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Pedagogía de la autonomía

José Santos Herceg.

Es Paulo Freire quien bautiza una de sus últimas obras expresamente


con el nombre que he tomado prestado para titular este apartado. Hay
que decir que el autor venía insistiendo en el punto desde hace más de
cuarenta años. Creo con Dussel, que Paulo Freire introduce en el ámbito
pedagógico una “revolución copernicana”.295 Se trata de una postura
radical de cambio en la orientación de la práctica educativa, cuya
finalidad fundamental es la liberación del educando.
Por ello una “pedagogía de la autonomía”: para que el profesor, el
docente, el maestro, más que encadenar a sus alumnos o discípulos, sea
capaz de abrirles los ojos, el mundo, quebrar las ataduras: liberarlos o,
mejor aún, posibilitar su liberación. “La opción –escribía Freire al
comenzar su reflexión en la década de 1960– está entre una educación
para la domesticación alienada y una educación para la libertad.
Educación para el hombre-objeto o educación para el hombre-sujeto.”
A mediados de los 70, en parte por inspiración confesada de Freire,
Augusto Salazar Bondy encabezaba, investido con un cargo político, una
gran reforma educativa en el Perú. Se detiene a escribir una suerte de
explicación, que también es un análisis filosófico de dicha reforma. La
educación del hombre nuevo es un texto coyuntural que, a la vez, es un
libro de filosofía de la educación, pues busca mostrar, en el análisis de
un caso puntual, en su crítica, el sentido liberador que tiene la
educación. “Esta educación –dice el autor– tiene que ser un despertar
del hombre peruano a la conciencia crítica de su situación, una
eliminación sistemática de mitos enmascaradores y de factores
ideológicos de alienación que han permitido hasta hoy que generaciones
de peruanos sean incapaces de unir sus esfuerzos en una acción
revolucionaria. La educación nueva aspira a ser liberadora”.
El pensamiento pedagógico en América Latina, entendida esta como
Nuevo Mundo, ha sido comprendido por estos y otros autores como un
pensamiento que busca una educación emancipadora, liberadora. La
voluntad liberacionista de la pedagogía nos pone ante un problema
filosóficamente relevante que se vuelve para estos autores una dificultad
sumamente embarazosa. En efecto, es posible criticar esta alternativa
liberadora con los mismos argumentos con los que se ataca a una
pedagogía dominadora, en tanto que afecta al gesto pedagógico mismo.
La pregunta de fondo fue nítidamente expuesta por el mismo Salazar
Bondy: “Se plantea de esta suerte el tremendo problema del derecho
que tiene alguien de introducir cambios en la conducta de otros hombres
y de hacerlo postulando que esos cambios son buenos para dichos
hombres”. Puesto de otra forma, ¿qué es lo que da derecho a “educar”?
y, más radical aún, ¿qué es lo que hace pensar –sostener más bien– que
con una determinada educación se está haciendo un bien al educando?
Recordemos, sólo al pasar, que lo que justificaba la conquista de
América según Juan
Ginés de Sepúlveda era el tremendo beneficio que implicaba para los
indios los ser civilizados por los españoles. El problema parece estar en
una suerte de pedantería injustificada implícita en el gesto educativo,
algo en el tono: “yo se más y te voy a enseñar para que seas mejor, te
voy a cambiar la vida para que la vivas más adecuadamente, para que
la vivas como yo sé qué es lo mejor para ti”.
En este punto se empantana en principio todo proyecto educativo, tanto
de dominación como de liberación. Todos pretenden introducir cambios
en la conducta de otros hombres fundándose en el supuesto de qué es
lo mejor para ellos. La pregunta por la justificación del gesto educativo
en general. ¿Quién o qué es lo que autoriza a enseñar, qué nos da el
derecho de hacerlo? La respuesta a esta pregunta podría permitir un
deslinde entre la pedagogía dominadora o de liberación. Se mantiene la
sospecha de que tal vez ambas sean esencialmente –lo digo por ahora
con cuidado– manipuladoras, dominadoras, controladoras, represivas.
Quizás todo gesto de enseñanza, aunque sea muy solapadamente,
aunque no sea intencionalmente, nazca del orgullo y del deseo de
poder; de una autoconciencia desmedida, de creerse en posesión de la
verdad y de la voluntad de abrirle los ojos al resto del mundo para que
la vean, para que vean “mi propia verdad”. Es tal vez posible que toda
pedagogía no sea más que una intervención injustificada e injustificable,
un intento de manipular, de alterar irrespetuosamente la vida y el
mundo del otro. Si esto fuera así, la duda que cae de cajón es, por lo
tanto, si es realmente posible –digamos pensable, al menos– algo así
como una “pedagogía de la autonomía” o de la “liberación”. Puesto en
sentido contrario, ¿es realmente posible una pedagogía que no sea
dominadora?

Bancarismo y deshumanización
Comenzaré por el reverso, es decir, por una pedagogía que sea
dominadora. ¿Qué es lo que transformaría en dominadora a una
pedagogía? Un buen punto de partida es la descripción ya antes aludida
de la “educación bancaria”, tal y como fuera reseñada por el mismo
Paulo Freire. Se trata, como dijimos antes, de una concepción en la que
educar no es más que depositar, transferir, transmitir valores y
conocimientos. El profesor es un simple trasvasijador de determinados
contenidos informativos y valóricos que se depositan en las cabezas
vacías de los educandos. El educador, en tanto que es el que sabe y
piensa, es autoridad actuante: educa, disciplina, prescribe.
Con ello entrega su sabiduría a los pobres ignorantes a los que no les
queda más que recibir agradecidos y atesorar el regalo: guardarlo y
archivarlo. Los educandos se vuelven coleccionistas o fichadores, como
dice Freire. El profesor habla –narra– y los alumnos escuchan silenciosa,
atenta y pasivamente.
La deshumanización de este modo de enseñanza es evidente.
“El extraño humanismo de esta concepción bancaria se reduce dice
Freire– a la tentativa de hacer de los hombres su contrario: un
autómata.”300 La educación bancaria es una pedagogía que considera al
educando como una cosa, como un objeto inanimado y no como
hombre. De allí que Freire la caracterice de “sádica”. Los educandos son
castrados sistemática y totalmente en su creatividad. El objetivo final es
conseguir mediante la anulación del pensamiento propio y el espíritu
crítico, la total adaptación al mundo tal cual es. La consecuencia es la
domesticación del educando con la evidente sumisión al sistema
imperante. Anulada la creatividad, la criticidad, e impuesta la sumisión,
sólo queda la “momificación”. “Momios” es el nombre con que en Chile
se conoce al grupo conservador, aquella facción de la sociedad que no
quiere que las cosas cambien o, al menos, que no cambien
radicalmente. Salazar Bondy señala en el mismo sentido que la
educación así entendida es un mecanismo que aspira a mantener un
determinado orden establecido en beneficio de un sector social
dominante, un vehículo que busca perpetuar una relación de poder.
La educación utilizada como una herramienta de control, de
domesticación, de dominio. En su modo de operar se puede percibir la
mano del amo. El mecanismo educativo en los términos descritos por
Freire es una máquina sumamente eficiente de mutilación de la
autonomía, de la iniciativa, del pensamiento propio. Esta es, de hecho,
una de sus finalidades más evidentes: dificultar al máximo el
pensamiento auténtico. El educando como un robot que reacciona de
acuerdo con su programa. Con esta mutilación, castración, anulación del
poder crítico y creativo de los educandos, el control se facilita
enormemente. Los dominadores se pueden imponer sin resistencia
alguna y serán recibidos con los brazos abiertos, agradecidos los
dominados de poder cargar con las cadenas. Augusto Salazar Bondy ve
con claridad que la organización de la enseñanza y el proceso entero de
la educación escolar “introduce al educando al mundo de la dominación,
lo habitúa a él y termina convirtiéndolo en un convencido justificador de
la dependencia social so capa de la defensa de los más altos y firmes
valores”.301 De esta forma, la educación se vuelve un “poderoso agente
de dominación y, por lo tanto, alienante”.

Concientización y liberación
Frente a esta práctica pedagógica dominadora y sus mecanismos se
propone una “pedagogía liberadora”. De qué forma podría una
pedagogía de carácter liberador no caer en los mismos problemas, de
qué manera ella no constituye también una suerte de control, qué
mecanismos serían los aptos para emancipar a los educandos en lugar
de atarlos. Cómo escamotear la pedantería y paternalismo que parecen
tan propios de toda práctica educativa. De qué manera lograr que la
educación deje de ser opresiva, controladora, impositiva y aporte
efectivamente a la apertura y liberación de los educandos.
El punto de partida y objetivo, así como la concepción filosófica de base,
tiene que ser, por de pronto, radicalmente diferente al de una
concepción dominadora de la educación. “El telos de la educación es la
constitución y realización del hombre. Que esto se logre o se pierda es
la esencia de la cuestión básica de toda filosofía educativa”, ha escrito
Salazar Bondy. Primer principio básico: la finalidad de una educación
liberadora nunca podrá ser el control o la dominación, sino el desarrollo,
lo más acabado posible, de la
“humanidad” de los educandos. Para hacer esto efectivo lo fundamental
es que el educando mismo se vuelva “sujeto” y ya no simple “objeto” de
la educación. Una educación propiamente humana se daría sólo cuando
el educando es puesto por la operación educativa en condiciones de
autoformarse, de buscar sus propias formas de ser, de decidir y
recrearse a sí mismo.
La carga educativa se desplaza, ya no es únicamente responsabilidad
del educador. Surge un educando como sujeto autónomo –considerando
eso como esencialmente humano. La pedagogía que busque liberar a los
oprimidos, de acuerdo con Freire, “debe tener, en los propios oprimidos
que se saben o empiezan a conocerse críticamente como oprimidos, uno
de sus sujetos”. Los educandos han de tener un papel activo en su
educación: la liberación debe llevarse a cabo “con” y “desde” los
oprimidos, ellos son parte del proceso, no meros observadores y
pacientes. La metáfora del incendio utilizada por Freire es prístina al
respecto: liberarlos es transformarlos en objetos que se deben salvar de
un incendio. El educando es autor, actor principal, protagonista de su
propia educación si ella ha de conducir a algún tipo de liberación. Esto
no implica una apuesta por el abandono a la suerte de los educandos: el
cargar sólo sobre sus hombros el peso de su educación. La propuesta se
mueve entre dos extremos indeseables. Los mesianismos o
paternalismos educativos, por un lado; la autoliberación pedagógica, por
el otro.
Para conseguir este objetivo el profesor deberá fomentar, desarrollar,
estimular, la capacidad de crítica y la facultad problematizadora del
educando, deberá aguijonear su curiosidad y promover su rebeldía, su
“insumisión”, su insatisfacción, su indocilidad. Nada de corpus cerrados
y definitivos de saberes a los que el educador tiene acceso en tanto que
iniciado y que son transferidos a los educandos como una donación
inmerecida. El educando ha de percibir que está ante la producción
misma de un saber, que este no puede simplemente serle traspasado,
sino que debe participar en su producción.
Tanto profesor como alumno son sujetos que construyen y reconstruyen
conjuntamente el saber enseñado, mano a mano, cabeza con cabeza se
van formando y transformando.
El desarrollo de la creatividad se vuelve el objetivo central de la
educación humana y, por tanto, liberadora. La verdadera educación no
se organiza en torno a la entrega de contenidos regurgitados, sino sobre
el fundamento de un poner las bases para su creación; de allí aquella
“educación suscitadora” propuesta por el peruano: una educación en
que lo esencial no es el vínculo transmisión-recepción de actitudes,
valores e ideas ya establecidas y vigentes, sino la estimulación del poder
creador del sujeto, de aquello que hay de más original y libre en su ser
personal. El educador habrá de ser un provocador de “reacciones
inéditas”, de “actitudes genuinas”. El objetivo de una educación
suscitadora no es inculcar ideas, valores o conductas ya configuradas y
decantadas en la tradición, sino estimular la capacidad de concebir
ideas, inventar valores, adoptar nuevas formas de conducta. Se trata de
un educar que busca desarrollar el pensamiento libre y original.
Por supuesto que dicha creación de conocimientos nuevos no se da ni
puede darse en solitario, sino que debe tener lugar en diálogo con los
otros: con el educador, primero, y con los demás educandos, después.
Este es el centro de la “educación problematizadora” propuesta por
Freire como contraposición a la “educación bancaria”: la primera
mantiene la contradicción educador-educandos, la segunda la supera. La
educación problematizadora afirma la “dialogicidad” y se hace dialógica.
La dialogicidad parece ser el pivote esencial en una pedagogía que
pretenda desarrollar la humanidad.
Los papeles educador-educando se vuelven alternables,
intercambiables: tienden a diluirse en tanto que roles fijos. Educador y
educando se entremezclan, se enlazan en un proceso que los involucra a
ambos: “quien enseña aprende al enseñar y quien aprende enseña al
aprender”. Es por ello que Freire llega a sostener que “enseñar no existe
sin aprender y viceversa”. Los educandos deben volverse unos
“investigadores críticos” y en diálogo con el educador construyen
saberes, se construyen como sujetos. Diálogo bifronte: no sólo con el
educador, sino también con los otros educandos y con su mundo. La
comunidad no es un elemento aleatorio en el proceso educativo de
carácter liberador. Ella es una condición esencial y, a la vez, un objetivo
central de la pedagogía emancipadora, pues, como dice Salazar Bondy,
“a través de la apertura hacia la comunidad, la educación se convierte
en educación men y para la vida”.306 La educación se vincula así con el
mundo de la vida de los educandos, de las comunidades de donde
provienen y a las que pertenecen. La realización del hombre, su
humanización, en tanto que finalidad de la educación, sólo se cumpliría
en relación permanente con la comunidad. De no ser así la educación se
vuelve, en términos del peruano, “deseducación”. Nadie se libera solo, la
liberación es en comunidad. Dicha comunidad, además, está situada,
contextualizada, enmarcada en un tiempo y un lugar.
La referencia y vinculación con el lugar son indesmontables para toda
pedagogía que pretenda ser emancipatoria. En vistas de ello deben
fijarse los contenidos pedagógicos (temas generadores o temática
significativa según Freire), el mundo del educando ha de integrarse a la
práctica docente, este debe ser objeto de análisis y crítica: sólo así es
posible el diálogo verdadero y la efectiva emancipación. La pedagogía
liberadora aspira a que el educando se libere, a partir de su mundo, de
las amarras concretas que de él provienen, de aquellas que surgen de
su contexto, de su país, su ciudad, su familia. Esta educación tiene que
ser un despertar del hombre a la conciencia crítica de su situación. La
educación nueva aspira a ser liberadora y para lograrlo el camino es la
concientización. Topamos aquí con lo que, según el certero juicio de
Dussel, es el concepto clave de la pedagogía de Freire. El mendocino ha
intentado una definición de este concepto en términos tales que llega a
hacerlo sinónimo de liberación. “Acción-en-la-que-se-va-tomando-
conciencia-
ético-transformativa: liberación.”
Aquí las delimitaciones conceptuales se vuelven un asunto central.
El riesgo: que la liberación se transforme en mero cambio de unas
cadenas por otras, de un amo por otro. “Concientización” no es
adoctrinamiento ideológico, no es poner en la mente de otro, y
especialmente del educando, nociones y valores; no es una intromisión
abusiva en el fuero íntimo de los educandos. La concientización no es
domesticación ni ideologización, sino que, en tanto que desarrollo de la
libertad personal, es contraria por definición a toda forma de opresión.
Se trata de un “proceso” por el cual el sujeto se vincula con su mundo,
se compromete con su realidad.
Es un “despertar de la conciencia” que lleva a un “compromiso
existencial” con la realidad del sujeto. Una toma de conciencia de su
situación de alienación y dominación, y un compromiso con la lucha por
superarla. La concientización es “liberación de la conciencia”. De allí que
el testimonio de Rigoberta Menchú sea paradigmático para Dussel: el
relato de “cómo le nació la conciencia”, la conciencia de exclusión, de
segregación, de dominio del que era objeto.
Su proceso grafica con nitidez lo descrito: su despertar individual y en
diálogo. Porque la concientización no se da en solitario, sólo se verifica
en comunidad, es la comunidad de las conciencias la que va
descubriendo la realidad. Concientización es “interconcientización”. Esta
es la verdadera educación liberadora, suscitadora, provocadora.
Hombre e historia
Hay en esta concepción pedagógica una visión claramente optimista de
las posibilidades de la educación como herramienta de liberación y
transformación, y hay, como dice Juan Eduardo García-Huidobro, una
“enorme confianza en la educación como palanca de cambio”.308
Confianza que puede tener una explicación histórico-contextual (finales
de la década de 1960), aunque lo que me parece más relevante es la
duda acerca de su vigencia. La pregunta apunta a los supuestos teóricos
que hacen posible pensar en una “pedagogía de la liberación” como la
descrita. Se plantean dos asuntos que, aunque no son los únicos, por
ser fundamentales y problemáticos se imponen como imposibles de
eludir: la concepción de la historia y la idea de hombre. Tal vez debería
más bien decirse que se plantea un asunto fundamental: el hombre en
la historia. Esta cuestión subyace en toda concepción educativa, dando
sustento y fundamento a sus propuestas. El optimismo, la confianza que
se pueda tener en sus resultados depende de ello.
Tanto Paulo Freire como Augusto Salazar Bondy habían visto con
claridad lo esencial de este asunto y realizan de hecho planteamientos
expresos al respecto. Freire señala que “la concepción y la práctica
bancaria, terminan por desconocer a los hombres como seres históricos,
en tanto la problematizadora parte, precisamente del carácter histórico
y de la historicidad de los hombres”. Una historicidad que niega la
existencia de un presente determinado, preestablecido y, por lo tanto,
considera el futuro como algo necesariamente abierto, está en la base
de una educación liberadora. Una que sea “futuridad revolucionaria”,
“profética” y, por tanto, “esperanzada”. Dos asuntos: el pasado en tanto
que historia, por una parte, el futuro y la posibilidad de la utopía, por
otra.
Ambos temas se entrelazan con el de una determinada concepción del
hombre, una antropología que subyace, sin la cual no hay historia
abierta ni futuro posible. Para Freire, lo esencial en el hombre es su
“vocación de ser más”; eso nos hace hombres y nos distingue de los
animales. El hombre es, de acuerdo con este autor, un ser “inacabado” e
“inconcluso”. Los hombres son, dice, “seres más allá de sí mismos –
como proyectos– como seres que caminan hacia delante, que miran de
frente; como seres a quienes la inmovilidad amenaza de muerte; para
quienes el mirar hacia atrás no debe ser una forma nostálgica de querer
volver sino una mejor manera de conocer lo que está siendo, para
construir mejor el futuro”.
En el respeto a esta idea de hombre se funda la exigencia de
“humanizar”, impuesta por Freire para la educación: abrir el camino
para que el hombre actualice su vocación de ser más.
La historia y la utopía como elementos fundamentales de una
determinada concepción del hombre funcionan como pilares sobre los
que se sustenta la posibilidad de una “pedagogía de la autonomía”. A
ella debe corresponder una determinada concepción del pasado que no
sea inmovilizadora, sino posibilitadora, y que esté acompañada por una
mirada hacia el futuro que no limite, sino que abra alternativas en vistas
de un sueño de emancipación. La pregunta por la pedagogía de la
autonomía se desplaza, entonces, hacia la posibilidad de una historia
abierta, de una utopía real.

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