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Guía No. 28
LA PASIÓN SEGÚN SAN IGNACIO
Los rasgos con que Ignacio contempla y hace contemplar, no la teología de cada
evangelista en su relato evangélico, sino los hechos vividos por el Señor y su mensaje, explican
este título. Un análisis del texto de los Ejercicios Espirituales lleva a descubrir las opciones
personales de Ignacio en su lectura de los relatos evangélicos: su enfoque intemporal (la Pasión
vista como el eterno presente de Dios); el sentido itinerante de la contemplación de un camino de
«trabajos, fatigas y dolores», que no es otro, en el fondo, que la persona del Señor, que los ha
padecido; la transformación kenótica expresada en los títulos con que Ignacio nombra al Señor;
el desplazamiento de la actividad creadora de la 2ª Semana a la sufrida pasividad de la 3ª... Todo,
marcando como camino la gloria del Pantocrátor y los sufrimientos del Siervo doliente, conduce a
conocer cómo la omnipotencia de Dios se revela en la impotencia humana. Lo había subrayado ya
en los misterios de la infancia.
Una impotencia querida («quiere padescer» [195], «deja padescer» [196]), cuya
contemplación mueve al «qué debo hacer y padescer» [197]. Impotencia querida por amor. Lo
que hace que no sea el sufrimiento el objeto de la contemplación, sino el Cristo que ama sufriendo
nuestros sufrimientos y que nos despierta a unirnos, por amor, a los suyos. Esta compasión
santifica todo sufrimiento inevitable. El ejercitante es llamado a entrar en el misterio pascual,
fundado en la kénosis del Verbo de Dios, a colmar, por su kénosis personal, lo que falta todavía a
la Pasión de Cristo (Col 1,24) y así a resucitar ya como nueva criatura.
En la 3ª semana el pecado, vivido y perdonado en la 1ª, suscita un encuentro de amor con
Cristo, y todo lo deseado y elegido en la 2ª se hace realidad pascual constituyéndose en la más
profunda personalización del Señor crucificado-resucitado. Se trata de recibir del Dios de
Jesucristo «mi cruz» («su cruz», la humildad y humillación del Señor) y «mi Pascua» («su vida»).
Por otra parte, una razón válida parece sugerir el fundamentar su oración sobre la
Pasión según los evangelistas y no según San Ignacio. Como hijo de su tiempo, Ignacio
1
Roma, Febrero de 1987. Decir…al “Indecible”, Colección MANRESA, 20, Mensajero-Sal Terrae, pp.91-
100.
hace meditar los textos evangélicos, pero sin tener en cuenta la teología del evangelista que
los ha elaborado. Ignacio se concentra en los hechos en cuanto tales, como vividos por el
Señor en su camino de cruz. Sin duda, el Señor no nos ha salvado por la hermenéutica, sino
por el acontecimiento pascual. Sin embargo, ¿no vale más dejar de lado la presentación
medieval de Ignacio y orar el misterio pascual en la perspectiva kerigmática de Marcos, en
el ambiente eclesial de Mateo, con el amor personal de un discípulo a su maestro que
caracteriza a Lucas, y con la visión teológica de la gloria, según Juan?
Hay otra razón que pone en peligro de falsear la oración de la Tercera Semana. En
efecto, con frecuencia se orienta a meditar sobre problemas estrechamente ligados a la
Pasión del Señor: el sentido del sufrimiento, el misterio de la cruz, la existencia del mal, el
escándalo o la locura del amor de un Dios que sufre y la Pasión como primer acto liberador.
Problemas que, indudablemente, están en el corazón de nuestra existencia cristiana y
humana de siempre, inquietudes a las que sería difícil negar su relación con los
acontecimientos de la Tercera Semana. Pero ¿encajan, de hecho, en la evolución espiritual
de los Ejercicios? De todas formas, estas preocupaciones distan del objetivo de la Tercera
Semana, según lo define el P. Gil González Dávila en su Directorio de 1587:
(En ella) se nos propone aquel corazón del Señor en medio de la tempestad de su santísima
pasión (...) para hacer compañía a Cristo crucificado, y que podamos decir: amor meus
crucifixus est2.
Que este camino opera una profunda transformación en la persona de Cristo, parece
significarlo Ignacio hasta en los nombres mismos del Señor. A lo largo de la Segunda
Semana utiliza ampliamente el título de «Cristo nuestro Señor», a veces bajo la forma
abreviada de «Cristo» o «el Señor». En el umbral de la Tercera Semana es aún «Cristo
nuestro Señor» el que celebra la última cena [191]. Ignacio hace considerar a Pedro «la
majestad del Señor y su propia bajeza» [289]. Aún es «Cristo nuestro Señor» en el misterio
del huerto [201] y obrando la conversión de Pedro después de su negación [292]7.
Pero, a partir de este momento, «la divinidad se esconde» y el empleo de títulos
indica una tendencia a ocultar la majestad de Cristo tras su «sacratísima humanidad», a la
que «deja padescer tan crudelísimamente» [196]. Ahora se le llama «Jesús Galileo» [294],
«Jesús Nazareno» [296]. Solo cuando lleguemos al misterio de la resurrección recobra
el título de «Cristo nuestro Señor» [299].
Este cambio kenótico en el nombre (no hay que considerarlo como absoluto, sino
como tendencia) lo confirma una tendencia similar en la Segunda Semana respecto al uso
de Jesús, reservado -a veces bajo formas abreviadas: el Niño Jesús, el Niño, Jesús- a la
kénosis de la infancia del Verbo de Dios. Una vez en la cruz, el Señor no tiene nombre;
basta un simple «él»8. Pero este hecho lingüístico no debería ser interpretado como un
desdibujarse total de Cristo, porque el fenómeno se observa también en otras semanas
7
Cf También «el Señor» [290, 291] y «Cristo» [201].
(«apareció a la Virgen María» [299]).
8
En el texto autógrafo, ni siquiera el pronombre, sino simplemente los verbos en tercera persona: llevaba,
habló, rogó, perdonó, dijo (3), fue quitado, fue llevado…
9
Is 53, 7.
En los evangelios Cristo protesta revelándose como Hijo de Dios y Rey; en la
Tercera Semana de Ignacio no reacciona. No obstante, si la omnipotencia de Dios se
esconde en la impotencia de Jesús, solamente «parescía esconderse en la pasión» [223],
porque se manifiesta en el don y en el perdón divinos del «mansueto Señor» [291] en la
cruz -Jesús se halla en ella como en su casa-, donde su gloria estalla perdonando y
entregándose al Padre [297].
Esta insistencia de la Tercera Semana sobre la impotencia divina no difiere, apenas,
de la de los misterios de la infancia en la Segunda Semana. La kénosis del Señor es
atestiguada en la impotencia humana asumida en los misterios de la infancia y en la
impotencia humana libremente aceptada en los de la Pasión. De ahí la referencia a la cruz
en el misterio del nacimiento: «el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma
pobreza y a cabo de tantos trabajos de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y
afrentas, para morir en cruz» [116]. Este texto contiene ya la impotencia en que camina,
desde su nacimiento, el Omnipotente.
Así pues, si Dios sufre, es por su exceso de amor desde el principio, por ser fiel a su
amor por nosotros, aun cuando este amor signifique los sufrimientos de su Hijo único. Si
esta referencia al amor que viene de arriba y desde el principio despierta nuestra adhesión, se
convierte en confesión de fe. Con Nicolás Cabasilas, al Oriente cristiano le gusta evocar este
«amor loco de Dios por el hombre, que no destruye simplemente el mal y la muerte, sino
que los asume», pero no considera esta confesión de fe como la solución filosófica del
problema del sufrimiento.
Por esta misma razón, Ignacio no insiste en el sufrimiento, sino en el Cristo que sufre
[195]. Jesús no cesó de combatir el sufrimiento, que siempre consideró como un mal10 y que
experimentó en sí mismo con tanta angustia, que, en el huerto, «sudó sangre tan copiosa»
[290] que empapó sus vestiduras. No es tanto el sufrimiento mismo el que nos acerca a
Cristo, cuanto Cristo nuestro Señor, quien en su sufrimiento y en el escándalo de su muerte
en cruz hace suyos los sufrimientos y dolores de los seres humanos.
Cuando Ignacio nos invita a esforzamos por «doler, tristar y llorar» [195, 206], no
piensa en un esfuerzo crispado de tipo voluntarista por sentir dolor, ni pretende añadir a la
pasión de Cristo una nueva producción de dolor y de tristeza. Ignacio pone como ejemplo a
la Madre del Niño, «la cual tenía compasión de la sangre que de su Hijo salía» [266] en el
momento de la circuncisión. Para que esta compasión sea auténtica, se requiere un gran
esfuerzo, como dice Ignacio, porque la pasión del Señor -sufrir como él sufrió- no es
connatural al ser humano. Si el sufrimiento, en su radical absurdidad, lleva al hombre a la
evasión o a una resignación fatalista, asumirlo como Cristo lo ha asumido, continúa siendo
una locura y un escándalo.
Fiel al evangelio de la pasión, Ignacio nunca sacraliza el mal, pero propone una
compasión que santifica todo sufrimiento. La diferencia está en el amor, que es lo único que
justifica el deseo de Cristo de sufrir [195], el hecho pascual de dejar a la sacratísima
humanidad padecer tan cruelmente [196] y el sufrimiento por mis pecados [197]. La palabra
«amor», que es la única respuesta a todas las preguntas e interpelaciones de la Tercera
Semana, sólo figura en el misterio de la Cena, cuando el Señor «instituyó el sacratísimo
sacrificio de la Eucaristía en grandísima señal de su amor» [289]; pero el amor es el único
que justifica y provoca nuestra com-pasión («¿qué debo hacer y padecer por él?» [197]).
Conclusión
11
Col 1, 24.
poderoso de Dios, que ha salvado a otros en la impotencia, incapaz de salvarse a sí mismo12,
llamándonos, en acción de gracias pascual, a recibir su humildad y su humillación, porque
solo un corazón de pobre puede enriquecer a los hombres con la Vida de Dios.
12
Mc 15, 31.