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ANEXO No.

11
Guía No. 28
LA PASIÓN SEGÚN SAN IGNACIO

Conferencia del P. Peter-Hans Kolvenbach, S.J., en el Centro de Espiritualidad Ignaciana, Roma1

Los rasgos con que Ignacio contempla y hace contemplar, no la teología de cada
evangelista en su relato evangélico, sino los hechos vividos por el Señor y su mensaje, explican
este título. Un análisis del texto de los Ejercicios Espirituales lleva a descubrir las opciones
personales de Ignacio en su lectura de los relatos evangélicos: su enfoque intemporal (la Pasión
vista como el eterno presente de Dios); el sentido itinerante de la contemplación de un camino de
«trabajos, fatigas y dolores», que no es otro, en el fondo, que la persona del Señor, que los ha
padecido; la transformación kenótica expresada en los títulos con que Ignacio nombra al Señor;
el desplazamiento de la actividad creadora de la 2ª Semana a la sufrida pasividad de la 3ª... Todo,
marcando como camino la gloria del Pantocrátor y los sufrimientos del Siervo doliente, conduce a
conocer cómo la omnipotencia de Dios se revela en la impotencia humana. Lo había subrayado ya
en los misterios de la infancia.
Una impotencia querida («quiere padescer» [195], «deja padescer» [196]), cuya
contemplación mueve al «qué debo hacer y padescer» [197]. Impotencia querida por amor. Lo
que hace que no sea el sufrimiento el objeto de la contemplación, sino el Cristo que ama sufriendo
nuestros sufrimientos y que nos despierta a unirnos, por amor, a los suyos. Esta compasión
santifica todo sufrimiento inevitable. El ejercitante es llamado a entrar en el misterio pascual,
fundado en la kénosis del Verbo de Dios, a colmar, por su kénosis personal, lo que falta todavía a
la Pasión de Cristo (Col 1,24) y así a resucitar ya como nueva criatura.
En la 3ª semana el pecado, vivido y perdonado en la 1ª, suscita un encuentro de amor con
Cristo, y todo lo deseado y elegido en la 2ª se hace realidad pascual constituyéndose en la más
profunda personalización del Señor crucificado-resucitado. Se trata de recibir del Dios de
Jesucristo «mi cruz» («su cruz», la humildad y humillación del Señor) y «mi Pascua» («su vida»).

Esta aportación al Curso Ignaciano, organizado por el infatigable Centro de


Espiritualidad Ignaciana, quisiera llamar la atención sobre algunos rasgos típicamente
ignacianos de la Tercera Semana de los Ejercicios Espirituales.
Ignacio ha construido con gran fuerza y solidez el edificio de la Primera Semana
en torno a la genealogía del pecado y a la de la gracia. La Segunda Semana contiene lo
esencial de la espiritualidad fundamental ignaciana. Al entrar en la Tercera hay el gran
peligro de abandonar la orientación que quiere Ignacio y, tomando simplemente el
evangelio de la Pasión del Señor como punto de partida, darse a la contemplación del
misterio pascual prescindiendo de la Pasión según San Ignacio, que propone la Tercera
Semana. El peligro es tanto mayor cuanto que, en el dinamismo espiritual de los
Ejercicios, la Tercera Semana no parece ser otra cosa que la confirmación de la elección,
la comprobación de la autenticidad de la opción realizada durante la Segunda Semana.

Por otra parte, una razón válida parece sugerir el fundamentar su oración sobre la
Pasión según los evangelistas y no según San Ignacio. Como hijo de su tiempo, Ignacio
1
Roma, Febrero de 1987. Decir…al “Indecible”, Colección MANRESA, 20, Mensajero-Sal Terrae, pp.91-
100.
hace meditar los textos evangélicos, pero sin tener en cuenta la teología del evangelista que
los ha elaborado. Ignacio se concentra en los hechos en cuanto tales, como vividos por el
Señor en su camino de cruz. Sin duda, el Señor no nos ha salvado por la hermenéutica, sino
por el acontecimiento pascual. Sin embargo, ¿no vale más dejar de lado la presentación
medieval de Ignacio y orar el misterio pascual en la perspectiva kerigmática de Marcos, en
el ambiente eclesial de Mateo, con el amor personal de un discípulo a su maestro que
caracteriza a Lucas, y con la visión teológica de la gloria, según Juan?
Hay otra razón que pone en peligro de falsear la oración de la Tercera Semana. En
efecto, con frecuencia se orienta a meditar sobre problemas estrechamente ligados a la
Pasión del Señor: el sentido del sufrimiento, el misterio de la cruz, la existencia del mal, el
escándalo o la locura del amor de un Dios que sufre y la Pasión como primer acto liberador.
Problemas que, indudablemente, están en el corazón de nuestra existencia cristiana y
humana de siempre, inquietudes a las que sería difícil negar su relación con los
acontecimientos de la Tercera Semana. Pero ¿encajan, de hecho, en la evolución espiritual
de los Ejercicios? De todas formas, estas preocupaciones distan del objetivo de la Tercera
Semana, según lo define el P. Gil González Dávila en su Directorio de 1587:

(En ella) se nos propone aquel corazón del Señor en medio de la tempestad de su santísima
pasión (...) para hacer compañía a Cristo crucificado, y que podamos decir: amor meus
crucifixus est2.

Utilizando como falsilla el texto de la Tercera Semana, queremos intentar destacar


algunos rasgos particulares y construir, en la medida de lo posible, la «Pasión de Nuestro
Señor según Ignacio».

Acceso «intemporal» de Ignacio a la Pasión


¿Cómo proceder en esta relectura del texto de los Ejercicios? Un texto es siempre
el resultado de una serie de opciones tomadas por el autor ante un determinado número de
posibilidades. Para conocer el alcance o el sentido de un texto, es indispensable conocer
dichas posibilidades -las adoptadas y las rechazadas-, que están en el origen de las
opciones que componen el texto. Para conocer mejor el ángulo de contemplación
típicamente ignaciano del misterio pascual, el análisis del texto tiene que preguntarse sobre
la presencia o ausencia de las diversas posibilidades de presentar la Pasión.
Ignacio tenía a su disposición los relatos evangélicos y, entre las posibilidades de
presentación que éstos ofrecen, el autor de los Ejercicios Espirituales toma opciones
significativas. La tercera Semana es el resultado de esas opciones y constituye, por eso
mismo, una verdadera «Pasión según San Ignacio».
Entrando ya en lo vivo del tema, el lector advierte enseguida que Ignacio no retiene
ninguna de las indicaciones temporales que jalonan los relatos evangélicos. No menciona
el atardecer de la cena3, ni la noche de la traición4, ni el día del sábado5, ni tampoco la
hora de sexta, ni la hora de nona6. Hay una sola y, por lo mismo, significativa excepción:
«Estuvo Jesús toda la noche atado» [292]. Pero lo que aquí quiere subrayar es la duración
del sufrimiento de Jesús, más que el tiempo u hora del día. El tiempo no es pertinente, más
2
MI, series II, tomus II, Romae 1955, 527.
3
Mt 26, 20.
4
Mc 14, 30.
5
Lc 23, 54.
6
Lc 23, 44.
que en la medida en que contribuye a la pasión de Cristo. Como de costumbre, Ignacio
organiza los días y las horas de la oración del ejercitante, pero la pasión misma se mueve
fuera de la cronología, en el eterno presente de Dios, en el hoy divino.

El itinerario de la Tercera Semana

No obstante, este aspecto intemporal no confiere a la Pasión ningún carácter


estático o inmóvil. La oración no se desplaza ya de la contemplación de un misterio de la
vida de Cristo a otro, como en la Segunda Semana. Ignacio invita explícitamente al
ejercitante a recorrer los misterios, como un itinerario: «desde la cena hasta el huerto»
[290]; «desde el huerto a la casa de Anás» [291]; «desde la casa de Anás hasta la casa de
Caifás» [292]; «desde la casa de Caifás hasta la de Pilato» [293]; «desde la casa de Pilato
hasta la de Herodes» [294]; «desde la casa de Herodes hasta la de Pilato» [295]; «desde la
casa de Pilato hasta la cruz» [296]. Del misterio de la cena [289] hasta «los misterios
hechos desde la cruz hasta el sepulcro» [298], las indicaciones marcan un camino por
recorrer -un camino con uno u otro misterio y, al final, con todo el conjunto de los
misterios [209]-, pero siempre será la Pasión, el camino pascual del Señor.

Como ya se observó en la Segunda Semana [116)], este camino pascual no


comienza con la cena, sino en el momento del nacimiento: «desde el punto que nasció
hasta el misterio de la pasión en que presente me hallo» [206]. Si, pues, la ausencia de
indicadores temporales nos sitúa en el eterno presente del misterio pascual, los indicadores
de lugar nos ponen en una ruta, en un camino de cruz, que comienza ya con el nacimiento
de quien es el Camino, del que cada etapa es un misterio para quien desea «más conocer el
Verbo eterno encarnado» [130], hasta el momento en que estas etapas se suceden con tal
intensidad que ceden, como misterios, ante el conjunto de «tanto dolor y tanto padescer de
Cristo nuestro Señor» [206]. Este camino de «trabajos, fatigas y dolores» [206] es, en el
fondo, el que la persona misma del Señor ha padecido.

El cambio «kenótico» del nombre

Que este camino opera una profunda transformación en la persona de Cristo, parece
significarlo Ignacio hasta en los nombres mismos del Señor. A lo largo de la Segunda
Semana utiliza ampliamente el título de «Cristo nuestro Señor», a veces bajo la forma
abreviada de «Cristo» o «el Señor». En el umbral de la Tercera Semana es aún «Cristo
nuestro Señor» el que celebra la última cena [191]. Ignacio hace considerar a Pedro «la
majestad del Señor y su propia bajeza» [289]. Aún es «Cristo nuestro Señor» en el misterio
del huerto [201] y obrando la conversión de Pedro después de su negación [292]7.
Pero, a partir de este momento, «la divinidad se esconde» y el empleo de títulos
indica una tendencia a ocultar la majestad de Cristo tras su «sacratísima humanidad», a la
que «deja padescer tan crudelísimamente» [196]. Ahora se le llama «Jesús Galileo» [294],
«Jesús Nazareno» [296]. Solo cuando lleguemos al misterio de la resurrección recobra
el título de «Cristo nuestro Señor» [299].

Este cambio kenótico en el nombre (no hay que considerarlo como absoluto, sino
como tendencia) lo confirma una tendencia similar en la Segunda Semana respecto al uso
de Jesús, reservado -a veces bajo formas abreviadas: el Niño Jesús, el Niño, Jesús- a la
kénosis de la infancia del Verbo de Dios. Una vez en la cruz, el Señor no tiene nombre;
basta un simple «él»8. Pero este hecho lingüístico no debería ser interpretado como un
desdibujarse total de Cristo, porque el fenómeno se observa también en otras semanas
7
Cf También «el Señor» [290, 291] y «Cristo» [201].
(«apareció a la Virgen María» [299]).

De la «actividad creadora» de la Segunda Semana a la «sufrida pasividad» de la


Tercera

Más importante es el desplazamiento, en la figura de Cristo, de una actividad


creadora desbordante en la Segunda Semana a la sufrida pasividad que caracteriza la
Tercera. Los dieciséis misterios de la vida pública de Cristo [273-288] escogidos por
Ignacio para las contemplaciones de la Segunda Semana manifiestan la gloria de Dios:
cinco misterios revelan al Hijo de Dios, cinco ponen de relieve su milagrosa acción divina,
dos significan el poder del Señor sobre el pecado, dos misterios se refieren a su doctrina y
dos llaman a los apóstoles a seguirle. Es el icono del Pantocrátor, que se ilumina, y, en su
camino, las penas casi no existen; la pasión nunca es anunciada, y solo, precisamente en el
último misterio de la Segunda Semana, se atisba una cierta oposición a Jesús: «porque no
había quien le rescibiese en Jerusalem» [288].
La Tercera Semana marca un cambio brusco de perspectiva, a partir del misterio
del huerto: una febril actividad rodea a Jesús en el camino de la cruz. Pero en el texto
ignaciano, y hasta el momento de la resurrección, este «mansueto Señor» [291] es
invariablemente o el sujeto gramatical de un verbo en pasiva: «es llevado a Anás» [291], o,
con más frecuencia, el complemento gramatical directo de un verbo en activa: «lo sacó
fuera» [295]. Es decir, son los demás los que trazan el inexorable camino que conduce a la
cruz: «el Señor se deja besar de Judas» [291] o «la divinidad deja padescer la sacratísima
humanidad tan crudelisímamente» [291]. Hay, con todo, una excepción en el texto de los
misterios: «llevaba la cruz a cuestas» [296]; pero esta actividad dura poco tiempo: «no
pudiéndola llevar» [296].
La selección que hace Ignacio de los misterios de la Segunda Semana y su
presentación, incluso estilística, de los de la Tercera Semana muestran como camino la
gloria del Pantocrátor y los sufrimientos del Siervo paciente. El «quinto punto» del primer
día de la Tercera Semana [196] traduce en palabras lo que Ignacio ha realizado con la
selección de los misterios de la vida de Cristo: que la divinidad se revela ocultándose
libremente en la humanidad que sufre tan cruelmente. El Pantocrátor es el Siervo sufriente.
Que la omnipotencia divina se revela en la impotencia humana, Ignacio lo acentúa
aun más por la selección que hace del material evangélico. El Cristo de los evangelios es
más activo durante su pasión que el Cristo de la Tercera Semana de Ignacio. Cierto, el
Señor es arrastrado al matadero9, pero no cesa de protestar con su palabra y con su silencio
contra la injusticia de que es objeto. En los misterios de la Tercera Semana, Jesús se calla
completamente desde la casa de Caifás [292] hasta las «siete palabras» en la cruz [297]. El
último grito de queja de Mt 27, 46: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
lo aduce Ignacio en esta versión atenuada: «dijo que era desamparado» [297].
Toda la iniciativa, tanto de hechos como de palabras, corresponde a los
«enemigos», que la divinidad «podría destruir (...) y no lo hace» [196]. El ángulo de la
contemplación ignaciana de la pasión es claramente lo que Jesús no hace [196] y no
responde [294]. Es una no-respuesta al interrogatorio [294], pero también una no-reacción
a las provocaciones que Ignacio agrupa en las bofetadas en casa de Anás ([291], de Caifás
[292] y de Pilato [295].

8
En el texto autógrafo, ni siquiera el pronombre, sino simplemente los verbos en tercera persona: llevaba,
habló, rogó, perdonó, dijo (3), fue quitado, fue llevado…
9
Is 53, 7.
En los evangelios Cristo protesta revelándose como Hijo de Dios y Rey; en la
Tercera Semana de Ignacio no reacciona. No obstante, si la omnipotencia de Dios se
esconde en la impotencia de Jesús, solamente «parescía esconderse en la pasión» [223],
porque se manifiesta en el don y en el perdón divinos del «mansueto Señor» [291] en la
cruz -Jesús se halla en ella como en su casa-, donde su gloria estalla perdonando y
entregándose al Padre [297].
Esta insistencia de la Tercera Semana sobre la impotencia divina no difiere, apenas,
de la de los misterios de la infancia en la Segunda Semana. La kénosis del Señor es
atestiguada en la impotencia humana asumida en los misterios de la infancia y en la
impotencia humana libremente aceptada en los de la Pasión. De ahí la referencia a la cruz
en el misterio del nacimiento: «el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma
pobreza y a cabo de tantos trabajos de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y
afrentas, para morir en cruz» [116]. Este texto contiene ya la impotencia en que camina,
desde su nacimiento, el Omnipotente.

La impotencia: la pasividad de un deseo «positivo»


Aun cuando insiste en el misterio de la impotencia, Ignacio no la considera, en
absoluto, como pura negatividad. Los tres puntos típicos del primer día de la Tercera
Semana, que contienen toda la teología ignaciana de la pasión, reflejan un sentido positivo.
En el cuarto punto [195] Cristo no sólo «padesce en la humanidad», sino que «quiere
padecer». En el quinto [196] es la divinidad la que tiene toda la iniciativa, cuando «deja
padecer a la sacratísima humanidad tan crudelísimamente». En el sexto, Ignacio da la única
respuesta, esbozada por el Nuevo Testamento -a la luz de Isaías 53- a nuestro por qué del
sufrimiento, de todo sufrimiento: ha muerto por nosotros, por mí, «por mis pecados»
[197].
Ignacio propone el relato evangélico de la pasión como un camino pascual de
misterios, que en el fondo dicen que el camino del magis es el del «minus» («ser estimado
por vano y loco por Cristo»), porque es en la impotencia de la kénosis como se nos revela
la gloria del Omnipotente. El porqué de este misterio pascual, el sentido de la cruz, es
como el libro de los siete sellos del Apocalipsis: solo el Cordero inmolado puede
abrírnoslo: «cómo de creador es venido a hacerse hombre y de vida eterna a muerte
temporal, y así a morir por mis pecados» [53].
Finalmente, no soy confrontado solamente con una historia, con una teología, sino
con la persona de Cristo en el camino pascual hoy, por lo cual me toca «discurrir» [53],
inspirado por Cristo «delante y puesto en cruz», es decir, profundizar, de corazón a
corazón, en el misterio pascual. Si aquella primera meditación de la Primera Semana se
interroga sobre «lo que debo yo hacer por Cristo», en esta Tercera Semana añado: «qué
debo yo hacer y padecer por él» [197]. El encuentro con Cristo no sería auténtico sin
«dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado» [103]; sería falso y
falseado, si no considerara «los trabajos, fatigas y dolores de Cristo nuestro Señor, que
pasó...» [206], como consecuencias de un deseo [195], como un «por mis pecados» [197],
como un acto creador de la divinidad, que es amor [196] y «el Señor mismo desea dárseme
en cuanto puede, según su ordenación divina» [234].

Solo el amor lo explica todo


Quizá sea Orígenes quien expresa lo que Ignacio no quiere decir, para que podamos
descubrirlo por nosotros mismos en el encuentro y en el coloquio con Cristo a lo largo del
camino pascual.
En su sexta homilía sobre Ezequiel (5, 6) escribe:
«Si ha bajado a la tierra, es por compasión con el género humano» (hagamos redención del
género humano [107]. Sí, ha padecido mis sufrimientos antes, incluso, de haber sufrido la
cruz, antes de haber tomado nuestra carne. Porque, si no hubiera sufrido, no hubiera bajado a
compartir con nosotros la vida humana. Primero, sufrió y, luego, bajó. Pero ¿qué pasión es
ésta, que él ha sentido por nosotros? Es la pasión del amor» (el amor que desciende de arriba
[338]).

Así pues, si Dios sufre, es por su exceso de amor desde el principio, por ser fiel a su
amor por nosotros, aun cuando este amor signifique los sufrimientos de su Hijo único. Si
esta referencia al amor que viene de arriba y desde el principio despierta nuestra adhesión, se
convierte en confesión de fe. Con Nicolás Cabasilas, al Oriente cristiano le gusta evocar este
«amor loco de Dios por el hombre, que no destruye simplemente el mal y la muerte, sino
que los asume», pero no considera esta confesión de fe como la solución filosófica del
problema del sufrimiento.
Por esta misma razón, Ignacio no insiste en el sufrimiento, sino en el Cristo que sufre
[195]. Jesús no cesó de combatir el sufrimiento, que siempre consideró como un mal10 y que
experimentó en sí mismo con tanta angustia, que, en el huerto, «sudó sangre tan copiosa»
[290] que empapó sus vestiduras. No es tanto el sufrimiento mismo el que nos acerca a
Cristo, cuanto Cristo nuestro Señor, quien en su sufrimiento y en el escándalo de su muerte
en cruz hace suyos los sufrimientos y dolores de los seres humanos.
Cuando Ignacio nos invita a esforzamos por «doler, tristar y llorar» [195, 206], no
piensa en un esfuerzo crispado de tipo voluntarista por sentir dolor, ni pretende añadir a la
pasión de Cristo una nueva producción de dolor y de tristeza. Ignacio pone como ejemplo a
la Madre del Niño, «la cual tenía compasión de la sangre que de su Hijo salía» [266] en el
momento de la circuncisión. Para que esta compasión sea auténtica, se requiere un gran
esfuerzo, como dice Ignacio, porque la pasión del Señor -sufrir como él sufrió- no es
connatural al ser humano. Si el sufrimiento, en su radical absurdidad, lleva al hombre a la
evasión o a una resignación fatalista, asumirlo como Cristo lo ha asumido, continúa siendo
una locura y un escándalo.
Fiel al evangelio de la pasión, Ignacio nunca sacraliza el mal, pero propone una
compasión que santifica todo sufrimiento. La diferencia está en el amor, que es lo único que
justifica el deseo de Cristo de sufrir [195], el hecho pascual de dejar a la sacratísima
humanidad padecer tan cruelmente [196] y el sufrimiento por mis pecados [197]. La palabra
«amor», que es la única respuesta a todas las preguntas e interpelaciones de la Tercera
Semana, sólo figura en el misterio de la Cena, cuando el Señor «instituyó el sacratísimo
sacrificio de la Eucaristía en grandísima señal de su amor» [289]; pero el amor es el único
que justifica y provoca nuestra com-pasión («¿qué debo hacer y padecer por él?» [197]).

«Com-pasión» significa amor


La palabra compasión puede ser peligrosa y ambigua; en un contexto sin amor
significa un puro sentimentalismo, una especie de piedad consoladora, en la que el ser
humano se consuela a sí mismo de tantas desgracias y tantas miserias. Ignacio no intenta
nada para hacernos estéticamente aceptable esta compasión mediante una bella frase como la
del metropolita Filaretes de Moscú (s. XIX) cuando afirma: «Dios triunfa del sufrimiento
pasando por el sufrimiento», o la del poeta Paul Claudel: «Dios no ha venido a explicar el
10
Mt 26, 23-34.
sufrimiento, sino a llenarlo con su presencia».
La Tercera Semana dispone de un vocabulario rico en términos que designan el
sufrimiento. No se niega ningún aspecto del mismo. Y, no obstante, el sufrimiento siempre
es secundario con relación a Aquel que sufre, Cristo («tanta pena que Cristo sufre por mí»
[203, 206], y siempre secundario con relación a la locura de amor que se manifiesta, según
Ignacio, con la impotencia del Omnipotente. No habrá compasión sin sufrimiento, pero
sufrimiento como continuidad y consecuencia libremente asumidas de un amor que no
copia, en absoluto, la pasión de Cristo, sino que se le asemeja efectivamente en cuanto
«pobre» y «loco» por su Gloria [197].
Esta compasión, según expresión del P. Fessard, requiere una «eterna Tercera
Semana» porque, en el fondo de sí mismo y hasta en el sufrimiento, el ser humano busca
realizarse a sí mismo. La Cena, en la que Ignacio insiste como fundamento de la Tercera
Semana, significa una verdadera trans-substanciación del yo, en la que el viejo Adán muere
para surgir en Adán nuevo, a imagen y semejanza de la majestad del Señor, a los pies del
hombre en su bajeza existencial, para hacerlo resucitar como «Cordero pascual» [289]. El
vocabulario ignaciano, muy cargado de afectividad -dolor, sentimiento y confusión [193],
doler, tristar y llorar [195], quebranto, lágrimas, pena interna [203] - al insistir en el dolor
con Cristo doloroso [203], llama a entrar en el misterio pascual fundado sobre la kénosis del
Verbo de Dios, cuyos dolores sensibles son manifestaciones crueles, para que realicemos,
por nuestra kénosis personal, lo que falta todavía a la pasión de Cristo11.

Conclusión

La esencia del Evangelio, de la Buena Nueva, es el misterio pascual. Todo lo que


precede no es sino introducción y preparación. ¿No habría que decir otro tanto de la Tercera
Semana de los Ejercicios? Sin la Primera Semana, a la confesión de que el Señor sufre por
mis pecados le falta profundidad personal. Sin la Segunda, al deseo de ser escogido para
sufrir con Cristo que sufre le falta lo concreto de un proyecto personal. Sin embargo, solo en
la Tercera Semana, fundada en la Eucaristía de Pascua, el pecado, que me hace
personalmente solidario con los enemigos, que «la divinidad podría destruir y no destruye»
[196] (cf también [60]), provoca un verdadero encuentro de amor con Cristo, que realiza su
Pascua con nosotros. Solo en la Tercera Semana todo cuanto ha sido deseado e imaginado
como proyectos concretos de vida se hace realidad pascual, cuando su divina Majestad «nos
pone con» su Hijo crucificado.
De esta forma, la Tercera Semana, como también el misterio pascual que ella celebra,
lejos de ser una forma de sentimentalización de nuestra adhesión a Cristo, lejos de ser una
simple confirmación de un deseo -real, pero todavía imaginario- de seguir a Cristo,
constituye una asimilación personal al Señor crucificado y resucitado, al Cordero degollado
y en pie, una vez que he asumido personalmente ser pecador y una vez que he asumido
personalmente la llamada a seguirle según las tres maneras de humildad. En sentido bíblico,
el corazón habla al corazón. La tristeza no gira ya en torno a mis pecados, el gozo creador
no se traduce ya en proyectos -mis proyectos- generosos. Es Pascua, es el éxodo de sí
mismo, para estar triste y gozoso con, y por, el «Absolutamente Otro» vilipendiado,
abofeteado, humillado, crucificado, en la fuerza única de la Pascua.
Consiguientemente, la oración de la Tercera Semana tiene forzosamente que ser des-
interesada, para recibir humilde y gratuitamente mi cruz del Dios de Jesucristo -llevar su
cruz-, y mi Pascua como una carga de amor humilde entre Dios y el hombre: hacerme un
«loco de Dios» para la gloria pascual de Dios. La Pasión según san Ignacio traduce el amor

11
Col 1, 24.
poderoso de Dios, que ha salvado a otros en la impotencia, incapaz de salvarse a sí mismo12,
llamándonos, en acción de gracias pascual, a recibir su humildad y su humillación, porque
solo un corazón de pobre puede enriquecer a los hombres con la Vida de Dios.

12
Mc 15, 31.

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