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Marx e hijos

JACQUES DERRIDA
Texto de 1998, en «Demarcaciones espectrales. En torno a expectros de Marx, de Jacques
Derrida», Michael Spinker (ed.), Trad. de Malo de Molina, A. Riesco y R. Sánchez Cedillo. Trad.
de Malo de Molina, A. Riesco y R. Sánchez Cedillo. AKAL, Madrid, 2002, pp. 247-306. Edición
digital de Derrida en castellano.

Debo confesarlo inmediatamente: estas reflexiones no serán únicamente


inadecuadas. Era algo que cabía esperar. El lector rápidamente reconocerá en ellas esa
forma de inadecuación denominada anacronía. Una vez más, las respuestas esperadas
serán, al mismo tiempo, prematuras y tardías.

Prematuras: desgraciadamente, tendrán a menudo la forma inacabada, también la


retórica, de un prólogo experimental. Éste perdurará como el embarazoso prefacio a una
«respuesta» que, un día lejano, desearía ajustar a la impresionante y generosa
provocación de los textos que me preceden en este volumen. La mayoría de ellos, no
obstante, continuarán acompañándome, cada uno de manera diferente. Sostendrán mi
reflexión, es decir, también mis compromisos y mis evaluaciones políticas.

Al mismo tiempo, si es que alguien se atreve a hablar de un mismo tiempo, se me


podrá acusar también de un retraso injustificable y de ceder a otro tipo de ficción retórica,
a otro tipo de género literario: el posfacio o el postscriptum, no tanto a Espectros de
Marx, sino más bien a la «respuesta» que, en vano, he preparado durante demasiado
tiempo. Y que también he proyectado desde hace demasiado tiempo, desde antes de
Espectros de Marx. Porque, me permito recordarlo, este libro ya pretendía ser a su
manera una especie de «respuesta», tan sólo una respuesta, a una invitación inmediata así
como a una inyunción urgente, pero también a una solicitud muy antigua. Es cierto que el
«sí» de una responsabilidad, con todo lo original que pueda ser, continúa siendo una
respuesta. Resuena permanentemente como la respuesta a una inyunción espectral: así
pues, la orden viene de un lugar al que no podemos identificar ni como un presente vivo
ni como pura y llana ausencia de un muerto.

Esto equivale a decir que la responsabilidad de esta respuesta ha abandonado ya el


suelo de esta filosofía como ontología, o de esta ontología como discurso sobre la
efectividad del ser-presente (on) de la que vamos a tener que volver a hablar mucho.
Porque, como ya se habrá verificado, todos los debates abiertos en este libro se cruzan, en
un momento o un otro, en torno a esta cuestión de forma aparentemente abstracta y
especulativa, pero que se mantiene, tal como se decía hace algunas décadas en Francia,
como algo «ineludible» o incluso en el «puesto de mando». La cuestión sería la siguiente:
¿qué se puede decir sobre la filosofía como ontología en la herencia de Marx? Cuanto
nos ha llegado o nos llegará aún de Marx ¿es una filosofía política? ¿Y una filosofía
política como ontología? ¿Y qué deberíamos hacer con esta cuestión aparentemente
abstracta? ¿Es legítima? ¿Es urgente? ¿Por qué todo parece reconducir a ella en los textos
que acabamos de leer en este volumen, así como en los campos problemáticos que se
denominan, por ejemplo, la «política», «lo político», la «ideología», el por-venir como
«revolución» «mesiánica» o como «utopía», el «partido» o las «clases», etc.?

Así pues, en cualquier caso, sean mis respuestas tardías o prematuras, no habré
logrado ajustar el tiempo. Tendremos entonces razón para decir que habría podido prever
este fracaso y que podría haber visto aproximarse esta anacronía. Por otro lado, ¿acaso no
era cierta intempestividad la temporalidad y, al mismo tiempo, el tema de Espectros de
Marx? Sí, sin lugar a dudas he previsto oscuramente cuanto aquí sucede. Sin lugar a
dudas lo he considerado desde el primer momento como inevitable. Sin embargo, no he
osado zafarme, prefiriendo, como se dice en francés, precipitarme al fracaso [courir à
l’échec]. He preferido asumir una derrota antes que desaparecer en el momento de dar las
gracias a los autores de este libro. Porque, ante todo, es esto lo que deseo hacer aquí. He
preferido mostrarme desarmado ante ellos y, de este modo, «hablarles» en el momento en
el que me hacen el honor de dirigirse a mí, aunque sea de manera crítica, y aún cuando lo
que me dispongo a decirles, de manera no sólo insuficiente sino también oblicua y a
veces impersonal, deba defraudar aún -a veces incluso irritar más a cuantos ya han creído
tener motivos para irritarse.

En resumen, ahora está bastante claro: no he logrado «responder» aquí, no lo


conseguiré y quizá no haya aquí lugar para hacerlo. Por varias razones que desearía
detallar ahora brevemente.

En primer lugar, hubiera sido demasiado difícil. Hubiera sido presuntuoso, llegando
el último, situándome en una posición al mismo tiempo panorámica y central, pretender
tener la última palabra bajo la forma de una precisa réplica apropiada a cada cual y cada
uno de estos textos. Habría sido una escena imposible de representar. Mejor, porque es
una escena que no me gusta. Corresponde a los lectores el hacerse un juicio de Espectros
de Marx y ahora de este libro, así como de todas las discusiones que éste implica. La
primera cosa de la que me regocijo gratamente es del mucho trabajo en perspectiva que
tiene. Porque, desde mi punto de vista, cada uno a su manera y casi sin excepción, estos
textos son de cabo a rabo textos de trabajo. Exigen, por lo tanto, algo diferente a una
«réplica». Otro trabajo, por modesto e insuficiente que sea, debería venir a su encuentro,
para atravesarlos, más que para aportarles una respuesta. En mi opinión, el que casi todos
estos textos sean trabajos originales en marcha es algo que nadie puede dudar tras su
lectura. Casi todos ellos, y prácticamente de principio a fin, son notables por su
preocupación por leer más que por pasar página. Casi todos tratan de analizar, de
comprender, de argumentar: de aclarar más que de oscurecer. Tratan, casi todos, de
discutir antes que de injuriar (como suele hacerse hoy tan a menudo para evitar tener que
plantearse preguntas dolorosas), de objetar antes que de denigrar o, temerosamente, de
herir.

No obstante, como también se habrá observado, cada uno lo hace, cada vez, a partir
de una axiomática, de una perspectiva, de una estrategia discursiva diferente. Y,
envidando, diría incluso que a partir de una filosofía política y de una política diferentes.
Subrayo estas dos palabras para insistir sobre lo que denominaba hace un momento el
punto de intersección más intenso, el lugar de paso más común para todas las preguntas
aquí replanteadas: ¿cómo entender y pensar los términos «filosofía» y «política» de ahora
en adelante? ¿Y, ante todo, el pensamiento de Marx, aquel que heredamos (o aquel que,
mediante una hipótesis quizás audaz pero aparentemente común, querríamos o
deberíamos heredar, como si fuéramos los «hijos de Marx»)? ¿Es este pensamiento de
Marx, esencialmente, una filosofía? ¿Es esta filosofía, esencialmente, una metafísica en
tanto que ontología? ¿Posee una ontología más o menos legible de fondo? ¿Debe
hacerlo? ¿Qué tipo de suerte debemos, nosotros mismos, por medio de un acto de
interpretación activa (y, por lo tanto, también política), asignar hoy por hoy a este
«esencialmente»? ¿Se trata de un dato o de una promesa por hacer venir? ¿Por desplazar?
¿Por relanzar o re-interpretar de otro modo, a veces incluso hasta abandonar este valor
mismo de esencialidad que corre el peligro de estar demasiado estrechamente ligado a
cierta ontología? Habría que consagrar numerosas y voluminosas obras únicamente a este
enjambre de preguntas («¿Qué se podría decir, en definitiva, de la filosofía en Marx o
desde Marx?»). El acuerdo al respecto entre todos los colaboradores de esta obra sería
difícil dado que, en este volumen, me parece que nadie se entiende con nadie en este
aspecto. Por ejemplo, entre los ensayos más convincentes de esta obra, ¿dónde se
ubicaría el acuerdo entre Negri, quien querría ver en el pensamiento de Marx la
posibilidad de una nueva ontología, y Jameson, quien, por el contrario, en un gesto sobre
el cual también volveré, parece considerar como evidente y afortunado el hecho de que el
«marxismo nunca ha sido, como tal, una filosofía»? Trataré de mostrar porqué no puedo
suscribir ninguna de estas dos conclusiones. Sería necesaria otra más, al menos otra, de
esas numerosas obras, para aclarar el debate abierto en las últimas líneas del texto de
Jameson titulado «La narrativa de la teoría» (sobre esa cuestión -inevitable, insalvable,
infranqueable- que Althussèr denominó «ideología» y que, según Jameson, «Heidegger y
Derrida» habrían denominado «metafísica» en discursos en los que determinados
«motivos» habrían sido «reificados» en «teoría»). Lo mismo diría para el concepto de lo
político, para el de filosofía política posteriormente y, sobre todo, entre «filosofía y
política», para el concepto sin lugar a dudas más difícil de situar a través de todos los
textos, el de ideología.

Pero aún hay más, hay algo más que esta diferencia entre filosofías y filosofías
políticas. Llevando el envite aún un poco más lejos -lo que, desde mi punto de vista, hace
las cosas más interesantes pero al mismo tiempo más difíciles-, los textos aquí reunidos
en polílogo por Michael Sprinker (a quien deseo, en primer lugar, expresar mi cordial y
profunda gratitud por la oportunidad que nos brinda, que me brinda) ponen en
funcionamiento «estilos», prácticas, éticas o políticas de la «discusión», retóricas o
escrituras teóricas heterogéneas entre sí. Sería absurdo, en realidad injurioso, tratar de
achatar o de aplanar estas singularidades fingiendo dirigirse a todos con una única y
misma voz, mediante un único y mismo modo, para responder por igual a todos y cada
uno de ellos y, por lo tanto, a ninguno.

Así pues, acabo de envidar. En efecto, he sugerido que la diferencia entre «filosofías
políticas o políticas», las diferencias que otros denominarían también «ideológicas» en lo
que a la posición política se refiere y, por lo tanto, la diferencia con respecto a las tesis no
son las más graves, por difíciles de superar e incluso de discutir que a veces sean. Desde
mi punto de vista, no es ahí donde se encuentran las distancias o las contradicciones
últimas entre nosotros suponiendo que las haya. Porque estas diferencias y estos
diferendos, si los hubiera y pudiéramos tomarlos como tales, presupondrían al menos un
acuerdo de fondo, una axiomática común con respecto a la cosa misma, con respecto a las
cosas en discusión: la filosofía, la política, la filosofía política, lo filosófico, lo político,
lo político-filosófico, lo ideológico, etc. El acuerdo sería alcanzado, o presupuesto, sobre
la base de que lo que está en juego en la discusión, en la evaluación, en la interpretación,
puede tomar nombres legítimos, nombres comunes o propios: la «filosofía», la «política»
o «lo político», la «filosofía política» o la «filosofia (de lo) polític(o)a», «Marx».
Innumerables palabras y cosas alrededor de las cuales, hoy, respecto al nombre propio de
«Marx» (es decir, respecto a su herencia, espectral o no, y a su «filiación»), los
«herederos» («marxistas» o no, «marxistas» de tal o cual «familia», pertenecientes a una
u otra generación, a una u otra tradición nacional, a tal o cual formación académica, etc.)
se pondrían a debatir, pero en una misma lengua y a partir de una axiomática común.

Ahora bien, como podemos imaginarnos, no es esto lo que sucede en este libro. Lo
cual puede volverlo tanto más interesante para algunos, más necesario o dramático para
otros, e incluso babélico rayando lo insignificante para otros. De ahí, en cualquier caso, la
dificultad de la tarea para quien llega el último y pretende no ya poseer la última palabra,
sino una lectura previa de todos estos textos. ¿Cómo tratar de formalizar estas diferencias
idiomáticas e intraducibles, simulando al mismo tiempo estar hablando a todos desde una
posición metalingüística, la posición a la vez más ventajosa y más difícil de encontrar, la
más absurda y la más insostenible, la menos justa en cualquier caso? He ahí la razón del
fracaso al cual me precipito, el fracaso al cual, como aún se dice en francés, mi discurso
se encuentra condenado [est promis].

A modo de punto de partida, antes incluso de comenzar, espero que se me permita


recordar el cuestionamiento más inquieto de Espectros de Marx, el más atormentado
también, pues hace referencia simultáneamente a la legitimidad y a la oportunidad de un
libro que, en un primer momento, fue una conferencia fechada en un momento específico,
un «posicionamiento» que respondía a una invitación significativa, en un contexto muy
determinado. Ciertamente, esta cuestión permaneció suspendida en un lugar desde el cual
se organizaba la estrategia de este discurso y su dirección, sin embargo, aún hoy no me
parece que haya sido tomada en consideración como cuestión, seria o directamente, por
casi ninguno de los textos de este volumen. Ahora bien, se trata precisamente de una
triple cuestión: 1) la cuestión de lo «político» (de la esencia, de la tradición y de la
delimitación de lo «político», en particular en «Marx»); 2) la cuestión de lo «filosófico»
también (de la filosofía como ontología, concretamente en «Marx»); y, por lo tanto, 3) la
cuestión de los lugares que bajo esos nombres, en particular el de «Marx», creemos poder
identificar en común, aunque no sea más que para manifestar en torno a ellos un
desacuerdo. Estas tres cuestiones («política», «filosofía», «Marx») son indisociables. Si
hubiera una «tesis» o una hipótesis en Espectros de Marx, presupondría hoy esta
indisociabilidad. Los tres temas de esta tesis (o hipótesis) no forman hoy más que uno.
Buscan el lugar común que ya tienen, que es el suyo aun cuando no lo veamos, el lugar
de su articulación histórica.

La tesis (o la hipótesis) de Espectros de Marx, presentándose a sí misma, anuda


expresamente estos tres temas. Pero esta presentación de sí no es un manifiesto. No se
trata de la automanifestación de ningún Manifiesto en la tradición del Manifiesto político,
tal como lo analiza Espectros de Marx a propósito precisamente del Manifiesto del
Partido Comunista. Pese a que haya decidido citarme lo menos posible, querría recordar
al menos un extracto del análisis consagrado a la forma «manifesto» del texto que
comienza con «Ein Gespenst geht um in Europa, das Gespenst des Kommunismus» [«Un
fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo»]. Tratando de explicar el título de
Marx, es necesario discernir en él, entrelazados en el mismo acontecimiento performativo
de una firma (el «nombre propio» de Marx o de quien quiera que se asocie o se deje
representar por él), lo político (bajo la apariencia del Partido o de la Internacional) y lo
ontológico (el filosofema del ser-presente, del presente de la realidad viviente, etc.).
Aquí, lo espectral no es considerado por Marx más que como un ideologema, tan sólo
una fantasía que disipar:

Cuando, en 1847-1848, Marx nombra el espectro del comunismo, lo


inscribe en una perspectiva histórica que es exactamente la inversa de
aquella en la que yo pensé, al principio, al proponer un título como «los
espectros de Marx». Allí donde a mí me tentaba nombrar de ese modo la
persistencia de un presente pasado, el retorno de un muerto, una fantasmal
reaparición de la que no consigue deshacerse el trabajo del duelo mundial, de
cuyo encuentro ella huye hacia delante, encuentro al que da caza (excluye,
rechaza y a la vez persigue), Marx, por su parte, anuncia y requiere la
presencia por venir. Parece predecir y prescribir: lo que de momento no
parece más que un espectro en la representación ideológica de la vieja
Europa debería convertirse, en el futuro, en una realidad presente, es decir,
viva. El Manifiesto llama, requiere, esa presentación de la realidad viva: hay
que proceder de forma que, en el futuro, ese espectro -y, en primer lugar, una
asociación de trabajadores forzada al secreto hasta cerca de 1848- se
convierta en una realidad, y en una realidad viva. Es preciso que esa vida
real se muestre y se manifieste, que se presente más allá de Europa, de la
vieja o de la nueva Europa, en la dimensión universal de una Internacional.

Pero, asimismo, es preciso que se manifieste en la forma de un


manifiesto que sea el Manifiesto de un partido. Porque Marx otorga ya la
forma de partido a la estructura propiamente política de la fuerza que deberá
ser, según el Manifiesto, el motor de la revolución, de la transformación, de
la apropiación y, finalmente, de la destrucción del Estado, y el fin de lo
político como tal. (Dado que ese fin singular de lo político corresponde a la
presentación de una realidad absolutamente viva, existe ahí una razón más
para pensar que la esencia de lo político siempre tendrá la figura inesencial,
la no-esencia misma de un fantasma.)

Hablando con propiedad, en Espectros de Marx la presentación de la hipótesis no se


presenta. La hipótesis o la tesis no se plantea. Si se planteara o se presentase lo haría, al
menos, sin manifiesto ni automanifestación. Sin presentarse en el presente, toma, sin
embargo, como suele decirse, posición -su «posición» o más bien su «suposición», a
saber, la «responsabilidad» así considerada- como una transformación y, por lo tanto,
como una trans-posición heterodoxa o paradójica de la undécima de las Tesis sobre
Feuerbach.

Así pues, como una herencia fiel-infiel de «Marx», infiel para ser fiel («infiel para
ser fiel»: con vistas al mismo tiempo a ser fiel y porque es o querría serlo).

Por lo tanto, como una hipótesis o un postulado: sobre lo que puede y debe ser una
herencia en general, a saber, necesariamente fiel e infiel, infiel por fidelidad. Este libro es
un libro sobre la herencia, pese a que no deba circunscribirse a los «hijos de Marx». Más
concretamente, se trata de un libro sobre lo que «heredar» puede no querer-decir de
manera unívoca, sino, quizá, inyungir de forma contradictoria y contradictoriamente
obligatoria. ¿Cómo responder, cómo sentirse responsable de una herencia que te lega
órdenes contradictorias?

Aunque no pretendo reconstituir aquí este movimiento, me permitiré recordar lo


que, en un momento determinado, trababa conjuntamente, por un lado, «la posibilidad
misma [...] y la fenomenalidad de lo político» o incluso «lo que permite identificar lo
político» y, por otro, la posibilidad de una «fantología» en la que un discurso (no digo
una ciencia) de la espectralidad permanece «irreductible... a todo cuanto ella [una
«fantología»] hace posible, la ontología, la teología, la ontoteología positiva o negativa»,
es decir, incluida, antes incluso de hablar de «filosofía marxista», esa «filosofía» cuyo
límite, desde mi punto de vista, Marx jamás pudo tematizar.

Porque uno de los «hilos rojos» de Espectros de Marx es nada menos que la
cuestión de lo «filosófico» en Marx. Las tres cuestiones quedan trabadas conjuntamente.
¿Cómo delimitar 1) la «fenomenalidad de lo político» en cuanto tal, 2) la «filosofía»
como onto-teología, y 3) la herencia como herencia de «Marx», del nombre y en nombre
de «Marx»? Ahora bien, al mismo tiempo que quedan urdidas estas tres preguntas trato
de definir el acto que, yendo más allá de la forma-pregunta de la pregunta, consiste en
«adquirir una responsabilidad, en suma, en comprometerse de manera performativa». A
lo que entonces añadía:

Esta dimensión de la interpretación performativa, es decir, de una


interpretación que transforma aquello mismo que interpreta, desempeñará
un papel indispensable en lo que me gustaría decir esta tarde. «Una
interpretación que transforma lo que interpreta» es una definición de lo
performativo que es tan poco ortodoxa desde el punto de vista de la
speech act theory [teoría de los actos de habla] como desde el de la
undécima de las Tesis sobre Feuerbach («Los filósofos no han hecho sino
interpretar el mundo de diferentes formas, lo que importa es
transformarlo» [«Die Philosophen haben die Welt nur verschieden
interpretiert; es kommt aber drauf an, sie zu verändern»]).

Evidentemente, siempre tendremos derecho a juzgar el gesto que aventuro de este


modo. Podremos encontrarlo efectivo o no, eficaz o imaginario, real o ficticio, lúcido o
ciego, etc. Yo mismo, por definición, ni siquiera tengo una garantía «teórica» o
«práctica» al respecto. Reivindicaría incluso que no podemos ni debemos tenerla a la
hora de adquirir una responsabilidad, de decir o de hacer cualquier cosa que no sea el
efecto de un programa. La demanda mínima, la demanda de lectura que, sin embargo, la
forma de este gesto parece comportar en sí misma, es una demanda que, por su parte,
continúa siendo teórica y práctica al mismo tiempo. Requiere tomar en cuenta la
naturaleza y la forma, me atrevería incluso a decir que la intención declarada, de este
gesto, aunque no sea más que para criticar su interés, su posibilidad, su autenticidad e,
incluso, su sinceridad.

Se siguen necesariamente tres tipos de consecuencias. Antes incluso de tratar de


avanzar una respuesta más precisa a los textos reunidos en este volumen, me limitaré a
señalar únicamente estas consecuencias típicas. No podré consagrarles el desarrollo
necesario, pero esta evocación de principios básicos debería ser suficiente para todo
cuanto seguirá a continuación.

1. La cuestión de la cuestión o el cuestionamiento de la cuestión. Pese a que acabo


de recordar un nudo de cuestiones, pese a que Espectros de Marx multiplica los
interrogantes y recuerda sin cesar la urgencia crítica de todo tipo de problemas a los que
nunca habrá que renunciar, hay también en él, como en todos los textos que he publicado
durante estos últimos diez años (al menos desde De l’esprit: Heidegger et la question),
una gran insistencia sobre la dependencia, e incluso sobre cierto carácter secundario, de
la forma-pregunta. De ahí cierta divisibilidad, de ahí el pliegue, otros dirían la
duplicidad, asumido por un discurso que trata de hacer dos cosas difícilmente
compatibles a simple vista: por un lado, tratar de despertar preguntas hipnotizadas o
inhibidas por la respuesta misma; pero, simultáneamente, por otro, asumir también la
afirmación (necesariamente revolucionaria), la inyunción, la promesa, en resumen, la
cuasiperformatividad de un sí que vela sobre la pregunta, precediéndola como su propia
víspera. Un ejemplo de este ambiguo respeto por la pregunta (crítica o hipercrítica,
incluso me atrevería a decir que «deconstructiva») sería ese momento en que,
proponiendo una nueva pregunta, sospecho inmediatamente, de manera casi simultánea,
de una retórica de la pregunta (que no hay que reducir a la de una «pregunta retórica»):
«Hay una cuestión que todavía no se ha planteado. No como tal. Quedaría, más bien,
ocultada por la respuesta filosófica, diremos, más precisamente, ontológica del propio
Marx». Esta cuestión no es otra que la del espectro o la del espíritu. Sin esperar, casi en la
frase siguiente, explicaba por qué creía que debería desconfiar de estos términos, en
particular de la alternativa «pregunta/respuesta». Y fue entonces cuando surgió, de
manera sin duda no fortuita, la palabra «quizá», uno de esos «quizá» que marcan
explícitamente, desde hace décadas, la modalidad privilegiada, mesiánica en este caso,
de los enunciados más importantes para mí (se da el caso de que durante el año que
siguió a Espectros de Marx, en Políticas de la amistad, he tematizado ampliamente el
sentido e incluso, si pudiera aún decirse, la necesidad o la ineluctabilidad de este
«quizá»): «Pero todas esas palabras traicionan: quizá ya no se trata en absoluto de una
cuestión y apuntamos más bien hacia otra estructura de la “presentación”, con un gesto de
pensamiento o de escritura ...».

2. Despolitización, repolitización. Desde mi punto de vista, lo que debería seguir a


esta deconstrucción de la «ontología» marxista es todo lo contrario a una despolitización
o un debilitamiento de la efectividad política. Al reexaminar en profundidad los axiomas
de la relación entre «Marx», la teoría, la ciencia y la filosofía, se trataría en realidad, a mi
juicio, tanto de comenzar a dar cuenta de los fracasos históricos desastrosos registrados
sobre el plano teórico y sobre el plano político como de repolitizar de otro modo una
determinada herencia de Marx. En primer lugar, llevándole hacia una dimensión de lo
político liberada de aquello que ha soldado -para lo mejor, pero, sobre todo, en nuestra
modernidad, para lo peor- lo político a lo ontológico (en primer lugar a un determinado
concepto de efectividad o del ser-presente, de lo universal según el Estado, y de la
ciudadanía cosmopolítica y la Internacional según el Partido).

En cuanto a los desastres que acabo de mencionar tan elípticamente, repito, los
desastres teóricos-y-políticos deberían inquietar, ¿no? ¿No deberían dar ideas, aunque sea
algunas, a todos los marxistas patentados dispuestos aún a pavonearse dando lecciones?
¿A los marxistas estatutarios o petrificados que se creen aún con derecho a ironizar ante
determinados aliados difíciles que jamás les han acompañado en la ortodoxia de su sueño
dogmático? ¿A los marxistas oficiales que se hacen los difíciles ante tales aliados cuando
estos últimos, una vez sucedido el desastre, se esfuerzan en no ceder a la peor de las
resignaciones -teórica y política- una vez más? Es cierto que, al menos en este libro
(razón por la cual estoy contento y agradecido de tener la oportunidad de participar en él),
Terry Eagleton es por suerte el único (casi el último) «marxista» de este tipo. Es el único
(casi el único y casi el último) en mantener ese tono imperturbablemente triunfante.
Frotándose los ojos uno se pregunta dónde encontrará aún la inspiración, la arrogancia y
el derecho. ¿Acaso no ha aprendido nada? ¿Qué derecho de propiedad se trataría aún de
proteger? ¿Qué fronteras? ¿A quién pertenecería el «marxismo»? ¿Sería incluso el coto
reservado, la propiedad privada, de aquellos que se dicen o pretenden «marxistas»?
Gayatri Chakravorty Spivak, por su parte, en un texto reciente, tuvo al menos el mérito de
manifestar una inquietud o un remordimiento. En efecto, Spivak da cuenta de la reflexión
de «un amigo». ¿Qué le decía amigablemente este amigo? Que si siempre ha tenido algún
tipo de problema con Derrida a propósito de Marx, «quizá se deba -confiesa
transcribiendo- a que me siento propietaria [proprietorial] de Marx». «Propietaria»
[proprietorial] es un buen término. Propongo incluso precisarlo más: «priopietaria»
[prooprietorial]. Porque, de este modo, se reivindica no sólo una propiedad, sino una
prioridad, lo cual se presta aún más a sonreír. Sugestión amistosa, en efecto, que no basta
con repetir en cada página para mostrar que se ha entendido.. Porque, algo más abajo, en
la misma página, podemos leer: «¿Se trata tan sólo de mi reacción propietaria
[proprietorial] ...?». Cuatro páginas después, el remordimiento se hace cada vez más
compulsivo pero siempre igual de ineficaz: «¿Se trata de mi actitud propietaria hacia
Marx? ¿Seré una oscura fetichista de cuarto de baño cuando Marx sale a colación?
¿Quién sabe?».

¿Quién sabe? Yo, por mi parte, no lo sé, pero confieso que, lo mismo que el amigo
cuya advertencia nos relata Gayatri Spivak, me temo que ella sí lo tiene. Lo que no dejará
nunca de sorprenderme de la posesividad celosa de tantos marxistas, y más aún en este
caso, no es tan sólo lo que siempre tiene de cómico una reivindicación de propiedad, y
cómico de manera aún más teatral cuando se trata de una herencia, y de una herencia
textual, ¡y aún más patético cuando se trata de la apropiación de una herencia llamada
«Marx»! No, lo que no dejo de preguntarme, y más aún en este caso, es dónde cree la
autora que estarían los presuntos títulos de propiedad. ¿En nombre de qué, alegando qué,
exactamente, se atreve tan siquiera a confesar una «reacción propietaria» [proprietorial
reaction]? Porque una confesión como ésta presupone que ha sido reconocido un título
de propiedad en nombre del cual uno se ensaña en seguir defendiendo aún su bien. ¿Pero
quién ha reconocido este derecho de propiedad, sobre todo en este caso? En la página
anterior (p. 71) de un artículo increíble de principio a fin, Gayatri Spivak, en un último
destello de lucidez, que no podría delatarla mejor, ya había escrito esto: «Sigue a
continuación una lista de “errores” [mistakes] que acaso me muestre en mi actitud más
propietaria hacia Marx. Al lector le toca juzgar». Es cierto, el lector que soy, entre otros,
ha juzgado: la lista en cuestión es, en primer lugar, una lista de malinterpretaciones en la
lectura de la propia Gayatri Spivak, quien hace bien en poner previamente la palabra
mistakes [errores] entre comillas. En efecto, algunas de sus faltas se derivan de una
grosera incapacidad para leer, agravada aquí por el resentimiento herido de un
«sentimiento de propiedad respecto a Marx». Otras son producidas por la manipulación
desenfrenada de una retórica de la que, a falta de tiempo y de espacio, no daré más que un
ejemplo.

Escojo este ejemplo porque concierne directamente a la «despolitización-


repolitización» a la que me estoy refiriendo en este segundo punto. Así pues, definiendo
las condiciones necesarias para la repolitización que ansío, escribía: «De no ser así, no
habrá repolitización, ya no habrá más política». Dicho de otro modo, insisto en el hecho
de que fuera de las condiciones que defino en este contexto no lograremos repolitizar,
como visiblemente deseo y como me parece evidentemente deseable que se haga. Ahora
bien, la misma que sospecha, con toda razón, sentirse algo «propietaria» de Marx, hace
saltar aquí el «de no ser así», interrumpe la frase y me atribuye -equivocadamente, sin
comillas pero indicando el número de la página en Espectros de Marx (p. 87 [p. 101])-
(además de una serie de «we will» que no son míos) el enunciado siguiente: «No
repolitizaremos» [ibid., p. 87 [p. 101]) como si a través de una simple e inocente
paráfrasis estuviera autorizada a atribuirme semejante propósito, como si yo hubiera
recomendado no repolitizar, ¡precisamente donde insisto en hacer exactamente lo
contrario!. Al leer una falsificación de semejante tamaño me ha costado creer lo que
veían mis ojos y, sobre todo, decidir si esta falsificación era voluntaria o involuntaria. No
obstante, voluntaria y/o involuntaria, la cosa es grave en ambos casos. Por decirlo fría y
formalmente, parece que uno no pudiera interrogarse e inquietarse con respecto a una
política determinada, o de una determinación de lo político, sin ser inmediatamente
acusado de despolitización general. Con todo, es cierto que una repolitización pasa
siempre por una despolitización relativa, por la toma en consideración del hecho de que
un viejo concepto de lo político ha sido, en sí mismo, despolitizado o despolitizador.

Aquello que se refiere a la «politización» o a la «repolitización» no ha escapado a la


lucidez de Jameson, cuyo potente y escrupuloso análisis el lector habrá podido leer aquí.
En efecto, Jameson percibe que «la espectralidad constituye aquí la forma de la
politización más radical y que, lejos de estar bloqueada en las repeticiones de la neurosis
y la obsesión, se muestra vigorosamente activa y orientada hacia el futuro». Sí, confianza;
en cualquier caso, Spivak tiene razón en decir que «al lector le toca juzgar».

No estoy diciendo que si el marxismo va tan mal, especialmente en la universidad,


sea por culpa de los «marxistas», de algunos «marxistas» académicos, mucho menos de
algunos de aquellos a los que acabo de citar (Spivak, Eagleton o Ahmad). Como podemos
imaginar, sería ir realmente demasiado lejos. Las proporciones del problema,
desgraciadamente, son otras. Digamos tan sólo lo siguiente: una vez hecho el daño, y
siendo las causas y los efectos los que son, los comportamientos sintomáticos que acabo
de describir no están hechos, como suele decirse, para arreglar las cosas y reparar los
daños.

3. Lo perverformativo. La referencia que acabo de hacer a la «cuasi-


performatividad» significaría al menos dos cosas, dos en una palabra. Ambas cosas se
encuentran en una relación esencial con la necesidad de esta repolitización, allí donde,
bajo determinadas condiciones, me parecería necesario proseguir los esfuerzos por
repolitizar.

A) En Espectros de Marx, como en todos mis trabajos desde hace al menos


veinticinco años, toda mi argumentación ha sido determinada y sobredeterminada por
doquier por la toma en consideración de la dimensión performativa (no sólo del lenguaje
en el sentido estricto del término, sino también de aquello que denomino huella y
escritura).

B) Sobredeterminada porque, simultáneamente, se trataba de algo diferente de


aplicar tal cual una noción austiniana (y aquí de nuevo espero haber sido fiel-infiel, infiel
por fidelidad a una herencia, a «Austin», a uno de los pensamientos o a uno de los
acontecimientos teóricos mayores, uno de los más fecundos, sin lugar a dudas, de nuestro
tiempo). Desde hace mucho tiempo he tratado de transformar desde dentro la teoría de lo
performativo, de deconstruirla, es decir, de sobredeterminarla en sí misma, de ponerla a
trabajar de otro modo, en otra «lógica»; rechazando, una vez más, cierta «ontología», un
valor de plena presencia que condiciona (phenomenologico modo) los motivos
intencionales de la seriedad, de la «felicidad», de la simple oposición entre felicity y
unfelicity, etc. Este esfuerzo habría comenzado cuanto menos en «Signatura, événement,
contexte» y habría proseguido por todas partes, -en particular en «Limited Inc.» y en La
carte postale. Me alegra que Fredric Jameson haya reconocido tan bien determinados
lazos de continuidad o de coherencia entre La carte postale... y Espectros de Marx. En
cuanto a lo que Hamacher dice y hace aquí de lo que en 1979 - precisamente en La carte
postale- yo había denominado lo «perverformativo», conectándolo a textos más recientes,
como «Avances», es, desde mi punto de vista, uno de los numerosos gestos luminosos y
potentes de su interpretación, en un texto impresionante, admirable y original.
Sintiéndome profundamente de acuerdo con Hamacher, dispuesto a seguirle por todos los
caminos que abre, no podría hacer otra cosa aquí sino rendirle un sencillo homenaje
agradecido. (Por lo tanto, pese a las apariencias, nada habrá de paradójico en que apenas
hable aquí de su ensayo y me contente con invitar al lector a leerlo y releerlo sopesando
cada una de sus palabras.)

Tras estas observaciones preliminares, debo anunciar, brevemente, la elección que


he creído tener que hacer para tratar de «responder», en un espacio desgraciadamente
limitado, a los ensayos de este libro. Para no eludir los temas a mi entender más
necesarios, más generales, más comunes también a los diferentes ensayos, cruzaré un
orden conceptual con otro más «personal». Respondiendo por orden a cada uno de ellos
(excepto a Eagleton y a Hamacher, salvo observaciones ocasionales y por las razones
opuestas que acabo de evocar), desbordaré a veces la lógica de este orden para referirme
aquí o allá a la recurrencia de un mismo tema o de la misma objeción en varios textos a la
vez. He debido adoptar la menos mala de las soluciones, en una economía que no he
elegido yo, para responder de la manera menos injusta posible, en pocas páginas, a nueve
textos, a nueve estrategias e incluso a nueve «lógicas» diferentes.

Comencemos con un recordatorio. Quienes me honran interesándose por mi trabajo


pueden testimoniarlo: nunca he declarado la guerra al marxismo ni a los marxistas. ¿Por
qué iría entonces a esperar una reconciliación (subrayo de este modo la palabra que
aparece en el título y repetidamente en el texto de Aijaz Ahmad, del cual constituye, en
definitiva, su leitmotiv)? ¿Cuál sería el interés de semejante reconciliación? Si mi
principal preocupación hubiera sido la «reconciliación», incluso en el sentido en que
Ahmad la entiende, habría escrito otro libro absolutamente diferente. Releyendo
detenidamente el parágrafo en el que Ahmad explica ampliamente toda la sutileza de su
título, «Reconciliar a Derrida», vemos que no se trata, ni de una «Reconciliación con
Derrida» ni de un «Derrida reconciliado [...] por parte de Derrida, en relación con Marx
-o del marxismo en relación con Derrida».
Un deslizamiento de Marx al marxismo, por lo tanto: ¿por qué? ¿quién es el
marxismo? ¿Ahmad? ¿Todos aquellos de los que se erige en representante? Sin embargo,
ya en este mismo libro no hay ningún acuerdo, ninguna homogeneidad posible entre
todos los «marxistas», entre todos aquellos que se denominan o a los que se denomina
«marxistas». Suponiendo que sea posible identificar a todos ellos como «marxistas»,
continúa siendo imposible identificarlos entre ellos. Desde mi punto de vista, esto no
constituye un problema, pero debería volver más incierta que nunca la apelación
identitaria «marxista» (hablo de ello en más de una ocasión en Espectros de Marx).

Ahmad prosigue: «En cualquiera de los dos casos, tendríamos entonces la sensación
de una gratificación obtenida con demasiada facilidad». Se trataría, más bien, por lo
tanto, de una reconciliación conmigo mismo («Derrida inmerso en un proceso de
reconciliación») en el curso de un proceso de «identificación». Debería insistir en este
punto, si bien evitando, precisamente, toda identificación narcisista (aunque sobre el
narcisismo he aventurado en otro lugar proposiciones poco propensas al consenso). Es
necesario insistir en ello al menos por dos razones:

1) En primer lugar, para hacer justicia a la complejidad de la identificación de la


que habla Ahmad y que, desde mi punto de vista, afecta a un asunto clave muy sensible
de estos debates. El proceso de la identificación en cuestión, que Ahmad precisa de
manera compleja e interesante, sería doble: «identificarse con el propósito de esta
reconciliación», «identificar aquello con lo que Derrida se ha propuesto aquí
reconciliarse».

2) En segundo lugar, porque en ambos casos (estando inserto el uno en el otro, tal
como hemos visto) se asume que la reconciliación estaría en el programa (algo que pongo
en duda, enseguida diré cómo y por qué) y que la identificación sería asunto mío. Ahora
bien, este proceso de identificación sobre el cual versan, en el fondo, los análisis más
retorcidos de Espectros de Marx, creo que Ahmad lo reduce rápidamente a una cuestión
de nombres propios, de pronombres personales y a lo que él denomina «sujetos»,
precisamente allí donde este libro engarza con toda la lógica espectral. Y lo hace con una
seguridad que, como se puede uno imaginar, me cuesta compartir. Escribe, en efecto:

«A lo que me refiero, por el contrario, es al sentido activo de un


proceso y de un tema: un modo de reconciliación; Derrida inmerso en un
proceso de reconciliación; y nosotros, por consiguiente, en respuesta al
proceso que Derrida ha iniciciado, participando de una identificación; una
identificación también, en el sentido positivo de identificarse con el
propósito de esta reconciliación, así como en el sentido de identificar
aquello con lo que Derrida se ha propuesto aquí reconciliarse. En este
doble movimiento de identificación es donde residen los problemas del
texto de Derrida para nosotros, lectores del texto».
Sí, «placeres y problemas». Cuando, con una seguridad imperturbable, como sí
estuviera seguro de aquello que desea decir («a lo que me refiero», dice), Ahmad asocia
mí nombre a un proceso de reconciliación (¡que yo mismo habría incluso «iniciado»!),
suspiro sonriendo (y es cierto que también aquí esperimento cierto placer), pero cuando
dice «nosotros»; («y nosotros, por consiguiente... ») en la frase siguiente, mí risa se
vuelve, por así decirlo, franca y seria;, al mismo tiempo: ¡«problemas», diría yo! Porque
me pregunto dónde encontará semejante recurso este sueño dogmático. ¿Quién tiene
derecho a decir aquí «nosotros»?, ¿nosotros los «marxistas»?, ¿nosotros los lectores?,
etc., y, sobre todo, ¿no acaba acaso todo mí libro precisamente problematizando todo
proceso de identificación, de determinación en general incluso (identificación del otro o
en el otro o en sí: X es Y, yo soy otro, yo soy yo, nosotros somos nosotros, etc.)?,
cuestiones todas ellas que hay que inscribir bajo el título general que he estado
enfatizando desde el principio de esta respuesta: ontología o no, espectralidad y
diferencia, etc. En primer lugar, esto afecta a la idea misma de justicia y de mesianicidad
que proporciona a Espectros de Marx su hilo conductor, su hilo rojo. Ahora bien, sí no se
sustrajera de esta lógica de la identidad y de la «identidad consigo misma», esta idea
carecería de interés y de especificidad, sí es que los tiene.

Sí mí primera inquietud hubiera sido algún tipo de «reconciliación», hubiera


procedido de otro modo. No hubiera previsto, como he hecho claramente, lo que, en
efecto, ha ocurrido la mayoría de las veces, a saber: que Espectros de Marx no gustaría,
sobre todo, a los «marxistas» confortablemente instalados en sus posiciones de
propietarios e identificados por ellos mismos consigo mismos. Precisamente porque las
cosas no son sencillas y este libro no proviene del enemigo. De un enemigo identificable.
Pensando con antelación sobre todo en las reacciones -diferentes, cierto, pero en este
punto análogas y tan previsibles- de marxistas posesivos (Eagleton, Spivak y Ahmad, por
ejemplo), vigilantes de la ortodoxia como si de un patrimonio se tratara, ya anunciaba:

Por ello, lo que decimos aquí no será del agrado de nadie. Pero
¿quién ha dicho que se deba hablar, pensar o escribir para agradar a nadie?
Y habría que haber comprendido muy mal para ver en el gesto que
arriesgamos aquí una especie de adhesión-tardía-al-marxismo. Es verdad
que hoy, aquí, ahora, yo sería menos insensible que nunca a la llamada del
contra-tiempo o del contra-pie, como al estilo de una intempestividad más
manifiesta y más urgente que nunca. «¡Ha llegado el momento de dar la
bienvenida a Marx!», oigo ya decir. O también: «¡Ya era hora!», «¿Por
qué tan tarde?». Creo en la virtud política del contra-tiempo ...

(Rogaría que se leyera también cuanto precede y cuanto sigue, al menos hasta el «yo
no soy marxista», «¿y quién puede, todavía, decir: “yo soy marxista”?».) Al escribir esto,
sin pensar en un «marxista» u otro en particular, veía ya venir, sin lugar a dudas, el
desagrado o la rabia tan previsibles de los autoproclamados marxistas como Eagleton o
Ahmad.

La crono-lógica del contratiempo estaba, si se me permite la expresión,


preprogramada. Dos ejemplos:

1) El contratiempo según Eagleton: «[ ...] resulta difícil», dice, «no lanzar la


pregunta, quejumbrosamente, de dónde estaba Derrida cuando le necesitábamos». ¿Pero
no resulta difícil conciliar esta acusación de «contratiempo» con la de «oportunismo»
bajo la pluma del mismo autor? Porque Eagleton me acusa, al mismo tiempo, de
oportunismo y de lo contrario, así como de ir a contracorriente sólo para «explotar el
marxismo como crítica, como disidencia [...]». Así, pues, este «oportunismo»
incorregible y paradójico me haría hacer siempre lo contrario de lo que es oportuno hacer
en el momento apropiado, en el momento esperado. ¡Me asemejaría a un oportunista con
un escaso sentido de la oportunidad! La única explicación (quizá estemos de acuerdo en
que algo escasa para un marxista) sería de tipo psicocaracteriológica, o se trataría de un
asunto relacionado con mis desórdenes idiosincrásicos o caracteriales: mi «perversidad
adolescente». Esta hipótesis me hace sonreír y, como diría Ahmad, encuentro en ella
cierto placer. Porque, a fin de cuentas, ¿qué tiene Eagleton contra la perversidad
adolescente? ¿Milita ante todo por un retorno a la normalidad?, ¿por la normalización?
¿Sería el adulto normal curado de toda perversidad el modelo de su figura
revolucionaria? ¿De qué otra nueva perversidad? Una vez que se empieza a censurar una
perversidad, la lista siempre puede ampliarse. Sin embargo, aun suponiendo que esta
hipótesis psicologista diera cuenta de mis vicios personales, el ámbito al que nos
referimos, bien lo sabe Eagleton, trasciende a mi persona. Aunque no interesara más que
a un solo lector, también sería necesario hablar en términos de «perversidad adolescente»
con respecto a él. Y si hay tantos «perversos adolescentes» en el mundo más inclinados
hacia este lado que hacia ése, un «marxista» debería preguntarse qué es lo que ocurre: en
el mundo y no en mis desórdenes pulsionales. Debería buscar otras explicaciones que la
desviación libidinal de un autor que envejece mal. Porque Eagleton, creo adivinarlo, me
reprocha no envejecer lo suficientemente rápido, envejecer a contratiempo.

2) El contratiempo según Ahmad. Esta crítica no se lamenta únicamente de que


vaya con retraso con respecto a lo que denomina (volveré sobre ello enseguida) mi
«afiliación» o mi «reconciliación». Ahmad, por su parte, confiesa haberme leído
demasiado rápido (lo cual es cierto), e incluso en avión, «en mi vuelo a Lubiana» dice,
lo cual no es una excusa para contentarse con sobrevolar un texto. Los efectos de
sobrevuelo no se limitan tan sólo a la impresión apresurada de estar ante un gesto de
«reconciliación» (mi libro es claramente todo menos eso y la reconciliación conmigo
mismo, a falta de otra, jamás me ha resultado fácil; tengo en este sentido una experiencia
dolorosa que no llegaré a comunicar a los lectores a los que me dirijo en este instante,
pero la cual estoy seguro de que es, en principio, legible en todo cuanto escribo).

Me ha sorprendido fambién una cierta precipitación al hablar de Espectros de


Marx, o de mi trabajo en general, como de una simple especie, un caso o un ejemplo del
«género» posmoderno o postestructuralista. Se trata de nociones cajón de sastre en las
que la opinión pública menos informada (y, lo más a menudo, los medios de
comunicación de masas) coloca poco más o menos todo aquello que no le gusta o no
comprende, empezando por la «deconstrucción». No me considero ni un
posestructuralista ni un posmoderno. He explicado a menudo por qué no empleo
prácticamente nunca estos términos, salvo para decir que son inadecuados para lo que
trato de hacer. Nunca he hablado, y mucho menos para asumirlos como propios, de «los
anuncios del fin de todas las metanarrativas». Así pues, Ahmad se contenta con
sobrevolar mi texto de un modo más que rutinario cuando escribe, a propósito de mi
crítica a Fukuyama: «La discusión hubiera sido más fructífera si Derrida hubiera
ofrecido algunas reflexiones sobre las contigüidades políticas y filosóficas entre el
argumento del fin-de-la-historia de Fukuyama y los anuncios del fin de todas las
metanarrativas que uno encuentra rutinariamente en la obra de tantos
deconstruccionistas». Confusión. No sé a qué contexto y a qué rutina hace alusión, pero
estoy seguro de que no existe ninguna conexión necesaria entre las «deconstrucciones»
que conozco o que practico y estos «anuncios». Esta acusación es, por lo tanto,
inadmisible. Supongo que los «posmodernos» (por ejemplo, Lyotard) que, en efecto, se
sirven del término «metanarrativa» (algo que yo, por buenas razones, no he hecho ni una
sola vez en mi vida) se mostrarían también inquietos ante esta amalgama. Por el
contrario, los «deconstruccionistas» -otra noción cajón de sastre- han sido a veces
incluso acusados, igual de injustamente, de debilidad por los grandes discursos
metanarrativos, los grands récits, como cuando, por ejemplo, hablan imprudentemente a
veces, y esto también me ha ocurrido a mí por razones de economía pedagógica (lo he
explicado con frecuencia en otros lugares), de «metafísicas occidentales» tout court o de
la metafísica de la presencia.

Un par de comentarios más sobre Fukuyama y tres breves recordatorios.

1) Nunca he tratado de rivalizar con Perry Anderson, del que no conocía en aquella
época su entonces reciente texto. No he tratado de ser más «original» (Eagleton) o
menos «convencional» (Ahmad) que Anderson en la crítica a Fukuyama. Señalo de paso
que los dos «marxistas» que, en este volumen, se muestran más propensos a la «actitud
propietaria hacia Marx», yo diría que los más patrimonialistas, son también quienes
comienzan defendiendo y protegiendo, como si hubiera sido cuestionado, el derecho de
autor, la prioridad y e[ privilegio del «primer» crítico oficialmente marxista de
Fukuyama: Perry Anderson.

2) No he propuesto simplemente una crítica interna de Fukuyama. He señalado las


consecuencias contextuales y la lógica política que han regido la recepción o la
explotación de su libro. Y si Perry Anderson, según Ahmad, ha tenido el mérito de
reconocer «cuáles eran los puntos fuertes de la argumentación de Fukuyama», en lo que
a mí respecta, tampoco he dejado de reconocer que «el libro no es tan malo ni tan
ingenuo como permitiría creer una explotación desenfrenada que lo exhibe como e[ más
bello escaparate ideológico del capitalismo vencedor en una democracia liberal...».
3) En cuanto a la problemática del fin de la historia, etc., sin tener nada en contra
de la lectura de Anderson (¿desde cuándo habría que lamentar toda convergencia con un
marxista?), la argumentación que he propuesto está, en general y en particular,
entretejida en el propósito de mi libro, que, ciertamente, estaremos de acuerdo en que no
es andersoniano. Mi argumentación está conectada a través de tantos hilos a
publicaciones anteriores (¡mías, evidentemente -demasiado numerosas como para no
mencionar aquí más que D’un ton apocalyptique...-, pero también, sobre todo, tantas
otras desde la década de 1950!) que no tengo aquí ni el valor ni el espacio para
reconstituir la madeja. Como deberé hacerlo, por desgracia, en más de una ocasión, a
falta de tiempo y de espacio, me conformo con invitar al lector interesado a releer estos
textos para que se forme una opinión, aunque no sea más que sobre la especificidad de
cada argumentación. Sin embargo, francamente, no creo que la crítica andersoniana de
Fukuyama, aunque la hubiera leído en su momento, me hubiera convencido de la
inutilidad o de la convencionalidad de la mía. Dejemos juzgar al lector.

Ahmad tiene razón, me parece a mí, en preguntarse: «¿qué tipo de texto es el que
Derrida ha compuesto?». En efecto, no se comprende nada de este texto si no se toma en
consideración la especificidad del gesto, de la escritura, de la composición, de la
retórica, de la dirección, en una palabra, de lo que un lector tradicional y con prisa
hubiera denominado su forma o su tono, pero que para mí resulta indisociable de su
contenido. Ahmad tiene de nuevo razón cuando, para responder a su pertinente pregunta,
añade: «Tenemos, en otras palabras, un texto en esencia performativo [...]». Sí, por
supuesto. Pero, lógicamente, dejo de estar de acuerdo con él cuando reduce esta
performatividad a una performance y, sobre todo, a la performance de un «texto
literario», más aún cuando esta última se ve reducida, a su vez, a las nociones
convencionales y confusas de «forma de retórica», de «afectividad», de «tono», etc.
¿Quién osaría negar que haya retórica, afecto y tono en Espectros de Marx?
Ciertamente, yo no, pero los reivindico de manera totalmente diferente y los conecto de
otro modo a la performatividad del análisis mismo. ¿Acaso cree Ahmad que su texto es
tan atonal? ¿Cree que cuanto escribe está libre de toda afectividad, de toda retórica y, ya
que la cosa parece inquietarle también, de todo gesto de «filiación y de afiliación»?
Espectros de Marx no es tan sólo un texto que no puede, no más que cualquier otro,
borrar y renegar de toda filiación y afiliación. Al contrario, asume más de una y da
cuenta de ello. Esta multiplicidad lo cambia todo. Este libro hace también algo más que
puede parecer contradictorio, explicando y justificando la contradicción. Sí, se pueden
articular varios gestos aparentemente contradictorios al mismo tiempo o sucesivamente
en un mismo libro. Por ejemplo, yo me reclamo de Marx, pero me ocurre que, habiendo
hablado «a su favor», lo hago también «en su contra»: ¡en el mismo libro y sin
imaginarme que estuviera prohibido! Y sólo faltaba que hubiera que elegir: «a favor» o
«contra» Marx, ¡como en una cabina electoral! Concibiéndose expresamente como un
libro sobre la herencia, Espectros de Marx, analiza también, interroga y, por decirlo sin
perder tiempo, «deconstruye» la ley de la filiación, en particular de la filiación
patrimonial, del linaje padre-hijo: de ahí la insistencia sobre Hamlet, pese a que ésta se
justifique también de otras muchas maneras. Esta insistencia no obedece únicamente a
un gusto por la literatura o por el duelo, lo mismo que el interés de Marx por
Shakespeare no transforma a El capital en una obra literaria. He señalado al mismo
tiempo la ley, las consecuencias y los riesgos ético-políticos de esta filiación. Es
necesaria una lectura bien ingenua de Espectros de Marx para obviar todo el análisis del
falogocentrismo paternalista que marca todas las escenas de filiación (¡en Hamlet y en
Karl Marx!). Las premisas de este análisis son demasiado antiguas, explícitas y
sistemáticas en mi trabajo como para tener que volver aquí sobre ellas. Me permito
simplemente señalar que la cuestión de la mujer y de la diferencia sexual está en el
centro de este análisis de la filiación espectral. Esta cuestión de la diferencia sexual, en
particular, rige sobre todo cuanto es dicho de la ideología y del fetichismo en Espectros
de Marx. Si se sigue, por ejemplo, esta pista, que conduce también a mis análisis del
fetichismo en Glas y en otros lugares, tendremos un aspecto muy diferente de esta
escena de filiación y de su interpretación, en particular de la referencia a Hamlet, al
espectro paterno y a lo que denomino «el efecto visera». Sugiero a Ahmad releer las
cosas después del aterrizaje; de este modo, verá que mi gesto no es simplemente un
gesto de filiación o afiliación. No, no reivindico simplemente la herencia y menos aún la
exclusividad de la herencia de Marx. Afirmando tan a menudo que hay más de un
espectro o de un espíritu de Marx, reconozco que los herederos son y deben ser también
numerosos, a veces clandestinos e ilegítimos, como en todas partes. Ahmad, por el
contrario, parece lamentarse, como los «marxistas» y los «comunistas» presuntamente
legítimos, como los hijos presuntamente legítimos parecen lamentarse por haber sido
expropiados de su patrimonio o «actitud propietaria» (enfatizo el término presuntos,
porque en la familia marxista, como en otras, la legitimidad es siempre presupuesta,
sobre todo cuando se trata de filiación en general y no sólo, como se cree demasiado
ingenuamente, incluidos Freud y Joyce, de filiación paterna como «ficción legal»:
porque esta «ficción» es también aplicable a la maternidad, antes incluso de que ésta
pueda ser suplida por una madre de alquiler). Al menos uno puede juzgar esta feroz
reivindicación de legitimidad filial por el tono de Ahmad, tal como él mismo diría, en el
momento en que declara que tengo tendencia a identificarme con Hamlet, a
«posicionarme» como Hamlet, la identificarme tanto con Hamlet como con el
«Fantasma»!, ¡incluso con el mismo Marx! ¡Como si no se pudiera leer y analizar de
cerca una escena de filiación sin identificarse sencillamente con un personaje! Aquí, una
vez más, temo que esta tendencia a considerarme demasiado «literario» delata una
experiencia un tanto ingenua de lo que es la lectura y la literatura, así como la lectura de
un texto denominado «poético» o «literario». Tampoco en este punto ha sido siempre
bien entendida por los «marxistas», o por aquellos que son «por lo general conocidos
como marxistas», la lección de Marx, lector de Shakespeare:

el acto inicial por el que él mismo se posiciona dentro de su propio


texto [ya para empezar encuentro cada una de estas palabras de una
irrelevancia cómica, pero no importa] encerrando el texto entre dos citas de
Hamlet, que traen al primer plano al Fantasma del padre muerto (referencia
evidente al título de Derrida -«Espectros de Marx» [en eso estoy de
acuerdo, la referencia es «obvia», a partir de ahora ya no trataré de
disimularla]- así como al tema de la irreversibilidad de la muerte del
marxismo [de acuerdo, aunque las cosas no sean en este caso, si se me
permite decirlo, tan sencillas; no obstante, a partir de aquí, se convierten
realmente en inquietantes] y a su aseveración de que él y su deconstrucción,
y no los comunistas y aquellos por lo general conocidos como marxistas,
son los verdaderos herederos de Marx, el Padre muerto). Ésta es, pues, la
cita inicial, con su repetición particular de una frase clave:

El tiempo está fuera de quicio


Hamlet
Hamlet: [...] Jurad.
EL FANTASMA [bajo tierra]: Jurad.

Evidentemente, nunca he afirmado que «yo» y «mi deconstrucción» (i!) fuéramos


los «verdaderos herederos» de Marx, el «padre muerto». No lo pienso. Y es algo que me
interesa poco. Por otro lado, todo cuanto digo vuelve la expresión de «verdadero
heredero» irrelevante hasta la parodia. Esta pretensión es incluso el objeto, diría casi que
el objetivo, del libro. En cambio, la idea, la hipótesis (el fantasma, en realidad) de
semejante «aseveración», de semejante reivindicación (ser un verdadero heredero de
Marx) exaspera visiblemente a Ahmad, quien vela celosamente la herencia. Denuncia
por adelantado toda presunta reivindicación de herencia, cuando le parece provenir de
alguien a quien el considera un extranjero con respecto a su familia, con respecto a la
filiación de aquellos a quien denomina tranquilamente, colocándose junto a ellos sin
lugar a dudas, es decir, sin que jamás le venga a la mente la menor duda al respecto, los
«comunistas y aquellos por lo general conocidos como marxistas». La preocupación por
la filiación legítima es un sentimiento que desconozco en mí. He aprendido incluso a
cultivar y a reivindicar mi indiferencia al respecto, a explicar su «lógica» e incluso a
hacer de ello una especie de premisa ética y política. La mayoría de las veces, analizo,
interrogo, problematizo este fantasma de la filiación legítima (padres, hijos y hermanos,
etc. más que madre, hija y hermana), mientras que, por el contrario, para Ahmad y
«aquellos por lo general conocidos como marxistas», este fantasma sigue siendo
visiblemente compulsivo. Es evidente cuando me critica, aunque también cuando, a
partir de un gran número de puntos de acuerdo sobre los que no me detendré, dice
«aceptar» lo que digo «con una sensación de camaradería». Esta preocupación
comunitaria por la reapropiación familiar, esta celosa pretensión de «priopietariedad»,
en este como en otros ámbitos, es el objeto mismo de mi trabajo: en este libro y, desde
hace treinta años, en todo lo que Ahmad, a quien dejo la responsabilidad de esta
expresión, denomina «su [mi] deconstrucción».

¡Camaradas, un esfuerzo más para pensar, si no para elevarse, por encima de toda
«actitud propietaria [proprietoriality]»!

Por supuesto, agradezco a Ahmad su «sensación de camaradería», sobre todo


cuando -sin dudarlo- me felicita por mi «muy saludable afiliación con lo que él llama
“cierto espíritu del marxismo”». Sin embargo, percibo, más por su parte que por la mía,
un deseo insaciable de buena genealogía, de filiación legítima y de comunidad casi
familiar: todos los hijos legítimos de Marx, «aquellos por lo general conocidos como
marxistas», ¡uníos como buenos camaradas, como hermanos de todos los países! Si no
fuera un hecho notorio que Marx tuvo un hijo bastardo con su sirvienta (en Francia se ha
escrito recientemente una obra de teatro a este respecto inscribiendo en ella fragmentos
de Shakespeare, de Marx y de Espectros de Marx), si no temiera que Eagleton viera
confirmado su veredicto (de nuevo una cuestión de tono: «La considerable falta de
gracia del estilo literario de Derrida -bien sabido es que la “alegría” francesa pasa por un
tono elevado- refleja una deuda residual con el mundo académico al que con tanta
valentía ha desafiado») y si, en definitiva, tuviera el valor para recordar toda mi crítica
deconstructiva de la «fraternidad» elaborada en Políticas de la amistad -algo que no
pienso hacer- hablaría aquí de los Hermanos Marx. Si lo hiciese sería, más seriamente,
porque Espectros de Marx es también, igual que Políticas de la amistad, una especie de
crítica del principio genealógico, de un cierto fraternalismo y de las parejas
hermano/hermano, así como padre/hijo. La fantología del propio Marx, su temerosa
fascinación ante sus propios espectros, gira a menudo en torno al hermano (Stirner como
«mal hermano» de Marx en tanto que «mal hijo de Hegel»). No obstante, por medio de
mis agradecimientos debo decir, demasiado rápido desgraciadamente, ingrato como soy,
que no me siento de acuerdo con prácticamente nada de cuanto dice Ahmad, con tanta
insistencia, sobre tantas cosas y siempre para acusarme o sospechar de mí. Voy a tener
que acelerar mi ritmo si quiero que una respuesta atenta no ocupe cientos de páginas (de
hecho, sería necesario, pero no dispongo de ellas).

1) Para empezar, no estoy de acuerdo con lo que Ahmad dice acerca del «tono» de
mi texto. No creo que nadie tenga derecho a aislar aquello a lo uno que se refiere bajo la
confusa categoría de tono («tono de sufrimiento religioso», «registro tonal mesiánico»,
«tono cuasirreligioso», «este tono, en parte sermón, en parte canto fúnebre», «cadencias
casi religiosas», etc.). Para tener derecho a aislar y, por lo tanto, criticar un tono, se
debería disponer de un concepto algo más elaborado del mismo, de su alianza con el
concepto o el sentido, y con la performatividad a la que me he referido más arriba para
reivindicarla y cuestionarla. Sobre todo, es necesario tener, si se me permite decirlo sin
resultar ofensivo, un oído más fino para las cualidades diferenciales, inestables, móviles
de un tono, por ejemplo, esos valores tonales que señalan la ironía o el juego, incluso en
los momentos más serios y siempre en pasajes en los que el tono es, precisamente,
indisociable del contenido. Ahmad es tan insensible como Eagleton a las variaciones de
tono: por ejemplo, a la ironía o al humor que me gusta cultivar, sin excepción, en todos
mis textos. Es su derecho. Por definición, sobre todo en tan poco espacio de tiempo, no
podría convencerle o modificar sus gustos. Sin embargo, aunque se pierde algo del
sentido cuando uno ignora el temblor y la vibración diferencial de un tono, permanece el
suficiente sentido en las palabras, las frases, la lógica y la sintaxis como para no tener
derecho a obviar todo.

Porque, por ejemplo, por servirme únicamente de las palabras del propio Ahmad, lo
«prácticamente» («prácticamente religioso») y lo «casi» («cuasirreligioso»), por sí solos,
deberían bastar ya para cambiar muchas cosas, casi todo, en la medida en que hay en el
libro, de principio a fin, una distinción sutil pero indispensable. ¿Cuál? La distinción
entre, por un lado, cierta religiosidad irreductible (aquella que guía un discurso de la
promesa y de la justicia, del compromiso revolucionario, incluso entre los «comunistas y
aquellos por lo general conocidos como marxistas», y, en realidad, allí donde el discurso
ético y político tiene el sello de la mesianicidad -que se diferencia del mesianismo a
través de una frontera precaria que vale lo que vale, y sobre la cual volveré, pero de la
que Ahmad no puede ignorar que organiza toda la lógica del libro) y, por otro, la
religión, las religiones en virtud de las cuales me atrevo a creer que Espectros de Marx,
como todo cuanto escribo, no muestra ninguna debilidad (Ahmad parece reconocerlo).
No se puede, como hace Ahmad aquí, despachar la gran cuestión de la religión y de lo
religioso acusando, de manera un tanto confusa, a un tono de ser «cuasirreligioso». Hoy
por hoy no debemos dar por evidente y resuelta la cuestión religiosa. No debemos hacer
como si supiéramos qué es lo «religioso» o lo «cuasirreligioso», sobre todo cuando se
quiere ser y decirse marxista. Entre ambos se encuentra, en efecto, la cuestión de la
ideología (según Marx irreductible, indestructible e irreductiblemente ligada a lo
religioso), sobre la cual también volveré más tarde.

2) Tampoco estoy de acuerdo con lo que Ahmad avanza tan tranquilamente a


propósito de lo metafórico en Espectros de Marx («metáfora del duelo», «lenguaje
metafórico de la “herencia” y de la “promesa del marxismo”», «el lenguaje de la
metáfora», «lenguaje de in-dirección metafórica», etc.). Anteriormente he hecho un
enorme esfuerzo por problematizar el concepto de metáfora y su utilización
(precisamente en su relación con el concepto) para confiar ahora en la retórica de
Ahmad y en el uso tan dogmático que hace de esta palabra («metáfora», «metafórico»).
En todo trabajo de duelo hay, sin lugar a dudas, un proceso de metaforización
(condensación o desplazamiento, interiorización o introyección y, por lo tanto,
identificación con el muerto, renarcisización, idealización, etc.). Sin embargo, en
Espectros de Marx los motivos del duelo, de la herencia y de la promesa son todo
menos meras «metáforas» en el sentido ordinario del término. Son puntos conceptuales
o teóricos centrales, son los temas organizadores de toda la crítica deconstructiva que
trato de hacer. Indisociables entre ellos, dirigen, entre otras cosas, el análisis del campo
político-fantasmagórico de la escena mundial tras el supuesto fin del comunismo y la
denominada «muerte de Marx». Me permiten también introducir cuestiones
necesariamente de tipo psicoanalítico (la del espectro o la fantasía [phantasma] -que en
griego significa también espectro-) dentro del campo político, algo que, desde mi punto
de vista, los «marxistas» raramente han logrado hacer de manera rigurosa y convincente.
Todo esto presuponía por mi parte una transformación de la lógica psicoanalítica misma,
precisamente en lo que se refiere al duelo, al narcisismo y al fetichismo. Es algo a lo que
ya me he referido en otro lugar y sobre lo que no puedo extenderme aquí.

3) No estoy de acuerdo con Ahmad cuando habla del «rechazo de Derrida de la


política de clase». Existe un grave malentendido al respecto. Soy sin duda en parte
responsable de ello y me gustaría explicarme mejor de lo que lo he hecho hasta ahora.
Hagamos, pues, una transición: es, precisamente, el concepto de «transición» el que
ahora nos ocupará y me servirá de lugar de paso entre el texto de Ahmad y otros que, en
este volumen, manifiestan, de modo diverso, cierta inquietud respecto a lo que yo habría
dicho, o más bien no habría dicho, de las clases, del concepto de clase o de la lucha de
clases. Éste es el caso de Lewis. De manera totalmente diferente, es también el caso de
Jameson, a quien Lewis también invoca, ya que sitúa claramente su esfuerzo crítico a
continuación de los de Ahmad y Jameson, cuyas respuestas a Espectros de Marx ya
habían aparecido (en la New Left Review) cuando Lewis escribió la suya. Para tratar de
responder simultáneamente a las objeciones de Ahmad y de Lewis (porque no considero
los parágrafos que Jameson consagra a estas cuestiones de «clase» como objeciones, y
enseguida diré por qué), me permitiré citar una frase que escribí no hace mucho, dado
que Lewis la pone de relieve, como si debiera constituir el objetivo mismo de una crítica
que, en efecto, se desarrollará en todo su ensayo titulado «Sobre la clase»:

Tenía la impresión de que el concepto de lucha de clases e inclusive


la identificación de una clase social se vieron echados a perder por la
modernidad capitalista [...]. De esta suerte, toda expresión en la que
apareciera la locución «clase social» era una expresión problemática para
mí.

En primer lugar ¿qué dicen estas dos frases extraídas tan brutalmente del contexto
de una entrevista en la cual yo describía mi relación con el proyecto althusseriano, tal
como se desarrolló en la década de 1960, tan enormemente cerca de mí, de mil maneras,
por los lugares y por la amistad? Estas dos frases no decían que lo que se denominaba o
se denomina aún «clase social» no tuviera ninguna existencia desde mi punto de vista o
no tuviera correspondencia con nada real, con ninguna fuerza social capaz de generar
conflictos, efectos de dominación, luchas, alianzas, etc. Decían, con mucha precisión,
que el principio de identificación de clase social, tal como es presupuesto por el
concepto de «lucha de clases» (entendiendo éste, aunque esto sea evidente, de acuerdo
con lo indicado por el discurso marxista dominante, el de los partidos comunistas;
posteriormente volveré sobre la cuestión del partido), decían, pues, que este principio y
este concepto se habían vuelto «problemáticos» para mí en las frases que por entonces
oía (repito: «Así, pues, toda expresión en la que apareciera la locución “clase social” era
una expresión problemática para mí»). Si hubiese querido decir que para mí ya no había
clases sociales y que toda lucha al respecto resultaba obsoleta, lo hubiera dicho. Todo
cuanto he dicho ha sido que el concepto y el principio de identificación de clase social
al uso en el discurso marxista que por entonces escuchaba (en la década de 1960) eran
problemáticos desde mi punto de vista. Subrayo este término, «problemático», que no
quiere decir falso, ni caduco, ni fuera de juego, ni insignificante, sino sujeto a
transformación, a reelaboración crítica, en una situación en la que cierta modernidad
capitalista «echa a perder» el criterio de clase más sensiblemente determinante (por
ejemplo -aunque habría que volver sobre este aspecto con detenimiento dado que en él
se juega todo- el concepto de trabajo, de trabajador, de proletariado, de modo de
producción, etc.). No decía en absoluto, ni siquiera en esta entrevista improvisada, que
tuviera por anticuado o irrelevante al problema de las clases. Hasta tal punto no lo decía
ni lo pensaba que, inmediatamente después de la frase citada por Lewis, precisaba lo
siguiente (que Lewis, si hubiera leído más de tres líneas de mi texto, habría debido tener
la lealtad de citar):

Así pues, toda expresión en la que apareciera la locución «clase


social» era una expresión problemática para mí. Por las razones
expresadas anteriormente, no podría decir [esto] de esta forma [hoy, en
1998, subrayo «de esta forma», la forma de los enunciados marxistas de
la década de 1960]. Yo creo en la existencia evidente de las clases
sociales [de nuevo añado la cursiva hoy, en 1998], pero la modernidad de
las sociedades industriales (por no mencionar el Tercer Mundo) no puede
abordarse, analizarse, explicarse de acuerdo con una estrategia política
que arranque de un concepto cuyos lazos son tan latos. Tenía la
impresión de que estaba observando todavía modelos de análisis
sociológico y político heredados, si no del siglo XIX, sí al menos de la
primera mitad del siglo XX... Creo que es todavía absolutamente
indispensable mantener el interés por aquello a lo que apunta el
concepto de lucha de clases, el interés por analizar los conflictos
presentes en las fuerzas sociales [otra vez más, estoy subrayando estas
palabras hoy, en 1998; ¿es la frase suficientemente clara y carente de
ambigüedad?]. No obstante, no estoy seguro de que el concepto de clase,
tal como ha sido heredado [de nuevo subrayo estas palabras en 1998],
sea el mejor instrumento para acometer aquellas actividades, a no ser
que se proceda a diferenciarlo considerablemente [cursivas añadidas, de
nuevo, en 1998].

No me atrevo a seguir citándome más. Invito tan sólo al lector interesado a


reconstituir todos estos contextos, en particular toda la discusión que desarrolla el pasaje
citado más arriba respecto a los conceptos de «última instancia», de
«sobredeterminación», de apropiación y de expropiación (es la mejor respuesta que aquí
puedo dar). Le invito también a reconstituir los contextos que se determinan en
Espectros de Marx en torno a estos puntos centrales. En cualquier caso, debería quedar
lo suficientemente claro que tomaba y tomo muy en serio la existencia de «algo» como
aquello que desde Marx se denominan las clases sociales, que tomo en serio las luchas
de las que esta «cosa» es el campo, el lugar, lo que está en juego, la fuerza motriz, etc. Y
que, repito, creo «indispensable» el «interés» por esta cosa, por esta lucha, pero también,
por lo tanto, por el progreso del análisis que adoptamos respecto a ella. Lo que por
entonces me parecía problemático era el carácter insuficientemente «diferenciado» del
concepto de clase social tal como es «heredado». Repito que lo que por entonces me
parecía sobre todo problemático era el principio de identificación de clase social y la
idea de que una clase social es lo que es, homogénea, presente e idéntica a sí misma
como «soporte último» (ultimate support). Sin embargo, cierta diferencia respecto a sí
misma, cierta heterogeneidad de la fuerza social, no me parece incompatible, al
contrario, con el movimiento constituido por una lucha social. Cuando, en Espectros de
Marx, hablo de una «herencia crítica», las cuestiones sobre este «soporte último» y
sobre la «identidad en sí de una clase social» no sólo no excluyen la lucha, los
antagonismos o las relaciones inestables de dominación, sino que, por el contrario, son
formuladas en referencia a esta guerra por la hegemonía. Escribo, por ejemplo (aunque
invito una vez más al lector interesado a reconstituir el contexto de estas proposiciones):

Confiamos, en efecto, al menos provisionalmente, en esa forma de


análisis crítico que hemos heredado del marxismo: en una situación dada,
y con tal de que sea determinable y determinada como la de un
antagonismo sociopolítico, una fuerza hegemónica aparece siempre
representada por una retórica y por una ideología dominantes,
cualesquiera que sean los conflictos de fuerzas, la contradicción principal
o las contradicciones secundarias, las sobredeterminaciones o los
dispositivos que, luegó, pueden complicar dicho esquema ...

Es ésta mi pregunta y mi principal preocupación: lo que encuentro «problemático»


tiene que ver, en primer lugar, con lo que viene a «complicar dicho esquema». Y, por
supuesto, lo reconozco, esta «complicación» llega muy lejos desde mi punto de vista.
Puede llegar hasta a

sospechar de la simple oposición entre lo dominante y lo dominado,


incluso de la determinación última de las fuerzas en conflicto, e incluso,
más radicalmente, a sospechar que no sea la fuerza siempre más fuerte
que la debilidad [...]. Herencia crítica: así, por ejemplo, se puede hablar
de discurso dominante o de representaciones e ideas dominantes, y
referirse, pues, a un campo conflictual jerarquizado sin suscribir
necesariamente el concepto de clase social con el que Marx determinó tan
a menudo, sobre todo en La ideología alemana, las fuerzas que se
disputan la hegemonía [...]. Se puede seguir hablando de dominación en
un campo de fuerzas suspendiendo no solamente la referencia a ese
soporte último que sería la identidad y la identidad consigo misma de
una clase social [lo subrayo, hoy, en 1998, para enfatizar que lo que me
parece problemático no es algo como «la» clase social sino aquello que, a
menudo, se le atribuye en cierta tradición marxista dominante: el estatuto
o el lugar de este «soporte último» y «la identidad como identidad en
sí»], sino también suspendiendo el crédito concedido a lo que Marx llama
la idea, la determinación de la superestructura como idea, representación
ideal o ideológica, y hasta la forma discursiva de dicha representación.
Tanto más cuanto que el concepto de idea implica esa irreductible génesis
de lo espectral que tenemos intención de volver a examinar aquí.
Lo que implica este programa, en Espectros de Marx, no ha retenido la atención de
aquellos que me reprochan aquí, creo que injustamente, tomar cuanto menos a la ligera
el problema de las clases y de la lucha de clases. El pasaje que acabo de citar (como
muchos otros también) se inscribe claramente en una lógica abierta a todas las
«sobredeterminaciones» (en ese sentido, se trata de una lógica coherente, al menos
provisionalmente, con un discurso marxista, por ejemplo, althusseriano), pero que
«complica también dicho esquema» y que, sin dejar de tomar en consideración las
formaciones de clase y las luchas de clase, llega a colocar en el punto de mira, en la
«lucha de clases», la relación entre fuerza y debilidad, entre el trabajo, la producción, lo
económico y lo «ideológico».

Quizá mi defecto consista en no conocer todos los trabajos marxistas que


elaborarían un nuevo concepto de clase y de lucha de clases integrando mejor los
nuevos datos de la «modernidad» tecno-científico-capitalista de la sociedad mundial.
Sobre este aspecto en particular, admito que no conozco a nadie que me haya parecido
convincente, pese a que haya dado la bienvenida en más de una ocasión a los trabajos
recientes de teóricos marxistas que no se dejaban desanimar, en sus análisis y en sus
compromisos, por un clima histórico poco favorable. En cualquier caso, de lo que estoy
seguro es de que los marxistas a los que aquí debo responder y que ponen objeciones a
lo que digo o no digo de las clases y de la lucha de clases no avanzan por su parte
ningún concepto nuevo, con la excepción de Jameson, sobre el que enseguida volveré,
cuyas observaciones al respecto no percibo en absoluto como objeciones. Antes de
entrar en este punto, desearía poder precisar algo que debería resultar evidente, pero que
parece haber escapado a la lectura precipitada y poco global de Ahmad y Lewis. Cada
vez que he hablado de la nueva Internacional en Espectros de Marx, enfatizando que, en
ella, la solidaridad o la alianza no deberían depender, fundamentalmente y en último
término, de una pertenencia de clase, no he pretendido afirmar en absoluto la
desaparición de las «clases» o la atenuación de los conflictos ligados a diferencias o a
oposiciones de «clase» (o, al menos, diferencias u oposiciones basadas en las nuevas
figuras de fuerzas sociales para las cuales creo, en efecto, que son necesarios nuevos
conceptos y, por lo tanto, quizá nuevos nombres). Cuanto digo de la nueva Internacional
(que ya es un hecho -volveré también sobre ello- y no tiene nada de abstracto o de
utópico, ni es desmovilizado ni desmovilizador, al contrario) no supone tampoco la
supresión de estas relaciones de fuerza y de dominación social, ni el fin de la ciudadanía,
de las comunidades nacionales, de los partidos y de las patrias. Se trata, simplemente,
atravesando las diferencias y las oposiciones de fuerzas sociales (de lo que,
simplificando, se denominaban las «clases»), de otra dimensión del análisis y del
compromiso político. Yo no diría que semejante dimensión (por ejemplo, la dimensión
de las clases sociales, nacionales o internacionales, la de las luchas políticas en el seno
de un Estado-nación, la de los problemas de nacionalidad y ciudadanía, la de la
estrategia de los partidos, etc.) es superior o inferior, prioritaria o secundaria,
fundamental o no. Todo eso depende, en cada momento, de una nueva evaluación de las
urgencias, de las implicaciones estructurales y, en primer lugar, de las situaciones
singulares. No existe, por definición, para una evaluación semejante, ningún criterio
previo, ninguna calculabilidad absoluta. El análisis debe ser recomenzado cada día en
cada lugar, sin estar nunca garantizado por un saber previo: con esta condición, con la
condición de esta inyunción hay, si es que la hay, acción, decisión y responsabilidad
política, repolitización. Para mí, lo «indecidible» jamás ha sido lo contrario de la
decisión, sino la condición de la decisión allí donde ésta no se deduce de un saber como
lo haríamos mediante una calculadora. Por otro lado, no hablo en ninguna parte de una
nueva Internacional que se «se declara “sin clase”», como dice Lewis, o «en ausencia de
consideraciones de clase». Hablo precisamente, al final de un largo desarrollo que no
puedo citar aquí pero que invito a releer al lector interesado, de que la alianza o el
«vínculo» que forma esta Internacional puede urdirse, que se trama de hecho, «sin
pertenencia común a una clase». Nada tiene esto que ver con una «ausencia de
consideraciones de clase», con una ignorancia o una neutralización de lo que se
denominaba una clase, pero sí en todo caso que los intereses de fuerzas sociales y
económicas requieren análisis más refinados. Si me equivoco, desde el punto de vista
del saber o de la acción política, si mis críticos piensan que toda Internacional se forja,
debe forjarse, a partir de una «pertenencia común a una clase», que se diga y se
demuestre (algo que no hacen ni Ahmad ni Lewis), en lugar de anatemizar
dogmáticamente todo discurso que no da por sentado o considera sagrado el código
tradicional de la «lucha de clases». Otra de las confusiones de Lewis consiste en creer
poder reconocer en lo que digo de la nueva Internacional «una preocupación abstracta
por los derechos humanos». Ahora bien, aunque así fuera, Lewis debería reconocer que
no hay nada de antimarxista en ello («una consagración [una consagración a los
derechos humanos] que en sus formas concretas no resulta antitética al marxismo
clásico, pero que, insisten los marxistas revolucionarios, es irrealizable a menos que
haya una revolución y que es estrictamente “indecidible” en ausencia de consideraciones
de clase»), pero resulta además que unas líneas más arriba a esta alusión a la
«pertenencia común a una clase», yo aportaba una precisión que, como ocurre con
demasiada frecuencia, habrá escapado a la lectura impresionista e intermitente de
aquellos que tienen interés en transformar cuanto digo en un formalismo abstracto,
insensible a las determinaciones sociales (por no hablar de su confusión con respecto a
lo que denomino «lo indecidible»). Lo que, en efecto, escribía era que:

«Una “nueva Internacional” se busca a través de estas crisis del


derecho internacional, denuncia ya los límites de un discurso sobre los
derechos humanos que seguirá siendo inadecuado, a veces hipócrita, en
todo caso formal [subrayo hoy, en 1998, los más significativos de los
numerosos rasgos que parecen haber escapado a la atención de Lewis, en
concreto cuando habla de “una preocupación abstracta por los derechos
humanos”] e inconsecuente consigo mismo mientras la ley del mercado,
la “deuda exterior”, la desigualdad del desarrollo tecno-científico, militar
y económico mantengan una desigualdad efectiva tan monstruosa como
la que prevalece hoy, más que nunca, en la historia de la tierra y de la
humanidad».
Confío tan poco en el concepto abstracto de «derechos humanos» que, un poco más
abajo, el desarrollo mismo pondrá en cuestión -al menos a modo programático, si bien en
una trayectoria que ha sido la de mi trabajo desde hace mucho tiempo- el concepto
metafísico de hombre que se encuentra, precisamente, en el centro de estos «derechos
humanos» (particularmente en oposición al concepto también «abstracto» de animal).

Finalmente, decidiendo dejar sin respuesta semejantes observaciones, dejo al lector


juzgar la retórica y la buena fe de Lewis cuando, acto seguido, escribe: «La Internacional
de Derrida afirma, además, la conveniencia de las alianzas interclasistas (patrones junto a
obreros); su llamamiento a la militancia se dirige más que nada a los intelectuales,
preferentemente, a otros deconstruccionistas». Ni siquiera un candidato demagogo en
campaña electoral en pleno siglo XIX se hubiera atrevido a consentir semejante tipo de
calumnias. En cualquier caso, no hubiera tenido el descaro de presentar esto como un
argumento en una discusión. Lo mismo diría, aunque es tan burda y demagógicamente
polémica que no merece la pena ni responderla ni discutirla, con respecto a otra ridícula
acusación del tipo «puede sorprender también a muchos deconstruccionistas [¿quiénes?,
¿cuáles?] descubrir que la muerte por la que Derrida se pone de duelo no es la del
marxismo, sino más bien la de un régimen específico de capitalismo de Estado [para
Lewis la única definición válida del bolchevismo estalinista]. Para los marxistas, no hay
nada por lo qué ponerse de duelo» (¿ah, sí?, ¿de verdad?).

Estoy totalmente de acuerdo: los «deconstruccionistas» (¿cuáles exactamente?) y


muchos otros, en efecto, pueden quedar sorprendidos al enterarse un día, por boca de
Lewis, de que mantengo el duelo por el estalinismo. ¿Resultarán menos sorprendidos al
enterarse de que Lewis, por su parte, no mantiene duelo alguno? Y ya que estoy
señalando los puntos que no me detendré a discutir del texto de Lewis, he aquí al menos
una primera lista:

1) El alegato según el cual habría criticado un «déficit de moral en el marxismo, al


equiparar leninismo y totalitarismo fascista». No lo he hecho nunca en ninguna parte y no
se encontrará el menor rastro de esta «ecuación» en mi texto, lo cual no quiere decir que
tenga al leninismo por algo irreprochable e inocente de todo «totalitarismo».

2) La definición, cien veces recurrente, de mi trabajo como «posmoderno». Es un


burdo error al que ya me he referido anteriormente. Se agrava aquí por la identificación
entre «posmodernidad, postestructuralismo» y crítica de lo «metanarrativo».

3) El alegato según el cual habría pretendido que «la clase obrera se está reduciendo
en números absolutos a escala mundial». Nunca lo he pensado. Del mismo modo, nunca
he dicho que «el marxismo clásico no puede dar cuenta de los sin-techo en tanto que
grupo, les excluye e ignora su potencial revolucionario». ¡En estos momentos, tengo la
sensación de que Lewis tiene un interés compulsivo en tomarme por el último
representante diabólico, la encarnación total de todas las objeciones, reales o potenciales,
justificadas o no, que puedan dirigirse contra el marxismo! Habría que inquietarse más
bien por un enrarecimiento de la crítica y de la discusión, y preguntarse por qué hasta los
objetores llegan a faltar en este ámbito.

4) Decir que he tratado de «desacreditar la revolución tanto como estrategia política


para el presente como en cuanto aspiración social para el futuro» es una burda falsedad
(contre-vérité]. No sé en cuantas ocasiones (tan numerosas, en Espectros de Marx y en
otros lugares, que ni siquiera tengo tiempo para buscar las referencias) he marcado el
término «revolución» con un valor positivo, afirmativo, a pesar de que la figura y los
imaginarios tradicionales de la revolución me parezcan conllevar algunas
«complicaciones...». Todo cuanto coloco bajo la rúbrica de «mesianicidad sin
mesianismo» es inconcebible sin hacer referencia a momentos revolucionarios que
interrumpen no sólo un estado de conservación, sino incluso un proceso de reforma
(insisto en ello ya que Lewis me presenta a menudo como un «reformista», algo que
también puedo ser, lo reconozco, en determinados contextos dados, rechazando elegir
abstractamente entre dos alegorías, reforma y revolución). Basta con decir que me cuesta
reconocer cualquier cosa de lo que soy y hago en diagnósticos del tipo: «El pesimismo
acerca de la buena disposición y de la capacidad de la clase obrera para luchar por una
sociedad mejor da cuenta de buena parte del tipo de teorización posmoderna que contiene
Espectros de Marx». El discurso sobre la mesianicidad, si se quiere entender
correctamente, no empuja ni al pasado ni a la pasividad. De hecho, podría mostrar que es
básicamente optimista si no encontrara esta categoría tan trivial y poco interesante como
la de pesimismo. Volveré sobre ello brevemente más adelante. Sobre la categoría de
«posmodernidad» y sobre la «clase obrera» ya he explicado lo que pienso.

5) Nunca he dicho, por citar la formulación empleada por Lewis, que «el marxismo
conduce inevitablemente al gulag, en la medida en que aspira a materializar su espíritu
crítico en una sociedad real». Si lo pensara lo hubiera dicho. Pero si lo pensara, ¿cómo
hubiera podido escribir Espectros de Marx? Es cierto que -aunque desde mi punto de
vista ocurre totalmente lo contrario- estoy tentado a creer, en efecto, que un determinado
«marxismo», un pretendido o autodenominado «marxismo», un pseudomarxismo no ha
podido evitar el gulag. Pero no porque hubiera tratado de «materializar su espíritu crítico
en una sociedad real». ¡Al contrario! Precisamente por no haberlo hecho, por no haber
materializado suficientemente «su espíritu crítico en una sociedad real». Es cierto que no
he consagrado un análisis específico a aquello que se podría denominar, mediante un
término un tanto inadecuado, el «fracaso» soviético, bolchevique, leninista o estalinista.
No era ése el objeto de mi libro y reconozco que aún no me siento capaz de realizar
semejante análisis. Agradezco a Lewis la bibliografía que me proporciona al respecto,
pese a no encontrarla de gran ayuda (pues no hace sino resumir una vaga doxografía,
reenviándonos a la fórmula de Bujarin: «Dicho telegráficamente, el estalinismo es la
doctrina del “socialismo en un país”»). Todo depende pues de la manera en que se lea y
despliegue el telegrama. Por sí sólo es bastante pobre. Lewis no dice nada convincente
sobre él. Si comprendo correctamente algunas de sus indicaciones, lo que Lewis tiene en
mente consistiría en un refinamiento (de Tony Cliff, por ejemplo) de la interpretación
trotskista: la degeneración de un Estado de los trabajadores no habría sido debida en
realidad más que a una sustitución de la burguesía por una burocracia. Ésta habría
desempeñado el mismo papel que la burguesía en el proceso de acumulación y en la
producción de plusvalor. Es posible. Ya que es Lewis quien habla del gulag, habría que
ver de qué modo esta sustitución de una burguesía por una burocracia puede por sí misma
dar cuenta de él (yo tengo mis dudas) y, sobre todo, si, ante el gulag, nuestro papel debe
ser el de «dar cuenta» de este último. Sin lugar a dudas, es necesario elaborar y movilizar
aquí una problemática diferente. ¿Cuál? Por ejemplo, la que, combinando psicoanálisis y
política de una manera novedosa -algo que no hace ninguno de quienes me responden en
este libro-, tome en consideración la experiencia de la muerte y del duelo y, por lo tanto,
de la espectralización. (¿Es necesario que recuerde que mi libro se mueve en esta
dirección?) Sería necesario para abordar tanto los asesinatos políticos y el gulag como,
precisamente, lo que se denomina con tanta rapidez la burocratización. Me temo que el
concepto de burocracia, que ha sido usado y abusado, no sea más que un fantasma bien
abstracto del que, por otro lado y desde mi punto de vista, no se puede analizar,
precisamente, la posibilidad y la abstracción espectral que la constituye, sin una teoría
seria, aguda y diferenciada de los efectos de espectralidad. Por lo demás, Lewis no dice
nada concreto más allá de la injusta acusación lanzada contra mí y de las palabras que
pone en mi boca sin prueba alguna (¿dónde he dicho -cuando es algo que no pienso- que
«el marxismo conduce inevitablemente al gulag, en la medida en que aspira a
materializar su espíritu crítico en una sociedad real»?); Lewis se contenta con hacer
referencia a un trabajo realizado en otro lugar («Resulta imposible», dice, «hacer justicia
a la riqueza de la teoría del capitalismo burocrático de Estado en este espacio [...] . Soy
consciente de que quedan toda una serie de cuestiones y de temas importantes después
del incompleto resumen que he ofrecido de cómo la teoría del “capitalismo burocrático
de Estado” explica el ascenso del estalinismo. En esta ocasión, sin embargo, no será
posible atender a otros aspectos, tales como [...]», a lo cual sigue toda una serie de
verdaderos problemas que son dejados intactos).

No quiero abusar de todas estas coartadas, aplazamientos y evasiones de Lewis; sin


embargo, querría precisar dos puntos: 1) por un lado, la supuesta riqueza de una teoría
(concesso non dato) no implica necesariamente su pertinencia o suficiencia; 2) por otro
lado, siendo enunciadas las cosas con este grado de esquematismo programático,
encuentro divertido que Lewis se las arregle para reprocharme el seguir siendo
«metafísico» («Pero se han apuntado suficientes elementos como para permitir que el
corazón de la teoría asome y como para saber que desde estas páginas nos situamos a
muchas leguas de la visión metafísica de Derrida del fracaso final de los bolcheviques»).

Lógicamente -y podría decirse que ahí reside todo el problema- no sólo encuentro
este programa y esta coartada (esta teoría de la burocracia alegada, evocada por otro lado
tan pobremente por Lewis) muy abstractos, esquemáticos y metafísicos en la forma en
que son presentados. No sólo creo que todo cuanto pudiera decirse de interesante a
propósito de la burocracia y del capitalismo de Estado (y, ciertamente, no dudo de que, en
otro lugar, otros puedan decir cosas interesantes y útiles al respecto, pero el artículo de
Lewis no proporciona más que un esqueleto exangüe y poco convincente) presupone un
pensamiento de la «espectralidad», por medio precisamente de esa «fantología» cuya
dirección indico en Espectros de Marx. Creo, sobre todo, que la fantología a la que me
refiero es todo menos «metafísica» y «abstracta», como parecen sugerir, de manera
equivocada por no haberme leído o querido leerme, todos los autores de este libro,
excepto Hamacher y quizá Montag, quien, en un ensayo clarificador con el cual me siento
casi siempre de acuerdo, señala correctamente que «para hablar de espectros, el léxico de
la ontología resulta insuficiente».

Porque inmediatamente después de haber denunciado «la visión metafísica de


Derrida del fracaso final de los bolcheviques», Lewis habla, como para ilustrarlo, de esta
«fantología» que no significa para él más que abstracción y metafísica. Aunque volveré
sobre ello, por supuesto, desearía poder decir ya aquí, a modo de sólida declaración de
principios, que, desde mi punto de vista, la lógica espectral a la que recurro en Espectros
de Marx y en otros lugares no es metafísica, sino «deconstructiva». Esta lógica es
necesaria para dar cuenta de los procesos y de los efectos de metafisicalización, si se me
permite la expresión, de abstracción, de idealización, de ideologización y de
fetichización. De hecho, Jameson recuerda muy oportunamente que siempre he
«demostrado sistemáticamente la imposibilidad de eludir lo metafísico». Porque, por
ejemplo, ningún marxista serio puede cruzarse de brazos ante la abstracción, como si ésta
no tuviera importancia. Ni, por otro lado, ante la «metafísica» en tanto que abstracción.
La burocratización, por ejemplo, también es un fenómeno de abstracción y de
espectralización. También esto lo he leído y aprendido en Marx: que es necesario dar
cuenta de la posibilidad del proceso de abstracción. Marx pasó su vida analizando la
posibilidad de la abstracción, en todos los ámbitos. Y nos enseñó, entre otras cosas, que
no hay que cruzarse de brazos ante la abstracción como si ésta no tuviera importancia
(«no es más que una abstracción»), como si fuera la inconsistencia de lo imaginario, etc.
¿Acaso debo repetir que mi libro es también una crítica de la abstracción? Citando de
nuevo, entre tantos otros pasajes análogos de Espectros de Marx, aquel que recordaba
más arriba a la distraída atención de Spivak («Es más bien cierta afirmación
emancipatoria y mesiánica, cierta experiencia de la promesa que se puede intentar liberar
de toda dogmática e, incluso, de toda determinación metafísico-religiosa, de todo
mesianismo. Y una promesa debe prometer ser cumplida, es decir, no limitarse sólo a ser
“espiritual” o “abstracta”, sino producir acontecimientos, nuevas formas de acción, de
práctica, de organización, etc. Romper con la “forma de partido” o con esta o aquella
forma de Estado o de Internacional no significa renunciar a toda forma de organización
práctica o eficaz. Es precisamente lo contrario lo que nos importa aquí»), precisaría lo
siguiente: encuentro más «abstracción metafísica», más «mala» abstracción, abstracción
desmovilizadora y despolitizadora en Ahmad, Lewis o Eagleton que en mí; e, incluso, por
retomar el divertido término de Lewis, encuentro más «pesimismo» en los marxistas que
querrían reproducir las obsoletas formas de organización actuales representadas por el
Estado, el Partido y la Internacional. Confieso que es cierto que me siento incapaz de
tomar en serio esta oposición trivial entre pesimismo y optimismo, tal como es empleada
por Lewis: la mesianicidad a la que me refiero, como la «experiencia de lo imposible»
que se encuentra en el centro de ella, es esta extraña alianza entre «pesimismo» y
«optimismo» que subyace, me parece a mí, detrás de todas las aproximaciones serias y
revolucionarias de la cosa política. De este modo, dado que se puede hablar tanto de
«optimismo» como de «pesimismo», me sirvo poco de estas pseudocategorías.

En el punto en el que estoy de estas respuestas, quizás ha llegado el momento de


situar algunos elementos de discusión, de acuerdo y de desacuerdo en la notable respuesta
de Jameson. En primer lugar respecto a los dos temas que acabo de recordar: las clases
sociales y lo mesiánico.

Las clases: pese a que Lewis recurre a Jameson para criticarme, no tomo lo que dice
Jameson al respecto en absoluto como una crítica de cuanto adelanto. Porque yo mismo
creo estar básicamente de acuerdo con él y, en cualquier caso, me oriento en la misma
dirección que él con respecto a la proposición siguiente, aun cuando no suscribo al pie de
la letra todo cuanto dice (y que el lector deberá releer, pues no puedo aquí citarle
ampliamente):

En lo que se refiere a la clase, sin embargo, mencionada meramente


de pasada como uno de esos elementos tradicionales del marxismo de los
que cualquier marxismo verdaderamente poscontemporáneo puede
prescindir en route -«ese soporte último que sería la identidad y la
identidad consigo misma de una clase social» (Spectres de Marx, cit., p.
97 [Espectros de Marx, cit., p. 69])-, me parece conveniente aprovechar
esta ocasión para demostrar cómo esta misma concepción tan generalizada
de clase es de suyo un tipo de caricatura. Es seguro que -incluso entre
marxistas- la denuncia del concepto de clase se ha convertido en un gesto
obligatorio hoy en día.

Me siento muy próximo a él cuando más adelante escribe:

Y éste es, qué duda cabe, el gesto que yo mismo reproduciré aquí,
recordándoles que la clase, de por sí, no es en absoluto ante todo ese
concepto ingenuo y sin mezcla, que no es en absoluto un componente
básico primario de las ontologías más evidentes y ortodoxas, sino, por el
contrario, en sus momentos concretos, algo mucho más complejo,
internamente contradictorio y reflexivo que cualquiera de estos
estereotipos [señalo de pasada que es esta ontología y la ontologización en
general, aspecto sobre el que volveré más adelante, lo que, igual que a mí,
molesta a Jameson y le distingue de todos los que me oponen más o menos
directamente una ontología, un ontologismo, en particular y sobre todo
Negri].

Quiero poner en tela de juicio únicamente estos estereotipos, que abundan más en el
discurso de tipo marxista de lo que jameson parece creer o fingir creer. En caso contrario
no insistiría tanto en todos esos riesgos. Y suscribo lo que escribe antes y después del
pasaje citado, así como todas las indicaciones que da de estas complejidades y
conflictividades, sin estar, no obstante, seguro de comprender y, por consiguiente, de
poder aceptar el término «alegoría» que utiliza posteriormente en varias ocasiones y que
requeriría sin duda de alguna aclaración y de un debate cuya amplitud resultaría aquí
desmesurada (véase toda la conclusión del epígrafe titulado «Socavar lo sin mezcla»
donde, visiblemente, Jameson y yo nos encontramos muy cercanos, como lo estamos en
otros muchos puntos).

Si me mantengo reservado e indeciso con respecto al término «alegoría», al cual


Jameson hace desempeñar un papel tan importante en el contexto que acabo de evocar,
rechazaría de pleno el uso de los términos «estética», por un lado, y «utopía»,
«utopismo» o «utópico», por otro, para caracterizar mi trabajo.

A) La estética. Es éste un motivo sobre el que Jameson insiste recurrentemente y


con consecuencias de la mayor gravedad cuando, malentendido todavía más
desafortunado, inscribe la referencia a la espectralidad bajo este «paraguas». Tendría
demasiado que decir sobre las razones por las cuales considero esta categoría inadecuada.
Me limitaré provisionalmente a tres puntos: 1) Que lo logre o no, todo lo que escribo trata
de demostrar que mi discurso, incluso allí donde no plantea ninguna tesis filosófica y
evita, de hecho, hacerlo expresamente, incluso allí donde cuestiona la tesis, la posición
(Setzung) y el tema o el sistema filosófico, no es, sin embargo, una afirmación estética
(por otro lado, expuesta y vulnerable a las mismas cuestiones: un valor o una evaluación
en el ámbito estético es una «posición», y mis gestos son cualquier cosa salvo formalistas
o dogmáticos con respecto al valor de la forma o del gusto). Se trata aún menos de la
afirmación de una estética «minimalista» (y creo poder afirmar que este «aún menos» no
es un envido «minimalista»). 2) No basta con cuestionar la idea de «sistematicidad» en
filosofía (el sistema no es más que una forma, tardía por otro lado, en la historia de la
filosofía, de la coherencia o de la «consistencia») para refugiarse en la estética o los
«gustos estéticos personales». He multiplicado los gestos «deconstructivos» con respecto
a las categorías tradicionales tanto de «sistema» como de «estética». 3) Cuando Jameson
escribe «lo que salva aquí la situación es el papel formal central de la problemática
heideggeriana, que asigna una narrativa mínima a la totalidad del proyecto» o que el
esteticismo de Rorty (con el que, en efecto, no estoy en absoluto, pero realmente en
absoluto, de acuerdo, sobre todo cuando inspira su interpretación en mi trabajo) es, en
tanto que esteticismo, más radical que el mío porque yo me las arreglo «para rescatar
secretamente la disciplina por la misma puerta trasera que utiliza Heidegger [...]»,
recordaría simplemente que mi desconfianza con respecto a esta «narrativa mínima» y a
la axiomática heideggeriana ha sido a menudo señalada, enfatizada y legible. En todas
partes. Tengo incluso la inconfesable pretensión de pensar que no conozco entre los
lectores atentos de Heidegger (no sé si hay muchos, pero yo trato de serlo) ninguno más
reticente que yo al respecto. Así, pues, no me dejaré encerrar en la alternativa «este
ticismo/heideggerianismo». Me gustaría pensar que existen otros caminos, precisamente
aquellos que siempre me han atraído.

Añadiré una precisión que podría acercarme más a Jameson en este punto. Quizá no
deje de tener interés y pertinencia después de todo hablar de una «estética» de mis textos;
quizá «tiene sentido hablar de algo así como una “estética” [entre comillas, ¿verdad?,
Jameson lo pone entre comillas] del texto derridiano». Quizá se puedan escribir cosas,
incluso tesis pertinentes, hasta interesantes, al respecto. Pero entonces no respondería más
que esto, a Jameson y también a todos aquellos --que son numerosos- que, en este libro,
creen poder «re-estetizar» las cosas, reducir sus conceptos (por ejemplo, el concepto de
«espectro») a figuras de retórica o mis demostraciones a búsquedas literarias y a efectos
de estilo: nada de lo que me importa y, sobre todo, de lo que puede importar en la
discusión en curso (desde el momento en que, precisamente, mis textos han podido
exponerse o verse implicados en la discusión) puede reducirse ni permitir ser elucidado a
través de esta aproximación «estética». Aun cuando mi protesta contra este alegato (a
menudo sospecha acusadora) de estética o de esteticismo no bastara aquí, aun cuando el
testimonio de todo cuanto he escrito al respecto tampoco bastara para desarmar esta
interpretación crítica, quizá se me permita contentarme con un argumento tan poco
sofisticado como éste: el número y extensión de estos textos y, a veces, la violencia de las
discusiones que suscitan, incitan a pensar que lo que está en juego no es una cuestión de
orden estético, menos aún de algún tipo de minimalismo estético. Se trata de saber cómo
se escribe y argumenta, cuáles son las normas al respecto (en particular las normas
académicas). Esta cuestión es cualquier cosa menos «estética»; es, en particular, y quizá
sobre todo, «política».

B) Nada me parece más ajeno a la utopía o al utopismo, incluso en su forma


«subterránea», que la mesianicidad y la espectralidad situadas en el centro de Espectros
de Marx. En numerosas ocasiones, Jameson traduce regularmente todo cuanto digo de lo
«mesiánico» por «utopismo». Como creo que el malentendido aquí es al menos doble,
una sola frase de Jameson me permitirá identificar dos puntos de desacuerdo, uno sobre
la mesianicidad misma y el otro sobre la tradición aparentemente benjaminiana de este
concepto. Jameson escribe, por ejemplo: «de hecho, más adelante querremos ver en
Espectros de Marx la expresión manifiesta de un utopismo persistente, aunque por lo
general subterráneo, que Derrida mismo (evitando esta palabra) preferirá llamar «una
débil potencia mesiánica», siguiendo a Benjamin». Así pues, lo que hay que explicar, en
primer lugar, es, precisamente, la razón por la cual he querido «evitar» (shun)
deliberadamente el término «utopía». La mesianicidad (a la que considero una estructura
universal de la experiencia y que no se reduce a ningún mesianismo religioso) es
cualquier cosa menos utópica: es, en todo aquí-ahora, la referencia a la llegada del
acontecimiento más concreto y más real, es decir, a la alteridad más irreductiblemente
heterogénea. Nada es más «realista» y más «inmediato» que esta aprehensión mesiánica
orientada hacia el acontecimiento de quien/lo que viene. Digo «aprehensión» porque esta
experiencia orientada hacia el acontecimiento es al mismo tiempo una espera sin
expectativas [une attente sans attente] (preparación activa, anticipación sobre el fondo
de un horizonte, pero también exposición sin horizonte y, por lo tanto, composición
irreductible de deseo y de angustia, de afirmación y de miedo, de promesa y de amenaza).

Pese a que haya aquí una espera, un límite aparentemente pasivo de la anticipación
(no puedo calcular todo, prever y programar lo que viene, el futuro en general, etc., y este
límite de la calculabilidad o del saber es también, para un ser finito, la condición de la
praxis, la decisión, la acción y la responsabilidad), esta exposición al acontecimiento que
puede o no llegar (condición de la alteridad absoluta) es inseparable de una promesa y de
una inyunción que obligan a comprometerse sin esperar y que, en verdad, prohiben
abstenerse. Aun cuando la formulación de mesianicidad que aquí doy parezca abstracta
(precisamente porque estamos ante una estructura universal de relación con el
acontecimiento, con la alteridad real de quien/lo que viene, un pensamiento del
acontecimiento «antes» o independientemente de toda ontología), es ahí donde reside la
urgencia más concreta, también la más revolucionaria. Cualquier cosa excepto utópica,
la mesianicidad exige, aquí-ahora, la interrupción del curso ordinario de las cosas, del
tiempo y de la historia; es inseparable de una afirmación de la alteridad y de la justicia.
Dado que esta mesianicidad incondicional debe negociar posteriormente sus condiciones
en una u otra situación práctica singular, nos encontramos en el lugar de un análisis y una
evaluación y, por lo tanto, de una responsabilidad. Estas deben ser reexaminadas a cada
instante, en la víspera y en el transcurso de cada acontecimiento. Pero que esto deba
hacerse, y hacerse sin esperar, constituye una ineluctabilidad cuyo carácter imperativo,
siempre aquí-ahora, de manera singular, no puede, en ningún caso, ceder a la utopía, al
menos a lo que ésta significa literalmente y a la interpretación corriente del término. Por
otro lado, ni siquiera se podría dar cuenta de la posibilidad de la utopía en general sin
hacer referencia a lo que denomino mesianicidad.

Este pensamiento no utópico de la mesianicidad no pertenece tampoco -no


realmente, no esencialmente- a la tradición benjaminiana que Jameson y Hamacher tienen
ciertamente razones para recordar, aunque van quizás algo rápido cuando reducen cuanto
tengo que decir a esa tradición o lo reinscriben en ella. Esta tradición benjaminiana la he
evocado también en una nota. Sin embargo, en esa nota hago referencia tanto a
diferencias como a consonancias: «consonante [...] a pesar de las muchas diferencias
[...]». Porque no creo, como Jameson y Hamacher hacen por su parte, que la continuidad
entre el motivo benjaminiano y lo que yo pretendo sea determinante y, sobre todo,
suficiente para dar cuenta de lo que aquí ocurre. No hay que apresurarse en reconocer e
identificar cosas, suponiendo, por otro lado, que el propósito de Benjamin sea lo
suficientemente claro e identificable en sí mismo como para que podamos identificarle
otra cosa. No evoco esta posible desviación con respecto a Benjamin para reivindicar
ningún tipo de originalidad personal, sino simplemente para precisar, a modo
programático, algunos puntos.

1) En el texto de Benjamin al cual me he referido, la referencia al mesianismo judío


me parece constitutiva y, aparentemente, imborrable. Esta apariencia puede resultar
engañosa, no lo excluyo, pero en ese caso sería necesario un trabajo considerable para
disociar de todo judaísmo esta alusión benjaminiana a una «fuerza mesiánica», aunque
ésta sea «débil», o para disociar cierta tradición judía de toda figura o representación
corriente del mesianismo, tal como puede prevalecer no sólo en la doxa al uso, sino a
veces incluso en las ortodoxias más cultivadas. Quizá lo que pretendo va en esa
dirección. No estoy seguro. Porque, en principio, el uso que hago del término
«mesiánico» no está ligado en absoluto a una u otra tradición mesianista. Por eso hablo,
precisamente, de «mesianicidad sin mesianismo». Y por eso he escrito, si se me permite
insistir en esta pequeña frase al pie de la letra, que: «El siguiente párrafo denomina el
mesianismo o, más precisamente, lo mesiánico sin mesianismo, una “fuerza mesiánica
débil” (eine schwache messianische Kraft), subraya Benjamin». El inciso, «mesiánico
sin mesianismo», es, por supuesto, una formulación mía, no de Benjamin. Así pues, no se
trata de una aposición, una traducción o una equivalencia; lo que desearía subrayar, más
bien, sería una orientación y una ruptura, una tendencia que va del debilitamiento a la
anulación, del «débil» al «sin» y, por lo tanto, la asíntota, tan sólo la asíntota, de un
acercamiento posible entre la idea de Benjamin y la que yo desearía proponer. Entre
«débil» y «sin» hay un salto, quizá un salto infinito. Una mesianicidad sin mesianismo no
es un mesianismo debilitado, una fuerza disminuida de la espera mesiánica. Se trata de
otra estructura, una estructura de la existencia que trato de tomar en consideración, no
tanto en referencia a tradiciones religiosas, sino a posibilidades cuyo análisis desearía
proseguir, refinar, complicar y cuestionar, como, por ejemplo, el análisis que permite una
teoría de los actos de habla o una fenomenología de la existencia (en la doble tradición
husserliana y heideggeriana): por un lado, la toma en consideración de una experiencia
paradójica de lo performativo de la promesa (pero también de la amenaza en el centro
mismo de la promesa) que organiza todo acto de habla, cualquier otro acto performativo e
incluso toda experiencia preverbal de la relación con el otro; por otro lado, en el punto de
intersección con esta promesa amenazante, la toma en consideración del horizonte de
espera que informa nuestra relación con respecto al tiempo, al acontecimiento, a aquello
que llega [ce qui arrive], al arribante y al otro. Pero se trataría esta vez de una espera sin
espera, de una espera cuyo horizonte es de algún modo hecho estallar por el
acontecimiento (esperado sin ser esperado), la espera de un acontecimiento, de un
«arribante» que, para «llegar», debe desbordar y sorprender toda anticipación
determinante. No hay futuro, no hay porvenir, no hay otro de otro modo: no hay
acontecimiento digno de este nombre, no hay revolución. No hay justicia. En el cruce,
pero también en contra de estos dos estilos de pensamiento (teoría de los actos de habla y
ontofenomenología de la existencia temporal o histórica), la interpretación de lo
mesiánico que propongo, quizá estemos de acuerdo en ello, no se parece mucho a la de
Benjamin. No tiene ya relación esencial alguna con lo que podemos entender por
mesianismo, es decir, al menos dos cosas: la memoria de una revelación histórica
determinada, ya sea judía o judeocristiana, por un lado; y una figura relativamente
determinada del mesías, por otro. La mesianicidad sin mesianismo excluye, en la pureza
de su estructura misma, ambas condiciones. Desde mi punto de vista, no es que haya que
rechazarlas, no es que se requiera necesariamente denigrar o destruir las figuras históricas
del mesianismo, pero éstas no son posibles más que con el fondo universal y cuasi
trascendental de esta estructura del «sin mesianismo».

Así pues, dicho de paso, todo parece llevarnos a la interpretación y a la «lógica» de


la pequeña palabra «sin». He explicado esta cuestión con detenimiento en otro lugar, en
particular a propósito y siguiendo los pasos de Blanchot. Conocemos el uso,
aparentemente paradójico que Blanchot hace de esta preposición «sin», situada a veces
entre dos homónimos que son casi sinónimos, entre dos homónimos cuya sinonimia es
interrumpida en el corazón mismo de la analogía que une sus significaciones (la muerte
sin muerte, la relación sin relación, etc.); «sin» no indica necesariamente negatividad,
menos aún aniquilación. Si esta preposición efectúa cierta abstracción, es para tomar
también en consideración los efectos necesarios de abstracción, de la abstracción del hay,
de la abstracción que hay. En un primer momento, imaginé que podría organizar todas
estas «respuestas» (respuestas sin respuesta, por supuesto) ordenándolas en función de un
análisis del término «sin» y del uso que hacen de él la mayoría de los autores. Algunos de
entre ellos están seguros de poder usarlo tranquilamente como un arma polémica contra
mí (¡Eagleton, siempre triunfante, cree sin lugar a dudas provocar los aplausos, la risa o
la ira de las masas denunciando, ya desde el título de su ensayo, un «Marxismo sin
marxismo»! ¡Pues sí, efectivamente, de eso se trata exactamente! Confirmo y firmo la
declaración). Otros -como hace legítimamente Macherey- se inquietan, esta vez de
manera simpática, inteligente y seria, ante un «Marx desmaterializado»: «un Marx sin las
clases sociales, sin la explotación del trabajo, sin el plusvalor...» (el subrayado es mío).
No le falta razón a Macherey para concluir que un Marx semejante «corre el riesgo de no
ser más que su propio fantasma». Sin embargo, es claramente más imprudente presuponer
que un «fantasma» no es nada, que es menos que nada, sin ninguna materialidad, sin
ningún cuerpo, una pura apariencia ilusoria, y pensar que los verdaderos y buenos
marxistas se han desembarazado de todo «fantasma» y de toda espectralidad. Una vez
más, esto nos conduce a esa lógica espectral que, en este volumen, algunos de mis
lectores quieren exorcizar, conjurar, negar e ignorar por encima de todo y de forma tan
clásica. Es evidente que si un fantasma no es más que un fantasma y nada más, nada más
que nada, nada de nada, entonces mi libro no merece que se le preste ni un segundo de
atención (una posibilidad que nunca hay que excluir y que yo seré el último en hacer).
Otro tanto habría que decir de todas las posibilidades que tienen algo en común con
susodicha espectralidad, pero que, sin embargo, no se reducen a ella (ideología,
fetichismo, valor -de cambio o de uso-, lenguaje, todo cuanto produce un trabajo de
duelo, una negatividad, una idealización, una abstracción, una virtualización, etc.). Ya
que me dispongo a citar la alusión al Marx «sin clases», me permito recordar brevemente
lo que ya he respondido a Lewis, quien también se inquietaba ante la noción de una
Internacional «sin clase» y quien, en la frase «sin coordinación, sin partido, sin país [...]
sin co-ciudadanía, sin pertenencia común a una clase», no subraya más que «sin
pertenencia común a una clase»: no se trata de eliminar o de negar las pertenencias de
clase, no más que la ciudadanía o el partido, sino de hacer un llamamiento a una
Internacional cuyo fundamento o resorte esenciales no sean la clase, el partido o la
ciudadanía. Lo cual no quiere decir que no haya que tenerlos en cuenta, y de forma tan
rigurosa como sea posible, dependiendo de determinados contextos. Por otro lado, si
Lewis se inquieta por el «sin clase» ¿por qué no lo hace ante el «sin ciudadanía»? Porque,
en efecto, sería ridículo sorprenderse de que una Internacional (incluso la vieja
Internacional) se constituya «sin» referencias a la ciudadanía. El «sin» no tiene nada de
negativo y no implicaría en absoluto que los ciudadanos que se comprometieran en esta
Internacional cesasen, por otro lado, de ser también ciudadanos y, por lo tanto, de prestar
la consideración debida a su propia ciudadanía. Lo mismo cabe decir para el partido y la
clase, incluso en el momento en que el «partido» y la «clase» dejan de ser la referencia
mayor o el paradigma determinante (algo que, hoy por hoy, en efecto, creo que me aleja,
sin lugar a dudas, de Lewis y de algunos otros «marxistas», no de todos los «marxistas»).
Todo esto es bastante difícil de sostener como para no tener nada que ver con la «tercera
vía» que la vieja retórica de algunos marxistas está acostumbrada a denunciar. Para ellos
se trataría entonces de convencerse, o de hacer como si creyeran, que se está ante algo
familiar, en un momento en el que, no reconociendo su paisaje habitual, no pueden, sin
embargo, pretender tener ante sí a un adversario de derechas, a un «enemigo de clase»:
así es como Ahmad, aplaudido por Lewis, trata de definir mis argumentos: ¡«tercera vía»,
la conocemos de sobra! Realmente, lo que a ellos les gusta es la familia, la genealogía
atestada, el parecido de familia; lo que les tranquiliza es reconocer lo que les es familiar y
reconocerse tranquilizándose; de este modo, podemos saber quién es quién y quién
pertenece a cada familia, a cada filiación: «nos encontramos, así, en un territorio muy
familiar: el de la deconstrucción como tercera vía, ciertamente opuesta a la derecha, pero,
también, a “todo” lo que, tal como lo planteaba Derrida anteriormente, la palabra
“Internacional” ha significado históricamente».

Las figuras del mesianismo tendrían que ser (si quisiéramos ir aquí demasiado
rápido, cruzando todos los códigos de manera un tanto confusa) deconstruidas en tanto
que formaciones «religiosas», ideológicas o fetichistas, allí donde la mesianicidad sin
mesianismo perdura, por su parte, como la justicia, indeconstructible. Indeconstructible
porque el movimiento mismo de toda deconstrucción la presupone. No como un
fundamento de certeza, como el suelo firme de un cogito (por responder a la
interpretación apresurada de Macherey), sino según otra modalidad.

¿Qué se puede decir de esta suposición «cuasitrascendental»? ¿Y por qué mantener


la referencia a lo mesiánico, allí donde se pretende excluir todo mesianismo, a la hora de
describir una estructura universal (espera sin espera de un porvenir otro y de un otro en
general, promesa de una justicia revolucionaria que interrumpirá el curso ordinario de la
historia, etc.)? ¿Por qué este nombre, lo mesiánico o el mesías? Volveré sobre ello en el
tercer punto, lugar en el que reside la mayor dificultad.

2) Porque me pregunto si Benjamin no conecta los momentos privilegiados de esta


«débil fuerza mesiánica» (eine schwache messianische kraft) a fases, incluso a crisis
histórico-políticas, determinadas. El contexto político y la fecha de este texto (el pacto
germano-soviético entre Hitler y Stalin firmado al comienzo de la Segunda Guerra
Mundial) dan sentido al menos a esta hipótesis, aun cuando ello no baste para afirmarlo
con certeza. Así pues, para Benjamin habría momentos críticos (pre o
posrevolucionarios), momentos de esperanza o de decepción, callejones sin salida, en
suma, a lo largo de los cuales un simulacro de mesianismo sirve de coartada. De ahí ese
extraño adjetivo: «débil». No estoy seguro si definiría la mesianicidad a la que me refiero
como una fuerza (también es una vulnerabilidad o una especie de impotencia absoluta);
no obstante, aun cuando la definiera como una fuerza, como el movimiento de un deseo,
la atracción, el impulso o la afirmación invencibles de un porvenir imprevisible (incluso
de un pasado por-volver a-venir), la experiencia del no-presente, del no-presente viviente
en el presente viviente (de lo espectral), de lo super-viviente (absolutamente pasado o
absolutamente por venir más allá de toda presentación o representabilidad, etc.), nunca
diría de esta «fuerza» que es fuerte o débil, más o menos fuerte o débil. Porque, desde mi
punto de vista, la estructura universal y cuasitrascendental que denomino mesianicidad
sin mesianismo no está ligada a ningún momento particular de la historia (política o
general), a ninguna cultura (abrahámica u otra); y no sirve de coartada a ningún
mesianismo: no imita ni repite ninguno, ni lo confirma o debilita.

3) Debo complicar aún más este esquema. Se me podría objetar el siguiente


argumento, argumento que, virtualmente, yo mismo no he dejado de plantearme: ya que
usted dice que lo «mesiánico» es independiente de toda forma de «mesianismo» («sin
mesianismo»), ¿por qué no describir tal estructura universal sin nombrar siquiera lo
mesiánico, sin hacer siquiera alusión a mesías alguno, a esa figura del mesías que
mantiene una última filiación con una lengua, una cultura y una «revelación» tan
evidentes? La objeción es legítima, y bastante obvia como para habérseme escapado, he
aquí pues la respuesta que debí dar, en primer lugar a mí mismo. Respuesta
esencialmente estratégica, toma en consideración una situación compleja y, por lo tanto,
su cálculo no puede resumirse en dos palabras.

a) Por un lado, esta palabra («mesiánico») continúa siendo, desde mi punto de vista,
relativamente arbitraria o extrínseca. Su valor es el de una retórica o una pedagogía. En
determinados contextos, por referencias a un paisaje cultural familiar, sirve para hacer
comprender mejor a qué se asemeja (a lo cual añado inmediatamente: sin reducirse o
identificarse con ello) aquello que denomino mesianicidad. En un contexto en el que se
entendiera lo que me gustaría dar a entender con el término «mesianicidad», si un día esto
ocurriera, se debería poder hablar de ello no sólo sin alusión alguna al mesianismo
tradicional, ni a un «Mesías», sino incluso sin el «sin» . De este modo, detrás de los
viejos términos todos los nombres habrían sido cambiados.

b) Pero, por otro lado, las cosas no son tan sencillas. Detrás de esta arbitrariedad y
de esta utilidad pedagógica se ampara quizá un equívoco más irreductible. Me resulta
difícil decidir si la mesianicidad sin mesianismo (como estructura universal) precede y
condiciona toda figura histórica y determinada del mesianismo (en cuyo caso sería
radicalmente independiente de todas estas figuras y se mantendría heterogénea respecto a
ellas, convirtiendo al nombre mismo en algo accesorio) o si la posibilidad misma de
pensar esta independencia no ha podido producirse o revelarse como tal, llegar a ser
posible, sino a través de los acontecimientos «bíblicos» que nombran al mesías y le dan
una figura determinada.

c) En esta última hipótesis (que debo dejar abierta y suspendida pues no tengo
respuesta a una pregunta planteada de este modo: guardo pues por el momento el término
«mesiánico» para que la pregunta continúe planteada), la referencia a lo mesiánico es
más difícil de tratar como un instrumento didáctico y provisional, por más que haya sido
rigurosamente determinado como «sin mesianismo». Por varias razones, al menos
cuatro, que enuncio de forma elíptica, económica y seca.

(i) En primer lugar, me parece a mí, no se puede ignorar o negar el arraigo del
acontecimiento denominado «Marx» (con todas sus componentes, premisas y
consecuencias) en una cultura europea y judeocristiana. No se trata aquí de un entorno
empírico y delimitable. Es necesario medir todo lo que está en juego, incluso en la lógica
y en la retórica del discurso heredado de Marx, y también en las sociedades o culturas
ajenas a esta filiación bíblico-europea. Marx, y todo el «marxismo», apareció en una
cultura en la que el «mesías» significa algo, y esta cultura no ha sido tan sólo una cultura
«local» o fácilmente circunscribible en la historia de la humanidad. Siempre es útil hacer
reaparecer esta sedimentación, aunque no sea más que para extraer todo tipo de
consecuencias políticas de ello.

(ii) En segundo lugar, porque a su manera, nos guste o no, la cultura marxista ha
participado, hasta en la literalidad de su lenguaje, del fenómeno que en otro lugar he
denominado «mundialatinización». Así pues, sería difícil (y muy abstracto, a la vez)
borrar de ella toda referencia mesiánica. Mi ensayo sobre Marx, que el lector me disculpe
la insolencia de esta observación, no es más que una pieza en un dispositivo que no se
limita a Marx.

(iii) Ninguna crítica de la religión, de cada religión determinada, por necesaria o


radical que esta crítica pueda ser, me parece que deba ni pueda alcanzar la fe en un
sentido general. En otro lugar, en particular en «Foi et savoir», he tratado también de
mostrar que la experiencia de la creencia, del crédito, de la fe en la palabra dada (más allá
del saber y de toda posibilidad «constativa») pertenecen a la estructura del lazo social o
de la relación con el otro en general, a la inyunción, a la promesa, a la performatividad
implicadas en todo saber y en toda acción política, en particular, en toda revolución. La
crítica de la religión misma, como tarea científica o política, también recurre a esta «fe».
De este modo, no me ha parecido posible borrar toda referencia a la fe. La expresión
«mesiánico sin mesianismo» me ha parecido propicia, al menos provisionalmente, para la
traducción de esta diferencia entre fe y religión.

(iv) Así pues, tocamos aquí el sensible punto de la «cuestión de la ideología». ¿Qué
se puede decir del concepto de ideología? ¿De la indestructibilidad de lo ideológico?
¿Qué se puede decir, sobre todo, del papel ejemplar, es decir, irreemplazable, que
desempeña la religión en la emergencia de este concepto marxiano? Dejando de lado una
urgencia histórica, a saber, la necesidad en la que nos coloca la situación geopolítica de
repensar hoy la cuestión de la religión (es éste un punto de acuerdo total con Jameson),
debo pedir a quienes no quieren tomar en serio mi uso del término «mesiánico» y mi
referencia a una lógica espectral que se relean algunas páginas de Espectros de Marx.
Pienso, en particular, en todo cuanto trata de preparar una respuesta a la pregunta «¿qué
es la ideología?» insistiendo en dos formas de «irreductibilidad»: por un lado, «el
carácter irreductiblemente específico del espectro»; por otro, «la irreductibilidad del
modelo religioso en la construcción del concepto de ideología». «Sólo la referencia al
mundo religioso permite explicar la autonomía de lo ideológico»; o incluso: «Lo religioso
no es, por lo tanto, ni un fenómeno ideológico ni una producción fantasmática entre
otras».

Las consecuencias de esta hipótesis, si se la acepta, son temibles. Todo fenómeno


ideológico comportaría algún tipo de religiosidad; y, de este modo, dado que es imposible
disociar de manera radical el phainesthai del phantasma, de disociar la aparición (de lo
que aparece) de la espectralidad de lo espectral, ocurre que, como lo ideológico, como lo
religioso, lo espectral resulta, de raíz, tan indestructible como no delimitable. Es tan
difícil hacer de él un objeto o un campo circunscribible como separar la pura fe de toda
determinación religiosa. Nos encontramos aquí en la zona de mayor dificultad, la de una
«teoría de la ideología» (presente o ausente) en Marx. Es desde este punto de vista desde
el que he comenzado a comprender, admirar y aprobar la apertura del texto de Rastko
Mocnik, del que, por falta de competencia, confieso no haber podido seguir en toda su
riqueza los desarrollos más formalizados que integran las problemáticas de Levi-Strauss,
Lacan y Lefort. Sin embargo, me siento cercano a lo que Mocnik avanza a propósito de
una teoría de la ideología arruinada en su posibilidad misma por «la idea misma de
ideología». únicamente añadiría lo siguiente: no tenemos por qué tener necesariamente
por un límite negativo o una catástrofe esta imposibilidad de una teoría de la ideología, en
el sentido estricto del término «teoría» (sistema formalizable de teoremas objetivantes
cuyos enunciados no pertenecen al campo de objetividad así delimitado o, dicho de otro
modo, en este caso, una teoría no ideológica de la ideología, una teoría de la ideología,
una ciencia de la ideología, como se decía hace treinta años en Francia, que esté libre de
todo ideologema). Ante esta situación ya clásica, quizá sea necesario pensar de otro modo
lo «ideológico» (el término quizá resulte obsoleto, en la historia de las ideas de la idea
-idea o eidos-) y la relación entre, el pensamiento, la filosofía, la ciencia y, precisamente,
la «teoría», junto a todo aquello que a todos nos interesa aquí: lo que hay y lo que queda
por «hacer», lo que se mantiene irreductible a lo constativo, al saber (a lo que un
determinado Marx denominaba, limitando seriamente esta noción, «interpretar»:
interpretar el mundo cuando lo importante es «cambiarlo»). Si no me hubiera extendido
ya tanto, trataría de mostrar que lo que aquí entiendo por «pensar» (algo que, sin
excluirlas ni denigrarlas, no se reduce ni a la filosofía, ni a la teoría científica, ni al saber
en general), apela a la llegada de un acontecimiento, es decir, precisamente de lo que
«cambia» (en el sentido transitivo e intransitivo de esta extraña palabra).

Terminemos aquí, provisionalmente, manteniendo la sonrisa. Una sonrisa que nunca


ha abandonado al espectro de Marx, ni a los Espectros de Marx. Agradezco a Antonio
Negrí el haber dejado flotar a su manera esta sonrisa sobre los labios de no sé
exactamente qué espectro. Tras la lectura agradecida de La sonrisa del espectro, hubiera
querido decir a Negri tan sólo una cosa (pues esta breve respuesta ya ha durado
demasiado): de acuerdo, de acuerdo con todo salvo con una palabra: «ontología». ¿Por
qué se aferra a este término? ¿Por qué querer proponer una nueva ontología después de
haber tomado nota de una mutación que volvía caduco el paradigma marxista de la
ontología? ¿Por qué querer reontologizar a cualquier precio, con el peligro de restablecer
de nuevo el orden, el gran orden, pero el orden al fin y al cabo? Mi aprobación entusiasta
se ha visto detenida por primera vez cuando, en alguna frase, he leído una primera
referencia a la ontología. Es cierto que, en un primer momento, se trataba de describir y
seguir mi propio gesto:

«Trasladado al terreno de la crítica de la economía política, este


proyecto [el marxiano de La ideología alemana] de lectura espectral de la
ideología se aplica a las categorías de la sociedad del capital y se
desarrolla ontológicamente hasta afianzarse definitivamente en Das
Kapital (de ello habla Derrida en las páginas 180-192). Los fantasmas allí
referidos tienen una singular pertinencia ontológica: revelan, en efecto, el
pleno funcionamiento de la ley del valor».

Sí, lo entiendo; sin embargo, por un lado, el término «ontológico» no es literalmente


de Marx (quizá, por lo tanto, no haya que precipitarse a la hora de asignárselo); y, por
otro, es cierto que yo trataba de mostrar en este pasaje que reontologizando el proceso,
refilosofando sus conceptos, Marx limitaba la pertinencia y la fuerza de su recurso a la
lógica espectral. Negri es, ciertamente, mejor marxista que yo, es más fiel al espíritu de
Marx que yo cuando describe este movimiento, pero haciéndolo cede a lo que considero
el aspecto más problemático de Marx, a saber: el deseo desenfrenado, clásico, tradicional
(¿me atrevería incluso a decir que platónico?) de conjurar toda espectralidad y de
reencontrar la plena y efectiva realidad genética del proceso detrás de la máscara del
fantasma. Recuerdo que cuando Negri, en la primera parte de su texto (el momento del
comentario, en definitiva), habla de «génesis real» y de «máscara», reproduce (en verdad
sin aprobarlo), precisamente, el gesto en Marx que considero aún metafísico, en tanto
que ontológico. He aquí lo que efectivamente propongo en las páginas evocadas por
Negri, de las que no citaré más que las siguientes líneas reenviando al lector interesado a
todo el desarrollo que rodea y forma la osamenta misma (no me atrevo a decir la tesis) de
mi libro:

En su denuncia común, en lo que tiene de más crítica y a la vez de


más ontológica, Marx y San Max son también herederos de la tradición
platónica; para mayor precisión, de aquella que asocia estrechamente la
imagen con el espectro, y el ídolo con la fantasía, con el phantasma en su
dimensión fantasmal o errante de muerto viviente. Los phantasma que el
Fedón (81d) o el Timeo (71a) no separan de los eidola son las figuras de
las almas muertas, son las almas de los muertos ....

Trataba entonces de reconocer la pendiente falogocéntrica de esta metafísica, el


patrimonio que la vincula desde siempre a la cuestión del padre (de ahí que mi título,
«Marx e hijos», sea todo menos una broma). Un poco más adelante precisaba:

Hipótesis carente de originalidad, sin duda, pero cuya consecuencia


se mide por la constancia de una inmensa tradición, hay que decir del
patrimonio filosófico tal como es legado, a través de las más parricidas
mutaciones, desde Platón hasta San Max, hasta Marx y más allá. El linaje
de este patrimonio es trabajado, pero en modo alguno interrumpido, por la
cuestión de la idea, la cuestión del concepto, y del concepto del concepto,
aquella misma que alberga toda la problemática de La ideología alemana
(nominalismo, conceptualismo, realismo, pero también retórica y lógica,
sentido literal, sentido propio, sentido figurado, etc.).

Hasta aquí, me parece a mí, no hay un desacuerdo de fondo entre Negri y yo. No hay
tampoco desacuerdo en el momento en que, preguntándose qué podemos hacer «hoy»
con los «espectros marxistas», Negri toma nota de una mutación acaecida, en particular
en lo que se refiere al «paradigma del trabajo» (algo que también hago yo). El mismo
escribe: «Estamos de acuerdo a la hora de considerar superada la ontología marxiana y,
en particular, esta descripción ontológica de la explotación».

El desacuerdo, el malentendido o, mejor, la «disyunción», comienza cuando Negri


cree poder hacer dos cosas que me parecen cuestionables por igual: 1) cree descubrir en
mi gesto un movimiento de «nostalgia», de «melancolía», un «trabajo del duelo» y, sobre
todo, cree haber detectado en ello una nota fundamental y determinante 2) En definitiva,
cree poder reparar esta triste negatividad a través de una nueva «ontología», que el
denomina «posdeconstructiva».

1) En primer lugar, creo, y lo he enfatizado a menudo, que la deconstrucción, que es


afirmativa hasta en ese pensamiento de lo mesiánico sin mesianismo, es todo menos un
movimiento negativo de nostalgia y melancolía (lo pienso y lo he dicho tan
frecuentemente, de manera tan explícita, que se me dispensará de tener que volver aquí
sobre ello). Es cierto que esto no me ha impedido meditar, con tanta insistencia, sobre el
trabajo de duelo (generalizando incluso el concepto -concretamente en Glas- hasta
hacerlo coextensivo al trabajo en general). Y, por supuesto, lo he hecho a gran escala en
Espectros de Marx. Sin embargo, se puede tratar el trabajo de duelo, analizar su
necesidad y sus efectos políticos mundiales (después de la presunta «muerte de Marx» o
de la idea comunista); podemos estar obligados a hacerlo por todo tipo de razones, sin
renunciar por ello a una cierta alegría del pensamiento afirmativo. Sin recordar siquiera la
enorme cantidad de textos y comentarios que he consagrado a esta posibilidad, me atrevo
a afirmar que Espectros de Marx es todo menos un libro triste: pese a una gravedad a la
que tampoco estoy dispuesto a renunciar, para mí es un libro alegre y divertido. Más
alegre que yo, sin duda, si bien mis libros no son necesaria y únicamente autorretratos,
convirtiéndose quizá en algún tipo de antítesis de mí mismo. Además, contrariamente a lo
que también parece presuponer Lewis, no siento ninguna nostalgia, realmente ninguna,
ningún duelo personal, por lo que acaba de desaparecer de la faz de la tierra después de
haber usurpado la figura del comunismo. Sin embargo, esto no me impide analizar los
síntomas paradójicos de un duelo geopolítico y tratar de articularlos con respecto a una
nueva lógica de las relaciones entre el inconsciente y la política. La lógica espectral -no
voy a volver sobre ello- me ha parecido indispensable aquí. Tratar de ponerla en
funcionamiento de manera rigurosa no es, me gustaría ser testigo de ello, una experiencia
triste. Encuentro a menudo placer en ello. Y aunque este placer es un tanto singular, no
reconozco nada de lo que Negri describe como

«la sombra de aquel melancólico libertinaje en el cual, a la salida de


otra época revolucionaria, hombres todavía libres daban testimonio del
rechazo de la Contrarreforma y aguardaban el martirio de la Inquisición.
No podemos contentarnos con esto, tal vez porque nuestra herencia ya se
ha probado en la práctica; más probablemente porque, practicando los
fantasmas, el ojo y los demás sentidos, así como el cerebro, comienzan a
discriminar nuevas líneas de realidad. Así pues, ¿es posible ir más allá del
ámbito de la protesta moral?».

Tampoco yo puedo contentarme con esto: no porque «nuestra herencia marxista ya


se ha ejercitado en la práctica» (no lo creo en absoluto y mi desacuerdo al respecto no
puede ser más abrupto), sino sobre todo porque la analogía con un paradigma
identificable en otro tiempo forma parte de esos gestos reconfortantes de los que ya he
dicho que siempre desconfío, lo mismo que de los «parecidos de familia» que creemos
reconocer y de la «familiaridad» en general. Aun suponiendo que sufriera o gozase de
algún tipo de «libertinaje melancólico», del que no creo que haya el menor rastro en lo
que trato de pensar y decir en Espectros de Marx -y que precisamente concierne a las
«líneas» de novedades-, dudaría en hablar de «nuevas líneas de realidad» por las razones
que siguen a continuación. En Espectros de Marx, tampoco se trata de una simple
«protesta moral» o de reducir todo a ella, pese a que evacuar toda moral sea tan difícil
como evacuar toda «religión», o al menos todo «acto de fe», en una inyunción
revolucionaria, por más que sea con vistas a constituir una nueva «ontología
posdeconstructiva», como parece desear Negri. Negri es injusto a propósito de la «moral»
cuando dice que «hay una palabra que rara vez aparece en el libro de Derrida:
explotación». No sé si el término aparece, ni, si lo hace, cuántas veces, pero estoy seguro
de que la referencia al «concepto» y a la «cosa» es recurrente y casi central en el libro. Al
menos en todo el capítulo «Desgastes (pintura de un mundo sin edad)» y en la evocación
de las diez plagas del nuevo orden mundial. Sin lugar a dudas, el concepto clásico de
explotación se encuentra sometido a algún tipo de turbulencia deconstructiva (una vez
más la cuestión de la ontología y, por lo tanto, de lo propio, de lo apropiable, de la
subjetividad propia o alienada y de lo que denomino en todo momento la ex-apropiación,
cuya lógica complica singularmente el discurso tradicional sobre la explotación y la
alienación). Sin embargo, esto no quiere decir en absoluto que se guarde silencio ante el
sufrimiento y la opresión, ante la «explotación-del-hombre-por-el-hombre». Es cierto que
también hablo de la explotación del animal por el hombre (pero dejemos abierto este gran
capítulo).
2) Sobre todo, no será la reontologización propuesta por Negri la que me devolverá
la alegría de la que me supone privado. No será su nueva ontología -liberadora o liberada-
lo que me convencerá para reconsíderar, al menos por ahora y vistos los argumentos
propuestos, toda la deconstrucción del motivo «ontológico» mismo, en su raíz. Espectros
de Marx reafirma y desarrolla esta deconstrucción (que, me permito recordar de nuevo,
no es ni una crítica ni una simple deslegitimación). Sin embargo, tenga razón o no, se
trata de un punto que no podríamos discutir seriamente al respecto sin un largo,
demasiado largo, debate en torno a todo cuanto me ocupa desde hace treinta años.
Renuncio pues, provisionalmente, a reiniciar aquí el debate de nuevo. Aunque Negri
tendrá que permitirme decir que su preocupación por rehabilitar la ontología, aunque sea,
como él dice, una ontología «posdeconstructiva», me parece traer consigo signos de
duelo, de nostalgia e, incluso, de melancolía. Desde mi punto de vista, la ontología
comporta, es incluso, un trabajo de duelo [a veces condenado al fracaso como en la
melancolía (el tema bien conocido de las melancolías de Aristóteles y de Heidegger,
quien, de hecho, habla de la melancolía propia del filósofo)], un trabajo de duelo, pues,
para reconstituir, salvar, rescatar una presencia plena del ser presente, allí donde éste -de
acuerdo con algo que no es meramente un defecto, sino también una oportunidad- parece
faltar: la diferencia.

Sin pretender abusar de las palabras de Negri para volverlas en su contra, en el


momento en que me envía en dos ocasiones a prisión, me pregunto si no será para negar
que, en lo que a él respecta, continúa encerrado aún, en ella fuera de ella, en el cerco de
una nueva patria ontológica, de una ontología liberada, de una ontología de la liberación
de sí mismo. Por ejemplo, en un sentido spinozista de la «libertad».

Como no tenemos aquí ni el espacio ni el tiempo para una gigantomaquia, al estilo


de El sofista, sobre la esencia del ser [l’étre de l’étant] y la ontología en general,
propongo a Negri, para concluir con una sonrisa, un armisticio de compromiso: ¿y si
ambos aceptáramos considerar de ahora en adelante el término «ontología» como una
contraseña, una palabra arbitraria y establecida de manera convencional, un shibboleth
que únicamente haría como si significara lo que «ontología» siempre ha significado? De
este modo, hablaríamos entre nosotros un lenguaje encriptado, como los marranos. En la
comunidad de los filósofos haríamos como si continuáramos hablando el lenguaje de la
metafísica o de la ontología, sabiendo, entre nosotros, que no significa nada. Porque me
han resultado muy seductoras las alusiones a los marranos de «La sonrisa del espectro».
Sé que Negri pensaba sobre todo, como siempre, en Spinoza. Pero esto no importa.
Probablemente no sabe que a menudo he jugado, de la manera más seria que se pueda
imaginar, a presentarme, en secreto, como una especie de marrano. Lo he hecho en
particular, y abiertamente, en Apories, Circonfessions y en Mal d’archive y, sin lugar a
dudas, también en otros lugares. Y lo he hecho menos abiertamente en todas partes, por
ejemplo en Le monolinguisme de l’autre. No obstante, no desvelaré todos los demás
lugares de este simulacro.

¿Y si, para terminar, lanzáramos la idea de que no sólo Spinoza, sino el propio
Marx, Marx el ontologista liberado, era un marrano? Una especie de inmigrante
clandestino, un hispano-portugués disfrazado de judío alemán que habría fingido
convertirse en protestante e incluso ser algo antisemita? ¡Este sí que sería un buen golpe!
Añadiríamos que los propios hijos de Marx no sabían nada del asunto. Tampoco las hijas.
Y ahora el golpe supremo, el envido abismal, el plusvalor absoluto: ¡marranos tan bien
escondidos, tan perfectamente encriptados que ya ni ellos mismos sospechaban serlo! O
que lo habían olvidado, rechazado, negado, renegado. Sabemos que esto también les
ocurre a los «verdaderos» marranos, a aquellos que siendo realmente, habitualmente,
actualmente, efectivamente, ontológicamente marranos, ni siquiera lo saben ya.

Recientemente, también se ha insinuado que la cuestión del marranismo ha muerto.

No lo creo en absoluto. Aún están los hijos -y las hijas- que, sin saberlo ellos
mismos, encarnan o experimentan un proceso de metempsícosis de los fantasmas
ventrílocuos de sus ancestros.

Pese a que esta cuestión (aparentemente abstracta y especulativa) de la ontología de Marx


no sea abordada con este nombre más que por algunos de los textos recogidos en este
volumen (sobre todo los de Hamacher, Jameson y Negri), creo que atraviesa a todos en
un momento decisivo. En Espectros de Marx, si se me permite recordarlo, era también
una cuestión de la que todo parecía depender.

Jacques Derrida, Spectres de Marx, París, Galilée, 1993, pp. 166-167 [ed. cast.:
Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva
Internacional, trad. J. M. Alar cón y C. de Peretti, Madrid, Trotta, 1995, p. 118]. El resto
del pasaje, que no cito, desarrolla esta problemática del partido, sobre la cual volveré, y la
cuestión de la ideología como «fábula» (Märchen), en este caso la fábula del espectro.
[Como norma se citará en primer lugar la edición francesa y, en segundo lugar, la cuidada
versión en castellano de Alarcón y de Peretti. Para la no siempre fácil traducción de la
terminología de Derrida al castellano nos hemos apoyado también en dicha edición, a
cuyas notas de los traductores remitimos para toda aclaración (N. del T).]

Aun cuando este hilo atraviesa todo el libro, conecta también entre sí dos debates -muy
diferentes entre ellos, en efecto-- emprendidos, por un lado, con Michel Henry (ibid., pp.
177 ss. [pp. 125 ss., nota 6]) y, por otro, con Etienne Balibar (ibid., p. 116 ss. [p. 83, nota
30]).

Ibid., p. 89 [p. 64].

Ibid., p. 89 [pp. 64-65].

Jacques Derrida, Del espíritu (Heidegger y la pregunta), Valencia, Pre-Textos, 1989 [N.
del T].
Ibid., p. 58 [p. 43]. De nuevo en la página siguiente, y un poco a lo largo de todo el libro,
se aborda, si se me permite la expresión, la «respuesta ontológica» de Marx. No sólo a la
cuestión espectral del espectro (la cuestión de la espectralidad más allá de toda
determinación ontológica: vida/muerte, sensible/inteligible, presencia/ausencia, etc.), sino
a una inyunción que sería más antigua [plus vieille], como su propia vigilia [comme sa
veille même] [el juego de palabras entre vieille (vieja, antigua) y veille (vigilia) se pierde
en la traducción al castellano (N. del T)], que la cuestión o la forma-pregunta del
discurso. La «respuesta ontológica» de Marx, su respuesta en tanto que y donde quiera
que continúe siendo ontológica, consiste, a mi entender, en saturar la pregunta, reducir o
denegar el abismo, conjurar su amenaza. Sobre las consecuencias -positivas y negativas-
de este tratamiento ontológico, véase, en particular, ibid., p. 150 [p. 105].

J. Derrida, Politiques de l’amitié, París, Galilée, 1994, pp. 43-92 [ed. cast.: Políticas de
la amistad, Madrid, Trotta, 1998, pp. 43-46].

J. Derrida, Spectres de Marx, cit., p. 58 [Espectros de Marx, cit., p. 43]. Subrayo hoy el
«quizá».

Sobre este doble aspecto, despolitización y repolitización, véase pp. 149-151 passim.

Juego de palabras de difícil traducción al castellano entre statutaire (estatutario) y


statufier (acto de levantar una estatua) [N. del T].

G. SPIVAK, «Ghostwriting», Diacritics 25, 2 (1995), p. 65.

Ibid., p. 72.

Ibid., p. 69.

J. Derrida, Spectres de Marx, cit., p. 144 [Espectros de Marx, cit., p. 101]. Subrayo aquí
«de no ser así».

Podría citar mil pasajes de mi libro para confirmar lo que aquí adelanto. El que sigue a
continuación es tan sólo uno, próximo al que falsifica Spivak tal como acabamos de ver:
«Es más bien cierta afirmación emancipatoria y mesiánica, cierta experiencia de la
promesa que se puede intentar liberar de toda dogmática e, incluso, de toda
determinación metafísico-religiosa, de todo mesianismo. Y una promesa debe prometer
ser cumplida, es decir, no limitarse sólo a ser “espiritual” o “abstracta”, sino producir
acontecimientos, nuevas formas de acción, de práctica, de organización, etc. Romper con
la “forma de partido” o con esta o aquella forma de Estado o de Internacional no significa
renunciar a toda forma de organización práctica o eficaz. Es precisamente lo contrario lo
que nos importa aquí» (ibid., pp. 146-147 [ p. 103]).

Jameson, p. 72 [este y otros ensayos editados y reeditados en este volumen son citados
como «Jameson», «Ahmad», etc. (nota del editor)]. Tom KEENAN parece compartir esta
interpretación y cita también esta observación de Jameson en el potente y valiente libro
que acaba de publicar (Fables of Responsability, Aberrations and Predicaments in
Ethics and Politics, Stanford, University of Stanford Press, 1997, p. 224).Véase en
particular su capítulo sobre Marx (publicado en un primer momento en 1993) al que yo
ya hacía referencia en Espectros de Marx (p. 265, nota 35 [p. 187, nota 48]). Así pues, no
puede uno equivocarse con mayor torpeza, tal como hace Ahmad, y a riesgo de dar la
impresión de querer engañar al lector, que al hablar de una «antipolítica» de Espectros de
Marx [«[ ...] que la antipolítica que defiende nos traiga no una “nueva Internacional”,
sino un mero Fortinbras: un “nuevo” orden que no es sino una variante del antiguo [... ] »
(Ahmad, p. 127)].

Harnacher, p. 230, nota 40.

Ahmad, p. 127.

Ibid.

Véase todo el capítulo titulado «Inyunciones de Marx», junto a la lectura


«deconstructiva» de lo que Heidegger tiene que decir sobre estos asuntos, en Spectres de
Marx, especialmente pp. 39 ss. [pp. 15 ss.].

Ibid., pp. 144-145 [p. 102].

Eagleton, p. 100. «Hay más de un toque de esta perversidad adolescente en Derrida,


quien, al igual que numerosos posmodernos, parece sentir (es más una cuestión de
sensibilidad que de convicción razonada) que lo dominante es ipso facto demoníaco y lo
marginal precioso per se. Una de las condiciones de la irreflexiva ecuación posmoderna
de lo marginal con lo creativo, aparte de un cómodo no caer en la cuenta de grupos
marginales tales como los fascistas...». El resto del párrafo también merece la pena ser
releído. He citado hasta aquí para subrayar -además del psicologismo sumario y arcaico
de esta distinción entre «sensibilidad» y «convicción razonada»-, el efecto retórico
buscado en esta polémica a través de la referencia analogista y contaminante a la
marginalidad «fascista». El lector juzgará: se insinúa nada menos que soy insensible al
fascismo, por lo tanto, que no me mantengo vigilante frente al fascismo y, en
consecuencia, que me hallo predispuesto a la debilidad frente a él. Pero, sobre todo, he
citado este fragmento del párrafo para recordar que la grave, confortable y demagógica
confusión entre mi trabajo (o incluso toda «deconstrucción» en general) con el
posmodernismo muestra en Eagleton, así como en Ahmad o en Lewis, una insuficiencia
enorme en la lectura y el análisis. Este desconocimiento primario, por sí solo, podría
autorizarme a interrumpir aquí todo diálogo hasta que unos ciertos «deberes»
[homework] hayan sido realizados. Pero, en efecto, el camino cogido no ha sido ése y ya
es demasiado tarde para hacerlo.

Ahmad no ha considerado necesario volver tras la lectura del libro sobre lo que él mismo
denomina una «respuesta rápida» a la conferencia que leyó en el avión («A lo que me he
resistido es a hacer un comentario más extenso sobre el libro»). Lo cual me autoriza para
tomar en serio algo que, pese a esta velocidad, él mismo toma bastante en serio y a
considerar sus observaciones como fruto de una sólida reflexión, por más que esto me
resulte a veces difícil. Uno podría citar otros efectos de precipitación y de contratiempo
entre tantos marxistas o entre aquellos que son, por retomar la expresión de Ahmad, «por
lo general conocidos como marxistas». Gayatri Chakravorti Spivak ni siquiera habla del
tiempo que ha dedicado a leerme (uno se lo pregunta a veces), sino del tiempo que ha
consagrado a escribir. «Escribo a gran velocidad», declara al comienzo de su ensayo
(«Ghostwriting», cit., p. 65). Así pues, esta cronología de una aceleración en la lectura o
en la escritura caracterizaría a esos marxistas que tienen la costumbre de reprocharme el
haber sido demasiado lento en hablar de Marx; es el caso de Eagleton, que acabo de citar;
es también el caso de Spivak (véase, por ejemplo, p. 66) y de muchos otros. Ellos y yo
tenemos, en efecto, una práctica realmente diferente del tiempo y del contratiempo. No
hacemos nada a la misma velocidad, lo cual es -lo digo seriamente- la principal causa de
todos estos malentendidos. No decidimos de la misma manera las situaciones en las que
es necesario ir muy rápido y aquellas en las que, por el contrario, hay que tomarse todo su
tiempo: el mayor tiempo posible.

J. Derrida, Spectres de Marx, cit., p. 98 [Espectros de Marx, cit., p. 70].

Como buen detective que es, Ahmad cree poder «detecta[r] una identificación [por mi
parte] con Hamlet »; sin embargo, detecta otra más: «detectamos una identificación
similar con el Fantasma» (p. 126), es decir dado que la cadena de sustituciones, por
definición, no puede detenerse (ése es, por otro lado, su interés y el nudo de la cuestión)-
una identificación con el propio Marx. ¡De este modo, me identificaría con todos los
padres posibles! Y eso es algo que a Ahmad no le gusta.

No hay nada de fortuito en el hecho de que Eagleton haga también un reproche a la


literatura, un cargo de acusación. Ciertamente de la manera más académica, más
conservadora, denuncia mi lenguaje «poético», un poco como si no hubiera que mezclar
los géneros y las disciplinas o equivocarse de departamento. Es verdad que lo que no le
gusta de mi «poética» es que sea «portentosa». Es «portentosa» porque se presta a la
parodia. En efecto. Prefiero dejar juzgar al lector. Para ello le invito a releer cuanto
precede y sigue inmediatamente a la acusación de «poetizar portentoso». Además, en
base a una táctica conocida, si bien poco convincente, Eagleton me reprocha los
«epígonos», a los que opone «el maître, por su parte, es verdaderamente alguien
políticamente serio y comprometido, cuyos contextos importantes son Auschwitz y
Argelia, el CNA y Europa del Este en lugar de Ithaca o Irvine».

¿Qué puedo responder a esta estrategia? La encuentro inadmisible, aun cuando Ahmad,
por su parte, precisa generosamente que no debo ser considerado «responsable» ante
aquellos que «se acogen a su [mi] nombre». Esta estrategia es inadmisible no sólo
porque esta distinción entre «maestro» y «epígonos» me resulte muy sospechosa (por
mil razones, algunas de las cuales son, precisamente, políticas), sino porque no sé
«quiénes» son y lo que presuntamente deben decir y hacer esos «epígonos» a los que se
acusa de todos los pecados en medio de la noche, sin nombrar ninguno de ellos y sin
argumentar mediante un texto y una discusión racional.
Lo mismo diría a Ahmad cuando ataca ya no a los «epígonos» sino a los «derridianos»
[«con independencia de las otras reservas que albergue respecto a la obra y a la influencia
de Derrida (en realidad, más respecto a los derridianos que respecto al propio Derrida),
nunca he pensado que él fuera un hombre de la derecha»]. (Muchas gracias. Puede
también leerse el párrafo siguiente donde me exonera de haber «buscado activamente la
compañía de derechistas». El término subrayado por el autor deja planear la sospecha de
que aunque no he buscado esta compañía, bien podría haberla encontrado. Suponiendo
que esto fuera demostrable habría que demostrarlo, probarlo, pero, al mismo tiempo,
asegurarse también de que uno mismo escapa de esta sospechosa «compañía». Ambas
tareas son igualmente difíciles. En todas partes y, en particular, en la universidad, muchos
«marxistas» se encuentran «en compañía» de las fuerzas más conservadoras. Iría incluso
más lejos que en «compañía» y diría que en «alianza», a veces más que «objetiva», como
se decía hace no tanto tiempo.)

Ahmad, p. 107.

Por ejemplo, Ahmad afirma su acuerdo conmigo sobre aquello que mantiene unida «esta
triple estructura de discursos políticos, mediáticos y académicos» (lo que, desde mi punto
de vista, sobreentendería un acuerdo difícil de delimitar: si realmente estamos de acuerdo
en esto, debemos estarlo en casi todo) (Ahmad, p. 115). También dice que estamos de
acuerdo acerca del «particularismo religioso» (acuerdo cuyas premisas también llevan
lejos) (Ahmad, p. 119).

Así, pues, Ahmad me otorga su gracia. Pese a que en otro lugar diga que, desde su punto
de vista, no se trata de una reconciliación por mi parte «con Marx», ni «del marxismo
conmigo», Ahmad escribe, en un gesto de perdón: «Gran parte de lo que Derrida dice a
este respecto podemos aceptarlo de buena gana, con una sensación de camaradería, pese a
las pasadas acritudes entre el marxismo y el deconstruccionismo» (Ahmad, p. 119). Pese
a que no sepa, y lo digo seriamente, qué es el deconstruccionismo (si no un fantasma
periodístico) y pese a que nunca hablo de él, ni en su nombre, ni me siento representado
por esta «cosa» (y lo mismo diría para el «marxismo»: ¿quién representa el
«marxismo»?), no tengo recuerdos de acritud, a pesar de todos los esfuerzos que hago por
encontrarlos, ni por mi parte, ni por parte de aquellos cuyo trabajo es, de una manera u
otra, cercano al mío. Es cierto que uno puede criticar tal o cual texto de un «marxista»,
pero eso no implica acritud contra el marxismo. Por el contrario, aún hoy sigo siendo,
debo confesarlo -de hecho se ve claramente-, bastante insensible a toda «sensación de
camaradería». Y si tuviera tiempo y espacio explicaría por qué no se trata de un reflejo
por mi parte, sobre todo de un reflejo de clase. Se trata más bien de un acto reflexionado,
una manera de pensar la política de la amistad o la amistad en la política. Me siento, por
lo tanto, muy emocionado cuando Ahmad concluye: «Nos alegra decir, como él mismo
dice, que es uno de nosotros». Sin embargo, permanezco perplejo pese a mi emoción:
¿«Uno de nosotros»? ¿Dónde he dicho eso? ¿Quién es ese «nosotros»?

Eagleton, p. 99. Con la delicadeza de estilo, la ligereza y la elegancia que todo el mundo
le reconoce, Eagleton cree hacer sin duda de su título («Marxismo sin marxismo») un
rasgo ingenioso, un dardo irónico, una crítica despiadadamente sarcástica: contra mí o
contra Blanchot, por ejemplo, que habla a menudo -he discutido de ello frecuentemente
en otros lugares- de «X sin X». Todo «buen marxista» sabe, sin embargo, que nada es
más cercano a Marx, fiel a Marx, más «Marx» que un «marxismo sin marxismo». ¿Es
necesario recordar aquí que este marxismo sin marxismo fue, en primer lugar, el del
propio Marx, si es que este nombre tiene aún sentido?

J. Derrida, Spectres de Marx, cit., pp. 198-199 [Espectros de Marx, cit., pp. 149-150]. Se
trata de uno de los numerosos argumentos (decisivo desde mi punto de vista) que
Hamacher ha sido el único en destacar y tomar en serio (Hamacher, p. 218). Hamacher
hace referencia a este pasaje que según él es «el único pasaje en que adopta un tono
explícitamente autobiográfico». Yo no estoy tan seguro, aunque en el fondo poco
importa. Por otro lado, ¿en qué se reconoce un «tono explícitamente autobiográfico»?

«Entre los aspectos estimulantes de este pasaje, nada desmerece la lúcida conciencia por
parte de Derrida de que un cierto particularismo religioso estrecho de miras [...]
constituye una característica no sólo de algunos países islamistas, sino también del propio
Occidente, de la propia Europa capitalista, en su momento de máximo triunfo» (Ahmad,
p. 119).

Véase «Freud et la scène de l’écriture» en L’écriture et la différence, así como Glas,


Fors, La carte postale, Résistances -de la psychanalyse (en particular «Être juste avec
Freud»), etc.

«Politics and Friendship», en E. Ann Kaplan y Michael Sprinker (eds.), The


Althusserian Legacy, Londres, Verso, 1993, p. 204.

Ibid., pp. 204 ss.

J. Derrida, Spectres de Marx, cit., p. 95 [Espectros de Marx, cit., p. 69].

Ibid. [p. 68].

Ibid. [pp. 68-69].

Ibid. p. 142 [p. 100].

Ibidem.

Lewis, p. 178.

Ibid., p. 189.

Ibid., p. 177, nota 15.

Ibid., p. 172.
Ibid., p. 179.

Ibid., p. 182.

Ibid., p. 17l.

Ibid., p. 189.

Ibid., p. 183.

Ibid., p. 187.

Ibid., pp. 184, 188.

Ibid., p. 88.

Montag, p. 84.

Jameson, p. 40.

J. Derrida, Spectres de Marx, cit., pp. 146-147 [Espectros de Marx, cit., p. 103].

Ibid., pp. 146 ss. [p. 103 passim].

Jameson, pp. 56 ss.

Ibid., pp. 56-57.

Ibid., p. 57.

Ésta es la razón por la cual, en el momento en que me parece necesario complicar


algunos de los «estereotipos» denunciados con razón por jameson, insisto en una
transformación en curso de los conceptos y de la problemática, al tiempo que doy la
bienvenida a determinados trabajos, como los de Balibar. Véase a este respecto mi larga
nota a pie de página (Spectres de Marx, cit., pp. 116 ss. [Espectros de Marx, cit., p. 831],
particularmente en lo que respecta al «materialismo dialéctico» y a los conceptos de
«transición» y de «no-contemporaneidad». Todo cuanto digo aquí se inscribe en ese
espacio histórico y teórico de la «transición», tal como sugería más arriba. Una transición
cuyo concepto, en su especificidad irreductible, es más difícil de pensar de lo que se suele
creer en general.

«Sin embargo, lo que se trata de explicar no es que tales cartografías de clase son
arbitrarias y, en cierto modo, subjetivas, sino que son rejillas inevitablemente alegóricas a
cuyo través leen necesariamente el mundo» [véase todo cuanto sigue hasta la reaparición
del término allegorical]. «Las categorías no son, por consiguiente, en absoluto ejemplos
de lo apropiado o de lo autónomo y puro, las operaciones autosuficientes de los orígenes
definidas por la denominada filiación de clase: nada resulta más complejamente alegórico
que el juego de las connotaciones de clase a lo largo y ancho del campo social, en
especial hoy en día» (Jameson, p. 60). Si soy tan prudente y reservado, tan avaro en
referencias a la «clase social», si me muestro tan preocupado por definir una
Internacional que no dependa ya de una clasificación o de connotaciones tan
problemáticas, «sobre todo en nuestros días», como bien señala Jameson, es debido a que
me siento próximo a cuanto Jameson afirma -a excepción quizá de lo que pretende decir
aquí «alegórico»- porque soy sensible a esta «complejidad». Habiendo afirmado mi
acuerdo con Jameson, me gustaría saber qué piensan de su argumentación aquellos a los
cuales acabo de responder, en particular Ahmad y Lewis.

Por ejemplo, sobre la lectura de mi trabajo en Estados Unidos («[...] las maniobras
filosóficas del propio Derrida deben entenderse como tácticas ideológicas o, para ser más
exactos, antiideológicas, y no sólo como las discusiones filosóficas abstractas que
atraviesan el océano y son traducidas en Estados Unidos») y sobre lo que distingue mi
trayectoria de la de De Man (ibid., pp. 50-51).

Ibid., especialmente, pp. 40-44.

Ibid., pp. 42-43.

Ibid., p. 40.

Ibid., p. 41.

Ibid

J. Derrida, Spectres de Marx, cit., p. 95, nota 6 [Espectros de Marx, cit., p. 69, nota 2].
Permítaseme recordar que esta larga nota se mantiene prudente de principio a fin,
pendiente por completo de la relectura, aún por llegar, de esas «densas, enigmáticas,
ardientes» páginas (ibid., p. 96 [p. 69]).

Véase «Pas» en Parages, París, Galilée, 1985.

Macherey, p. 31.

Evidentemente éste no es el caso de Hamacher. Tampoco es el de Warren Montag, cuyo


notable análisis toma en serio «la distinción entre espíritu y espectro» (Montag, p. 90). El
gesto de Macherey es más desconcertante. Pese a que califica mi libro de «obra de arte»
(cumplido evidentemente ambiguo que corre el peligro de convertirse en la denuncia de
un estilo o de una retórica, a la que ya he respondido anteriormente), reconoce que en los
textos de Marx, tal como yo los releo, «la referencia a los espectros [interviene] no sólo
como una figura de estilo retórico, sino como una determinación del contenido de su
pensamiento» (Macherey, p. 24). ¿Pero entonces por qué no tomar en cuenta, a
continuación y para concluir, la resistencia que el concepto de espectralidad opone a toda
reducción a un estatuto de apariencia inmaterial? ¿Por qué oponer en este punto mi
argumentación a la de Balibar, quien, tomando en serio el aparecer de la apariencia, se
supone que diría «lo mismo» que yo pero «en sentido inverso, en la perspectiva de un
Marx que podríamos denominar rematerializado, que restituye a las “apariencias” de la
ideología su peso de realidad, en lugar de rechazar toda apariencia de realidad a la
realidad, según la inspiración profunda que sostiene la empresa de una deconstrucción»
(Macherey, p. 31). Casi no es necesario decir que esta definición de «la profunda
inspiración de la deconstrucción» me parece absolutamente errónea y gratuita.
Evidentemente, habría demasiado que decir acerca de los términos «cuerpo», «realidad»,
«materialidad», «aparecer» (Erscheinung) o «apariencia» (Schein) puestos aquí en
juego. Pero, realmente, si por espectro hubiera querido decir simplemente apariencia sin
realidad ni materialidad, verdaderamente hubiera perdido o hecho perder mucho tiempo
para nada. El espectro (que no es sencillamente el espíritu) es todo menos nada, todo
menos incorpóreo y todo menos una simple apariencia. Todo mi libro puede ser leído en
clave de una larga respuesta a esta objeción. Para un abordaje más perfilado de este
problema que no se deja circunscribir, me permito reenviar, en particular, al capítulo V
de Espectros de Marx, «Aparición de lo inaparente», a todas sus notas y, concretamente,
a la nota número 9, p. 153 [edición en castellano] sobre Phantasma y phainesthai.
Agradezco a Jameson el no haberse cruzado de brazos ante la espectralidad como si ésta
no tuviera importancia, aun cuando la reduzca, sin embargo, a la «no suficiencia del
presente vivo», que aquélla supone, en efecto, pero con la cual está lejos de identificarse.

Ahmad, 122; Lewis, p. 176. La cursiva es mía.

«¿Esta posición de un indeconstructible -que a su manera recuerda al cogito cartesiano-


no sería en sí misma un fantasma, el fantasma o el «espíritu» de Derrida?» (Macherey, p.
32). No, lo que pone en movimiento la deconstrucción -lo indeconstructible que recibe,
en este contexto, el nombre de justicia, diferenciada del derecho- no tiene la forma de un
límite fundador sobre el cual se detiene o aferra una especie de duda radical. Se trata de
una inyunción en la que toda construcción o toda fundación resulta inadecuada. No se
trata de que esta inyunción sea una idea infinita en el sentido kantiano, ni una utopía [en
el sentido en que Jameson asimila demasiado rápido lo imposible a la utopía: «la
imposible esperanza [utópica]», dirá Jameson en la página 71, cuando todo cuanto
denomino lo imposible en numerosos textos recientes hace referencia a una lógica
totalmente diferente y reclama otra manera de pensar acontecimientos eminentemente
reales bajo un gran número de figuras. Todo este «proyecto» trata de pensar de otro modo
lo que se denomina «posible» e «imposible». No puedo extenderme más al respecto ni
hacer otra cosa sino reenviar al lector a otras publicaciones: a casi todos los textos que he
publicado desde hace al menos diez años). Esta inyunción indeconstructible de la justicia
no se asemeja ni se identifica jamás con ella misma (véase Spectres de Marx, cit., p. 19
ss. [Espectros de Marx, cit., p. 35 ss.]), pero rige con la mayor urgencia, sin esperar,
aquí-ahora; y la inadecuación de todo cuanto allí se mide y que pone en movimiento es la
posibilidad, pero también, al mismo tiempo, la necesidad, de una historia; es asimismo la
posibilidad y la necesidad de una deconstrucción. La deconstrucción difiere hasta tal
punto de una filosofía del cogito que comienza, por decirlo de algún modo, discrepando
con él, tanto en su forma cartesiana como husserliana. Por todas estas razones, me resulta
muy difícil seguir a Warren Montag cuando, por su parte, sigue a Macherey tras la pista
de este cogito y cuando sugiere que Espectros de Marx invierte o contradice lo que De la
Grammatologie dice con respecto a la letra o la huella. Por el contrario, creo que el
pensamiento de la huella es inseparable, y lo ha sido desde el primer momento,
literalmente indisociable (podría multiplicar los signos explícitos de esto, tal como se
acumulan desde hace treinta años), de un pensamiento de la espectralidad.

Esto se asemeja al posible debate a propósito de la Offenbarung (revelación) y


Offenbarkeit (posibilidad de la revelación y de la manifestación). Heidegger parece hacer
siempre de la posibilidad de revelación una estructura de la existencia más profunda, más
antigua y, por lo tanto, independiente, sobre cuya base la revelación religiosa, tal o cual
religión histórica, se vuelve posible de forma secundaria y se determina. Sin embargo,
podemos estar tentados de oponer a este poderoso y clásico argumento al menos una
pregunta: ¿y si, como tal, la revelación de la revelabilidad misma se manifestara
únicamente a través del acontecimiento (histórico) de la revelación?, etcétera.

Véase «Foi et savoir. Les deux sources de la religion dans les limites de la simple
raison», en La religion, París, Seuil, 1995

Véase sobre este punto lo que tan acertadamente señala Jameson de lo religioso y de la
teoría de la religión en Marx (Jameson, p. 64 ss.)

J. Derrida, Spectres de Marx, cit., pp. 236 ss. [Espectros de Marx, cit., pp. 166 ss.]. La
pregunta de «¿qué es la ideología?», así como el desarrollo posterior, viene después del
análisis de los diez fantasmas («el espectro de un decálogo y un decálogo de espectros»,
la tabla de los diez mandamientos, correspondientes a las diez plagas, y de otra tabla de
las diez categorías de Aristóteles en este libro sobre tantas tablas y decenas). Viene
también después de una cierta escena familiar y la cuestión del falogocentrismo entre el
padre y el hijo (el bueno y el «mal hijo», p. 198 [p. 139]), y no se deja ya separar de la
cuestión del «patrimonio del ídolo» que creí deber subrayar para enfatizar bien esta
cuestión del padre (p. 236 [p. 167]).

Ibid., p. 262 [p. 185].

Ibid., pp. 264 ss [pp. 186 ss.].

Negri, p. 13.

«De este modo, la fenomenología de la producción capitalista descrita por Marx en Das
Kapital muestra cómo, a través de este movimiento fantasmático, se constituyen una
genuina metafísica del capital así como la autonomía de su poder. Pero en la medida
misma en que se desarrolla con formas fantasmáticas y se autonomiza del capital, esta
fenomenología -sostiene Marx- enmascara la génesis real del proceso de desarrollo del
capital» (Negri, p. 13. La cursiva es mía).

J. Derrida, Spectres de Marx, cit., p. 235 [Espectros de Marx, cit., p. 166].


Ibid.

Negri, pp. 16-17.

Escribe, por ejemplo: «¿Por qué quiere un aura nostálgica que haga escurridiza, cuando
no relativice abiertamente, la consistencia ontológica de lo nuevo fantasmático?» (Negri,
p. 14). Todo esto y cuanto sigue (hasta «no sabemos dar una respuesta al triste dar largas
de Derrida, ni construir una línea recta que corte las angustiadas curvaturas de su
proceder» [ibid.]) me parece traducir un error de lectura cuya responsabilidad comparto
quizá con él, pero con el cual discrepo firmemente. Así como discrepo con los términos
de «misticismo» y «teología negativa à la Blanchot» (Negri, p. 19); ya he explicado en
otro lugar por qué rechazo este estereotipo, por lo que me abstengo de volver a hacerlo
aquí.

Negri, p. 16.

Ibid.

«La deconstrucción sigue aprisionada en una definición de ontología inactual y agotada.


El principio de realidad de la deconstrucción está desarraigado» [...] «Derrida es
prisionero de la ontología que critica» (Negri, p. 19).

Aunque hubiera algo de cierto en todo esto ¿por qué esta figura de la prisión hoy?, ¿por
qué la presuposición de una ontología tendría que ser carcelaria? Y, sobre todo, ¿acaso
Negri no puede imaginar que se pueda ser también cautivo de la ontología en general (de
la vieja o de la nueva)?, ¿aprisionado en un discurso sobre el on, sobre el ser presente
como tal?, ¿y que no es una u otra definición de ontología la que se encuentra «agotada»,
sino la ontología misma, siempre y cuando se le mantenga el sentido mínimo y no
arbitrario que se encuentra inscrito en la palabra «ontología»: el discurso (o la ciencia o la
razón) relativo al ser presente como tal? Por supuesto, si estamos dispuestos a poner en
cuestión, en todas sus formas, esta referencia al ser presente, propiamente presente y en
cuanto tal (real, efectivo, actual, etc.) de la palabra «ontología», a la cual se decidiría,
arbitraria o estratégicamente, hacer que dijera algo totalmente diferente, esperando de
esta decisión terminológica algún tipo de efecto liberador, en ese caso, no tengo nada en
contra de la palabra en sí. Pero se trataría de una nueva palabra o de una palabra
encriptada. Volveré sobre ello en la conclusión.

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