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ETICA Y TRANSFORMACIÓN
DEL ENTORNO
Versión 1
Admito que puede ser pura envidia, pero hay un fenómeno típico de la cultura
contemporánea que no me logro tragar: que ciertas personas con talentos
elementales conquisten la atención y la reverencia de las multitudes, que
ganen —por consiguiente— cifras exorbitantes cada mes, y sobre todo, que a
su lado pasen completamente inadvertidas personas con méritos muy
superiores. Me explico: un cantante de rock gana muchísimo más y es mucho
más famoso que un gran médico. Un buen tenista se gana en una final de
Gran Slam lo mismo que le da a un premio Nobel de física o de química por el
trabajo de toda su vida y más de lo que se gana un profesor en toda su carrera
universitaria. O un ejemplo más cercano: una cantante como Shakira —con
talento, sin duda— es más famosa y gana en un mes lo que se gana en diez
años un compositor serio de música, no digamos culta ni clásica (que se
ofenden), sino simplemente más elaborada, compleja y más difícil de
componer.
No caigo en la trampa de creer que una persona vale según lo que gana, pero
en un mundo dominado por el mercado, donde el patrón del éxito se mide
sobre todo en dólares, señalar el factor de los ingreso es ineludible. Y el gran
negocio del espectáculo (en el que los empresarios se ganan millonadas) ha
destruido por completo la relación que idealmente debería existir entre mérito y
recompensa.
La cultura contemporánea, dominada por los medios de comunicación masiva y
por los gustos fáciles y caprichosos de las multitudes, tiende a glorificar; a
convertir en ídolos, a figuras apenas mediocres. Una actriz de telenovela, que
tuvo la suerte de ser dotada por la naturaleza o por el cirujano plástico de una
nariz perfecta o un pecho rebosante, es tratada en las revistas como si fuera
una diosa. Pero esa misma revista, salvo rarísimas excepciones, jamás se
ocuparía de una bióloga que salva vidas humanas o de un geólogo que
previene desastres o de un historiador que logra ver más allá de lo puramente
anecdótico. Un futbolista con buen amague de cintura recibe más aplausos en
un minuto que un gran matemático toda la vida o que un misionero después de
treinta años de sacrificios en la selva. Ya sé que el matemático y el misionero
no están esperando aplausos y que el premio para ellos consiste en superar
sus propios retos o en ayudar al prójimo y conquistarse el cielo, pero no deja de
ser injusto.
También son ridículos los precios que alcanzan algunas obras artísticas, sin
relación alguna con el talento, el esfuerzo y ni siquiera con la calidad. La fama
de unos pocos escritores y pintores puede ser merecida, pero es también
desmesurada si se la compara con el casi absoluto anonimato de otros
creadores no menos importantes. Gracias a cierto esnobismo alimentado por
los negociantes (agentes literarios, corredores de arte, editoriales, galeristas,
etcétera), también su fama llega a los estúpidos niveles de la farándula.
Mientras tanto, las personas que realmente transforman y mejoran nuestras
vidas, un inventor, un biólogo, un ingeniero nuclear o un matemático, arrastran
una existencia anónima, gris, silenciosa y casi siempre solitaria. Todo el mundo
conoce el nombre de diez actrices, de tres tenistas, de ocho cantantes, de once
futbolistas, ¿pero cuántos de nosotros sabemos los nombres de siquiera tres
científicos de nuestros días? Es mucho más probable que sepan los nombres
de cinco escritores o de cinco pintores, pero no de las personas que han
mejorado definitivamente nuestros trajines cotidianos con vacunas, electricidad,
motores, aviación, teléfonos, computadores... Incluso los mismos inventos que
han posibilitado esta cultura de masas (radio y televisión) son creaciones casi
anónimas, cuyos héroes son desconocidos para la mayoría. Como si los seres
humanos no fuéramos capaces de distinguir lo verdaderamente importante,
como si nos quedáramos en lo superficial, en la bulla, en el espectáculo, en los
colorines de la farándula.
Definitivamente, no me puedo tragar estas aberraciones de la cultura de masas
contemporánea. Aunque reconozco, repito, que puede ser pura envidia. Pero,
eso sí, envidia no en el sentido de “pesar por el bien ajeno”, sino más bien de
pesar por el poco bien que se les hace —o se les reconoce— a otros que se lo
merecían mucho más. Aunque, bien pensado, nadie se merece esa idolatría
que reciben en estos tiempos las estrellas de la farándula.