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Érase una vez un

pequeño país que


existió hace muchos,
muchísimos años,
cuando había gigantes
y magos, duendes y
hadas, en la época en
que los animales y las
letras hablaban. Se
llamaba El País de las
Letras.
Era un país con pocos
habitantes y todos
vivían en una ciudad
rodeada por verdes
campos, entre altas
montañas y prados
salpicados de alegres
flores de colores.
Los bosques les daban
sombra cuando el sol les
enviaba demasiado calor;
unos riachuelos saltarines
les proporcionaban agua
fresca para beber y lugar
donde jugar o refrescarse
mientras chapoteaban y
mojaban a los que se
habían quedado en la
orilla, a veces trataban de
cruzarlos saltando de
piedra en piedra.
En el país vecino vivían los
gigantes, que, como todos
los gigantes, eran altísimos.
Les gustaba divertirse, pero,
cuando se enojaban
tardaban mucho tiempo en
recuperar el buen humor.
Pisaban el suelo con tanta
fuerza que retumbaban una y
otra vez las campanas del
País de las Letras, como en
los días de fiesta: “talán-
talán… tolón-tolón…tilín-
tilín…”
Un día llegó al País de las
Letras un señor bajito y
simpático, un poco calvo,
con barba, cubierto por
un sombrero. Llevaba
una mochila a la espalda
y un lápiz en la mano.
Unos lentes le daban aire
de personaje sabio. Y así
era…, pues este señor
tenía muchas ganas de
aprender y descubrir
cosas nuevas.
Llevaba bastante tiempo
viajando por el mundo con
el deseo de descubrir algo
que le permitiera escribir
cuentos para que los
pudieran leer todos los
niños y niñas del mundo.
Pero tenía un gran
problema, porque nadie
sabía que las letras existían
y, por lo tanto, nadie leía
ni escribía.
Había recorrido muchos países y
ya estaba fatigado de tanto
viajar, de tanto observar, de
tanto escuchar con atención. Se
hallaba bastante triste y ya casi
había decidido regresar a su
ciudad cuando alguien le habló
de un pequeño país rodeado de
montañas y bosques donde
vivían unos extraños personajes,
y decidió ir a visitarlo de camino.
Fue una decisión muy acertada
porque allí, en aquel curioso país,
iba a encontrar lo que buscaba.
Paseó por las calles de la pequeña ciudad,
observó las costumbres de sus habitantes y se
asombró de la forma que tenían sus cuerpos y
de la manera de comunicarse. Todos eran
distintos y hablaban de forma diferente.
Enseguida se dio cuenta de que, cuando iban varios
juntos y hablaban, se oían palabras como las que se
decían en su país.
Pensó que, si dibujaba sus cuerpos y aprendía su
forma de hablar, podría escribir por fin los cuentos
que se inventaba para que, de ese modo, los niños y
niñas pudieran leerlos. Así que pidió permiso a los
reyes y ellos aceptaron encantados su proposición.
El señor Estudioso se
quedó por algún
tiempo en el País de las
Letras, las dibujó,
aprendió sus sonidos y
las hizo famosas en el
mundo entero.
También fueron muy
conocidas las aventuras
sucedidas en este país.

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