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JACQUES DERRIDA
Texto de 1998, en «Demarcaciones espectrales. En torno a expectros de Marx, de Jacques
Derrida», Michael Spinker (ed.), Trad. de Malo de Molina, A. Riesco y R. Sánchez Cedillo. Trad.
de Malo de Molina, A. Riesco y R. Sánchez Cedillo. AKAL, Madrid, 2002, pp. 247-306. Edición
digital de Derrida en castellano.
Así pues, en cualquier caso, sean mis respuestas tardías o prematuras, no habré
logrado ajustar el tiempo. Tendremos entonces razón para decir que habría podido prever
este fracaso y que podría haber visto aproximarse esta anacronía. Por otro lado, ¿acaso no
era cierta intempestividad la temporalidad y, al mismo tiempo, el tema de Espectros de
Marx? Sí, sin lugar a dudas he previsto oscuramente cuanto aquí sucede. Sin lugar a
dudas lo he considerado desde el primer momento como inevitable. Sin embargo, no he
osado zafarme, prefiriendo, como se dice en francés, precipitarme al fracaso [courir à
l’échec]. He preferido asumir una derrota antes que desaparecer en el momento de dar las
gracias a los autores de este libro. Porque, ante todo, es esto lo que deseo hacer aquí. He
preferido mostrarme desarmado ante ellos y, de este modo, «hablarles» en el momento en
el que me hacen el honor de dirigirse a mí, aunque sea de manera crítica, y aún cuando lo
que me dispongo a decirles, de manera no sólo insuficiente sino también oblicua y a
veces impersonal, deba defraudar aún -a veces incluso irritar más a cuantos ya han creído
tener motivos para irritarse.
En primer lugar, hubiera sido demasiado difícil. Hubiera sido presuntuoso, llegando
el último, situándome en una posición al mismo tiempo panorámica y central, pretender
tener la última palabra bajo la forma de una precisa réplica apropiada a cada cual y cada
uno de estos textos. Habría sido una escena imposible de representar. Mejor, porque es
una escena que no me gusta. Corresponde a los lectores el hacerse un juicio de Espectros
de Marx y ahora de este libro, así como de todas las discusiones que éste implica. La
primera cosa de la que me regocijo gratamente es del mucho trabajo en perspectiva que
tiene. Porque, desde mi punto de vista, cada uno a su manera y casi sin excepción, estos
textos son de cabo a rabo textos de trabajo. Exigen, por lo tanto, algo diferente a una
«réplica». Otro trabajo, por modesto e insuficiente que sea, debería venir a su encuentro,
para atravesarlos, más que para aportarles una respuesta. En mi opinión, el que casi todos
estos textos sean trabajos originales en marcha es algo que nadie puede dudar tras su
lectura. Casi todos ellos, y prácticamente de principio a fin, son notables por su
preocupación por leer más que por pasar página. Casi todos tratan de analizar, de
comprender, de argumentar: de aclarar más que de oscurecer. Tratan, casi todos, de
discutir antes que de injuriar (como suele hacerse hoy tan a menudo para evitar tener que
plantearse preguntas dolorosas), de objetar antes que de denigrar o, temerosamente, de
herir.
No obstante, como también se habrá observado, cada uno lo hace, cada vez, a partir
de una axiomática, de una perspectiva, de una estrategia discursiva diferente. Y,
envidando, diría incluso que a partir de una filosofía política y de una política diferentes.
Subrayo estas dos palabras para insistir sobre lo que denominaba hace un momento el
punto de intersección más intenso, el lugar de paso más común para todas las preguntas
aquí replanteadas: ¿cómo entender y pensar los términos «filosofía» y «política» de ahora
en adelante? ¿Y, ante todo, el pensamiento de Marx, aquel que heredamos (o aquel que,
mediante una hipótesis quizás audaz pero aparentemente común, querríamos o
deberíamos heredar, como si fuéramos los «hijos de Marx»)? ¿Es este pensamiento de
Marx, esencialmente, una filosofía? ¿Es esta filosofía, esencialmente, una metafísica en
tanto que ontología? ¿Posee una ontología más o menos legible de fondo? ¿Debe
hacerlo? ¿Qué tipo de suerte debemos, nosotros mismos, por medio de un acto de
interpretación activa (y, por lo tanto, también política), asignar hoy por hoy a este
«esencialmente»? ¿Se trata de un dato o de una promesa por hacer venir? ¿Por desplazar?
¿Por relanzar o re-interpretar de otro modo, a veces incluso hasta abandonar este valor
mismo de esencialidad que corre el peligro de estar demasiado estrechamente ligado a
cierta ontología? Habría que consagrar numerosas y voluminosas obras únicamente a este
enjambre de preguntas («¿Qué se podría decir, en definitiva, de la filosofía en Marx o
desde Marx?»). El acuerdo al respecto entre todos los colaboradores de esta obra sería
difícil dado que, en este volumen, me parece que nadie se entiende con nadie en este
aspecto. Por ejemplo, entre los ensayos más convincentes de esta obra, ¿dónde se
ubicaría el acuerdo entre Negri, quien querría ver en el pensamiento de Marx la
posibilidad de una nueva ontología, y Jameson, quien, por el contrario, en un gesto sobre
el cual también volveré, parece considerar como evidente y afortunado el hecho de que el
«marxismo nunca ha sido, como tal, una filosofía»? Trataré de mostrar porqué no puedo
suscribir ninguna de estas dos conclusiones. Sería necesaria otra más, al menos otra, de
esas numerosas obras, para aclarar el debate abierto en las últimas líneas del texto de
Jameson titulado «La narrativa de la teoría» (sobre esa cuestión -inevitable, insalvable,
infranqueable- que Althussèr denominó «ideología» y que, según Jameson, «Heidegger y
Derrida» habrían denominado «metafísica» en discursos en los que determinados
«motivos» habrían sido «reificados» en «teoría»). Lo mismo diría para el concepto de lo
político, para el de filosofía política posteriormente y, sobre todo, entre «filosofía y
política», para el concepto sin lugar a dudas más difícil de situar a través de todos los
textos, el de ideología.
Pero aún hay más, hay algo más que esta diferencia entre filosofías y filosofías
políticas. Llevando el envite aún un poco más lejos -lo que, desde mi punto de vista, hace
las cosas más interesantes pero al mismo tiempo más difíciles-, los textos aquí reunidos
en polílogo por Michael Sprinker (a quien deseo, en primer lugar, expresar mi cordial y
profunda gratitud por la oportunidad que nos brinda, que me brinda) ponen en
funcionamiento «estilos», prácticas, éticas o políticas de la «discusión», retóricas o
escrituras teóricas heterogéneas entre sí. Sería absurdo, en realidad injurioso, tratar de
achatar o de aplanar estas singularidades fingiendo dirigirse a todos con una única y
misma voz, mediante un único y mismo modo, para responder por igual a todos y cada
uno de ellos y, por lo tanto, a ninguno.
Así pues, acabo de envidar. En efecto, he sugerido que la diferencia entre «filosofías
políticas o políticas», las diferencias que otros denominarían también «ideológicas» en lo
que a la posición política se refiere y, por lo tanto, la diferencia con respecto a las tesis no
son las más graves, por difíciles de superar e incluso de discutir que a veces sean. Desde
mi punto de vista, no es ahí donde se encuentran las distancias o las contradicciones
últimas entre nosotros suponiendo que las haya. Porque estas diferencias y estos
diferendos, si los hubiera y pudiéramos tomarlos como tales, presupondrían al menos un
acuerdo de fondo, una axiomática común con respecto a la cosa misma, con respecto a las
cosas en discusión: la filosofía, la política, la filosofía política, lo filosófico, lo político,
lo político-filosófico, lo ideológico, etc. El acuerdo sería alcanzado, o presupuesto, sobre
la base de que lo que está en juego en la discusión, en la evaluación, en la interpretación,
puede tomar nombres legítimos, nombres comunes o propios: la «filosofía», la «política»
o «lo político», la «filosofía política» o la «filosofia (de lo) polític(o)a», «Marx».
Innumerables palabras y cosas alrededor de las cuales, hoy, respecto al nombre propio de
«Marx» (es decir, respecto a su herencia, espectral o no, y a su «filiación»), los
«herederos» («marxistas» o no, «marxistas» de tal o cual «familia», pertenecientes a una
u otra generación, a una u otra tradición nacional, a tal o cual formación académica, etc.)
se pondrían a debatir, pero en una misma lengua y a partir de una axiomática común.
Ahora bien, como podemos imaginarnos, no es esto lo que sucede en este libro. Lo
cual puede volverlo tanto más interesante para algunos, más necesario o dramático para
otros, e incluso babélico rayando lo insignificante para otros. De ahí, en cualquier caso, la
dificultad de la tarea para quien llega el último y pretende no ya poseer la última palabra,
sino una lectura previa de todos estos textos. ¿Cómo tratar de formalizar estas diferencias
idiomáticas e intraducibles, simulando al mismo tiempo estar hablando a todos desde una
posición metalingüística, la posición a la vez más ventajosa y más difícil de encontrar, la
más absurda y la más insostenible, la menos justa en cualquier caso? He ahí la razón del
fracaso al cual me precipito, el fracaso al cual, como aún se dice en francés, mi discurso
se encuentra condenado [est promis].
Así pues, como una herencia fiel-infiel de «Marx», infiel para ser fiel («infiel para
ser fiel»: con vistas al mismo tiempo a ser fiel y porque es o querría serlo).
Por lo tanto, como una hipótesis o un postulado: sobre lo que puede y debe ser una
herencia en general, a saber, necesariamente fiel e infiel, infiel por fidelidad. Este libro es
un libro sobre la herencia, pese a que no deba circunscribirse a los «hijos de Marx». Más
concretamente, se trata de un libro sobre lo que «heredar» puede no querer-decir de
manera unívoca, sino, quizá, inyungir de forma contradictoria y contradictoriamente
obligatoria. ¿Cómo responder, cómo sentirse responsable de una herencia que te lega
órdenes contradictorias?
Porque uno de los «hilos rojos» de Espectros de Marx es nada menos que la
cuestión de lo «filosófico» en Marx. Las tres cuestiones quedan trabadas conjuntamente.
¿Cómo delimitar 1) la «fenomenalidad de lo político» en cuanto tal, 2) la «filosofía»
como onto-teología, y 3) la herencia como herencia de «Marx», del nombre y en nombre
de «Marx»? Ahora bien, al mismo tiempo que quedan urdidas estas tres preguntas trato
de definir el acto que, yendo más allá de la forma-pregunta de la pregunta, consiste en
«adquirir una responsabilidad, en suma, en comprometerse de manera performativa». A
lo que entonces añadía:
En cuanto a los desastres que acabo de mencionar tan elípticamente, repito, los
desastres teóricos-y-políticos deberían inquietar, ¿no? ¿No deberían dar ideas, aunque sea
algunas, a todos los marxistas patentados dispuestos aún a pavonearse dando lecciones?
¿A los marxistas estatutarios o petrificados que se creen aún con derecho a ironizar ante
determinados aliados difíciles que jamás les han acompañado en la ortodoxia de su sueño
dogmático? ¿A los marxistas oficiales que se hacen los difíciles ante tales aliados cuando
estos últimos, una vez sucedido el desastre, se esfuerzan en no ceder a la peor de las
resignaciones -teórica y política- una vez más? Es cierto que, al menos en este libro
(razón por la cual estoy contento y agradecido de tener la oportunidad de participar en él),
Terry Eagleton es por suerte el único (casi el último) «marxista» de este tipo. Es el único
(casi el único y casi el último) en mantener ese tono imperturbablemente triunfante.
Frotándose los ojos uno se pregunta dónde encontrará aún la inspiración, la arrogancia y
el derecho. ¿Acaso no ha aprendido nada? ¿Qué derecho de propiedad se trataría aún de
proteger? ¿Qué fronteras? ¿A quién pertenecería el «marxismo»? ¿Sería incluso el coto
reservado, la propiedad privada, de aquellos que se dicen o pretenden «marxistas»?
Gayatri Chakravorty Spivak, por su parte, en un texto reciente, tuvo al menos el mérito de
manifestar una inquietud o un remordimiento. En efecto, Spivak da cuenta de la reflexión
de «un amigo». ¿Qué le decía amigablemente este amigo? Que si siempre ha tenido algún
tipo de problema con Derrida a propósito de Marx, «quizá se deba -confiesa
transcribiendo- a que me siento propietaria [proprietorial] de Marx». «Propietaria»
[proprietorial] es un buen término. Propongo incluso precisarlo más: «priopietaria»
[prooprietorial]. Porque, de este modo, se reivindica no sólo una propiedad, sino una
prioridad, lo cual se presta aún más a sonreír. Sugestión amistosa, en efecto, que no basta
con repetir en cada página para mostrar que se ha entendido.. Porque, algo más abajo, en
la misma página, podemos leer: «¿Se trata tan sólo de mi reacción propietaria
[proprietorial] ...?». Cuatro páginas después, el remordimiento se hace cada vez más
compulsivo pero siempre igual de ineficaz: «¿Se trata de mi actitud propietaria hacia
Marx? ¿Seré una oscura fetichista de cuarto de baño cuando Marx sale a colación?
¿Quién sabe?».
¿Quién sabe? Yo, por mi parte, no lo sé, pero confieso que, lo mismo que el amigo
cuya advertencia nos relata Gayatri Spivak, me temo que ella sí lo tiene. Lo que no dejará
nunca de sorprenderme de la posesividad celosa de tantos marxistas, y más aún en este
caso, no es tan sólo lo que siempre tiene de cómico una reivindicación de propiedad, y
cómico de manera aún más teatral cuando se trata de una herencia, y de una herencia
textual, ¡y aún más patético cuando se trata de la apropiación de una herencia llamada
«Marx»! No, lo que no dejo de preguntarme, y más aún en este caso, es dónde cree la
autora que estarían los presuntos títulos de propiedad. ¿En nombre de qué, alegando qué,
exactamente, se atreve tan siquiera a confesar una «reacción propietaria» [proprietorial
reaction]? Porque una confesión como ésta presupone que ha sido reconocido un título
de propiedad en nombre del cual uno se ensaña en seguir defendiendo aún su bien. ¿Pero
quién ha reconocido este derecho de propiedad, sobre todo en este caso? En la página
anterior (p. 71) de un artículo increíble de principio a fin, Gayatri Spivak, en un último
destello de lucidez, que no podría delatarla mejor, ya había escrito esto: «Sigue a
continuación una lista de “errores” [mistakes] que acaso me muestre en mi actitud más
propietaria hacia Marx. Al lector le toca juzgar». Es cierto, el lector que soy, entre otros,
ha juzgado: la lista en cuestión es, en primer lugar, una lista de malinterpretaciones en la
lectura de la propia Gayatri Spivak, quien hace bien en poner previamente la palabra
mistakes [errores] entre comillas. En efecto, algunas de sus faltas se derivan de una
grosera incapacidad para leer, agravada aquí por el resentimiento herido de un
«sentimiento de propiedad respecto a Marx». Otras son producidas por la manipulación
desenfrenada de una retórica de la que, a falta de tiempo y de espacio, no daré más que un
ejemplo.
Ahmad prosigue: «En cualquiera de los dos casos, tendríamos entonces la sensación
de una gratificación obtenida con demasiada facilidad». Se trataría, más bien, por lo
tanto, de una reconciliación conmigo mismo («Derrida inmerso en un proceso de
reconciliación») en el curso de un proceso de «identificación». Debería insistir en este
punto, si bien evitando, precisamente, toda identificación narcisista (aunque sobre el
narcisismo he aventurado en otro lugar proposiciones poco propensas al consenso). Es
necesario insistir en ello al menos por dos razones:
2) En segundo lugar, porque en ambos casos (estando inserto el uno en el otro, tal
como hemos visto) se asume que la reconciliación estaría en el programa (algo que pongo
en duda, enseguida diré cómo y por qué) y que la identificación sería asunto mío. Ahora
bien, este proceso de identificación sobre el cual versan, en el fondo, los análisis más
retorcidos de Espectros de Marx, creo que Ahmad lo reduce rápidamente a una cuestión
de nombres propios, de pronombres personales y a lo que él denomina «sujetos»,
precisamente allí donde este libro engarza con toda la lógica espectral. Y lo hace con una
seguridad que, como se puede uno imaginar, me cuesta compartir. Escribe, en efecto:
Por ello, lo que decimos aquí no será del agrado de nadie. Pero
¿quién ha dicho que se deba hablar, pensar o escribir para agradar a nadie?
Y habría que haber comprendido muy mal para ver en el gesto que
arriesgamos aquí una especie de adhesión-tardía-al-marxismo. Es verdad
que hoy, aquí, ahora, yo sería menos insensible que nunca a la llamada del
contra-tiempo o del contra-pie, como al estilo de una intempestividad más
manifiesta y más urgente que nunca. «¡Ha llegado el momento de dar la
bienvenida a Marx!», oigo ya decir. O también: «¡Ya era hora!», «¿Por
qué tan tarde?». Creo en la virtud política del contra-tiempo ...
(Rogaría que se leyera también cuanto precede y cuanto sigue, al menos hasta el «yo
no soy marxista», «¿y quién puede, todavía, decir: “yo soy marxista”?».) Al escribir esto,
sin pensar en un «marxista» u otro en particular, veía ya venir, sin lugar a dudas, el
desagrado o la rabia tan previsibles de los autoproclamados marxistas como Eagleton o
Ahmad.
1) Nunca he tratado de rivalizar con Perry Anderson, del que no conocía en aquella
época su entonces reciente texto. No he tratado de ser más «original» (Eagleton) o
menos «convencional» (Ahmad) que Anderson en la crítica a Fukuyama. Señalo de paso
que los dos «marxistas» que, en este volumen, se muestran más propensos a la «actitud
propietaria hacia Marx», yo diría que los más patrimonialistas, son también quienes
comienzan defendiendo y protegiendo, como si hubiera sido cuestionado, el derecho de
autor, la prioridad y e[ privilegio del «primer» crítico oficialmente marxista de
Fukuyama: Perry Anderson.
Ahmad tiene razón, me parece a mí, en preguntarse: «¿qué tipo de texto es el que
Derrida ha compuesto?». En efecto, no se comprende nada de este texto si no se toma en
consideración la especificidad del gesto, de la escritura, de la composición, de la
retórica, de la dirección, en una palabra, de lo que un lector tradicional y con prisa
hubiera denominado su forma o su tono, pero que para mí resulta indisociable de su
contenido. Ahmad tiene de nuevo razón cuando, para responder a su pertinente pregunta,
añade: «Tenemos, en otras palabras, un texto en esencia performativo [...]». Sí, por
supuesto. Pero, lógicamente, dejo de estar de acuerdo con él cuando reduce esta
performatividad a una performance y, sobre todo, a la performance de un «texto
literario», más aún cuando esta última se ve reducida, a su vez, a las nociones
convencionales y confusas de «forma de retórica», de «afectividad», de «tono», etc.
¿Quién osaría negar que haya retórica, afecto y tono en Espectros de Marx?
Ciertamente, yo no, pero los reivindico de manera totalmente diferente y los conecto de
otro modo a la performatividad del análisis mismo. ¿Acaso cree Ahmad que su texto es
tan atonal? ¿Cree que cuanto escribe está libre de toda afectividad, de toda retórica y, ya
que la cosa parece inquietarle también, de todo gesto de «filiación y de afiliación»?
Espectros de Marx no es tan sólo un texto que no puede, no más que cualquier otro,
borrar y renegar de toda filiación y afiliación. Al contrario, asume más de una y da
cuenta de ello. Esta multiplicidad lo cambia todo. Este libro hace también algo más que
puede parecer contradictorio, explicando y justificando la contradicción. Sí, se pueden
articular varios gestos aparentemente contradictorios al mismo tiempo o sucesivamente
en un mismo libro. Por ejemplo, yo me reclamo de Marx, pero me ocurre que, habiendo
hablado «a su favor», lo hago también «en su contra»: ¡en el mismo libro y sin
imaginarme que estuviera prohibido! Y sólo faltaba que hubiera que elegir: «a favor» o
«contra» Marx, ¡como en una cabina electoral! Concibiéndose expresamente como un
libro sobre la herencia, Espectros de Marx, analiza también, interroga y, por decirlo sin
perder tiempo, «deconstruye» la ley de la filiación, en particular de la filiación
patrimonial, del linaje padre-hijo: de ahí la insistencia sobre Hamlet, pese a que ésta se
justifique también de otras muchas maneras. Esta insistencia no obedece únicamente a
un gusto por la literatura o por el duelo, lo mismo que el interés de Marx por
Shakespeare no transforma a El capital en una obra literaria. He señalado al mismo
tiempo la ley, las consecuencias y los riesgos ético-políticos de esta filiación. Es
necesaria una lectura bien ingenua de Espectros de Marx para obviar todo el análisis del
falogocentrismo paternalista que marca todas las escenas de filiación (¡en Hamlet y en
Karl Marx!). Las premisas de este análisis son demasiado antiguas, explícitas y
sistemáticas en mi trabajo como para tener que volver aquí sobre ellas. Me permito
simplemente señalar que la cuestión de la mujer y de la diferencia sexual está en el
centro de este análisis de la filiación espectral. Esta cuestión de la diferencia sexual, en
particular, rige sobre todo cuanto es dicho de la ideología y del fetichismo en Espectros
de Marx. Si se sigue, por ejemplo, esta pista, que conduce también a mis análisis del
fetichismo en Glas y en otros lugares, tendremos un aspecto muy diferente de esta
escena de filiación y de su interpretación, en particular de la referencia a Hamlet, al
espectro paterno y a lo que denomino «el efecto visera». Sugiero a Ahmad releer las
cosas después del aterrizaje; de este modo, verá que mi gesto no es simplemente un
gesto de filiación o afiliación. No, no reivindico simplemente la herencia y menos aún la
exclusividad de la herencia de Marx. Afirmando tan a menudo que hay más de un
espectro o de un espíritu de Marx, reconozco que los herederos son y deben ser también
numerosos, a veces clandestinos e ilegítimos, como en todas partes. Ahmad, por el
contrario, parece lamentarse, como los «marxistas» y los «comunistas» presuntamente
legítimos, como los hijos presuntamente legítimos parecen lamentarse por haber sido
expropiados de su patrimonio o «actitud propietaria» (enfatizo el término presuntos,
porque en la familia marxista, como en otras, la legitimidad es siempre presupuesta,
sobre todo cuando se trata de filiación en general y no sólo, como se cree demasiado
ingenuamente, incluidos Freud y Joyce, de filiación paterna como «ficción legal»:
porque esta «ficción» es también aplicable a la maternidad, antes incluso de que ésta
pueda ser suplida por una madre de alquiler). Al menos uno puede juzgar esta feroz
reivindicación de legitimidad filial por el tono de Ahmad, tal como él mismo diría, en el
momento en que declara que tengo tendencia a identificarme con Hamlet, a
«posicionarme» como Hamlet, la identificarme tanto con Hamlet como con el
«Fantasma»!, ¡incluso con el mismo Marx! ¡Como si no se pudiera leer y analizar de
cerca una escena de filiación sin identificarse sencillamente con un personaje! Aquí, una
vez más, temo que esta tendencia a considerarme demasiado «literario» delata una
experiencia un tanto ingenua de lo que es la lectura y la literatura, así como la lectura de
un texto denominado «poético» o «literario». Tampoco en este punto ha sido siempre
bien entendida por los «marxistas», o por aquellos que son «por lo general conocidos
como marxistas», la lección de Marx, lector de Shakespeare:
¡Camaradas, un esfuerzo más para pensar, si no para elevarse, por encima de toda
«actitud propietaria [proprietoriality]»!
1) Para empezar, no estoy de acuerdo con lo que Ahmad dice acerca del «tono» de
mi texto. No creo que nadie tenga derecho a aislar aquello a lo uno que se refiere bajo la
confusa categoría de tono («tono de sufrimiento religioso», «registro tonal mesiánico»,
«tono cuasirreligioso», «este tono, en parte sermón, en parte canto fúnebre», «cadencias
casi religiosas», etc.). Para tener derecho a aislar y, por lo tanto, criticar un tono, se
debería disponer de un concepto algo más elaborado del mismo, de su alianza con el
concepto o el sentido, y con la performatividad a la que me he referido más arriba para
reivindicarla y cuestionarla. Sobre todo, es necesario tener, si se me permite decirlo sin
resultar ofensivo, un oído más fino para las cualidades diferenciales, inestables, móviles
de un tono, por ejemplo, esos valores tonales que señalan la ironía o el juego, incluso en
los momentos más serios y siempre en pasajes en los que el tono es, precisamente,
indisociable del contenido. Ahmad es tan insensible como Eagleton a las variaciones de
tono: por ejemplo, a la ironía o al humor que me gusta cultivar, sin excepción, en todos
mis textos. Es su derecho. Por definición, sobre todo en tan poco espacio de tiempo, no
podría convencerle o modificar sus gustos. Sin embargo, aunque se pierde algo del
sentido cuando uno ignora el temblor y la vibración diferencial de un tono, permanece el
suficiente sentido en las palabras, las frases, la lógica y la sintaxis como para no tener
derecho a obviar todo.
Porque, por ejemplo, por servirme únicamente de las palabras del propio Ahmad, lo
«prácticamente» («prácticamente religioso») y lo «casi» («cuasirreligioso»), por sí solos,
deberían bastar ya para cambiar muchas cosas, casi todo, en la medida en que hay en el
libro, de principio a fin, una distinción sutil pero indispensable. ¿Cuál? La distinción
entre, por un lado, cierta religiosidad irreductible (aquella que guía un discurso de la
promesa y de la justicia, del compromiso revolucionario, incluso entre los «comunistas y
aquellos por lo general conocidos como marxistas», y, en realidad, allí donde el discurso
ético y político tiene el sello de la mesianicidad -que se diferencia del mesianismo a
través de una frontera precaria que vale lo que vale, y sobre la cual volveré, pero de la
que Ahmad no puede ignorar que organiza toda la lógica del libro) y, por otro, la
religión, las religiones en virtud de las cuales me atrevo a creer que Espectros de Marx,
como todo cuanto escribo, no muestra ninguna debilidad (Ahmad parece reconocerlo).
No se puede, como hace Ahmad aquí, despachar la gran cuestión de la religión y de lo
religioso acusando, de manera un tanto confusa, a un tono de ser «cuasirreligioso». Hoy
por hoy no debemos dar por evidente y resuelta la cuestión religiosa. No debemos hacer
como si supiéramos qué es lo «religioso» o lo «cuasirreligioso», sobre todo cuando se
quiere ser y decirse marxista. Entre ambos se encuentra, en efecto, la cuestión de la
ideología (según Marx irreductible, indestructible e irreductiblemente ligada a lo
religioso), sobre la cual también volveré más tarde.
En primer lugar ¿qué dicen estas dos frases extraídas tan brutalmente del contexto
de una entrevista en la cual yo describía mi relación con el proyecto althusseriano, tal
como se desarrolló en la década de 1960, tan enormemente cerca de mí, de mil maneras,
por los lugares y por la amistad? Estas dos frases no decían que lo que se denominaba o
se denomina aún «clase social» no tuviera ninguna existencia desde mi punto de vista o
no tuviera correspondencia con nada real, con ninguna fuerza social capaz de generar
conflictos, efectos de dominación, luchas, alianzas, etc. Decían, con mucha precisión,
que el principio de identificación de clase social, tal como es presupuesto por el
concepto de «lucha de clases» (entendiendo éste, aunque esto sea evidente, de acuerdo
con lo indicado por el discurso marxista dominante, el de los partidos comunistas;
posteriormente volveré sobre la cuestión del partido), decían, pues, que este principio y
este concepto se habían vuelto «problemáticos» para mí en las frases que por entonces
oía (repito: «Así, pues, toda expresión en la que apareciera la locución “clase social” era
una expresión problemática para mí»). Si hubiese querido decir que para mí ya no había
clases sociales y que toda lucha al respecto resultaba obsoleta, lo hubiera dicho. Todo
cuanto he dicho ha sido que el concepto y el principio de identificación de clase social
al uso en el discurso marxista que por entonces escuchaba (en la década de 1960) eran
problemáticos desde mi punto de vista. Subrayo este término, «problemático», que no
quiere decir falso, ni caduco, ni fuera de juego, ni insignificante, sino sujeto a
transformación, a reelaboración crítica, en una situación en la que cierta modernidad
capitalista «echa a perder» el criterio de clase más sensiblemente determinante (por
ejemplo -aunque habría que volver sobre este aspecto con detenimiento dado que en él
se juega todo- el concepto de trabajo, de trabajador, de proletariado, de modo de
producción, etc.). No decía en absoluto, ni siquiera en esta entrevista improvisada, que
tuviera por anticuado o irrelevante al problema de las clases. Hasta tal punto no lo decía
ni lo pensaba que, inmediatamente después de la frase citada por Lewis, precisaba lo
siguiente (que Lewis, si hubiera leído más de tres líneas de mi texto, habría debido tener
la lealtad de citar):
3) El alegato según el cual habría pretendido que «la clase obrera se está reduciendo
en números absolutos a escala mundial». Nunca lo he pensado. Del mismo modo, nunca
he dicho que «el marxismo clásico no puede dar cuenta de los sin-techo en tanto que
grupo, les excluye e ignora su potencial revolucionario». ¡En estos momentos, tengo la
sensación de que Lewis tiene un interés compulsivo en tomarme por el último
representante diabólico, la encarnación total de todas las objeciones, reales o potenciales,
justificadas o no, que puedan dirigirse contra el marxismo! Habría que inquietarse más
bien por un enrarecimiento de la crítica y de la discusión, y preguntarse por qué hasta los
objetores llegan a faltar en este ámbito.
5) Nunca he dicho, por citar la formulación empleada por Lewis, que «el marxismo
conduce inevitablemente al gulag, en la medida en que aspira a materializar su espíritu
crítico en una sociedad real». Si lo pensara lo hubiera dicho. Pero si lo pensara, ¿cómo
hubiera podido escribir Espectros de Marx? Es cierto que -aunque desde mi punto de
vista ocurre totalmente lo contrario- estoy tentado a creer, en efecto, que un determinado
«marxismo», un pretendido o autodenominado «marxismo», un pseudomarxismo no ha
podido evitar el gulag. Pero no porque hubiera tratado de «materializar su espíritu crítico
en una sociedad real». ¡Al contrario! Precisamente por no haberlo hecho, por no haber
materializado suficientemente «su espíritu crítico en una sociedad real». Es cierto que no
he consagrado un análisis específico a aquello que se podría denominar, mediante un
término un tanto inadecuado, el «fracaso» soviético, bolchevique, leninista o estalinista.
No era ése el objeto de mi libro y reconozco que aún no me siento capaz de realizar
semejante análisis. Agradezco a Lewis la bibliografía que me proporciona al respecto,
pese a no encontrarla de gran ayuda (pues no hace sino resumir una vaga doxografía,
reenviándonos a la fórmula de Bujarin: «Dicho telegráficamente, el estalinismo es la
doctrina del “socialismo en un país”»). Todo depende pues de la manera en que se lea y
despliegue el telegrama. Por sí sólo es bastante pobre. Lewis no dice nada convincente
sobre él. Si comprendo correctamente algunas de sus indicaciones, lo que Lewis tiene en
mente consistiría en un refinamiento (de Tony Cliff, por ejemplo) de la interpretación
trotskista: la degeneración de un Estado de los trabajadores no habría sido debida en
realidad más que a una sustitución de la burguesía por una burocracia. Ésta habría
desempeñado el mismo papel que la burguesía en el proceso de acumulación y en la
producción de plusvalor. Es posible. Ya que es Lewis quien habla del gulag, habría que
ver de qué modo esta sustitución de una burguesía por una burocracia puede por sí misma
dar cuenta de él (yo tengo mis dudas) y, sobre todo, si, ante el gulag, nuestro papel debe
ser el de «dar cuenta» de este último. Sin lugar a dudas, es necesario elaborar y movilizar
aquí una problemática diferente. ¿Cuál? Por ejemplo, la que, combinando psicoanálisis y
política de una manera novedosa -algo que no hace ninguno de quienes me responden en
este libro-, tome en consideración la experiencia de la muerte y del duelo y, por lo tanto,
de la espectralización. (¿Es necesario que recuerde que mi libro se mueve en esta
dirección?) Sería necesario para abordar tanto los asesinatos políticos y el gulag como,
precisamente, lo que se denomina con tanta rapidez la burocratización. Me temo que el
concepto de burocracia, que ha sido usado y abusado, no sea más que un fantasma bien
abstracto del que, por otro lado y desde mi punto de vista, no se puede analizar,
precisamente, la posibilidad y la abstracción espectral que la constituye, sin una teoría
seria, aguda y diferenciada de los efectos de espectralidad. Por lo demás, Lewis no dice
nada concreto más allá de la injusta acusación lanzada contra mí y de las palabras que
pone en mi boca sin prueba alguna (¿dónde he dicho -cuando es algo que no pienso- que
«el marxismo conduce inevitablemente al gulag, en la medida en que aspira a
materializar su espíritu crítico en una sociedad real»?); Lewis se contenta con hacer
referencia a un trabajo realizado en otro lugar («Resulta imposible», dice, «hacer justicia
a la riqueza de la teoría del capitalismo burocrático de Estado en este espacio [...] . Soy
consciente de que quedan toda una serie de cuestiones y de temas importantes después
del incompleto resumen que he ofrecido de cómo la teoría del “capitalismo burocrático
de Estado” explica el ascenso del estalinismo. En esta ocasión, sin embargo, no será
posible atender a otros aspectos, tales como [...]», a lo cual sigue toda una serie de
verdaderos problemas que son dejados intactos).
Lógicamente -y podría decirse que ahí reside todo el problema- no sólo encuentro
este programa y esta coartada (esta teoría de la burocracia alegada, evocada por otro lado
tan pobremente por Lewis) muy abstractos, esquemáticos y metafísicos en la forma en
que son presentados. No sólo creo que todo cuanto pudiera decirse de interesante a
propósito de la burocracia y del capitalismo de Estado (y, ciertamente, no dudo de que, en
otro lugar, otros puedan decir cosas interesantes y útiles al respecto, pero el artículo de
Lewis no proporciona más que un esqueleto exangüe y poco convincente) presupone un
pensamiento de la «espectralidad», por medio precisamente de esa «fantología» cuya
dirección indico en Espectros de Marx. Creo, sobre todo, que la fantología a la que me
refiero es todo menos «metafísica» y «abstracta», como parecen sugerir, de manera
equivocada por no haberme leído o querido leerme, todos los autores de este libro,
excepto Hamacher y quizá Montag, quien, en un ensayo clarificador con el cual me siento
casi siempre de acuerdo, señala correctamente que «para hablar de espectros, el léxico de
la ontología resulta insuficiente».
Las clases: pese a que Lewis recurre a Jameson para criticarme, no tomo lo que dice
Jameson al respecto en absoluto como una crítica de cuanto adelanto. Porque yo mismo
creo estar básicamente de acuerdo con él y, en cualquier caso, me oriento en la misma
dirección que él con respecto a la proposición siguiente, aun cuando no suscribo al pie de
la letra todo cuanto dice (y que el lector deberá releer, pues no puedo aquí citarle
ampliamente):
Y éste es, qué duda cabe, el gesto que yo mismo reproduciré aquí,
recordándoles que la clase, de por sí, no es en absoluto ante todo ese
concepto ingenuo y sin mezcla, que no es en absoluto un componente
básico primario de las ontologías más evidentes y ortodoxas, sino, por el
contrario, en sus momentos concretos, algo mucho más complejo,
internamente contradictorio y reflexivo que cualquiera de estos
estereotipos [señalo de pasada que es esta ontología y la ontologización en
general, aspecto sobre el que volveré más adelante, lo que, igual que a mí,
molesta a Jameson y le distingue de todos los que me oponen más o menos
directamente una ontología, un ontologismo, en particular y sobre todo
Negri].
Quiero poner en tela de juicio únicamente estos estereotipos, que abundan más en el
discurso de tipo marxista de lo que jameson parece creer o fingir creer. En caso contrario
no insistiría tanto en todos esos riesgos. Y suscribo lo que escribe antes y después del
pasaje citado, así como todas las indicaciones que da de estas complejidades y
conflictividades, sin estar, no obstante, seguro de comprender y, por consiguiente, de
poder aceptar el término «alegoría» que utiliza posteriormente en varias ocasiones y que
requeriría sin duda de alguna aclaración y de un debate cuya amplitud resultaría aquí
desmesurada (véase toda la conclusión del epígrafe titulado «Socavar lo sin mezcla»
donde, visiblemente, Jameson y yo nos encontramos muy cercanos, como lo estamos en
otros muchos puntos).
Añadiré una precisión que podría acercarme más a Jameson en este punto. Quizá no
deje de tener interés y pertinencia después de todo hablar de una «estética» de mis textos;
quizá «tiene sentido hablar de algo así como una “estética” [entre comillas, ¿verdad?,
Jameson lo pone entre comillas] del texto derridiano». Quizá se puedan escribir cosas,
incluso tesis pertinentes, hasta interesantes, al respecto. Pero entonces no respondería más
que esto, a Jameson y también a todos aquellos --que son numerosos- que, en este libro,
creen poder «re-estetizar» las cosas, reducir sus conceptos (por ejemplo, el concepto de
«espectro») a figuras de retórica o mis demostraciones a búsquedas literarias y a efectos
de estilo: nada de lo que me importa y, sobre todo, de lo que puede importar en la
discusión en curso (desde el momento en que, precisamente, mis textos han podido
exponerse o verse implicados en la discusión) puede reducirse ni permitir ser elucidado a
través de esta aproximación «estética». Aun cuando mi protesta contra este alegato (a
menudo sospecha acusadora) de estética o de esteticismo no bastara aquí, aun cuando el
testimonio de todo cuanto he escrito al respecto tampoco bastara para desarmar esta
interpretación crítica, quizá se me permita contentarme con un argumento tan poco
sofisticado como éste: el número y extensión de estos textos y, a veces, la violencia de las
discusiones que suscitan, incitan a pensar que lo que está en juego no es una cuestión de
orden estético, menos aún de algún tipo de minimalismo estético. Se trata de saber cómo
se escribe y argumenta, cuáles son las normas al respecto (en particular las normas
académicas). Esta cuestión es cualquier cosa menos «estética»; es, en particular, y quizá
sobre todo, «política».
Pese a que haya aquí una espera, un límite aparentemente pasivo de la anticipación
(no puedo calcular todo, prever y programar lo que viene, el futuro en general, etc., y este
límite de la calculabilidad o del saber es también, para un ser finito, la condición de la
praxis, la decisión, la acción y la responsabilidad), esta exposición al acontecimiento que
puede o no llegar (condición de la alteridad absoluta) es inseparable de una promesa y de
una inyunción que obligan a comprometerse sin esperar y que, en verdad, prohiben
abstenerse. Aun cuando la formulación de mesianicidad que aquí doy parezca abstracta
(precisamente porque estamos ante una estructura universal de relación con el
acontecimiento, con la alteridad real de quien/lo que viene, un pensamiento del
acontecimiento «antes» o independientemente de toda ontología), es ahí donde reside la
urgencia más concreta, también la más revolucionaria. Cualquier cosa excepto utópica,
la mesianicidad exige, aquí-ahora, la interrupción del curso ordinario de las cosas, del
tiempo y de la historia; es inseparable de una afirmación de la alteridad y de la justicia.
Dado que esta mesianicidad incondicional debe negociar posteriormente sus condiciones
en una u otra situación práctica singular, nos encontramos en el lugar de un análisis y una
evaluación y, por lo tanto, de una responsabilidad. Estas deben ser reexaminadas a cada
instante, en la víspera y en el transcurso de cada acontecimiento. Pero que esto deba
hacerse, y hacerse sin esperar, constituye una ineluctabilidad cuyo carácter imperativo,
siempre aquí-ahora, de manera singular, no puede, en ningún caso, ceder a la utopía, al
menos a lo que ésta significa literalmente y a la interpretación corriente del término. Por
otro lado, ni siquiera se podría dar cuenta de la posibilidad de la utopía en general sin
hacer referencia a lo que denomino mesianicidad.
Las figuras del mesianismo tendrían que ser (si quisiéramos ir aquí demasiado
rápido, cruzando todos los códigos de manera un tanto confusa) deconstruidas en tanto
que formaciones «religiosas», ideológicas o fetichistas, allí donde la mesianicidad sin
mesianismo perdura, por su parte, como la justicia, indeconstructible. Indeconstructible
porque el movimiento mismo de toda deconstrucción la presupone. No como un
fundamento de certeza, como el suelo firme de un cogito (por responder a la
interpretación apresurada de Macherey), sino según otra modalidad.
a) Por un lado, esta palabra («mesiánico») continúa siendo, desde mi punto de vista,
relativamente arbitraria o extrínseca. Su valor es el de una retórica o una pedagogía. En
determinados contextos, por referencias a un paisaje cultural familiar, sirve para hacer
comprender mejor a qué se asemeja (a lo cual añado inmediatamente: sin reducirse o
identificarse con ello) aquello que denomino mesianicidad. En un contexto en el que se
entendiera lo que me gustaría dar a entender con el término «mesianicidad», si un día esto
ocurriera, se debería poder hablar de ello no sólo sin alusión alguna al mesianismo
tradicional, ni a un «Mesías», sino incluso sin el «sin» . De este modo, detrás de los
viejos términos todos los nombres habrían sido cambiados.
b) Pero, por otro lado, las cosas no son tan sencillas. Detrás de esta arbitrariedad y
de esta utilidad pedagógica se ampara quizá un equívoco más irreductible. Me resulta
difícil decidir si la mesianicidad sin mesianismo (como estructura universal) precede y
condiciona toda figura histórica y determinada del mesianismo (en cuyo caso sería
radicalmente independiente de todas estas figuras y se mantendría heterogénea respecto a
ellas, convirtiendo al nombre mismo en algo accesorio) o si la posibilidad misma de
pensar esta independencia no ha podido producirse o revelarse como tal, llegar a ser
posible, sino a través de los acontecimientos «bíblicos» que nombran al mesías y le dan
una figura determinada.
c) En esta última hipótesis (que debo dejar abierta y suspendida pues no tengo
respuesta a una pregunta planteada de este modo: guardo pues por el momento el término
«mesiánico» para que la pregunta continúe planteada), la referencia a lo mesiánico es
más difícil de tratar como un instrumento didáctico y provisional, por más que haya sido
rigurosamente determinado como «sin mesianismo». Por varias razones, al menos
cuatro, que enuncio de forma elíptica, económica y seca.
(i) En primer lugar, me parece a mí, no se puede ignorar o negar el arraigo del
acontecimiento denominado «Marx» (con todas sus componentes, premisas y
consecuencias) en una cultura europea y judeocristiana. No se trata aquí de un entorno
empírico y delimitable. Es necesario medir todo lo que está en juego, incluso en la lógica
y en la retórica del discurso heredado de Marx, y también en las sociedades o culturas
ajenas a esta filiación bíblico-europea. Marx, y todo el «marxismo», apareció en una
cultura en la que el «mesías» significa algo, y esta cultura no ha sido tan sólo una cultura
«local» o fácilmente circunscribible en la historia de la humanidad. Siempre es útil hacer
reaparecer esta sedimentación, aunque no sea más que para extraer todo tipo de
consecuencias políticas de ello.
(ii) En segundo lugar, porque a su manera, nos guste o no, la cultura marxista ha
participado, hasta en la literalidad de su lenguaje, del fenómeno que en otro lugar he
denominado «mundialatinización». Así pues, sería difícil (y muy abstracto, a la vez)
borrar de ella toda referencia mesiánica. Mi ensayo sobre Marx, que el lector me disculpe
la insolencia de esta observación, no es más que una pieza en un dispositivo que no se
limita a Marx.
(iv) Así pues, tocamos aquí el sensible punto de la «cuestión de la ideología». ¿Qué
se puede decir del concepto de ideología? ¿De la indestructibilidad de lo ideológico?
¿Qué se puede decir, sobre todo, del papel ejemplar, es decir, irreemplazable, que
desempeña la religión en la emergencia de este concepto marxiano? Dejando de lado una
urgencia histórica, a saber, la necesidad en la que nos coloca la situación geopolítica de
repensar hoy la cuestión de la religión (es éste un punto de acuerdo total con Jameson),
debo pedir a quienes no quieren tomar en serio mi uso del término «mesiánico» y mi
referencia a una lógica espectral que se relean algunas páginas de Espectros de Marx.
Pienso, en particular, en todo cuanto trata de preparar una respuesta a la pregunta «¿qué
es la ideología?» insistiendo en dos formas de «irreductibilidad»: por un lado, «el
carácter irreductiblemente específico del espectro»; por otro, «la irreductibilidad del
modelo religioso en la construcción del concepto de ideología». «Sólo la referencia al
mundo religioso permite explicar la autonomía de lo ideológico»; o incluso: «Lo religioso
no es, por lo tanto, ni un fenómeno ideológico ni una producción fantasmática entre
otras».
Hasta aquí, me parece a mí, no hay un desacuerdo de fondo entre Negri y yo. No hay
tampoco desacuerdo en el momento en que, preguntándose qué podemos hacer «hoy»
con los «espectros marxistas», Negri toma nota de una mutación acaecida, en particular
en lo que se refiere al «paradigma del trabajo» (algo que también hago yo). El mismo
escribe: «Estamos de acuerdo a la hora de considerar superada la ontología marxiana y,
en particular, esta descripción ontológica de la explotación».
¿Y si, para terminar, lanzáramos la idea de que no sólo Spinoza, sino el propio
Marx, Marx el ontologista liberado, era un marrano? Una especie de inmigrante
clandestino, un hispano-portugués disfrazado de judío alemán que habría fingido
convertirse en protestante e incluso ser algo antisemita? ¡Este sí que sería un buen golpe!
Añadiríamos que los propios hijos de Marx no sabían nada del asunto. Tampoco las hijas.
Y ahora el golpe supremo, el envido abismal, el plusvalor absoluto: ¡marranos tan bien
escondidos, tan perfectamente encriptados que ya ni ellos mismos sospechaban serlo! O
que lo habían olvidado, rechazado, negado, renegado. Sabemos que esto también les
ocurre a los «verdaderos» marranos, a aquellos que siendo realmente, habitualmente,
actualmente, efectivamente, ontológicamente marranos, ni siquiera lo saben ya.
No lo creo en absoluto. Aún están los hijos -y las hijas- que, sin saberlo ellos
mismos, encarnan o experimentan un proceso de metempsícosis de los fantasmas
ventrílocuos de sus ancestros.
Jacques Derrida, Spectres de Marx, París, Galilée, 1993, pp. 166-167 [ed. cast.:
Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva
Internacional, trad. J. M. Alar cón y C. de Peretti, Madrid, Trotta, 1995, p. 118]. El resto
del pasaje, que no cito, desarrolla esta problemática del partido, sobre la cual volveré, y la
cuestión de la ideología como «fábula» (Märchen), en este caso la fábula del espectro.
[Como norma se citará en primer lugar la edición francesa y, en segundo lugar, la cuidada
versión en castellano de Alarcón y de Peretti. Para la no siempre fácil traducción de la
terminología de Derrida al castellano nos hemos apoyado también en dicha edición, a
cuyas notas de los traductores remitimos para toda aclaración (N. del T).]
Aun cuando este hilo atraviesa todo el libro, conecta también entre sí dos debates -muy
diferentes entre ellos, en efecto-- emprendidos, por un lado, con Michel Henry (ibid., pp.
177 ss. [pp. 125 ss., nota 6]) y, por otro, con Etienne Balibar (ibid., p. 116 ss. [p. 83, nota
30]).
Jacques Derrida, Del espíritu (Heidegger y la pregunta), Valencia, Pre-Textos, 1989 [N.
del T].
Ibid., p. 58 [p. 43]. De nuevo en la página siguiente, y un poco a lo largo de todo el libro,
se aborda, si se me permite la expresión, la «respuesta ontológica» de Marx. No sólo a la
cuestión espectral del espectro (la cuestión de la espectralidad más allá de toda
determinación ontológica: vida/muerte, sensible/inteligible, presencia/ausencia, etc.), sino
a una inyunción que sería más antigua [plus vieille], como su propia vigilia [comme sa
veille même] [el juego de palabras entre vieille (vieja, antigua) y veille (vigilia) se pierde
en la traducción al castellano (N. del T)], que la cuestión o la forma-pregunta del
discurso. La «respuesta ontológica» de Marx, su respuesta en tanto que y donde quiera
que continúe siendo ontológica, consiste, a mi entender, en saturar la pregunta, reducir o
denegar el abismo, conjurar su amenaza. Sobre las consecuencias -positivas y negativas-
de este tratamiento ontológico, véase, en particular, ibid., p. 150 [p. 105].
J. Derrida, Politiques de l’amitié, París, Galilée, 1994, pp. 43-92 [ed. cast.: Políticas de
la amistad, Madrid, Trotta, 1998, pp. 43-46].
J. Derrida, Spectres de Marx, cit., p. 58 [Espectros de Marx, cit., p. 43]. Subrayo hoy el
«quizá».
Sobre este doble aspecto, despolitización y repolitización, véase pp. 149-151 passim.
Ibid., p. 72.
Ibid., p. 69.
J. Derrida, Spectres de Marx, cit., p. 144 [Espectros de Marx, cit., p. 101]. Subrayo aquí
«de no ser así».
Podría citar mil pasajes de mi libro para confirmar lo que aquí adelanto. El que sigue a
continuación es tan sólo uno, próximo al que falsifica Spivak tal como acabamos de ver:
«Es más bien cierta afirmación emancipatoria y mesiánica, cierta experiencia de la
promesa que se puede intentar liberar de toda dogmática e, incluso, de toda
determinación metafísico-religiosa, de todo mesianismo. Y una promesa debe prometer
ser cumplida, es decir, no limitarse sólo a ser “espiritual” o “abstracta”, sino producir
acontecimientos, nuevas formas de acción, de práctica, de organización, etc. Romper con
la “forma de partido” o con esta o aquella forma de Estado o de Internacional no significa
renunciar a toda forma de organización práctica o eficaz. Es precisamente lo contrario lo
que nos importa aquí» (ibid., pp. 146-147 [ p. 103]).
Jameson, p. 72 [este y otros ensayos editados y reeditados en este volumen son citados
como «Jameson», «Ahmad», etc. (nota del editor)]. Tom KEENAN parece compartir esta
interpretación y cita también esta observación de Jameson en el potente y valiente libro
que acaba de publicar (Fables of Responsability, Aberrations and Predicaments in
Ethics and Politics, Stanford, University of Stanford Press, 1997, p. 224).Véase en
particular su capítulo sobre Marx (publicado en un primer momento en 1993) al que yo
ya hacía referencia en Espectros de Marx (p. 265, nota 35 [p. 187, nota 48]). Así pues, no
puede uno equivocarse con mayor torpeza, tal como hace Ahmad, y a riesgo de dar la
impresión de querer engañar al lector, que al hablar de una «antipolítica» de Espectros de
Marx [«[ ...] que la antipolítica que defiende nos traiga no una “nueva Internacional”,
sino un mero Fortinbras: un “nuevo” orden que no es sino una variante del antiguo [... ] »
(Ahmad, p. 127)].
Ahmad, p. 127.
Ibid.
Ahmad no ha considerado necesario volver tras la lectura del libro sobre lo que él mismo
denomina una «respuesta rápida» a la conferencia que leyó en el avión («A lo que me he
resistido es a hacer un comentario más extenso sobre el libro»). Lo cual me autoriza para
tomar en serio algo que, pese a esta velocidad, él mismo toma bastante en serio y a
considerar sus observaciones como fruto de una sólida reflexión, por más que esto me
resulte a veces difícil. Uno podría citar otros efectos de precipitación y de contratiempo
entre tantos marxistas o entre aquellos que son, por retomar la expresión de Ahmad, «por
lo general conocidos como marxistas». Gayatri Chakravorti Spivak ni siquiera habla del
tiempo que ha dedicado a leerme (uno se lo pregunta a veces), sino del tiempo que ha
consagrado a escribir. «Escribo a gran velocidad», declara al comienzo de su ensayo
(«Ghostwriting», cit., p. 65). Así pues, esta cronología de una aceleración en la lectura o
en la escritura caracterizaría a esos marxistas que tienen la costumbre de reprocharme el
haber sido demasiado lento en hablar de Marx; es el caso de Eagleton, que acabo de citar;
es también el caso de Spivak (véase, por ejemplo, p. 66) y de muchos otros. Ellos y yo
tenemos, en efecto, una práctica realmente diferente del tiempo y del contratiempo. No
hacemos nada a la misma velocidad, lo cual es -lo digo seriamente- la principal causa de
todos estos malentendidos. No decidimos de la misma manera las situaciones en las que
es necesario ir muy rápido y aquellas en las que, por el contrario, hay que tomarse todo su
tiempo: el mayor tiempo posible.
Como buen detective que es, Ahmad cree poder «detecta[r] una identificación [por mi
parte] con Hamlet »; sin embargo, detecta otra más: «detectamos una identificación
similar con el Fantasma» (p. 126), es decir dado que la cadena de sustituciones, por
definición, no puede detenerse (ése es, por otro lado, su interés y el nudo de la cuestión)-
una identificación con el propio Marx. ¡De este modo, me identificaría con todos los
padres posibles! Y eso es algo que a Ahmad no le gusta.
¿Qué puedo responder a esta estrategia? La encuentro inadmisible, aun cuando Ahmad,
por su parte, precisa generosamente que no debo ser considerado «responsable» ante
aquellos que «se acogen a su [mi] nombre». Esta estrategia es inadmisible no sólo
porque esta distinción entre «maestro» y «epígonos» me resulte muy sospechosa (por
mil razones, algunas de las cuales son, precisamente, políticas), sino porque no sé
«quiénes» son y lo que presuntamente deben decir y hacer esos «epígonos» a los que se
acusa de todos los pecados en medio de la noche, sin nombrar ninguno de ellos y sin
argumentar mediante un texto y una discusión racional.
Lo mismo diría a Ahmad cuando ataca ya no a los «epígonos» sino a los «derridianos»
[«con independencia de las otras reservas que albergue respecto a la obra y a la influencia
de Derrida (en realidad, más respecto a los derridianos que respecto al propio Derrida),
nunca he pensado que él fuera un hombre de la derecha»]. (Muchas gracias. Puede
también leerse el párrafo siguiente donde me exonera de haber «buscado activamente la
compañía de derechistas». El término subrayado por el autor deja planear la sospecha de
que aunque no he buscado esta compañía, bien podría haberla encontrado. Suponiendo
que esto fuera demostrable habría que demostrarlo, probarlo, pero, al mismo tiempo,
asegurarse también de que uno mismo escapa de esta sospechosa «compañía». Ambas
tareas son igualmente difíciles. En todas partes y, en particular, en la universidad, muchos
«marxistas» se encuentran «en compañía» de las fuerzas más conservadoras. Iría incluso
más lejos que en «compañía» y diría que en «alianza», a veces más que «objetiva», como
se decía hace no tanto tiempo.)
Ahmad, p. 107.
Por ejemplo, Ahmad afirma su acuerdo conmigo sobre aquello que mantiene unida «esta
triple estructura de discursos políticos, mediáticos y académicos» (lo que, desde mi punto
de vista, sobreentendería un acuerdo difícil de delimitar: si realmente estamos de acuerdo
en esto, debemos estarlo en casi todo) (Ahmad, p. 115). También dice que estamos de
acuerdo acerca del «particularismo religioso» (acuerdo cuyas premisas también llevan
lejos) (Ahmad, p. 119).
Así, pues, Ahmad me otorga su gracia. Pese a que en otro lugar diga que, desde su punto
de vista, no se trata de una reconciliación por mi parte «con Marx», ni «del marxismo
conmigo», Ahmad escribe, en un gesto de perdón: «Gran parte de lo que Derrida dice a
este respecto podemos aceptarlo de buena gana, con una sensación de camaradería, pese a
las pasadas acritudes entre el marxismo y el deconstruccionismo» (Ahmad, p. 119). Pese
a que no sepa, y lo digo seriamente, qué es el deconstruccionismo (si no un fantasma
periodístico) y pese a que nunca hablo de él, ni en su nombre, ni me siento representado
por esta «cosa» (y lo mismo diría para el «marxismo»: ¿quién representa el
«marxismo»?), no tengo recuerdos de acritud, a pesar de todos los esfuerzos que hago por
encontrarlos, ni por mi parte, ni por parte de aquellos cuyo trabajo es, de una manera u
otra, cercano al mío. Es cierto que uno puede criticar tal o cual texto de un «marxista»,
pero eso no implica acritud contra el marxismo. Por el contrario, aún hoy sigo siendo,
debo confesarlo -de hecho se ve claramente-, bastante insensible a toda «sensación de
camaradería». Y si tuviera tiempo y espacio explicaría por qué no se trata de un reflejo
por mi parte, sobre todo de un reflejo de clase. Se trata más bien de un acto reflexionado,
una manera de pensar la política de la amistad o la amistad en la política. Me siento, por
lo tanto, muy emocionado cuando Ahmad concluye: «Nos alegra decir, como él mismo
dice, que es uno de nosotros». Sin embargo, permanezco perplejo pese a mi emoción:
¿«Uno de nosotros»? ¿Dónde he dicho eso? ¿Quién es ese «nosotros»?
Eagleton, p. 99. Con la delicadeza de estilo, la ligereza y la elegancia que todo el mundo
le reconoce, Eagleton cree hacer sin duda de su título («Marxismo sin marxismo») un
rasgo ingenioso, un dardo irónico, una crítica despiadadamente sarcástica: contra mí o
contra Blanchot, por ejemplo, que habla a menudo -he discutido de ello frecuentemente
en otros lugares- de «X sin X». Todo «buen marxista» sabe, sin embargo, que nada es
más cercano a Marx, fiel a Marx, más «Marx» que un «marxismo sin marxismo». ¿Es
necesario recordar aquí que este marxismo sin marxismo fue, en primer lugar, el del
propio Marx, si es que este nombre tiene aún sentido?
J. Derrida, Spectres de Marx, cit., pp. 198-199 [Espectros de Marx, cit., pp. 149-150]. Se
trata de uno de los numerosos argumentos (decisivo desde mi punto de vista) que
Hamacher ha sido el único en destacar y tomar en serio (Hamacher, p. 218). Hamacher
hace referencia a este pasaje que según él es «el único pasaje en que adopta un tono
explícitamente autobiográfico». Yo no estoy tan seguro, aunque en el fondo poco
importa. Por otro lado, ¿en qué se reconoce un «tono explícitamente autobiográfico»?
«Entre los aspectos estimulantes de este pasaje, nada desmerece la lúcida conciencia por
parte de Derrida de que un cierto particularismo religioso estrecho de miras [...]
constituye una característica no sólo de algunos países islamistas, sino también del propio
Occidente, de la propia Europa capitalista, en su momento de máximo triunfo» (Ahmad,
p. 119).
Ibidem.
Lewis, p. 178.
Ibid., p. 189.
Ibid., p. 172.
Ibid., p. 179.
Ibid., p. 182.
Ibid., p. 17l.
Ibid., p. 189.
Ibid., p. 183.
Ibid., p. 187.
Ibid., p. 88.
Montag, p. 84.
Jameson, p. 40.
J. Derrida, Spectres de Marx, cit., pp. 146-147 [Espectros de Marx, cit., p. 103].
Ibid., p. 57.
«Sin embargo, lo que se trata de explicar no es que tales cartografías de clase son
arbitrarias y, en cierto modo, subjetivas, sino que son rejillas inevitablemente alegóricas a
cuyo través leen necesariamente el mundo» [véase todo cuanto sigue hasta la reaparición
del término allegorical]. «Las categorías no son, por consiguiente, en absoluto ejemplos
de lo apropiado o de lo autónomo y puro, las operaciones autosuficientes de los orígenes
definidas por la denominada filiación de clase: nada resulta más complejamente alegórico
que el juego de las connotaciones de clase a lo largo y ancho del campo social, en
especial hoy en día» (Jameson, p. 60). Si soy tan prudente y reservado, tan avaro en
referencias a la «clase social», si me muestro tan preocupado por definir una
Internacional que no dependa ya de una clasificación o de connotaciones tan
problemáticas, «sobre todo en nuestros días», como bien señala Jameson, es debido a que
me siento próximo a cuanto Jameson afirma -a excepción quizá de lo que pretende decir
aquí «alegórico»- porque soy sensible a esta «complejidad». Habiendo afirmado mi
acuerdo con Jameson, me gustaría saber qué piensan de su argumentación aquellos a los
cuales acabo de responder, en particular Ahmad y Lewis.
Por ejemplo, sobre la lectura de mi trabajo en Estados Unidos («[...] las maniobras
filosóficas del propio Derrida deben entenderse como tácticas ideológicas o, para ser más
exactos, antiideológicas, y no sólo como las discusiones filosóficas abstractas que
atraviesan el océano y son traducidas en Estados Unidos») y sobre lo que distingue mi
trayectoria de la de De Man (ibid., pp. 50-51).
Ibid., p. 40.
Ibid., p. 41.
Ibid
J. Derrida, Spectres de Marx, cit., p. 95, nota 6 [Espectros de Marx, cit., p. 69, nota 2].
Permítaseme recordar que esta larga nota se mantiene prudente de principio a fin,
pendiente por completo de la relectura, aún por llegar, de esas «densas, enigmáticas,
ardientes» páginas (ibid., p. 96 [p. 69]).
Macherey, p. 31.
Véase «Foi et savoir. Les deux sources de la religion dans les limites de la simple
raison», en La religion, París, Seuil, 1995
Véase sobre este punto lo que tan acertadamente señala Jameson de lo religioso y de la
teoría de la religión en Marx (Jameson, p. 64 ss.)
J. Derrida, Spectres de Marx, cit., pp. 236 ss. [Espectros de Marx, cit., pp. 166 ss.]. La
pregunta de «¿qué es la ideología?», así como el desarrollo posterior, viene después del
análisis de los diez fantasmas («el espectro de un decálogo y un decálogo de espectros»,
la tabla de los diez mandamientos, correspondientes a las diez plagas, y de otra tabla de
las diez categorías de Aristóteles en este libro sobre tantas tablas y decenas). Viene
también después de una cierta escena familiar y la cuestión del falogocentrismo entre el
padre y el hijo (el bueno y el «mal hijo», p. 198 [p. 139]), y no se deja ya separar de la
cuestión del «patrimonio del ídolo» que creí deber subrayar para enfatizar bien esta
cuestión del padre (p. 236 [p. 167]).
Negri, p. 13.
«De este modo, la fenomenología de la producción capitalista descrita por Marx en Das
Kapital muestra cómo, a través de este movimiento fantasmático, se constituyen una
genuina metafísica del capital así como la autonomía de su poder. Pero en la medida
misma en que se desarrolla con formas fantasmáticas y se autonomiza del capital, esta
fenomenología -sostiene Marx- enmascara la génesis real del proceso de desarrollo del
capital» (Negri, p. 13. La cursiva es mía).
Escribe, por ejemplo: «¿Por qué quiere un aura nostálgica que haga escurridiza, cuando
no relativice abiertamente, la consistencia ontológica de lo nuevo fantasmático?» (Negri,
p. 14). Todo esto y cuanto sigue (hasta «no sabemos dar una respuesta al triste dar largas
de Derrida, ni construir una línea recta que corte las angustiadas curvaturas de su
proceder» [ibid.]) me parece traducir un error de lectura cuya responsabilidad comparto
quizá con él, pero con el cual discrepo firmemente. Así como discrepo con los términos
de «misticismo» y «teología negativa à la Blanchot» (Negri, p. 19); ya he explicado en
otro lugar por qué rechazo este estereotipo, por lo que me abstengo de volver a hacerlo
aquí.
Negri, p. 16.
Ibid.
Aunque hubiera algo de cierto en todo esto ¿por qué esta figura de la prisión hoy?, ¿por
qué la presuposición de una ontología tendría que ser carcelaria? Y, sobre todo, ¿acaso
Negri no puede imaginar que se pueda ser también cautivo de la ontología en general (de
la vieja o de la nueva)?, ¿aprisionado en un discurso sobre el on, sobre el ser presente
como tal?, ¿y que no es una u otra definición de ontología la que se encuentra «agotada»,
sino la ontología misma, siempre y cuando se le mantenga el sentido mínimo y no
arbitrario que se encuentra inscrito en la palabra «ontología»: el discurso (o la ciencia o la
razón) relativo al ser presente como tal? Por supuesto, si estamos dispuestos a poner en
cuestión, en todas sus formas, esta referencia al ser presente, propiamente presente y en
cuanto tal (real, efectivo, actual, etc.) de la palabra «ontología», a la cual se decidiría,
arbitraria o estratégicamente, hacer que dijera algo totalmente diferente, esperando de
esta decisión terminológica algún tipo de efecto liberador, en ese caso, no tengo nada en
contra de la palabra en sí. Pero se trataría de una nueva palabra o de una palabra
encriptada. Volveré sobre ello en la conclusión.