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Domingo XVI del Tiempo Ordinario

21 julio 2019

Lc 10, 38-42

Entró Jesús en una aldea y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor,
escuchaba su palabra. Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio,
hasta que se paró y dijo: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya
dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano”. Pero el Señor le
contestó: “Marta, Marta: andas inquieta y nerviosa con tantas cosas: solo una
es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán”.

LO ÚNICO NECESARIO

Ha sido frecuente leer este texto en clave dualista, como si


abogara por la superioridad de la “vida contemplativa” sobre la “vida
activa”. De ese modo, ha servido de soporte ideológico para ponderar
“lo religioso” por encima de “lo profano”.

El sentido original (histórico) del mismo parece que era diferente:


trataría de afirmar la primacía del discipulado por encima de cualquier
otra actividad. En efecto, la expresión “estar sentado(a) a los pies de
Jesús” constituía una fórmula estereotipada para referirse al hecho de
“ser discípulo” (o discípula). No es difícil entender que, para aquellas
primeras comunidades, surgidas al calor de la figura de Jesús, el
objetivo primero fuera precisamente el de vivir como discípulos del
Maestro de Nazaret.

Sin embargo, desde una clave espiritual (o universal), más allá


del contexto histórico en que nace, el texto adquiere una riqueza
mayor. La “única cosa necesaria”, “la mejor parte”, que nadie podrá
quitarnos, es la comprensión de lo que somos.

A falta de esta comprensión, podemos “multiplicar” nuestra


actividad e incluso nuestro servicio, pero será imposible superar la
“inquietud” y el “nerviosismo”…, incluso –como manifiesta María en el
relato– la queja contra quienes no actúen como nosotros.

Nerviosismo, inquietud, queja, confusión, sufrimiento… nacen


siempre como consecuencia de nuestra identificación con el yo
separado. Ese es el único “pecado”, y “pecado original”, porque en esa
creencia errónea se origina la ignorancia radical que se traduce
irremisiblemente en sufrimiento.
Ahora bien, aunque errónea, tal creencia se halla fuertemente
enraizada en nuestro psiquismo y en nuestras neuronas: la hemos
mamado con la leche materna y ha sido constantemente sostenida, a
lo largo de nuestra existencia, en todos los ámbitos en los que nos
hemos movido. Hasta el punto de que nuestra propia mente tiende, de
entrada, a revolverse contra cualquiera que la cuestione.

Sin embargo, es una creencia que únicamente se sostiene por


la adhesión que le brindamos. La respuesta adecuada a la cuestión
“¿qué soy yo?” es inmediata, directa y autoevidente: Soy Eso que es
consciente. No puedo ser ningún “objeto” que pueda observar, sino Eso
que es consciente de todos ellos y permanece estable. Esta
comprensión es “lo único necesario”: todo lo demás, incluida la
actividad y el compromiso, será consecuencia y fruto de aquella.

Nos hallamos, pues, entre la comprensión –autoevidente en ella


misma– y la inercia que nos lleva a mantenernos en la creencia antigua
que nos identifica con el yo separado. ¿Qué hacer? Ejercitarnos
constantemente, a lo largo de todo el día, en hacernos conscientes de
lo que realmente somos, como si fuera un “recordatorio” permanente:
“no soy este yo con el que me había identificado, sino Eso que es
consciente y uno con todo, pura consciencia ilimitada y no-local,
Presencia consciente. Y me entreno en vivir todo desde ahí. Y luego
veo qué sucede…, para aprender a partir de la propia experiencia.

¿Qué es para mí “lo único necesario”?

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