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El Ente

Desde que escribo cotidianamente en esta revista, me he visto enfrentado a comentar con
ustedes sobre los casos más increíbles, sobre las circunstancias más extraordinarias que ocurren
habitualmente en este nuestro país. Sin embargo aquellos prodigios pertenecen a un orden
diferente: la vida política y cultural de México. Ahora que lo ocurrido se ha catalogado como
una catástrofe de magnitud inconcebible y que nuestras vidas, la visión del mundo entero y lo
que creíamos el orden natural de las cosas ha cambiado, me he acercado a algunas personas
que experimentaron este desastre de manera muy cercana, haciendo una crónica personalísima
de esos días de miedo que vivimos en la Ciudad de México.

Como lo sucedido ha rebasado por mucho la experiencia personal o la crónica de algunos


individuos solamente, he intentado reconstruir algunos hechos particulares que aún ahora no
se han podido esclarecer y cuyos actos en su momento fueron decisivos en el desarrollo de los
acontecimientos de esos funestos días. Lo aquí escrito es un esfuerzo compartido con algunas
personas que han decidido hablar sobre las reacciones de quienes, aún siendo responsables,
evadieron sus compromisos con la sociedad o huyeron dejando acéfala la administración
pública y la seguridad de los habitantes de esta ciudad.

En contraparte muestro también a quienes desde su trinchera hicieron lo posible frente al


desastre ocurrido y que aunque visiblemente rebasados, fueron quienes contuvieron el desastre
total que bien pudo acontecer en esta ciudad, y por lo tanto que ni usted ni yo tuviéramos
contacto por medio de estas líneas.

A partir de los extraordinarios sucesos de hace tres semanas, la vida lentamente retoma su
cauce. El gobierno ha tomado medidas. Otros Estados internacionales y amigos han ofrecido
su ayuda. Lo acontecido se comenta y discute desde los más altos niveles políticos e
intelectuales y llega hasta las personas más comunes –quienes sufrieron de cerca y continúan
haciéndolo-. Los habitantes de esta ciudad salimos lentamente del azoro, socorridos por
muchos otros, quienes reaccionan al asombro y acuden con su ayuda a nuestros hogares.

Ahora vuelvo a escribir con un puñado de historias atreviéndome a regresar a esos momentos
infames para reconstruirlos desde la memoria de algunas personas y de la mía misma. Escribo
desde mi casa porque no hay condiciones para escribir en las instalaciones de la revista que
tiene usted en sus manos. Todos hemos visto alterada de manera catastrófica nuestras vidas.
Ahora que la confusión se ha ido diluyendo las preguntas asaltan nuestras mentes simples ¿qué
sucedió? ¿Cómo pudo darse este desastre? ¿Realmente es la existencia como la conocemos?

Los expertos coinciden en que el fenómeno conocido ahora como Ente 01 comenzó el día 7 a
las 10 de la mañana. Un ligero temblor sacudió esta ciudad. Como este tipo de movimientos es
algo habitual y con el ajetreo típico de una megaurbe como la Ciudad de México, la anécdota
parecía reducirse solamente a una mención somera en la televisión. De hecho, algunos
reporteros enviados a cubrir la nota en la zona del centro histórico prefirieron ocuparse –
desparpajados y amarillistas- del violento intento de desalojo por parte de la policía citadina a
los manifestantes de los 400 pueblos en el paseo de la Reforma.

Raúl Medrano el reportero, me comentó que en ese momento, alrededor de las doce del día el
aumento de la intensidad en la luz del sol empezó a ser preocupante. Empezó a notar cómo la
gente reaccionaba sin saberlo a la sensación quemante y al mismo tiempo, hubo algunos

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ataques de ansiedad entre quienes se encontraban ahí. Medrano pone de ejemplo al personal de
la gasolinera de Villalongín quienes no pudieron tocar las bombas debido al
sobrecalentamiento que tenían. Otros reporteros –de periódicos sobre todo- empezaron a
notar un extraño cambio de la temperatura debido sobre todo a la intensidad del sol y no a un
aumento de los grados centígrados.

De momento este cambio fue la nota de ese día. Según estimaciones del director del
Observatorio Climatológico en algunos puntos de la ciudad –especialmente en el oriente- el
calor generado por la luz solar llegó a los cuarenta y dos grados, alguno muy inusual para la
región y la época. Sin embargo, como solamente el cambio se dio ese día no pasó de ser algo
que llamara un poco la atención. Recuerdo que incluso mi comentario del día siguiente fue
advertir sobre la pobre política del gobierno federal y de la ciudad sobre las emergencias
climáticas a que nos veríamos expuestos dentro de unos años, lo que ahora me hace esbozar
una amarga sonrisa.

El día siguiente 8, continuaron los temblores. Esta vez de una magnitud mayor culminando
con el movimiento de las ocho de la noche de 6 grados. Sin embargo nadie pudo relacionar en
ese momento los fenómenos del día anterior con los temblores del día siguiente. Según
Alfredo Maciel, secretario de seguridad de la ciudad, los temblores tuvieron pocas
consecuencias hasta ese momento trágico de la noche. Ahora algunas personas recuerdan que
las casas sostenidas en la barranca de San José dentro de la delegación Gustavo A. Madero se
hundieron un poco antes, hacia las 7:45, como si unas misteriosas minas se las tragasen.
Desaparecieron cerca de 80 casas y según los expertos, estas familias fueron las primeras
víctimas.

Recuerdo claramente las imágenes de los helicópteros de las autoridades de la ciudad y de las
televisoras transmitiendo desde este lugar alrededor de las once de la noche. Las luces
enfocaban en la montaña una garganta oscura y cruel que había devorado calles enteras. Sin
embargo el hecho verdaderamente escalofriante se sucedió aproximadamente una hora
después: no se encontró, dentro de esta impresionante cueva, ningún rastro de las cerca de las
seiscientas personas que habitaban en la superficie. Habían desaparecido.

La mañana siguiente –es decir el día 9- el secretario de gobernación hizo pública la información
relativa al caso de las cuevas de San José. Parecía que estas tremendas cavernas existían sin que
la autoridad capitalina tuviera conocimiento de ellas. Como usted, muchos pensamos que este
caso sería usado como un ariete político contra el gobierno de la ciudad. Empezó un debate
muy animado que culminó alrededor de las tres de la tarde con la revelación del jefe de
gobierno capitalino de que habían sido localizadas tres nuevas grutas en la periferia,
relativamente cerca del extremo norte, con lo que el debate se abrió al Estado de México.

El secretario de gobierno de esta ciudad me confió una vez pasados los hechos, que la primera
caverna no había sido localizada porque no existía. Lo perturbador era que se trataba de una
cavidad de casi tres kilómetros de largo y unos ochocientos metros en su parte más alta, que no
fue creada ni por la naturaleza ni por el hombre con sus técnicas más modernas en unos
cuantos días. No había explicación para ello. Al mismo tiempo el Instituto de Geología de la
UNAM advertía de que este tipo de “accidentes geográficos” podrían ser las causas o los
resultados de la serie de temblores en la ciudad. Sugería que su existencia podría traer graves

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consecuencias si los movimientos continuaban y que pondría en peligro a los habitantes de esta
zona de la ciudad.

Todavía estando la ciudad conmocionada por la tragedia en la Gustavo I. Madero las


indagaciones de los paleólogos mostraron los escombros revueltos en el interior de la caverna y
pocos indicios de actividad humana en la zona. Es decir que quienes cayeron en la inmensa
gruta fueron retirados de manera extraña, como si hubieran sido succionados de entre los cascajos
amontonados. Esta confesión del jefe del Cuerpo de Rescate de Montaña de la Procuraduría
mexiquense aún ahora, me produce estremecimientos.

El día 9 culminó con el extraordinario suceso estelar que todos admiramos boquiabiertos desde
cualquier punto de la zona metropolitana. El juego de luces en el cielo opaco y aceitoso de la
ciudad asombró a todo el mundo. Muchos recordamos cómo los medios de comunicación
transmitieron en vivo aquellos centelleantes vivos de colores que serpenteaban sobre nuestras
cabezas. De inmediato millones de personas en todo el planeta se conectaron y presenciaron el
cielo encendido y agitado que conmovió a todos los que lo vimos. Fernando Ávila el
comentarista, describió el hecho para el canal CNN en español y desde los Estados Unidos se
activaron los satélites para observar desde arriba, en el espacio, qué ocurría en el techo de la
ciudad más grande del mundo.

Los satélites del país vecino con su novísima tecnología mostraron que el origen de este
espectáculo astral no era el cielo súper contaminado en que vivimos. Su origen era más
prosaico, pero al mismo tiempo más perturbador: el suelo de la ciudad se estaba agitando de
manera imperceptible para sus habitantes, pero debido a la concentración de metales pesados y
partículas combustibles en la atmósfera, la electricidad del aire provocada se reflejaba en el
cielo dándonos este inusitado espectáculo de dorado y verde, de azul y rojo brillantes que nos
dejó anonadados.

Así que la tierra seguía siendo el origen de todos estos acontecimientos y en esta ciudad tan
absorta en sus cavilaciones nadie se daba cuenta. Al menos en ella. Mientras tanto el Instituto
de Geología de la Universidad de Austin mostró los resultados de una investigación realizada
en la cuenca del valle de México. Los profesores John Devon y Michael Hussar adelantaron
sus resultados haciéndolos coincidir con el entusiasmo general provocado por las “luces
australes de México” como se le conocían en YouTube y de las que no se sabía todavía su
origen tectónico.

Este equipo universitario mostró que existía una actividad inusual de una sustancia salina
filtrada en los lagos de la cuenca de México. Esta sustancia catalogada como R50AC2 apareció
de repente acumulada en una zona conocida del valle de Chalco en 1992. En los años
siguientes apareció en casi todos los lugares que disponían de agua salobre. Lo intrigante del
caso era que los investigadores aseguraban sin duda que se trataba de una sustancia orgánica.
No podían explicar de dónde venía exactamente pero no dudaban que tenía un gran
componente de origen mineral. Rafael Belaunzarán el prolijo reportero de Proceso pudo
relacionar los datos de los temblores, las luces en el cielo y los resultados de estos
investigadores y mostrarlos juntos en un reportaje publicado que pasó inadvertido
precisamente porque en ese número se trataba el caso del asesinato del gobernador de
Tamaulipas.

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Me comuniqué hace unos días con Belaunzarán –después de felicitarlo por sobrevivir- y le pedí
que me explicara más a fondo qué implicaciones tenía el caso publicado en su revista. Me hizo
un recuento de los hechos y después me mostró su conclusión: todo en su opinión estaba
haciendo referencia a los hechos que habían tenido lugar en la ciudad de Perth en el suroeste
de Australia hace ciento cuarenta y dos años. La información disponible de ese entonces
coincide en muchos puntos con lo ocurrido en la ciudad de México. Solamente el efecto de las
luces no se repetía, pero algunos propietarios de fincas hicieron traer de Inglaterra algunos
científicos que analizaron una baba salitrosa que apareció por la ribera después de algunos
sismos, en una región en la que nunca tiembla.

Lo que sucedió después es un poco confuso. Los documentos de la época no muestran que
algo sucediera en la ciudad minera, pero si en las tierras del interior, de donde empezaron a
llegar multitud de personas que hablaban de una tormenta incendiándolo y arrasándolo todo.
Cientos de personas murieron y otras miles fueron reubicadas. Al parecer la causa no fue del
todo explicitada porque no se encontraban muchos ingleses en el interior del país y los
aborígenes no tenían en ese momento derechos para hablar de lo sucedido. Las personas que
en ese momento se comunicaron con Inglaterra describieron vividamente una tempestad de
fuego que calcinó las tierras del norte de Perth. La comarca entonces fértil se convirtió en un
erial calcinado que los aborígenes llamaban “tierra muerta”.

Hacia esa época no en todo el mundo los censos eran aplicados, pero algunos historiadores
expertos en demografía calculan que la población afectada por el fenómeno se acercó a los dos
millones de personas, de las cuales murieron al menos la cuarta parte. El que haya sido en un
lugar entonces tan aislado del resto del mundo aminoró el impacto de su noticia. Aún en la
vetusta Inglaterra la gente no reaccionó ante la desgracia que acababa de ocurrir.

El antropólogo Rhyde McSheily que estudió en los años cuarenta del sigo pasado los mitos de
algunas tribus australianas encontró similitudes acerca de un terrible suceso que cambió la vida
en esa región del planeta. Los aborígenes hablaban incluso de una refundación de sus pueblos
después y en todas sus historias aparecía un torbellino de llamas que arrasaba la tierra. Este
torbellino enviado por Dios se llamó Auskigha, que significa “Lluvia de fuego” y su impacto
fue tal que le sirvió a las tribus australianas para describir vívidamente los constantes
bombardeos que sufría su país a manos de la aviación japonesa durante la Segunda Guerra
Mundial.

Belaunzarán comentó que el Auskigha intrigaba aún a los investigadores. Pero él es un


aficionado a los casos difíciles de investigar y el de Australia, con ciento cuarenta y dos años de
antigüedad era un caso formidable. Lo investigó hasta donde se lo permitió la complejidad del
caso y una memoria afortunada le permitió darse cuenta que había algunas coincidencias con lo
ocurrido en esta ciudad. Lo expuso en su medio pero quiso el destino que no fuera tomado en
cuenta. Durante su investigación hizo una presentación frente a público especializado en un
congreso. Este tipo de eventos, con su ambiente hermético y su especialización, produjo en el
reportero una sensación inquietante: El caso del Auskigha no era el único conocido, sin
embargo el celo de algunos académicos dio al traste con las insinuaciones del reportero a que
este tipo de sucesos habían ocurrido por lo menos una vez más.

En este momento retomo la investigación de Belaunzarán para hablar de una nueva


coincidencia: la región que fue destruida en el desierto australiano tenía una extensión más o

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menos parecida a la de la Ciudad de México: unos 1485 Km. cuadrados. Esto tal vez le pueda
sonar trivial pero si dimensionamos que este espacio destruido en Australia estaba saturado por
un circuito de enormes cavernas lo que tenemos entonces es el mismo escenario que el que
tuvimos en esta ciudad. No necesito la malevolencia para insinuarle a usted lo que sucedió hace
siglo y medio en ese lugar del mundo.

El día 10, en medio de un día especialmente agitado en la ciudad, con muchas noticias y un
ambiente general de agitación, el servicio del metro se vio interrumpido en la línea 8. Un
accidente del que hacia las 10 de la mañana no se sabía exactamente que era, dejó a 3 trenes en
medio de los túneles y sin poder avanzar. El conductor que prestó después su declaración
consignó que cientos, tal vez miles de ratas obstruían la vía y que un vapor pestilente lo cubría
todo. Recordará usted lector que las estaciones intermedias de dicha línea fueron invadidas por
estas criaturas que emprendieron una frenética huida pasando encima de las personas y que los
ataques de pánico y la histeria general provocaron un tremendo caos en la zona oriente.

Fue precisamente en ese momento, consideran las autoridades, cuando el verdadero drama
comenzó a crecer como un incendio. El grupo de bomberos de zona oriente y la zona de los
lagos fueron los primeros en llegar y su testimonio lo confirma: gente y ratas huyendo de un
caos que provenía del fondo de la tierra. ¿Recuerda usted el nombre de alguno de los pasajeros
que se quedaron encerrados en esos trenes? Yo si: Armando González, Yadira Méndez y su
hijo Jonathan. Fíjese usted y verá que encabezan la lista de víctimas. Habían acudido a una
consulta en la clínica no.25 y regresaban a su casa. Yadira estaba embarazada y todo parecía
salir bien. Lo que llamó la atención de los investigadores era que Armando estuvo tomando
fotos con su teléfono; primero de la esposa, del primogénito y después dentro del tren. Esas
imágenes muestran al vagón en la estación con las puertas abiertas y las personas saltando a las
vías y a los andenes. En las últimas dos fotos existe una imagen espeluznante: las vías se levantan
y la tierra se está abriendo.

Cerca de las once la zona estaba sumida en el desastre: los medios hablaban de un incendio
arrasando cerca de una docena de manzanas. Una vez más Belaunzarán rectifica: se trataba de
una tormenta de fuego. Una tormenta que avanza con una velocidad pasmosa hacia la zona del
centro de la ciudad. Las imágenes que tenemos –aficionados, televisión, sistemas de protección
civil- muestran una ventisca, una ola negra que contiene fuego y que se traga todo a su paso.
Helicópteros y camionetas especializados no tardaron en caer e incendiarse. Recuerdo el
momento que desató el pánico y ahora, precisamente tengo esa imagen frente a mi pantalla: la
escuela primaria 42 Benito Juárez arrasada como si hubiera una bomba dentro. La imagen del
pequeño niño volando por lo aires cayendo sobre el reportero del radio. Una escena que se ha
repetido millones de veces y sigue provocando el horror que todos sentimos en ese momento.

A partir de entonces el fenómeno deja de ser de la incumbencia del gobierno y de los medios
para convertirse en la pesadilla que todos hemos sufrido. En ese acto -natural o no- se
transformó nuestra realidad y el mundo se asombró al conocer el vértice de horror que
masacró a toda una ciudad. La realidad no podía ser más elocuente al mostrar como un edificio
caía sobre otro derrumbándolo. Lo que interpretamos como un edificio resultó ser un dedo, un
tentáculo de la bestia.

Una montaña maligna, fue la descripción del gobierno de Estados Unidos. Para nosotros un
terror sin nombre. Esa masa inmensa; El Ente, se erguía apocalíptico a cientos de metros de

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nuestras cabezas. Las estimaciones actuales hablan de tal vez 300 metros de altura de una
pesadilla demoledora. De una hecatombe, de –vuelvo una vez más si se me permite- una
tormenta de fuego. El mar inmenso de cenizas que cubrió la ciudad tapó nuestra vista con
misericordia pero alcanzó apenas a cubrir la mitad de la impresionante altura del ser. Ni el
asombro ni el horror alcanzan a describir los momentos más oscuros del género humano,
enfrentado a una locura que rompió de golpe, los fundamentos mismos de nuestra civilización.

Describir El Ente ha tomado demasiado tiempo. Los expertos –biólogos, militares, seguridad
nacional- no se han puesto de acuerdo por una sencilla razón: El Ente supera por mucho
nuestras expectativas de lo que la vida representa en nuestro espacio. Tampoco es fácil juzgar
su procedencia ni sus razones. Creo que en ocasiones, sin acudir a un reduccionismo extremo,
El Ente tenía una lejana figura antropomórfica. Es decir, tenía largos y colgantes brazos y en
ellos extensiones como dedos, se desplazaba por medio de un par de piernas toscas y cortas,
semejantes a árboles –como las secuoyas- y su tronco emulaba un caparazón granítico.
También es difícil decir si El Ente tenía cabeza. Pero este artículo que tiene en sus manos me
obliga a llegar al final y según la información de que dispongo, la criatura inmensa no poseía
cabeza. El tronco terminaba justamente en una especie de muñón tosco con un par de antenas
–si antenas- que parecían tener esa extraña capacidad de alterar el clima, erizándose o
contrayéndose para desatar las nubes negras que nos cubrieron.

El color de esta criatura tampoco es muy claro. Desde nuestra pequeñez observamos esas
bestiales patas como grandes peñascos sin un color definido; acaso la destrucción que dejaban
a su paso las uniformaban de negro, pero unas decenas de metros más arriba los testigos
describen un color rojizo, pardo como esa tierra que uno encuentra en los alrededores de la
ciudad y que refuerzan la teoría de que esta amenaza estaba oculta en las profundidades de esas
terribles cavernas. A los cien metros todo color se disuelve en una mezcla amarilla y naranja.
Las imágenes tomadas por los aviones de la defensa y por los helicópteros de los Estados
Unidos muestran algo desconcertante: una inmensa tonalidad cromática –rojo, azul, morado,
una explosión de colores brillantes- adornaban el tosco peñón de las antenas.

Por algunos testimonios se ha podido comprobar que este ser emitía una especie de silbido
muy grave. Este ruido provenía de las enormes grietas de su caparazón y algunos biólogos –
como el doctor Schaurt y la propia gente de Austin- lo describen como el choque de grandes
bolsas de aire contra la estructura ósea del interior. El ruido emitido por el “pecho” del Ente
recordaba más a una locomotora. Otro detalle que se ha comentado es que justo en la parte de
atrás del estrambótico muñón un par de llagas emanaban algún tipo de vapor, un humo
aceitoso y profundamente desagradable que le daba a la bestia la apariencia de tener una
enorme chimenea detrás. Finalmente no olvidemos el nido de tentáculos que tanto se
mencionará al final y que se encontraban colgando de su pecho.

El Ente se desplazaba a una velocidad apabullante y en pocos minutos pasó de la zona oriente
de la ciudad hacia el norte. Tal vez atraído por la zona industrial. Cerca de la una de la tarde la
poderosa tormenta de fuego había arrasado el circuito que unía la zona oriente y el corredor
industrial del norte. La gente de la zona era desalojada entre el caos –lo que ocasionaba
multitud de accidentes y con ello más muertes- y la poca coordinación entre los diferentes
actores: el ejército estaba dedicado a seguir al Ente mientras que la policía, los bomberos y
hasta el personal no especializado –médicos, rescatistas y hasta profesores- se afanaban en
salvar vidas y organizar los números imposibles de personas que huían.

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Hasta este momento la cifra de víctimas es muy discutida; las autoridades federales tienen un
conteo basado en el reporte de los desaparecidos que día con día aumenta, como usted lo sabe.
Dentro de las primeras 4 horas calculan cerca de 30 mil personas muertas y casi 100 mil
heridas más un número indeterminado de desaparecidos. Los cálculos del gobierno de Estados
Unidos la elevan a casi el doble. Lo cierto es que las cifras de pérdidas son tan grandes que
obligó a ambos gobiernos a ejecutar cálculos no previstos. He tenido oportunidad de hablar
con el supervisor de estudios de la población de la Universidad Estatal de Nueva York
presente en esta ciudad para trabajar en el desarrollo del logaritmo necesario para calcular el
número de ciudadanos que murieron.

Anthony Clark considera que la cifra es tal que es necesario modificar el conteo nacional. Su
propuesta es que dentro de las zonas afectadas el número de pérdidas rebasa al de quienes
salvaron la vida y los números se invierten. Por ello estas zonas se encuentran en negativo y
con cifras increíblemente bajas, lo que integra un factor menos cero, de tal manera que
desaparecieron de los varios mapas con que se mide la población (actividad económica,
poblacional, consumo y activación de servicios). Si tuviéramos ahora un mapa de la ciudad por
colores que representen estas actividades, las zonas arrasadas estarían en blanco.

Mi último rodeo por esa zona de la urbe ha sido un andar entre ruinas tremendas. No solo la
zona ha sido arrasada, ha sido despojada de los elementos que la caracterizaban, como el casco
industrial, del cual solo ha quedado un mar de chatarra. O de la inmensa zona habitacional un
poco más al norte, que es un espacio caótico donde no es posible distinguir siquiera las calles.
Las grandes avenidas y las unidades habitacionales forman ahora una masa de cerca de 30
metros de altura, un desierto de pesadilla donde el horizonte solo termina cortado en la sierra.

Según las imágenes aéreas y del satélite –poco conocidas hasta ahora por alguna razón- se
muestran dos grandes lagunas dentro de la mancha urbana: la primera ubicada en el norte de la
ciudad, atroz como un calvario y la segunda, hacia el oriente extendiéndose hacia el centro. Es
en este punto donde hacia las dos de la tarde El Ente se dirige en medio de la terrible tormenta
de fuego.

Un error que se ha venido señalando últimamente es el del Secretario de Defensa. Se sugiere


que la alta concentración de efectivos militares y pertrechos en la zona centro de la ciudad
estimuló de alguna manera al ente y lo llevó directo al corazón de la ciudad. El señor secretario
comentó que se intentaba proteger la logística y la infraestructura del gobierno, así como las
instituciones, al presidente de la República y a los principales funcionarios. Esta estrategia es
común a los planes de defensa. Los asesores que dirigieron desde el extranjero el operativo –
Canadá y Estados Unidos- reiteran que la estrategia establecida desde un llamado Comando
Central de América del Norte (CCAN) fue precisamente alejar “la situación” de los puntos
conflictivos.

Hace unos días salió a la luz pública el conocimiento de un programa de defensa –Fire Castle-
del llamado CCAN que sugiere que diversos “fenómenos” podrían afectar los puntos
neurálgicos de los países del bloque de América del Norte. Sin especificar de que tipo, el
programa condiciona las estrategias de defensa civil y militar frente a estos fenómenos. Lo que
los especialistas señalan es que la probabilidad de que nuestros gobiernos conozcan la
existencia de potenciales “problemas” quedó demostrada con el impactante despliegue militar

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en la frontera con los Estados Unidos. De inmediato, miles de tropas y equipo especializado
aparecieron listas para intervenir en cuanto el plan de defensa fuera solicitado por las
autoridades de nuestro país.

Hasta ese momento el presidente de la república no había solicitado ayuda alguna. Sus asesores
habían confirmado la presencia de un “ente” en la ciudad y que era necesaria la presencia de
tropas especializadas del programa Fire Castle para contenerlo. El presidente se encontraba en
un desayuno con periodistas y fue llevado alrededor de las 11 de la mañana al bloque 05,
conocido ahora como el búnker. Ese espacio habilitado del que los ciudadanos comunes no
teníamos ni idea, era un salón subterráneo en las calles de Moneda. El llamado jefe del
ejecutivo solo se refugió en el lugar sin dar mayores instrucciones que las de resistir y en su
caso eliminar al Ente. La situación estaba ahora a cargo de los militares mexicanos y
estadounidenses.

Igual suerte llevó a los senadores y diputados que se encontraban en sesión. Su rápido desalojo
y la acción de los cuerpos de seguridad, nacionales y diplomáticos creo de inmediato un vacío
de poder que fue asumido por el coronel Enríquez y los estadounidenses Johnston y Bregan.
El alto mando, establecido desde un principio en el Palacio Nacional estaba conectado a una
poderosa red informática con los socios del CCAN y desde ahí se recibían instrucciones.
Cuando los rescatistas lograron llegar al lugar –un subterráneo- encontraron a la plana mayor
de ejército, civiles encargados de la seguridad y al llamado “lobo de tierra” el funcionario a
cargo de la operación nombrado por los Estados Unidos, muertos en sus puestos. Alguno
todavía con el altavoz en la mano.

La concentración de tropas en esta zona de la ciudad –es decir el centro y los alrededores-
aumentó cerca de las 11 horas, cuando se había desatado ya el caos. En ese lugar, donde
laboran cotidianamente millones de personas y queda mi lugar de trabajo, el miedo pudo
sentirse de inmediato. Los medios, en especial la televisión y el Internet comenzaron una
avalancha de imágenes que cimbró desde la entraña a cada individuo. Todos miramos
incrédulos como esa tormenta de llamas, esa montaña maligna brotaba con volcánica violencia
de la tierra y consumía en segundos nuestra ciudad y nuestra cordura.

Las aterradoras imágenes mostraban un ciclón de fuego avanzando, podíamos ver en medio de
esa atrocidad una figura masiva, una torre de locura derribando cada vivienda, cada edificio,
cada planta industrial y consumiéndolo todo en fuego. Al mismo tiempo la calle se llenaba de
soldados y –algo inusitado en esta ciudad- tanques de combate pesado. Enormes maquinarias
equipadas con un armamento poderoso que ahora lo puedo mencionar, no pensé que este
ejército nuestro tendría. Los artefactos fueron colocándose según un plan establecido
momentos antes. Sin tomar en cuenta a la población civil, el centro de la ciudad fue declarado
“zona de excepción” y el responsable militar de la zona –un individuo que ya no está en este
mundo- la llamó “zona de zafarrancho”.

Frente al edificio donde trabajo se colocó lo que en ese momento fue llamado el cuartel de
combate y donde enormes torretas traídas en cuatro camiones fueron levantadas. En un
impresionante despliegue de velocidad y organización, el ejército construyó lo que se llamaría
un erizo: una potente bola de fuego móvil capaz de despedazar a cualquier enemigo menos
formidable que este. Según los especialistas militares, se recurre a este tipo de formación
cuando la situación es muy desesperada o se intenta por todos los medios de terminar con el

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enemigo. Aún faltaba una hora para que arribasen los poderosos jets de combate desde la
Florida.

El personal de seguridad del edificio donde trabajo desapareció inmediatamente junto con
muchas otras personas. Algunos compañeros se atrevieron a quedarse en la zona –tan
ingenuos éramos- pensando que fuera lo que fuera, podría detenerse ante el formidable muro
de fuego que estaba listo. Sobra decir que el sistema de transporte dejó de funcionar con la
primera alarma y la gente que sacó sus automóviles colapsó todo tipo de vías de escape.
Cientos de personas fueron arrolladas o perecieron en el caos. Quiero destacar el caso del
Hospital Juárez, una humilde clínica para la gente más pobre de la zona y cuyo personal
reaccionó eficazmente en la evacuación y reacomodo de sus pacientes. De esta manera 160
personas salvaron la vida en medio de la emergencia. Otro ejemplo menos gratificante fue el
del personal del metro, quienes abandonaron las instalaciones dejando que trenes completos
inmovilizados en los túneles fueran aplastados.

Otro punto que me interesa rescatar en este momento es el del plan de seguridad del gobierno
de la ciudad. Saltaré la obviedad del caso y no mencionaré que la ciudad no tiene un plan
contra la invasión de monstruos ni de extraterrestres. En ese sentido lo que había era un plan
de desalojo que nunca funcionó pero que el secretario de seguridad modificó de inmediato:
con la ayuda de la marina se acondicionó un puente aéreo en el cerrado aeropuerto –por cierto
la anécdota al respecto: a mi hermano, en un vuelo procedente de Centroamérica lo desviaron
argumentando una tormenta eléctrica, cuando sus tres horas vuelo habían sido bajo un cielo
despejado y soleado- y retomando, la marina utilizó la pista institucional para sacar casi seis mil
personas de la zona cada hora.

La otra modificación fue la utilización de instalaciones que pudieran brindar un mínimo de


seguridad: edificios como la estación de Buenavista, sótanos y bóvedas. El tercer punto fue en
la instalación de centros de desalojo alejados del conflicto. Esta estrategia es habitual en
periodos de guerra pero en la Ciudad de México nunca se habían llevado a cabo. Sin embargo
ningún esfuerzo pudo desalojar al casi millón y medio de personas que en ese momento se
encontraban en la “zona cero”.

El Ente tardó cerca de 20 minutos en recorrer los casi 28 kilómetros de la zona industrial al
corazón de mi ciudad. La pasmosa velocidad y su titánica presencia se vieron precedidas por el
fuego, que como un hálito o como una irradiación calcinaba hasta los pasamanos de las
estaciones del metro. Esos túneles se convirtieron en crematorios masivos. El fuego no tiene
aún una explicación plausible, pero al parecer su origen tiene que ver con el manejo a su antojo
de los elementos. Recordará usted lector como el cielo de la ciudad se obscureció
repentinamente y una brutalidad sin nombre sacudió la atmósfera: el fuego descendió del cielo
y cubrió como una coraza la inmensidad del ser.

Los militares ya se habían comunicado con el alto mando militar del CCAN y solicitado la
activación del Fire Castle y en respuesta tropas especializadas volaban a la ciudad. Los
primeros en llegar fueron los aviones de combate C425 desde su base en Fort Lauderdale
Florida. Estos sofisticados aparatos disponen de un material ofensivo –como le llaman- capaz
de reducir una pequeña ciudad. Los cerca de 60 que volaron y los 112 que llegaron 25 minutos
después desplegaron su potencia de fuego y descargaron casi 2 kilotones de plutonio sobre el
“cono”. Los ciudadanos vimos asombrados el trazado de los misiles y su punto de choque (una

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explosión a demasiada altura, pero que provocó una barrera de sonido que nos dejó sordos). El
combate en tierra era inmenso a pesar de que como lo supimos después solo eran ocho
cuadras desde donde se disparaba furiosamente. Los tanques Harrier y Junk soportaron la
barrera de fuego del ser y seguían ametrallando de manera consistente.

Quienes nos vimos encerrados desde los diferentes puntos de seguridad, observamos la batalla
como desde una pecera: el ruido dejó de tener presencia justo después del contacto de los
misiles aéreos. Desde mí puesto en la bóveda bancaria de la calle Carranza pude distinguir los
obuses de los tanques saliendo a un ritmo impresionante: casi 80 disparos por minuto. Esta
potencia de fuego fue reforzada unos 20 minutos después por los bombarderos Stock que
aumentaron el doble de fuego contra la criatura. La tremenda orquesta sostuvo su ataque cerca
de veinte minutos, cuando el ritmo de consumo de la munición dejó al armamento de tierra sin
posibilidad de continuar y empezaron la retirada. Una vez más nuestro espíritu cayó en una
profundidad tenebrosa; quedamos a nuestra suerte.

Cerca de 100 personas murieron durante la retirada de los militares. La mayoría cayeron por el
fuego de protección del ejército. Si hemos de creer en la Secretaria de Defensa, hasta ese
momento llevaban contabilizadas cerca de 600 bajas y más de 80 vehículos. El cómputo total
ascendería hasta los ocho mil muertos, lo que demuestra la intensidad de sus acciones y el
tremendo sacrificio de sus efectivos.

Los aviones de ataque estadounidenses fueron afectados en su mayoría por la barrera de fuego
que el Ser arrojaba sobre ellos a manera de mazo o lanza. A pesar de su velocidad estos
aparatos fueron derribados por la presión atmosférica que se hizo intransitable cerca de la
presunta “cabeza” de la bestia: era un muro. No puedo agregar más que de los cerca de 200
aviones que combatieron solo regresaron a su base catorce. De la fuerza aérea nacional se
vieron involucrados cerca de 30 aparatos –los DC Mauler- y ninguno regresó. Según los
militares del Comando Norte no hubo nunca una batalla de esta magnitud en el continente
americano. El costo fue brutal.

El gobierno de Estados Unidos tenía aún un as: el poderoso bombardero Dead Star C5 que
fue desplegado en un transportador que despegó desde Fort Jekita en Austin Texas. Esta
máquina impresionante que llegó justo en el momento de la retirada del ejército de tierra, lanzó
un misil Haus R400 de implosión de gravedad invertida. Un arma que cuando explota en su
objetivo provoca una “ola” de calor a presión. El impacto fue de una potencia tal que El Ente
cayó sobre sus –supongo- rodillas inversas. El cambio fue inmediato.

El cielo se abrió y dejó pasar, por debajo de la nube inmensa de polvo y escombros los rayos
del sol de las cuatro de la tarde. Las antenas en la punta del tronco de la bestia se contrajeron y
es lo que hace suponer a los especialistas que con estos apéndices El Ente controlaba los
elementos magnéticos del aire. Algunos privilegiados observaron –como Arnulfo Vega Paz
desde la milagrosamente conservada Torre Mayor- la veloz partícula gris del bombardero
insignia del poderío nuclear estadounidense, dejar su pinchazo luminoso en un punto todavía
no detectado de la bestia. La reacción fue de una flor de colores asombrosos brotando de la
inmensa estructura calcárea. Una especie de arco iris iridiscente que derrumbó la atmósfera y
aplastó con una fuerza brutal el aire.

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Desde tierra todos los habitantes de la ciudad no podíamos ni siquiera respirar. El miedo
llenaba el lugar y quienes no se encontraban enloquecidos huyendo, buscaban un lugar que los
mantuviera a salvo y hubo quienes murieron de miedo (y se sabe que ocurrió en decenas de
casos). El recuento de las historias de terror que se vivieron lo sabe usted lector y no es mi
intención hacerlo en este momento. Mucha gente se ha encargado ya de resaltarlas. Por mi
parte llegamos a un punto esencial para entender lo que sucedió después. El ataque del Dead
Star C5 tomó solo unos segundos y le siguió una “explosión” –por llamarla de alguna manera-
en la que pareció que el aire mismo estallara en una burbuja hirviente que lo barriera todo. La
altura del objeto –lo que se consideraba era el pecho de la criatura- fue sobre los 250 metros de
altura, demasiado poco para una zona civil densamente poblada.

Todos nos vimos lanzados al piso como si una mano poderosa se hubiera agitado una partícula
de polvo. En ese momento perdí parcialmente la audición –algo de lo que empiezo a
recuperarme- y el edificio bajo el que nos refugiamos se desplomó. Los más afortunados
quedamos prisioneros en la bóveda del banco, pero muchos otros fueron barridos por la onda
de choque y perecieron víctimas del súbito cambio en la presión del aire. Un testigo afirmó que
la gente era llevada por el aire con tal fuerza que su piel y sus tejidos quedaron impresos en las
lozas del piso.

El Ente mientras tanto fue empujado por el Haus R400 y dobló sus inmensas patas hacia atrás,
como un ave. Cayó sobre sus cuartos y parecía arrodillado por el tremendo empuje de
semejante fuerza. Contuvimos el aliento: el tiempo se detuvo y la inmensa mole, esa montaña
maligna se sostuvo sobre sus patas y echó el cuerpo adelante. Justo en ese momento, del cielo
abierto se precipitó una lluvia pesada y contundente. Los meteorólogos del ejército niegan que
el torrente se haya desatado por la presión barométrica ejercida por el misil Haus pero
comenzó justo cuando el Ente se incorporaba en sus patas traseras y extendía una extremidad
superior hacia delante para recuperar el equilibrio.

La lluvia tuvo un ingrediente peculiar: era rosada. El efecto óptico que provocó en quienes la
vimos fue sorprendente. Parecía que habitábamos un mundo totalmente ajeno al nuestro. Con
esa lluvia torrencial rosada, esa pesadilla bamboleándose encima de la ciudad y un humo negro
en la atmósfera. Este cataclismo fue retratado por Michael Kraunsky y Roberto Hernández.
Las imágenes son extraordinarias. Muestran una inmensidad sin color en un ángulo imposible,
suspendida un instante sobre las masas de sus patas hiriendo el cielo con el humo que le
brotaba de la espalda y estirando una extremidad –un brazo brutal- buscando donde asirse. Si
alguien recuerda la pintura atribuida a Goya del Leviatán tendrán su justa referencia.

Entonces el Ente recogió las antenas y se irguió. Es en este momento cuando los dos aviones
vigías Carrier pudieron medir las dimensiones y hacer los cálculos que nos permiten ahora
entre el asombro y la incredulidad, saber que el caos siguiente se desató desde el pecho mismo
de la fiera: los tentáculos de su pecho se erizaron y erectos dejaron al descubierto una cavidad
espeluznante: la cueva de los rayos.

El pecho de la bestia emitió desde esa cavidad una serie de rayos de energía pura, una mezcla
de partículas de luz y gases pesados que barrieron la infantería e incendiaron los alrededores.
Los rayos descritos por los testigos como si fueran poderosos reflectores fueron vistos desde
lejanas distancias. A cada disparo de su pecho surgía una gran columna de humo de la parte de
arriba. Cada rayo era capaz de destruir una tanqueta o de inutilizar un tanque pesado. Los

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Harrier y los Junk fueron destruidos de esta manera. Los rayos eran emitidos después de un
silbido especialmente grave. Aún me estremezco al recordar cómo al grave quejido que emitía
la bestia, un largo y sonoro ronquido, le seguía un disparo de un haz de luz directamente sobre
el ejército y los civiles que estaban ahí. Ese rayo atravesaba como un gran disparo a las
personas. Inmediatamente salía un montón de humo negro y espeso de su “corona”.

El Ente estaba utilizando toda su energía en repeler el ataque. Esto quedó claro cuando los
rayos fueron disminuyendo y el ruido que emitía era más ronco. También era más abundante y
espeso el humo que emanaba. Sin embargo este es el momento de mayor destrucción: los rayos
que furiosamente acertaba a su alrededor calcinaron a la mitad de efectivos de todo tipo que se
encontraban combatiendo. Igualmente incendió todos los edificios en manzanas a la redonda y
quienes nos creíamos seguros en las bóvedas tuvimos que retirarnos. Personalmente, no vi
nada más, me retiré como cientos de personas al interior de la bóveda.

La bóveda oscurecida quedó llena de humo y polvo. Respirar se hizo imposible y todos nos
echamos al suelo cubriéndonos con pañuelos, sacos o lo que fuera, seguros de que el lugar
estaba en llamas. Buscamos la salida pero la bóveda se cerró por la presión afuera y estábamos
aislados de quien nos pudiera ayudar. Después de algunos momentos, entre el estruendo del
combate exterior algunas personas pudieron activar sus teléfonos. Las líneas regresaron aunque
precariamente. Quienes se comunicaron con el exterior narraron a gritos en medio de la
semioscuridad de la bóveda las cosas más impactantes.

Al parecer El Ente se encontraba en medio de una gruesa columna de fuego, densa y pesada
que se convertía en la punta en un tremendo torbellino de humo negro. La tremenda criatura
explotaba sus reservas de energía incendiándose pero lejos de inmolarse, pues al menos
respondía a los impulsos naturales de conservación y al parecer también de defensa. Esa
tremenda columna se sacudía entre el cielo y calcinaba el aire. Los tentáculos de la cueva de los
rayos, erizados e hinchados temblaban cuando una nueva descarga se disparaba. La tremenda
presión de los rayos de energía hacía explotar cuadras completas. Ahora solo nos podemos
imaginar la marea de fuego que arrancó de un manotazo edificios y jardines, casas y
monumentos. La ciudad se borraba en un cataclismo.

Llegamos a un punto muerto, el del agotamiento de las fuerzas humanas que podían hacerle
frente y el desgaste obvio de la criatura, que arrojaba un humo exhausto por la coronilla. Era
un puño cerrado de piedra con pocas fuerzas para levantarse con ira. Durante largos minutos
El Ente se quedó parado, envuelto en llamas menos densas y sin emitir nuevas descargas de
energía. Quienes observaban a lo lejos la hecatombe –militares, altos mandos políticos y los
medios de comunicación- aprovecharon la ocasión para huir o para tomar nuevas medidas. Así
lo atestigua Héctor Camacho al lado del jefe del gobierno de la ciudad, que tomó un vehículo
que el ejército le procuró. Igual prisa se tomaron los ministros de la corte, quienes
aprovecharon esta pausa para huir. Incluso el ministro Guerra, con sus más de 140 kilos de
peso huyó como poseso por las calles del sur de la ciudad seguro de presenciar el fin del
mundo.

Dentro de la bóveda bancaria, el gerente general comenzó un proceso para el que había sido
entrenado y pensó que nunca utilizaría: volar la parte externa de la construcción como un
recurso último para salvar a quién pudiese quedar encerrado en esa lujosa cripta y de paso,
acceder a los bienes que pudieran encontrarse dentro. El proceso era el siguiente: el techo de la

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bóveda estaba construido a partir de grandes y pesadas placas de metal construidas sobre
cilindros de aire a presión. En una emergencia como la que estábamos viviendo una clave
especial marcada desde el exterior en la computadora principal accionaría el mecanismo de
“rebote” y el techo sobre nosotros saldría volando al menos para poder salir y quedar a salvo.

El gerente Díaz Carrington estaba recibiendo por internet la información en tiempo real de los
acontecimientos sobre nuestras cabezas y consideró que la criatura, envuelta en un manto
oscuro de fuego había probablemente sucumbido o tal vez su ansiedad por salir y evitar un
derrumbe mayor que pudiera sepultarnos vivos lo obligó a accionar la clave RS36 y con ello
liberar el techo que nos oprimía. Ahora bien, en las crónicas del desenlace que todos hemos
leído y de sobra conocemos, se describe con precisión como El Ente salió de su letargo al
recibir un misil en la pata izquierda y que con ello arremetió en el último acto destructivo. Yo
pienso diferente; tal vez no fuera un misil ni un arma convencional la que lo sacó de su
ensimismamiento.

Quizá fuera simplemente la sencilla visión de personas saliendo de un agujero bajo sus patas.
De un ruido sordo como el de un choque de tren al rebotar un techo de dieciséis toneladas a
un lado y a pesar de no verse más que como hormigas esos seres humanos le devolvieron a la
realidad de destrucción y hecatombe que le envolvía. Fue quizá esa lógica de tragedia la que
provocó en la bestial columna de fuego un nuevo terremoto de ira. Su furia se abrió como un
océano maligno entrando a tierra y tras erizarse completo –las antenas de la parte superior del
carapacho, los tentáculos del pecho, las patas garrotudas- la criatura simplemente explotó.

Me supongo que la mejor manera de describir la manera en que El Ente explotó es haciendo
un símil con esas imágenes que nos muestran las películas de ciencia ficción donde los planetas
simplemente se vuelven “hacia dentro” o implosionan en un haz de luz que se consume en un
punto ciego. La carcasa de la bestia se derrumbó en miles de pedazos y la avalancha
atronadora, una cascada magnífica de piedra iracunda, provocó el cráter de más de 40 metros
de profundidad en el suelo de nuestra ciudad. De una manera difícil de comprender, El Ente
explotó en una nube inmensa de ceniza y hacia dentro.

La ciudad, que había contenido el respiro largas horas mientras duraba el ataque inmisericorde
la de la bestia no salía de su asombro ni aún ahora que los rayos de luz del sol de la tarde
cortaban el espeso humo y el polvo causante de la destrucción. En las galeras del subterráneo
del banco la mayoría permanecíamos ciegos y sordos después del último acto. La lluvia de
piedra aplastó a muchos colegas y como un cierre brutal y enceguecido, la avalancha se cobró
el centro histórico, que es ahora como seguramente como lo ha visto lector, una zona de
piedra hercúlea, un tremendo valle de monolitos que pueden ser reconstruidos –según un
especialista militar- con la forma de la coraza del Ente.

Un punto más destacado por los especialistas es que alrededor del punto donde El Ente
implosionó, se creo un vacio. Del punto exacto, no es posible transmitir radio ni ondas alfa, ni
siquiera se escucha la voz humana de una manera adecuada; es una zona de silencio que los
científicos llaman la esfera y que no ha encontrado explicación plausible. La manera en que la
bestia explotó y dejó solo el carapacho tiene aún sorprendidas a las autoridades.

Las explicaciones han sido dadas por los científicos, incluidos aquellos con relaciones políticas
que explican que fue el ataque aéreo estadounidense lo que acabó con la amenaza. Mis

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objeciones se basan en que el ataque no surtió efecto inmediato y no tendría porqué tenerlo
después. La naturaleza equívoca de la bestia no mostró hasta entonces mayor vulnerabilidad.
Una segunda explicación es que las fuerzas –naturales o no- de las que surgió, reclamaron su
presencia en medio de la hecatombe. Es tan evidente la poca firmeza de estas aseveraciones
que no seguiré el hilo de tan deplorable idea.

Sin embargo, una voz se dejó escuchar tímidamente entre el estruendo pos-bestia y me llamó la
atención por la sencillez de su argumento al explicar cómo desapareció la bestia. Una vez más
son personas que han concatenado hechos y vislumbrado parcialmente al menos, el sentido de
los actos que nos sacudieron. Se trata de un grupo de estudiantes que han relacionado los
anteriores fenómenos climatológicos y los han aislado históricamente; entre ellos hay uno en
particular que recuperó el tremendo Auskihga del que escribí líneas arriba y haciendo algo que
llaman histoclimatología llegaron a la conclusión de que El Ente podía ser un viajero. El hecho
de que haya una esfera de silencio y los fenómenos que antecedieron su presencia dieron las
pistas de que existe una gran congruencia entre los estados físicos y la antimateria: un visitante
de otro tiempo.

La idea ha sido aceptada por círculos científicos y rechazada por otros, pero los estudiantes del
Politécnico que han defendido su teoría han utilizado sensores Rachmann, que son parecidos a
los medidores de carbono 14 que usan los arqueólogos, solo que funcionan desvelando el nivel
de “antimateria”. La densidad que muestran sitúa la antigüedad de la bestia alrededor de 120-
160 años, justamente dentro del llamado “Auskigha” australiano. Esto concuerda con las pistas
obtenidas por otros investigadores y que le he mostrado ahora.

Lo inquietante es que conversando con el doctor Elizondo, el astrofísico director de estos


estudiantes, salieron dos cosas muy preocupantes de este asunto: el nivel de densidad de
antimateria sostiene la antigüedad del ser en la medida mostrada, pero también señala que ha
existido en otras ocasiones más antiguas, como alrededor del año 1200 y del 600 de nuestra
era. Estos datos me pusieron los pelos de punta, porque muestran un fenómeno que se repite,
pero lo que me ha dejado con la plena sensación de locura y de horror hacia los abismos del
tiempo que ahora puedo contemplar, son las medidas Rachmann que muestran la densidad de
la materia, es decir del cuerpo temporal de El Ente: una proyección de dos mil quinientos años
al futuro, con un origen en la región que ahora llamamos Ciudad de México.

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