Professional Documents
Culture Documents
Para Marie
Agradecimiento
1
Referencia a un comentario de la reina María Antonieta
en tal situación. (N. del E.)
apellido, y se dirigió a la pecosa y rubia Wendy Stowlap. En
aquel momento estaba desocupada y Burden hubiese dado
esa razón para elegirla.
—¿Se trata de la chica desaparecida? —quiso saber ella
después de que Burden le preguntara por Annette Bystock.
—Sólo son investigaciones de rutina —respondió
Burden, sin comprometerse—. ¿Ha regresado la señorita
Bystock?
—Todavía está de baja.
Burden al darse la vuelta, casi chocó contra la siguiente
clienta de Wendy Stowlap, una mujerona de mono rojo.
Apestaba a tabaco. Siempre se pueden permitir fumar,
penso Burden. Dos de los muchachos sentados en la
balaustrada de piedra también fumaban, con los pies
rodeados de cenizas y colillas. Burden les miró severo,
frunciendo el entrecejo. Su mirada se demoró en el
muchacho negro con el pelo a lo rasta, una montaña de
trenzas apelotonadas, sobre la que descansaba una gorra de
lana, tejida en círculos concéntricos de color. Era el tipo de
gorra que él llamaba boina escocesa, como la había
denominado su padre y su abuelo antes que él.
Los muchachos ni siquiera se fijaron en él. Era como si
su cuerpo fuese transparente y sus ojos lo atravesaran para
mirar la piedra, la calle, la esquina donde Brook Road
cruzaba la calle Mayor. Le hacían sentirse invisible.
Encogió los hombros furioso y se encaminó hacía su coche
estacionado en el aparcamiento «estrictamente privado»
del personal de la Seguridad Socíal.
La dirección que le había dado Wexford estaba en
Kingsmarkham sur. En otra época había sido una de las
mejores zonas de la Ciudad donde, a finales del siglo XIX,
los ciudadanos más prósperos habían edificado grandes
mansiones, cada una con algunos metros de jardín. La
mayoría de casas seguían en pie pero ahora subdivididas,
y los jardines aparecían ocupados con nuevas viviendas y
garajes. Ladyhall Gardens había sufrido esta
transformación, pero las reliquias victorianas eran más
pequeñas y cada una estaba dividida en dos o tres pisos.
Alguien le había dado al número quince el pomposo
nombre de Ladyhall Court. Era una casa con tejado de dos
aguas, construida con ladrillo «blanco», que era el material
de moda en el 1890. Una hilera de sicomoros dorados
impedía ver la planta baja desde la calle. Burden estimó
que había dos apartamentos por planta, y que a los dos de
atrás se accedía por una entrada lateral. Sobre el timbre
correspondiente al piso superior la tarjeta decía: John y
Edwina Harris; y la de encima del timbre de la planta baja:
Sra. A. Bystock.
Al no obtener respuesta del apartamento uno, toco el
timbre de los Harris. Tampoco atendió nadie. La puerta
principal tenía una cerradura arriba, otra en el medio, y un
pomo de latón, ahora negro por la falta de lustre. Por si
acaso, Burden accionó el picaporte y para su sorpresa —y
disgusto— se abrió la puerta.
Entró en un vestíbulo con el techo estucado y losetas de
vinilo en el suelo. La escalera tenía la balaustrada de hierro
y escalones de mármol gris. Había una sola puerta, verde
oscuro con el número uno pintado en blanco. El llamador
y el pomo eran de latón bien pulido, y el botón del timbre
relucía como el oro.
Burden tocó el timbre y esperó. Quizá la mujer estaba
acostada. Era lógico si estaba enferma. Permaneció con el
oído atento a cualquier sonido, pasos o el crujir del suelo.
Volvió a tocar el timbre. El llamador era casi de decoración,
sonaba como si un niño golpeara dos palillos entre sí.
Quizás había decidido no atender. Si el estuviera en
cama enfermo, solo en casa, y un visitante inesperado
tocase el timbre, el no hubiera atendido. Tal vez alguien
cuidaba de ella, quizás un vecino, y esa persona tendría una
llave.
Se arrodilló y espió por la abertura del buzón. En el
interior estaba bastante oscuro, más que en el pasillo. Poco
a poco, a través del pequeño rectángulo, distinguió el
vestíbulo en sombras, con el suelo de moqueta roja y una
consola pequeña con un cesto dorado lleno de flores secas.
Se puso de pie, toco el timbre, golpeó con el llamador, se
agachó y gritó el nombre de la mujer a través de la
abertura: «¡Señora Bystock!» y otra vez más fuerte:
«¡Señora Bystock! ¿Esta en casa?».
Gritó el nombre por última vez y después salió de la
casa para ir a un costado, apartando las ramas de los
sicomoros con sus hojas correosas que lo oscurecían todo.
Esta ventana pequeña correspondería a la cocina, y esta
otra al baño. Aquí no había sicomoros, sólo plumeros
amarillos a ambos lados de un camino de cemento. Las
cortinas de la última ventana junto a la puerta lateral
estaban cerradas. El instinto le hizo mirar atrás, de la
manera que hacemos cuando pensamos que nos observan.
Al otro lado de la calle, en una casa del 1900 con un
pequeño jardín, alguien le miraba desde una ventana del
piso superior. Un rostro que parecía tan viejo como la casa,
arrugado, ceñudo, iracundo.
Burden volvió otra vez a la ventana. Le pareció extraño
ver las cortinas echadas. ¿Tan enferma estaba? Tan
enferma como para necesitar dormir en una habitación a
oscuras a media mañana? Se le ocurrió que quizá no estaba
enferma en absoluto, que se escaqueaba del trabajo y que
había ido a alguna parte.
De pronto se volvió esperando encontrarse conque el
viejo de la ventana había bajado y cruzado la calle para
llamarle la atención. Pero el rostro seguía allí, con la misma
expresión, y tan inmóvil, tanto, que por un momento
Burden se preguntó si se trataba de una persona real o una
simulación, una silueta de madera de un observador
iracundo y malvado, puesto allí por el ocupante de la
misma manera que algunos ponen un gato de yeso en el
jardín para espantar a los verdaderos.
Pero era una tontería. Se agachó para espiar entre las
cortinas, pero la abertura era demasiado pequeña, casi una
línea. Sin importarle lo que pudiera decir o hacer el
observador, se arrodilló en el suelo de cemento e intento
mirar por debajo del repulgo de las cortinas. Había un
espacio de poco más de un centímetro entre la tela y el
marco de la ventana. El interior estaba oscuro. No veía casi
nada. Después, a medida que sus ojos se habituaron a la
penumbra, vio el borde de un mueble, quizás una cómoda,
la pata de madera lustrada sobre la moqueta azul, parte de
una tela floreada que tocaba el suelo. Y una mano. Una
mano, que colgaba entre aquellas lilas y rosas estampadas,
una mano blanca, inmóvil con los dedos extendidos.
Debía ser de porcelana, de yeso o de plástico. No podía
ser real. O lo era y ella dormía. ¿Cómo podía dormir
después de tantos gritos? Casi en un gesto involuntario, sin
preocuparse de los posibles mirones, golpeó el cristal con
los nudillos. La mano no se movió. La dueña de la mano no
se levantó de un salto, asustada.
Burden fue corriendo hacía la puerta de la casa. ¿Por
que nunca había aprendido a forzar una cerradura? Abrir
esta hubiese sido un juego de niños para muchos hombres
y mujeres que encontraba cada día. En las películas, las
puertas se hundían con solo tocarlas con el hombro.
Siempre se reía enojado cuando veía a los actores de la
televisión lanzarse contra puertas muy sólidas y tumbarlas
como si fuesen de papel. Además, no hacían ruido. Sabía
que sus intentos serían ruidosos y que seguramente
llamaría la atención de los vecinos. Pero no podía evitarlo.
Se lanzó contra la puerta, utilizando el hombro como
ariete. La puerta se sacudió y crujió pero la acción le causó
más daños a él que a la puerta. Se frotó el hombro y lo
intento otra vez, y otra, y una vez más. Esta vez probó con
el pie, descargó una patada y se oyó el crujido de la
cerradura. Otro puntapié —no había pateado así desde los
partidos de futbol en la escuela— y la puerta se abrió con la
cerradura deshecha. Entró en el apartamento y se detuvo
a recuperar el aliento.
El vestíbulo era minúsculo. Pasada una esquina se
convertía en un pasillo. Las cinco puertas estaban cerradas.
Burden lo recorrió, calculó cual sería la puerta del
dormitorio, la abrió y encontró un armario. La siguiente
debía ser la del dormitorio, estaba apenas entreabierta.
Inspiró con fuerza y la abrió del todo.
La mujer parecía dormir, la cabeza sobre la almohada,
el rostro hundido en ella y oculto por una masa de pelo
oscuro rizado. Un hombro al aire, el otro y el resto del
cuerpo tapado por las sabanas y la colcha floreada. Desde
el hombro desnudo se extendía el brazo, Blanco, regordete
con la mano que había visto, casi rozando el suelo.
Burden no tocó nada, ni las cortinas, ni las sabanas, ni
la cabeza enterrada, nada sino la mano colgante. Apoyó un
dedo sobre el dorso por encima de los nudillos. Estaba
rígida y fría Como el hielo.
11
12
13
1
«Ranger» tiene el sentido en Gran Bretaña de
guardabosques real. (N. del T.)
—Se lo pregunté. Me contestó que gracias a tenerlo nos
pudo llamar.
—Pero no respondió a la pregunta.
—No. Cuando insistí, dijo —ya verán— que era por si
tenía una avería de noche en la autopista. —Vine se rió—.
Lo tengo entre los primeros de mi lista de sospechosos. Al
salir de su casa, mientras iba a buscar el coche, como de
costumbre tuve que aparcar a casi un kilómetro, me crucé
nada menos que con Kimberley Pearson, que ahora vive en
un bloque de pisos de la calle Mayor, no-sé-cuantos Court,
eso Clifton Court.
—¿Habló con ella?
—Le pregunté cómo le iba con la nueva casa. Tenía a
Clint con ella muy bien vestido, con un chandal flamante y
sentado en un coche nuevo. Ella también iba muy bien
arreglada, malla roja, top y zapatos con unos tacones así de
altos. —Vine levantó una mano y separó el pulgar y el
índice unos diez centímetros—. Es otra mujer. Me había
dicho que se mudaba a la casa de su difunta abuela, pero no
me parece que sea allí. Me refiero a que los pisos son casi
nuevos y muy elegantes.
Burden miró de reojo a Wexford y con un tono de mal
disimulado reproche le comentó:
—Esto tranquilizará su conciencia. Usted que se
preocupaba tanto por su destino.
—«Preocupado» es una palabra demasiado fuerte,
inspector Burden replicó Wexford, tajante—. La mayoría de
las personas que no son del todo insensibles se
preocuparían por la vida de un niño en esas condiciones.
Por unos momentos reinó un silencio incómodo en el
despacho. Vine fue el primero en romperlo.
—Parece que le va bastante bien sin Zack. Supongo que
no veía la hora de perderlo de vista.
Wexford permaneció en silencio. Tenía otra cita con los
Snow. ¿La muerte de Sojourner afectaría la manera de
tratarlos? ¿Debía adoptar un enfoque completamente
nuevo? De pronto se sintió como perdido en un bosque
oscuro. ¿Por qué le había pegado la bronca a Mike? Cogió
el teléfono y le pidió a Bruce Snow que viniera a la
comisaría a las cinco.
—No acabo hasta las cinco y media.
—Por favor, a las cinco, señor Snow. Y también quiero
ver a su esposa.
—Le deseo suerte —contestó Snow—. Se marcha hoy. Se
lleva a los niños a Malta, a Elba o algún lugar así.
—No, no se marchará. —Wexford marcó el número de
la casa en Harrow Avenue. La voz de una muchacha
respondió a la llamada.
—Por favor, la señora Snow.
—Soy la hija. ¿Quién la llama?
—El inspector jefe Wexford, de la policía de
Kingsmarkham.
—Ah. Espere un momento.
Tuvo que esperar más de la cuenta y el enfado fue en
aumento. Cuando se puso al teléfono, resultó evidente que
Carolyn había recuperado el control. La dama de hielo
estaba otra vez en funciones.
—¿Sí, qué desea?
—Por favor, señora Snow, quiero que venga a comisaría
a las cinco.
—La lamento, tendrá que ser en otra ocasión. Mi vuelo
a Marsella sale a las cinco menos diez.
—Se marchará sin usted. ¿Ha olvidado que le pedí que
no se fuera de viaje?
—No, pero no pensé que lo dijera en serio. Es absurdo.
¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? Soy la parte
perjudicada. Me llevo a mis pobres hijos de aquí para que
se repongan. La conducta de su padre les ha roto el
corazón.
—La reparación de sus corazones puede esperar algunos
días, señora Snow. Supongo que no querrá verse acusada
de obstruir investigaciones policiales.
No era tan tonto como para creer que entendía a la
gente. Por ejemplo, ¿por qué mentía esta mujer? Era, como
acababa de decir, la parte perjudicada. Engañar a la esposa
con una amante durante un período de nueve años era una
ofensa muy grave, porque además de herirla la había
humillado, la hacia aparecer como una tonta. En cuanto a
Snow, nunca entendería la conducta del hombre. Nunca
hubiera creído posible que aquí, en Inglaterra, en los
noventa, un hombre pudiera disfrutar de los favores
sexuales de una mujer durante años sin pagarle, sin hacerle
ningún regalo ni salir con ella, sin utilizar una habitación
de hotel ni siquiera una cama, en la oficina, en el suelo,
para poder atender el teléfono si llamaba su esposa.
Si no podía entender eso, ¿cómo podía entender
cualquier otro aspecto de la conducta de Snow? Le parecía
absurdo que el hombre hubiese matado a Sojourner
porque, supongamos, Annette le había hablado de sus
relaciones. Pero, asimismo, le resultaban incomprensibles
todos los comportamientos de Snow. ¿La mató y la enterró
en los bosques de Framhurst? ¿Mató a Annette, mató a la
mujer a la que Annette se lo había dicho, sólo para evitar
que su esposa se enterara? Bueno, ahora todos sabían lo
que había pasado cuando su esposa se enteró... Quizá
Sojourner le chantajeaba. Algo de poca monta. A él no le
hubiese costado nada darle algún dinerillo de cuando en
cuando para que mantuviera la boca cerrada. Entonces ella
le pidió más dinero, quizás una suma considerable.
Wexford descubrió que le disgustaba pensar de esta
manera. En el fondo, de una manera casi inconsciente,
tenía a Sojourner por una buena persona. Sojourner era la
víctima inocente de unos hombres perversos que la
explotaban y abusaban de ella, mientras ella misma era
virtuosa y gentil, alguien que sabía guardar un secreto, un
alma cándida, simple y temerosa.
Desde luego, la idealizaba. ¿Que había pasado con la
lección que había recibido en aquel asunto con los Akande
y que consideraba aprendida? No sabía nada de la
muchacha, ni su nombre real, ni su país de origen, o si
tenía familia, ni siquiera sabía la edad. El informe forense
de Mavrikiev, que todavía no había recibido, tampoco le
ayudaría con estas preguntas. Incluso no sabía si ella había
estado alguna vez en la oficina de la Seguridad Social.
Bruce Snow se sentó en el cuarto de entrevistas número
uno con Burden. Su esposa estaba con Wexford en el cuarto
de entrevistas número dos. Ponerlos juntos hubiese
significado repetir la violenta discusión de la vez anterior.
Wexford se enfrentó a una Carolyn Snow malhumorada,
mientras Karen Malahyde permanecía de pie detrás de ella
con una evidente expresión de desagrado que se debía,
supuso el inspector, a todo lo que concernían a la señora
Snow: su estilo de vida, su condición de esposa sin un
trabajo o ingresos personales y, por desgracia, su nueva
posición como mujer engañada.
—Quiero dejar constancia —dijo Carolyn, que considero
un ultraje que se me impida ir de vacaciones. Es una
interferencia injustificada a mis derechos y a mi libertad. Y
en cuanto a mis pobres hijos, ¿qué han hecho?
—No es lo que han hecho ellos sino lo que ha hecho
usted, señora Snow. O, mejor dicho, lo que no ha hecho.
Puede dejar constancia de lo que quiera. Pero por mucho
que presuma que no dice mentiras, no me ha dicho la
verdad.
15
16
17
18
20
21
23
24