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Tres hechos aparentemente aislados han llamado la atención de los colombianos recientemente.

Sin embargo, aunque se hayan


presentado en espacios y momentos diferentes, se pueden relacionar porque expresan rasgos de una subcultura relativamente
común: la cultura del vivo o del atajo.

El primero sucedió a comienzos de año en la ciudad de Barranquilla, en el reconocido Colegio Marymount. En la preparación
que hacían para la presentación de las pruebas de Estado de sus estudiantes de grado once, sucedió algo insólito: aunque se trataba
de una simulación, el profesor de la entidad externa contratada vendió las respuestas, por lo que algunos de los jóvenes obtuvieron
resultados extraordinarios. Eso generó suspicacias entre las directivas y la entidad contratada para acompañar el proceso. Las
directivas del colegio intentaron indagar por los responsables, pero ninguno de los estudiantes reveló los nombres. El colegio
quiso llamar la atención de padres y estudiantes y decidió hacer una ceremonia de grado discreta como medida formativa. Los
padres quisieron pasar por alto el fraude de sus hijos y recurrieron a acciones legales para exigir ceremonia y fiesta. El colegio
decidió entregar los diplomas por “ventanilla”. Hay que felicitar a las directivas y cuestionar seriamente la actitud ética que subyace
en los padres de familia entutelantes, pues obraron como si una ceremonia y una fiesta fueran derechos inviolables y protegidos
por la Constitución. De paso, hay que indagar cómo pudo un juzgado avalar sus absurdas pretensiones.

El segundo caso sucedió hace unas semanas en la Universidad del Magdalena en Santa Marta. Las directivas de la institución
sospecharon de un posible fraude en los exámenes de admisión y pusieron toda la información disponible en conocimiento de
las autoridades. Efectivamente, un grupo de estudiantes de prestigiosas universidades privadas con excelente balance en las
pruebas de Estado en años anteriores, intentó suplantar a jóvenes que querían ingresar a la facultad de medicina. Para lograrlo,
sus padres de familia habrían pagado hasta 25 millones de pesos con el fin de que sus hijos ingresaran fraudulentamente a la
reconocida universidad pública de la costa atlántica. Nuevamente, es un grupo de padres el que recurre al fraude, intentando
beneficiar a sus hijos. Este caso muestra algo especialmente grave, y es que el Estado no garantiza el derecho a la educación en
Colombia y, ante esta situación, las familias llegan a delinquir buscando resultados que sus hijos no alcanzarían con la educación
pública que se les brinda. Para el quintil socioeconómico 1, tan solo el 10% de los jóvenes alcanzan educación superior. Una
realidad cruda y triste que muestra el contexto en el que se presenta el delito.

El tercer caso es el más reciente y conocido, ya que inundó las redes una vez culminó el primer partido de Colombia en el mundial,
ante Japón. Dos videos se viralizaron. En el primero, un colombiano violenta psicológicamente y humilla a dos jóvenes japonesas,
quienes –sin comprender el idioma– terminan diciendo ante las cámaras que son “perras” y “putas”. En el segundo, un grupo de
jóvenes mayores se reivindica como “muy vivo” por haber ingresado ilegalmente licor al estadio. Ambos videos fueron divulgados
por los propios infractores, quienes consideraron un acto de “astucia” evadir las leyes, hacer fraude, humillar y burlarse de jóvenes
que no entienden nuestro idioma.

Los tres hechos están más relacionados de lo que creemos. Se trata de la “subcultura del vivo” y “del atajo”, que tanto daño ha
hecho a la sociedad colombiana. En el fondo, es la misma que subyace al empresario que paga sobornos para conseguir contratos;
la que lleva a sectores de la clase política a robarse el dinero de todos los colombianos; la que hace que efectivamente lleguemos
a creer que el mundo es de los “vivos”. Esta subcultura también ha llevado a creer que está bien que los políticos roben, “siempre
y cuando hagan algunas obras”. Aunque parezca muy distante, también se expresa cuando algunas personas declaran al ver un
muerto en la calle, que “quien sabe en qué andaba” o o que eran “buenos muertos", ya que murieron en su ley. Una cultura que
–como en las mafias– llama “capo” a un extraordinairo ciclista, por estar entre los mejores del mundo. Es una subcultura que ha
impactado profundamente la estructura ética de una parte importante de la sociedad. Estamos ante una subcultura hábilmente
impulsada por un sector de la clase política que se nutre de la bajísima calidad de la educación que reciben los jóvenes. Sus
responsables más claros y directos, hoy por hoy, son algunos miembros de la clase política que siembran odio y desesperanza,
como si fueran nuevas minas “quiebrapatas” de la estructura ética de la sociedad. Sus prácticas maquiavélicas han terminado por
destruir el tejido social.

No son casos aislados. Por eso observamos a diario personas que se cuelan en las filas, sobornan la policía para evadir multas,
depositan sus dineros en pirámides para multiplicarlos en pocos días o aquellos que evaden impuestos y, al hacerlo, se roban
parte de la salud y la educación de los niños colombianos. Todos ellos se sienten más “vivos” que los demás. Evidentemente, la
mayoría de los colombianos no comparte estas prácticas, pero el fenómeno está más generalizado de lo que queremos reconocer.
Es lo que eufemísticamente se autodenomina “malicia indígena”. También se refleja tristemente en el llamado mandamiento
undécimo: “No dar papaya” y en el mandamiento décimo segundo: “A papaya puesta, papaya partida”.

Esta cultura en la que "todo vale", no podrá ser superada en el corto o en el mediano plazo, ya que ha sido incorporada en las
estructuras más profundas de la sociedad tras décadas de convivencia con el narcotráfico y la guerra. Diversos sectores de la
población vieron cómo los narcotraficantes adquirieron tierras, equipos de fútbol, empresas y representación en el Congreso.
Fueron los cómplices silenciosos de sus prácticas y de sus perversos efectos en la estructura ética de la sociedad.

En los casos analizados, es ejemplar el comportamiento de las instituciones educativas. Fueron la rectora del Marymount y el
rector de la Universidad del Magdalena quienes denunciaron el hecho, quienes enfrentaron a los padres de familia y quienes
quisieron convertirlo en un proceso formativo para los jóvenes y sus familias: ¡Felicitaciones a ellos por lo que representan!

La lucha contra el “avivato” tiene que ser un propósito nacional. Debe involucrar a la clase política, los medios de comunicación,
las iglesias, los empresarios y las familias, entre otros. Pero la debemos liderar quienes sabemos modificar las actitudes y los
comportamientos humanos: principalmente los artistas y los educadores.

Sin embargo, se equivocan quienes ante los problemas anteriores, suponen que la solución está en volver a las clases de cívica y
de urbanidad. No entienden que el problema es de la sociedad y no de los jóvenes o las escuelas. Son políticos y no educadores
quienes plantean estas equivocadas soluciones o educadores que piensan como políticos tradicionales. No entienden que el
problema es mucho más estructural de lo que suponen y que no están en juego las normas de urbanidad, sino la estructura ética
de la sociedad. Tremenda confusión creer que son lo mismo normas y valores. No entienden que la clase política cuando corrompe
invita a la corrupción y que cuando divulga sus mensajes electorales es común que promueva el odio y la ira. No entienden que
vivimos en el segundo país más desigual de América Latina y que la desigualdad engendra exclusión de los más pobres y
desposeídos, racismo y pérdida de derechos.

¡No necesitamos clases de urbanidad! Lo que necesitamos es un compromiso de la clase política contra la corrupción. Lo que
necesitamos es un compromiso de los medios masivos para que nunca más llamen “falso positivo” a un asesinato, para que nunca
más dediquen quince minutos y tres páginas a la “cultura de la silicona” y tan solo un minuto al año y media página para hablar
de ciencia, educación y cultura. Lo que necesitamos es un compromiso de los medios masivos de comunicación para que no
hagan creer al pueblo colombiano que cultura son los “chismes” de farándula y para que les entreguen los micrófonos y los
espacios a los artistas, a los intelectuales, a los jóvenes y a los educadores. Somos nosotros quienes debemos hablar de cultura y
ciencia, y no las reinas de belleza convertidas en periodistas.

La tarea por excelencia de la educación es la modificabilidad del ser humano. Precisamente por eso, la lucha por el cambio cultural
la tenemos que liderar los educadores. Los políticos tendrán que aprehender de nosotros y no al revés. Ellos son una de las causas
esenciales del problema ético y cultural. Por eso mismo, no serán quienes lideren su solución. La tarea central de la educación es
formar mejores ciudadanos. Es fácil de lograr si mejoramos los presupuestos y si fortalecemos la autonomía y el trabajo con las
familias. La explicación es sencilla: el problema educativo es fácil de resolver, pero faltan recursos y voluntad política para lograrlo.
Eso es lo que depende de ustedes. La solución la tenemos nosotros en nuestras manos.

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