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Legitimidad y deliberación:

el concepto de opinión pública en


Iberoamérica, 1750–1850

por Noemí Goldman

Abstract. – This article is based on the texts about the concept of “public opinion”
within the project “Iberconceptos”. It proposes a comparative reflection of this concept
in nine countries of the Iberian Atlantic world between 1750 and 1850. We attempt to
describe the conceptual constructions in which the term appears as well as its semantic
modulations, its rhetorical uses and values. In sum, we will explain to which historical
situations the multifarious and changeable functions of public opinion within the Hispa-
nic-Portuguese world along almost a century were related. In that sense, multiple social
actors participated in the diffusion of the term at both sides of the Atlantic, developing
a collective elaboration filled with multiple appropriations, uses, and reflections. In that
way, it will be shown how in different periods different meanings overlap, supersede,
and coexist according to the changeable historical contexts of every territory within the
Hispanic-Portuguese space.

Introducción

Este ensayo se propone realizar una reflexión comparativa de la evo-


lución semántica del concepto de “opinión pública” en Iberoamérica
desde sus primeras apariciones hasta mediados del siglo XIX. Este
texto ha sido elaborado a partir de los estudios sobre el concepto rea-
lizados en el marco del proyecto internacional “Iberconceptos” por
los siguientes autores: Noemí Goldman y Alejandra Pasino (Argen-
tina-Río de la Plata), Lucía María Bastos P. Neves (Brasil), Gonzalo
Piwonka Figueroa (Chile), Isidro Vanegas (Colombia-Nueva Gra-
nada), Javier Fernández Sebastián (España), Eugenia Roldán Vera

Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas 45


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(México), Joëlle Chassin (Perú), Ana Cristina Araújo (Portugal) y


Colette Capriles (Venezuela). La perspectiva que adoptaremos no será
la de evaluar los grados de “modernidad” de sus formulaciones sino
la de describir las construcciones conceptuales en las que aparece el
término, sus modulaciones semánticas, sus usos retóricos y sus valo-
res, así como de explicar a qué situaciones históricas correspondieron
las diversas y cambiantes funciones que cumplió la opinión pública en
el mundo hispano-luso a lo largo de casi un siglo. Veremos cómo la
difusión de la voz no provino de una simple adaptación de uno de los
conceptos centrales de la modernidad política sino de una elaboración
colectiva con múltiples apropiaciones, usos y reflexiones realizados
por variados actores a ambos lados del Atlántico.
Los estudios sobre la difusión del concepto de opinión pública
como nuevo principio de legitimación política, que inició su trayecto-
ria con la grave crisis que sacudió al conjunto del Atlántico hispano-
luso durante las invasiones francesas, la libertad de imprenta y las
nuevas formas de sociabilidad, son relativamente nuevos. Al mismo
tiempo que estas investigaciones se inspiraron en el modelo clásico
de Habermas, junto al de otros distinguidos autores,1 han llamado la
atención sobre la operatividad del concepto de “esfera pública” para el
mundo hispano-luso, luego de comprobar que en América permaneció
durante la primera mitad del siglo XIX una pluralidad de “espacios
públicos” (la calle, la plaza, el café, la imprenta, el Congreso, etc.),
y de antiguas formas de comunicación y de circulación.2 Asimismo,

1
Reinhart Koselleck, Crítica y crisis del mundo burgués (Madrid 1965, 1a ed. en
alemán 1959); Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública (Barcelona
1981, 1a ed. en alemán 1962); Keith Michael Baker, Au tribunal del l’opinion. Essais
sur l’imaginaire politique au XVIIIe siècle (París 1993, 1a ed. en inglés 1990); idem,
“‘L’espace public’, 30 ans après”: Quaderni 18 (París 1992), pp. 161–191; Roger Char-
tier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales
de la Revolución Francesa (Barcelona 1995, 1a ed. en francés 1990).
2
Cuestión planteada con claridad en la introducción al libro de François-Xavier
Guerra/Annick Lempérière (eds.), Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüe-
dades y problemas, siglos XVIII–XIX (México, D. F. 1998). Además, entre los más impor-
tantes trabajos sobre el concepto de “opinión pública” en el ámbito iberoamericano,
véanse: Ana Cristina Aráujo, A cultura das Luzes em Portugal. Temas e problemas (Lis-
boa 2003); Lúcia Maria Bastos P. das Neves, “Leitura e leitores no Brasil, 1820–1822.
O esboço frustrado de uma esfera pública de poder”: Acervo 8, 1–2 (1995), pp.
123–138; Ignacio Fernández Sarasola, “Opinión pública y ‘libertades de expresión’ en
el constitucionalismo español, 1726–1845”: Giornale di Storia Costituzionale 6 (2003),

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una nueva reflexión sobre la circulación del concepto en Hispanoamé-


rica advierte sobre la necesidad de tomar distancia de las rígidas clasi-
ficaciones dicotómicas de “tradicional” o “moderno”, para privilegiar
una aproximación atenta a las contradicciones inherentes a la propia
conceptualización del término con relación a sus componentes semán-
ticos.3 Un jalón en el análisis comparativo de la evolución semántica
de la “opinión pública” lo marca un estudio sobre el advenimiento, el
apogeo y la crisis del concepto en América y Europa, en el que se nos
presenta una nueva visión, a la vez panorámica y “situada” del poli-
sémico y controvertido itinerario de la opinión pública, que enlaza al
Viejo con el Nuevo Mundo.4
Una primera aproximación a la evolución semántica del concepto
de opinión pública sugiere la necesidad de adoptar – en las siguientes

pp. 195–215; Javier Fernández Sebastián, “Opinión pública”: idem/Juan Francisco


Fuentes (dirs.), Diccionario político y social del siglo XIX español (Madrid 2002), pp.
477–486; Juan Fernández Sebastián, “El imperio de la opinión pública según Flórez Es-
trada”: Joaquín Varela Suanzes-Carpegna (coord.), Álvaro Flórez Estrada, 1766–1853.
Política, Economía, Sociedad (Oviedo 2004), pp. 335–398; Noemí Goldman, “Libertad
de imprenta, opinión pública y debate constitucional en el Río de la Plata, 1810–1827”:
Prismas. Revista de historia intelectual 4 (2000), pp. 9–20; Pilar González Bernaldo de
Quirós, “Literatura injuriosa y opinión pública en Santiago de Chile durante la primera
mitad del siglo XIX”: Estudios Públicos 76 (1999), pp. 233–262; Annick Lempérière,
“Versiones encontradas del concepto de opinión pública. México, primera mitad del
siglo XIX”: Historia contemporánea 27 (México, D. F. 2004), pp. 565–580; Claude
Morange, “Opinión pública. Cara y cruz del concepto en el primer liberalismo español”:
Juan Francisco Fuentes/Lluis Roura (eds.), Sociabilidad y liberalismo en la España
del siglo XIX. Homenaje al profesor Alberto Gil Novales (Lérida 2001), pp. 117–145;
Marco Morel, As transformações dos Espaços Públicos. Imprensa, atores políticos e
sociabilidades na cidade Imperial, 1820–1840 (São Paulo 2005); Jorge Myers, Orden y
Virtud. El discurso republicano en el régimen rosista (Buenos Aires 1995); idem, “Las
paradojas de la opinión. El discurso político rivadaviano y polos. El ‘gobierno de las
luces’ y ‘la opinión pública, reina del mundo’”: Hilda Sabato/Alberto Lettieri (coords.),
La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces (Buenos Aires
2003), pp. 75–95; Rodolfo Enrique Ramírez, “La querella de la opinión. Articulación
de la opinión pública en Venezuela, 1812–1821”: Boletín de la Academia Nacional de
la Historia 353 (2006), pp. 135–161; José Tengarrinha, Imprensa e Opinião Pública em
Portugal (Coimbra 2006).
3
Elías J. Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado (Buenos Aires
2007), pp. 161–202.
4
Javier Fernández Sebastián, “Le concept d’opinion publique, un enjeu politique
euro-américain, 1750–1850”: idem/Joëlle Chassin (coords.), L’avènement de l’opinion
publique. Europe et Amérique, XVIII–XIX siècles (París 2004), pp. 9–29.

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páginas – un ordenamiento cronológico, que no presume, sin embargo,


un desarrollo progresivo del mismo. Por el contrario, veremos como
en cada etapa se superponen, solapan y coexisten diversos significados
en relación con los cambiantes contextos históricos de cada uno de
los espacios territoriales que integran el gran conjunto hispano-luso.
También es evidente que durante gran parte del período los casos que
analizaremos formaban parte de unidades mayores (reinos, virreina-
tos, capitanías, provincias) de las que se fueron desprendiendo, para,
en algunos casos, integrarse a otras; de modo que si abordamos el con-
cepto en su propia temporalidad, se pueden establecer cuatro momen-
tos generales de coincidencia entre los textos. La primera etapa cubre,
en particular, el último cuarto del siglo XVIII, para la cual se anali-
zará el léxico de “público” y “opinión”, y se señalarán los primeros
empleos de “opinión pública”. La segunda etapa, entre 1807 y 1814,
se corresponde con la crisis peninsular, las invasiones francesas y el
inicio de las revoluciones hispánicas y luso-brasileñas; es en estos
años en que se difunde el concepto moderno de opinión pública y se
pueden datar sus primeros usos políticos, así como describir el juego
entre el contenido idealizado del concepto y sus empleos polivalentes.
En el tercer momento, entre 1814 y 1830, se afirma la vinculación del
concepto con los primeros ensayos representativos y constitucionales
y se precisan sus sentidos. A partir de 1830 y entrando a 1840 son cla-
ros los intentos de resemantización del término. Una vez concluidas
las guerras de independencia, y ante el fracaso o las dificultades para
consolidar regímenes constitucionales, o los esfuerzos por estabilizar
los nuevos regímenes, las luchas entre “partidos” o “facciones” incre-
mentan el uso de los recursos retóricos para redefinir el concepto en
función de ciertos fines. En esta etapa se prestará especial atención a
las líneas generales de concordancia y discordancia en las disputas
políticas, así como a los usos pragmáticos.

El léxico de “opinión” y “público”

Antes de que el uso del sintagma “opinión pública” se difunda en el


Atlántico ibérico – en la Península en el último cuarto del siglo XVIII
y en América a principios de 1800 –, se registran a ambos lados del
Atlántico empleos similares de “público” y de “opinión”. En España
la expresión opinión pública, aunque se comprueba en los escritos de

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importantes autores como Jovellanos, Cabarrús o Foronda, es todavía


rara y de valoración ambivalente hacia fines del setecientos. Los vie-
jos significados morales de “opinión”, vinculados con la honra y la
estimación, siguen gravitando en numerosos escritos que se ocupan de
asuntos jurídicos y políticos en esos años.
Por cierto, en el Diccionario de la Lengua Castellana de la Real Aca-
demia Española (1726) se distingue “Opinión: Dictamen, sentir o jui-
cio que se forma de alguna cosa, habiendo razón para lo contrario” de
“Público”, que “[s]e aplica a la potestad, jurisdicción y autoridad para
hacer alguna cosa, como contrapuesto a privado”. La “opinión” puede
ser tanto una creencia falsa o supersticiosa como una impresión indivi-
dual acerca de alguna cosa que se vincula también con la buena o mala
fama del vecino. En Portugal el monumental Vocabulário Português y
Latino (8 vols., 1712–1721, + 2 suplementos 1727–1728) de Raphael
Bluteau (1638–1734) recoge un sentido similar al segundo uso léxico
hispánico cuando se refiere a “opinión” como “o que se entende e se
julga de alguma coisa, conforme noticias que ce têm” (1727); sentido
que es retomado por Antonio de Moraes Silva (1755–1824), natural
de Brasil, en su Dicionário da lengua portuguesa, composto pelo
padre D. Raphael Bluteau, reformado e acrescentado (1789). Por otra
parte, “público” como sustantivo formaba parte de la célebre trilogía
hispánica “Dios, el Rey y el Público” y se usaba frecuentemente como
sinónimo de “república” o de “vecinos” en las actas capitulares, y en
vinculación con el buen gobierno y la política cristiana.5
Ahora bien, en España en el último cuarto del siglo XVIII, los usos
del sintagma “opinión pública” que se registran ya empiezan a aso-
ciarse con el surgimiento de una instancia superior de juicio público.
Cabarrús afirma, por ejemplo, que el nacimiento de un “público ilus-
trado”, con base en las “sociedades económicas de amigos del país”,
otorga un lugar de preeminencia al respetable “tribunal de la opinión
pública” como instancia superior a “todas las jerarquías”, a quienes
juzga con total imparcialidad. En Portugal durante los años del abso-

5
Un estudio pionero sobre estas vinculaciones lo constituye el ensayo de Annick
Lempérière, “República y publicidad a finales del Antiguo Régimen, Nueva España”:
Guerra/Lempérière, Los espacios públicos (nota 2), pp. 54–79. La autora advierte, con
relación a la no desdeñable pervivencia del ideal del público, que: “El liberalismo, de
buen o mal grado, tuvo que tener en cuenta esta herencia, y su cultura política conservó
a lo largo del siglo XIX referencias insistentes a la moral, a la virtud y a las buenas
costumbres”. Ibidem, p. 79.

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lutismo ilustrado (1759–1772), se asiste a un cambio en la actitud de


las élites ilustradas, quienes promueven una “racionável tolerância
dos soberanos e dos governos” hacia la imprenta, las academias, los
teatros y las sociedades literarias. Hacia fines del siglo XVIII surgen,
en los escritos de los letrados, los primeros enunciados que enfatizan
la función directriz de las élites respecto a la “opinión pública” den-
tro de una clara distinción entre “público” y “povo”. En la América
hispana el cambio en este sentido es más lento, pues es muy escaso
el empleo de la voz “opinión pública” en la naciente prensa periódica
ilustrada. Sin embargo, se hace perceptible, a partir del nuevo clima
de ideas inaugurado por las reformas de la Monarquía de los Borbo-
nes y el surgimiento de la prensa periódica, la incorporación de una
nueva acepción de “público”. En efecto, por una parte, en varios de
los primeros periódicos americanos de los últimos años del gobierno
borbónico surgen nuevos temas “públicos” vinculados a la ciencia,
a la educación, a las artes, a la economía o a la política general del
reino; por la otra, “público” como sustantivo comienza a referirse al
“conjunto de lectores de una publicación” o a los hombres capaces de
aportar sus “luces” al “pueblo”;6 aunque cabe observar que “pueblo”
sólo parece referirse en estos papeles a lo que en forma muy locuaz
expresa el prospecto de El Redactor Americano de Santafé de Bogotá:
“lo que fuere digno de presentarse a un Público ilustrado, católico y
de buena educación”.7

El advenimiento del concepto político de opinión pública

El sentido propiamente político de “opinión pública” surge en España y


en la América hispana con la crisis de la Monarquía, la invasión napo-
leónica y la subsiguiente vacancia del poder, aunque con un desfase de
dos años: 1808 para España y 1810 para Hispanoamérica. La amplia-
ción del uso político del concepto también se observa claramente en
Portugal durante el período de las invasiones francesas (1807–1814).
En esta crucial coyuntura de guerra contra el invasor galo, la opinión

6
Véase, por ejemplo, Gazeta de México (México, D. F. 1784–1809); Correo curi-
oso (Bogotá 1801); Telégrafo Mercantil, Rural, Político e Histórico del Río de la Plata
(Buenos Aires 1801–1802).
7
El Redactor americano (Bogotá) 1, 6-XII-1806.

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pública se convierte en la Península en un poder “mucho más fuerte


que la autoridad malquista y los ejércitos armados”, según escribe
Quintana en el prospecto del Semanario Patriótico, publicado en
España en 1808. Aquí el concepto parece vincularse de manera provi-
sional, y en la ausencia de una verdadera representación, con el sujeto
político “nación” para legitimar, ante las nuevas autoridades patriotas
provisionales (Junta Central y regencia), la petición de una urgente
reunión de Cortes de todo el reino. Portugal asiste, asimismo, durante
esos años a una verdadera explosión de acciones de propaganda ten-
dientes a esclarecer y movilizar a la “opinión pública”, que es recor-
dado con posterioridad como los años en que el país se había transfor-
mado en una gran asamblea.8 En México en 1810 aparece el primer
trabajo reflexivo sobre el concepto, titulado “Ensayo sobre la opinión
pública”, publicado inicialmente en El Espectador Sevillano (Sevilla
1809) y reimpreso en la edición mexicana del mismo nombre.9 Entre
1820 y 1828 este artículo será varias veces reproducido, total o par-
cialmente, en numerosos periódicos. En Venezuela, una comisión de
la Sociedad Patriótica de Caracas se presenta el 4 de julio de 1811 ante
el primer Congreso reunido en esa ciudad, “exigiendo la declaración
inmediata de la Independencia Absoluta como opinión unánime” de la
misma sociedad.10 En Nueva Granada, el Cabildo del Socorro afirma
que la única autoridad que puede frenar la “barbarie” es la “opinión
pública”. En la ciudad de Lima surge, entre 1811 y 1812, una prensa
clandestina – El Diario Secreto de Lima, El Peruano y el Satélite del
Peruano – de oposición al férreo dominio que sobre el Virreinato del
Perú mantiene el virrey Abascal. Dentro de la guerra de propaganda
que se entabla entre estos papeles y el virrey, El Peruano se erige en
el portavoz de la “opinión pública”, que se concibe como una especie
de “ley” identificada con la “soberanía del pueblo” que fue depositada
en las Cortes de Cádiz.
Camilo Henríquez, editor de la Aurora de Chile (1812), pronuncia
el sermón de apertura del Congreso reunido en Santiago en julio de
1811, manifestando que los pueblos aún no conocen sus verdaderos
8
O Campeão Portuguez (Lisboa 1822).
9
El Espectador Sevillano 3 (México, D. F.), IV-1810, pp. 78–110.
10
El Patriota de Venezuela 12, 19-VII-1811 (sesión del 4 de julio); citado por
Carole Leal Curiel, “Tertulia de dos ciudades. Modernismo tardío y formas de sociabi-
lidad política en la provincia de Venezuela”: Guerra/Lempérière, Los espacios públicos
(nota 2), pp. 168–195, aquí: p. 186.

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derechos e intereses porque no se los ha ilustrado ni se ha formado,


por medio de la instrucción general, “la opinión pública”. En el Río
de la Plata, la creación de la primera Junta Gubernativa en 1810 se
acompaña de la publicación del primer periódico político, la Gaceta
de Buenos Aires, en la cual hace su aparición el concepto de opinión
pública en vinculación con un “delicado encargo” que, en palabras de
Mariano Moreno, el pueblo le confíe en forma provisional al nuevo
gobierno. En Brasil, la imprenta se introduce tardíamente en 1808
con la llegada de la familia real portuguesa, y aunque Hipólito José
da Costa, editor en Londres del Correio Braziliense – considerado el
primer periódico brasileño –, expresa que pretende ser el “primeiro
despertador da opinião pública”, será recién a partir de 1820, y por
influjo del movimiento liberal iniciado en la ciudad de Porto, Portu-
gal, cuando se crearán las condiciones para una mayor circulación de
una literatura de circunstancia (folletos, panfletos, manifiestos), en la
que el sintagma opinión pública empieza a cobrar relevancia como
fuerza política, cuya eficacia resulta del progreso de las luces.
Es en esos años (1807–1814) en que, según nos enseñó François-
Xavier Guerra, se rompe el esquema de publicación del antiguo régi-
men y se asiste al surgimiento de diversos folletos, hojas volantes y
periódicos, alentados por los decretos sobre libertad de imprenta a
ambos lados del Atlántico.11 En esta inédita coyuntura la voz “opinión
pública” ingresa en la publicística política con dos acepciones: como
contralor y guía de la acción de los nuevos gobiernos provisionales,
y como espacio libre de comunicación y discusión sobre asuntos de
interés común. Cabe, sin embargo, distinguir que mientras que en la
península ibérica el concepto tiende a vincularse con la figura de la
nación, en Hispanoamérica la opinión pública se liga, más estrecha-
mente en esos primeros años, con la retórica del pueblo/pueblos. Al
mismo tiempo un rasgo singular y persistente caracteriza a la voz en
el mundo hispano y en el luso-brasileño: el ideal unitario. En este sen-
tido, la preocupación por “fijar la opinión pública” pudo identificarse
con el “clamor unánime de la nación” (España, Portugal) en reacción
a las invasiones francesas o asociarse a los conceptos polisémicos y
conflictivos de “soberanía del pueblo/pueblos” y “constitución”, así

11
François-Xavier Guerra, “Voces del pueblo. Redes de comunicación y oríge-
nes de la opinión en el mundo hispánico, 1808–1814”: Revista de Indias 225 (2002),
pp. 367–384.

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El concepto de opinión pública en Iberoamérica 229

como al debate sobre las formas de gobierno en los territorios insur-


gentes de América del Sur, quienes frente a la vacancia del poder y
a la retroversión de la soberanía a los pueblos ensayan en los años
subsiguientes a la crisis de 1808 diversas alternativas de recompo-
sición del cuerpo político hispánico que van desde la autonomía a la
independencia absoluta.12
En este sentido, varios de los ensayos que sirven de base a este
estudio sugieren que la novedosa difusión del concepto de opinión
pública en la América hispana coexiste con antiguas expresiones como
“voz del pueblo” o “voz popular”, dentro de una tradición de lenguaje
y de prácticas de representación corporativas frente a la autoridad que
connotan negativamente a “opinión” y “público”. Por otra parte, el
ideal unitario de la opinión pública se encuentra permanentemente
jaqueado por la expresión de “opiniones” que no logra integrar con-
ceptualmente. Esto es, el extendido uso del plural – las “opiniones” –
en los años que siguen a la crisis ibérica revela que, junto a la pervi-
vencia de la acepción tradicional del término como un juicio errático
e inseguro, surgen los “pueblos” como sujetos de derecho capacitados
para actuar soberanamente y generar “opinión” propia sobre asuntos
de interés público. El caso de Venezuela, en los debates de su primer
Congreso Constituyente (1811–1812), es en este sentido paradigmá-
tico porque da cuenta tempranamente de varios de los significados
contrapuestos del concepto y de los dilemas que enfrenta su inserción
en el debate político durante el período de las guerras por la indepen-
dencia y de los primeros ensayos constitucionales en Hispanoamérica:
en primer lugar, la cuestión del sujeto de la opinión pública y de la
representación; en segundo lugar, las distinciones entre la “opinión”
y las “luces” de las capitales de los virreinatos y de los “pueblos”;
y, en tercer término, las discusiones sobre el carácter de la opinión
pública, como unanimidad o como suma de opiniones particulares.13

12
José Carlos Chiaramonte, Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político
en tiempos de las independencias (Buenos Aires 2004); José M. Portillo Valdés, Crisis
atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispana (Madrid
2006).
13
Véronique Hébrard designó como “[m]orfología de la opinión pública” a la poli-
semia del concepto que se despliega en forma simétrica al vocablo “pueblo”: cuando se
menciona el término se trata de los individuos o grupos que componen el pueblo en su
sentido social o de los pueblos como unidades geo-administrativas. Véronique Hébrard,

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Sin embargo, y como lo sugiere Elías Palti, no cabría detenerse


aquí en consideraciones sobre el carácter “tradicional” o “moderno”
del unanimismo sino considerar que el mismo no es ajeno a una con-
tradicción inherente al propio concepto de “opinión pública” con rela-
ción a la idea de una verdad objetiva;14 de modo que es sintomática la
percepción ambivalente que de los efectos de la difusión del concepto
tienen los líderes de las revoluciones por la independencia en América
del Sur. Bolívar reconoce el valor de la opinión pública en las repú-
blicas al mismo tiempo que – en un comentario a Santander – señala
el dilema de la libertad de opinar: “hermosa libertad de imprenta, con
su escándalo, ha roto todos los velos, irritando todas las opiniones”.15
Lo cierto es que esa “aporía” constitutiva del concepto encuentra tie-
rra fértil en los discursos de los dirigentes revolucionarios de la Amé-
rica hispana confrontados con la dispersión de las “opiniones” terri-
toriales, sociales y étnicas. Por otra parte, la repetida expresión “fijar
la opinión pública” no es sólo una respuesta a los constantes peligros
que asedian a la revolución en América del Sur sino un tópico consti-
tutivo del propio discurso revolucionario neogranadino. En el Río de
la Plata este ideal, que también forma parte del discurso de la revolu-
ción, aparece sin embargo más vinculado al debate sobre las formas
de organización política y al carácter de la constitución. En cualquier
caso, durante las guerras de independencia, una gran variedad de tes-
timonios oponen la nueva época de la libertad de conocer, opinar y

“Opinión pública y representación en el congreso constituyente de Venezuela”: Guerra/


Lempérière, Los espacios públicos (nota 2), pp. 196–224.
14
“[...] el sentido del unanimismo no es unívoco [...] no es en sí mismo ‘tradicional’
o ‘moderno’ [...] Su significado no puede, en fin, establecerse independientemente de la
red discursiva particular en que esta se produce. Lo cierto es que el afán de unanimidad
no era en absoluto contradictorio con los imaginarios modernos. De hecho, éste for-
maba parte fundamental del concepto jurídico (‘moderno’) de la opinión pública. Como
vimos, sin al menos una instancia de Verdad, la cual es, por definición, trascendente a
las opiniones, dicho concepto no podría articularse. No obstante, es cierto aún que ésta
resultaba, a la vez, destructiva de aquél. En última instancia, la historia del concepto de
opinión pública es menos la marcha tortuosa hacia el descubrimiento de su “verdadera”
noción (la que actúa como un telos hacia el cual ésta tiende, o debería tender) que el de
los diversos intentos de confrontar esta aporía constitutiva suya, el tanteo incierto en
un terreno en que no hay soluciones válidas preestablecidas”. Palti, El tiempo (nota 3),
pp. 173–174).
15
Guillermo Hernández de Alba (ed.), Cartas Santander–Bolívar (Bogotá 1988),
t. VI, p. 43.

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El concepto de opinión pública en Iberoamérica 231

juzgar, a los “tres siglos de oscurantismo” y de “despotismo” en los


que primaron el secreto y el misterio, aunque fundamentalmente como
tarea de los dirigentes revolucionarios y de los “hombres ilustrados”
que deben “formar”, “ilustrar” y “dirigir” la opinión pública. En este
contexto, lo que da coherencia y fuerza al concepto es menos su iden-
tificación con una autoridad política abstracta e universal – aunque
invocada – que su asociación con la opinión de “los héroes” o con la
palabra patriota.
“La opinión patriota es hoy el bien más estimable que todos ambicionan y disputan:
los que no han llegado a merecerla por su conducta anterior, se creen desgraciados;
y la aflicción que sufren, es un holocausto que ofrecen a la PATRIA en desagravio
de sus pasados yerros”.16

Aunque cabe observar que en la referencia del periódico peruano per-


manece el sentido antiguo de opinión como buena fama.
Precisamente los ámbitos más relevantes de difusión del concepto
en el inicio de las revoluciones hispánicas y luso-brasileñas fueron
las proclamas, la prensa periódica, las asambleas y congresos consti-
tuyentes, y los incipientes nuevos ámbitos de sociabilidad. La prensa
periódica muestra un crecimiento relativamente ascendente desde
1810 en todos los casos analizados en este ensayo, pero desigual y con
avances y retrocesos. Paralelamente, las sucesivas leyes sobre libertad
de imprenta promovidas por las diversas autoridades y las discusiones
sobre los “abusos” y “controles” de esta libertad – en contextos de
revolución, de guerra o de inestabilidad política – constituyen claros
indicios del peso relativo de la libertad de “opinión” en los diferentes
espacios a principios del siglo XIX. Las primeras leyes sobre libertad
de imprenta en el mundo hispánico son prácticamente copia textual de
la ley homóloga dictada por las Cortes de Cádiz, el 10 de noviembre
de 1810.
Las reformulaciones a esta ley van variando según los espacios y
las vicisitudes políticas particulares, pero por lo general conservan
la censura previa de los escritos religiosos. Se consideraba un abuso
atentar contra la Religión Católica Apostólica y Romana. “Abusos”
también son considerados las “opiniones” vertidas contra las autori-
dades o los particulares, y no faltan los testimonios que señalan la
necesidad de “examinar y censurar” con “respeto” a las diversas auto-

16
El Pacificador del Perú (Barranca) 7, 10-VI-1821.

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232 Noemí Goldman

ridades. Así, por ejemplo, en Nueva Granada, Santander y Bolívar


cuestionan la libertad de imprenta por considerar que “la libertad de
hablar y escribir ilimitadamente” puede ser nociva a “una república
naciente”; en Chile son escasas las menciones a la opinión pública
durante el gobierno de Bernardo O’Higgins (1817–1823), y en el Río
de la Plata coexisten durante la primera década revolucionaria las dis-
posiciones que estimulan la libertad de imprenta, sin censura política
previa, con aquellas que buscan controlar los excesos en las expresio-
nes públicas y que llegan al cierre de periódicos y al destierro de sus
editores. En el área luso-brasileña queda abolida la censura previa de
los escritos religiosos, aunque en Brasil persisten ciertas restricciones
sobre escritos contra la Iglesia o el Trono, y en Portugal por “abuso
de opinión” en materia religiosa puede ser citado cualquier ciudadano,
dentro de un Estado que consagra la religión católica como su religión
oficial. En este contexto cobran relevancia, asimismo, los juicios por
injuria amparados en las leyes sobre libertad de imprenta. La defensa
de la “fama” y el “honor” pasa a dirimirse en el espacio público donde
público y privado permanecen juntos.17

Las nuevas caras del público:


modelos, publicidad y representación

En la perspectiva de una historia comparada de los conceptos, tal


como intentamos desarrollar en este trabajo, merece destacarse la
circulación de diversas versiones de un mismo artículo de base que
esboza un modelo ideal de “opinión pública”. El Espectador Sevi-
llano (Sevilla 1809) da a la luz un “Ensayo sobre la opinión pública”,
redactado por Alberto Rodríguez de Lista y reproducido luego, total
o parcialmente, o con variantes, en: el Correio da Península (Por-
tugal 1810); la edición mexicana – mencionada anteriormente – de
El Espectador Sevillano (México, D. F. 1810); y, entre 1820 y 1828,
El Hispano-Americano constitucional, La sabatina universal, la

17
Pilar González Bernaldo de Quirós puso de relieve esta cuestión en un pertinente
estudio del lugar del impreso y del principio de publicidad en el Chile post-indepen-
diente para dirimir litigios sociales, en la búsqueda de fundar sobre bases republicanas
el reconocimiento social de una antigua jerarquía. González Bernaldo, “Literatura inju-
riosa” (nota 2).

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El concepto de opinión pública en Iberoamérica 233

Gaceta del gobierno de México, El Sol y El Observador de la Repú-


blica de México; El Español Constitucional (Londres 1820); y El
Redactor General de España (Madrid 1821). Si bien no nos es posi-
ble realizar aquí un análisis comparado de las sucesivas versiones,
sí deseamos señalar el especial interés que un cotejo de las mismas
puede tener para una mejor comprensión de los fenómenos de circu-
lación y refracción/adaptación de los conceptos dependiendo de los
contextos. Esta perspectiva nos permitiría evaluar mejor las líneas de
concordancias y discordancias en la incorporación e interpretación del
concepto en su amplia circulación por Iberoamérica.
Ahora bien, de manera provisional, y según se desprende del artí-
culo de base del “Ensayo” y de algunas de las versiones que circulan
entre 1820 y 1830, el modelo ideal de “opinión pública” esbozado
en estos textos se ubica en un lugar intermedio entre la enseñanza
política y el poder ejecutivo: “[...] la Nación está obligada a exami-
nar; los sabios a proponer y discurrir; el gobierno a sancionar la opi-
nión pública, o a manifestar las correcciones que deben hacerse a los
resultados de las discusiones”.18 Así, al enlazar los dos principios fun-
damentales de la administración pública – “la fuerza del gobierno”
y “la libertad de los ciudadanos” – la opinión pública impediría tanto
la licencia de los ciudadanos como la tiranía de las autoridades. En
este sentido, la opinión pública expresa “la voz general de todo un
pueblo convencido de una verdad, que ha examinado por medio de la
discusión”, aunque no en forma directa sino mediada por los “sabios”,
cuya función es discurrir en la prensa periódica guiados por la “razón”
y la “justicia”.19 Este consensus omnium conferido a la opinión pública
la constituye en “força motriz da energia nacional”.20 Pero esta elabo-
ración “colectiva” del concepto – que se acompaña asimismo de la
difusión de los escritos de De Lolme, Necker, Filangieri, Constant,
Bentham y Daunou, entre otros publicistas – no elude la propia inde-
terminación del modelo ideal, pues en su enunciación queda abierta la
fijación del momento en que la opinión llegue a ser “verdaderamente
pública”.21

18
El Espectador Sevillano 38 y 53, X/XI-1809.
19
Edición mexicana de El Espectador Sevillano 3, IV-1810, pp. 78–110.
20
Correio da Península 2, 2 (1810), pp. 9–14.
21
“Discurso sobre la opinión pública y la voluntad popular”: El Sol (México, D. F.),
18-VIII-1827.

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234 Noemí Goldman

En efecto, un viraje en la difusión del concepto se da en todos los


espacios iberoamericanos en la década de 1820, cuando culminan las
guerras por la independencia, se ensayan los regímenes representa-
tivos o se inician nuevos períodos constitucionales. En este período
se extiende el uso del concepto y se amplifican las metáforas que
marcan el avance de la nueva voz como principio de legitimación,
que se asocia a los “gobiernos representativos”, las “leyes constitu-
cionales” y “las garantías individuales”: tribunal, reina del mundo,
impetuoso torrente, espíritu del siglo, termómetro, faro, antorcha
luminosa, conductor eléctrico. En este contexto se introduce otra
dimensión semántica que vincula al concepto con la “publicidad” de
todos los actos del gobierno y de las sesiones parlamentarias como
base de los gobiernos representativos. Este argumento ya aparecía en
el discurso de los representantes liberales en las Cortes de Cádiz, en
ocasión de las discusiones sobre la libertad de imprenta, pero madura
en el segundo período constitucional español (1820–1823), en el que
surge una visión – que parece estar próxima a la que tienen entonces
los ideólogos y doctrinarios franceses – que se esfuerza por distinguir
la “verdadera opinión pública”, como instancia superior reguladora
de las relaciones entre las clases, de la “opinión popular”. Esta distin-
ción es también característica del discurso político portugués durante
el segundo período constitucional (1826–1828), tal como lo expresa el
escritor Almeida Garrett, para quien “o espírito público é a parte mais
ou menos activa que a classe ilustrada da nação toma no sistema geral
do seu governo e nos actos particulares da sua administração”, que no
debe ser confundido con “a massa do povo ignorante”.22
Otra formulación característica que connota negativamente a las
opiniones populares la hallamos durante el corto período liberal rio-
platense y en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires, donde en 1821
se la discute en el seno de la legislatura provincial en términos seme-
jantes. Ya en 1816 el editor rioplatense Pedro José Agrelo definió a la
“publicidad” como la libertad de
“examinar y censurar, con respeto, la conducta del gobierno, y de todos aquellos que
tienen alguna parte en la administración pública: consiste en la misma publicidad de
todas las operaciones del gobierno [...]”.23

O Portuguez (Lisboa), 10-VIII-1827.


22

El Independiente (Buenos Aires), 27-X-1826: Biblioteca de Mayo, tomo IX


23

(Buenos Aires 1960), p. 7775.

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El concepto de opinión pública en Iberoamérica 235

En la legislatura bonaerense, con motivo del acalorado debate sus-


citado por las oposiciones al proyecto de reforma eclesiástica, Riva-
davia distingue la “opinión pública”, que se adquiere por “principios
comunes” pero cuyos progresos no se transmiten fácilmente, de la
“opinión popular”, considerada como “opiniones bajas y degradadas”;
las cuales son, a su vez, asimiladas al “público” que se encontraba en
la barra para presionar con su presencia contra el proyecto de reforma.
La opinión pública es en este contexto la “opinión legal” de la legis-
latura.
Esta distinción aparece también, con variantes, en México, donde
la divergencia de “opiniones” lleva a los publicistas a distinguir entre
la opinión pública “verdadera” de la que no lo es. José Joaquín Fer-
nández de Lizardi diferencia en 1823 entre dos tipos de público: el de
los “legisladores” y “ministros”, y el de “los pueblos”. En efecto, son
numerosos los artículos en esta época que señalan con claridad a los
hombres ilustrados como los encargados de formar la opinión pública
y de erigirse en su portavoz por medio de la prensa o de los cuerpos
deliberativos. En Brasil es interesante observar que durante el período
de las Cortes de Lisboa (1821–1822), y más adelante en las discusio-
nes de la Asamblea Constituyente Brasilera, el concepto de opinión
pública, que ya se había difundido en la prensa periódica – O Con-
ciliador do Reino Unido, Gazeta do Rio de Janeiro, Correio do Rio
de Janeiro, Revérbero Constitucional Fluminense, Macaco Brasileiro,
O Censor Brasileiro –, es concebido como “farol dos que governam e
desejam acertar”;24 de manera que aún aquellos que son contrarios a la
libertad de expresión utilizan el concepto en sus argumentaciones, si
bien advierten sobre la necesaria vigilancia por parte de las autorida-
des ante los “escritos que se publicam própria para producir a anarquia
e a guerra civil”.25 Un buen “termómetro” del nuevo rol del término en
la América portuguesa lo constituyen, ciertamente, las proclamas del
propio Pedro I en Brasil, en las que se destaca el papel que asigna a la
opinión pública como fundamento de todo gobierno legítimo:
“O governo constitucional que se não guia pela opinião pública ou que a ignora,
torna-se flagelo da humanidade. [...] A Providência concedeu-me o conhecimento
desta verdade: baseei sobre ela o meu sistema, ao qual sempre serei fiel”.26

24
Revérbero Constitucional Fluminense 6, 2-VII-1822.
25
O Constitucional (Bahía) 42, 15-VII-1822.
26
Proclamação. Habitantes do Brasil (Rio de Janeiro 1823).

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236 Noemí Goldman

La apropiación del moderno concepto como verdad revelada tendría


claramente aquí la función de proclamar/representar la unidad de la
nueva nación independiente con el emperador constitucional.
Pero en la medida en que el concepto pasa a constituir una de
las piezas clave del nuevo discurso sobre la representación política,
la misma noción de “gobierno popular representativo” se vuelve poli-
sémica, y surgen también en los diversos espacios expresiones que
en función de diferentes estrategias sociales identifican la “opinión
pública” con la “voluntad general”, sin la mediación de los “sabios” u
“hombres ilustrados”. El amanuense patriótico, diario de Cartagena,
reacciona en 1827 ante las limitaciones en la participación electoral y
la tendencia dictatorial que asomaba en el gobierno de la Gran Colom-
bia, para manifestar que la opinión pública
“[...] siempre debe venir de fuera del gobierno, es decir, que va del pueblo al
gobierno y no al revés. La razón es porque en el régimen representativo la ley es la
que manda, y esta no es otra cosa que la representación de la opinión, esto es, de la
voluntad general, lo que hace que cada uno no tenga más que reconocer en la ley,
sino lo que ha querido y pensado él mismo”.27

Otra expresión característica de esta identificación de la “opinión


pública” con la soberanía del pueblo la encontramos en 1830 en Bra-
sil, difundida por los liberales “exaltados” en el periódico Nova Luz
Brasileira:
“Opinão Pública é o modo de pensar expresso e uniforme de mais da mitade de um
Povo sobre qualquer objeto: caqui vem a influência, poder e direção que dá a todos
os negócios; sua vitória é sempre ceta: desgraçado daquele que lhe faz oposição”.28

Sin embargo, a un lado y al otro del Atlántico persisten los interrogan-


tes sobre quiénes y a través de qué medios se debe formar, expresar
o conocer la opinión pública, así como las dudas sobre su verdadero
valor. En este sentido, encontramos diversos testimonios que la aso-
cian con una suerte de “manipulación”, ya sea del público lector o de
los pueblos, por parte de redactores de periódicos, de “caudillos” o
de diversos líderes provinciales, o que insisten en el desigual desa-
rrollo de la prensa en los distintos pueblos y la poca ilustración de la
población para desarrollar la “opinión pública”; o la asocian con un
cuestionamiento – en particular en América – sobre su inconsisten-

27
El amanuense patriótico (Cartagena) 17, 15-VIII-1827, pp. 2 y 3.
28
Nova Luz Brasileira (Rio de Janeiro) 21, 19-II-1830.

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El concepto de opinión pública en Iberoamérica 237

cia conceptual, al observar que, siendo la opinión pública un pode-


roso e imperioso agente que debe “fijar” las instituciones y guiar a los
gobiernos, no se han conformado en todos los casos los elementos que
posibiliten distinguir “los extravíos de la razón” de “la sanidad de los
juicios”.29
Así, este período inaugural en las prácticas representativas es rico
en innovaciones léxicas, pero también en coexistencias y pervivencias
de viejos significados. Podemos trazar el siguiente esquema general
de conceptos afines a la opinión pública: libertad, liberal, liberalismo,
constitución, soberanía del pueblo, progreso, civilización, gobierno
o sistema representativo, deliberación, espíritu del siglo, ilustración,
educación, progreso. Y también se puede dibujar un segundo esquema
de algunos de los sintagmas que funcionan como opuestos o comple-
mentarios de la opinión pública: voz del pueblo, voz común, opinio-
nes, opinión popular, público, espíritu público, pueblos, apoderados,
facciones, demagogos.

Disputas retóricas y resignificaciones del concepto


de opinión pública

En el período que se inicia en 1830/1840 en los círculos intelectuales


o liberales iberoamericanos se observan esfuerzos por resemantizar el
concepto de opinión pública según las cambiantes circunstancias loca-
les. Pese a que, en general, se observa una disminución de la confianza
inicial en la fuerza racional transformadora de la opinión pública,
el valor retórico del término no desaparece, sino que se acentúa mien-
tras se van precisando nuevos sentidos y funciones que se organizan
en torno al problema de la “pluralización” del término y de sus efectos
dentro de la disputa política.
Así, en México los levantamientos de los pueblos que siguen a la
controvertida elección de Gómez Pedraza (1827/1828) integran dis-
cursivamente a la coacción como un componente coadyuvante de la
29
“Hasta ahora se ha hablado de la opinión pública, como de un poderoso agente
que fija las instituciones y dirige los pasos de los Gobiernos [...] En las Repúblicas de
América se ha hecho un abuso perjudicial de los preciosos atributos que se le concede
a la opinión, porque sin que existan elementos suficientes para formarla tan imperiosa
como debe ser [...] no se ha querido deslindar la diferencia que hay entre extravíos de la
razón y sanidad de los juicios [...]”. La Estrella Federal (Lima) 12, 23-VI-1836.

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238 Noemí Goldman

opinión pública, que se identificará de allí en más con una “fuerza par-
tidaria incontenible”, que es valorada negativamente por las élites. En
1831, en Nueva Granada, el internuncio Cayetano Baluffi observaba:
“Cada cual proclama que sigue la voluntad nacional, y mientras tanto divide y desa-
lienta la opinión pública y con frecuencia la combate abiertamente. El bien público
sirve siempre de pretexto a los delitos, y el espíritu de revolución es el único ali-
mento de estas cabezas”.30

Sin embargo, frente a la pluralización anárquica de la opinión, que


esta cita pone de relieve, asoma una incipiente reflexión en algunos
liberales sobre “los partidos” como expresión sana de la “división” de
la opinión por contraposición al “faccionalismo” o a la amenaza que
puede constituir una opinión unánime como fuerza de choque contra
gobiernos legales. En este sentido, en 1839 en Venezuela, el diputado
Yanes pondera las virtudes de una opinión pública:
“[...] dividida en una multitud de cuerpos particulares, cuya voluntad se mani-
fiesta por el órgano de sus representantes y de la imprenta, semeja a una multitud
de mansos arroyuelos que adornan y fertilizan el país que bañan, sin poder jamás
ofenderlo”.31

Pero es ante todo en tiempo de elecciones y sin abandonar la apela-


ción a la parte “sana” o “ilustrada” (Nueva Granada), a los “homb-
res de juicio y séquito” (Chile), o a la “parte sana y pensadora de la
república” (Perú) que la opinión pública será invocada y codiciada
por los diferentes partidos en las nuevas repúblicas hispanoamerica-
nas. Aún en un país de temprana institucionalización como Chile, pro-
mediando el siglo XIX, el periódico El Ferrocarril observa que es en
tiempo de elecciones cuando la opinión pública
“[...] emite sus deseos y extiende sus instrucciones, invistiendo a la magistratura
con las insignias de la representación popular. Por ende, la opinión pública en una
República es poderosa, porque debe a la ley sus títulos y sus derechos; como pode-
rosa es absoluta en sus resoluciones; como absoluta es incontrastable; y como incon-
trastable digna, reservada y fiel a su palabra”.32

Tal vez más radicalmente, en el Río de la Plata la llamada generación


romántica de 1837 resignifica, luego de largos años de “unanimismo”

30
La Bandera Nacional (Bogotá) 16 y 47, 4-II-1838 y 2-IX-1838.
31
Manual Político del Venezolano (Caracas 1839), p. 120. El manual es atribuido a
Francisco Javier Yanes.
32
El Ferrocarril (Santiago de Chile), 24-IV-1850.

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El concepto de opinión pública en Iberoamérica 239

excluyente durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, el concepto


de opinión pública para reemplazarlo por “razón pública”. En el céle-
bre Dogma Socialista de la Asociación de Mayo (1846), Echeverría
postula que “la soberanía sólo reside en la razón colectiva del Pue-
blo” – bajo la influencia en este aspecto del pensamiento doctrinario
francés –, mientras que la “opinión” es considerada vulgar y carente
de racionalidad. Unos años más tarde Alberdi restituye a la opinión
pública su fuerza integradora que busca la conciliación entre “unita-
rios” y “federales”, pero excluye a los sectores populares, cuyas opi-
niones, considera, carecen de racionalidad. En otro sentido, la cons-
tatación de que la opinión pública de expresión liberal razonada ha
pasado a constituirse en una fuerza social incontrolable conduce al
surgimiento de escritos – claramente en Brasil, Chile y México – que
hacia 1850 exhortan a los gobiernos a “moralizar” al pueblo, las clases
bajas o a los esclavos para garantizar un mayor control social por parte
del Estado. Por cierto en Brasil, y durante el período de la regencia,
la consolidación de la opinión pública como fuente de legitimidad de
la voluntad nacional, si bien se amplía a los partidos mayoritarios,
sigue estrechamente vinculada a la labor educativa de las élites inte-
lectuales y políticas.
Si cruzamos el Atlántico, en España, a partir de 1840, la disminu-
ción del entusiasmo hacia la opinión pública en el seno de las élites
liberales parece acentuarse con el correr de los años hasta mudar su
condición de “reina del mundo” por la de “tirana” de las sociedades.
Al mismo tiempo se va discursivamente definiendo una esfera diáfana
de la opinión que se corresponde con un ideal de transparencia polí-
tica por oposición a la política del secreto y de la intriga de las socie-
dades del antiguo régimen. En las décadas de 1830 y 1840, cuando
Portugal es sacudida por agitaciones revolucionarias e inestabilidad
política, algunos sectores conciben a la opinión pública como contra-
poder, y otros, más moderados, mantienen que “é no meio da paz e
da liberdade da palabra e da escrita” que los gobiernos sean arrastra-
dos por la opinión pública;33 de modo que promediando el siglo XIX,
a los dos lados del Atlántico, las experiencias que bajo la invocación
a la “opinión pública” se habían condensado unieron certezas y pre-
ocupaciones. Por una parte, es ya un lugar común apelar a la “opinión
pública” para legitimar el poder; por la otra, el miedo a las mayorías,

33
Alexandre Herculano, Opúsculos II (Lisboa 1983, original de 1856), p. 32.

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240 Noemí Goldman

la inestabilidad política, las guerras civiles, los faccionalismos o los


pronunciamientos cuestionan su originaria capacidad de representar
lo “universal” y exigen de los gobiernos una mayor participación en la
dirección “moral” de los pueblos; mientras tanto empieza a elaborarse
en ciertos sectores liberales, progresistas o democráticos un discurso
que se abre a la pluralidad de voces y a la mayor promoción de las
libertades de expresión y de asociación.

Conclusión

En 1851 el periódico oaxaqueño La Cucarda reproduce parte del


“Ensayo sobre la opinión pública” del Espectador Sevillano con alte-
raciones e intenta precisar el uso correcto del término mientras desca-
lifica su extendido uso para justificar pronunciamientos:
“Muchos han entendido que la voz popular proclamando una injusticia o promo-
viendo un desorden, es la opinión pública; mas se han equivocado. El grito sedicioso
de un pueblo, no es otra cosa sino el eco de la demagogia que se forma con la misma
facilidad que las nubes de la primavera, y se disipa a la manera que la niebla al soplo
del vendaval”.34

El empleo del mismo artículo, en una nueva versión, treinta años más
tarde de su primera circulación (1810), nos advierte sobre un doble
movimiento en la difusión del sintagma “opinión pública”. Primero,
la variabilidad de las apropiaciones/refracciones de un concepto que
es ingresando en las luchas políticas de la primera mitad del siglo XIX
en Iberoamérica como nuevo principio de legitimación política, y que
con los años se hace difuso en su extendido uso, al mismo tiempo
que se redefinen sus componentes semánticos. En los distintos espa-
cios territoriales es evidente la constante preocupación de las élites
por “fijar la opinión”, que se vincula con la voluntad de controlar los
posibles efectos sociales que la difusión del término pudiera conlle-
var en contextos de revolución y de guerras dentro de poblaciones
fuertemente diferenciadas étnicamente, o con población esclava. En
segundo término, cabe observar que estas reescrituras “colectivas”
del “Ensayo sobre la opinión pública” revelan algunos rasgos del
proceso de “temporalización” del concepto – para retomar uno de los
componentes de la Sattelzeit propuesta por Koselleck para analizar el
34
La Cucarda (Oaxaca), 30-III-1851.

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El concepto de opinión pública en Iberoamérica 241

cambio conceptual en el ámbito germanoparlante entre 1750 y 1850.35


Por cierto, la difusión del concepto encierra en sus inicios una carga
sustantiva de “expectativa” con respecto a la posibilidad de promover
las “luces” y la “civilización” en los diferentes ámbitos. Sin embargo,
también se puede constatar un enfriamiento de estas expectativas con
el correr de los años y la variada apropiación del concepto por parte
de diversos actores en disputa. En este sentido, la existencia de distin-
tas versiones del concepto pone de manifiesto lo que en palabras de
Koselleck serían “las raíces diacrónicas de la riqueza semántica de los
conceptos”, es decir, las estructuras sociales y lingüísticas que posi-
bilitan tanto la reiteración como el cambio de las palabras.36 Así, lo que
la cita de La Cucarda descubre no es sólo la pervivencia de viejos sig-
nificados en la expresión “voz popular”, sino también la existencia de
una nueva dimensión lingüística en el reclamo que identifica la “voz
popular” con la “opinión pública” y que ya no puede ser ignorada.
A la inversa, la dimensión política del cambio conceptual produ-
cida por la difusión del sintagma “opinión pública” en ambos lados
del Atlántico, durante la primera mitad del siglo XIX, tiene avances y
retrocesos, así como algunas diferencias entre los diversos territorios
objeto de este estudio. En el mundo luso-brasileño y en España la opi-
nión pública se asimila desde sus comienzos a la “Reina de mundo”,
mientras que en la América hispana surge como una nueva fuente de
legitimidad que debe a su vez legitimarse. Se podrían tal vez explicar
estas diferencias por las constelaciones semánticas dentro de las cua-
les se inserta el novedoso concepto: en toda la Península dentro del
ascenso de los primeros liberalismos, en Hispanoamérica como parte
de discursos revolucionarios o republicanos dentro del contexto de las
guerras de independencia. En este último caso, el concepto, si bien
reiteradamente invocado, parece no obstante cumplir, en los inicios
de las revoluciones de independencia, una función menos activa. En
el conjunto se observa, entre los diversos discursos liberales, la vin-

35
Reinhart Koselleck, “Richtlinien für das Lexikon politisch-sozialer Begriffe der
Neuzeit”: Archiv für Begriffsgeschichte 11 (1967), pp. 81–99; idem, Futuro pasado.
Para una semántica de los tiempos históricos (Barcelona 1993).
36
Javier Fernández Sebastián/Juan Francisco Fuentes, “Historia conceptual,
memoria e identidad. Entrevista a Reinhart Koselleck”: Revista de Libros 111 (2006),
pp. 19–22; y 112 (2006), pp. 6–10; Reinhart Koselleck, “Estructuras de repetición en
el lenguaje y en la historia”: Revista de Estudios Políticos, nueva época 134 (2006),
pp. 17–34.

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242 Noemí Goldman

culación de la opinión pública con la “publicidad”, el “régimen repre-


sentativo”, “libertad/libertades”, “garantías individuales” y “división
del poder” (esto último especialmente en Hispanoamérica); de modo
que el ideal unitario, común a todo el mundo iberoamericano, se
escinde siguiendo las líneas de las recomposiciones de los espacios
territoriales luego de las crisis ibéricas y se bifurca en invocaciones
que oscilan entre el “pueblo/pueblos” y la “nación”.
Ahora bien, tanto en Hispanoamérica como en Brasil, en los distin-
tos discursos sobre la opinión pública a lo largo de la primera mitad
del siglo XIX, e independientemente de las adscripciones “facciosas”
o “partidarias”, se insiste en el hecho de que los verdaderos portavoces
de la voz son los hombres ilustrados, de juicio, de “séquito” o la parte
“sana” del país. Si bien algunas de estas referencias también aparecen
en los discursos de las distintas tendencias políticas que predominan
en toda la Península, los liberales peninsulares se refieren más fre-
cuentemente a la “representación”, los “representantes” o a una “inte-
ligencia difusa” que reúnen a diversas opiniones en pugna.
Promediando la década de 1840, las disputas electorales entre “fac-
ciones” y “partidos” parecen restaurar en negativo la fuerza retórica
del concepto, pues arrecian las críticas a ambos lados del Atlántico
sobre el “mal uso” que se habría hecho de la voz entre diversos agen-
tes políticos o sociales como resultado – podríamos decir con Kosel-
leck – de cierto grado de “democratización” y de “ideologización”
del concepto. Pero lo cierto es que en las propuestas de redefinición
del concepto, para el caso de Hispanoamérica, se buscan respuestas
tendientes a superar los “faccionalismos” que habían primado en las
contiendas políticas de principios del siglo XIX, o para lograr la tan
anhelada unidad nacional; de modo que ubicados a mediados del siglo
XIX, la opinión pública que en los comienzos de su uso como con-
cepto político era utilizada sobre todo con vistas a reforzar la unidad
– ya sea del pueblo, de los pueblos o de la nación –, a mediados del siglo
es invocada en muchos lugares más bien para sostener movimientos
insurreccionales de una facción apelando al “derecho de rebelión”.
Por último, en distintos momentos de nuestro análisis aflora la
tensión entre las concepciones – en parte coincidentes, pero también
en parte rivales – de “gobierno representativo” y “gobierno de la
opinión”, aunque con una valoración diferente del “partido” y de
su rol dentro de la formación de la opinión pública en la década
de 1820 y luego de 1840. Durante los primeros liberalismos la va-

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El concepto de opinión pública en Iberoamérica 243

loración del partido era negativa y opuesta a la “generalidad”, que


– identificada con la “mayor parte” – es la que expresa la opinión
pública. Es este el sentido de la cita del periódico Nova Luz Brasi-
leira (1830)37 que, ante la evidencia de la divergencia y el desacuerdo
entre las opiniones, propone una definición cuantitativa de la opinión.
En 1825 un periódico rioplatense se pronuncia de igual modo, agre-
gando un elemento plural a la expresión de las ideas cuando refiere:
“Partido es la reunión de algunos o de muchos hombres, cuyas ideas, intereses, y
aspiraciones son distintas de las de la generalidad.- En todo pueblo hay diversidad
de ideas y aspiraciones: hay esas reuniones; pero aquella en que esté la mayor parte,
cualesquiera que sean sus opiniones y sus intentos, no es partido: no, su expresión se
llama el voto público, la opinión pública [...]”.38

Pero, cabe observar, en el rechazo a las denominaciones partidarias


dentro de los gobiernos representativos también resurge con claridad
el ideal unanimista en expresiones como las de Santander, que pro-
pone en 1831 terminar con las denominaciones de los partidos para
lograr la “concordia” entre los neogranadinos. Así, hacia mediados del
siglo XIX la tensión entre “gobierno representativo” y “gobierno de
opinión” parece desplazarse al terreno electoral entre los que empie-
zan a identificar al “partido” con una “opinión generalizada” y los que
siguen anhelando “fijar” la opinión.

37
Véase nota 28.
38
El Nacional (Buenos Aires) 16, 7-IV-1825.

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