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Domingo IV de Pascua

12 mayo 2019

Jn 10, 27-30

En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y
ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie
las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y
nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. El Padre y yo somos uno”.

UNIDAD, PLENITUD DE VIDA, CONFIANZA

Parece claro que la imagen del pastor, nacida en un paradigma


mítico –el término “mítico” no encierra contenido peyorativo alguno;
con él me refiero a una forma de ver la realidad caracterizada por la
consciencia de separatividad y la creencia en “otro piso superior” que
sería sede de la divinidad– y en una cultura agraria y pastoril, no solo
resulta ajena a la sensibilidad contemporánea, sino que choca
frontalmente con el reconocimiento de la propia autonomía y la
sospecha frente a todo lo que suene a seguidismo o “borreguismo”. La
razón crítica –aunque en demasiadas ocasiones sea dejada de lado–
nos ha vacunado contra cualquiera que se autoproclame “maestro” o
“gurú”. Para nosotros resulta irrenunciable el grito de Kant que anunció
el nacimiento de la Ilustración: “Sapere aude”, atrévete a saber, a
conocer hasta el final, liberándote de los “tutores” que mantenían a la
humanidad en una etapa infantil.

Y, sin embargo, es posible rescatar la intuición sabia que habita


ese texto, “traduciéndolo” a otro paradigma o liberándolo del ropaje
característico del momento en que nace.

Para empezar, no es posible asegurar que tales palabras


salieran de la boca de Jesús. Ese no era su lenguaje ni su estilo. En
realidad, el cuarto evangelio parece, más bien, todo él, una elaboración
tardía, nacida y cultivada en un ambiente gnóstico, en torno al
acontecimiento “Jesús”. Si fuera así, el texto que comentamos sería
fruto de ese “ambiente” comunitario, que reconocía a Jesús como
“maestro” y “salvador celeste”. A partir de ahí, en el evangelio, habrían
puesto en su boca las afirmaciones que constituían el núcleo de la fe
de aquella misma comunidad.

Clarificado el contexto, y liberado de su ropaje circunstancial, el


texto ofrece certezas sabias, de validez universal y atemporal, relativas
a la “vida eterna” (= plenitud de vida), la confianza estable y la unidad
de todo lo real.
En la comprensión no-dual, aquellas tres afirmaciones que
aparecen en este texto evangélico –y que la mente leería como
separadas e incluso proyectadas en un “salvador” igualmente
separado– no son sino tres modos diferentes de decir lo mismo. De
manera que podrían traducirse así: Somos plenitud de Vida, en unidad
con el Fondo de lo real (“Padre”) y eso constituye la Confianza que nos
sostiene y que no es distinta de nuestra identidad profunda.

Según el cuarto evangelio, Jesús lo vio (“El Padre y yo somos


uno”) y eso le permitió vivir en la certeza de que todo está a salvo
siempre (“Nadie las arrebatará de mi mano”).

¿Dónde estoy en la comprensión de lo real? ¿Qué me sostiene?

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