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MAPAS

Me desperté sobresaltado por lo vívido de las imágenes, por lo real que las sentí, por
los colores, que me dejaron impactado, siendo ellos totalmente ordinarios. Evidentemente
también por lo que ví y, más revelador aún, por lo que no ví pero sé que debería haber
estado presente.
Pero sobre todo, mi sobresalto tenía que ver con el significado que le pude dar y que
aún le doy.
Fue un sueño que no me gustó, a pesar de que lo consideré –y aún lo considero– bello,
pero triste a la vez; con el tiempo su recuerdo y su evocación se tornaron sólo melancolía,
pues lo que le confería belleza fue quedando de lado, se fue perdiendo como si fueran solo
los viejos pétalos de una flor ya marchita. Todo lo que queda no es más que un mensaje,
el aviso de un hecho que sería doloroso e irrevocable. Me resulta curioso encontrar que
hay sueños que no nos dejan nunca, aunque creo que en realidad somos nosotros quienes
no los soltamos.

Era el último día de nuestro verano, y estábamos caminando rumbo a la quinta. Una
tarde calurosa era el escenario, y su decorado era atractivo: un cielo muy azul, el cesped
de las veredas y patios muy verde, pero de un tono claro; las calles eran de tierra, una
tierra muy seca que contrastaba mucho con la humedad del césped. Casi todas las casas
se delimitaban con cercos de madera pintados de blanco, aunque algunas –las menos–
tenían setos de color verde oscuro. Fue extraño descubrir que no había portones, que no
habían árboles y que todos los cercos sin excepción eran muy altos.
Nosotros marchábamos con prisa, pero no tanta, a una quinta con pileta, donde na-
daríamos por horas, cansandonos de tanto nadar a lo largo de la tarde. No corríamos,
pero el entusiamos nos hacía pensar que volábamos sobre las cercas, llevados por una
suave brisa.
No podría describir la casa, ni cómo era su cerca. Recuerdo sí que desde la pileta
se podía contemplar solo una parte de la cerca, el patio que se oponía a ella parecía
desaparecer en el infinito.
Sin quererlo, abstraídos de los demás, ella y yo nos buscábamos y nos rechazabamos.
Era como un juego que ambos jubagamos pero que no admitíamos jugar: nos escondíamos
entre los otros, nos observábamos, lo disimulábamos. Eso que estaba ocurriendo –pen-
sabamos–, no estaba pasando, aunque sí, era evidente que ocurría. Estabamos felices,
aunque sentíamos también una tristeza infinita... yo sentía que en aquel día todo era una
despedida y que ella ya no estaría más. Presumo que ella sentía lo mismo y que hasta
tenía esa seguridad, pues siempre estaba dos pasos delante mío.
Ambos lo sabíamos: ya no estaríamos juntos.
Salimos del agua aún felices, insistiendo en nuestro juego. Digo aún pues la felicidad
se consumiría a lo largo de ese día. Ella se echó al sol un rato, y yo comencé a jugar con un
papel que recogí de por ahí, sin prestar atención a lo que decía... lo corté cuidadosamente
en dos y traté de hacer algún origami, o algún avión, algún barco, algo –lo que fuese–,
pero más allá de los dobleces había algo que se ocultaba en el papel pero que, a su vez,
se dejaba entrever, un algo que quería ser encontrado. De a poco fui vislumbrando un
significado. Allí mismo, en ese momento, el mundo, mi mundo, se redujo al papel. El
papel, ese pequeña hoja con dibujos (si es que lo eran) que tal vez significaran algo, que
probablemente dijeran algo, y yo. Era aterrador: algo me decía que debía entender, y yo
procuraba hacerlo, mientras el tiempo avanzaba cada vez más rápido; todos mis sentidos
lo podían notar. Sentía que había momentos en los que solo existíamos el papel y yo, y
debía luchar por poder vencer el hechizo y prestar atención a los símbolos... En eso estaba,
en procurar entender sin saber qué hacer para poder leerlo, para poder interpretarlo de
alguna manera, cuando me centré con toda mi concentración, con todos mis sentidos, en
ese papel y todo y todos a mi alrededor se pusieron borrosos y perdieron su existencia. En
ese momento yo quise que así ocurriera, no era un mero hecho fortuito sino mi voluntad.
Se habían acabado los sonidos: no había viento, no se escuchaba el agua, no habían más
voces; no parecía haber nada salvo el papel y yo mismo conociendo su importancia... era
decisivo, fundamental, necesario descubrirlo, encontrar el significado; ya no lo podía
dudar: su existencia y la mía estaban entrelazadas; los destinos se cruzaban ahí, tenían
que cruzarse en ese momento, en ese entonces y en ese mismísimo ahora. El Todo abarcó
muy pocos elementos en ese universo: fuimos el papel, yo, y como resto, la nada absoluta.
Estaba demasiado concentrado en el papel, cuando sentí que alguien se acercaba.

Una voz querida susurró a mi oido: “No existen mapas al cielo, ¿verdad?”.

Lo primero que sentí fue incredulidad: en aquel universo que yo había creado, tan mío,
tan ínfimo, ella se había aparecido. La miré con desesperación primero, y tristeza después,
y no logré articular una palabra. Claro que tampoco era necesario que lo hiciera. Ella fue
capaz de vencer la nada sólo para decírmelo, para hacérmelo notar. Solté el papel, que
se perdió, aventuro que se habrá ido volando llevado por el viento. Luego del “No existen
mapas al cielo, ¿verdad?”, el mundo volvió, todo estaba de nuevo en su lugar: ella tomaba
sol despreocupadamente, ya sin juegos; los demás estaban por ahí ajenos a todo, la pileta
y el patio nos contenían, la suave briza de la tarde era una bendición porque aplacaba un
poco el calor, el reflejo del sol sobre la hierba verde, muy verde, no dejaba de lastimarme
los ojos, las nubes perezosas seguían el curso que imponía la briza, el ocaso pintaba de
tímido rojo el oeste... El papel y mis pensamientos anteriores, además del vértigo por
hallar un significado, se borraron, se fueron volando, tal vez, y en mi cabeza flotaba una
única idea: que era verdad, que no existe tal mapa; también era verdad que todo lo que
se me ocurría en ese momento indicaba que íbamos, sin pensarlo y sin poder evitarlo,
hacia arriba. La felicidad se lograría cuando llegásemos al cielo, y el papel seguramente
decía cómo llegar inequívocamente; ese papel era el mapa... de seguro decía cómo era
aquella única forma de llegar, la forma tan singular con la que arribaríamos a nuestra
felicidad eterna e interminable. Pero no existe un mapa para ir al cielo (“¿Verdad?”, dijo
ella), y esas palabras las escuché aunque no fueron de quien yo pensé, por más que fuera
su propia voz, por más que ella misma me las hubiera dicho. Si lo pienso un poco mejor y
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me esfuerzo me doy cuenta que éstas ni siquiera son sus mismas palabras. Qué feo es... Lo
terrorífico de los sueños... nuestros sueños suelen tener el sonido de nuestra propia voz.
Peor aún: suelen ser nuestra propia voz.
Y luego todo fue peor porque, aunque por un momento nos elevamos, no llegamos ni
al cielo ni a ningún otro lado, salvo al despertar.
La revelación se dió de repente una vez que abrí mis ojos. Fue entonces, en ese estado
en el que no se está ni despierto ni dormido, que descubrí todo... “No existen mapas al cielo,
¿verdad?”... Con el recuerdo de esa frase desperté totalmente, y me causó tanta impresión
que quedó dando vueltas en mi cabeza durante años, aún hoy continúa dándolas... No hay
forma de saber, de conocer cómo se llega a la felicidad. Tal vez esperaba (y de esto estoy
completamente seguro) que el papel me dijera que me quedaría con ella toda mi vida;
intuía por entonces que el cielo era ella, que la felicidad era esa mujer... y sin embargo, en
vez de soñar cómo quedarme con ella, solo supe que nunca estaríamos juntos, que aquello
era todo lo que tenía que saber y que por fin –fatalmente–, lo sabía. Esa mañana, al abrir
los ojos, amargamente lo supe. Aquella era mi revelación, conseguía por fin conocer una
verdad que la vigilia negaba mostarme; todo era un hecho evidente que no lograba notar:
que nos separaríamos aún más, que no soportaríamos la prueba del paso del tiempo.
Y gracias al sueño logré adquirir esa verdad que me negaba ver, con tristeza, sabiendo
que el tiempo, que ella, que yo, que todos, ya habíamos partido.

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