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Domingo XIV del Tiempo Ordinario

7 julio 2019

Lc 10, 1-9

En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, los mandó por delante,
de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía:
“La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies
que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os mando como
corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias, y no os
detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid
primero: «Paz a esta casa». Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos
vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y
bebed de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis
cambiando de casa en casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed
lo que os pongan, curad a los enfermos que hay, y decid: «está cerca de
vosotros el Reino de Dios»”.

CORDEROS Y LOBOS

En una primera aproximación, pareciera que el mundo se halla


dividido entre “lobos” y “corderos”: los primeros poseen poder –
económico, político, religioso…– y carecen de escrúpulos, mientras los
segundos padecen indefensión y son víctimas de abusos.

Se trata de un dato que salta a la vista, y que invita a una doble


movilización: por un lado, a mantener una actitud lúcida y crítica –el
mismo Jesús que animaba a ser “sencillos como palomas”, recordaba
la necesidad de ser, al mismo tiempo, “astutos como serpientes” (Mt
10,16)–; y, por otro, a tomar partido –ser parciales– a favor de
cualquier tipo de víctimas.

Ese hecho, sin embargo, no puede ocultar que lo percibido en


el ámbito social es un “reflejo” de lo que sucede en nuestro interior. En
todos nosotros habita un “lobo” y un “cordero”. Las fronteras que
delimitan ambos comportamientos no son exteriores, sino que se
hallan en nuestro corazón.

Con frecuencia proyectamos el mal fuera, en una actitud que se


mueve, a partes iguales, entre la propia autojustificación y la
culpabilización de los otros. Con esa estrategia, el yo trata de
afirmarse, situándose incluso en una especie de “superioridad moral”
frente a quienes juzga y condena de manera simplista y facilona.
Con la misma frecuencia, se nubla nuestra capacidad de
comprensión, olvidando que cada persona hace, en cada momento, lo
mejor que sabe y puede. Tal comprensión no significa justificar
cualquier comportamiento, sino comprenderlo a partir de la
representación mental desde la que se mueve la persona que actúa de
un modo determinado. Comprender no es justificar, sino reconocer
que, en el origen del daño que cometemos, hay siempre ignorancia –
inconsciencia, en su sentido más radical–, que lleva a creer que es
“bueno” lo que en realidad produce sufrimiento.

En este contexto, me parece oportuno transcribir la historia que


cuenta el filósofo David Loy. Un anciano americano estaba hablando
con su nieto tras la tragedia del 11 de septiembre de 2001 y le decía:
“Siento como si tuviese dos lobos combatiendo en mi corazón. Un lobo
es vengativo, iracundo y violento. El otro lobo es amoroso, capaz de
perdón y compasivo”. El nieto preguntó: “¿Qué lobo ganará la batalla
en tu corazón?”. El abuelo respondió: “Aquel a quien yo alimente”…

Será necesario –como decía el recientemente fallecido Jean


Vanier, el fundador de “El Arca”– “descubrir el lobo que todos llevamos
dentro”. Pero verlo desde la certeza de que, en nuestra verdadera
identidad, somos inocencia.

La comprensión nos hace ver que todos, sin excepción, somos


Bondad, Verdad y Belleza –nombres todos ellos que apuntan a nuestra
identidad profunda– pero que, como consecuencia de la ignorancia
acerca de quienes somos –ignorancia trufada de sufrimiento no
elaborado–, fácilmente nos instalamos en la confusión y generamos
sufrimiento.

¿Sé ver lo que hay de “lobo” y de “cordero” en mí?

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