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Domingo VI de Pascua

26 mayo 2019

Jn 14, 23-29

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El que me ama guardará mi
palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que
no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía,
sino del Padre que me envió. Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado;
pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será
quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz
os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo. Que no tiemble
vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a
vuestro lado». Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el
Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que
cuando suceda, sigáis creyendo”.

LA PAZ QUE NADIE NOS PUEDE QUITAR

Aun con un estilo a veces recargado y repetitivo –a la vez que


deudor de su momento histórico y de su paradigma cultural–, el autor
del cuarto evangelio tiene la virtud de expresar la verdad profunda de
lo que somos. Por eso, cuando lo leemos desde la comprensión, sus
palabras transmiten sabiduría atemporal y despiertan resonancias en
nuestro interior porque salen al paso del anhelo profundo que nos
habita, por más que a veces esté aletargado.

En la Carta a los Efesios (2,14) se afirma que “Jesús es nuestra


paz”. Sin duda, a tenor de lo que aparece en los evangelios sinópticos,
Jesús vivió en paz profunda o ecuanimidad. Una paz que nacía en él de
la certeza de estar siempre en el Padre y de no buscar otra cosa en la
vida que “cumplir su voluntad”. Sin duda, una persona que no se aferra
a las expectativas de su ego, sino que ama lo que la Vida quiere,
permanecerá anclada en la paz.

El ego vive en el sobresalto porque, en cuanto se hace presente


la frustración, se altera o se deprime. Por esa razón, en tanto en cuanto
estemos identificados con él, la paz nos resultará inasible. Cuando, por
el contrario, dejamos de asociar nuestra “suerte” a la suya, porque
hemos comprendido que no somos él, es posible la ecuanimidad aun
en medio de los contratiempos. Lo cual recuerda aquella expresión
sabia de Khrisnamurti: “El secreto de mi paz es que no me importa lo
que suceda”.
En medio de una terrible crisis de angustia, esa parece que fue
la experiencia de Jesús: “Que no sea lo que quiero yo, sino lo que
quieres tú” (Mc 14,36). Cuando una persona solo quiere lo que “Dios”,
el “Padre”, la “Vida” quiere, ¿qué podría quitarle la paz?

Lo cual no significa que no haya dolor, decepción y frustración.


Somos seres sensibles y todo lo que acontece hace que vibremos. Y
cuando lo que acontece es doloroso, algo en nuestro interior acusa el
dolor.

Sin embargo, el movimiento de la superficie no niega la quietud


del fondo. Cuando saboreamos el Silencio, experimentamos que, más
allá de las circunstancias y bajo la agitada superficie de la mente, existe
un nivel profundo que permanece estable, en silencio y en paz. Por
eso, con razón afirma el texto que la paz de Jesús no es como la que
da el mundo. Esta última dura lo que dura la bonanza, es una “paz”
deudora de las circunstancias. La paz de Jesús, por el contrario, es una
paz sin objeto, porque no depende de otro factor; es consistente en sí
misma.

¿Nos la tiene que dar Jesús, como afirma el texto? Eso es solo
una lectura mental, que se basa en la creencia de la separación; es
decir, nace de una consciencia de separatividad. La paz de Jesús es la
paz que somos. En aquella forma de hablar, parecía ser un “regalo”
venido de fuera –y ciertamente Jesús nos ha regalado su forma de
vivirla, en la que podemos vernos alcanzados y, sobre todo,
“despertados”– pero, en la comprensión, se nos hace manifiesto que
la paz no es “algo”, ni viene de “fuera”, ni es condicionada… La Paz de
la que se habla es una con el Fondo de lo real: es otro nombre de lo
que somos.

¿Cómo es la paz en mí?

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