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Clase I y II
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Cullen, en una línea afín a la del citado Freire (y de la pedagogía crítica en general)
aciertan al considerar la práctica educativa como ejemplo de aquello que Aristóteles
denominaba praxis, esto es: una acción “éticamente informada”. La consideración
Freireana de esta nueva modalidad, atenta a la participación del educando como
generador de conocimiento, da lugar a la perspectiva “dialógica” que, tal como se viene
apuntando, instala la consideración del carácter ético-crítico de todo proceso de
enseñanza-aprendizaje.
Con respecto al “porqué” o al “para qué”, cabe preguntarse si la educación no es
algo así como aquello que los antiguos denominaban causa sui, ese decir: lo que tiene un
sentido en sí mismo independientemente de cualquier finalidad exterior. Pero aun
sosteniendo, como diría M. Walzer, que la educación es un “fin autónomo”, más allá de
cualquier destino instrumental que uno le asigne, está un nivel más profundo que
relaciona la educación con la libertad en el marco los procesos sociales y las gestas
históricas. Una cosa es decir que la educación está en la esfera del sentido y por encima
de cualquier utilidad, y otra muy distinta es restarle toda implicancia esencial en los
procesos emancipatorios y/o liberadores. En general, las propuestas liberales de
educación que en un principio (siglos XVII y XVIII) asumieron el “enseñar todo a todos” de
un J. Comenio, como respuesta combativa ante las restricciones estamentales del Ancien
Régime, fueron progresivamente convirtiéndose en fórmulas asépticas con relación al
sentido político de la educación. De ahí que uno de los temas centrales de la indagación
filosófica sea revivir la pregunta acerca del alcance emancipatorio de la función educativa.
Es como decir en términos freireanos -no exentos del compromiso que plantea A. Gramsci
y toda la tradición marxista en general- atender a “para quién” se educa; al contenido
práctico-liberador de toda acción educativa que se precie de ser tal, y no sea mera
ilustración “adaptativa” a las relaciones de dominio existentes.
Cómo se puede advertir, todas estas vicisitudes filosóficas que enhebran el qué, el
cómo, el porqué y el para qué educativos remiten a la particular alianza históricamente
trazada entre educación y Modernidad. A partir de ésta última, y de la particular
universalización de derechos que plantea el estado moderno, se va generando la
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ampliación del acceso a las escuelas con miras al progreso económico, la urbanización, el
desarrollo científico y la integración al interior de las naciones. No obstante, también debe
considerarse la formación de circuitos educativos diferenciados, para pobres y ricos, y el
ascenso de una concepción puramente utilitarista de la educación, como integración al
mercado de trabajo, por encima de la vertiente crítica y humanista de la tradición
emancipatoria.
Reconstruyendo un poco esta historia desde sus huellas más antiguas, y para
reposición de uno de los pasajes claves del texto de C. Casali para la unidad I, puede
considerarse a la modernidad en relación a sus antepasados clásicos. En la vieja Grecia nos
topamos con una consideración más bien relativista de “humanidad”, la de los sofistas
como Protágoras para el cual el hombre es “la medida de todas las cosas”. Como es
sabido, a esta tendencia se le opone la tradición académica (platónica) para la cual el
sentido (la verdad o alétheia) remitía a un horizonte de comprensión trascendente a la
vida sensible o natural: el mundo de las ideas (Tópos Hyper Uranos), superior a todo
criterio de utilidad y/o aplicación terrenal. Ya en plena modernidad, el filósofo
norteamericano John Dewey supo recoger el eco de esta discusión tan añeja. Dewey
considera que el platonismo es la base pagana de lo que luego fue la filosofía teológica
medieval y, en defensa de una filosofía la altura de los tiempos modernos, propone una
pedagogía depurada de elementos platónicos o teológicos, que según él aún sobrevivían
aún en los criterios enciclopedistas abstractos y universalistas de la modernidad naciente.
Según Dewey, dichos resabios idealistas impedían a la educación hacerse cargo de las
“reales” necesidades de integración al mundo, a partir de la experiencia y de la habilidad
práctica que demandan las sociedades desarrolladas y democráticas.
Esta verdadera mundanización de la filosofía reclamada por Dewey recoge los ecos
de la prédica empirista de un J. Locke o un D. Hume (Siglo XVII), en el sentido de educar
para la voluntad de los hombres (burgueses) expresada en el pacto social, y no para una
aristocracia representada en el ideal platónico del “Rey Filósofo”. El progresivo
“desencantamiento” de la cultura, para dar entrada a una secularización cada vez más a
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tono con las expectativas del orden productivo burgués, también puede leerse en los
textos de F. Nietzsche -un filósofo que poco y nada tiene que ver con el encuadre
empirista- como la base del nihilismo moderno acerca de los valores más altos del mundo
antiguo y medieval (muerte de Dios). Esta caída de privilegios e ideales de cuño
aristocrático puede leerse conforme a claves emancipatorias como la universalización del
derecho al conocimiento. Sin embargo, también coincide, en su vía negativa, con la
paulatina instalación de malestares tales como la indiferencia ético-política y, tal como
señala Charles Taylor, con la mercantilización de los contenidos educativos, el
individualismo y el auge de la racionalidad instrumental.
El pasaje que va del teocentrismo (antigüedad) al antropocentrismo (modernidad)
implica un cambio en la concepción de la subjetividad que es de suma importancia en
educación. Todo docente puede considerar que aquello que enseña es “sustancial” para el
alumno. Que lo que se transmite sea “sustancial”, en los términos más básicos del léxico
aristotélico, implica que es “necesario”, que no es meramente “accidental”. Lo accidental
es algo de lo cual puede prescindirse, información accesoria, contingente, que no hace al
quid de lo que se está pretendiendo enseñar. Ahora bien, hoy día consideramos que lo
sustancial, es decir, lo necesario, es “necesario” pues es “importante”, es decir, importa a
un sujeto humano; es imprescindible para nosotros, para el sujeto entendido como psiché
activa que percibe el mundo. En la antigüedad no era así. Lo sustancial era en sí mismo
valioso, independientemente de su referencia a un sujeto (humano) cognoscente. Las
cosas eran así, y el hombre era parte de esas cosas, un microcosmos dentro del
macrocosmos que era lo sustantivo, lo que obligadamente había que estudiar y aprender.
La magnitud de “lo sustancial” habitaba “fuera” del hombre como aquello que sub-yacía al
mundo cambiante (accidental) que brinda la apariencia sensible. Es así que lo sustancial
yacía debajo de los cambios y las apariencias como lo auténticamente real. De ahí que del
prefijo hypó (abajo), derivaba hypokeimenon, palabra con la que los filósofos griegos
denominaban a la sustancia y término que luego los latinos tradujeron como subjectum.
Nótese que el primer significado del término “sujeto” refiere no al sujeto humano sino al
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orden de lo substancial (sub-estancial) independientemente del hombre. El antrhopos,
más bien, se trataba de un “objeto”. El auténtico sujeto o mirador del mundo era Dios.
Con el giro que Descartes le imprime a la Filosofía, el llamado cogito o más
popularmente “pienso, existo”, la primera garantía de verdad (lo indubitable de la relación
pensar-existir) se traslada al yo. De ahí que el yo empieza definitivamente a ser lo
sustancial: el sujeto. Y por lo tanto de esto también deriva que toda sustancia educativa,
todo aquello que el docente considera como sustancial para un alumno, sea aquello que
se evalúa como “importante” para un ego cogitans, más allá de toda cosa en sí. Es más, la
tan preciada cosa en sí de teología natural griega y del mundo antiguo en general, a partir
de I. Kant se transformará en cognitivamente irrelevante, dado que ni siquiera se puede
conocer (noúmeno). Sólo se conocen “fenómenos”, es decir, entes que aparecen en la
experiencia humana y que, por lo tanto, son importantes para el sujeto humano pues
éste actúa como reflejo arquitectónico de todo lo que aparece en la experiencia. Dios deja
de ser “importante” desde el punto de vista del conocimiento dado que es una idea
carente de contenido empírico; sólo es pensable. Nótese la importancia que tiene todo
este proceso para la comprensión de circunstancias pilares de la constitución de la
modernidad: secularización versus religión, contrato social versus derecho divino,
educación laica versus educación religiosa.
Todos estos aconteceres son recuperados en el texto de J. C. Geneyro que enuncia
los legados de la modernidad, empezando por el de “secularización” o “desacralización”.
Este proceso inscribe al hombre moderno agrupado en formas de organización social más
acordes a términos societales que comunales. Predomina la “sociedad” o asociación civil
de voluntades libres por sobre la “comunidad” como pertenencia orientada en base a una
tradición o comprensión de cuño étnico o religioso. Otra de las características o legados
centrales de esta modernidad es la disponibilidad humana para transformar la
naturaleza. Ésta ya no es la physis griega, que los latinos tradujeron como natura, con sus
zonas sagradas y vedadas a la mano del hombre. Ahora es, Descartes mediante, mera res
extensa; extensión puesta “como objeto” (ob-jectum) “delante” del hombre para que éste
la invada y convierta en materia prima de una tecnología a su entero servicio.
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También la modernidad es la era del surgimiento de los estados nacionales, como
unidades políticas donde la voluntad individual, entendida como “derecho a todo”,
“estado de naturaleza” o bellium omnium contra omnes (lucha de todos contra todos) se
transforma en sociedad política o “dios mortal” (T. Hobbes), merced a un pacto o
contrato. Nótese que el pactum sujectionis entre hombres (inmanente a los sujetos
contratantes) viene a representar el sustituto de un orden que en el mundo medieval
estaba garantizado por el Dios trascendente.
En cuanto a la relación con el conocimiento, ya algo se adelantó acerca de esta
relación entre noúmenon y phenómenon en el plano teórico (Kant) que en el nivel práctico
alienta la divisa ilustrada, formulada por Kant, en 1784, en su célebre ¿Qué es la
Ilustración? Allí Kant afirma que la Ilustración (Aufklärung) es la “salida de la minoría de
edad” en tanto uso autónomo de la propia razón. Surge aquí un cambio cualitativo
relevante en lo que hace al ethos o la actitud del filósofo o educador. No se trata ahora
sólo del “giro copernicano” que implicaba que lo “significativo” o “sustantivo” del objeto
pasaba a definirse en función de ello que estructuraba el sujeto. Lo que agrega la
ilustración kantiana es un modo de abordaje, una posición activa y no pasiva del sujeto,
una apuesta a pensar por sí mismo y no repetir mansa y dócilmente aquello que nos
inculca una determinada religión o libro sagrado. De esto se deriva una apuesta a la
autonomía de la racionalidad que, en términos de educación universitaria, repercute en la
independencia de la Facultad de Filosofía con respecto a la de Teología, y en la
comprensión de un “uso público de la razón” como ejercicio crítico, aunque Kant siga
sosteniendo la necesidad de “obedecer” en el orden privado de las compromisos y las
ataduras sociales.
Por último, y como ya se adelantó, hay en la modernidad dos vertientes paralelas.
De un lado este proceso de universalización de la ciudadanía inscripto en los ideales
igualitarios de la Revolución Francesa y, por otro lado, un “sistema mundo” –al decir de I.
Wallerstein- que reproduce concretas desigualdades entre individuos que pertenecen a
clases sociales y culturas diferenciadas. Ahondando aún más en dicha doble cara política
del fenómeno “modernidad”, éste debe debe ser leído, también y fundamentalmente, en
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relación a la expansión trasatlántica de Europa –tal como plantea E. Dussel- y a la
Conquista de América. En suma, la modernidad no es sólo un proceso de ampliación de la
ciudadanía y expansión del pensamiento crítico por sobre el oscurantismo de ciertas
tradiciones medievales, sino también -en su faceta más cruda y oscura- un proyecto de
dominación capitalista y colonial tendiente a disciplinar fuerzas sociales, reproducir
diferencias socioeconómicas, y a valorar las formas epistémicas y culturales de las
regiones centrales por sobre aquellas de los contextos empobrecidos y colonizados.
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de filosofía sin ser un poco “filósofo”? ¿Cuándo se educa se “transfiere” meramente
conocimiento? ¿Puede hoy y ante la desterritorialización promovida por las nuevas
tecnologías seguir hablándose de colonización pedagógica? ¿La acción educativa es
meramente técnica o está informada de principios ético-políticos?