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Este trabajo [1] es un intento de contribuir al tratamiento de una condición que atraviesa
nuestro ser desde la más temprana infancia hasta la muerte: el sometimiento al otro producido
por el miedo a su respuesta emocional, a que no nos valide, a que frustre nuestros deseos de
intimidad, a que nos castigue con la pérdida de amor, con la descalificación brutal, con su
furia, con el abandono. Basta adentrarnos en la vida de pareja para comprobar el profundo
sufrimiento que se deriva de estar pendiente de la respuesta emocional del otro/a. Es una
continuación, a veces casi sin modificación alguna, del mundo emocional del bebé, quien es
moldeado por la mirada de sus otros significativos dado que la única referencia que tiene
sobre su ser es el estado de ánimo de ese otro. No tiene forma de saber que el humor
cambiante de los que le rodean, el fastidio o el amor que experimentan hacia él, son más el
producto de necesidades y estados internos del otro que de su propia conducta y valía. Esa
es la marca que llevamos como núcleo duro de nuestro ser y que determina nuestra reacción
emocional ante el otro, nuestro continuo temor en la pareja, en la amistad, incluso en el
encuentro fugaz con alguien que no volveremos a ver. Nuestra vida está marcada por la
conflictiva del sometimiento, por los intentos de lidiar con las angustias que nos produce la
dependencia emocional y con las angustias generadas al intentar desprendernos de aquellos
a los cuales nos sometemos. Es lo que explica por qué hay sumisión a una pareja que no
responde a legítimas necesidades emocionales, o que tiene frecuentes estallidos de
agresividad, o es infiel, o llega a formas brutales de maltrato, sumisión que requiere del
autoengaño para poder continuar soportando esas condiciones, fabricándose, una y otra vez,
argumentos que hagan creer a la razón lo que profundamente se sabe que no es cierto: que
se sufre en esa relación, que el miedo a la separación –soledad, indefensión, sentimientos
acerca de la imposibilidad de conseguir otra pareja- es capaz de imperar por encima de
cualquier sufrimiento.
Cuando empleo el término sumisión me refiero a una gama muy amplia de fenómenos, no
sólo a los casos más extremos en que alguien es dominado totalmente por el otro/a,
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aceptando sus deseos, sino a algo mucho más frecuente, cotidiano: la angustia que
experimentamos frente al otro/a, a la inhibición en expresarnos, a la mirada atenta con temor
a los gestos del otro/a, a lo que dice, a su tono de voz, a su cara. El otro es escudriñado
inconscientemente de manera constante para ver si está conforme/satisfecho con nosotros.
Sumisión al otro/a es lo que impide dejar fluir lo que somos, lo que deseamos, lo que
pensamos, lo que sentimos. Es aquello que genera la formación reactiva, el falso self del cual
habló Winnicott (1965). Es lo que vemos en pacientes inhibidos a los que solemos denominar
fóbicos, paralizados por las angustias persecutorias que forman el trasfondo de toda su vida
mental y de relaciones (Klein, 1946).
Estamos condicionados para creer que lo que el otro siente frente a nosotros –su entusiasmo
o su rechazo, su deseo de acariciarnos o la reticencia a nuestras caricias- testimoniarían
sobre lo que somos, si somos dignos de ser queridos o no, sin darnos cuenta que, en verdad,
lo único que indican es lo que le pasa al otro. Como ilustración, una anécdota relatada por un
paciente que no por banal deja de ser enormemente esclarecedora. Una niñita, de corta edad,
por primera vez se acerca a su abuela y le da, sin que se lo pida, un beso. Euforia de la
abuela que dura justo el tiempo en que ve a la nieta dirigirse a la pared y darle también un
beso. ¿Es que quería a la pared tanto como a la abuela? Sin lugar a dudas no, pero una vez
que la necesidad y el placer de besar de la pequeña se habían activado, entonces el besar
respondía a algo interior. Muchas veces las manos del adulto que acarician también
testimonian de una necesidad de éste y no sólo del deseo despertado por las cualidades del
otro/a. ¿Y si, en otro momento, o para siempre, no desea acariciar porque no encajamos en
los moldes de sus preferencias? ¿Una llave y una cerradura que pertenecen a distintas
puertas deberían sentirse mal porque no encajan la una en la otra? ¿Debería la llave insistir
ante la cerradura para que la acepte o, para restituir su narcisismo lastimado, considerar que
la cerradura es perversa, inadecuada, y tratar de forzarla? ¿No debería buscar la cerradura en
la que sí encaje? Desgraciadamente, los seres humanos por crecer en un mundo en que nos
es vital que las pocas figuras que nos rodean nos acepten, nos quieran, nos valoren –no
puede ser de otro modo- arrastramos esa condición y no llegamos a saber emocionalmente
que el mundo que ahora nos rodea es más amplio que el infantil, que si alguien no nos quiere
siempre encontraremos a alguien que sí goce estando con nosotros. Las necesidades/deseos
que tenemos de intimidad de distinto tipo -acariciar, besar, ser acariciados, ser besados,
dormir junto a alguien, tener relaciones sexuales, compartir estados de ánimo, experiencias,
etc.- hacen que la ausencia de la pareja, o la sola anticipación de que ello pudiera suceder,
desencadene un estado de necesidad imperiosa semejante al provocado por la abstinencia en
cualquier adicción. De ahí lo difícil que resulta desprenderse de una pareja que junto al
maltrato o a la frustración que produce alterna éstos con momentos en que vuelve a
proporcionar satisfacción suficiente para mantener la adicción. No es una cuestión en la que
se pueda considerar que la persona niegue la patología del otro/a sino que, aun sabiendo de
ella, no puede resistir la presión de su propia necesidad de contacto con el otro/droga.
condiciones de la realidad que hacen que alguien no pueda separarse, o que el balance entre
sufrimiento y satisfacción con la pareja no sea tan desequilibrado hacia el polo del primero
como para impulsar una medida tan drástica, dolorosa y traumática como es la separación,
pero el llegar a sentir que la persona que es nuestra pareja no es única, que sus respuestas
afectivas frustrantes no son por lo que uno es sino que dependen de características del otro,
contribuye –es lo que nos muestra el tratamiento de pacientes con esta problemática- a
disminuir el sufrimiento, la dependencia afectiva, el daño a la autoestima, y a continuar con la
pareja bajo otras condiciones. Como me dijo una paciente: “Antes lo quería a él y no me
quería a mí. Ahora lo quiero menos pero me quiero a mí”. El estado afectivo con que
expresaba estas palabras era una mezcla de orgullo sobre sí misma y de dolor porque ya no
quería como antes, y eso era una pérdida, pero con el sentimiento de que por primera vez era
ella y no lo que él le hacía sentir que era.
La clínica
Hagamos ahora un recorrido por algunos ejemplos que permitan ubicar formas de sumisión y
sus causas para, después, encarar cómo ayudar a su modificación. Comencemos por el caso
de un hombre casado con una mujer que a lo largo de muchas sesiones no me dejó ninguna
duda de que se trataba de una personalidad con una patología severa. Traigo
intencionalmente este caso en primer lugar porque si bien el sometimiento es mucho más
frecuente en las mujeres –el maltrato a la mujer lo prueba más allá de cualquier duda-,
nosotros, en tanto terapeutas, como no trabajamos con la estadística sino con casos
individuales debemos cuidarnos de no incurrir en ideología reduccionista y tener en cuenta
situaciones en los que la persona que somete es la mujer y el sometido es el hombre.
Efectivamente, ¿qué pasa si en una pareja ella sufre de un trastorno, pongamos por caso
borderline, con explosiones agresivas, con furia narcisista, con formas de relación
incorporadas a partir de un padre o de una madre patológica, y él es un fóbico con tendencia
al sometimiento? Esto nos permite reflexionar sobre la diferencia entre la estadística y el caso
individual.
Volviendo al caso, mi paciente está casado con una mujer que lo maltrata, que le grita, que lo
descalifica delante de los hijos, que inventa supuestas infidelidades. Él es muy trabajador,
mientras que su mujer no trabaja pero dice que no lo hace por culpa de él. Él intuye que la
mujer tiene rasgos patológicos pero el temor a ella le impide poder llegar a pensarlo con
claridad. Condición que no es efecto de la represión –algo se sabe pero es excluido de la
conciencia. En este caso, en cambio, el pensamiento es inhibido, abortado casi en su origen,
no llega a desarrollarse. Fenómeno de indudable interés para la teoría de los mecanismos de
defensa y para la terapia pues no es cuestión de levantar la represión, de llevar a la
conciencia algo constituido y sabido pero rechazado, sino de eliminar la causa que impide
que algo pueda ser pensado, incluso inconscientemente.
Fue llegar a sentir “se enojó, bien, pero ¿qué me va a cambiar mi vida hoy, mañana, dentro
de un mes, dentro de un año por este enojo?” Fue reemplazar la inmediatez del enojo de su
pareja por una vivencia de su vida como más allá de ese momento.
Causas de la sumisión
Veamos ahora otro ejemplo que nos permita trascender la mera descripción fenoménica de la
sumisión y entrar en los condicionamientos causados por una biografía particular. Es una
mujer casada con un hombre tiránico que determina todo lo que se debe de hacer en casa.
En una oportunidad, van al teatro y ella en el intervalo le dice: “un poquito difícil la obra”. Es
una mujer inteligente pero asume ya el papel de inferior y le consulta a él diciéndole “un
poquito difícil”. El marido, en medio del patio de butacas, le grita: “esto es cultura, no como lo
que tú estás acostumbrada”, haciéndole pasar enorme vergüenza. Es un hombre que la
maltrata de múltiples manera sin llegar a la agresión física. La historia de esta mujer permite
entender las causas de su sometimiento: es alguien que vivió la guerra civil española, quedó
huérfana, incluso no sabe si la madre se había casado o no con el padre, lo que le hizo crecer
bajo el dominio de un profundo sentimiento de inferioridad, de vergüenza. Además, vio
fusilamientos, murió la hermana y se aterrorizó ante esa situación. Se sentía absolutamente
desprotegida en el mundo, especialmente cuando murió el abuelo de quien ella decía que era
muy severo pero que le daba seguridad. Relata que el abuelo la sentaba en el umbral de la
puerta y si ella se movía le daba unos “coscorrones”, pero ella se sentía bien por hallarse
protegida por esa figura autoritaria. Después de morir el abuelo, fue a vivir a una de esas
casas antiguas en las que había un patio común donde conoció al que sería su marido. Ese
hombre, con su carácter autoritario, le creó el sentimiento de que era una figura fuerte; en él
creyó encontrar alguien como el abuelo. El futuro marido le decía que algún día, si ella llegase
a ser como la familia de ella, de baja moral, entonces la dejaría, lo que la tenía aterrorizada.
En este caso el sometimiento no es sólo por el hecho de que él sea agresivo sino porque hay
una condición básica en ella que siente que sin alguien que la proteja su vida corre peligro -
autoconservación en el nivel más básico. Además, sentimiento de ser indigna -falla narcisista-
por su pertenencia a una familia “no moral”. Es lo que trabajé con esta paciente (Ver más
adelante el trabajo realizado en la transferencia).
¿Qué es lo que vamos viendo con los ejemplos aportados? Que la conducta de sumisión al
otro resulta siempre de las necesidades y angustias de distintos sistemas motivacionales. Hay
sumisión por necesidades y angustias de autoconservación: “sin el otro corro peligro” o “si me
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opongo me atacará, es capaz de cualquier cosa”. Hay sumisión por heteroconservación, por
un superyó que hace sentir culpable si se produce el menor sufrimiento en el otro, lo que
conduce al autosacrificio. Hay sumisión por el placer sexual que el otro ofrece, por angustias
narcisistas, o por profundos sentimientos de inferioridad en que la persona se deslegitima
continuamente y ubica al otro como fuente de la verdad. Hay sumisión por necesidades de
apego o de intimidad (ver Bleichmar, 1999), condición en que las diferencias de género son
marcadas, siendo causa importante de sufrimiento por parte de la mujer.
Identidad relacional
La identidad relacional es una categoría que merece ser incorporada a nuestro concepto de
identidad. Por supuesto, identidad relacional que en algunas caracterologías puede ser
independiente de con quién se esté relacionando, independiente del contexto. Hay quienes se
sienten superior a todos y quienes se sienten inferiores. Pero, a su vez, la identidad relacional
puede ir variando de acuerdo al interlocutor. Si vemos al otro como capaz, poderoso, superior
a nosotros, desde esa identidad relacional no nos atreveremos ni siquiera a iniciar el
desarrollo de un pensamiento independiente.
Hasta aquí hemos visto causas internas, intrapsíquicas -miedo, culpa, vergüenza, narcisismo-
que determinan la sumisión. Pero la pregunta que nos podemos plantear es si la sumisión es
sólo una cuestión intrapsíquica o interviene el tipo de vínculo y las características del
sometedor/a, por ejemplo, que tenga rasgos paranoides y autoritarios. La personalidad
autoritaria fuerza a que se acepte su posición: acusa a los demás y utiliza la acusación como
una forma de imponer su autoritarismo. El miembro de una pareja con rasgos paranoides,
autoritarios, con explosiones de violencia, y con insensibilidad frente al sufrimiento del otro, es
capaz de generar en el otro conductas de sometimiento. El llamado síndrome de Estocolmo
en que alguien, bajo el peso del terror, adopta la concepción que el perseguidor le impone,
ocurre también en el marco de relaciones íntimas. Se puede vivir “secuestrado/a” mental/
emocionalmente en el ámbito de la pareja y tener que pagar continuamente el rescate de la
sumisión.
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Si hay distintos grados de insensibilidad frente al otro, también ésta varía de acuerdo a
distintos momentos en función de dos parámetros: la intensidad de la necesidad que impulsa
a desatender al otro para satisfacerla, y las tendencias del psiquismo a la disociación, a poder
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desconectarse de otros sentimientos, a ser movidos por el placer a hacer lo que desean y
después a modificar los criterios de su superyó hasta acomodarlos a su deseo. Hay superyós
tan “oscilantes” que en los momentos de gratificación funcionan de una manera y en aquellos
en que las necesidades se intensifican ceden a las mismas modificándose las normas, los
ideales y la instancia crítica. Los argumentos se barajan hasta encontrar el naipe que
convenga. Esta es una condición humana, todos tenemos en alguna medida un superyó
oscilante pero hay algunos que son eximios trapecistas. Como psicoanalistas sabemos que
éste no es un problema de orden moral sino motivado por una debilidad en la constitución del
sentimiento de valía, por la intolerancia a experimentar genuinos sentimientos de culpa sin
que éstos tiñan toda la representación de sí mismo, por el sentimiento de que si aceptan la
responsabilidad por lo que hacen, entonces es como si no valieran nada y estuvieran
expuestos a grandes peligros. Lo que permite aceptar la responsabilidad por las acciones que
realizamos es que éstas, cuando son inadecuadas, queden enmarcadas, formando parte de
un sentimiento global de que lo inadecuado es sólo parte de lo que somos. Por ello, las
distorsiones, las mentiras, son el producto de un self no integrado, disociado, que fuerza a la
persona a una defensa a ultranza de todas sus conductas. Los sentimientos de persecución y
de culpa, consecuencia de haber tenido padres que castigaban/criticaban/descalificaban a la
menor falla -o lo hacían aun sin que ésta ocurriera- es lo que impide colocar a la realidad por
encima de las propias acciones, aceptando la responsabilidad que de ellas deriven.
Generalmente, complica más la situación la defensa empleada –distorsión en la
reconstrucción de lo sucedido, saltos de tema, proyecciones, etc.-, que provoca rechazo y
hasta ira en el interlocutor, que la acción en sí misma que es objeto de examen.
Basta pensar en cómo ciertos niños se defienden negando la evidencia para comprender
cómo el adulto, bajo iguales temores, acomoda la realidad a sus necesidades y angustias.
¿Se trataría de una regresión a cierta etapa infantil normal? Creemos que no, que el niño
asustado será un adulto asustado, pero que un niño cuyos padres apoyan, toleran en sus
errores y limitaciones, no las niegan pero tampoco alteran ante ellos la imagen global del
hijo/a, tendrá de niño una mayor tolerancia para exponerse a la mirada del los otros y de
adulto la fuerza para encarar la realidad de sus fallas y limitaciones sin apelar a defensas
extremas. Esa tolerancia a las fallas, a los sentimientos de culpa, de persecución, es un
objetivo privilegiado a alcanzar en la terapia psicoanalítica. No se trata tanto de la
modificación del superyó sino del objeto interno persecutorio –verdadero resto arcaico
generado en la biografía de la persona- que es proyectado en el objeto externo actual.
Ferenczi hizo notar, para desazón de muchos de sus colegas, que el paciente puede repetir
en el tratamiento la situación de sometimiento. Fairbairn aportó a la comprensión de la
tendencia la autoinculpación defensiva: “Resulta obvio, por tanto, que el niño preferiría ser
malo que tener objetos malos; y, de acuerdo con esto, tenemos alguna justificación para
conjeturar que una de sus motivaciones al ser malo es hacer “buenos” a sus objetos”
(Fairbairn se refería a creerse malo, a construir una imagen de sí como malo, no a la conducta
de portarse inadecuadamente). “Al volverse malo realmente está asumiendo la carga de
maldad que parece residir en sus objetos. Por este medio, busca liberarlos de su maldad; y,
en la medida en que consiga esto, se verá recompensado por ese sentimiento de seguridad
que característicamente confiere un entorno de objetos buenos”. (1952, p. 65). “Enmarcada
en esos términos, la respuesta es que es mejor ser un pecador en un mundo regido por Dios
que vivir en un mundo regido por el Diablo. Un pecador en un mundo regido por Dios puede
ser malo, pero siempre existe un cierto sentimiento de seguridad derivado del hecho de que el
mundo de alrededor es bueno... En un mundo regido por el Diablo, el individuo puede escapar
de la maldad de ser un pecador pero es malo porque el mundo que lo rodea es malo. Más
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Es relativamente fácil trabajar el tema del sometimiento con los pacientes que se someten a
sus parejas u otras personas con las que se relacionan. Uno se convierte en un salvador, es
una alianza terapéutica fácil. Pero, ¿trabajamos el sometimiento en el vínculo terapéutico?
¿Toleramos el enfrentamiento por parte del paciente, la defensa de su autonomía? Eso es
más difícil porque hace que nos cuestionemos o que permitamos que el paciente lo haga.
Por ello, el sometimiento en la transferencia tiene que convertirse en un foco importante del
tratamiento, para lo cual es necesario que, como terapeutas, hagamos un trabajo con
nosotros mismos superando distintos tipos de angustias. No es una tarea fácil, tememos
perder estatus frente al paciente, necesitamos sentirnos en situación de ejercer el poder,
nuestras angustias de autoconservación y narcisistas nos acechan. Sólo si nos sentimos
seguros –internamente seguros- podremos aceptar la existencia en nosotros de fuertes
tendencias a funcionar como sometedores e intentar no actuarlas dando libertad al otro; lo
que no significa renunciar a lo que somos, a lo que preferimos. Lo que está en juego es la
integridad con nosotros mismos, la necesidad de no defender nuestra posición con
racionalizaciones, de no apuntalar nuestro narcisismo, nuestro sentimiento de seguridad, en
base a someter al paciente. Cuando más insegura internamente sea una persona, tanto más
necesitará que el otro/a lo convalide a través del sometimiento.
Les he hablado de sumisión del paciente pero también los terapeutas nos sometemos
(Racker, 1960). No basta que sepamos que debemos respetar la visión del paciente y sus
tiempos. Ello es obvio, pero muchas veces el concepto de empatía se usa como coartada y
tras el supuesto de darle tiempo al paciente subyacen profundos temores de
autoconservación –no perder una fuente de ingresos-, o temores narcisistas de que el
paciente nos descalifique, o ruptura del apego, etc. Todos los analistas tenemos esos
temores, la cuestión es cómo darles una solución, cómo elaborar esas angustias en el trabajo
con nuestros pacientes a través de intervenciones que ayuden a salir de esa situación de
sometimiento. Nuestro sometimiento como terapeutas -piensen que somos prestadores de
servicio- a veces nos convierte en gerentes de hotel que no quieren perder al pasajero. La
excusa es la apelación a una presunta empatía: “el paciente no está preparado para
profundizar, para enfrentar sus fantasmas, es vulnerable”. En verdad, los pacientes están
preparados para ir encarando aspectos cuyo reconocimiento provoca dolor, angustia, si
sabemos hacerlo con delicadeza, con cuidado, con respeto. Si le hacemos sentir que
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entendemos lo doloroso que es enfrentar ciertos rasgos, si le planteamos que hemos dudado
en abordar ciertos aspectos de sus sentimientos, de sus conductas, pero que pensamos que
es la forma en que podemos ayudarles, que esos aspectos son una parte de ellos, que no los
descalifican globalmente, que son rasgos que no pudo impedir que se desarrollasen, que las
circunstancias que vivió determinaron que surgieran y se desplegaran pero que ahora pueden
tener la libertad, de la que nunca gozaron antes, de “recriarse” a sí mismo. Se trata de tener
lealtad con el paciente y lealtad con uno mismo en el sentido de aceptar la angustia que nos
produce que el otro se angustie, o que se irrite, o que nos haga sentir que nos abandonará.
Muchas terapias en que no pasa nada, en que no hay elaboración, tienen que ver con una
actitud evitativa del analista. Pero para que no se malentienda, hay dos riesgos: el del
terapeuta defensivamente pasivo y el del defensivamente hiperactivo que desatiende los
tiempos del paciente. Lo que puede ayudarnos a encontrar un punto de equilibrio entre esas
dos actitudes no es solamente la evaluación del paciente, de igual importancia es
preguntarnos ¿qué de mí, de mis rasgos caracterológicos, de mis temores, de mis
necesidades, me hacen actuar de una manera u otra? Resulta imprescindible reflexionar
sobre las razones que determinan que, como terapeutas, tendamos a adscribamos a
modalidades técnicas que son adaptaciones a nuestras necesidades personales, y que luego
las defendamos con racionalizaciones.
Les traigo un ejemplo de una paciente que me cuenta con enorme intensidad afectiva que el
ex marido deja todo sucio en la cocina. A mí lo que me llama la atención es la intensidad del
rechazo y le recuerdo que ella tuvo el mismo rechazo con respecto a una escultura en la que
trabajó mucho tiempo y que luego destruyó. Le digo que aquello que no le gusta lo rechaza
con intensidad. Es una mujer apasionada, la forma en que se expresa, todo el cuerpo está
comprometido, y esto lo asocio con la forma en que ella rechazó su obra. Me dice que su
obra la sentía como un “engaño”, como un “usurpar” lo genuino, que pensaba que no la
representaba. Le digo que utiliza palabras muy duras como usurpación o engaño, dichas con
enorme carga de odio. Me responde que sí, que es cierto pero que, al mismo tiempo, esa es
la fuerza la que le ha permitido salir adelante desde una condición muy precaria en su infancia
y adolescencia que me describe. Le digo que su rechazo a la suciedad que deja el marido en
su casa tiene que ver con el rechazo que sintió respecto a las condiciones de pobreza y
suciedad en que vivía con sus padres, que reacciona como si fuera una persona alérgica
dado que la suciedad actual le evoca la suciedad de la infancia pero que hay algo más
importante: así como quiso expulsar, erradicar, eliminar todo lo relacionado con la suciedad,
cuando encuentra un rasgo de sí misma, o de los demás, que no le gusta, lo quiere eliminar
con esa intensidad. Yo no me quedo en la temática -la humillación por la suciedad vivida en la
casa de la infancia. Ese es el nivel temático, porque ella podría sentir ese rechazo pero sin
esa intensidad afectiva. En ella lo significativo es más estructural: lo desagradable es
rechazado con enorme violencia, como si lo quisiera arrancar. Esto nos muestra, una vez
más, que nosotros tenemos que diferenciar entre temática y algo que es transtemático,
estructural, por ejemplo, el tipo de reacción agresiva frente a lo que no gusta.
Le dije, además, que estoy en una situación que no es fácil: por un lado, no quisiera modificar
un ápice su pasión porque tiene que ver con su fuerza creadora, con su compromiso con lo
que hace pero, por otro lado, me doy cuenta que esa misma pasión la lleva a estar
continuamente en conflicto consigo misma rechazando aspectos de sí misma, que esos
rechazos que realiza de sí misma es algo que me preocupa, que estoy en un dilema de cómo
conservar su pasión y, al mismo tiempo, cómo modificar esos niveles de rechazo que tiene
con ciertos aspectos de ella. Le digo que iremos viendo cómo conciliamos esos dos criterios.
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Entonces, me contesta con ironía, y una sonrisa, que yo “voy a tener que ganarme
esforzadamente mi sueldo”. Ahí terminó la sesión, pero es un tema que retomo en el
tratamiento porque podría haber dicho “vas a tener que trabajar mucho, etc.”, pero que me
voy a tener que ganar mi sueldo esforzadamente constituye un indicador de que ella siente
que lo que me paga se lo gana esforzadamente. Lo voy a retomar, no inmediatamente en la
próxima sesión porque tengo que ver cómo viene, pero es algo que no puede dejarse de lado
porque es un punto de conflicto real entre nosotros, porque a ella le cuesta mucho más que a
mí ganar ese dinero. El abordar los conflictos de necesidades, deseos, concepciones que
surgen entre paciente y terapeuta ayuda a que uno y otro legitimen su propia subjetividad,
conozcan la del otro, acepten la del otro, y sepan que hay que “negociar” los inevitables
conflictos entre subjetividades (Slavin, 1998). Cuando el paciente capta la subjetividad del
analista -esto es sólo posible si el analista se presta a ello (Aron, 1991) y no le señala que
sólo fantasea, distorsiona- se incrementa la capacidad de mentalización, de captar estados
mentales del otro (Fonagy, 2000, 2002). En no pocas oportunidades se usa el trabajar sobre
los conflictos intrapsíquicos del paciente para evadir el examen de los conflictos que
inevitablemente existen entre las necesidades de paciente y terapeuta. Ambos niveles de
conflicto requieren ser examinados.
Fijación afectiva
¿Por qué alguien queda fijado a otra persona y busca desesperadamente su amor, observa
los más mínimos movimientos de su amado/a para detectar, minuto a minuto, el “parte
meteorológico” del estado del otro, se llena de dolor si el otro/a no busca el contacto
emocional o físico con la misma asiduidad que él o ella lo hace? Se suele apelar al apego
como si la invocación a éste fuera explicación suficiente cuando, en realidad, es la causa de
ese apego lo que requiere ser aclarado. El riesgo es convertir un término que simplemente
describe una conducta en explicación del fenómeno –“tiene necesidades de apego… es por
apego...”, es como decir “dado que observamos que alguien no puede dejar de buscar el
contacto de otro, que privilegia a éste por encima de cualquier otro vínculo, a esa conducta la
denominamos apego” y, luego, para explicar las razones, causas, de esa conducta
concluyéramos que ésta “es por apego”. Por tanto, resulta necesario reformular la cuestión
preguntándonos ¿por qué alguien tiene intensas necesidades de apego? Dejo de lado el nivel
biológico –circuitos y receptores para vasopresina y oxitocina- cuyo papel en el apego
diferencial está suficientemente documentado (ver Panksepp, 1998), o las experiencias
infantiles que crearon intensas necesidades de contacto físico/emocional, para detenerme
sólo en una de las varias condiciones psicológicas que en el presente, en la interacción,
hacen que una persona no pueda tomar distancia con respecto al amado: las oscilaciones
entre momentos de gratificación y de frustración narcisista. El trauma narcisista por el
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rechazo real, o por lo que se siente como rechazo al codificarse como tal, crean la necesidad
compulsiva, como en el ludópata, de volver una y otra vez para ver si en la nueva
oportunidad el resultado es por fin favorable. Nada fija tanto al objeto como la necesidad de
que se deshaga la afrenta narcisista, el deseo de que el otro/a sea como deseamos. El
trauma narcisista no reside únicamente en que el otro no lo desee a uno sino, y
especialmente, en el sentimiento de impotencia para hacer que el otro sea conforme a nuestro
deseo, que sienta lo que deseamos que sienta, que sienta la necesidad de contacto con igual
intensidad, y bajo la misma forma, que nosotros.
Si he hablado de rechazo real y de otro tipo de rechazo -el sentimiento de rechazo por la
codificación que se hace de la respuesta del otro- es porque en este segundo caso se trata de
la dificultad para captar que el otro no rechaza sino que hay necesidades diferentes en el
contacto, que los seres humanos nos distribuimos en un amplio espectro que va desde un
extremo “cocker spaniel”, siempre dispuestos a ser acariciados y a lamer, hasta otro extremo
“gato” que circula en el hogar, se deja tocar poco, es intermitente, y requiere mucha
autonomía. El ayudar a un/una paciente a saber vivencialmente que es “cocker spaniel” y
que su pareja es “gato” no le quita el hambre de contacto emocional pero, por lo menos, le
saca de la situación de dolor narcisista.
En este tipo de fijación a una pareja frustrante, que puede llegar al nivel del maltrato, la ayuda
al/la paciente consiste en que pueda recuperar para sí la función de autoevaluación que le ha
cedido al otro/a, el mirarse desde la mirada este otro. Es aquí donde la elección de línea
terapéutica resulta esencial, no consistiendo sólo en la narcisización del paciente, en que
reconozca sus aspectos valiosos, sino, esencialmente, en hacer explícito, compartido con el
paciente, el objetivo de dejar de seguir entregando a alguien en particular, o los demás en
general, la decisión de quién se es. Formulado al paciente este objetivo con todas las
palabras, una vez que esto se convierte en temática a trabajar, lo que se requiere es un
proceso minucioso, lento, de elaboración analítica de las condiciones infantiles que generaron
esa tendencia a entregar al otro la decisión sobre lo que es adecuado/inadecuado, sobre la
identidad, sobre las angustias que provoca el enfrentar al otro y autoafirmarse en los propios
juicios y sentimientos. Pero explicitar el paciente el objetivo de reapropiación de la identidad
es sólo un andamiaje -aunque esencial dado que orientará el tratamiento- que requiere ser
rellenado con experiencias concretas que le den sentido vivencial: recuerdo de experiencias
del pasado que condicionaron la entrega de la función de autoevaluación, y nuevas
experiencias en el presente en las que pueda ir quitando peso a lo que el otro/a opina, con
palabras o con hechos. El recorrer estas experiencias es esencial, pues nadie cambia por una
idea transmitida al paciente, o encontrada con éste, o descubierta por éste, sino porque inicia
el desarrollo de experiencias emocionales que se inscriben como memoria procedimental.
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Para ello es indispensable que se pase de interpretaciones de tipo general “le tiene miedo…,
o por miedo a…” –la palabra miedo es siempre una abstracción- a la descripción de una
escena concreta en que el paciente se conecte con las sentimientos y las sensaciones
corporales que experimenta ante el tono de voz de la figura amenazante, a la cara que éste
muestra –furor en los ojos, apertura o cierre de éstos, movimientos de la mandíbula, etc. El
miedo del niño, y del adulto, tiene su base en imágenes concretas de la cara, del cuerpo, de la
voz, de la figura amenazante. Es ante esas representaciones a las que se responde con lo
que llamamos miedo, y que determina la sumisión. El paciente tiene necesidad, para que
haya transformación, de recrear en el tratamiento de manera vivencial, en forma de
representaciones específicas, las respuestas tanto de las figuras de la infancia como de las
presentes en el nivel concreto que acabo de mencionar. Ayuda que el terapeuta le proponga
“vea en este momento la cara de… cuando no le gusta algo de Ud.. Recree -imagine, vea- en
su mente el gesto con que él/ella reacciona, el tono de voz con que le habla, las palabras que
le dice, cómo él/ella pone el cuerpo, la cara…, etc.”. Cuando el paciente logra recrear esas
imágenes, entonces sí se le puede conectar con sus sentimientos ante esa reacción del otro:
“¿qué siente/es en esos momentos?” Es a partir de ahí que la elaboración del miedo al otro
puede progresar.
Con respecto al tratamiento, no basta, como dijimos antes, con denunciar el sometimiento, es
indispensable elaborar las causas. Por supuesto que cuando uno como terapeuta empieza a
hablarle al paciente de su sometimiento en cierto vínculo, en su relación de pareja o en
cualquier circunstancia, nuestra palabra tiene peso, el de la transferencia, y el paciente puede
iniciar el proceso hacia la autonomía. En el trabajo Hacer consciente lo inconsciente
(Aperturas Psicoanalíticas,. 22) en que planteo la modificación en base a un referente externo,
el terapeuta se convierte en un referente externo y aparece así una cierta propuesta para el
paciente de “no te sometas”. Hay una paradoja en esto: “no te sometas a algo o alguien pero
sí acepta lo que te estoy diciendo”. Los que vieron el video de la paciente que estaba
sometida a un marido tan tiránico recordarán que los primeros 10´ del video son notables
porque ella dice, mirándome a mí como esperando una aprobación, “porque yo me estoy
rebelando ante Juan. El otro día, cuando Juan me dijo algo, yo le dije que no”, etc. Enfatiza
que se está rebelando ante el marido. Recordarán que le dije que aprecio lo que ella estaba
haciendo. Comencé por una valorización porque se trataba de un logro, pero mi preocupación
era, así se lo manifesté, que se rebelase ante Juan porque era lo que yo quería y que eso, al
mismo tiempo, implicase un sometimiento a mí, y que lo que ella tenía que plantearse es qué
es lo que quiere ante Juan y ante mí. Recordarán que ella me respondió “y si algún día lo
necesito a Vd.”. Frase escalofriante que mostraba el terror de no ser protegida, de ser
abandonada.
Esto nos indica la necesidad de plantear al paciente no sólo el sometimiento ante otras figuras
sino en la relación terapéutica y, sobre todo, las causas del mismo, el tipo de angustias que lo
determinan. Tenemos que ayudar a que nuestros pacientes se den cuenta de que sus deseos
son diferentes de nuestras preferencias. Muchas veces les explicito a mis pacientes que cierta
opción es una preferencia mía en función de mis características, de mi historia, pero no tiene
porqué ser una preferencia suya.
El someterse no corresponde en general a un ideal del yo, salvo en las novelas de caballería,
en las que el sometimiento del vasallo al señor es presentado como virtud. El lavado de
cerebro, la gran inteligencia de los grupos dirigentes es convertir el sometimiento en virtud. En
general, todos los grupos –políticos, religiosos, profesionales- convierten en una virtud el no
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La autodescalificación defensiva
Esto tiene que ver con las fantasías acerca de las consecuencias de romper el vínculo. Hay
pacientes que no se pueden separar por el sentimiento de que se van a quedar solos y
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librados a consecuencias funestas, o el temor de qué les va a pasar a los hijos, cómo van
éstos a sufrir daño irreparable. En el caso del paciente al que me referí antes, sometido a una
mujer borderline, una de sus preocupaciones principales estaba relacionada con sus hijos.
Tenía razón, pero no solamente por el sufrimiento de ellos sino porque esta mujer se había
apoderado del cerebro de uno de los hijos, le había mentido sobre él, le decía que él tenía
amantes, que se gastaba el dinero con ellas. El hijo no hablaba desde sí mismo, pensaba
desde la madre. Ayudé a este paciente a tener confianza en la evolución de las cosas en el
medio y largo plazo. A mí no me cabía ninguna duda que cuando esos hijos llegasen a la
adolescencia, no tan lejana, iban a padecer conflictos con la madre y en ese momento
podrían ver quién era quién en la pareja de los padres.
Para terminar, quiero leerles una cita de Freud y el contexto intersubjetivo en el que transcurre
lo intrapsíquico, porque se suele oponer Freud a una perspectiva intersubjetiva. No cabe duda
que la perspectiva intersubjetiva, la perspectiva relacional, es un avance sobre algo que Freud
no desarrolló nunca. Cuando planteamos la importancia de la intersubjetividad hay quienes
dicen que eso no es psicoanálisis, que el psicoanálisis sería solamente lo intrapsíquico.
“La oposición entre psicología individual y psicología social o de las masas, que a primera vista quizá
nos parezca muy sustancial, pierde buena parte de su nitidez si se la considera más a fondo. Es verdad
que la psicología individual se ciñe al ser humano singular y estudia los caminos por los cuales busca
alcanzar la satisfacción de sus mociones pulsionales. Pero sólo rara vez, bajo determinadas condiciones
de excepción, puede prescindir de los vínculos de este individuo con otros. En la vida anímica del
individuo, el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como
enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología
social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo”.
El gran conflicto intersubjetivo –y moral- es si escuchar más las necesidades del otro o las
propias, cómo encontrar un balance entre ambas, cómo decidir cuándo ese balance no es
posible y hay que optar, a veces tajantemente, por uno o por el otro. Los automatismos llevan
a algunas personas a ceder en sus necesidades y satisfacer siempre las de los demás. Hay
quienes, de manera también automática, siempre se colocan primero y son ciegos a lo que los
otros puedan necesitar, desear, sufrir. Nuestra labor como psicoanalistas es que nuestros
pacientes puedan plantearse la existencia de ese conflicto, verlo como parte ineludible de la
intersubjetividad, y hacer sus opciones en cada momento, superando sus automatismos
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inconscientes y las fuerzas que los sostienen, venciendo las tendencias a la sumisión o al
egocentrismo que, hasta el momento en que son abordadas psicoanalíticamente, gobiernan
sus vidas.
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