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Tres imaginarios para el cine

La historia argentina, el criollismo y el tango en el período silente

por Emilio Bernini

1.

El cine argentino del período silente (1897-1931-33) plantea las bases temáticas e
incluso formales de todo el cine sonoro, por lo menos hasta mediados del siglo veinte.
Puede decirse que entre La bandera argentina (el cortometraje de Eugenio Py, de 1897, que
las historias de cine argentino suelen tomar como film inicial) y Muñequitas porteñas (el
largo de ficción de José A. Ferreyra, de 1931), ya están configurados los tres grandes
imaginarios a los que los cineastas recurrirán durante todo el período industrial: la historia
argentina, el criollismo y el tango. La conquista del sonido en el cine argentino, pues, no
supuso ningún cambio estético, desafío formal o adaptación a la nueva tecnología; por el
contrario, del período mudo al período sonoro hay una continuidad y una afirmación de
rasgos dependiente de esos tres grandes materiales, si bien se presentan en principio de
modo gradualmente cronológico y luego convergen en la constitución de lo que puede
considerarse la imagen “clásica” del cine argentino del periodo industrial. En efecto, las
primeras filmaciones son “tomas de vistas” (como La bandera argentina), registros que, en
el cine argentino, se vuelven casi de inmediato “actualidades”, forma inicial del noticiero
cinematográfico, destinada en gran parte a registrar actos oficiales en los primeros años del
siglo veinte. Luego, a partir del primer Centenario aproximadamente, los episodios de la
historia argentina se vuelven fuente predominante de relatos cinematográficos, a la cual se
añade, hacia 1915 (por la importancia formal, temática y económica del largometraje
Nobleza gaucha, estrenado ese año, de Martínez de la Pera, Ernesto Gunche y Humberto
Cairo) la dimensión cultural del criollismo, aun cuando hubo un Juan Moreira, a partir de
la novela de Eduardo Gutiérrez, ya filmado en 1909 por Mario Gallo y, además, una serie
de ensayos “fonográficos” o “cronofotográficos” que ya incluían títulos como Gabino el
Mayoral, Ensalada criolla o Justicia criolla, hacia los primeros años del siglo.1 Por último,

1
Los términos son de Jorge Miguel Couselo; en la serie de unos “cuarenta títulos” de ensayos de
sonorización incluye también Los políticos, Abajo la careta, La beata, El perro chico, La reina
a mediados de la década de los veinte, antes de la sonorización con discos (Vitaphone) y
antes de la inscripción de la banda sonora en la cinta fílmica (Movietone), el cine comienza
a narrar historias provistas por la “modesta mitología” que constituye el imaginario de la
música de tango, pero no deja de hacerlo en un cruce altamente productivo con el
criollismo, de una productividad que será en efecto industrial, así como, ya en el período
sonoro, no dejará de narrar episodios de la historia argentina desde el imaginario criollista.

Si, entonces, hay tres grandes imaginarios (la historia argentina, el criollismo y el
tango) que constituyen los materiales con se funda en gran parte el cine argentino y que éste
explotará industrialmente, los cambios formales sólo tienen lugar en el periodo mudo entre
el lapso que va de los inicios hasta mediados de la primera década del siglo y, a posteriori,
no los habrá por lo menos hasta fines de los años cincuenta, con el nuevo cine. Se trata del
proceso de constitución del lenguaje del MRI (del modelo de representación institucional, en
términos de Noël Burch)2 que en el cine argentino empieza con el criollismo, es decir, con
Nobleza Gaucha (1915). Las “tomas de vistas” y las “actualidades”, pero sobre todo los
filmes de episodios históricos, tenían como modelo de puesta en escena la representación
teatral: la disposición de los actores en un espacio estático y, en general, único; la toma en
un solo plano; el registro del movimiento de los actores y de los móviles que nunca
implicaba el movimiento de la cámara, no tanto porque ésta fuera fija y pesada sino más
bien porque adoptaba con deliberación el punto de vista del espectador de teatro. Amalia
(1914), la película de Enrique García Velloso que transpone la novela de José Mármol
sobre el rosismo y la resistencia unitaria, es un film concebido desde la puesta teatral, como
los otros que dirigió García Velloso financiado por Glücksmann, Mariano Moreno (1915) y
Un romance argentino (1916). En cambio, Nobleza gaucha, ya concibe el cine desde el
modelo del cine, esto es, desde el montaje de David W. Griffith 3 y, en consecuencia, desde
mora, La mala sombra, La leyenda del monje, A Palermo, Mister Whiskey, Los escruchantes y
Soldado de la independencia. Cf., J. M. Couselo, “El período mudo”, en Couselo et al, Historia del
cine argentino, Buenos Aires, CEAL, 1992, p. 16.
2
Noël Burch, El tragaluz del infinito. Contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico,
Madrid, Cátedra, 1999.
3
En su importante trabajo, Elina Tranchini señaló la probable formación de Gunche y Martínez de
la Pera en el primer cine norteamericano y observó las relaciones que la película tiene con algunos
filmes de Griffith, como The Adventures of Dollie (1908), The Lonely Villa (1909), The Voice of the
Violin (1909). E. Trachini, “El cine argentino y la construcción de un imaginario criollista”, en
una noción de plano que supone la fragmentación y, pues, la posibilidad del primer plano
como manifestación subjetiva del afecto que ya no queda sujeta al intertítulo. Ambos
largometrajes, por su contemporaneidad, son ejemplo claro de dos ideas distintas del cine:
el primero, filmado por un hombre del oficio teatral, fundamenta el uso del nuevo medio de
representación desde el prestigio del teatro como arte consagrada y, en este sentido, filma
para la propia clase de pertenencia que es la clase dominante;4 el segundo, filmado por
personas vinculadas al oficio reciente del cine (el operador en la proyección de filmes
extranjeros Humberto Cairo y los fotógrafos Martínez de la Pera y Ernesto Gunche)
encuentra en el cine coetáneo un modelo de narración, así como en la literatura criollista
halla fundamento para el cine en el gusto popular.

Toda la serie de cortometrajes de Mario Gallo destinada a representar la historia


argentina a partir de algunos de sus episodios (que, se diría, incluye tanto figuras propias de
la versión liberal de la historia, que acaba de constituirse, como episodios que serán, a
posteriori, en los años treinta, distintivos de la versión revisionista), como El fusilamiento
de Dorrego, La revolución de mayo; La batalla de Maipú, Camila O’Gorman, Güemes y
sus gauchos, La batalla de San Lorenzo, La creación del himno, también está filmada
desde ese modelo de representación teatral. Ese interés por casi todos los personajes y los
hechos históricos del siglo diecinueve puede deberse tanto a una sobredeterminación de la
misma coyuntura histórica de las películas, en la medida en que suele considerarse la
importancia del contexto de los festejos del Primer Centenario (1910) decisiva de los
motivos que llevaron a los primeros operadores cinematográficos a elegir filmar
acontecimientos históricos argentinos, como a un interés de carácter episódico, no
sistemático, de las instituciones del Estado por esas representaciones cinematográficas.5

AAVV,El cine argentino y la identidad nacional, Buenos Aires, Faiga, 1999, p. 134 y 138; reeditado
en Entrepasados, año IX, n° 18/19, Buenos Aires, 2000.
4
Como bien observa Héctor Kohen, Amalia constituyó un “espacio de reconocimiento y
autoafirmación por y para la clase dirigente, en el proceso en el que el reformismo liberal deja paso
a la reacción tradicionalista [...] Es que el film no estaba destinado a su exhibición masiva, sino al
disfrute de la clase que lo producía”. De allí que la transposición de la novela de Mármol, en la
versión de García Velloso, atenúe “la virulenta prédica antirrosista de la novela y acentú[e] los
rasgos de común pertenencia de clase entre unitarios y federales”. p. 37.
5
“Tanto La batalla de San Lorenzo [de Mario Gallo, de 1913] como el film de Alejandro Gómez
[Por mi bandera, 1910] contaron con apoyo estatal, materializado en la colaboración del Ejército,
Pero también, habría que señalar que, en esas pequeñas narraciones de episodios de la vida
política argentina, los operadores del cine inmigrantes (como los italianos Federico Valle,
Atilio Lipizzi y Mario Gallo, como el francés Eugenio Py y el austríaco Max Glücksmann)
habrían encontrado un modo de inserción social y cultural en un país extranjero. La
filmación del corto a partir del cual los historiadores convinieron en narrar el comienzo del
cine argentino en las historias, La bandera argentina, de Py, más allá de su condición
objetiva de primer film, es suficientemente significativa respecto de la búsqueda de una
forma de validación de una actividad que carecía de todo reconocimiento estatal e incluso,
sin duda, cultural. De allí que la representación desde la puesta en escena teatral haya
constituido también, antes que una consecuencia del desconocimiento del lenguaje
cinematográfico, la elección de un modelo prestigioso de representación, como sin duda lo
es el teatro hacia comienzos del siglo veinte en el sistema de las artes, en verdad validado
por el cine mismo, por los modelos cinematográficos cercanos como el film d’art francés y
el cine histórico italiano (v.g. L’Assassinat du Duc de Guise, Cabiria, respectivamente).
Incluso, las “actualidades”, es decir, los noticieros cinematográficos como el célebre Viaje
del doctor Campos Salles a Buenos Aires, como la Visita del teniente General Mitre al
Museo Histórico Nacional, las Fiestas patrias (E. Py, entre 1900 y 1910), registros de
desfiles militares y grandes sepelios,6 no dejan ser otra muestra del interés de los
operadores de cine pertenecientes a grupos inmigratorios, ya no por la representación
histórica propiamente dicha sino por la actualidad misma de la historia. En ambos casos,
sin duda, se trata de la misma búsqueda por medio del cine de un ingreso en la tierra de

en el primer caso, y de la Marina de Guerra en el segundo, que se rodó a bordo de un acorazado”,


dice Héctor Kohen en su notable investigación del cine del período, “Algunas bodas y muchos
funerales. Imagen cinematográfica e identidad nacional en el período 1897-1919”, p. 35.
6
Sigo los títulos mencionados, entre las “trescientas películas” que filmó Eugenio Py entre el
primer año del siglo y 1910, por Héctor Kohen que, según su lectura, son una manifestación de
cómo “el poder deviene espectáculo y la aristocracia, modelo” para el cine argentino. A esos títulos
agrega, por un lado, El general Mitre visitando la casa Lepage, Regatas en el Tigre, Palermo de
mañana, Gran Premio Nacional, Casamiento de Colliere-Cobo, Mar del Plata, y, por otro, una
serie de cortos de tema bélico, vinculada al conflicto con Chile, en 1902: Cuarteles de San Ignacio,
Desfile de lanceros y cazadores del ejército chileno, Escuela militar de Santiago de Chile,
Artillería en la Alameda que constituyen, para el crítico, un “inicio” del “proceso que [hacia 1930]
lleva a la identificación de la imagen de las fuerzas armadas con la totalidad de la Nación”. Cf. H.
Kohen, “Algunas bodas y muchos funerales. Imagen cinematográfica e identidad nacional en el
período 1897-1919”, p. 33 y 35.
adopción y en consecuencia, en este punto, de una suerte de nacionalismo de adopción, aun
cuando algunas instituciones del Estado hayan participado de algunos filmes.

2.

El otro gran imaginario de que depende el cine mudo y atraviesa intacto la


innovación tecnológica del sonido es la cultura criollista. Gallo filmó una primera versión
de Juan Moreira, a partir de la novela de Eduardo Gutiérrez (1879), y Enrique Queirolo,
una segunda versión muda, en 1924, El último centauro o la epopeya del gaucho Juan
Moreira. La novela de Gutiérrez es uno de los textos más productivos en términos de
expansión de una modalidad cultural: es una matriz de irradiación del criollismo literario
(en el que hay que incluir las versiones del circo criollo y del teatro, por el actor Pablo
Podestá) y, a posteriori, del criollismo cinematográfico que cuenta, por lo menos, con tres
versiones más luego del período mudo: una de Nelo Cosimi (1936), otra de Moglia Barth
(1948) que es una relectura de la novela desde una perspectiva peronista del gaucho
Moreira como líder de los gauchos desertores de la frontera y, finalmente, el Juan Moreira
de Leonardo Favio (1973), una versión modernista del criollismo, que forma parte del
revisionismo cinematográfico, paralelo al revisionismo histórico de izquierda, de los años
setenta.7 Pero, sin dudas, el criollismo durante el período previo al sonido no se limita a las
transposiciones de la novela de Gutiérrez; el criollismo está también en la configuración
espacial de las historias (el campo y la ciudad como espacios ideológicos antitéticos), en la
definición de un estatuto de héroe (el gacho noble, trabajador, aficionado al canto, víctima
de los patrones o de la justicia, y rebelde frente a la opresión –rasgos que ya están
configurados en el héroe de Martín Fierro de Hernández y en el de la novela de Gutiérrez–)
y en la narración de una historia de rasgos invariantes que presenta un conflicto que es a la
vez espacial, social y político. Nobleza gaucha ya contiene todos estos rasgos y a partir de
ellos no dejan de concebirse filmes como Santos Vega (Carlos R. Paoli, 1916), El matrero
(C. R. De Paoli y Edmo Cominetti, 1916), Bajo el sol de la pampa (Alberto Traversa,
1917), El último malón (Alcides Greca, 1918), Campo ajuera (José A. Ferryera, 1919),
7
Sobre el criollismo en el cine argentino mudo puede verse la tesis de Elina Tranchini quien
sostiene que hacia 1915 el criollismo literario que se agota en la literatura encuentra una
continuación en las ficciones cinematográficas, por lo menos hasta los años setenta. Cf., “El cine
argentino y la construcción de un imaginario criollista”, en op. cit.
Juan sin ropa (Georges Benoît, 1919), La vuelta al pago (J. A. Ferreyra, 1919), Martín
Fierro (Alfredo Quesada, 1921), De nuestras pampas (Julio Yrigoyen, 1923), Tribus
salvajes (Emilio Peruzzi, 1924), Mi alazán tostao (Nelo Cosimi, 1926) o Mala yerba
(Roberto Guidi, 1929), entre otras.

Sin embargo, la película de Alcides Greca, El último malón y la de Georges Benoît,


Juan sin ropa se destacan dentro de la serie. Las historias que ambas narran tienen un
vínculo más inmediato con la coyuntura al punto de que ésta, se diría, las pauta, a
diferencia de otras películas del período mudo y del imaginario criollista que parecen haber
dependido precisamente de su fuente literaria y cultural. Si bien se alimentan de ese mismo
imaginario, ambas inauguran para el cine argentino una tradición de cierto realismo crítico,
tal como han observado y elogiado los críticos y los historiadores, que va a continuar sobre
todo en el cine de Mario Soffici en la década de los treinta, allí donde el cine argentino
concibe inauguralmente sus historias en una relación constitutiva con lo público, es decir,
con lo político, e intenta en cierto modo intervenir en él. 8 Alcides Greca, habría perseguido,
con su único film, El último malón, un objetivo de crítica política en su intento de
documentar la vida de los indios mocovíes en el norte de Santa Fe, narrar la historia de su
“último” malón, y a la vez distanciarse así de la ficción literaria y, por extensión, de la
cinematográfica. Greca tiene las mismas intenciones con El último malón que el
documental como género cinematográfico en sus inicios con Robert Flaherty: recusar la
ficción por medio del registro de la vida de las etnias oprimidas y en riesgo de extinción por
la acción devastadora que sobre ellas ejerce la cultura (y la política) de las sociedades
civilizadas. Pero también, como en los documentales de Flaherty, el registro de la cultura
de los indios mocovíes, del norte de Santa Fe, tiene lugar en la película de Greca con los
modos narrativos de la ficción que el autor no obstante declara explícitamente rechazar. El
último malón parece en esto no poder seguir sus propios postulados estético políticos,
aquellos a partir de los cuales el film en efecto empieza, puesto que pasa del registro de las
tolderías y de la cultura de los indios (“la pesca del yacaré, la fija del sábalo, la boleadora
8
Elina Tranchini considera ambas películas como “realistas” porque publicitan (el término es de la
autora) “la cuestión social rural”, a diferencia de otras películas de la serie como Nobleza gaucha
donde “la representación del conflicto rural pierde la fuerza y potencial crítico del conflicto social y
el conflicto entre clases es transpuesto como oposición entre lo rural y lo urbano” (E. Tranchini, op.
cit., p. 130).
del avestruz, la caza del carpincho y el guacamayo, el trabajo en las estancias”)9 y de una
puesta en escena de la violencia de los blancos contra ellos, a una historia de amor que
sigue el modelo del melodrama. La película resulta así un híbrido que es consecuencia del
registro documental de lo profílmico, de la puesta en escena ficcional y, en ésta, de la
adopción del género más trabajado por las ficciones literarias y cinematográficas.10

Juan sin ropa fue concebido en el contexto de las huelgas obreras previas a la
Semana Trágica de enero de 1919. Hace una lectura de ese contexto político desde la
gauchesca (toma la leyenda de Santos Vega) y desde el imaginario del criollismo (el
gaucho víctima de la explotación, en este caso, en el trabajo en un frigorífico, que se rebela
junto con los trabajadores). Participa de ese imaginario cinematográfico por la
configuración ideológica espacial que separa el campo y la ciudad y, en esto, narra el
pasaje, como en Nobleza gaucha, de un espacio al otro desde el punto de vista del que
emigra para señalar siempre los efectos sobre los individuos que se trasladan: en los planos
en que el gaucho Juan Ponce, de Juan sin ropa, se despide de sus padres, hay tristeza y
angustia por el desarraigo; en Nobleza gaucha, en que el gaucho Juan recorre la ciudad, hay
desorientación e incomprensión desde un registro de sainete. En ambos casos, el tono de la
narración del pasaje define ya el estatuto de los filmes. También en la ubicación del
conflicto político en el espacio urbano, la represión de la huelga de los trabajadores, así
como en la vuelta al campo de su protagonista, el film de Georges Benoît sigue de cerca el
imaginario del criollismo cinematográfico. Pero, a diferencia de los otros filmes de la serie,
Juan sin ropa ha sido destacado por su última secuencia y por su montaje. Por un lado, en
el final del film, la representación del campo ya no conservaría los rasgos positivos
atribuidos a ese espacio.11 Por otro, en la secuencia de la represión policial se ha leído una

9
Jorge Miguel Couselo, “El aporte de Alcides Greca al cine argentino”, en Todo es historia, n° 49,
mayo de 1971, p. 76-77.

10
Para un análisis de su carácter híbrido puede verse Eduardo Romano, “Alcides Greca, director y
novelista”, en Literatura/Cine argentinos sobre la(s) frontera(s), Buenos Aires, Catálogos, 1991.
11

La copia que se conserva del film está incompleta y no permite asegurarlo. Héctor Kohen sostiene
en su investigación que Juan sin ropa es un film que “muda al campo” el lugar del mal que en los
otros filmes está siempre en la ciudad. Representa así un campo “que no está poblado por payadores
sino por acopiadores de granos y gerentes de ferrocarril”, H. Kohen, “Algunas bodas y muchos
funerales”, op. cit., p. 45.
“anticipación” del montaje de los filmes de Sergei Eisenstein de 1925 (El acorazado
Potemkim y La huelga). Sin embargo, toda esa secuencia parece más bien trabajada desde
el montaje paralelo y convergente de Griffith que es escuela indudable para todos los
cineastas del período, incluso para el director soviético. El empleo de ese montaje tiene, en
el film de Benoît, el objetivo de producir el encuentro (convergente) entre Juan Ponce y la
hija del dueño del frigorífico que finalmente sella el pacto que termina con la huelga. El
final del conflicto no constituye en esto, desde luego, un cambio dialéctico, en el sentido
del montaje soviético, surgido de la oposición de las partes que amenazaba el orden político
y social, sino, por el contrario, un nuevo pacto de dominio entre los patrones y el campo, y
en consecuencia la consolidación del orden previo.

3.

El ingreso del imaginario del tango al cine es particularmente visible en la


configuración del espacio del barrio en una zona intermedia entre el campo y la ciudad que
proceden del criollismo. Las historias narradas en el cine de los años veinte toman sus
temas de la mitología que el tango inventa de ese espacio (que acaba de constituirse
empíricamente hacia fines de la década del diez en la ciudad de Buenos Aires) en cruce con
los tópicos del criollismo; y en esa fusión de ambos imaginarios se sostendrá gran parte de
la producción de la industria en los años treinta que perdura hasta que los estudios se
desplomen como consecuencia de la coyuntura política internacional (la segunda guerra
mundial) y de las políticas estatales hacia el cine desde mediados de los años cuarenta. Los
temas proceden todos de las letras de las canciones: el barrio es el lugar de la infancia, un
espacio materno, un refugio frente a la amenaza del centro de la ciudad; sus habitantes
hombres son humildes, trabajadores, y las mujeres, ingenuas, hasta que cualquiera de ellos
“cae” moralmente como consecuencia de algún contacto con la ciudad.12 En El tango de la

12
Adrián Gorelik ha trabajado la operación imaginario-ideológica que producen las letras de tango
hacia los años veinte y que es transpuesta por el cine argentino del período silente en los mismos
años: “el tango va a formalizar en esa oposición [la oposición barrio-centro de la ciudad], al mismo
tiempo, su primera escisión urbano moral entre el paraíso del suburbio y la perversión del centro.
[...] A partir de esta primera escisión que aparece muy temprano el tango profundizará, como ha
señalado Noemí Ulla, el tópico del barrio como refugio, en la correlación barrio-hogar-madre-
infancia-amparo, esa ‘bondad suburbana’ que es el único punto en que el tango se reconcilia con
ciertos motivos del barrio cordial [...] la cordialidad de ese ‘barrio amparo’ del tango radicará para
siempre en una cualidad íntima, familiar, construida con recuerdos de infancia (personales y de la
muerte (J. A. Ferreira y Nelo Cosimi, 1917), Milonguita (Edmo Cominetti, 1921), El hijo
del Riachuelo (Ricardo Villarán, 1921), El guapo del arrabal (Julio Irigoyen, 1923),
Sombras de Buenos Aires (J. Irigoyen, 1924), Tu cuna fue un conventillo (J. Irigoyen,
1925), La borrachera del tango (E. Cominetti, 1928), Destinos (E. Cominetti, 1929) narran
sus historias a partir de esos tópicos del imaginario del tango.

Pero sobre todo, en la mayoría de las películas de José Agustín Ferreyra, un


cineasta que ha sido reconocido por la crítica contemporánea a sus producciones y por los
historiadores porque en filmes como Las aventuras de Tito o Una noche de garufa (1915);
La muchacha del arrabal (1922); Buenos Aires, ciudad de ensueño (1922); Melenita de oro
(1923); Muchachita de Chiclana (1926); Perdón, viejita (1927), entre otros, desvinculó el
cine por completo del teatro, neutralizó para ello las expresiones de los actores procedentes
del circo criollo y de la escena teatral y concentró los planos en el rostro y en la mirada; no
adaptó literatura como operación para prestigiar el cine;13 transpuso la poesía coetánea de
Evaristo Carriego, no sólo, en particular, su soneto La costurerita que dio aquel mal paso
(en el film homónimo de 1926), sino el suburbio y los orilleros representados en poemarios
del poeta de Palermo como El alma del suburbio y La canción de barrio; transpuso
también letras de tango como Una noche de garufa (su primer film, a partir del tango de
Eduardo Arolas) y como El organito de la tarde (1925, sobre el tango de José González
Castillo); no utilizó guiones, porque buscaba así domesticar a los actores habituados a
representar personajes en el teatro, pero también porque organizaba los relatos
cinematográficos exclusivamente a partir del montaje; fue el primer cineasta en trabajar con
el sonido en discos sincronizados (en El cantar de mi ciudad, en La canción del gaucho,

ciudad), la idealización de un espacio comunitario que buscará recrear todo aquello que el barrio
moderno debió desplazar para constituirse en el artefacto público, cívico y urbano de los años 20”,
cf. A. Gorelik, “El ‘barrio reo’ contra el ‘barrio cordial’”, La grilla y el parque, Buenos Aires, UNQ,
1998, p. 371.
13
Así lo destaca Estela Dos Santos: “José Agustín Ferreyra, el Negro Ferreira (1889-1943) fue el
primer hombre de cine, formado en y para el cine, que aparece en nuestro panorama. Quienes lo
antecedieron trataron de hacer películas sobre los moldes que proporcionaba el teatro. Los autores
venían del escenario (José González Castillo, Eduardo Martínez Cuitiño, Belisario Roldán) [...]; los
directores (Defilippis Novoa, Enrique García Velloso, Mario Gallo) reconocían la misma
procedencia con una variante, los fotógrafos y camarógrafos, que igualmente se inspiraban en el
ámbito teatral para encuadrar escenas y actores”. Cf., “El negro Ferreyra”, en El cine nacional,
Buenos Aires, CEAL, p. 21.
ambas de 1930, y en Muñequitas porteñas, de 1931, con el sistema Vitaphone) y en utilizar,
aunque en una experiencia fallida, el sistema Movietone (en Rapsodia gaucha, de 1932),
que se impondrá definitivamente un año después (con los filmes que inician el sistema de
estudios industrial, Los tres berretines, de Enrique Susini y Tango!, de Moglia Barth). Por
estos motivos, Ferreyra ha sido considerado un cineasta “precursor” y de “vanguardia” en
un cine que durante el período silente sin embargo no la ha tenido, a diferencia del cine
brasileño mudo,14 y por su visión del mundo popular, por su rechazo a trabajar para los
grandes estudios, por la idea de forjar un cine nacional que no dependiera (económica y
culturalmente) de Hollywood, fue visto como maestro de cineastas como Leopoldo Torres
Ríos y Mario Soffici, quienes colaboraron con él en sus películas antes de empezar a filmar.

Perdón viejita es el film en que esa configuración del barrio como espacio estético e
ideológico del cine de los años veinte es visible en todos sus rasgos en sus tres secuencias.
En la primera, hay planos destinados al barrio donde, en principio, se ven niños jugando (de
acuerdo al tópico del tango del barrio como infancia), luego, una madre que teje (según el
tópico del barrio como hogar materno) y, finalmente, una joven ingenua (constituida a
partir de los temas de Evaristo Carriego) que conversa con un hombre de la ciudad, un
compadrito, detrás de un alambrado, que es sin duda simbólico de los espacios que deben
mantenerse separados. El barrio es definido y connotado, pues, por aquellos que aún no lo
abandonan o no se ven obligados a dejarlo, pero también por aquellos que, procedentes de
la ciudad, lo frecuentan y, con ello, lo amenazan. Con el personaje del compadrito afectado
(que fuma con boquilla, lleva en su saco un pañuelo en el bolsillo superior, usa guantes
blancos y es un ladrón de joyas), procedente de la ciudad, la película constituye un
arquetipo de la afectación, el afeminamiento y la corrupción de los hombres que viven en el
centro urbano. En esto, Ferreyra no hace más que seguir una configuración ya establecida
respecto de los patrones o empresarios de las películas criollistas de la década anterior
(como el patrón borracho y juerguista de Nobleza gaucha, que rapta mujeres porque las
desea; y como el pretendiente de la hija del dueño del frigorífico en Juan sin ropa, que
14
Es en gran parte la lectura que realiza Jorge Miguel Couselo. Para el historiador, Ferreyra está en
“ruptura abierta con la solemnidad ostentosa del precedente cine argentino”, fue con sus trabajos
con el sonido “el propulsor de una nueva etapa del cine argentino” y se “anticip[ó] –cámara en
mano, o como sea–, en mucho tiempo al cine de la última postguerra”. Cf., J. M. Couselo, El negro
Ferreyra. Un cine por instinto, Buenos Aires, Freeland, 1969, p. 28, 64, 68.
llega ebrio a la madrugada, debe ser llevando en andas por el criado, y demuestra una
indiferencia afectada y despreciativa durante el reclamo de los trabajadores por su salario),
y establece con ello la mirada popular y populista del cine argentino de las dos primeras
décadas sobre la clase dominante, mirada que desplegará casi sin variaciones el cine de los
años treinta como, por ejemplo, en algunos filmes de Mario Soffici.

En la segunda secuencia, el conflicto entre el barrio y la ciudad se concentra en el


café, el espacio de mayor plasticidad del cine de Ferreyra, que es fundacional para el cine
sonoro y de la industria. El café, bar o cafetín (que es a la vez prostíbulo, lugar de reunión
de delincuentes y espacio de agrupación popular) está trabajado con cuadros físico
dinámicos; se lo compone desde un eje vertical de descenso para connotar la caída moral de
los personajes que allí llegan, puesto que está ubicado en un subsuelo, de modo que hay que
descender para llegar a él, y porque posee además en su interior un segundo subsuelo que
permanece durante toda la película fuera de campo, al cual bajan los hombres o de donde
emergen a la superficie del bar. El espacio posee pues una zona aún inferior y moralmente
ominosa, precisamente por su condición de invisibilidad. En la última secuencia, la familia
vuelve a reunirse, una vez redimidos los personajes caídos (el ladrón y la prostituta) pero
ahora en una zona semiurbana, de casitas blancas, fuera de la ciudad. En su final, la película
termina de imponer en verdad el imaginario del mundo criollista sobre el del tango, por
medio de un personaje gauchesco llamado Preludio, que lleva durante todo el film una
guitarra en la mano (es decir, es un gaucho cantor), que asiste a casi todas las escenas, está
presente en todos los espacios con una movilidad que no a todos los personajes está dada;
rivaliza con el compadrito del centro por los favores de la misma mujer, Elena, a quien
ambos seducen y, en esto, es la imagen del hombre viril (o por lo menos no afectado)
opuesta a la del hombre que viene de la ciudad. Preludio ejerce el rol del padre que falta en
el espacio materno del barrio, pero para asumirlo debe desplazarse con la familia a un
campo con signos ya de cierta urbanización, y abandonar el barrio, pues, para evitar todo
riesgo de contacto con la ciudad. En su nombre, Preludio, está el anuncio de una vida
armoniosa, regenerada y familiar.

En este punto, Perdón viejita, como probablemente la mayoría de las películas del
imaginario del tango anteriores al cine sonoro, realiza una operación, en cierto modo
paradójica, para diferenciarse del imaginario criollista que predominó en el cine de la
década anterior, aun cuando lo incorpore sin dudas a su historia. En gran parte, ese cine ya
era objeto de crítica por una nueva generación de directores (Nelo Cosimi –con filmes
como El remanso (1922), El lobo de la ribera (1926), La mujer y la bestia (1928), La
quena de la muerte (1928)–, Roberto Guidi –El mentir de los demás (1919), Escándalo a
medianoche (1923)–, Edmo Cominetti –Los hijos de naides (1921), El matrero (1924),
Bajo la mirada de Dios (1926)–, Torres Ríos –El puñal del mazorquero (1923)–, Julio
Irigoyen –La cieguita de la avenida Alvear (1924), La casa del placer (1929)– y, desde
luego, Ferreyra), compuesta de argentinos (salvo Nelo Cosimi, italiano, pero llegado a la
Argentina de niño) que veían en él un cine ya alejado de lo “nacional” y que se pensaban a
sí mismos como nuevos cineastas. Para los directores de los años veinte, el cine criollista
gauchesco era concebido como un producto de cineastas y hombres vinculados al negocio
del cine, asociado a la presencia dominante del cine de Hollywood en las salas.15 Por esto
mismo, deben haber encontrado en el imaginario del tango un contenido nacional para un
cine que, copado por la lógica del negocio, lo habría perdido.

Perdón viejita responde a esta idea del cine de los directores “noveles”. Sin
embargo, cuando incorpora el mundo del tango lo hace desde la configuración espacial
ideológica del imaginario del que intentaría no obstante distanciarse. En el film, el tango
forma parte de una concepción de la ciudad que es propia de la oposición ideológica del
cine criollista, como espacio de degradación moral, de explotación laboral, de conflictos
sociales, en el que habitan patrones o empresarios que han perdido, por el efecto que
produce en ellos la ciudad, su virilidad y su humanidad. En esto, la película no sólo toma el

15
Leopoldo Torres Ríos es explícito al respecto: “Malos tiempos [para el cine en los años veinte];
cada estreno era una verdadera tragedia de la vida real. Había que presentar las películas elaboradas
con tantos sacrificios, los días lunes únicamente. Estrenaban de lástima, en la peor sección y cuando
iba menos gente. Además, los empresarios pagaban por las cintas una miseria, cuando pagaban...
Los dueños de los cines y los administradores se escondían de ellos y daban órdenes a los porteros
para que los negaran. Temían encontrarse con los noveles cineastas [...]. El señor Cairo [Humberto
Cairo, director, junto con Martínez de la Pera y Ernesto Gunche, de la película de 1915], actual
patrón del biógrafo que hizo toda su fortuna con Nobleza gaucha, es el primer enemigo de las
películas nacionales. Y como el señor Cairo son la mayoría de los biografistas. [...] Esos mismos
señores soportan diariamente el detritus cinematográfico que nos mandan desde Oriente y
Occidente, y nuestro público, en sus inmensas, anchas espaldas, carga sin una protesta”. Citado por
Estela Dos Santos, “Un cine subdesarrollado para un país subdesarrollado”, en El cine nacional, op.
cit., 24-25. Los subrayados me corresponden.
mundo marginal y antisocial del imaginario del tango para narrar su historia, sino que,
sobre todo, se pliega sin distancia alguna a la condena de esa música de prostíbulo (ese
“reptil de lupanar” había escrito Leopoldo Lugones), y precisamente la representa en las
canciones que Nora, la prostituta del film, canta cuando vuelve a caer en el cafetín en
manos de su cafiolo (el Gavilán). Perdón viejita, aun cuando pone el tango en el centro
melodramático de su historia, resuelve el conflicto sentimental planteado en ella con la
vindicación de la música criolla corporizada en el personaje del gaucho cantor que es
Preludio, y lo hace sin embargo cuando la música de tango ya había sido aceptada, hacia
fines de los años diez aproximadamente –es decir una década antes de la fecha de estreno
del film– por las clases medias y altas.16 Esa persistencia de una condena moral sobre el
tango en el cine, durante toda la década del veinte, que ya había sido levantada por aquellos
mismo que la impusieron, probablemente se deba a que en ella se conserve un núcleo de
gran productividad estética siempre en cruce con los contenidos criollistas de la década
anterior. Recién con el sonoro, el cine va a trabajar el imaginario del tango en el sentido de
su adecentamiento, concibiendo incluso esa música desde una perspectiva progresista,
incluso cuando cree nuevas oposiciones (como en Los tres berretines) y, luego, narrará
también la historia propiamente dicha del tango desde su origen prostibulario barrial hasta
su aceptación europea y culta, como en algunos filmes de Manuel Romero. Pero se trata de
un cambio de matiz, producido tal vez por la innovación tecnológica, en contenidos que,
por lo demás, el cine sonoro e industrial va a continuar desplegando hasta mediados de
siglo veinte.

16

Florencia Garramuño señaló, en su estudio sobre la música de tango y el samba, que “el paso del
tango bailado al tango canción, datado en 1917 con ‘Mi noche triste’ de Contursi y asociado a
Carlos Gardel –y, a su vez, a su propio desplazamiento de cantor de canciones camperas con el dúo
Gardel-Razzano a cantor de tangos como solista– es visto como una de las etapas más necesarias
para la aceptación del tango por las clases medias y altas. El desplazamiento de los cuerpos y de la
coreografía vista como muy procaz hasta entonces, y la mayor preponderancia que se le da ahora a
la canción, que sólo se escucha y no se baila, se considera uno de los primeros pasos en la “limpieza
del tango”. Cf. Florencia Garramuño, “Cine primitivo y modernidad”, en Modernidades primitivas.
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