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Una última lección

(Discurso pronunciado en la ceremonia de grado de la Universidad Icesi, febrero


20, 2016)

Quizás el rector confió en mí como orador en esta ceremonia, como protagonista


de esteejercicio extraño, de este rito de paso en el cual un discursante ya entrado
en años, una generación mayor que su audiencia, ofrece consejos gratuitos y
reflexiona en voz alta sobre su vida y sus errores; quizás, decía, el rector me otorgó
este privilegio por cuenta de mi errática biografía.

Estudié ingeniería civil, pero, en mi paso por la universidad, me dediqué a otra cosa,
a programar computadores. Decidí después estudiar una maestría en economía
como una alternativa al desempleo. Terminé mi maestría con el firme propósito de
convertirme en unmacroeconomista. Salí del país a hacer un doctorado y abandoné
la macroeconomía a mitad de camino. Hice mi tesis doctoral sobre asuntos
sociales. Me convertí en un investigador en economía social. Con el tiempo fui
profesor y tecnócrata. Además de columnista y bloguero en mis ratos libres. Escribí
varios artículos técnicos sobre el sistema de salud colombiano. Participé en muchos
debates sobre sus logros y extravíos. Y, contra todo pronóstico, terminé en el
Ministerio de Salud, enfrentado a un problema complejo, no de índole
macroeconómica ni técnica, sino de naturaleza filosófica, a saber, ¿cuáles son los
límites éticos y legítimos del derecho a la salud?

En síntesis, comencé como un ingeniero civil con ínfulas de programador, quise ser
macroeconomista, fui investigador social y opinador consuetudinario, y fui después
arrojado abruptamente a la arena pública y allí he tenido que lidiar con uno de los
dilemas éticos más complejo de las sociedades modernas.

Jamás imaginé que iba a vivir la vida que he vivido. Todo lo que pasa tiene
probabilidad cero pero pasa. El azar puede casi siempre más que la voluntad. Pero
no quiero esta tarde hablarles desde mi experiencia. Quiero proponerles, mejor, un
ejercicio prospectivo, una mirada hacia atrás desde el futuro. En 50 años, en 2066,
muchos de Uds. se reunirán, no muy lejos de aquí, me imagino, para celebrar un
aniversario más de esta graduación. De todas las vidas que pudieron haber vivido,
tendrán solo una, una sola para contar. Lo que hoy son dudas, preguntas y temores,
serán entonces certezas, respuestas y arrepentimientos. Piensen que podría
enseñarles ese otro que es también ustedes y vive 50 años en el futuro. Yo hice el
ejercicio de marras y quiero compartirles algunas conclusiones como una última
lección.

Esta es, pues, mi visión sesgada desde el futuro.

1 Empiezo con una obviedad. No conviertan su vida en la búsqueda afanada y


obsesiva de un único objetivo. Deseen varias cosas. Mientas más disímiles mejor.
Tengan un plan b, un plan c y un plan d. Probablemente su vida será muy distinta
a sus planes. “El hombre planea y Dios se ríe”, dice un proverbio judío. La vida es
incierta. Azarosa. Da giros imprevisibles. No existe ninguna brújula que pueda
llevarnos a nuestros destinos soñados.

Tarde o temprano tendrán que aprender a “disculpar ilusiones”. La frase viene del
testimonio de un buscador de diamantes que nunca encontró nada. Pero
salió adelante. La resignación inteligente es una necesidad de la vida: debemos
aprender a amar lo que somos y a desprendernos de lo que quisimos ser.

2 No se aferren a un único dogma. No sucumban ante las trampas de la ideología.


No busquen todas las respuestas en un único libro o un solo predicador. No importa
que tan elocuente sea. Esos son con frecuencia los peores.

Los que creen en una sola cosa, los que organizan el mundo con en base en
parejitas, en narrativas binarias (los civilizados y los barbaros, los explotados y los
explotadores, los capitalistas y los proletarios, los buenos y los malos) casi siempre
se equivocan. Tanto en sus predicciones como en sus prescripciones.

En general desconfíen de los profetas, de los iluminados, de quienes creen en las


soluciones totales, de todos aquellos que tienen más discurso que metodología y
predican una falsa disyuntiva entre “un sistema injusto y corrupto que no puede
mejorarse, y otro racional y armonioso que ya no habría que mejorar". Los profetas
casi nunca predicen los desastres, con frecuencia los ocasionan.

El cambio social no es cuestión de todo o nada, es cuestión de más o menos. “En


cuestiones prácticas uno no debe aspirar a la perfección”.

El conocimiento práctico construye. Poco a poco pero construye. Las ideologías


abstractas solo sirven para destruir. En últimas, el
reformismo incremental, permanente, basado en la experiencia y el conocimiento
de los problemas, es siempre más eficaz que las revoluciones basadas en
concepciones ideológicas y visiones grandilocuentes.

Cambiar el mundo es difícil. Las "musculosas capacidades de la política" son una


ilusión. Con la excepción, por supuesto, de las "musculosas capacidades" para
hacer daño. Ejemplos abundan. No muy lejos de aquí.

Las leyes por sí solas no crean capacidades colectivas. Tampoco cambian la


cultura. Ni modifican las normas sociales. No se puede legislar el conocimiento.
Tampoco la moral. Las leyes sociales de Noruega y Grecia son las mismas. Los
resultados, opuestos. Por algo será.

3 No presten mucha atención a los juicios pasajeros y superficiales de la opinión


pública. No se sumen a la indignación facilista. La indignación permanente es una
renuncia al pensamiento y a la acción, una manera conveniente de evadir los
problemas, una forma de indiferencia.
Lleven la contraria. Combatan la extorsión moral de las mayorías. Resistan la tiranía
de la opinión pública. Si creen que la verdad es “X”, pero la
mayoría vociferante piensa que es “Y”, expresen siempre su desacuerdo. No
falsifiquen ni escondan sus opiniones o preferencias. “Nadie –dice el poeta—se ha
arrepentido de haber sido valiente”.

"Nunca será excesivo —escribió un filósofo decimonónico— recordarle a la especie


humana que existió un hombre llamado Sócrates y que ocurrió una colisión
memorable entre ese hombre y la opinión pública... y que, a pesar de merecer más
respeto que cualquiera de sus semejantes, ese hombre fue condenado
injustamente por un tribunal popular”. La mayoría se equivoca. Basta una mirada
rápida a las redes sociales para entender la necedad de muchos consensos.

“La gran masa tiene ojos y oídos, pero no mucho más. Sus juicios son endebles.
Algunos méritos caen totalmente por fuera del ámbito de su comprensión, mientras
que otros, que entiende y aclama cuando se presentan por primera vez, los olvida
muy pronto”.

4 Tarde o temprano sentirán el arrepentimiento que se siente cuando un ser


querido se va de este mundo. En palabras del poeta escéptico: “la congoja, ya inútil,
de que nada nos hubiera costado haber sido más buenos”.

Nada nos hubiera costado haber llamado a una tía enferma. O consolar al amigo
derrotado. O agradecer los desvelos de nuestros padres. O ser amables con el
desconocido que titubeante o temeroso se asoma a nuestros dominios, en el barrio,
en la escuela o en la oficina.

En fin, nada nos cuestan los actos de amabilidad y gratitud. Nada nos cuestan, pero
valenmucho. Deberíamos, por ejemplo, tomar más a menudo la mano de nuestros
padres e hijosy saborear el momento. Pueden hacerlo a la salida de esta ceremonia.
Nunca se arrepentirán. Todo lo contrario. La felicidad, bien lo sabemos, existe sobre
todo en la nostalgia.

5 El remordimiento humano tiene una doble naturaleza. En el corto plazo,


renegamos denuestros excesos, de nuestra falta de autocontrol. En el largo
plazo, por el contrario,lamentamos las experiencias no vividas. Y peor, somos
incapaces de anticipar el arrepentimiento futuro que traen las oportunidades
perdidas.

A las cosas terminamos haciéndolas a un lado. Dejamos de quererlas. A las


experiencias y sus memorias aprendemos a amarlas con el paso de los años. Las
cosas se devalúan. Las experiencias se aprecian. Ahorren en las primeras, nunca
en las segundas.
Con el tiempo los éxitos y los fracasos se relativizan. En 50 años los más felices
serán los más amados y los más amables, literalmente los más dignos de amor. La
fama y la fortuna cuentan por un rato. Pero al final importan menos. Mucho menos.
Sin amor, sin amar y sin ser amado, tal vez no vale la pena nuestro tránsito efímero
por este planética.

Recuerden, ya a modo de resumen, que en algunos años, ya más cansados,


expertos en el arte milenario de disculpar ilusiones, probablemente más escépticos
sobre los profetas y otros demagogos elocuentes, ojalá inmunes a los juicios
volubles y pasajeros de la opinión, con sus experiencias vividas y
sus arrepentimientos a cuestas, se reunirán a celebrar los 50 años de su grado.

“Los días que uno tras otro son la vida”, escribió un poeta nariñense hace muchas
décadas. Ya todos los que estamos aquí hemos vivido lo suficiente para entender
que no todos los días son iguales. Unos cuentan más que otros. En la vida importan
los picos (los momentos de gran alegría y tristeza) y los finales (los momentos de
cierre). Hoy es uno de esos días que importan. Un pico y un final.

Espero no haberlos aburrido con este ejercicio de existencialismo improvisado.


Tómense fotos. Construyan buenos recuerdos. Abracen a sus padres. Cójanlos de
la mano. De eso está hecha la vida. Yo por mi parte los felicito y les deseo la mejor
suerte del mundo. Los miro desde el futuro y sé que la van a necesitar.

Complicarse a la vida
(discurso en la ceremonia de grado --junio 13 de 2018-- en Qualia Alternativa
Educativa)

A Valentina le gustan las pinturas de Van Gogh; a Valeria, los idiomas; a Mateo,
las palabras; a Juan Camilo, la música; a Juan Andres, los computadores y el
ajedrez; a Camila, la escritura, los acertijos verbales; a Antonio, la administración,
esto es, el método aplicado a la solución de problemas prácticos; a Manuela, las
leyes y el estudio de las organizaciones sociales; a Juan Sebastian, el deporte de
alto rendimiento, esa fusión de talento y disciplina; y a Miguel, que no está aquí
con nosotros, la academia, el mundo de la duda y el conocimiento.

Uds. son un ejemplo de diversidad de intereses, profusión de talentos y pluralidad


de experimentos de vida. Quiero pensar que esta noche estamos, ante todo,
celebrando esa diversidad. Pero quiero, además, resaltar otro hecho, otra
circunstancia, un elemento que los une o los define a todos Uds. en medio de la
diversidad.
Lo voy a llamar oblicuidad. La vida no se vive en línea recta, hay ires y venires,
vueltas y revueltas. A Uds. los une esa suerte de rebeldía geométrica, esa forma
indirecta de escalar escaños, esa protesta contra las formas más burdas de
predestinación.
Hace ya muchos años, veinte o algo así, en medio de una conversación animada,
de esas que recordamos por siempre, mi papá me dijo, muy serio, que la
declaración universal de los derechos humanos había quedado incompleta, que le
había quedado faltando un artículo, una premisa en favor de la oblicuidad, el
ensayo y error y las segundas oportunidades. “Si tuviera que redactar ese articulito
–insistió– lo haría de manera escueta: “todo el mundo tiene derecho a cagarla, a
volver a empezar”.

Yo, como algunos de Uds., he vuelto a empezar muchas veces, soy también un
ejemplo de oblicuidad, de los caminos indirectos de la vida. En el colegio me iba
bien en matemáticas, pero me gustaba la literatura. Decidí estudiar ingeniería por
descarte, por una suerte de inercia generacional. Casi no iba a clase, pasaba los
días programando computadores y leyendo literatura. Pronuncié el discurso de
grado de mi promoción, una cantaleta insolente en contra de mis profesores.

Decidí estudiar economía. Inicialmente me dediqué a los temas de siempre, a


rastrear los movimientos de las principales variables económicas. Iba en camino
de convertirme en un yuppie, pero di otro viraje y me dediqué a la economía
social, al estudio de la pobreza y la desigualdad. Seguí en todo caso leyendo
literatura, tratando de encontrarle algún sentido a mi desajuste. Escribí libros y
columnas. Participé en varios debates públicos. Critiqué a presidentes y ministros.
A veces con justicia, otras veces con encono. Y como premio (o castigo), fui
nombrado ministro de salud. Llevo seis años en este oficio extraño, una mezcla de
realidad y ficción, como dicen por ahí.

Me he tenido que reinventar varias veces. Algunos de Uds. saben bien de que se
trata ese asunto de llegar hasta el fondo, echar reversa y volver a arrancar. He
cometido muchos errores. Pero he podido, con la ayudad de muchos, volver a
empezar. La vida en línea recta no me gusta. O mejor, no me sale.

En los últimos años he pronunciado varios discursos de grado. Demasiados tal


vez. Siempre lo hago con un poco de inquietud. “No se puede aleccionar a los
hombres, solo guiarlos para que se busquen a sí mismos”, escribió con lucidez
Michel de Montaigne. No sé qué es peor si dar consejos o recibirlos. Lo mejor, tal
vez, sea tomarse todo esto con humor. “Los jóvenes no tienen nada que decir y
los viejos se repiten”, dijo hace ya algunos años un malpensante italiano.

Sea lo que sea, quiero compartir con Uds. algunas reflexiones generales sobre la
vida, sobre esa ilusión a la que llamamos libre albedrio. He recibido muchos
consejos. Los he olvidado casi todos. Me entran por un oído, apenas acarician mi
esencia y me salen por el otro. En otros casos ni siquiera me tocan, pasan raudos
como pasan las promesas de los políticos. Materia deleznable. Palabrerías.

Pero recuerdo un consejo esencial. No vino de un discurso de grado. Fue más


bien una admonición espontanea. Estábamos en clase de filosofía del colegio, en
décimo grado, en medio del estudio de los presocráticos, esos filósofos que
trataron, por primera vez, de usar la razón humana para explicar la extrañeza del
mundo. De pronto, así no más, un compañero alzó la voz y preguntó insolente:
“para qué complicarse la vida, para qué tanta especulación”.

El profesor de filosofía se levantó de su escritorio, alzó la mano para concitar la


atención de la clase y dijo pausadamente: “lo bueno de la vida es complicarla”. El
consejo me quedó grabado desde entonces. Parecía una paradoja, una invitación
irónica, una reiteración de esa doctrina cristiana (detestable, en mi opinión) que
recomienda el sufrimiento. Pero el consejo en cuestión no era una contradicción
improvisada o una negación de la vida. Era más bien una invitación a vivir con los
ojos abiertos, conscientemente, sin traicionarnos a nosotros mismos.

¿Cómo complicarse la vida? ¿Cómo responder a ese imperativo extraño? No


tengo la clave, pero quisiera mencionarles, de paso, modestamente, con
reticencia, tres ideas que pueden ser de alguna utilidad. Son el resultado de mis
andanzas oblicuas, de mis errores y de la forma en que he tratado de vivir la vida.
No son mandamientos. No me gustan los imperativos categóricos. Son
sugerencias que bien pueden rechazar.

Primero, traten de llevar la contraria. O al menos, resistan la presión de grupo, la


idea dominante según la cual tenemos que coincidir con las mayorías o con los
dictados caprichosos de la opinión pública.

La tecnología ha aumentado los costos de la discrepancia. El que se atreve, en las


redes sociales, por ejemplo, a expresar una opinión contraria, distinta o polémica,
es abrumado de manera inmediata por los soldados de la medianía y los
mercenarios de lo políticamente correcto. Muchas veces, preferimos, entonces,
falsificar nuestras preferencias, traicionarnos a nosotros mismos, sumarnos al
consenso, repetir lo que todos están repitiendo.
Por lo tanto, deberíamos, de vez en cuando, por fidelidad a nuestras convicciones,
resistir la presión de las mayorías y decir lo que pensamos pase lo que pase. En
Facebook, en una reunión familiar, en la clase, donde sea. Mientras más
impopular sea la opinión más difícil será, pero también más satisfactorio.
Tenía yo quince años. Mi abuela me había regalado una camisa azul con el
proverbial lagarto de Lacoste en el pecho. Era mi favorita por razones difusas,
irrelevantes. Pero no me la ponía casi nunca con el fin de evitar las burlas de mis
compañeros, quienes decían que era falsificada o chivida o alguna cosa por el
estilo. El típico arribismo colegial que todos conocemos. Pero un día decidí hacer
lo que quería. Comencé a usar la camisa cada semana, desafiante. Con el tiempo
las burlas cesaron y me quedó a satisfacción de la lealtad a mis gustos.

No es fácil. En la vida pública mucho menos. La tentación del aplauso es con


frecuencia irresistible. La tendencia a decir lo que otros quieren oír es casi un
instinto. Somos sumisos, gregarios y temerosos. Pero nuestra individualidad
depende de resistir los impulsos de uniformidad, de levantarnos un buen día y
ponernos la camisa de la discordia o vociferar sin ambages nuestras opiniones en
las redes sociales.

Los que nunca llevan la contraria no se complican la vida, pero pierden buena
parte de su libertad por comodidad o indiferencia.

Voy a pasar ahora a mi segunda idea, mi segunda invitación a complicar la vida. Es


sencilla, recoge el ideal socrático de la vida examinada, rechaza el utilitarismo
facilista, inconsciente.

¿Estarían Uds. dispuestos a tomar una píldora, una pastillita (Soma en la novela
Un Mundo Feliz de Aldous Huxley) que les garantice una felicidad plena sin
efectos secundarios? ¿Creen que no hay ninguna diferencia entre hacer un viaje a
un sitio remoto y meterse en una máquina que no solo reproduzca la experiencia,
sino que también nos haga olvidar que fue creada en nuestra mente de manera
artificial?
Creo que no. Todos o casi todos rechazaríamos la felicidad en forma de pastilla y
los viajes artificiales.

La felicidad es una búsqueda que implica riesgos, que requiere oblicuidad. La


felicidad en línea recta termina aburriéndonos, se convierte en una negación de la
vida. Las personas felices sin conciencia son meros autómatas. Cuando yo tenía
la edad de Uds., mi papá me decía con frecuencia, “feliz es un bobo chupando
caña”.

Era una invitación a rechazar las formas inconscientes de felicidad y de llamar la


atención sobre una idea poderosa, a saber: las vidas que valen la pena son más
que la acumulación de momentos felices. La felicidad requiere, en últimas,
complicaciones.

Quiero pasar ahora a mi tercera idea. Así como rechazaríamos la felicidad


enlatada, así también deberíamos rechazar la verdad contenida en un solo libro,
en un solo líder, en un solo credo. Las preguntas más importantes de la vida,
“cómo vivir”, “qué define a una buena sociedad”, etc., tienen varias respuestas.
Nadie puede responderlas por nosotros.

Sería fácil encontrar un sucedáneo, afiliarnos a un grupo político, sumarnos a una


causa absoluta, confiar en las opiniones de un político, un profeta o un guía
espiritual, pero al hacerlo, como en el caso de la pastillita, estaríamos renunciando
a la vida, traicionándonos a nosotros mismos.
Complicarse la vida implica rechazar los atajos de las ideologías más delirantes, la
sobre simplificación de la política y los altares, las promesas de los demagogos
que aspiran a gobernarnos; implica, en suma, cultivar un escepticismo sano, una
cierta desconfianza hacía las ideas y los credos más convincentes.
Complicarse la vida implica, en últimas, aceptar su sentido trágico y reconocer,
como bien lo dice Milan Kundera, la relatividad de las verdades humanas y la
necesidad de hacer justicia al enemigo.

No quiero abrumarlos con más consejos. Mi mensaje es simple, casi trivial.


Recordemos que la vida no transcurre en línea recta. Celebremos la oblicuidad y
compliquemos este asunto de tres maneras obvias: rechazando las opiniones
mayoritarias, la felicitad empaquetada y los dogmas más convenientes.

Los felicito. Les deseo la felicidad consciente. Y les recomiendo las fotos.
Tómense muchas. Son un testimonio de las vueltas de la vida, de la oblicuidad y el
azar que nos moldean y nos definen.

Un abrazo a todos de todo corazón.

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