh carne, carne mía, mujer que amé y perdí,


a ti en esta hora húmeda, evoco y hago canto.

Como un vaso albergaste la infinita ternura,


y el infinito olvido te trizó como a un vaso.

Era la negra, negra soledad de las islas,


y allí, mujer de amor, me acogieron tus brazos.

Era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta.


Era el duelo y las ruinas, y tú fuiste el milagro.
Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme
en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos!

Mi deseo de ti fue el más terrible y corto,


el más revuelto y ebrio, el más tirante y ávido.

Cementerio de besos, aún hay fuego en tus tumbas,


aún los racimos arden picoteados de pájaros.

Oh la boca mordida, oh los besados miembros,


oh los hambrientos dientes, oh los cuerpos trenzados.

Oh la cópula loca de esperanza y esfuerzo


en que nos anudamos y nos desesperamos.
Y la ternura, leve como el agua y la harina.
Y la palabra apenas comenzada en los labios.

Ése fue mi destino y en él viajó mi anhelo,


y en él cayó mi anhelo, todo en ti fue naufragio!

Oh sentina de escombros, en ti todo caía,


qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron.

De tumbo en tumbo aún llameaste y cantaste


de pie como un marino en la proa de un barco.

Aún floreciste en cantos, aún rompiste en corrientes.


Oh sentina de escombros, pozo abierto y amargo.

Pálido buzo ciego, desventurado hondero,


descubridor perdido, todo en ti fue naufragio!

Es la hora de partir, la dura y fría hora


que la noche sujeta a todo horario.

El cinturón ruidoso del mar ciñe la costa.


Surgen frías estrellas, emigran negros pájaros.

Abandonado como los muelles en el alba.


Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos.

Ah más allá de todo. Ah más allá de todo.


Es la hora de partir. Oh abandonado!

La ciudad en el mar. Resignadas bajo el cielo


The city in the sea, Edgar Allan Poe (1809- reposan las aguas melancólicas.
1849) Tanto se funden las torres y las sombras
¡Mira! La muerte ha levantado su trono que parecen péndulos en el aire
en una extraña y solitaria ciudad mientras que desde una altiva torre en la
allá lejos en el Oeste sombrío, ciudad
donde el bueno y el malo y el mejor y el la muerte atisba hacia abajo desde su
peor enormidad.
han ido a su reposo eterno
Allí hay cúpulas y palacios y torres Allí las tumbas abiertas
(torres devoradoras de tiempo que no se bostezan sobre las olas luminosas,
estremecen) pero no sobre las riquezas que yacen
que no se asemejan a nada que sea nuestro. en cada ojo diamantino del ídolo
En los alrededores, olvidadas por vientos -los muertos alegrementes enjoyados no
inquietos,
resignadas bajo el cielo, tientan las aguas desde sus lechos;
reposan las aguas melancólicas. pues no se rizan las ondas, ¡ah!,
en este desierto de cristal-
La luz del santo cielo no desciende Ninguna temblor sugiere que los vientos
a esta ciudad de la noche eterna. están en algún mar lejano y feliz.
Pero el brillo lívido del mar Ninguna ola sugiere que los vientos han
proyecta silenciosas columnas, estado
-resplandecen los pináculos por todas en mares menos espantosamente serenos.
partes-
Cúpulas-agujas, salones reales, ¡Pero, mira! ¡Algo se agita en el aire!
pórticos, paredes de estilo babilónico, La ola. ¡Hay un movimiento allí!,
sombrías y olvidadas glorietas como si las torres se hubieran apartado,
de hiedra tallada y flores de piedra, sumergiéndose lentamente, la cansada
y muchos, muchos maravillosos templos marea,
cuyos imposibles frisos entrelazan como si sus cimas débilmente hubieran
la viola, la violeta y la vid. dejado
un vacío en el brumoso cielo.
Las olas tienen ahora un tono rojizo
respiran desmayadas y lentas.
Y cuando ya no hay lamentos terrenales
baja, baja esta ciudad hasta donde se
quedará eternamente.
El infierno, elevándose desde mil tronos,
le hará reverencias.

Edgar Allan Poe (1809-1849)

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