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San Elredo de Rieval

Resuene, pues, buen Jesús, tu voz en mis oídos, para que aprenda cómo debe
amarte mi corazón, te ame mi mente, y te amen hasta las entrañas de mi alma. Que te
abrace la médula de mi corazón, pues eres mi bien único y verdadero, mi gozo dulce
y exquisito. Pero, ¿qué es el amor, Dios mío? Si no me engaño es una admirable
complacencia del alma, tanto más dulce cuanto más pura, tanto más suave cuanto más
verdadera, tanto más gozosa cuanto más amplia. Es el paladar del corazón que te
saborea, porque eres dulce; es el ojo que te ve, porque eres bueno; y es el espacio capaz
de acogerte, a ti que eres inmenso. Pues quien te ama te contiene, y te contiene en la
medida que ama, porque tú eres amor, eres caridad. Esa es la opulencia de tu casa de
que se embriagarán tus amados, los que se pierden a sí mismos para pasar a ti. ¿Y
cómo se realiza eso, Señor, sino amándote? Pero con todo el ser.

Descienda, Señor, te ruego, a mi alma una partícula de esta inmensa dulzura


tuya, con la que se endulcen los panes de su amargura. Guste de antemano con la
prueba de un pequeño sorbo aquello que desea, lo que ansía, por lo que suspira en esta
peregrinación. Saboree y siga con hambre, beba y siga con sed, pues los que te comen
tendrán más hambre, y los que te beben tendrán más sed. Pero se saciarán cuando
aparezca tu gloria, cuando se manifieste el cúmulo inmenso de dulzura, que reservaste
para los que te temen, porque sólo lo revelas a los que te aman.

Mientras tanto, Señor, que yo te busque, y te busque con el amor; porque quien
camina amándote es indudable, Señor, que te busca; y quien te ama perfectamente ése
es, Señor, el que ya te ha encontrado. ¿Hay algo más justo que el que te ame tu criatura,
que recibió de ti ese don de poder amarte? Los seres irracionales o insensibles no
pueden amarte: no son capaces de ello. Tienen su naturaleza, su figura y su orden, no
para ser felices o poder serlo amándote, sino para que todo lo hermoso, bueno y bien
ordenado por ti, contribuya a la gloria de aquellos que pueden ser dichosos porque
pueden amarte. (Esp. Car. LI, I, 1).

¡Oh Señor Jesús, qué gran suavidad en el amarte, cuánta tranquilidad en la


suavidad, y cuánta seguridad en la tranquilidad! No yerra la elección del que te ama,
pues nada hay mejor que tú; ni la esperanza falla, pues nada se ama con mayor
provecho. No hay miedo a excederse en la medida, pues la medida de amarte es
amarte sin medida. No cabe el temor a la muerte debeladora de la mundana amistad,
pues la vida no muere. En amarte no hay lugar a la ofensa, que no existe si no se desea
más que el amor. No se insinúa suspicacia alguna, pues juzgas según el testimonio de
tu propia conciencia. Aquí mora la suavidad, pues se excluye el temor. Aquí reina la
tranquilidad, pues se mantiene a raya la ira. Aquí se goza de seguridad pues se
desprecia al mundo.

Quién sea el feliz poseedor de un tal amor, lo declara abiertamente la Verdad


cuando dice: el que sabe mis pensamientos y los guarda, ése me ama. Así pues, quien
observa los mandamientos de Dios en la memoria y los observa en la vida; quien los
lleva en la boca y los pone por obra; quien los acoge escuchando y los observa
operando: o quien los observa operando y los observa perseverando, ése ama a Dios.
El amor hay que demostrarlo en las obras, para que el nombre no esté desposeído de
contenido.

Conviene saber que el amor de Dios no se valora atendiendo a los sentimientos


momentáneos, sino más bien por la calidad estable de la propia voluntad. Pues el
hombre debe sintonizar su voluntad con la voluntad de Dios, de suerte que cuanto la
voluntad divina ordenare lo acepte de buen grado la voluntad humana. Así no se
registrarán ni diversidad ni contraposición de opiniones, no se preguntará por qué esto
o aquello, sino que la razón última de actuar es el convencimiento de que así lo quiere
Dios. Esto es amar a Dios de verdad. Pues la misma voluntad se ha identificado con
el amor. Y lo mismo da decir buenas o malas voluntades que buenos o malos amores.

De aquí que esta voluntad habrá que cualificarla de acuerdo con un doble
criterio: la acción y la pasión. Esto es, si soporta pacientemente lo que Dios mandare
o permitiere y cumple con fervor cuanto le ordenare. Cualquier voluntad en sintonía
con la voluntad de Dios soporta pacientemente lo que Dios mandare y ejecuta
fervorosamente lo que le ordenare. De éste se puede decir que ama a Dios con todas
sus fuerzas. Pero como quiera, Señor Dios, que nadie por sus propias fuerzas o por sus
méritos y sin tu gracia, es capaz de sintonizar con tu voluntad o de amarte, nos vemos
precisados a implorar el auxilio de tu gracia con una intensa y continuada insistencia.

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